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María García Esperón

Las Cajas de

China
Ilustraciones:
LORDE y LORELEI

Las Cuevas del Viento

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Coordinación editorial: JUAN CARLOS IRACHETA
Diseño editorial: MIGUEL LOMELÍ
Ilustración de la portada y dibujos interiores: LORDE y LORELEI

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Las Cajas de China


© María García Esperón, 2007
© Ilustraciones: Lourdes García Esperón (LORDE)
Ángela García Esperón (LORELEI)

D.R. © María del Refugio García Esperón, 2007


Edificio D4 Depto. 41 Torres de Mixcoac
Deleg. Álvaro Obregón
01480 México, D.F.

1a. edición octubre 2007

ISBN: 978-970-94978-1-6

Prohibida su reproducción por cualquier medio mecánico


o electrónico sin la autorización escrita del autor editor.

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Las Cajas de China

Un regalo inesperado

erónimo! ¡Jerónimooooo!
-¡ J Toda la casa de Jerónimo, que en realidad
es un departamento situado entre otros departa-
mentos de una unidad habitacional, estaba con-
mocionada. La mamá corría de un lugar a otro.
El papá se rascaba la cabeza. Andrés, su hermano
mayor, repetía una y otra vez, de manera roboti-
zada, la frase:
-“No puede ser. No puede ser. No puede ser”.
Porque una cosa así nunca le había pasado a la
familia Tajín. Nunca. Ni a don Raúl, que era del
sur del país, ni a doña Camelia, que era del norte,
ni a Andrés, que como su hermano nació en el
centro, les había llegado nunca lo que le llegó a
Jerónimo.
Todos estaban alterados, menos... Jerónimo, que

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no sabía nada, porque no había regresado de la


escuela.
Y ese día en particular no había sido fácil.
Primero, lo castigaron sin recreo por hablar en
clase. Después, le creció de manera incontrolable
una lista que tenía. En esa lista se habían anotado
los amigos que querían ir a su casa para conocer
su nuevo juego de video.
¿Y cuál es el problema? –dirán ustedes.
El problema es que el tal juego de video no exis-
tía. Era demasiado caro para don Raúl y doña
Camelia.
-Hijito, lo primero es lo primero y cuando no hay,
no hay –le había dicho su madre, realista y prác-
tica, porque era del norte.
-Algún día lo tendrás. Disfruta el desear, es mejor
que el tener –repuso su padre, soñador y filósofo,
porque era del sur.
Andrés le había propuesto juntar los domingos
y lavar los autos de los vecinos, en un plan que
combinaba el norte y el sur, porque casi nunca
les daban domingos y a los vecinos les gustaba
que les lavaran el coche.
Pero mientras el plan de Andrés se fraguaba, Je-

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rónimo perdió la tranquilidad de espíritu, porque


dijo a sus compañeros una mentira tan grande
como una unidad habitacional: que era poseedor
del famoso juego de video.
Y no hizo distinciones: le mintió a Sergio, su me-
jor amigo, a Eduardo, su segundo mejor amigo y
hasta a Santiago y Wily, que son periféricos.
Mentira total.
Mentira por los cuatro costados. Y como resul-
tado: no podía invitar a nadie a su casa. Porque
lo atraparían en la mentira y perdería su buena
reputación.
La escuela de Jerónimo es pública y está frente
a su casa. Iba caminando de regreso, coronado
por una nube negra de preocupación, cuando
distinguió en la ventana la cabecita de su mamá,
gritándole a pleno pulmón:
-¡Jerónimo! ¡Jerónimoooo!
-¿Por qué tanto alboroto? –se preguntó.
-¡Sube pronto! ¡Te llegó algo! –gritó la mamá.
-¿Algo?
El corazón de Jerónimo dio un vuelco.
¡Algo!
¡Cuántas cosas hay en la palabra algo! ¡Cuántos

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algos en la palabra cosa!


Ya para que su mamá asomara la cabeza y grita-
ra, con el control perdido, poniendo en alerta a
los vecinos y haciendo ladrar a los perros... Debía
ser algo grande, algo significativo, algo como...
-¡Mi juego de video! –gritó Jerónimo, que había
heredado el alma soñadora de los Tajín, mien-
tras que Andrés se ubicaba de plano del lado ma-
terno y no creía en los milagros.
Abrió la puerta de golpe, subió las escaleras, lle-
gó al quinto piso y... ¡no pudo entrar a su depar-
tamento!
No pudo, porque no había espacio.
Frente a la puerta estaba un enorme bulto, más
alto que el propio Jerónimo. Lo habían subido
entre dos empleados de una empresa de men-
sajería, a los que el señor Tajín dio una jugosa
propina. Un gran bulto rectangular envuelto en
papel de China rojo.

Y encima del bulto, un sobre con un letrero:

“Para Jerónimo Tajín”.

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Gustavo Tajín

s del tío Gustavo! –gritó Andrés, que le ha-


-¡E bía arrebatado el sobre al legítimo destinata-
rio y ya comenzaba a abrirlo.
-¡Sí! ¡Pero es para mí! –Jerónimo reivindicó sus
derechos, jalando un extremo del sobre con gra-
ve riesgo de rasgarlo y romperlo en dos.
-De acuerdo –aceptó Andrés. Pero no puede ser.
No puede ser. No puede ser.
Como era el primogénito, resultaba increíble que
el gran envío no estuviera dirigido a él. Retiró las
manos del sobre y se cruzó de brazos, clavando
la vista en el suelo.
Jerónimo abrió su carta y se dispuso a leerla en
voz baja, para sí mismo, como un sabroso secre-
to.

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-¿Qué dice? –dijo doña Camelia.


-¿Qué dice? –urgió don Raúl.
-¡Lee en voz alta, enano! –se desesperó Andrés.
-Pues dice que...

Pero antes de enterarnos del contenido de la car-


ta, es conveniente que ustedes sepan quién es el
tío Gustavo, el remitente del estorboso paquete
envuelto en papel de China, que a estas alturas
de la narración sigue obstruyendo la puerta del
departamento de Jerónimo.
Gustavo Tajín es, ya lo dedujeron, hermano de
don Raúl. Esto es, tío paterno de Jerónimo y An-
drés y por consiguiente es del sur. La familia se
dedicó mucho tiempo a vender telas por las ma-
ñanas y a escribir y recitar poemas por las tar-
des. Dije la familia y me refiero concretamente a
la sección masculina de la familia. Los hombres
Tajín eran tenderos y poetas.
Todos, excepto Gustavo, el hermano menor.
Él era aventurero. Desde chico, cuando le pre-
guntaban qué sería de grande, invariablemente
respondía:
-Aventurero.

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Y desde chico empezó a diseñar las aventuras


que tendría de grande. Se ayudaba con mapas de
países, mapas de carreteras, guías turísticas y con
los números viejos de la revista de Geografía Na-
cional que consultaba en la Biblioteca.
Nadie supo cómo, pero Gustavo Tajín cumplió
sus sueños.
Se hizo imprimir unas tarjetas que decían:
Gustavo Tajín, Aventurero
Nunca fue licenciado, ni doctor, ni ingeniero.
¡Vamos! Tampoco fue “señor”, que es la palabra
que viene a sustituir a las anteriores cuando éstas
no se encuentran cerca de alguien masculino y
con bigotes que ya rebasó los cuarenta años.
No, señor. Gustavo Tajín no fue señor.
Fue... Aventurero.
Andrés y Jerónimo lo vieron una sola vez, duran-
te el velorio del abuelo Nicanor Tajín.
El mejor velorio de su vida.
Si eso era un velorio, pues los velorios eran muy
divertidos.
El tío Gustavo se puso en medio del círculo de
dolientes y empezó a narrar sus aventuras.
Durante toda la noche.

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Las Cajas de China

Don Nicanor en su caja, con sus noventa y nueve


años muy bien vividos y un traje nuevo que le
puso la abuela Crispina, no se dio por enterado
pero todos los demás parientes se perdieron y se
encontraron en las trayectorias fulgurantes que
Gustavo Tajín, aventurero, describió esa noche.
Los llevó de Alaska a la Patagonia, de Cachemira
al Gran Zimbawe, del Mapimí a los arrecifes de
Cornualles, de la Ciudad del Cabo hasta Jutlan-
dia... Les dijo que tenía la costumbre de regre-
sar al cabo de sus viajes, acompañado por algún
científico, explorador, conservacionista, fotógra-
fo de animales y de la Naturaleza o aventurero,
como el mismo Gustavo Tajín.
Después del velorio de don Nicanor, Andrés y
Jerónimo recortaron tarjetas de cartoncillo y es-
cribieron con lápices de colores:
Andrés y Jerónimo Tajín.
Aventureros.
Estuvieron días y días jugando a las aventuras.
Después jugaron menos y al mes ya se les había
olvidado el juego. Las tarjetas se quedaron atra-
padas en el tomo XII de Geografía Universal, en-
ciclopedia a la que recurrieron los hermanos para

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emular lo que el tío Gustavo hizo en los lejanos


días de su infancia: proyectar rutas de aventu-
ras.
-Bien, ¿qué dice la carta? –dijo doña Camelia.

Jerónimo Tajín.
Hijo menor de la familia Tajín.
Presente.

Muy querido sobrino:


Te preguntarás por qué recibes esta carta sobre un pa-
quetote.
Por qué tú y no tu padre, mi hermano.
Por qué tú y no tu hermano, mi sobrino.
La respuesta es... que no hay respuesta.
Se me ocurrió.
Y eso es todo.
Ahora viene lo importante.
En estos momentos me encuentro en las Islas Filipi-
nas. Pero el paquete propiamente dicho, lo compré en
China.
Son unas cajas chinas o cajas de China, como quieras
llamarlas.
Pon atención, porque voy a darte las...

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Las Cajas de China

Instrucciones
Se trata de siete cajas, una dentro de la otra. Son para
abrirlas una por día, durante siete días, claro. Debes
empezar en lunes.
-¡Hoy es lunes! –dijo Jerónimo alborozado.
No interrumpas, sobrino. Ya sé que es lunes. Los de
la empresa de mensajería me aseguraron que las cajas
llegarían en lunes. Prosigo con las...

Instrucciones
Abrirás primero la más pequeña. Luego la que sigue.
Y la que sigue...
Por ningún motivo abras dos cajas el mismo día, so-
lamente en caso de que se te ordene lo contrario. Y
bajo pena de mala suerte durante el resto de tu vida...
¡no vayas a abrir las cajas en desorden! Te caería una
maldición china si, por ejemplo, abres la caja grande,
que es la más tentadora, el lunes. ¡Tienes que abrirla
el domingo! ¡Pero cuando sea domingo! No cuando
digas tú.
En cada caja hay una “cosa” y un “algo”.
Con la “cosa”, tienes que hacer lo que se hace con esas
cosas.

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No hay de otra.
Y con el “algo” tienes que hacer lo que la “cosa” te
indique.
Tampoco hay de otra.
¿Entendiste?

-Sí –dijo Jerónimo.


-No –dijo Andrés. ¿Cosa? ¿Algo? ¡Las palabras
más vagas del español!

No importa, Andrés, porque no es tu paquete.


Ya sé por qué no te lo mandé a ti.
(Me estoy riendo en las Islas Filipinas.)
No te enojes.
Es broma.
Una última recomendación: pueden abrir las cajas a la
hora que quieran, excepto la del domingo.
Esa caja la abrirán a las 11:47 A.M., ni un segundo
antes, ni un segundo después.
Sin más por el momento, envío a toda la familia Tajín
el más caluroso de los saludos.
Gustavo Tajín.
Aventurero.

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Las Cajas de China

El algo y la cosa

o, queridos lectores.
N Este capítulo no se trata de la versión filosófi-
ca de El Piojo y la Pulga.
Tampoco de enseñarles por qué, cuando escriban
una redacción, deben evitar la palabra “cosa” y
la palabra “algo” porque como apuntó Andrés
acertadamente, son bastante vagas. Vamos, di-
cen bien poco. Son para usarlas cuando no tienes
nada que decir.
Pero como el tío Gustavo1 se tomó la libertad
de usar las palabras “cosa” y “algo” y “algo” y
“cosa”, para describir de manera sucinta –o sea,
resumidamente- y sumaria –más bien rápido- el
contenido de las cajas de China, en la narración
de esta historia verdadera también nos tomamos
la libertad de usarlas como nombre de capítulo,

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de lo que aquí entre nos, siempre habíamos teni-


do ganas.
Entre todos los miembros de la familia Tajín em-
pujaron el gran paquete hacia la sala del departa-
mento. No tuvieron que empujar mucho, porque
detrás de la puerta estaba la sala.
Cerraron la puerta y Jerónimo se paró de punti-
llas para quitar el papel de China que estaba su-
jeto con cinta adhesiva en la parte de arriba del
paquete.
Primero lo hizo con cuidado, para no romperlo.
Pero es muy difícil no romper el papel de China.
Los chinos lo inventaron para romperlo cuando
abres regalos. Es parte de la alegría de las fies-
tas de cumpleaños y de las celebraciones del Año
Nuevo chino.
Así que Jerónimo empezó a abrir el paquete muy
modoso, como si comiera arroz con palitos y aca-
bó desgarrándolo y mordiéndolo como un tigre
de Bengala.
Lo dicho por el tío Gustavo en su carta se cum-
plía puntualmente. Lo que se veía de las cajas de
China era una cajota. Una cajota que tenía en su
interior seis cajas, una dentro de la otra. La últi-

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ma sería una cajita.


Los cuatro Tajín pusieron las manos en la caja.
Doña Camelia, con decisión norteña, aferró uno
de los bordes para arrancarlo de una buena vez.
Don Raúl, con ensoñación sureña, pensó que
lo mejor de los regalos es el momento antes de
abrirlos.
Andrés pensó en ir por unas tijeras para cortar la
cinta canela que aseguraba la tapa.
Jerónimo se llevó las manos a las mejillas y gritó
horrorizado:
-¡No la abran! ¡La maldición china!
-¿Qué? –dijeron los tres Tajín, con su respectivo
proyecto interrumpido.
-El tío Gustavo dijo que primero tengo que abrir
la caja más chica, que por ningún motivo abra la
caja más grande primero. Y ésta es la más gran-
de.2
Doña Camelia retiró las manos de la caja. Don
Raúl olvidó su ensoñación. Andrés albergó un
destello de pensamiento admirativo hacia su her-
mano menor, que tan bien recordaba las instruc-
ciones.
Los Tajín se apartaron de la caja y se sentaron en

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la sala a parlamentar.
-Lo que pide el tío Gustavo es imposible –dijo
Andrés. –Para abrir la caja chica tienes que abrir
la caja grande primero.
-Es cierto –dijo don Raúl.
-Así dijo Gustavo –terció doña Camelia.
-Estaba bromeando –aventuró Andrés.
-¿Y si introdujéramos un barreno en el fondo de
la caja para practicar una limpia perforación y
llegar a la caja pequeña? –propuso don Raúl.
-¿Qué es barreno? –preguntó Jerónimo, mientras
cavilaba.
-Un tornillote –contestó su madre.
-Eso destruiría los “algos”, las “cosas”... y las ca-
jas –dijo Andrés.
-¡Esperen un momento! –dijo Jerónimo, que ha-
bía terminado sus cavilaciones. El tío Gustavo
dijo que en cada caja hay un “algo” y una “cosa”,
que deben ser descubiertos y usados cada día
de la semana empezando en lunes, que es hoy...
¿cierto?
-Cierto –corearon los tres Tajín.
-Bien, no hay otro modo.
Y Jerónimo se dirigió a abrir la caja grande con

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más decisión que la que había empleado doña


Camelia, en su momento.
-¡No! –rugieron los tres Tajín desde el sillón.
-Calma –dijo Jerónimo. Tomaremos “abrir” como
sinónimo de “ver”. Abriré todas las cajas, sin ver
los “algos” y las ”cosas” que contienen hasta lle-
gar a la más pequeña, que está en el interior de
todas.
-De todos modos, yo no creo en las maldiciones
chinas –dijo Andrés encogiéndose de hombros.
-Viniendo de tu tío Gustavo, hay que tomar en
serio la advertencia –dijo don Raúl.
Jerónimo ya estaba abriendo las cajas, lo que no
era empresa fácil, porque todas estaban envuel-
tas en papel de China de diferentes colores.
Abrió una detrás de la otra, evitando ver lo que
tenían dentro, aparte de la caja correspondiente,
que a su vez tenía otra caja y así sucesivamente.
Cuando llegó a la séptima, que era la última, la
sacó en un abrir y cerrar de ojos y fue cerrando
de golpe las seis restantes, sin ver los “algos” y
las “cosas” que contenían.
La séptima caja –y primera, en las instrucciones
de Gustavo Tajín- era del tamaño de una caja rec-

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tangular de pañuelos desechables.


