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Carrera : Pedagogía en Historia, Geografía y Ciencias Sociales.

Cátedra : Construcción de la sociedad del mundo antiguo.


Tema : Roma arcaica
Material base : “Roma arcaica. El Estado Monárquico”. En: Bravo, G. (2000). Historia del mundo antiguo. Una
introducción crítica. Madrid. Alianza Editorial. Pág. 366-377.

EL ESTADO MONÁRQUICO

1. De la realeza semilegendaria a la monarquía de origen etrusco

Los primeros tiempos de la historia política romana se remontan a la fundación misma de la


ciudad por Rómulo, al que la tradición atribuye también una importante obra política. Puesto que Rómulo
seguramente no existió, ésta pudo ser realizada por alguno de sus sucesores; más que el régimen
monárquico, propiamente dicho, de carácter dinástico o hereditario, este primer período manifiesta la idea
de la realeza (Martin, 1982). Los reyes se suceden sin que exista un aparente vínculo familiar entre ellos;
más bien parece que el relevo regio se corresponde con el prestigio alternativo de determinadas familias
aristocráticas. Esto presupone un control estricto del poder monárquico por parte del grupo social
privilegiado con capacidad para poner y deponer a sus «reyes», lo que no encaja bien en la idea antigua
de «monarquía». De hecho, las situaciones de interregnum debieron ser frecuentes y más largas de lo
que la tradición romana propone. Durante este tiempo el poder era devuelto a los patres como
depositarios de los auspicia, según el principio de que entre dos reinados «auspicia ad patres redeunt».
De ellos dependía la propuesta de un nuevo rey, que sólo era considerado como tal al término de un largo
ceremonial que incluía, entre otros, los siguientes elementos: aprobación por la asamblea de ciudadanos
reunidos por curias (comitia curiata); confirmación por el senado; auspicatio o consulta de signos divinos;
inauguratio o consagración e investidura. Todo ello indica que el rey carecía todavía del poder suficiente
para imponerse por sí solo o transmitir la autoridad otorgada a uno de sus hijos.

Aparte del caso de Rómulo, plenamente legendario, los restantes reinados de este primer
período cuentan con el apoyo documental y arqueológico necesario para que puedan ser considerados
«históricos», si bien el relato tradicional ha contribuido a reducir su obra política a determinados
estereotipos cuando no a atribuirles instituciones que corresponden en realidad al período posterior.

No obstante, parece obligado salvar previamente algunas dificultades. En primer lugar, la


onomástica real es tan poco frecuente en la Roma arcaica y posterior (los praenomina Numa, Tulo y Anco
constituyen casos de «happax», si se exceptúan los homónimos, probablemente inventados por Livio; los
nomina gentilicios no identifican a familias relevantes de la política romana antes de que la «historia
temprana» estuviera elaborada) que cuesta aceptar su historicidad. En segundo lugar, si se admite la
cronología tradicional (desde el 753 al 616) durante 137 años sólo habrían reinado cuatro reyes a una
media de unos 35 años por reinado, lo que es muy improbable, sobre todo si se tiene en cuenta que los
reyes ejercían un poder otorgado por el grupo dirigente (la aristocracia gentilicia) o el pueblo (reunido en
curias).

Dejando a un lado este tipo de problemas, las figuras de Numa y Anco son más históricas que la
de Tulo, cuyo relato de la conquista y destrucción de Alba es consagrado por Livio a engrandecer el valor
mostrado por la familia de los Horatii.

En cuanto a Numa, hoy se le considera responsable de la primera constitución romana


(Martínez-Pinna, 1985), oculta en clave religiosa en su conocida «reforma sacerdotal», según la cual los
collegia deflamines, augures, vestales, salii, fetiales y pontífices integrados por tres miembros o múltiplos
de tres se correspondían con la distribución tribunal existente (Menager, 1976) y algunos, como los
«salios» o los «feciales», no eran ajenos a decisiones militares.

