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La Italia fascista

LA ITALIA FASCISTA

Aunque Italia había llegado al fin de la guerra mundial en el campo de


los vencedores vivió por los años l9l9 a 1922, más bien el ambiente propio
de un pueblo vencido. Había, es cierto, conseguido varias de sus más caras
reivindicaciones territoriales, como Gorizia,  Trieste y el Trentino, pero
otras esperanzas, como la costa dálmata hasta Fiume, los enclaves en Asia
Menor y la participación en el  reparto de las colonias alemanas, quedaron
frustradas.  Eran muchas y muy apetitosas las promesas que los aliados
formularon a Italia, para decidirla a entrar en la guerra, como para que luego
los italianos no se sintieran defraudados.  En el concierto internacional,
fue corto el tiempo en que se siguió distinguiendo a Italia con el título de
«grande»; fueron Francia e Inglaterra quienes hacían y deshacían -en los
tratados de paz y en la Sociedad de Naciones.  Sobre todo los franceses
contaron casi desde el primer momento con la inquina de los italianos, por
su amistad con Yugoslavia y por su exclusivismo en las cuestiones
africanas.  En septiembre de 1919, un ejército de patriotas, comandado por
el poeta Gabriele d'Annunzio, había entrado en la ciudad de Fiume,
anexionándola al reino italiano; pero la presión de Francia, valedora
incondicional de los yugoslavos, había obligado al abandono de aquel
símbolo del irredentismo (Tratado de Rapallo, 1921). Italia tenía razones
para pensar que en la guerra había hecho el juego a sus aliados.  La habían
engañado y ahora le volvían la espalda.
Por otra parte, el país salió del conflicto arruinado.  La economía del
país, escasa de recursos naturales, no permitía una rápida recuperación, y
la nueva coyuntura económica del continente no parecía favorecer sus
ansias exportadoras, que hubieran sido la única forma de levantar
cabeza.  Italia estaba cargada de deudas -sobre todo a Estados Unidos,
pero también a las otras potencias occidentales- y no sabía cómo
pagarlas.  La lira, sin respaldo suficiente, caía con celeridad: de principios
de 1919 a fines de 1920 pasó en su cotización de 8 a 28 el dólar.  La baja
de la moneda repercutió en una subida de precios.  Las subsistencias
encarecían justo en el momento en que regresaba una masa de ex
combatientes ávidos de colocación, y para los que no iba a resultar fácil
encontrar trabajo.  La crisis social se desencadenó inmediatamente, y al
paro forzoso se unieron las huelgas, que revistieron un carácter casi
revolucionario, y desde luego violento, sobre todo desde que en 1919 el
partido socialista italiano se había adherido al Komintern comunista. Las
huelgas degeneraban inevitablemente con motines, asaltos a almacenes y
tiendas, saqueos y ocupaciones por la fuerza de fábricas y oficinas.  Los
obreros aseguraban que eran capaces de dirigir el país por sí solos -aunque
de momento, al menos, lo único que hacían era desorganizarlo-, y las