Aquí sí con calma, todos pudieron ver que estaba
envuelta en papel de China amarillo, mismo que
rasgó Jerónimo para poder abrirla.
Los cuatro Tajín se asomaron a ver su contenido
deteniendo la respiración.
Andrés fue el primer en respirar, al tiempo que
decía despectivamente:
-¡Ah! ¡Es un simple libro y un trapo!
Pero ahí donde Andrés veía un simple libro y un
simple trapo, Jerónimo fue capaz de distinguir
entre la “cosa” y el “algo”.
La “cosa” era el libro.
El “algo” era el trapo.
Con la “cosa” –o sea, el libro- debía hacer lo que
se hace con esas “cosas” –o sea, los libros-.
¿Y qué se hace?
¡Pues leerlos!
Jerónimo Tajín, niño extraordinario, supo en lo
más profundo de su ser que la “cosa” le diría qué
hacer con el “algo”.
Que el libro le informaría sobre qué era el trapo y
para qué servía.
Y ante la familia -un tanto desilusionada por el

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contenido de la primera caja- estrechó contra su


pecho el “algo” y la “cosa” y saltándose la hora
de la comida como algunos se saltan la página, se
fue a su habitación a hacer con el libro lo que se
hace con esas cosas.

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Historia del gato de Anup

urante el reinado del faraón Amenhotep III, en


D Egipto, un niño llamado Anup vivía con su fa-
milia en el oasis de la Sal.
Su padre era campesino y su madre se dedicaba
a limpiar la casa, preparar la comida y a vigilar
que todo en la pequeña morada marchara sen-
satamente bien. Pues sucedió que la madre de
Anup observó que los ojitos de su niño estaban
a medio abrir en pleno día. Y que estornudaba
continuamente. Y que le habían salido unas boli-
tas diminutas en lo blanco de los ojos.
-¡Qué raro! –se dijo y fue a visitar al médico.
El médico la escuchó atentamente y le preguntó:
-¿Ha estado jugando Anup recientemente con los
pájaros ugés, que abundan en el oasis de la Sal?
-No, señor doctor.

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-¿Acaso Anup ha acariciado el plumaje de los pá-


jaros naru, de los que es pródigo el oasis de la
Sal?
-No, señor doctor.
-¿Anup ha desenterrado los tubérculos que se co-
nocen en el oasis como cabellos de tierra?
-Tampoco, señor doctor.
-Hija mía, ¿tienes por ventura un gato en tu casa
del oasis de la Sal?
-Claro, como todo el mundo. Tengo un gato exce-
lente. Se llama Miw.
-Tu hijo Anup es alérgico al gato. Por este diag-
nóstico tan acertado te cobraré nada más veinti-
cinco saquitos de sal. Anda, hija mía, sé que la sal
abunda en el oasis en el que vives.
-Pero... ¿qué voy a hacer con el gato?
-Alejarlo de Anup.... O alejar a Anup del gato,
que es lo mismo y no es lo mismo.
La buena mujer regresó llena de preocupaciones
a su morada en el oasis de la Sal. Por supuesto
que quería devolver la salud a su hijo, pero tam-
bién le tenía cariño al gato, que había sido un
efectivo cazador de ratones... tanto, que la madre
de Anup ya no recordaba cómo eran esas beste-

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zuelas peludas e intranquilas que hacen gritar a


las mujeres cuando descubren que se han sumer-
gido en los sacos de trigo o que han metido el
rabo en las jarras de cerveza.
Extrañaría a Miw... pero Anup era primero.
Aunque su responsabilidad para con el gato ha-
bía empezado desde que, tierno cachorrito, había
llegado a la casa en una canasta. ¡Y cómo jugaba
con las pelusas! ¡Y cómo le gustaba mirar el cielo
estrellado desde el pequeño patio!
La madre de Anup decidió llevar a Miw a casa de
su hermana, que vivía detrás de los grandes gra-
neros, los depósitos en los que el Faraón Amen-
hotep III guardaba el trigo rubio que alimentaría
a su pueblo.

Miw tenía el pelaje dorado y solamente a plena


luz se distinguían las audaces rayas que remitían
su origen a los gatos salvajes del norte de África.
Sus bigotes eran extraordinariamente grandes,
excepto dos del lado izquierdo, que habían sido
cortados por Anup cuando era pequeño, lo que
le había valido una buena reprimenda por parte
de su padre.

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Las Cajas de China

La madre dijo a Miw:


-Escucha, gatito. Hemos vivido muy felices en tu
compañía. Pero yo no sabía que una de las en-
fermedades de Anup es causada por tu pelo. Se
llama alergia. Mi hijo se pone malo cada vez que
te lavas el hermoso pelaje con tu rasposa y asea-
da lengua. De modo que te voy a llevar a vivir
con mi hermana, que vive detrás del granero del
Faraón. Limpiarás de ratones esa importante re-
gión y tu fama llegará hasta los oídos del prínci-
pe Tutmosis, que ama a los gatos. Y cuando mi
Anup ingrese a la escuela del templo, regresarás
a vivir al oasis de la Sal.
Miw se dejó conducir a la casa de la tía de Anup
y como había previsto su ama, limpió de ratones
su nueva casa y las casas vecinas, contribuyendo
al engrandecimiento del Faraón, que gustaba oír
que sus graneros estaban libres de ratones.
Anup extrañaba mucho a Miw, pero sus ojos es-
taban libres de lagrimeo, de su nariz no fluían
aquellos líquidos constantes y tampoco estornu-
daba.
Pasó el tiempo y llegó el día en que Anup aban-
donó la casa paterna para iniciar sus largos años

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Las Cajas de China

de aprendizaje en la escuela del templo.


La madre, fiel a su promesa, fue a buscar a Miw.
Durante el trayecto de los graneros del Faraón al
oasis de la Sal, Miw no dirigió la palabra a su an-
tigua ama. Esto es, no ronroneó, ni se frotó contra
sus piernas, ni maulló viéndola a los ojos.
Al día siguiente, cuando la madre de Anup ba-
rría diligentemente su pequeña morada, dio un
grito:
-¡Ayyyyyyy!
En el suelo, mirándola con sus ojillos redondos,
estaba un ratón. Un ratón negro, de pelaje gra-
siento y disparejo y la cola repugnante (así lo veía
la madre de Anup).
Rápida, fue al rincón donde Miw se estaba ha-
ciendo el dormido y lo increpó para que realizara
su oficio de librar a la casa de tan molesto hués-
ped.
Miw se hizo también el sordo y finalmente se
desperezó, estirándose con elegancia y parsimo-
nia felinas.
Caminó lentamente hacia donde estaba el ratón,
que se quedó quieto sin mostrar el más leve sig-
no de inquietud o temor hacia Miw. La madre de

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Las Cajas de China

Anup esperó que el temible cazador de ratones


acabara con su víctima. Pero para su sorpresa,
Miw dio al ratón un manazo amigable y se que-
dó viendo a su ama. El ratón también miró a la
mujer de manera retadora.
Y la madre de Anup, que era conocedora del len-
guaje de los animales, entendió lo que había pa-
sado.
¿Lo entiendes tú, Jerónimo?
Jerónimo estaba tan absorto en la historia del gato
de Anup que se sobresaltó al leer la voz de su tío.
Tuvo que confesar que no lo entendía.
Bien, me lo suponía. La explicación se encuentra en el
papiro que acompaña al libro. Ese documento es valio-
sísimo. Lo encontré personalmente en el sarcófago del
gato del príncipe Tutmosis.
Que no te asusten los jeroglíficos. Se pueden leer como
las tiras de monitos.
Ahí encontrarás la continuación de la historia del gato
de Anup y te enterarás cómo el destacado felino llegó a
ser la mascota favorita del príncipe Tutmosis.
Hasta mañana, que será martes.
Cambio y fuera.

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Las Cajas de China

Un “comic” egipcio

erónimo, ¿vienes a cenar, o no?


-J Doña Camelia irrumpió en el cuarto de sus
hijos, habitado en ese momento solamente por
el menor sin tocar, como de costumbre. Si era su
madre, faltaba más.
A Jerónimo se le había ido toda la tarde leyendo
el libro y echándole el ojo al trapo que resultó pa-
piro egipcio. Ni hambre tenía, pero cuando doña
Camelia mencionó la palabra “cena”, algo en su
estómago hizo crac crac.
Se levantó gustoso de la cama y se dirigió a la
mesa para disfrutar de sus bocadillos favoritos:
una torta de jamón, leche con chocolate y una
manzana rallada.
-Momento –dijo su madre. Lávate las manos. Me

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Las Cajas de China

parece muy sospechoso el contenido de la caja


del tío Gustavo, sobre todo el trapo. Ha de traer
microbios de las Filipinas.
-No es trapo. Es un papiro egipcio –defendió Je-
rónimo.
-¡Un papiro egipcio! –dijo don Raúl, sacando la
cabeza por la puerta de la cocina, donde se estaba
preparando sus bocadillos preferidos, que eran
unas tortillas rellenas de papas fritas. -¡Un papi-
ro egipcio! ¡Mi hermano Gustavo es un genio!
-Me pregunto si valdrá mucho dinero –dijo An-
drés, que a su vez despachaba con brío los clá-
sicos burritos: tortillas de harina con queso y ja-
món.
-Todo el dinero del mundo no bastará para cu-
rar la infección que puede causar el contacto con
ese papiro –dijo doña Camelia sin poner comas
ni detenerse a respirar.
Jerónimo se volvió a lavar las manos. Podía ser
que el papiro del tío Gustavo fuera el portador
de una cadena ininterrumpida de hongos, inicia-
da en el tiempo de los faraones para renovarse
en el siglo XXI, en el departamento de un niño
mexicano.

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Las Cajas de China

Pero como tenía mucha hambre se dedicó a su


cena, como los demás miembros de la familia
Tajín. Al terminar, doña Camelia se fue a lavar
los platos, don Raúl a la televisión y Andrés a la
computadora. A Jerónimo ni siquiera le pasó por
la mente la idea de disputar con Andrés por la
computadora, como todas las noches. Más bien
tenía prisa para regresar a su habitación a leer el
papiro.
Había dicho el tío Gustavo que se leía muy fácil-
mente, como las tiras de monitos.
-Cómics, habrá querido decir... pensó Jerónimo
mientras desenvolvía el rollo de papiro sobre la
cama de Andrés, por si los hongos...
...Y tenía razón, porque a los minutos, Jerónimo
se estaba riendo con muchas ganas de lo que leyó
en el cómic egipcio.

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Las Cajas de China

Miw y el príncipe Tutmosis

iw, ya no estoy dispuesto a jugar esta co-


-M media –dijo Hep, el ratoncillo negro, mien-
tras se frotaba su abultado vientre, satisfecho por
la cena.
-No veo por qué. Tienes una existencia de prín-
cipe –contestó Miw filosóficamente, mientras se
lamía con cuidado las patas.
-Ya lo sé, pero no es una existencia lógica. En mi
naturaleza está impresa la orden de huir de los
gatos. En tu naturaleza, la de perseguir a los ra-
tones. Ni una ni otra cosa ocurren. Esto está aca-
bando con mis pobres nervios –chilló Hep.
-Es transitorio, amigo. Le he declarado a la ma-
dre de Anup la ley del silencio. No olvides que
me echó de mi casa y todo por tres estornudos y

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Las Cajas de China

un lagrimeo de Anup, quien estaba dispuesto a


pasar por todo eso y más, con tal de conservarme
a su lado.
-Tú castigas a tu ama y yo tengo que soportar el
tono estridente de sus gritos –dijo Hep.
-A cambio de grandes mordidas a las tortas de
cebada y largos tragos de dorada cerveza –justi-
ficó Miw. -Disfrútalo, Hep. Son los buenos tiem-
pos. ¿Qué te parece si, después de dar un paseo
en el patio, jugamos una partida de senet3?
-De acuerdo, pero te advierto que ya se me olvi-
daron las reglas del juego–dijo Hep.
-Los gatos acostumbramos decir que el ratón se
las comió –dijo Miw.
-¿Es broma? Porque no me hace gracia –refunfu-
ñó Hep.

Aquí hay una laguna en el texto, lo que es muy fre-


cuente encontrar en documentos tan antiguos. Lector,
lectora, te invitamos a cruzarla sobre una muy bonita
barca egipcia. Suponemos que Miw y Hep disfrutaron
su juego de senet y durmieron muy tranquilos hasta el
día siguiente, en que...

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Las Cajas de China

Un destacamento de soldados del dominio de


Amón, el doble país, el gobernado por el gran
Amenhotep III, se encontraba parado frente a la
humilde morada de Anup.
La madre salió a recibirlos y el que parecía el ca-
pitán de la pequeña tropa se dirigió a ella:
-¿Es ésta la casa de Anup, el aprendiz de escri-
ba?
-Así es. Yo soy su madre –contestó la mujer.
-¿Es verdad que Anup es dueño de un gato de
nombre Miw?
-Así es. Pero Anup no se encuentra en casa.
-¿Es verdad que el gato de nombre Miw estuvo
viviendo en una casa detrás de los graneros del
Faraón?
-Es verdad. Pero ya no vive ahí.
-¿Es verdad que el domicilio auténtico del gato
Miw, mascota de Anup, es el oasis de la Sal?
-Sí. Pero Miw ya no quiere vivir aquí.
-Habiendo autentificado los hechos, es orden del
Faraón pedir a Anup que le regale su gato al prín-
cipe Tutmosis. A cambio, el divino hijo de Ra ,
otorga a Anup, aprendiz de escriba, lo siguiente:

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Las Cajas de China

Un vaso de oro.
Cinco jarros de plata.
Un barco de ciento veinte codos de largo.
Un cocodrilo.

-¿Un cocodrilo? –se asustó la madre de Anup.


-Eso dice aquí –dijo el enviado del Faraón.
-¿Y dónde está el cocodrilo? –preguntó la mujer.
-Donde están el vaso, los jarros y el barco, curiosa
señora. Lo importante es la generosidad del Fa-
raón, que quiere pagar con creces un gato tan há-
bil en la cacería de ratones como Miw, cuya fama
cruzó el oasis de la Sal, los graneros del Faraón
y el mismo Nilo hasta llegar a oídos del príncipe
Tutmosis, amado de Ra.
La madre de Anup reflexionó por un momento.
Por un lado, tenía afecto a Miw.
Por el otro, comprendía que Miw le había retira-
do su afecto.
No podía privarle del destino dorado de vivir en
la casa del faraón.
Y tal vez, algún día, Anup podría obtener un
buen empleo de escriba en las moradas del prín-
cipe Tutmosis.

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Las Cajas de China

-El gato Miw está tomando su siesta en el pa-


tio. Pueden trasladarlo a casa del amado de Ra
en cuanto lo deseen –dijo la madre de Anup sin
preguntar más acerca de los jarros, el vaso y el
cocodrilo.
Del barco ni se acordó4.

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Las Cajas de China

La segunda caja

erónimo había logrado convencer a Andrés de


J que leyera el papiro del tío Gustavo.
Accedió a regañadientes porque como compren-
derán ustedes, se sentía excluido de la aventura,
pero le pareció interesante la manera cómo los
egipcios dibujaban sus cómics, sin necesidad de
letras: puros dibujos tan bien trabados que pro-
vocaban risa y despertaban la curiosidad.
Como ya era martes, los dos hermanos acordaron
revisar juntos el contenido de la segunda caja.
Ésta tenía el tamaño de una caja de zapatos, en-
vuelta en papel de China rojo.
En su interior había un libro y un bulto envuel-
to también en papel del mismo color. Lo desen-
volvieron con cuidado y vieron que se trataba de
una figura egipcia sentada. Con su peculiar to-

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Las Cajas de China

cado de rayitas, llamado nemes, parecía un per-


sonaje real, tal vez un Faraón. Tenía las manos
sobre las rodillas. Los rasgos del rostro estaban
tan extraordinariamente bien hechos, que pare-
cía que el personaje estaba a punto de hablar.
-¿Y esto? –preguntó Andrés. -¿Para qué sirve?
-Leamos el libro, ahí nos enteraremos –dijo sabia-
mente Jerónimo.