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Por lo que se refiere a Anco, se pone en duda su figura de conquistador de algunos enclaves
estratégicos del Lacio que serían luego controlados por su sucesor Tarquinio Prisco. Pero en cuanto que
la figura de este último es ya plenamente histórica —aunque se dude a veces si él y el último Tarquinio no
serían idénticos— la de Anco y sus descendientes cobra mayor verosimilitud. La venganza de éstos hasta
la propia muerte del rey no debería entenderse como una represalia ante la imposición de un rey
extranjero, como la tradición da a entender, porque Tarquinio, aunque de origen etrusco, se había in-
tegrado ya en la nobleza romana y fue «elegido» rey por la aristocracia dominante y confirmado por el
pueblo. Probablemente, si la tradición historiográfica no es proclive a su figura fue porque ésta se
conformó sobre el principio de defensa de los intereses aristocráticos y Tarquinio pretendió minimizar la
influencia de la élite gentilicia sobre el ejercicio de la monarquía de formas diversas: primero, nivelando
los intereses del «senado» introduciendo en él a los «patres minorum genitum»; después, adoptando una
política exterior consistente en el control de los enclaves de importancia comercial siguiendo la línea del
Tíber, política que beneficiaba esencialmente al grupo de comerciantes y artesanos de la ciudad y no
protegía los intereses fundiarios de la aristocracia gentilicia; realizó también importantes reformas en las
curias elevando su número a 10 por tribu para que el control gentilicio fuera menos eficaz; intentó
asimismo modificar las tres tribus existentes, pero chocó con la oposición de importantes miembros de la
aristocracia y con la rivalidad de algunas ciudades etruscas, con cuya ayuda un tal Servio Tulio, de oscuro
origen, acabó con su vida ayudado por los hermanos Vibenna, príncipes de la ciudad etrusca de Vulci.

2. La defensa del Estado y la formación del ejército centuriado

El Estado monárquico romano, organizado sobre la base de las tribus —y no sólo de las gentes
—, se presenta como un instrumento integrador —no exclusivista— de la civitas. Los criterios de sangre
dejaron paso a los territoriales; la posesión de tierras, a otras formas de riqueza; en fin, la contribución a
la defensa del Estado se impuso sobre los intereses particulares de determinadas familias o grupos.
Paralelamente, el reforzamiento humano y económico de la estructura estatal supuso un debilitamiento
progresivo del sistema gentilicio y de los privilegios políticos de las familias de la nobleza. Además sólo a
algunas de ellas se otorgó el título de «realeza», la elegida alternativamente para proporcionar un «rey» o
jefe político, militar y religioso de la comunidad. La diferencia básica entre el poder regio temprano y la
monarquía posterior es que en ésta el poder político se encuentra mucho más articulado en el conjunto de
la estructura social; se diversifican las funciones y la eficacia del Estado depende en gran medida del
apoyo de los grupos sociales correspondientes. La ampliación del territorio dominado conlleva a menudo
la apertura de la civitas a nuevos grupos o, al menos, un cambio en el sistema de representación política
que se adecúe a la nueva situación.

Una pieza clave de este sistema era el ejército, cuya estructura fue varias veces modificada
durante el período monárquico. Las acciones militares no siempre contribuyeron a engrandecer la figura
del «rey», sino que, por el contrario, en ocasiones la gesta de una familia en batalla empañaba la imagen
pública del soberano, como ocurrió a propósito de la toma de Alba por Tulo Hostilio con la colaboración de
los Horacios.

Si las «curiae» representaban al «pueblo armado», su número debió guardar correspondencia


con las tres tribus originarias, pero más tarde, cuando Tarquinio Prisco instituyó 10 curias por cada tribu,
el número de 30 quedó inalterado aunque el de tribus varió ostensiblemente. También este monarca
duplicó las tres centurias de celeres existentes o equites con otras tres de equites posteriores formando
con ellas los sex suffragia elegidos, según Livio, de entre los primores civitatis, esto es, los «notables» de
la ciudad.