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fuerzas del orden se veían impotentes para hacer sentir la autoridad, tanto,
que se aconsejó a los militares que no salieran de uniforme a la vía pública,
a fin de ahorrarse los vejámenes de los obreros amotinados.
Desde 1919 se turnaban en el poder los socialistas, los liberales y los
“populares” de  Dom Sturzo (democracia cristiana) sin que ninguno pudiera
poder orden ni en las finanzas ni en las preocupaciones fundamentales del
pueblo italiano que ansiaba el orden público mientras los políticos se
limitaban a discutir en el Parlamento.
Para peor el Tratado de Rapallo (febrero de 1921) que sancionaba la
pérdida del Fiume enardeció más los ánimos contra los gobiernos
parlamentarios, faltos de energías y de capacidad decisoria. Los atentados
y los desórdenes seguían a la orden del día, desafiando a una fuerza pública
que en la mayoría de los casos no se atrevía a intervenir. Por regla general,
quienes metían en cintura a huelguistas, díscolos o amotinadores eran
los fascios decombate, organizados por Mussolini y convertidos en 
particularísima fuerza del orden. Claro está que muchas veces no servían
sino para aumentar la confusión y contrapesar abusos y violencias con otros
actos de naturaleza muy parecida.  Fueron estas patrullas de los fascios
de combate  las que difundieron y dieron razón de la fuerza de la
organización mussoliniana. La palabra fascio, -haz- ya había sido empleada
desde fines de siglo para designar a ciertas patrullas de asalto: por ejemplo,
las de los anarquistas sicilianos. Ahora la estaba utilizando un
revolucionario de nuevo cuño, Benito Mussolini, maestro de escuela de
Predappio, en la Romagna, hombre sanguíneo, grueso, de mirada de fuego.
Pequeño burgués arruinado por la inflación, se sintió indignado contra un
gobierno ineficaz, anclado en querellas parlamentarias en tanto el país se
sumía en la ruina y la anarquía. El primer pensamien to  de Mussolini fue
claramente socialista, y sus primeras intervenciones en la vida pública
fueron para apoyar los movimientos obreros, en busca de una justicia social
de la que el fogoso maestro se sentía apóstol.  Quería redimir a los pobres,
liberarlos de la esclavitud económica frente a los poderosos y lograr una
sociedad más justa, más limpia y mejor distribuida en sus niveles.  En el
primer programa de los fascios, publicado en 1919, Mussolini muestra aún a
las claras sus raíces socialistas y aún anarquistas. Pretende una Italia
republicana y descentralizada, de la cual desaparezcan los títulos
nobiliarios, el Senado, la policía, el servicio militar obligatorio, las
sociedades anónimas, los bancos y los beneficios especulativos. Los
trabajadores deben organizarse en cooperativas y participar en las
ganancias de la empresa.  Pero los románticos movimientos de
reivindicación territorial y las debilidades del Gobierno en política exterior
hirieron su fibra patriótica e hicieron de Mussolini un nacionalista. No
olvidaría nunca su programa social, pero lo suavizaría, para hacerlo parte de
un plan de nuevo Estado corporativo mucho más amplio. No se trataba de
salvar a los obreros italianos, sino de salvar a Italia.
De aquí, ya en 1921, su actitud contra la huelga. Es preciso remediar
la situación del trabajador, pero no a costa de sacrificar los intereses de la

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patria, que son supremos e intangibles.  Todo ha de enderezarse hacia un
sistema que aúne y concilie todos los intereses  y acabe con todas las
intenciones suicidas. El fascismo dejó ya de ser una pandilla de socialistas
a su modo o de grupos de asalto más o menos indeseables, para hacerse
con el apoyo de grandes masas de opinión, y, sobre todo, de elementos
juveniles llenos de entusiasmo. Muchas personas de orden, sin comulgar
con su ideología veían en Mussolini al futuro dictador capaz de sacar al país
del atasco, siquiera fuese en una gestión temporal. En el verano de 1922
fueron  los fascistas los que consiguieron el fracaso de la huelga general,
asegurando el funcionamiento de los servicios públicos. Eran ya un poder de
echo, más fuerte, y en cierto modo, mejor organizado que el poder oficial.
Cuando, en octubre de 1922,  Mussolini denunció la política suicida
de los partidos y anunció una marcha sobre Roma, el primer ministro, De
Facta, opinó que se trataba únicamente de «una figura retórica». La marcha
sobre Roma, sin embargo, fue un hecho real. El 24 de octubre, cientos de
“camisas negras”, concentrados en Nápoles  y en otras    ciudades del
centro de Italia, se pusieron en marcha ocupando a su paso las
poblaciones  y haciéndose cargo de los centros gubernativos y
administrativos. El 29 de octubre estaban ya a las puertas de la capital.  El
gobierno intentó resistir, y pensó en recurrir a las tropas;  pero el monarca,
Víctor Manuel III, convencido ya del éxito del movimiento fascista y deseoso
de evitar un derramamiento de sangre llamó a Mussolini, con el encargo de
formar Gobierno. (Mussolini había prometido respetar la corona, si el rey
apoyaba el triunfo del movimiento)
El jefe de los fascios exigió plenos  poderes, pero mantuvo las dos
Cámaras y las fuerzas políticas existentes, aunque procuró contar en ellas
lo menos  posible. Formó un gobierno con sólo cuatro fascistas, otros
tantos católicos populistas de Dom Sturzo y diez independientes.  Los
fascios se convirtieron en una «milicia voluntaria para la seguridad
del     Estado», es decir, en mantenedores del orden. Sólo de un modo
paulatino y estudiado fue Mussolini prescindiendo de los otros partidos y de
la Constitución.  En enero de 1924 quedó disuelta la Cámara de Diputados,
y en las elecciones generales de abril obtuvieron los fascistas cinco
millones de votos, con derecho a 406 escaños, y la oposición, dos millones
de votos y 129 escaños.  Era un enorme triunfo, que ponía en mano de
Mussolini una mayoría absoluta, y por su disciplina totalmente adicta.  Sin
embargo, el sesgo que por entonces dio el jefe del Gobierno, tendente a
prescindir de los demás partidos y modificar las cláusulas constitucionales
en el sentido de robustecer el poder, tropezaron con inesperadas
oposiciones. Los católicos de Sturzo abandonaron la colaboración con los
fascistas, y los resultados de las elecciones fueron tan favorables como
discutidos. Por todas partes empezó a hablarse de violencias, y el mismo
Mussolini, contra su deseo, se vio muchas veces obligado a emplearlas.  La
acción antifascista encontró su campeón en el diputado socialista Mateotti,
que desde la Asamblea dirigió las más mordaces criticas al régimen; sus
palabras rompieron un silencio inestable, y durante unos meses, los