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Las Cajas de China

Historia del príncipe y el escriba

a va siendo hora de traer a Anup, en carne y


Y hueso, a esta historia.
Hasta el momento de él nada más se sabe que
nació en el oasis de la Sal, que tenía un gato lla-
mado Miw y que era alérgico al pelo de gato.
También se sabe que ingresó al templo como
aprendiz de escriba.
Lo que no se sabe todavía es a qué templo ingre-
só.
Pues como era natural, al templo de Thoth, el dios
con cabeza de ibis que por cierto es el escriba de
los demás dioses.
A los nueve años, los chicos inteligentes y des-
piertos como Anup podían entrar a la escuela
de escribas y después de cinco años de estudio

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Las Cajas de China

y muchos coscorrones, convertirse en escribas


consumados, con flamantes estuches de madera
que contenían pinceles, plumas y tinta.
No debían olvidar su bote de agua y sentarse
bien derechos, con las piernas cruzadas, que era
la posición del escriba.
Anup estaba en el difícil primer año de su apren-
dizaje, conocido como “el año de los coscorro-
nes”, cuando fueron a buscarlo de parte del fa-
raón Amenhotep III.
-Te mudas al palacio, mocoso con suerte –le dijo
su maestro mientras le golpeaba con los nudillos
en la cabeza, afortunadamente por última vez.
Para Anup fue una gran sorpresa enterarse que
había sido seleccionado para vivir en la casa del
Faraón.
Esta era una loable iniciativa del gran Amenho-
tep III, que cuando no estaba paseando en una
barca sobre su hermoso lago artificial, le daba los
últimos toques a las majestuosas edificaciones de
Luxor y Karnak, enaltecía las artes y brindaba re-
compensas a los niños aplicados.
Anup se hizo acreedor a una de esas recompen-
sas, por lo que podría decirse que su destino es-

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Las Cajas de China

taba asegurado.
El palacio de Tebas al que Anup fue invitado a
vivir estaba construido de ladrillo y maderas pre-
ciosas. Todas las paredes y techos estaban ador-
nados con escenas coloridas que reproducían la
risueña vida en Egipto, cacerías de aves y tran-
quilos paseos sobre el Nilo. En las salas podían
admirarse preciosos vasos de vidrio pintado, de
porcelana, plata y oro. Lo que más llamaba la
atención de Anup eran los gigantescos pilares en
forma de tallos de papiro y de loto que susten-
taban el techo, como si éste fuera la flor que re-
ventaba opulenta contra el hermoso cielo azul de
Tebas, surcado por pájaros dorados y palomas
de blancura deslumbrante.
Anup fue instalado en una habitación encanta-
dora, que tenía un balcón desde el que se podía
mirar el Nilo azul flanqueado de palmeras de es-
meralda y colinas violeta.
Ya instalado en sus habitaciones, cercanas a las
del príncipe Tutmosis, vio pasar a un gato de pe-
laje color de paja, tan parecido a su Miw, que hu-
biera jurado que era Miw mismo.
La única diferencia es que este gato traía un co-

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Las Cajas de China

llar de oro.
El gato se quedó mirando a Anup.
Anup se quedó mirando al gato y...
¡Se escuchó un sonoro estornudo!
Pero este estornudo no lo había dado Anup, quien
como se recordará, era alérgico a los gatos, sino el
mismísimo príncipe Tutmosis, que como Anup,
tenía nueve años y adoraba a estos felinos.
El príncipe tomó en brazos al gato y saludó a
Anup con un cortés movimiento de cabeza. Anup
cayó de rodillas, porque le habían enseñado que
tanto el Faraón como su descendencia eran hijos
de Ra, y que sangre divina corría por sus venas.
El príncipe Tutmosis sumergía su cabeza en el
pelaje del gato, que soportaba majestuosamente
la adoración del noble muchacho.
-Sé que te llamas Anup y que naciste en el oasis
de la Sal –dijo el príncipe a su huésped. –Leván-
tate. Vas a vivir aquí durante los próximos cinco
años y ni modo que te la pases pegado al suelo
cada vez que me veas.
-Soy el aprendiz de escriba más afortunado por
vivir bajo el mismo techo que el príncipe Tutmo-
sis –dijo Anup.

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Las Cajas de China

-Tampoco me llames príncipe –rio el niño. ¡Va-


mos a ser amigos! Y para que veas que es cierto
lo que digo... Te voy a confiar un secreto:
Cinco estornudos seguidos interrumpieron el
discurso de Tutmosis. Seguía sosteniendo al gato
entre sus brazos y dijo:
-Anup, mira bien a este gato. ¿No te parece co-
nocido?
-Desde que lo vi pensé que se parecía a mi gato,
Miw...
-¡No se parece a tu gato Miw! –dijo Tutmosis con
firmeza.
-¿No se parece? –preguntó Anup tímidamente.
-Claro que no se parece. Y no se parece, por la
sencilla razón de que este gato...
Un estornudo interrumpió el discurso del prín-
cipe. Ahora le lagrimeaban los ojos. Pero seguía
sosteniendo al gato entre sus brazos.
-Este gato –prosiguió Tutmosis- ¡Este gato es
Miw!
-¿Miw? –dijo Anup y Miw volteó a verlo mien-
tras el príncipe ponía al felino en los brazos de
Anup.
Anup tenía los ojos húmedos. Y esta vez no era

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Las Cajas de China

por la alergia, sino por el gusto de volver a ver a


Miw, después de meses de separación.
-Yo le dije a mi padre, el divino Amenhotep –dijo
Tutmosis- que reclamara para las habitaciones
de su palacio al gato de Anup, que se hizo famo-
so por librar de ratones los graneros del Faraón.
Como en esta casa todo lo sabemos, fue de mi co-
nocimiento que habías sido separado de tu gato
por ser alérgico. Entonces se me ocurrió decir a
mi padre que te escogiera a ti entre los niños es-
cribas para que vivieras en el palacio... y de este
modo te reencontraras con Miw.
-¿Y por qué realizaste tan bella acción, príncipe?
–preguntó Anup, conmovido.
-Porque en todo Egipto, en el Alto y en el Bajo,
solamente yo puedo comprenderte. Como a ti,
me encantan los gatos. Como tú, soy alérgico a
ellos.
-¿Y no te prohíbe tu padre el Faraón la compañía
de un gato, siendo como eres, alérgico? –se atre-
vió a preguntar Anup.
-No, porque mi madre, la reina Tuy, lo ha con-
vencido de que con el tiempo superaré la alergia
al gato, pues así ha ocurrido con muchos miem-

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Las Cajas de China

bros de la familia... Por cierto ¿has observado que


desde que estamos hablando no has estornudado
ni una sola vez y que, en cambio, mi nariz parece
la fuente del Nilo?
Los dos niños rieron. Anup puso a Miw en el sue-
lo y pensó que aunque no pertenecía a la familia
del Faraón, se sentía como en su casa.
¿Tienes alguna pregunta, Jerónimo?
Jerónimo se sobresaltó al leer nuevamente la voz
de su tío. Volteó a ver a Andrés, quien dijo:
-Pregúntale para qué es la estatua que viene en la
segunda caja.

Andrés, sé que estás ahí. Lo que por supuesto me ale-


gra. Bienvenido a la aventura, sobrino. La pequeña
estatua es una reproducción a escala de uno de los Co-
losos de Memnón.

Estas estatuas monumentales fueron mandadas cons-


truir en el valle occidental de Tebas por el padre del
príncipe Tutmosis, a quien ya conocen, el gran Amen-
hotep III. Debido a un sismo, las estatuas sufrieron
fragmentaciones en la piedra, lo que provoca un cu-
rioso fenómeno: al amanecer, se escucha hablar a los

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Las Cajas de China

Colosos.

Se les dio este nombre porque los viajeros griegos que


llegaron a Egipto con Alejandro Magno decidieron
por unanimidad que uno de ellos era Memnón, un hé-
roe de la guerra de Troya. Lo cual es falso, porque re-
presentan al propio Amenhotep y custodian su templo
mortuorio.

La estatua que tienen en sus manos fue realizada por


un anticuario de El Cairo y funciona como desperta-
dor: Colóquenla junto a la ventana y se activará con
los primeros rayos del Sol de la mañana.
Y mañana, que será miércoles, abran la tercera caja
cuando la pequeña estatua de Amenhotep III comience
a hablar.

Sin más por el momento, los confío a su propio sentido


de la aventura que, considerando que llevan mis ge-
nes, ha de estar muy afinado.

Cambio y fuera.

Gustavo Tajín, aventurero.

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Las Cajas de China

El colosito de Memnón

i te contara que esa noche Jerónimo y Andrés


S no pudieron dormir, ¿me lo creerías?
De acuerdo, sí durmieron. Lo que pasó fue que
tardaron mucho en conciliar el sueño por la emo-
ción de asistir al funcionamiento de la estatuilla
egipcia, a la que denominaremos de aquí en ade-
lante “el colosito de Memnón”.
Levantarse con los primeros rayos del Sol les ven-
dría bien, porque como miércoles que era, debían
llegar a la escuela una hora más temprano, para
asistir a la clase especial de mecanografía. Pues
aunque los hermanos Tajín eran expertos en el
manejo de juegos de video, sus dedos eran lentos
como tortugas despistadas a la hora de buscar las
letras en el teclado.

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Las Cajas de China

Cinco minutos antes del amanecer se desperta-


ron los hermanos y con los ojos legañosos y el
cabello revuelto se pusieron a observar al colosi-
to de Memnón, colocado cuidadosamente en el
alféizar de la ventana.
Salió el Sol y los hermanos lo vieron dibujarse de-
trás del contorno de la estatua y en ese momento
se lanzaron a abrir la tercera caja, que era mucho
más grande que las dos anteriores, y sacaron un
libro y un gran cuadro envuelto en papel de Chi-
na.
En el momento en que se oyó la voz del colosito,
los hermanos habían abierto el libro en la prime-
ra página.
Y para su enorme sorpresa, lo que decía la esta-
tuilla era lo que estaba escrito en el libro.
O lo que estaba escrito en el libro era lo que decía
el colosito.
Y que era...

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Las Cajas de China

La historia de Meryt, la mariposa

l Faraón Amenhotep III gustaba de cumplir sus


E promesas.
Así se tratara de un alto funcionario, de una noble
dama, de un campesino o de una honrada mujer
trabajadora, el Faraón tenía una sola palabra.
Era palabra de Faraón.
Así que la madre de Anup se sorprendió cuando
recibió el vaso, los jarros, el documento que la
hacía dueña de la barca y... ¡el cocodrilo!
Era un cocodrilo bebé, una delicia de monstruito
al que daban ganas de arrullar y arropar con el
único obstáculo de que se trataba de un reptil.
Y a los reptiles no les gusta que los arrullen ni
arropen.
De modo que la madre de Anup hizo los arreglos
convenientes para que el cocodrilo fuera enviado

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Las Cajas de China

a su hijo, a la sazón habitante del palacio del Fa-


raón y mejor amigo del príncipe Tutmosis.
-Lo del cocodrilo fue también idea mía –dijo el
príncipe cuando llegó la encantadora criatura.
La habían puesto a refrescarse en la pequeña
alberca que estaba frente a las habitaciones del
príncipe, de la cual decía la reina Tuy que era un
“pedacito de Nilo”.
La pequeña bestia nadaba con toda la sabiduría
de los cocodrilos mayores. Anup y Tutmosis, con
una varita, le hicieron cosquillas en el hocico. El
reptil lo abrió en un gesto que tenía más de boste-
zo de bebé que de amenaza de depredador.
-Como sabía que eres alérgico a los gatos, pensé
que un cocodrilo te consolaría –dijo Tutmosis.
-¿Tú tuviste uno? –preguntó Anup.
-No. Mi madre no me dio permiso. –repuso Tut-
mosis sencillamente.
-Si tu madre no te dio permiso, entonces tampo-
co te permitirá que conservemos éste –repuso
Anup.
-A éste lo mantendremos en secreto –afirmó el
príncipe.
-Sí, pero ¿por cuánto tiempo? –preguntó Anup.

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Las Cajas de China

-Hasta que crezca –dijo el príncipe, acariciando el


lomo del cocodrilito.
-Vamos a ponerle un nombre -dijo Anup.
-Ya he pensado en uno. Que el dios de los coco-
drilos, Sebek, lo proteja. Vamos a llamarlo...
-¡Seb! –dijeron al mismo tiempo los dos niños.
-¿Y qué comen los cocodrilos bebé? –pregun-
tó Anup preocupado, pues quería proveer a su
mascota la mejor nutrición.
-Insectos, pequeños peces, ranitas y caracoles,
como todo el mundo lo sabe -dijo el príncipe Tu-
tmosis.
Y era verdad, pues en ese momento Seb daba
buena cuenta de un pececillo que nadaba en la
pequeña alberca.
Los dos niños se encontraban en lo mejor de la
diversión con el pequeño cocodrilo, cuando se
escucharon ruidos y voces que anunciaban la lle-
gada de la reina Tuy a las habitaciones del prín-
cipe Tutmosis.
-¡Mi madre! –dijo el príncipe.
-¡La reina! –dijo Anup.
-¡Tenemos que esconder a Seb! –dijeron los dos.
Sin pensarlo dos veces, Anup metió a Seb en la

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Las Cajas de China

pequeña jaula de madera en que lo habían traído


y llevado del palacio al oasis de la Sal y del oa-
sis de la Sal al palacio y brincando la barda de la
terraza del príncipe, llegó hasta la terraza de su
propia habitación, donde escondió la jaula que
guardaba a Seb.
Luego salió a buscar insectos para su mascota...
pero no encontró ninguno, con excepción de una
oruga a la que atrapó sin piedad para alimentar
al pequeño cocodrilo.
Introdujo la oruga en la jaula para que se cono-
cieran el alimentado y su alimento y se marchó
a toda carrera para llegar a tiempo a la sala de
estudio del palacio, donde con excepción de los
coscorrones, las cosas sucedían exactamente igual
que en la sala de estudio del templo de Thoth.
Cuando Anup regresó a su habitación, con seis
jeroglíficos nuevos aprendidos y tinta en los de-
dos, revisó la jaula de Seb y comprobó que la oru-
ga había desaparecido. Se sintió feliz por haber
descubierto que los cocodrilos comían también
orugas y trasladó a Seb de nuevo a la pequeña
alberca de Tutmosis.
Por fortuna para los dos amigos, la reina Tuy no

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Las Cajas de China

visitaba todos los días las habitaciones de Tutmo-


sis. Pasaba más tiempo al lado de su hijo favorito,
el joven Amenofis, quien era el elegido para suce-
der al gran faraón Amenhotep III y que andando
los años tomaría el nombre sagrado de Akhena-
tón y transformaría el corazón de Egipto.
En los días que siguieron, cuando los maestros
y cuidadores se entregaban al pesado sueño de
mediodía, hora en que el calor se vuelve intole-
rable en Egipto, Anup y Tutmosis se sumergían
en la pequeña alberca a bañarse con Seb. Tenía
unos dientes tan pequeñitos que los dos niños
dejaban que les mordiera los dedos de los pies,
entre grandes carcajadas.
-¿Será cierto lo que dicen los sacerdotes de Se-
bek? –se preguntó Tutmosis. ¿Qué el agua del
Nilo procede del sudor del dios cocodrilo?
-Nunca había escuchado eso –dijo Anup. Y se en-
cogió de hombros. Porque todavía no sabía que
en Egipto, lo más terrible podía convertirse en lo
más benéfico. Así, el devorador de hombres que
acechaba a los pescadores y a los recolectores de
papiro, era visto como el causante del verdor de
las tierras.