Pero ya Servio Tulio, su sucesor, incrementó el número de las centurias de «caballería» a 18


añadiendo 12 a las seis existentes, que fueron las primeras llamadas a votar. Generalmente los miembros
de estas centurias se extraían de la primera «clase» de ciudadanos, a la que se asignaron otras 80 centu-
rias, de las cuales 40 eran de seniores o encargados de la defensa de la ciudad, y otras 40 de iuniores o
jóvenes responsables de llevar a cabo las guerras exteriores. Si el voto de estos dos grupos de centurias
era coincidente arrojaba un total de 98, por lo que resultaba innecesario llamar a votar a las restantes
clases y centurias, que en total suponían sólo 95 unidades de voto o centurias. El resultado del sufragio,
por tanto, recaía claramente en las primeras «clases», si bien la contribución a la defensa del Estado
obliga en cuanto cives a todas las centurias censadas excepto a la denominada capite censi, que carecía
de cualquier tipo de armamento. Aunque el criterio de clasificación «monetaria» —estipulado en ases, con
mínimas variantes entre Livio y Dionisio de Halicarnaso— sea totalmente anacrónico, es probable que la
descripción de la panoplia militar se aproxime a la realidad. El relato de Livio permite establecer
claramente dos categorías dentro de la «infantería» según que portaran armas defensivas y ofensivas
(«pesada») o solamente éstas últimas («ligera»); la primera categoría correspondería a las tres primeras

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clases, mientras que la cuarta y quinta formarían la segunda o, dicho de otro modo, las tres primeras
constituirían la classis y el resto las infra classem, si bien recientemente se tiende incluso a restringir
exclusivamente la categoría superior a las centurias de la primera «clase» (Richard, 1978) o classis
clipeata, por ser la única en llevar escudo redondo (clipeum). El problema se complica si al mismo tiempo
se pretende ver en esta reforma el germen de la posterior «legión» romana de 5.000 a 6.000 hombres. En
efecto, consideradas sólo las centurias iuniores de las tres primeras clases (40, 10, 10, respectivamente)
el número total de 60 centurias de esta hipotética «classis» se corresponde bien con el de una unidad
legionaria. No obstante, un nuevo problema surge si se admite que la «centuria» como unidad militar no
tiene por qué identificarse con la «centuria» en cuanto unidad de voto. En este sentido se han propuesto
estimaciones razonables que modificarían sensiblemente las hipótesis anteriores: los 8.000 miembros de
las 80 centurias de la primera clase formarían parte de la división entre «seniores» o «iuniores» en una
proporción de 1:4, esto es, 1.600 de los primeros y 6.400 de los segundos, aunque a efectos de voto el
cómputo de ésta fuera de 80 unidades, y algo similar debió ocurrir con las centurias de la segunda y
tercera clases censadas. Sin duda que algunas estructuras políticas y militares prevalecientes en el
período posterior contenían elementos de épocas precedentes, pero ello no significa en modo alguno que
existiera ya la organización que los caracterizaría en el futuro.

Reagrupando los datos transmitidos por la tradición se obtiene el siguiente cuadro de situación:

3. La orientación política de la monarquía

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En los tres últimos reinados se aprecia ya una clara alternancia en la orientación política de los
respectivos monarcas. A diferencia de los anteriores, éstos no son ya «elegidos», sino que acceden al
trono por la fuerza: Tarquinio Prisco se deshace de Anco Marcio; Servio Tulio interviene en el «golpe»
contra Tarquinio; Tarquinio el Soberbio se impone como «tirano». Aunque la tradición es contradictoria en
muchos aspectos, Servio parece haber sido el menos «populista» de los tres» incluso la «constitución
serviana», pieza clave de su obra política, tenía un carácter censitario que abocaba a la configuración de
una estructura social dualista: privilegiados y no privilegiados. Tarquinio Prisco intentó liberarse del rígido
control que la nobleza ejercía sobre la monarquía mediante una política en defensa de los intereses
políticos y económicos de los grupos no privilegiados. Para ello introdujo en el senado a los patres
minorum gentium en igual número —100— que los representantes de las gentes maiores. Esta nivelación
permitió al monarca después emprender una política exterior encaminada al control de los enclaves
latinos que favorecían los intereses de los grupos de comerciantes y artesanos existentes en la ciudad.
No obstante, la reacción de la nobleza romana y probablemente la rivalidad con algunas ciudades
etruscas acabó con su vida. En estos acontecimientos destaca la intervención de un tal Macstarna, que la
historiografía moderna ha identificado con Servio Tulio, su sucesor en el trono romano. En realidad
Macstarna no es más que «el magister» romano ayudado en su rebelión por la nobleza de la ciudad
etrusca de Vulci —los miembros de la familia Vibenna—para derrocar al rey de Roma. Sin embargo, la
figura de Servio Tulio contiene todavía algunos elementos enigmáticos (Ridley, 1975), especialmente
respecto a su origen (¿etrusco, romano, esclavo?) y a la peculiar orientación de su política en favor de
unos u otros grupos sociales.