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políticos y la prensa se lanzaron a una campaña pidiendo la dimisión de
Mussolini.  El 10 de junio, Mateotti fue raptado por bandas fascistas, y días
más tarde se conoció su asesinato. Fue un hecho brutal, no previsto sin
dudas por el propio Mussolini, y del que éste habría de lamentarse bien
pronto. El movimiento de oposición cobró desde aquel instante una fuerza
inusitada.  Hubo manifestaciones callejeras reclamando la caída del
dictador, duros alegatos de prensa y manifiestos firmados por profesores
universitarios.
El propio Mussolini vaciló al ver cómo se le venía encima el torrente
de la opinión. Por un momento, creyó inevitable su caída, y consta que el rey
Víctor Manuel estaba esperando de un momento a otro la nota de su
dimisión.  Sin embargo, lo previsto no llegó a producirse.  Los líderes del
partido rodearon a su jefe, éste recobró ánimos de pronto e inició un
verdadero movimiento.  Las milicias fascistas se movieron con inteligencia
y destreza. Comenzaron las requisas, los asaltos a los periódicos de
oposición, las remociones de autoridades. Los diputados liberales se
retiraron de la Asamblea, lo que dejó solos a los fascistas. Mussolini declaró
solemnemente que ya que la oposición política renunciaba a su lucha,
prescindía de ella. Quedaba consagrado el sistema de partido único, y
Mussolini, ya dictador, era investido por el rey como “Duce -Conductor- de
los italianos”. Comenzaba el «Régimen Nuevo».
En enero de 1925 quedaron oficialmente suprimidos los partidos
políticos. Una ley, en diciembre del mismo año, modificaba la cláusula
constitucional por la que los ministros eran responsables ante el
Parlamento; en adelante, el jefe del Gobierno lo sería únicamente ante el rey
- Víctor Manuel III-, en tanto que los ministros lo serían ante el propio jefe
del Gobierno.  Semanas más tarde -31 de enero de 1926- se autorizaba al
Gabinete a gobernar por decretos-leyes, sin consulta a las Cámaras, y por
aquellos mismos días  -26 de enero- salía a la luz la nueva ley de prensa,
que proscribía todas las publicaciones contrarias al Estado fascista y al
espíritu del régimen. La prensa se convirtió de hecho en órgano de
propaganda.
También la legislación social era un capitulo importante del programa
de reformas fascistas.  El más notable documento fue la  «Carta del
lavoro», del 21 de abril de 1927, en la que el Estado se constituía en garante
de los intereses legítimos del trabajador, pero se le exigía, por su parte
sumisión, lo mismo en el plano laboral -trabajo como deber patriótico,
disciplina,  supresión de huelgas- como sindical: establecimiento de
sindicatos únicos controlados por el Estado. El trabajo se enderezaba a la
tarea común de lograr la grandeza de Italia, y la política social quedaba, por
tanto, supeditada a los intereses generales del país. De hecho, el régimen
mussoliniano  supuso una elevación cierta en el nivel general del obrero y
favoreció los contratos colectivos de trabajo, así como la máxima cota
posible de empleo.
En marzo de 1929 se establecía una nueva ley electoral, por la que se
adopta el sistema de candidatos oficiales, y, por tanto, la «lista única»: los