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Las Cajas de China

Esa noche, Anup sostuvo entre sus manos la jaula


de Seb para limpiarla en caso de volverla a usar,
y se sorprendió al ver que prendida en uno de los
barrotes, había una especie de bolsa oscura.
La observó más de cerca, a la luz de una lámpara
y comprendió inmediatamente qué era y qué ha-
bía sucedido.
Era un capullo.
La oruga no había sido devorada por Seb, sino
que se había ocultado y preparado su capullo
para, al paso de los días, volverse mariposa.
Al día siguiente, Anup contó la historia a Tutmo-
sis, quien corrió a su habitación y trajo un precio-
so vaso de vidrio pintado en el que cuidadosa-
mente depositó el capullo. Acordaron ponerlo en
la ventana de la habitación de Anup.
Pasaron los días. Tanto Tutmosis como Anup
aprendieron más jeroglíficos y jugaron incansa-
blemente con Seb.
-Cuando nazca, la llamaremos Meryt5 –le dijo el
príncipe a Anup.
Como Anup no había pensado en un nombre en
especial, le pareció bien.
El día treceavo, contado a partir de que Anup in-

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Las Cajas de China

trodujo la oruga en la jaula de Seb, el aprendiz


de escriba se encontraba haciendo la tarea en su
habitación, cuando vio cómo el capullo se mecía
con un delicado temblor. Conteniendo la respira-
ción, pegó la nariz al vaso de vidrio y comprobó
que Meryt estaba abandonando su capullo. Fue
corriendo a avisar a Tutmosis del acontecimiento
y cuando los dos estuvieron de regreso, agitados
y jadeantes por la emoción, el corazón se les en-
cogió en el pecho al ver que, en el fondo del vaso,
Meryt yacía inerte, las alas paralizadas y las pa-
tas entumidas.
-¡Está muerta! –dijo Anup –Tal vez le afectó estar
en un vaso de vidrio y no colgada de un árbol.
Tutmosis no contestó. En sus ojos había lágrimas.
El hijo de Amenhotep III y la reina Tuy , que no
sería Faraón, lloró por la muerte de Meryt, la
bienamada.
Anup conservó el frasco junto a la ventana. Al
día siguiente confiaría a la tierra el cadáver del
pequeño insecto, muerto en el acto de nacer, su
capullo deshecho en el riquísimo vaso.
Anup durmió con el corazón tranquilo. Al des-
pertar, los largos dedos del Sol, al que Amenofis

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Las Cajas de China

llamaba Atón, acariciaron suavemente la venta-


na de su habitación. Se posaron con generosidad
en el vaso de vidrio, cuyos colores brillaron go-
zosos. Exploraron el capullo y la mariposa exáni-
me, calentaron las paredes que los envolvían.
Desde su lecho, Anup asistió a un espectáculo in-
olvidable. El abrazo de Atón hizo que la maripo-
sa moviera las alas, convirtiendo el recuerdo de
su muerte en un sueño.
Anup corrió de nuevo a la habitación de Tutmo-
sis a participarle el hecho. El príncipe llegó con
los ojos hechizados de sueño y vio a Meryt agitar
las alas, confortada por la luz.
Con delicadeza infinita el príncipe tomó a la ma-
riposa entre sus dedos e, inclinado en la ventana,
extendió la mano hacia el disco solar, que emer-
gía poderoso, trasladado en su barca sobre el ho-
rizonte.
Meryt se convirtió en un signo de libertad y de
vida en la lejanía.
Fue el regalo más grande que recibió el príncipe
Tutmosis ese día, en el que cumplía diez años de
edad.

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Las Cajas de China

De esta historia lo que me llama la atención, queridos


sobrinos, es la idea de un capullo de mariposa en la
jaula de un cocodrilo. Tal vez eso es la vida: un mila-
gro en constante peligro, ¿no lo creen?
Ahora, cuando ya se habrán dado cuenta de que termi-
nó la historia y calló el colosito de Memnón, los invito
a abrir el cuadro que acompaña a este libro. Pero tie-
nen que hacerlo junto a la ventana.

Jerónimo y Andrés cargaron el cuadro, que pesa-


ba mucho y retiraron el papel de China.
Observaron un paisaje multicolor, de árboles que
eran alas que eran arroyos y que eran nubes.
A un costado del cuadro había una pequeña ce-
rradura. En ella, una llave.
Jerónimo la giró y se aflojó la cubierta de vidrio
del cuadro. Los dos hermanos la levantaron y
para su sorpresa, en los rayos del Sol de la ma-
ñana, el paisaje colorido empezó a moverse, a
agitarse como las alas de una gran mariposa. Eso
duró unos segundos. Y ante los ojos asombrados
de Andrés y Jerónimo Tajín, el paisaje se levantó
del cuadro y una nube que era una cascada y que
era un vuelo tumultuoso, se convirtió en una ale-

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Las Cajas de China

gría de mariposas que volaron hacia el Sol, sus


alas brillando con polvo de oro.

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Las Cajas de China

La tentación

ndrés! ¡Jerónimo! ¡Vengan a la ventana de


-¡A la sala! ¡Rápido!
La señora Tajín se desgañitaba, con medio cuer-
po colgado de la ventana. Como era madrugado-
ra –aunque no tanto como sus hijos, al menos ese
día- había atestiguado el prodigio de una nube
de mariposas volando frente a las ventanas del
departamento.
-Mamá, no lo vas a creer, pero esas mariposas sa-
lieron de una de las cajas del tío Gustavo –dijo
Jerónimo.
-No es posible. Sabes que no me gusta que digas
mentiras. ¿Cómo va a estar encerrada en una caja
una nube de mariposas? –se enfadó doña Came-
lia.

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Las Cajas de China

-El enano no dice mentiras –reforzó Andrés.


-Y también sabes que no me gusta que le digas
enano a tu hermano. Ni a él. ¿Te gusta que te di-
gan enano? –le preguntó su madre a Jerónimo.
-Un poco, mamá –contestó el hijo menor, solida-
rio con el mayor, como usualmente ocurre.
-¡No se puede con ustedes! ¡Apúrense, si no quie-
ren llegar tarde a la clase especial de teclas! –la
señora Tajín se afanaba preparando el desayuno
de sus hijos- Y por cierto, ¿cuándo piensan abrir
la siguiente caja del tío Gustavo?
-Mañana jueves, después de comer, mamá –con-
testaron al unísono los hermanos.
-En esta ocasión, quiero estar presente. A ver qué
nueva barbaridad encontramos.
-¡Sí mamá! –dijo Jerónimo. –Me gustaría mucho
que leyeras con nosotros la siguiente historia.
Todo lo demás fueron prisas para llegar a la es-
cuela, donde los hermanos Tajín enfrentaron la
jornada estudiantil con el recuerdo fresco del
vuelo de las mariposas. Jerónimo no pudo más
y compartió con Sergio y Eduardo, sus mejores
amigos, la historia del tío Gustavo, las cajas de
China, Anup, Tutmosis, el gato y el cocodrilo.

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Las Cajas de China

Por primera vez desde que empezó el año esco-


lar, durante el recreo no hablaron de videojuegos,
sino de las famosas cajas. Sergio y Eduardo pidie-
ron ser invitados para atestiguar el momento de
la apertura de alguna de las cajas de China, antes
de que se acabaran. Jerónimo prometió consul-
tarlo con sus padres y, al día siguiente, que sería
jueves, hacer la invitación formal.
No los invitó ese mismo día porque aún tenía re-
mordimientos por haber mentido con respecto al
juego de video que realmente no tenía.
Lo que sí tenía era una gran emoción por abrir
cajas.
Y apenas era miércoles.
Esto es, que ya habían abierto la tercera caja, la
del miércoles. Y tenían que esperar todo un día
con su respectiva noche para que fuera jueves.
Las cajas estaban ahí, en el dormitorio de los dos
hermanos, esperando ser abiertas...
¿Y si diera una miradita?
¿Si contraviniendo los mandatos del tío Gustavo
abriera la cuarta caja antes de tiempo, hojeara el
libro y se enterara de qué trataba?
¿Continuaría la historia de Anup y Tutmosis?

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Las Cajas de China

¿Sería posible que el Tío Gustavo enviara, qué sé


yo, algo emocionante, como un cocodrilo bebé,
parecido a Seb, la mascota de los dos amigos
egipcios?
Después de la comida, cuando Andrés se fue a
jugar fútbol con sus amigos, doña Camelia a su
clase de inglés y don Raúl se encontraba en su
trabajo... Jerónimo se quedó solo frente a frente
a las cajas de China... y a la tentación de mirar y
leer lo prohibido.
Era demasiado fuerte. Sus pies lo llevaron, sus
manos asieron la cajota de las cajas de China, sus
dedos abrieron la cuarta caja, la del jueves, sus
ojos leyeron las primeras líneas del libro...

¡Ajajá!
¡Jerónimo! ¡Te estás saltando las reglas! ¡Estás con-
virtiendo el miércoles en jueves!
¡Quieres leer el libro del jueves en miércoles!
¡Quieres desobedecerme!
¡Quieres que te caiga la maldición china!
¿Quieres que te diga algo, niño desobediente?
¡Perfecto!
¡Has hecho muy bien!

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Las Cajas de China

Querido sobrino, por eso te mandé a ti las cajas de


China, porque sabía que te ibas a quedar picado con la
historia, atravesado por la curiosidad... Que no lo ibas
a poder resistir, que te ibas a olvidar del fútbol, de la
televisión, de tus amigos y de los juegos de video para
meterte en una caja de cartón y leer un libro.
Pues ahora te pido que te regreses a la caja anterior y
leas una etiqueta que está pegada en el fondo de la caja
y que Andrés y tú, por las prisas, no advirtieron.

Jerónimo temblaba. El tío Gustavo era no sola-


mente un genio, como decía don Raúl, sino senci-
llamente un brujo, un adivino, un hechicero, un...
¡aventurero!
Y lo estaba convirtiendo en aventurero a él mis-
mo, a Jerónimo Tajín. Un aventurero que simple-
mente se cambió de caja y regresó a la anterior,
donde en efecto había una etiqueta en el fondo.
Jerónimo la despegó y leyó:

Por esta única ocasión,


se invita a Andrés y a Jerónimo Tajín, aventureros,
a abrir la siguiente caja de China -la correspondiente

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Las Cajas de China

al jueves- en este mismo día, que es miércoles.


Atte.
Gustavo Tajín, aventurero.

¡Zas! Eso nunca se lo hubiera imaginado Jeróni-


mo. Lo único que acertó a hacer fue salir despa-
vorido de su departamento, tapándose los oídos
para no escuchar la voz escrita del tío Gustavo
Tajín, que era un endiablado personaje.
Se calmó bajando las escaleras y cuando estuvo
en la puerta del edificio ya había recuperado la
tranquilidad. Así que con toda serenidad irrum-
pió en el partido de fútbol en el que estaba jugan-
do Andrés y dijo:
-Dice mi mamá que ya te vengas.
-¿Mi mamá? Pero está en su clase de inglés –se
defendió el delantero estrella.
-Que dice mi mamá que ya te vengas –recalcó Je-
rónimo guiñándole el ojo.
Andrés pescó la indirecta y se despidió del equi-
po. Salió acompañado de los jugadores, que se
sentían arbitrariamente interrumpidos por el
hermanito menor.
-Enano, espero que sea algo importante, porque

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Las Cajas de China

si no... –amenazó Andrés, al tiempo que subían


las escaleras.
-El tío Gustavo nos ordena, digo, nos da permi-
so de que abramos la caja del jueves hoy, que es
miércoles.
-¿El tío Gustavo? ¿Vino en persona? ¿O habló por
teléfono? –se extrañó Andrés.
-¡No! En la tercera caja había una nota que no leí-
mos.
-¿Y cómo te enteraste? –quiso saber Andrés- ¡Ah!
¡Ya me lo imagino! Contra las órdenes del tío
abriste la caja prohibida...
-Sí... Digo... ¡No! En fin, no importa. En cuanto
me enteré que podíamos abrir la caja vine a avi-
sarte.
Andrés y Jerónimo ya estaban en su habitación
al tiempo que decían las anteriores palabras. An-
drés se asomó a la cuarta caja y sacó el libro que
había empezado a leer Jerónimo y, envuelto en el
ineludible papel de China, un paquete del tama-
ño de una caja de treinta y seis colores. Además
había una caja bastante grande, perfectamente
envuelta, que tenía una etiqueta con caracteres
chinos y en letra pequeña, una nota:

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Las Cajas de China

Caja de China
para abrirse estrictamente
el jueves.
Los hermanos se miraron y asintieron al mismo
tiempo, comprometiéndose a no abrirla hasta ese
día. Jerónimo tomó el libro y Andrés el paque-
te del tamaño de una caja de treinta y seis colo-
res que resultó ser exactamente eso: una caja de
treinta y seis colores con la única particularidad
de que la marca o lo que fuera estaba escrita en
chino. Y chinas eran también las letras pequeñas.
Además...
-¡Niños! ¡Ya llegué!
La voz de la señora Tajín sobresaltó a Andrés y
a Jerónimo, que estuvieron a punto de dejar caer
uno, el libro, y el otro, la caja de treinta y seis co-
lores.
-¡Mamá! –gritaron los dos con un tono tan cómi-
co que Andrés se empezó a burlar de Jerónimo...
y Jerónimo de Andrés.
-¡Pareces pollo! –dijo Jerónimo.
-¡Tú gallina! –dijo Andrés.
-¡No se peleen! –dijo doña Camelia, asomando
la cabeza y constatando que sus hijos estaban a

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Las Cajas de China

punto de leer un nuevo libro enviado por Gusta-


vo Tajín en sus misteriosas cajas de China.
-No mamá, no pelearemos. Llegas a tiempo –dijo
Andrés, jalando una silla para que se sentara su
madre.
-El Tío Gustavo nos dio permiso de abrir la caja
del jueves hoy, que es miércoles. Y en la caja del
jueves, además de otra caja para el miércoles, hay
otra caja para el jueves.
-¡No hagas que me duela la cabeza, Jerónimo!
–dijo la señora Tajín, con las neuronas despei-
nadas.
-Bueno, no importa –apuró Andrés. Vamos a leer
el libro.
Y los tres Tajín se movieron en sus asientos como
cuando va a empezar una película o te subes a
la montaña rusa y te preparas para ingresar, por
unos minutos, en otra dimensión.

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Las Cajas de China

La princesa Medianoche

e cuenta que el Emperador Yang Ti, que fuera


S el último de la dinastía Sui, cuando llegaban los
fríos días invernales, encargaba a sus tejedores y

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Las Cajas de China

bordadores que revistieran los desnudos árboles


de su jardín con coloridas flores de seda.
De seda era también el follaje que Yang Ti orde-
naba poner a los arbustos. De seda el césped y
hasta los nidos de los pájaros.
En una época de su vida ordenó que todas las
aves de sus parques fueran exterminadas para
rellenar con sus plumas los almohadones en los
que se recostaban los cortesanos.
En otra época mandó que a los palomos amaes-
trados les ataran una flauta diminuta bajo cada
ala, de manera que al volar llenaran el aire con
melodiosos sonidos que alegraran los oídos im-
periales.
Cierta noche en que bebía el dorado vino de arroz
que endulza los sentidos, exigió a uno de los he-
chiceros de la corte que le construyera en ese mo-
mento un puente para llegar a la Luna.
El mago, sin inmutarse, dirigió hacia el astro su
bastón de bambú y pidió al Emperador que pu-
siera su ojo derecho a la altura de la base. El Em-
perador vio que el otro extremo del bastón estaba
bien implantado en la Luna y se dio por satis-
fecho, prometiéndose proyectar al día siguiente

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Las Cajas de China

una serie de palacios suntuosos para construir en


el plateado satélite.
A Yang Ti le gustaban el vino dorado y los pro-
yectos imposibles.
Pero como era el Emperador, no aceptaba “im-
posible” como palabra. La había proscrito de los
términos oficiales.
Yang Ti tenía una hija preferida, la hermosa prin-
cesita Tzu Yeh, nombre que significa “Mediano-
che.”
Tzu Yeh tenía nueve años y al contrario de su
padre, era la niña más sencilla del Imperio Ce-
leste. Tenía los ojos almendrados y los pies tan
pequeñitos, que cuando caminaba parecían dos
pinceles dibujando finas caligrafías en los pulidos
pisos de su palacio. Tzu Yeh no había conocido a
su madre, que había muerto al darla a luz. Había
crecido rodeada del cuidado solícito de nodrizas
y ayas que le narraban innumerables cuentos al
tiempo que adornaban sus largos cabellos con
perlas y peinetas de oro y plata.
Su padre le había mandado construir un mirador
de jade y desde ahí la princesita atisbaba las coli-
nas lejanas y seguía con la mirada el vuelo de las

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Las Cajas de China

aves, preguntándose dónde acababa el mundo y


si habría gente diferente a la que había conocido
en el reino de su padre y si existirían animales
distintos al fénix que renace de sus cenizas, a la
salamandra que duerme la siesta en el fuego sin
quemarse, al ave roc que puede transportar a un
hombre entre sus garras y al zorro de pelaje pla-
teado que al golpear la tierra con su cola provoca
incendios forestales... bestias todas tan comunes
que francamente ya aburrían.
Como el padre de Tzu Yeh no podía estar sin tra-
mar algún proyecto imposible, se le ocurrió que
para celebrar el cumpleaños número diez de su
hija, convocaría a los pintores más renombrados
a pintar un cuadro que recreara el nombre de la
princesa Medianoche.
Pero una medianoche en que las estrellas fue-
ran las estrellas, no unas simples manchas sobre
fondo negro. En que la Luna fuera la Luna, no
una moneda sin agujero colocada en el centro del
lienzo.
Si por ejemplo el artista eligiera pintar un lago,
el Emperador quería que fuera posible botar un
barco sobre el agua de ese lago y que soplara el

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Las Cajas de China

viento nocturno para hinchar las velas de la em-


barcación y que él y su hija pudieran subirse a la
nave y surcar las aguas del lago pintado.
El Emperador Yang Ti quería como siempre lo
imposible: que la representación fuera la reali-
dad.
Y eso era perfectamente posible.
Porque él era el Emperador.
Y porque “imposible” ni siquiera era una pala-
bra.
Por decreto la había desterrado.
Y desterraría a todos los artistas que fallaran, que
entregaran simples pliegos de papel de arroz em-
badurnados de pintura.
Porque tendrían que crear sus obras ante los ojos
del Emperador, sin recurrir a la ayuda de los he-
chiceros, a la sospecha de la magia, al truco bara-
to del ilusionista.
Yang Ti se frotaba las manos.
Había concebido una idea digna de su grande-
za.
Cuando se lo comunicó a la princesa Tzu Yeh,
ella arrugó la nariz, gesto que acostumbraba ha-
cer al contrariarse.