Dionisio de Halicarnaso lo considera «extranjero y sin patria», lo que se corresponde bien con
una tradición latina tardía recogida por Justino que lo identifica como servus Tuscorum, esto es, «esclavo
de procedencia etrusca»; el mismo origen servil del rey se recoge en otra tradición, según la cual Servio
sería hijo de Ocrisia, esclava de Tanaquil, la esposa de Tarquinio Prisco; en fin, el origen latino de Servio
no podría descartarse, puesto que es el que más se ajusta al contexto político de la época de rivalidades
entre la nobleza de las ciudades latinas y etruscas por controlar el trono romano.

Por otra parte, resulta indudable que las reformas internas llevadas a cabo por Servio, tanto en el
ámbito de las tribus como en el del ejército «centuriado», supusieron la reorganización social y política de
la primitiva comunidad romana. Pero no parece que este rey haya podido liberarse de las exigencias del
grupo patricio que le había encumbrado en el trono. En efecto, la organización centuriada favorecía
claramente a este grupo aun cuando otros quedaron también representados. Si, como parece, no es
correcto atribuir a Servio la creación de las 16 tribus rústicas, que favorecería ante todo las pretensiones
de plebeyos y clientes, los grupos no privilegiados quedarían relegados a los derechos políticos. Con el
apoyo de éstos, en cambio, Tarquinio el Soberbio, un descendiente —quizá nieto— del anterior, consiguió
derrocar a Servio y erigirse en un auténtico «tirano» contra los intereses de la aristocracia. La política
populista de Tarquinio representaba la alternativa al régimen anterior, en el que los grupos privilegiados
habían logrado una amplia participación en el Estado. Fue entonces, si no ahora, cuando la plebe se
constituyó en «grupo político» (Richard, 1978) capaz de disputar al patriciado su protagonismo político
tradicional. Finalmente, la reacción de este último abocó en 509 a. de C. a la expulsión del rey romano,
que buscó refugio primero en Etruria y después en Cumas, en la corte de Aristodemo. El «pueblo» se
había sublevado contra la «aristocracia», pero en esta ocasión los nobles consiguieron controlar la
situación e instauraron una «república», en la que pronto esta oposición adaptaría formas más violentas
de resistencia y rechazo al orden instituido.

4. Instituciones y organización social

Cuando en la historiografía antigua se alude a los «primeros romanos», éstos aparecen ya


inmersos en una acabada estructura social —la gentilicia— y política —la monarquía—, aunque son
escasas las referencias a la economía básica de esta primitiva sociedad romana que, remontándose a los
tiempos legendarios de la fundación de la Urbs, se presenta ya organizada en gentes. La gens es la
institución social básica de la Roma arcaica, en torno a la cual se configura la sociedad romana y el propio
Estado. En efecto, según la tradición, Romulo eligió a 100 ciudadanos destacados, a los que otorgó el
rango de patres, sean o no éstos los miembros del senado originario. Aunque los textos hablan de ellos
como patres familiarum, hoy se suelen entender como «jefes de las gentes» (Romano, 1984, 83), porque
los propios escritores romanos, sobre todo los más tardíos (Festo, Macrobio), utilizan indistintamente
ambos vocablos (familia y gens) en contextos visiblemente distintos.