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electores tendrían libertad únicamente para votar en favor o en contra de
tales o cuales candidatos.  Las primeras elecciones celebradas por el
nuevo sistema tuvieron lugar un año más tarde, con los resultados que ya
eran de esperar, computándose ocho millones y medio le votos afirmativos,
por 136.000 negativos.  En 1934, serían ya 10 000 000 de aprobaciones por
15 000 negativas.  Por más que el orden y la buena marcha de la economía
del país proporcionasen a Mussolini un cierto número de simpatizantes y un
número mayor aún de «conformistas» es, por supuesto, imposible ver en
tales resultados un reflejo, siquiera aproximado de la opinión.
El 9 de diciembre de 1928 quedaba prácticamente terminada  larga
etapa fundacional, con la instauración del Gran Consejo Fascista, órgano
llamado a resolver la sucesión del «Duce», asesorarle en los asuntos graves
del Estado y preparar las listas de candidatos a la Asamblea.  El fascismo
quedaba configurado así como un sistema orgánico, corporativo, de partido
único y de férrea disciplina ante los intereses sagrados de la unidad y la
grandeza nacionales.
Los elementos conservadores le apoyaban, aunque sin simpatía. Sus
mayores enemigos estaban entre la intelectualidad, entre los viejos
políticos militantes y entre los comunistas y socialistas, pero preferían no
hablar demasiado alto para no ser sorprendidos por el espionaje interior del
gobierno.
Evidentemente, el orden, la paz y la coordinación de esfuerzos dieron
resultados positivos en la lucha por el progreso del país.  El fascismo quiso
aparecer, y lo consiguió en gran parte, como un régimen realizador, capaz
de asegurar la prosperidad y el bien común.  Especial atención se prestó al
desarrollo agrícola con la «batalla del trigo», cuyos resultados, aunque
exagerados por la propaganda, no fueron nada despreciables; las obras de
colonización y supresión de latifundios, sobre todo en el sur del país; la
desecación de las lagunas pontinas, que permitió la recuperación de miles
de hectáreas de excelentes tierras de labor, o los créditos agrícolas, que
permitieron una espectacular renovación del utillaje y la mecanización del
campo. También se atendió a la industria, que, en el ramo de la siderurgia,
de la construcción de automóviles y otros, alcanzó considerable
desarrollo.  Aunque quizá la dedicación favorita del régimen fascista haya
sido la referente a las obras públicas: soberbia red de carreteras, uno de los
sistemas ferroviarios más perfectos de Europa, canales puertos, diques,
puentes gigantes, centrales eléctricas, y un tipo muy particular de
edificaciones públicas monumentales, destinadas a perpetuar las grandezas
del régimen.  Pronto la lira fue estabilizada en una digna cotización, e Italia
vivió la prosperidad económica de los años veinte.  La depresión le afectó
como al resto de Europa, pero no en grado excesivo, pese al prurito de
Mussolini, paralelo al de los patriotas franceses, de no devaluar la moneda
nacional; y  no tardó en volverse, por los años treinta, a un ritmo de franco
desarrollo.
En política exterior, Mussolini hizo gala, durante mucho tiempo, de
moderación e inteligencia, procurando mantener la amistad británica, sin