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Las Cajas de China

Y estaba contrariada. Esa ocurrencia de su padre


tendría como consecuencia el exilio de todos los
pintores del Imperio.
Esa ocurrencia de su padre le amargaría su cum-
pleaños.
Pero no es fácil oponerse a los designios de un
Emperador, sobre todo cuando éste ya había
echado a andar la increíble maquina de la buro-
cracia china para que en todos los rincones del
Celeste Imperio se supiera de la convocatoria.
Los pintores que vivían de su oficio eligieron ar-
gumentar que estaban abrumados por compro-
misos de trabajo previos.
Los otros, los que habían hecho de la pintura el
arduo camino de la perfección del espíritu, vie-
ron en la convocatoria de Yang Ti una tentadora
contradicción y un reto lanzado al corazón de su
arte.
Y fueron atrapados como mariposas en la red de
ese cazador de imposibles que era el Empera-
dor.
Primero se presentó Li Yuo, el inspirado pintor
de las aguas tranquilas. Después acudió Peng Fu,
el pintor de los crisantemos. Y Tao Pe, el de los

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Las Cajas de China

campos de arroz y Lao Mih, el de la Luna sor-


prendida en el huerto de las estrellas. Y muchos
pintores ancianos y jóvenes y otros en la madu-
rez de la edad y del arte.
A todos hizo pasar el Emperador a la sala del tro-
no, la del piso de jade y las sillas de oro, en una
de las cuales estaba sentada la princesa Mediano-
che, envuelta en sedas amarillas y naranjas, los
pequeños pies sin tocar el suelo y la larga cabe-
llera anochecida y desparramada hasta alcanzar
la base de su sitial.
A todos dotó el Emperador de tintas y pinceles
y delgados pliegos de papel de arroz, sutiles y
transparentes como las alas de una mariposa
blanca, para que sobre ellos trazaran la verda-
dera y fragante, la solitaria y estrellada media-
noche.
Cuando las manos sostenían los pinceles deseo-
sos de apresar la realidad, se abrió una pequeña
puerta de oro.
Por ella entraron un anciano y un niño.
Un murmullo de respeto recorrió al grupo de ar-
tistas.
Era Li Po, el anciano pintor ciego, que tenía cien

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Las Cajas de China

años.
Lo acompañaba Mih Yan, su discípulo, que aca-
baba de cumplir diez.
Los pintores inclinaron la cabeza porque todos
habían sido alguna vez en su vida discípulos de
Li Po. Porque les había enseñado a trazar el dor-
so del agua, la curva de la Luna, el temblor del
árbol. Porque era ciego y bondadoso y porque
amaba la sombra con la misma serenidad con
que había gozado de la luz.
-Amado Emperador –dijo Li Po respetuosamen-
te. -He venido a participar en el concurso con el
que quieres celebrar el cumpleaños de la prince-
sa Medianoche. Pero antes de que des la orden
para que pintemos la misteriosa realidad quiero
preguntarte si ése es verdaderamente tu deseo.
-No tengo otro, venerable Li Po –dijo el Empera-
dor con voz decidida.
-¿Es también el deseo de tu hija, la princesa Tzu
Yeh? –preguntó Li Po.
-Naturalmente, pues es en su honor –contestó el
padre.
El niño Mih Yan observó que la princesa estaba
contrariada, pues tenía arrugada la nariz, y tiró

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Las Cajas de China

de la manga del traje de su maestro.


-Mis muchos años me autorizan a preguntarte de
nuevo, Hijo del Cielo: ¿Quieres que la represen-
tación de lo real se convierta en la realidad mis-
ma?
-Tus muchos años evitan que el enojo se apodere
de mi ánimo, venerable Li Po. Por última vez, te
digo que esa es mi voluntad.
-Sea –dijo el anciano ciego.

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Las Cajas de China

Treinta y seis colores

hí termina? –preguntó doña Camelia.


-¿A -Termina este libro –aclaró Jerónimo.
-Lo más probable es que la historia continúe en la

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Las Cajas de China

próxima caja –reflexionó Andrés.


-Pero no hicieron el concurso –se lamentó doña
Camelia.
-Mañana lo harán, no te preocupes –dijo Jeróni-
mo mientras le daba a su mamá palmadas cari-
ñosas en la espalda para consolarla.
-¿Y para qué es la caja de treinta y seis colores?
–dijo Andrés examinándola.
-Para pintar –explicó Jerónimo muy serio.
-Ya sé que son para pintar o colorear, enano –dijo
Andrés. –Pero tratándose de un regalo del tío
Gustavo han de tener algo especial, han de ser...
-¿Mágicos? –aventuró Jerónimo, con un incon-
trolable temblor de esperanza en la voz.
Andrés se encogió de hombros y salió de la habi-
tación rumbo a la computadora, pues debía ba-
jar una información de la red para completar su
tarea.
Por su parte, doña Camelia se levantó de su silla
y fue a preparar la cena sin hacer más averigua-
ciones. Estaba algo frustrada por no haber cono-
cido de una sentada el final de la historia de la
princesa Medianoche.
Jerónimo abrió la caja y sacó los lápices de su em-

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Las Cajas de China

paque, colocándolos formaditos sobre la colcha


de su propia cama.
¡Treinta y seis colores!
Jerónimo siempre había querido una caja con
ese número de posibilidades. Pero doña Camelia
acostumbraba comprarle paquetes de doce co-
lores, lo que traía como consecuencia que debía
pedir prestado el dorado, el plateado y el tono
de las hojas secas, que no viene en el paquete de
doce, que solamente ofrece el verde bandera.
Jerónimo pensó que de todas maneras tenía que
compartir la caja de lápices de colores con An-
drés. Y que treinta y seis entre dos daban diecio-
cho. Pero confiaba en que su hermano no se inte-
resaría, porque...
¡Al que le gustaba dibujar era a él, a Jerónimo!
Y le gustaba tanto, que las hojas de atrás de todos
sus cuadernos estaban pobladas de guerreros,
robots, serpientes y dragones...
Los últimos eran sus favoritos.
Los dragones.
Tenía más de treinta y seis variantes de drago-
nes, tanto occidentales como chinos.
Y en ese momento le dieron unas ganas terribles

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Las Cajas de China

de dibujar un dragón chino.


¿Para qué eran los colores enviados por el tío
Gustavo?
¡Para usarse, faltaba más!
Jerónimo sacó su cuaderno de Ciencias Natura-
les, que era el que tenía libres más hojas, lo puso
sobre su cama y trazó el sinuoso cuerpo de un
dragón chino.
Recientemente había hallado el modo de dibu-
jar dragones con la boca abierta y así lo hizo. Le
pintó el cuerpo de color rojo granate. Le puso los
ojos dorados y sobre el dorso, alternó crestas ver-
de esmeralda con amarillo topacio.
Le dibujó dientes de plata y dejó un espacio libre
para trazar una llamarada que saliera de la boca
del dragón. Porque le encantaba pintar el fuego,
poner sus lenguas amarillas y rojas y unas dimi-
nutas chispas azules, que eran como los ojos de
las llamas.
-¡Caramba! –dijo Andrés en voz alta, desde la ha-
bitación donde estaba trabajando en la computa-
dora. -¡Miren esto! ¡Noticia de última hora, por
Internet! Acaban de encontrar en China una es-
pecie nueva de lagarto, como una serpiente roja,

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Las Cajas de China

con crestas...
Mientras Andrés leía la noticia, Jerónimo se en-
contraba absorto dibujando las llamas que salían
de la boca de su dragón chino. Estaba poniendo
las chispas azules en el fuego cuando escuchó
gritar a su hermano.
-¡Esto sí que es extraordinario! ¡El lagarto lanza
fuego por la boca! ¡Como los dragones! Aquí dice
que los científicos chinos están sorprendidos por
el hallazgo de este extraño animal lanzafuego y
que esperan encontrar más ejemplares y que...
Jerónimo dejó de escuchar a su hermano. Se que-
dó pasmado de asombro, pues la descripción de
la bestia coincidía con su dibujo. ¿Serían los colo-
res del tío Gustavo los causantes de la existencia
de un animal en el otro lado del mundo? ¿Sería
posible que si dibujaba un dragón en México
apareciera espontáneamente una especie desco-
nocida de lagarto en China?
Decidió hacer otra prueba y pintó, en una esqui-
na de una hoja del cuaderno de Matemáticas, un
ratón gris, de largos bigotes y cola enrollada. Le
puso brillo en los ojos y le dibujó un hilo rojo en
el cuello, para reconocerlo por si se aparecía.

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Las Cajas de China

Terminar el hilo y escuchar un grito de doña Ca-


melia fueron una y la misma cosa.
-¡Ayyyyyyyyyy! ¡Un ratón! ¡Y tiene un hilo enro-
llado en el cuello!
-¡Vamos! ¡Ése estuvo cerca! –se dijo Jerónimo,
mientras oía los escobazos inútiles de doña Ca-
melia, pues el ratoncillo se escondió detrás del
refrigerador y no hubo poder que lo hiciera sa-
lir.
Tomando confianza a los treinta y seis colores,
Jerónimo pensó si servirían para aparecer objetos
perdidos.
-Comenzaré con algo sencillo –se dijo.
Hacía unos días había extraviado el casco de su
muñeco astronauta. Lo dibujó con todo detalle,
junto al ratoncillo.
-¡No logro hacer salir al ratón! –dijo doña Came-
lia. -Pero mira, Jerónimo, aquí está el casco de tu
muñeco. Detrás del refrigerador. ¡Qué desorde-
nado eres, hijito!
Jerónimo no cabía en si de contento. ¡Los treinta
y seis colores eran mágicos!
¿Le diría a Andrés?
-Los científicos están preocupados por las impli-

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Las Cajas de China

caciones que pueda tener en los ecosistemas la


aparición del lagarto lanzafuegos –Andrés seguía
la noticia completa por Internet. –Un sabio chino
dice que ese tipo de criaturas está bien para los
mitos y la literatura... pero no para la realidad.
Se están diseñando programas para exterminar
al nuevo dragón. ¿Qué les parece?

Andrés contempló su dibujo y sintió una punza-


da de angustia en el estómago.
¿Iban a matar a su dragón? ¿Solamente porque
lanzaba fuego?

De repente, tuvo una idea. Se abalanzó sobre su


estuche portaplumas y extrajo una goma. Borra-
ría las llamaradas y asunto concluido. Su dragón
no sería amenazado de exterminio.
Pero por más que borró y borró... los colores del
tío Gustavo eran indelebles. Las llamaradas pin-
tadas se volvían más brillantes y con la fricción
de la goma hasta se estaban calentando.
Jerónimo cerró su cuaderno de Ciencias Natura-
les de golpe y pensó con tristeza que había con-
denado a su dragón a una vida miserable.

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Las Cajas de China

Mientras, en la cocina, doña Camelia no se movía


de su puesto de vigilancia junto al refrigerador.
-Hoy no duermo –anunció –hasta que mate al ra-
tón.
Jerónimo ya ni siquiera intentó borrar al raton-
cillo de la esquina de su cuaderno de Matemáti-
cas.
-Por lo menos –pensó- el casco de mi astronauta
parece no causar problemas.
-¡Este ratón está loco! –gritó doña Camelia, que
en la postura más incómoda miraba con un ojo
detrás del refrigerador. ¡Metió la cabeza en el cas-
co de tu astronauta, Jerónimo! ¡Se va a ahogar!

En silencio, Jerónimo guardó los treinta y seis co-


lores en su caja y reflexionó que, efectivamente,
había que pensarlo muy bien antes de atreverse a
pintar la realidad

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Las Cajas de China

El borrador

l día siguiente que era jueves, después de la


E comida, se congregó toda la familia Tajín en la
sala en torno de la caja correspondiente.

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Doña Camelia estaba ojerosa de velar en vano


para sorprender al ratón, el que nunca salió ni
con casco ni sin casco... Tampoco se podía decir
que había muerto asfixiado, porque si en la posi-
ción incómoda se le atisbaba detrás del refrigera-
dor, se le veía frotarse las manos y mover la cola
enrollada.
La señora Tajín pospuso para el viernes llamar a
un cargador profesional para mover el refrigera-
dor y sacar al bicho, como le decía ella, y concen-
tró sus energías en narrar a don Raúl la historia
de la princesa Medianoche y el concurso de pin-
tores de la realidad, lo que dio como resultado
que el padre de Andrés y Jerónimo se sumara al
grupo de lectores.
La caja fue abierta con toda ceremonia por An-
drés, porque Jerónimo estaba un poco desanima-
do.
El hermano mayor sacó un libro y un paquete del
tamaño de un borrador de pizarrón escolar.
-¡Es un borrador! –dijo Andrés cuando lo desen-
volvió. -Tiene un manual de instrucciones pega-
do en la parte superior. Pero están en chino.
-Ahora todo está en chino –sentenció don Raúl.

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Las Cajas de China

- Es impresionante la cantidad de productos que


nos vienen de China, pero a menudo las instruc-
ciones están traducidas.
-No es el caso, papá –dijo Andrés. -Quién sabe
para qué sirve ese borrador. A ver si el tío Gusta-
vo lo explica en el libro. Aunque lo dudo, porque
no dijo nada de la caja de treinta y seis colores. A
propósito, ¿dónde la guardaste, enano?
Jerónimo se hizo el disimulado y cuando Andrés
depositó el borrador en la mesa de centro de la
sala, lo tomó y examinó de cerca.
Estaba seguro para qué era.
Sintió que le quitaban un peso de encima y pre-
guntó:
-¿Quién quiere leer la historia?
-Lee tú, hijito –dijo la señora Tajín. –Así practica-
rás tu lectura en voz alta.
Andrés no puso objeción alguna y se acostó en
el sillón tratando de no subir los zapatos para no
despertar el enojo de doña Camelia. Don Raúl
estaba sentado en una silla de respaldo duro,
con los brazos cruzados y los ojos entrecerrados.
Doña Camelia le dio un codazo:
-No te vayas a dormir. Son historias cortas.

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Las Cajas de China

-Nunca me dormiría con una historia de Gusta-


vo. Cierro los ojos para imaginar.
-Buena idea, papá –dijo Andrés, quien también
cerró los ojos.
Doña Camelia no dijo nada, pero bajó los párpa-
dos, brindando consuelo a sus ojos desvelados
por el ratón. Jerónimo mantuvo los suyos abier-
tos, porque era el encargado de leer la...

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Historia del príncipe Crisantemo

ea –dijo el anciano ciego.