En la interpretación tradicional, mientras que la primera forma parte de la segunda pero puede
existir fuera de la «gens», ésta presupone un agregado de familias unidas por lazos comunes: de sangre,

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culto, hogar, defensa y, por supuesto, intereses. Naturalmente, estos vínculos entre los miembros de un
mismo clan fueron más estrechos al principio, cuando un reducido grupo de familias se encontraba
sometido a la autoridad del «paterfamilias»; más tarde, cuando la organización gentilicia quedó relegada
ante la estructura familiar simple, los miembros de las gentes conservaron en su onomástica —el nomen
— el prestigio de un origen gentilicio, del que no participaban otros segmentos de la población romana:
plebeyos y clientes. Por tanto, esta primitiva diferenciación social debe ser adscrita a un momento
posterior a la «comunidad» gentilicia originaria, en la que tal jerarquización no debió existir. No obstante,
es indudable que, si ab origine existió una diferenciación interna entre los grupos constitutivos de la gens
(familias agnaticias o descendientes del primer varón; familias cognaticias o descendientes por línea
materna), un contraste similar debió haber entre las gentes (maiores y minores), de tal modo que la
comunidad de intereses resulta difícil de admitir, tanto «dentro» como «fuera» de ella. Patres y gentes se
distinguieron por su desigual capacidad económica, militar y, en consecuencia, también política, por lo
que no es arriesgado pensar que los primeros patres-senatores acumularon la condición de «jefes» de las
«gentes» más poderosas y representantes de las familias más influyentes dentro de ellas. De este modo
la auctoritas patrum definiría a unos y otros, pero al mismo tiempo se excluirían de ésta aquellos
«senatores» que no gozasen de esta doble condición (luego llamados conscripti). Una anotación de Festo
nos informa además que la elección de los miembros del «senado» debía hacerse curiatim, es decir, por
curias. La curia era una organización social superior en la que se agrupaban los varones («co-viri») o ciu-
dadanos («quirites», del latín quiris, lanza) que, sin embargo, no se corresponde con la acepción recogida
más tarde en el término griego «kúrios» o señor, y en el posterior latino de dominus, como persona que
tiene la facultad (potestas) de ejercer dominio sobre algo o alguien. Que se trataba de una organización
restringida lo prueba el hecho de que las curias (viejas y nuevas) no pasaron de 30, mientras que el
número de gentes fue de 300, a 100 por cada una de las tres tribus originarias, que sin embargo
aumentaron hasta 35 al final del proceso, en plena época republicana. Las curiae plantean dos problemas
básicos: uno, referido a su precisa composición social; el otro, relativo a su función política. El primero
consiste en saber si, a la luz de los textos antiguos, los «curiados» eran extraídos de las gentes o de las
«tribus», habida cuenta de que estas últimas incluían ciudadanos no «gentiles». Mientras que Dionisio de
Halicarnaso utiliza el término «guenikai» refiriéndose a las tribus, el correspondiente latino «genera» es
utilizado por algunos autores romanos para describir la composición de las curias; la imprecisión
semántica de un término como «genus» sugiere una cierta heterogeneidad del grupo que carecería de
sentido si sus miembros pertenecieran sólo a las gentes. Por tanto, las curiae debieron incluir elementos
aún no integrados en el sistema gentilicio y del que tampoco formarían parte después cuando éste entró
en descomposición. En este sentido, la curia sería una institución temprana, atribuida a Rómulo, y de ella
formarían parte todos los ciudadanos en cuanto «quirites»; con una función básicamente militar.