-S Los pintores sumergieron las cabelleras de
sus pinceles en los botes de tinta. El papel de

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arroz se estremeció al contacto ligero y la prince-


sa Medianoche empezó a distraerse con el vuelo
de una mosca, que era algo que la fascinaba.
Solamente Li Po permanecía con los brazos cru-
zados ante su papel de arroz.
No dejó de notarlo el Emperador y olvidándose
de revisar si lo que pintaban los demás era tan
real como había pedido, apostrofó a Li Po:
-¿Por qué no comienzas a pintar tu cuadro de la
Medianoche, venerable?
-No seré yo quien pinte esta vez, amado Empera-
dor –contestó el anciano- Sino mi discípulo, Mih
Yan.
Mih Yan se ruborizó e inclinó la cabeza. La prin-
cesa Medianoche dejó de seguir el vuelo de la
mosca y se fijó en el niño. ¿Ya era un pintor?
-¿Un niño de tan pocos años es capaz de realizar
el cuadro que pido? –se extrañó el Emperador.
-No es un niño común y corriente, Hijo del Cielo
–contestó Li Po con sencillez.
-¿Debo entender entonces que es extraordinario?
–dijo Yang Ti con un asomo de ironía.
-Lo es, amado Emperador –reafirmó Li Po.
-Cuenta su historia, entonces. Ya que no pintas el

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Las Cajas de China

cuadro, halaga nuestros oídos con noticias nunca


escuchadas –dijo el Emperador, que ya se estaba
aburriendo y siempre saludaba con gusto las na-
rraciones.
-Está bien. –El anciano Li Po volvió hacia el techo
sus ojos ciegos y aclaró su voz. -Hijo del Cielo,
princesa Medianoche, estimados y respetados
colegas pintores. Es mi deber aclarar, antes de
cualquier cosa, que mi discípulo Mih Yan no per-
tenece a la raza de los hombres comunes y co-
rrientes. Tampoco a la familia del Emperador, ni
a ninguna de las familias de los nobles que go-
biernan tus provincias con tanta sabiduría como
buena administración.
-Mih Yan no nació en un hogar de campesinos,
ni en la casa de un comerciante, ni en la tienda de
campaña de un guerrero.
-Mih Yan no nació de una mujer.
-“No conoció a su madre, como yo” –pensó la
princesita Medianoche, que ya veía a Mih Yan
con simpatía.
-Mih Yan no nació de una mujer –continuó el an-
ciano Li Po- sino de una mata de crisantemos.
La princesa Tzu Yeh convirtió sus almendrados

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ojos en lunas redondas por la admiración. Los


pintores suspendieron el movimiento de sus pin-
celes y el Emperador se agitó en su trono.
-Mih Yan estaba destinado a ser una frondosa
mata de crisantemos, pero por error vertí sobre
el renuevo de una planta la mezcla de pintura
que me había sobrado de cierto cuadro que pinté,
donde a través de mis pinceles me atreví a anhe-
lar el inmerecido regalo de un hijo, fortuna que
nunca tuve, en mis años innumerables.
-Primero, la mata de crisantemos se agitó, des-
pués se cayeron sus hojas y a las tres horas estaba
tirada en el suelo, con toda la apariencia de haber
muerto. Me compadecí profundamente pues mi
irresponsabilidad había acabado con una vida.
Pero al día siguiente, sobre las ramas mustias del
crisantemo, estaba sentado un niño de aproxima-
damente ocho meses de nacido. Sentí que, de al-
guna manera misteriosa, el niño era la respuesta
a mi anhelo. Había nacido de mi esperanza, de mi
pintura y de una mata de crisantemos. Lo reco-
gí y cuidé con amor de padre y cuando cumplió
siete años y quise enseñarle los rudimentos del
arte, me sorprendí al ver que Mih Yan tomaba los

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pinceles con sabiduría no aprendida y que de sus


manos surgían portentos de belleza.
Elegí entonces enseñarle el valor de la humildad
y la importancia que tienen todas las formas de
vida. Primero la vida y luego el arte, le dije a mi
discípulo, mirándolo profundamente a los ojos y
adivinando su alma de flor.
Pues una noche... he de contarles, Hijo del Cielo,
princesa Tzu Yeh, amados y respetados colegas,
se oyó que tocaban a mi puerta de manera impa-
ciente.
Abrí y me encontré frente a frente con una dama
a la que creí de la familia imperial. Su elaborado
peinado y su hermoso vestido de seda bordado
con crisantemos la hacían parecer una princesa.
La dama temblaba como si estuviera haciendo
mucho frío. Y solamente un viento ligero hacía
mecerse las ramas de los árboles y las corolas de
las flores. Me dijo sencillamente:
-Vengo a ver a mi hijo, el príncipe Crisantemo.
Comprendí que era su madre y que había hecho
un esfuerzo terrible para transformarse en mujer
y reclamar a su hijo.
Me sentí un ladrón, amado Emperador, un la-

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Las Cajas de China

drón indigno de perdón por haber despojado a


la planta de su retoño. Así que llamé a Mih Yan
y le dije:
-Ve con tu madre, querido discípulo. Has sido el
hijo más afectuoso e inteligente que un hombre
pueda soñar. Torna a tu existencia de planta y no
olvides que alguna vez habitaste entre los hom-
bres.
Mih Yan miró a su madre con ojos asombrados.
Tendió hacia ella los brazos y la dama Crisante-
mo lo estrechó contra su admirable traje floreci-
do. Por unos segundos, los cabellos de Mih Yan
tomaron la consistencia suave de los pétalos de la
flor. Sus bracitos se enredaban en el cuello de su
madre como ramas y empezó a llorar dulcemen-
te. La señora lo separó con gentileza y con la voz
más dulce que han escuchado mis oídos dijo:
-Es demasiado tarde. La transformación ha sido
completa, pues mi hijo llora como un hombre. Lo
dejaré a tu lado, anciano Li Po, pero a partir de
este día tus ojos se vaciarán de luz, porque has
mirado lo que ojos de hombre no deben mirar.
Yo seguiré viviendo como mata de crisantemos
bajo tu ventana y miraré crecer a mi hijo humano.

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Me regocijaré con sus alegrías y sufriré con sus


tristezas. Floreceré a través de sus bellas acciones
porque sé que le enseñarás el camino del bien,
que para ustedes los humanos es más arduo que
para nosotras, las plantas.
La hermosa señora volvió a cubrir con su amplio
traje a Mih Yan, que seguía llorando, y dejó en el
aire de la habitación su perfume cuando cruzó el
umbral de mi casa para no volver nunca jamás.
Y desde ese día soy ciego, amado Emperador,
princesa Tzu Yeh, respetados colegas pintores.
Y desde ese día Mih Yan exhala por los poros de
su piel el sutil aroma del crisantemo.

-En verdad que tu historia es extraordinaria,


como es extraordinario tu discípulo –dijo el Em-
perador. –Comprenderás, Li Po, que ahora estoy
más que ansioso por apreciar la calidad de su
arte.
-La apreciarás, Hijo del Cielo –dijo Li Po- que
para eso hemos venido. Mih Yan, el Emperador
desea que plasmes la belleza y la fragancia de la
Medianoche en el terso papel de arroz que ante
su vista se despliega. ¿Lo complacerás?

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Las Cajas de China

-Mi deseo es complacer a nuestro amado Empe-


rador –dijo Mih Yan, y su voz sonó como una
campana de plata.
-Pinta, hijo mío –dijo Li Po. -Pinta con el talento
con que te bendijeron los Inmortales la verdade-
ra Medianoche.
Y Mih Yan sumergió su pincel en la tinta y co-
menzó a dibujar las colinas que se miraban desde
la casa de Li Po, el lago dormido bajo la noche, la
Luna reflejada en las hojas de los árboles. Hizo
aparecer las estrellas, una a una, parsimoniosas
y eternas y exhaló sobre el cuadro el perfume del
crisantemo.
El Emperador estaba tan absorto mirando la des-
treza con que el niño manejaba el pincel, que no
observó que el cabello de su hija empezaba a to-
mar el color de la noche del cuadro, que se hacía
fino y se confundía con el aire, que se hacía noche
de verdad.
La princesa Tzu Yeh estaba tan entretenida vien-
do pintar a Mih Yan, que no se dio cuenta cuan-
do su rostro adquirió el brillo de la plata y se con-
virtió en la Luna, y cuando su arrugada naricilla
de contrariedad se hizo una nube y cuando su

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vestido de cumpleaños se convirtió en colinas y


en un lago dormido.
Los pintores se dieron cuenta de lo que había su-
cedido y miraron a Li Po y a Mih Yan con sobre-
cogimiento. El Emperador volteó risueño a ver a
su hija y sólo encontró la medianoche, envolvien-
do el mirador de jade y su palacio todo, con la
Luna y sus estrellas y su fragancia de flor.
-¿Qué has hecho de mi hija? –rugió al darse cuen-
ta de su desgracia.
-Lo que tú ordenaste, amado Emperador.
-¡Guardias! ¡Maten a esos perros! –clamó Yang Ti
en el paroxismo de su desesperación.
Los guardias del Palacio cubrieron de cadenas al
anciano ciego, que tenía cien años y al niño pin-
tor, que tenía diez.
Ni el viejo Li Po ni su discípulo Mih Yan dieron
muestras de temor ni de zozobra. Parecía que las
cadenas eran guirnaldas de flores sobre sus frá-
giles cuerpos. El Emperador, en cambio, se veía
maniatado por su enojo, su incredulidad y su im-
potencia.
-¡Devuélveme a mi hija, maldito hechicero! –vo-
ciferó Yang Ti frente al rostro de Mih Yan.

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-Amado Emperador –dijo el niño con su voz de


plata- ¿No se te ha ocurrido que el camino para
recuperar a tu hija podría ser reconocer tu sober-
bia ante los Inmortales?
-¿Mi soberbia? ¡Soy el Emperador!
-Amado Emperador –continuó Mih Yan- ¿Crees
que si nos matas a mi padre y a mí volverás a ver
a tu hija?
Yang Ti guardó silencio. Los pintores, sobrecogi-
dos, estaban postrados en el suelo, la cabeza con-
tra el piso, para no atestiguar la cólera del Hijo
del Cielo.
-Amado Emperador, –dijo Li Po- contesta: ¿quie-
res recuperar a tu hija?
-¡Sobre todas las cosas, anciano Li Po!
-Ordena que nos quiten las cadenas y este niño
extraordinario al que has llamado maldito hechi-
cero, restituirá el abrazo cálido de la princesita
Medianoche a tu corazón de padre.
Así lo hizo Yang Ti y cuentan las crónicas del
País Amarillo que el niño Mih Yan sacó de las
amplias mangas de su traje un frasco del que ex-
trajo una pasta blanca, elaborada con los pétalos
del crisantemo y cubrió con ella el cuadro que

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tan primorosamente había pintado.


Cubrió el cielo y las estrellas y las colinas y el
lago,...y en su sitial de oro empezó a dibujarse el
cuerpo de la princesita Medianoche, su cabello,
los ojos almendrados y los pequeños pies, que
asomaban bajo su vestido de cumpleaños.
Mih Yan cubrió la medianoche dibujada con su
pasta blanca e hizo aparecer a la adorable niña
que sonreía como si nada, ya sin la nube de con-
trariedad en su rostro, del que posteriormente
dijeron los poetas que era tan misterioso y bello
como la Luna brillando sobre un campo de cri-
santemos.

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Map of

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Tigers

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Las Cajas de China

El mapa de tigres

se viernes, Jerónimo Tajín estaba más emocio-


E nado que los días anteriores.
Había invitado a Sergio, su mejor amigo, a la
apertura de una caja de China.
Después de la comida, como ya iba siendo tradi-
ción en la familia Tajín, los miembros de ésta más
el niño invitado se congregaron alrededor de la
caja.
Con gran ceremonia Jerónimo extrajo un libro y
un paquete rectangular del tamaño de un juego
de mesa, como Serpientes y Escaleras o la Oca.
Desenvolvieron el paquete y vieron que se trata-
ba de un mapa fijo sobre un bastidor de madera
que se podía plegar en dos para formar a su vez
una caja, la que se encontraba asegurada con un

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Las Cajas de China

hermoso candado de combinación que tenía nú-


meros y letras.
Dejaron la apertura de la caja para después de
leer el libro. Sergio hizo la observación de que
el mapa debía ser muy antiguo, a juzgar por su
color sepia y porque estaba gastado de los extre-
mos.
Jerónimo abrió con avidez el libro, notando asom-
brado que éste era extremadamente delgado. Al
abrirlo, comprobó que en su interior había sola-
mente una hoja. Se apresuró a leerla:

El objeto que acompaña a esta caja de China es de un


valor incalculable.
Perteneció a un explorador inglés que desapareció mis-
teriosamente en la ciudad de Haridwar hacia 1926.

-(El que dice eso es el tío Gustavo) –le explicó Je-


rónimo a Sergio, para que entendiera de qué se
trataba.

El explorador William Clark estaba decidido a encon-


trar la mítica Ciudad de los Tigres. Su relación con los
tigres de Bengala constituye la esencia de este relato,

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Las Cajas de China

que es por demás fascinante. Se encuentra escrito en


su diario, que se halla a su vez dentro de la caja del
mapa.
Tuve la fortuna de dar con la caja del mapa en un ba-
zar en Delhi, intuyendo la aventura que hay dentro, la
cual reservo para ustedes.
Debo advertirles que en el mapa hay algo perturbador:
provoca una inaguantable curiosidad de ubicar sitios
geográficos en él.

-¡Es cierto! –dijo Sergio- Ya no aguanto las ganas


de buscar el sitio que mencionó, en el que des-
apareció William Clark!
-¿Haridwar? –dijo Andrés, asombradísimo por-
que debía confesar que también tenía unas ganas
locas de situar el sitio.
Jerónimo, que también tenía ganas, siguió leyen-
do.

Wiliam Clark impuso al mapa un nombre extraño:


“Map of Tigers”, que podríamos traducir como “Mapa
de Tigres”. Supongo que le servía para ubicar los si-
tios donde había tigres, pero tampoco lo sé.
No he podido abrir la cerradura. Espero que ustedes lo

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Las Cajas de China

logren, con ingenio y más tiempo del que yo dispuse.

-¡Aquí está Haridwar! –gritó triunfante Don Raúl.


-¡No me pude aguantar las ganas y lo encontré!
-¿Y dónde está? –dijo doña Camelia.
-En la India septentrional, a unos doscientos kiló-
metros al norte de Delhi –contestó su esposo.

En resumen, si quieren enterarse de las aventuras de


William Clark, no hay más remedio que encontrar la
combinación alfanumérica que hará abrirse la caja del
mapa. ¡Suerte, sobrinos! ¡Adelante!, o como decimos
en mi sociedad secreta...
ERGIT

Los cuatro Tajín y el invitado se quedaron viendo


la caja del mapa.
El dorado candado tenía espacio para nada me-
nos que diez cifras.
-Tiene que ser algo relacionado con los mapas, la
India y los tigres –dijo don Raúl.
-No necesariamente, papá –refutó Andrés porque
estaba acostumbrado a llevar la contraria.
-Sí hijo, es como las contraseñas de la computa-

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dora y el banco. Por lo general se asocian a lo más


cercano a la persona –dijo don Raúl.
-O lo más lejano, papá –dijo Andrés. –El chiste es
que sea casi imposible descifrarlas.
Mientras, Jerónimo y Sergio le daban vueltas a
las letras y a los números del candado, con la es-
peranza de que éste se abriera por un golpe de
suerte.
-Oye, Raúl –dijo doña Camelia- ¿Tu hermano
pertenece a una sociedad secreta?
-No me extrañaría, pues siempre fue muy dado a
esas cosas. Recuerdo que le gustaba mucho que
habláramos al revés, para ejercitar la mente y con-
fundir a los demás. Yo llegué a ser muy hábil...
-¡Papá! –gritó Jerónimo. -¡Esa es la clave! ¿Cómo
dijo el tío que se despedían en su sociedad se-
creta?
-De muchas maneras, Jerónimo, pero siempre
al revés. Por ejemplo, si queríamos decir adiós,
decíamos “soida” o “sodio”, para terminar de
despistar.
-No papá. No me refiero a “tu” sociedad secreta
con el tío Gustavo, sino a lo que puso al final de
su mensaje en el libro. ¿Cómo dijo?