La cuestión de la función política de las curiae es aún menos clara. Hasta hace poco se pensaba
que se trataba de una organización militar paralela a la «fratría» griega, pero después se ha rechazado
esta interpretación (Palmer, 1970) arguyendo que, de tratarse de una reunión armada, los comitia curata
no habrían podido celebrarse dentro del pomerium, como habitualmente ocurrió. Los nombres de las
«curias» incluyen a veces topónimos (Veliensis, Foriensis), que recuerdan el lugar de las reuniones, cuya
función principal parece haber sido otorgar el imperium a los magistrados, probablemente ya durante el
período monárquico, pero con seguridad desde comienzos del republicano. La lex curiata de imperio
precedió al ejercicio anual de los magistrados superiores con atribuciones militares. El tercer nivel
institucional de la sociedad romana arcaica era la pertenencia a una tribu, que sólo correspondía a la
población «ciudadana». Según la tradición, hubo tres tribus originarias, de cuyos nombres (Tities,
Ramnes, Luceres) se ha pretendido deducir la naturaleza de sus respectivos contingentes (sabinos,
romanos y etruscos o latinos), todos ellos de extracción urbana y vinculados directa o indirectamente con
la fundación de la Urbs. Pero poco después, en plena época monárquica, Servio Julio realizó un nuevo
reparto de ciudadanos en función de criterios exclusivamente territoriales: creó una nueva tribu urbana y
cambió sus nombres (Suburana, Palatina, Collina, Esquilita); pero la creación de las 16 tribus rústicas
adscritas al ager romanus debe haber sido posterior, probablemente no anterior al siglo V (Magdelain,
1971,113), aunque Tito Livio y Dionisio afirman que en 495 a. de C. el número de tribus existentes era ya
de 21, esto es, las cuatro urbanas y 17 rústicas, siendo la Clustumina —sobre el territorio de
Crustumerium— la última tribu creada. Por tanto, si se acepta este dato, las 16 tribus anteriores
procederían de época monárquica, en cuyo caso Servio Julio sería el responsable de esta importante
innovación. No obstante, aunque el proceso de distribución del ager en tribus sea oscuro todavía en
muchos aspectos (Taylor, 1960), es indudable que el número total de tribus era todavía 21 en 387 a. de
C., cuando se procedió al reparto del ager veientanus, tras la toma de la ciudad etrusca de Veyes por
Camilo, por lo que la creación de las tribus rústicas podría haber sido muy posterior a la fecha asignada
por la tradición. Lo mismo que las tres tribus originarias fueron aumentadas a cuatro por Servio Tulio
hacia mediados del siglo VI a. de C. con el fin de integrar en ellas a los nuevos ciudadanos inscritos en el
censo, la creación de las tribus rústicas resulta inseparable tanto del progresivo dominio romano en el

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ámbito latino como de la necesaria ampliación del cuerpo cívico, incorporando en él no sólo a los
ciudadanos residentes en la Urbs, sino también a los ciudadanos residentes en el ager, que pertenecían a
las «clases» inferiores de la civitas.

Pero lo importante es observar que esta nueva distribución tribal significaba la superación de la
estricta organización decimal y ternaria de la sociedad romana originaria en tribus (T), curias (C) y gentes
(G):

1 ...................... 1........................ 1.......................T = 3


10 ...................... 10........................ 10.......................C = 30
100 ...................... 100........................ 100.......................G = 300

Las razones de esta nueva distribución fueron sin duda demográficas y territoriales, pero también
institucionales. En efecto, la civitas dejó de ser un privilegio exclusivo de los grupos más acomodados de
la población y hasta entonces residentes generalmente en la ciudad, porque las necesidades de defensa
del Estado exigieron pronto la incorporación de nuevos elementos al populus. Quienes poseían armas
(lanza, espada) y equipamiento defensivo (coraza, escudo), organizados en «centurias», constituyeron la
classis, que era la base del ejército romano; quienes, por el contrario, carecían todavía de estos equipos
formaban el grupo de los infra classem hasta que, como ciudadanos, pudieran ser incluidos en la
categoría superior. Pero esto no significa que, como pretendía Mommsen, populus y aristocracia —classis
en terminología militar— fueran organizaciones idénticas, de las que quedarían excluidos los plebeyos
como infra classem. Al contrario, se sabe que éstos participaban en el exercitus como infantería ligera
(Martínez-Pinna, 1981), del mismo modo que lo hicieron más tarde los clientes que lograron acceder a la
ciudadanía. Fueron éstos —y no los plebeyos— en su condición de «dependientes» de un patronus
aristocrático quienes en un primer momento estuvieron excluidos de la civitas; en cuanto clientes estaban
vinculados a un patrono, al que estaban obligados a prestar determinados servicios (mano de obra,
defensa) o ayudas económicas (contribución a la dote de la hija) a cambio de protección. Dada esta
estrecha relación entre ambos, no es sorprendente que algunos textos se refieran a los «clientes»
considerándolos liberi (hijos) de los patronos, denominación que, aunque se use en sentido figurado,
parece indicar que éstos eran «libres», si bien temporalmente ligados a relaciones de dependencia. Si los
patronos, en calidad de grandes propietarios, residían en la ciudad, sus clientes de los pagi rurales serían
los encargados de explotar la parte del ager perteneciente a aquéllos. Pero más tarde la creación de las
tribus rústicas dio la oportunidad a plebeyos y clientes de acceder a una porción del ager, otorgamiento
que sólo debió afectar a las tierras públicas. No obstante, una parte de la plebs urbana, que denominaba
al grupo de ciudadanos sin tierras, pasó a convertirse también en plebs rustica, del mismo modo que
muchos «clientes» fueron favorecidos por estos repartos y lograron de este modo acceder a la
ciudadanía. Como grupos no privilegiados de la civitas, sus intereses eran afines, si bien los últimos
siguieron durante algún tiempo manteniendo estrechos vínculos con sus antiguos patronos. Por esta
razón, cuando los plebeyos organizaron la primera secessio en 494 a. de C. y se negaron a formar parte
del ejército, los antiguos clientes —ahora ciudadanos— fueron reclamados por los miembros de la
aristocracia en defensa de sus tradicionales intereses.