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Pero ya Andrés se había abalanzado al libro y se


golpeaba la frente.
-¡Claro, es obvio! Dijo: ERGIT.
-Que al revés es... ¡TIGRE! –se fascinó don Raúl.
-Esa es la clave –repuso Jerónimo.
-Pero la clave es alfanumérica –recordó Sergio.
-¿Cuántas letras tiene la palabra tigre? –dijo
Jerónimo-
-¡Cinco! –gritaron los tres Tajín y el invitado.
-Pues la clave ha de ser TIGRE55555 ó 55555TI-
GRE –dijo Jerónimo-, o T5I5G5R5E5 .
Andrés se dio a la tarea de buscar esas combina-
ciones, pero el candado no se abrió.
-¿No será 12345TIGRE? –dijo Sergio tímidam-
ente.
Andrés la probó y el candado continuó terca-
mente cerrado.
-¡Ya lo tengo! –dijo Jerónimo-. Combinen los
números como quieran, pero en lugar de “tigre”
pongan “tiger”
Andrés probó la combinación 54321TIGER.
Para alegría de todos, el candado hizo “clic”.
En el interior de la caja había un cuaderno con
tapas de piel, amarrado con unos cordeles. Las

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hojas eran rayadas y de un color amarillento por


el paso del tiempo. El manuscrito estaba redacta-
do en inglés y por mayoría de votos se decidió
que Andrés leyera y fuera traduciendo simul-
táneamente, pues era el miembro de la familia
Tajín que más inglés sabía.
Así, el hermano mayor de Jerónimo tomó la pal-
abra y dio inicio a la lectura del...

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Diario de William Clark

e llamo William Clark y tengo trece años.


M Escribo este diario para que no se olviden
los extraordinarios sucesos que presencié en el
año de 1897 en la ciudad de Alwar, en el estado
de Rajasthán, por supuesto... en la India.
Yo nací en la India.
Mi padre es coronel del regimiento de lanceros
de su Majestad, la reina Victoria. Mi madre fue
maestra de escuela en su juventud y no dudó en
seguir a su marido a la aventura en el subconti-
nente.

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Vivo en el noroeste de la India, donde los ánimos


están en contra del mandato británico. Mi madre
tiene miedo de los agitadores y del odio que se
adivina en los ojos de los hombres. El deber de
mi padre es apagar la insurrección, donde quiera
que ésta se presente y cueste lo que cueste.
Mi deber es estudiar inglés, latín, matemáticas,
practicar el boxeo y la lucha grecorromana.
Mi vida difiere poco de la de los chicos de mi
edad que estudian en Inglaterra, con la particu-
laridad de que fuera de los muros de mi colegio
hay un mundo misterioso y una civilización ex-
traña que me fascina: mujeres cubiertas con ve-
los que llevan de la mano a chiquillos desnudos,
viejos hindúes con parasol, monjes budistas con
la cabeza rapada y hombres de tez negrísima.
Desde una de las ventanas se perciben turbantes
infinitos que dan a la multitud la apariencia de
un campo de flores mecidas por el viento.
Si mis padres hubieran dicho que me enviarían a
Inglaterra a completar mi educación me hubiera
opuesto con vehemencia, pues mi más profundo
deseo era no separarme de la India, mi tierra na-
tal.

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Las Cajas de China

Eso... y mi fascinación por los tigres.


Ocurrió que mi padre fue invitado por el maha-
rajá de Alwar a la experiencia más intensa de los
príncipes asiáticos: la cacería del tigre.
Quien no ha visto al tigre de Bengala ignora la
visión de la verdadera majestad. No, no es el león
el rey de los animales... El rey, el maharajá de las
bestias es indiscutiblemente el tigre, con su so-
berbio manto de rayas, con sus pupilas de ámbar
escalofriante, con las silenciosas almohadillas de
sus patas, que le permiten saltar sobre la presa
sin revelar su presencia a través del sonido.
Y para cazar a esa bestia indómita, el maharajá
de Alwar se hace acompañar de trescientos ba-
tidores, sin excepción tocados con un turbante
color de la arena, lo que de lejos hace parecer sus
cabezas piedras de la montaña.
Olvidé decir que los trescientos van armados con
fusiles. (¿Cuántos disparos necesita un tigre: cien,
quinientos, mil?)
Dicen los cazadores que hay que quemar los bi-
gotes del tigre después de matarlo; de lo contrario,
el fantasma del gran gato convertirá los días de
su vida en noches de pesadilla interminable.

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Decía que el maharajá de Alwar organizó una


batida del tigre a la que invitó a mi padre. Los
preparativos se harían en la residencia del prín-
cipe, situada entre la aldea y la selva de Alwar,
donde se aprestarían los fusiles y se trazarían las
estrategias para dar caza al tigre.
Ahí debía permanecer yo, junto con mi madre,
mientras los numerosos cazadores cercaban a la
fiera.
Quiero confiar a estas páginas que mi deseo era
mirar al tigre de cerca, verlo a los ojos y acariciar
su pelaje. La perspectiva de su muerte me cau-
saba repugnancia y un horror indefinible.
¿Qué hay en el ser humano que lo lleva a desear
la muerte de lo que no comprende?
Es cierto que los habitantes de la aldea tenían al
tigre un miedo ancestral. El tigre estaba presente
en los cuentos, las oraciones, las adivinanzas, los
estampados de las telas y en muchos recursos
más para batallar contra el miedo.
Pero el hombre blanco... bien resguardado en
construcciones rodeadas por murallas, cruzado
el pecho por armas de fuego, con lentes de largo
alcance para perfeccionar la visión y escrutar el

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Las Cajas de China

follaje mil veces talado y sorprender al rey, al


verdadero maharajá, al tigre...
La víspera de la batida escuché hablar a los hom-
bres de la muerte del tigre con un deleite en sus
voces que me pareció perverso. No pudiendo
resistir más, me sustraje de la vigilancia de mi
madre y abandoné la casa del maharajá de Al-
war, quien para mí en esos momentos no era más
que un despreciable cobarde.
Los criados me miraron con una especie de asom-
bro inexpresivo, pero no me detuvieron. Intuí
que la inminente muerte del tigre había puesto
incertidumbre y congoja en el aire, sentimientos
que podían respirarse como el humo perfumado
del incienso.
No tardé en pisar el cuidado y mullido césped de
la residencia del maharajá.
Ahí estaba la muralla que preservaba el mundo
ideal del noble indio de las miserias de la aldea
y de los malos olores provenientes del agua es-
tancada y los excrementos de vaca, omnipresen-
tes en las calles de Alwar.
La puerta estaba entreabierta, como invitándome
a franquearla...

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Las Cajas de China

Con decisión, la abrí completamente y reconocí


por un lado el camino a la aldea y por el otro,
el sendero hacia la selva donde tendría lugar la
desigual cacería.
Sentí un deseo irrefrenable de tomar el camino de
la selva. Arranqué mi insoportable cuello duro
del traje del colegio, que mi madre me había ob-
ligado a ponerme para visitar al maharajá, y lo
dejé tirado junto al tronco del primer árbol.
Respiré el aroma de la selva, que es el olor puro
de la India. La madera y su acento oleaginoso,
las hojas muertas y los retoños de tierna sangre
verde saludaron mi llegada.
No puedo decir cuántos minutos caminé por en-
tre los árboles, pues perdí la noción del tiempo.
Los cantos estridentes de las aves marcaban el
final de la tarde. Vi deslizarse entre las rocas el
lomo sembrado de triángulos de una serpiente,
a cuya vista no sentí el menor temor. La sombra
de un antílope pasó ocultándose entre los tron-
cos y distinguí el lomo erizado de púas de un pu-
ercoespín.
Si dijera que en esos momentos estaba preocu-
pado por mi regreso a la residencia del mahara-

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já, mentiría. No tenía sentidos más que para la


visión de la selva.
Mi curiosidad se vio colmada cuando descubrí
las ruinas. Había escuchado que en el bosque
hubo alguna vez un templo interminable dedi-
cado al dios Siva, la divinidad de la Creación y
de la Danza. Ese templo, construido hace diez si-
glos, se había fragmentado hasta convertirse en
un collar de ruinas donde las serpientes y otras
alimañas tenían sus madrigueras.
Arribé a una especie de plaza circular, flanqueada
por muros derruidos que parecían cascarones
gigantescos. Atraído por el círculo, caminé hasta
situarme en el centro.
Acababa de hacerlo, cuando me pareció que la
Naturaleza se confabulaba en un pesado silen-
cio. Se suspendieron el chirrido de los insectos,
el canto de las aves, el crujir de las hojas... en un
instante en que mis sentidos parecieron desper-
tar de un prolongado sueño para concentrarse en
la visión que había anhelado toda mi vida sin sa-
berlo.
Frente a mí, detrás de las ruinas blanquecinas
del templo derruido e interminable, apareció el

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tigre.
Era un tigre blanco.
Sus músculos lo impulsaron a encaramarse en el
deteriorado remate de una torrecilla. Sobre la es-
tructura, que parecía un caracol abandonado en
la playa, el felino apoyó sus cuatro patas y rugió
con una potencia sobrecogedora.
Sus ojos, esas joyas de ámbar de escalofrío, se cla-
varon en mí y pude verme reflejado en ellos, el
tigre apoderado de mí.
No tuve ganas de huir. Ni siquiera sentí miedo.
Lo miré, como escapándome a través de aquellos
ojos de fuego. Me alegré de ser yo y no los
trescientos batidores del maharajá quien final-
mente se encontrara con el soberano de la selva.
Como no cerré los párpados, puedo dar constan-
cia fiel de lo que en seguida sucedió.
El felino saltó hacia mí, en un principio pensé que
para caer sobre mi cuerpo, pero lo que mis ojos
registraron de ese salto magnífico fue el cuerpo
del animal sobre mi cabeza, tendido en un arco
de belleza increíble, convertido por un instante
en un cielo donde las rayas de la piel eran las
constelaciones. Un salto en el que me libró para

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caer justamente detrás de mí.


Volví la cabeza para mirar hacia el lugar donde
había aterrizado el felino y no vi nada. Sentí sin
embargo su presencia resguardada por las ruinas
y uniendo mis manos como en una oración, dije:
-He venido a prevenirte. Trescientos batidores
preparan sus armas de fuego para matarte, ¡oh
rey!
Un silencio más pesado que el que precedió a la
aparición del tigre sucedió a mis palabras.
Durante toda esta escena me sentía en otra di-
mensión, en un pliegue del tiempo en el que todo
sucedía lentamente, como cuando se está bajo el
agua y los movimientos se hacen parsimoniosos
y extraños.
Escuché el crujir de unas ramas y al punto vi apa-
recer una figura humana. Un hombre alto, con los
ojos dorados y la barba negrísima estaba parado
frente a mí. Sus vestiduras eran blancas y blanco
su turbante. Sin saludarme, como si me conociera
de hacía tiempo, me dirigió la palabra:
-Sé que has venido a prevenirme, William Clark.
Como también sé tu nombre, el de tu padre y el
de tu madre.

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Una luz se hizo en mi cerebro y recordé un cuento


olvidado, que me había narrado Pooja, mi niñera
indígena:

Algunos tigres tienen la maña


de cambiar su forma y convertirse en humanos,
una sola noche durante el año.
Son los tigres soberanos,
los reyes blancos de Bengala.

La voz de Pooja se perdió en el recuerdo y mi


presente se vio invadido por el notable personaje
parado entre las ruinas.
-También sabía que vendrías a advertirme –con-
tinuó- y mi conocimiento no empaña mi gratitud.
Solamente puedo decirte que desde el origen de
tu linaje fue dispuesto que tú, William Clark, vi-
nieras al mundo a salvar al tigre. Mañana, cuando
los trescientos batidores del maharajá de Alwar
sigan mi huella y preparen sus juncos de fuego,
el hombre que me descubra será el que lleve tu
sangre.
-¿Mi padre? –pregunté con un hilo de voz.
-Mi salvador –repuso con un chispazo en sus ojos

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de ámbar. –Escucha, William Clark, las genera-


ciones de los hombres han construido palacios
e inventado abecedarios, han levantado ciu-
dades en las que hacen avanzar su espíritu y sus
logros.
-Pues en un lugar de este inabarcable país se en-
cuentra la Ciudad de los Tigres, de la que soy el
maharajá. Hacia ella me encamino. Los trescientos
fusiles del día de mañana son solamente un obs-
táculo más, que he de salvar gracias a tu sangre.
Y ahora, es tiempo de decirnos adiós. Nuestros
destinos están entrelazados, William Clark. Este
encuentro es solamente un eslabón en la cadena.
-¿Me dirás tu nombre, para que nunca lo olvide?
–le pregunté, invadido por un respeto casi reli-
gioso.
-Me llamo Devata6. Y nos volveremos a ver, Wil-
liam Clark, cuando por tu propio esfuerzo lle-
gues a la Ciudad de los Tigres, que se encuentra
en...

Andrés suspendió la lectura del diario de Wil-


liam Clark. Los tres Tajín y Sergio, el invitado,
dijeron al unísono:

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-¿Dónde?
-No dice –repuso Andrés. –Ya no hay nada es-
crito.
-¡No puede ser! –gritó Jerónimo.
Andrés entregó el diario a su hermano menor.
Jerónimo y Sergio pudieron constatar que efecti-
vamente ya no había nada escrito. William Clark
había llegado a la última página del diario y no
pudo seguir escribiendo porque se le acabó el pa-
pel.
-No estén tan seguros de que se le acabó el papel
–comentó don Raúl cuando le llegó el turno de
examinar el diario. –Siguió escribiendo, pero él
o alguien más arrancó la última página del cua-
derno.
-Justamente en la que Devata le revela el em-
plazamiento de la Ciudad de los Tigres –dijo An-
drés con un brillo aventurero en los ojos. Se había
identificado con William Clark, porque tenía
trece años, como el autor del diario. -¿Saben qué?
En la próxima caja el tío Gustavo nos enviará la
continuación de la historia.
-Más le vale a Gustavo –dijo doña Camelia di-
rigiéndose a la cocina.

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Las Cajas de China

-¿Podemos invitar a Eduardo, Santiago y Wily


para mañana, además de Sergio? –preguntó
Jerónimo a sus papás. –Les prometí invitarlos a
abrir una de las Cajas de China.
-Sí, pero recuerda que mañana es sábado y tienes
tu compromiso con los niños exploradores –dijo
doña Camelia.
-¿Sábado? ¿Tan pronto? –se asombró Andrés.
–Nos quedan solamente dos cajas.
-No cabe duda que una historia interesante hace
que el tiempo vuele –dijo don Raúl.

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La hoja perdida

l día siguiente por la tarde, doña Camelia orga-


A nizó una merienda norteña.
Tortillas de harina con piloncillo, que le encanta-
ban a Jerónimo, burritos –los favoritos de Andrés
y don Raúl- y chocolate espumoso. Los niños in-
vitados –Sergio, Eduardo, Wily y Santiago- me-
rendaron con mucho gusto y con sendos bigotes
de chocolate sobre el labio superior, se asomaron
a la caja de China correspondiente al sábado.
En ella había un libro grande que resultó ser un

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atlas geográfico bastante gastado.


-¡Mi atlas! -exclamó don Raúl.
Además, había una caja de música que tenía una
extraña forma. Representaba a un soldado bri-
tánico acostado, ataviado con su característica
casaca roja y sobre él un tigre en la actitud de
morder su garganta.
-¿Cómo que tu atlas? –dijo doña Camelia.
-Sí, mi atlas. Un libro de mapas de mi padre, que
me gustaba mucho hojear cuando era niño.
-Pero... –dijo Jerónimo -¿qué tiene que ver tu a-
tlas con la historia de William Clark?
Don Raúl se puso el dedo índice sobre la sien,
como para encontrar un recuerdo.
-¡Claro! ¡Claro! ¡Gustavo es un genio!
-Explíquenos qué sucede, por favor -dijo ansio-
samente Eduardo.
A don Raúl le brillaban los ojos de gusto. Se cruzó
de brazos y se daba alegres palmotadas.
-Cuando tenía trece años, hojeando el atlas del
abuelo Nicanor, descubrí una hoja de cuaderno
escrita con tinta de color café. Recuerdo que la leí
y que no le di importancia en ese momento. En-
tre brumas de mi memoria evoco que hablaba de

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tigres de Bengala. De lo que estoy seguro es que


yo no saqué esa hoja del atlas, sino que la dejé en
el mismo sitio donde la encontré.
-Pues vamos a comprobarlo, señor –dijo Sergio,
muy decidido.
Llevaron el libro al comedor y lo pusieron en la
mesa. Andrés quería sacudirlo del lomo, pero su
padre lo detuvo.
-Es importante saber en qué página está coloca-
da la hoja, puede darnos una pista –explicó don
Raúl.
Así que los cuatro Tajín y los cuatro niños in-
vitados se pusieron a ver el atlas hoja por hoja,
paseándose por altitudes y latitudes, relieves y
depresiones, por cuencas fluviales y costas ma-
rinas.
Cuando llegaron al norte de la India, casi al pie
de los Himalaya, descubrieron la hoja arrancada
del cuaderno de William Clark.
Era su caligrafía, angulosa y elegante. La misma
tinta sepia. Las palabras largas que le habían
dado a Andrés tanto trabajo para traducir de la
lengua inglesa.
El final de la historia que andaban buscando y

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las coordenadas geográficas de la Ciudad de los


Tigres.
Andrés se aclaró la voz y reanudó el hilo de la
narración de William Clark, que si ustedes se
acuerdan bien, se interrumpió con las palabras:
“Se encuentra en...”

... el norte de la India, a doscientos kilómetros al


suroeste de la cueva de hielo donde nace el río
sagrado.
Devata unió sus manos en el saludo reverencial
que tantas veces he visto hacer en la India, pero
que en su persona adquiría una significación
diferente.
Yo me incliné ante el maharajá tigre, pensando
de qué manera podría mi sangre salvar la suya,
y cuando levanté la cabeza Devata había desapa-
recido.
Confiado, volví sobre mis pasos a través de la sel-
va y regresé al palacio del maharajá de Alwar.
Al día siguiente, cuando los batidores salieron del
palacio del maharajá haciendo alarde de su unión
y de su poder contra el tigre, dije a mi madre que
me sentía mal y que debía dormir una siesta y

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abandoné la casa del noble indio saltando por la


ventana de mi habitación. Intuí que debía diri-
girme al sitio donde había encontrado a Devata.
A plena luz del día, las ruinas del templo de Siva
perdían su dimensión fantasmagórica. Aguardé
durante unos minutos que me parecieron eternos
y vi aparecer a mi padre, guiando a un grupo de
batidores. Cuando asombrado de encontrarme
ahí iba a reconvenirme, las palabras murieron
en su boca al divisar al tigre encaramado en la
misma torre derruida en la que había estado la
víspera, a mis espaldas, dispuesto a saltar sobre
mí.
Los cazadores y mi padre apuntaron unánimes
a la fiera. Yo, rápido como un relámpago, levan-
té los brazos ofreciendo mi pecho a la ráfaga de
disparos que iba a producirse, para con mi san-
gre proteger la sangre del tigre.
Mi padre lanzó su fusil al suelo para correr a
mi lado e intentar protegerme de la muerte que
me amenazaba por dos flancos. Los cazadores,
desconcertados, no osaban disparar sus rifles,
por temor de herir a mi padre o a mí.
Devata (porque era él, no me cabe la menor duda),

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saltó sobre nuestras cabezas y se internó en las


ruinas del templo de Siva, infinitas e intrincadas
como la India y como las manchas en el pelaje de
los tigres.
Entre los brazos de mi padre, repetí maquinal-
mente el arrullo de Pooja:

Algunos tigres tienen la maña


de cambiar su forma y convertirse en humanos,
una sola noche durante el año.
Son los tigres soberanos,
los reyes blancos de Bengala.

-Aquí termina el diario de William Clark –sus-


piró Andrés.
-Examinemos el regalo–opinó Sergio.
Se refería a la caja de música que mostraba al sol-
dado británico vencido por el tigre de la India7.
Al accionar su mecanismo, se escucharon los
rugidos de un tigre, seguidos por una voz que,
aunque distorsionada, la familia Tajín reconoció
como perteneciente al tío Gustavo:

-Querido hermano, cuñada, sobrinos y amigos que nos

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acompañan...
Debo informarles que descubrí la Ciudad de los Tigres
antes de conocer el diario de William Clark, siguien-
do los datos de la hoja perdida en el atlas de nuestra
infancia. Yo no sabía qué buscaba, porque solamente
contaba con la ubicación del sitio:
“A doscientos kilómetros al suroeste de la cueva de
hielo donde nace el río sagrado”. ¿Cuál es el río sa-
grado de la India?

-¡El Ganges! –gritó Jerónimo, que estaba acodado


sobre el atlas del abuelo Nicanor, abierto en la
página del mapa de la India.

-¡Bien contestado, sobrino! Y para saber cómo es la


Ciudad de los Tigres, hagan el favor de buscar un
“algo” en la panza del tigre.

Ocho pares de manos se abalanzaron sobre la caja


de música. En un abrir y cerrar de ojos, encon-
traron una pequeña puerta situada en el abdo-
men del tigre, la abrieron y de ella salió un cua-
derno pequeño que tenía escrita en la cubierta
con letras doradas la siguiente leyenda:

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Las Cajas de China

Diario de Gustavo Tajín,


Aventurero

escubrí la Ciudad de los Tigres gracias a un


D manuscrito perdido en las hojas de un libro de
mapas. A partir de las fuentes del Ganges, que
como es sabido nace en una cueva de hielo en
la cadena montañosa de los Himalaya, descendí
doscientos kilómetros al suroeste. Dicen los habi-
tantes de la India que el río Ganges discurrió du-
rante mil años sobre los cabellos divinos de Siva
antes de nacer de siete manantiales en su cuna de
hielo.
Decía que recorrí doscientos kilómetros hacia el
suroeste y llegué a las inmediaciones de la ciudad
de Haridwar, cuyos habitantes pueden presumir
que beben el agua más pura y fresca del mundo,
recién bajada de las montañas heladas.
Caminé infatigable durante horas a la orilla del

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río. No podía preguntar por mi destino a los es-


casos habitantes de la comarca con que me topé
porque yo mismo ignoraba qué buscaba y a
dónde iba.
Estaba cansado y hambriento como pocas veces
en mi vida cuando me detuve en un solitario pa-
raje para ver el sol ponerse sobre las aguas del
Ganges. Con asombro, observé que un tigre esta-
ba sumergido en el río, junto a la orilla. El animal
me miró y salió del agua. Se alejó de mí, cami-
nando con movimientos magníficos. Sin pensar
en el peligro que corría lo seguí, pensando que
podría llevarme a cualquier sitio que favoreciera
mi búsqueda.
El tigre volteaba continuamente a ver si lo seguía.
Nos internamos en un bosque de intrincado fo-
llaje, en el que perdí de vista al animal. Continué
por mi cuenta, buscando dónde poner los pies,
pues la densidad de la vegetación crecía a cada
paso. Cayó la noche y la oscuridad se hizo in-
tensa. Avanzaba a ciegas, golpeando la cabeza
contra los troncos, tropezando en las raíces retor-
cidas que parecían cobrar vida bajo mis pies.
Cuando ya desesperaba de encontrar la salida

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del bosque intrincado en el que me había metido,


la vegetación cesó bruscamente, los árboles que-
daron detrás de mí y llegué a una planicie res-
plandeciente, detrás de la cual se adivinaban las
arquitecturas de una ciudad como no he visto
otra en mi vida.
No eran ruinas, no. Eran construcciones más
que habitadas, vivientes; cúpulas y patios que
parecían respirar animadas por su propia belleza.
El blanco material del que estaban hechos refleja-
ba la luz de la Luna con tal intensidad que diríase
estábamos en pleno día.
Busqué a los habitantes, pero la ciudad dormía
en una soledad increíble. Ni un mendigo, ni un
policía, tampoco un sacerdote o un guía de las
montañas transitaba por las calles de blancura
irreprochable.
Entonces me asaltó un pensamiento extraño:
¿acaso era yo el primer ser humano en transitar
por las calles interminables de la ciudad? Y si era
así...¿qué seres extraños la habían construido?
Mi curiosidad sería aliviada demasiado pronto.
Una construcción circular, de ventanas abiertas
a la contemplación del cielo, apareció ante mi

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vista. En el frente, tenía una escalinata sobre la


que estaba parado un extraordinario personaje.
Un hombre alto, con los ojos color de ámbar, ves-
tido a la manera de la India con ropas blancas y
blanco turbante. Su barba era negra y el color de
su tez era entre moreno y dorado.
Al percibirme, el hombre unió las manos en un
saludo tradicional. Imité su gesto para indicar mi
amistosa disposición, y con un elocuente ademán
de bienvenida, me invitó a entrar en la subyuga-
dora morada.
-Me llamo Devata –me dijo en correcto inglés.
–Le doy la bienvenida a la Ciudad de los Tigres.
Al manifestarle mi extrañeza por lo solitario de
las calles por las que había transitado, me dijo:
-Es natural, si considera que esta ciudad es más
producto del sueño que de la realidad.
-¿Estoy soñando?–pregunté, incrédulo.
-Realmente, no –me contestó enigmático mien-
tras subíamos por una escalera de caracol. De-
vata me guió a un mirador desde el cual tuve el
privilegio inesperado de contemplar la traza en-
tera de la Ciudad de los Tigres.
Ante mi asombrada vista se extendía una ciudad

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cuyas construcciones, calles, plazas, zonas arbo-


ladas se disponían en un patrón cuya única com-
paración es la manchada piel del tigre. En ese
sentido, daba la impresión de ser infinita y cada
una de las construcciones, calles o plazas eran a la
vez una mancha de forma particular e irrepetible
y un ojo. Un ojo para mirarse a sí mismo y para
contemplar a todo lo demás: las otras manchas,
el cielo, el mundo subterráneo, lo que ocurre en
el pensamiento y las trayectorias de los astros.
Sé que esto es difícil de comprender y yo mismo
no lo entiendo.
Devata me sacó de la contemplación delirante en
la que estaba sumergido:
-Soñé la ciudad como la piel de un tigre y así la le-
vanté con mis manos. La ciudad se mueve como
la piel sobre los músculos, sin cesar se renueva y
se construye a sí misma. La soñé y la erigí para
que los hombres comprendieran el significado
del tigre en el complejo que llamamos Universo,
al pie de las nieves eternas y alineada con la ri-
bera del padre Ganges. Cuando haya perecido
el último tigre, quedará la ciudad, que es su ar-
quetipo. Y en un momento en la rueda del tiem-

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po, que encierra como un anillo la danza de mi


señor, el dios Siva, despertará el tigre dormido
o nacerá de nuevo y paseará su oro por la ribera
del Ganges, como siempre ha sido.
Las palabras de Devata me hicieron comprender
la enigmática traza de la ciudad que respiraba
bajo mi vista como una fiera tibia y joven.
-La ciudad es una piel y la piel se regenera a sí
misma –dije- ¿Existe en el mundo un sitio pareci-
do, pero dedicado a los seres humanos, en el que
éstos se renueven y hagan mejores, despierten
y renazcan? ¿Existe, Devata, una Ciudad de los
Hombres?
Me respondió el silencio.
Me encontraba solo en la noche magnífica, para-
do en el mirador que me deparó la vista prodigi-
osa de la Ciudad de los Tigres.

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La última caja

ra domingo por la mañana y el departamento


E de la familia Tajín rebosaba de visitantes. Apar-
te de los cuatro miembros de la familia, estaban
los amigos de Jerónimo -a los que había confesa-
do que no tenía el juego de video que había dicho
que sí tenía-, Samuel -un amigo de Andrés- y los
padres y madres de los cinco chicos invitados. El
cuento de las Cajas de China había llegado a oí-
dos de los vecinos de piso, que se auto invitaron
para abrir la última caja.
Como Jerónimo era el destinatario original,
por unanimidad se decidió que fuera él quien
la abriera. Esperó a que dieran las 11:47, como
había pedido el tío Gustavo en sus instrucciones
y se dirigió a la última caja de China.
Era la más grande, la que había contenido a todas
las demás.

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Las Cajas de China

Tan alta como Jerónimo y prometedora, por sus


dimensiones, de algo verdaderamente magní-
fico.
Jerónimo se asomó, abriendo bien los ojos y es-
perando encontrar una “cosa” y un “algo” que
fueran el digno remate a una semana de sorpre-
sas.
La expectación reinaba en el departamento col-
mado de personas involucradas con el envío del
tío Gustavo. Jerónimo se enfrentó a todos con un
rostro consternado.
-La caja está vacía.
Antes de que pudieran decir “oh”, sonó el timbre
de la puerta.
-Ha de ser otro vecino –dijo don Raúl.
Eduardo, el amigo de Jerónimo, que estaba más
cerca de la puerta, abrió enunciando el clásico:
-“¿Quién es?”.
-¡Tío Gustavo! –dijeron al unísono Jerónimo y
Andrés.
En la puerta, con una gran sonrisa, estaba parado
Gustavo Tajín. Detrás de él, un hombre vestido
de blanco, notable porque tenía los ojos dorados,
la barba azul de tan negra y estaba tocado con un

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Las Cajas de China

magnífico turbante blanco.


-Me costó trabajo llegar puntual a la cita, debido
al tránsito. Pero heme aquí, queridos sobrinos,
hermano, cuñada, amigos, vecinos y lectores que
nos acompañan. No he venido solo, me acompa-
ña el doctor Atar Vedi, un prestigiado ecologista
de la India, al que tuve el honor de conocer en mi
último viaje.8
Jerónimo se deslizó entre los asistentes y dio un
gran abrazo a su tío.
-Entonces, tú eres el “algo” de la última caja. ¿O
no?
-¡Equivocado, sobrino! El “algo” es, en este caso,
el doctor Vedi. Yo soy la “cosa”, o sea, la historia.
¿Preparados?
Todos dijeron que sí, unos se acomodaron en los
sillones, otros en las sillas y los más en el suelo. El
doctor Atar Vedi se situó junto a Jerónimo, quien
no cesaba de mirarlo... pues le parecía un per-
sonaje muy conocido.
Se dispusieron a escuchar a Gustavo Tajín, aven-
turero, que había cruzado medio mundo para
llegar a tiempo y narrar el cuento de la última
caja de China:

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Las Cajas de China

“Esta es la historia de un niño


que recibió un regalo sorprendente...
Una caja grande que contenía otra,
la cual contenía otra,
que contenía otra...
El niño se paró de puntillas para
quitar el papel de China
que estaba sujeto con cinta adhesiva
en la caja más grande.
Primero lo hizo con cuidado,
para no romperlo.
Pero es muy difícil no romper
el papel de China.
Los chinos lo inventaron para romperlo
cuando abres regalos...”

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Las Cajas de China

NOTAS

1
Gustavo Tajín me contó mucho después que usó las palabras “cosa” y
“algo” porque tenía mucha prisa. Estaba a punto de abordar el junco que
lo llevaría a su próxima aventura. Por cierto, un junco es un tipo de velero
que se usa en el Lejano Oriente.

2
Esa reacción fue una de las razones por las que Gustavo Tajín envió las
Cajas de China a Jerónimo y no a Andrés, ni a don Raúl.

3
El juego de senet consistía en avanzar fichas sobre un tablero de 30 casi-
llas, de las cuales unas eran peligrosas y otras de buena suerte. Las reglas
de ese antiguo juego egipcio se han perdido.

4
Como el lector sí recordará, fue en esa barca que surcamos la laguna en
el texto.

5
En egipcio, Meryt significa “la bien amada”.

6
Devata es el nombre que se da en la India a las divinidades menores. Los
dioses supremos se denominan Deva y las diosas son las Devi.

7
Este tipo de cajas son célebres en la India. Conocidas por el nombre de
“El tigre de Tipoo”, simbolizan la victoria del pueblo indio sobre el Impe-
rio Británico.

8
Gustavo Tajín explicó más tarde que el doctor Vedi fundó en el norte de
India un parque de conservación de la fauna amenazada de Asia, principal-
mente el tigre de Bengala.

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Las Cajas de China

INDICE

Un regalo inesperado, 5
Gustavo Tajín, 9
El algo y la cosa, 16
Historia del gato de Anup, 23
Un “cómic” egipcio, 29
Miw y el príncipe Tutmosis, 32
La segunda caja, 37
Historia del príncipe y el escriba, 39
El colosito de Memnón, 47
La historia de Meryt, la mariposa, 49
La tentación, 59
La princesa Medianoche, 68
Treinta y seis colores, 77
El borrador, 85
Historia del príncipe Crisantemo, 89
El mapa de tigres, 103
Diario de William Clark, 110
La hoja perdida, 123
Diario de Gustavo Tajín, aventurero, 130
La última caja, 136
Notas, 140

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Las Cajas de China

NOTAS PERSONALES

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Las Cajas de China

NOTAS PERSONALES

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