Pero la institución más importante de la Roma arcaica fue sin duda el Senado, en torno al cual
giraron las innovaciones políticas más destacadas de este período. Resultado de la evolución del
primigenio «Consejo de ancianos» característico de muchas sociedades tribales antiguas, el Senatus
monárquico (del latín senex, viejo) se remonta generalmente a Rómulo, quien, según la tradición, habría
instituido este órgano con los 100 patres de las primitivas gentes. Livio, Dionisio de Halicarnaso, Plutarco
y Dión Cassio, entre otros, atribuyen su creación al «fundador» de la ciudad. Excepto Cicerón, que no
menciona expresamente su número (pristinum numerum), el resto asigna la entidad de 100 miembros al
Senado romano originario. Asimismo todos, salvo Dión, suponen que este número aumentó durante el
primer período, si bien la oscilación varía entre los 50 nuevos senadores de Cicerón y los 100 propuestos
por Dionisio y Plutarco, aunque Livio no especifica el incremento, dando a entender, sin embargo, que la
verdadera reforma de esta institución fue llevada a cabo por Tarquinio Prisco, quien introdujo en el
Senado 100 nuevos patres minorum gentium, a los que Tácito confunde con los conscripti atestiguados el
primer año de la República.

Esta duplicación es asumida expresamente por Cicerón, pero mientras Dionisio considera que el
aumento consistió en 1/3 (esto es, 100), Dión se inclina por 2/3, es decir, 200. Se ha estimado incluso que
el número de nuevos senadores en 509 a. de C. sería mayoritario (164 de 300) - (Richard, 1978, 482), y
Cicerón asegura que el senado de Bruto fue «elegido de entre todos los ciudadanos» (ab universo
populo). La tradición es unánime acerca del total de 300 senadores de época republicana, que se
mantendría hasta las reformas de Sila del año 81 a. de C. No obstante, el problema sigue siendo cómo

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identificar a estos nuevos senadores. Y a los autores antiguos discrepaban al reconocerlos unos como
patricios (Livio, Cicerón) y otros como plebeyos (Dionisio, Plutarco, Dión). La cuestión se plantea por el
hecho de que en el primer año de la República estos autores parecen distinguir a los patres, propiamente
dichos, de los conscrípti o inscritos en una lista, que sin embargo gozaban de la misma condición de
«senadores». No es claro si estos últimos son así denominados por tratarse de plebeyos promocionados,
entendiendo la expresión patres et conscrípti como bimembre (Momigliano, 1966) o si, por el contrario,
ésta debería ser entendida como qui patres qui conscripti para diferenciar a éstos de los patres originarios
que habían logrado ya transmitir el rango de nobleza a sus descendientes:

En ambos casos, no obstante, persiste la duda de si los conscripto -patricios o plebeyos-


pertenecen al período monárquico o son la primera manifestación institucional de la época republicana; en
el primer supuesto su introducción en el senado no se debería a Servio Tulio, como suele creerse, sino
más bien a Tarquinio el Soberbio, enfrentado a la creciente influencia del patriciado; en el segundo, los
responsables serían Junio Bruto, primer cónsul romano, o Marco Valerio Publícola, que hizo frente a
Porsenna de Clusium tras la expulsión del último rey romano.

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