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endurecer demasiado las relaciones con Francia.  Quiso atribuirse la clave
del éxito del Congreso de Locarno, y buscó siempre -hasta la víspera de la
segunda guerra mundial- el camino de las conferencias internacionales, en
presunta intención de arrogarse el papel de árbitro de la paz.  Sólo a partir
de la consagración del nazismo alemán, en 1933, comenzó el régimen
italiano a mentar molestos compromisos que le irían retirando de su
excelente posición en el concierto internacional.  Gran acierto diplomático
de Mussolini, aparte ser una muestra del sentido realista de su política, fue
el Tratado de Letrán firmado con la Santa Sede el 11 de febrero de
1929.  Italia concedía al papa -lo era entonces el enérgico Pío XI- un
pequeño territorio, el Estado del Vaticano, para que pudiera moverse con
independencia en un régimen de plena soberanía, a la vez que se
comprometía a entregar a la Iglesia una consignación en metálico (siquiera
fuese poco  más que simbólica) por los perjuicios causados desde la
ocupación manu militari de  los Estados pontificios.  El papa, a su vez,
levantaba todas las penas espirituales y reconocía plenamente la
legitimidad del Estado italiano y su capitalidad en Roma.  Fue una
reconciliación que venía a romper una situación ingrata para ambas partes,
que databa ya de medio siglo. La gran masa católica reaccionó
favorablemente, y el prestigio de Mussolini, entonces en pleno desarrollo la
política constructiva y en plena erupción las manifestaciones de las
juventudes fascistas,  pareció haber llegado a su momento culminante.

Algunos datos biográficos

Nació en Preddapio el 29 de julio de 1883, en la Romagna. Hijo de un


carbonario tragafrailes tuvo problemas de disciplina en la escuela como
tantos niños sanos. “No veo ninguna necesidad de meterme en intríngulis
psicológicos para comprender que el hijo de un notorio militante socialista
tuviera conflictos con las autoridades de un colegio de curas. A los quince
años entró en una Escuela Normal y tres años después obtuvo el título de
maestro.
Desde el comienzo de su actividad política se mostró poco favorable a
las lentas transformaciones sociales dentro del sistema democrático.
Partidario de las soluciones violentas, se sentía con ánimo para destruir
todas las estructuras de la sociedad burguesa. Dejó la escuela y se fue a
Suiza, donde conoció la miseria y hasta fue detenido por vagabundo, cosa
que le sirvió en su “curriculum” revolucionario. Años después sabrá
explotarlo políticamente. Consiguió trabajo de escritor en un periódico
socialista y en 1905 regresó a Italia.
Raquel Mussolini recordará siempre el magnetismo de los ojos de
Benito: "ejercían sobre todos un poder increíble que jamás supe
explicarme.  Muchos años después, en «Rocca delle Caminate»,
tuve frecuentes ocasiones de presenciar los innumerables encuentros de
mi esposo con las más altas personalidades de todas las

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naciones. Entraban en el gran salón fingiendo una desenvoltura de la que
por lo general, carecían; luego el Duce los miraba fijamente, frunciendo las
cejas y los veía confusos, tropezando con la alfombra". Y añade con cierto
candor esta reflexión: "siempre he creído que quien dio muerte a Benito
no pudo haberle mirado de frente.  De haberlo hecho estoy segura que
habría dejado caer el arma al suelo." Tenía fuerza y la mirada anunciaba un
carácter. En 1905 hizo el servicio militar y en ese mismo año murió Rosa
Maltoni, su madre.  El socialista, el incrédulo, el "Vero Erético" como
firmaba sus escritos anticlericales, lloró como un niño y según cuenta
Raquel, en cuantas ocasiones tenía "montaba en bicicleta y corría al
cementerio para orar sobre la tumba de su madre".
Esta digresión respecto de las actitudes religiosas de Mussolini no
pretende incoar un proceso de beatificación.  Tardó mucho en aceptar la
Iglesia y su respeto por la Santa Sede fue más institucional que
religioso.  Lo perceptible, en su actitud ante la muerte, es la persistencia
de un gesto antiguo, inconsciente, pero no discutido ni disimulado por su
inteligencia.  Frente al misterio el viejo campesino romañol doblaba las
rodillas y el dirigente marxista cedía.
Se hizo cargo de un puesto de maestro en Tolmezzo y durante los
años 1906 y 1907 alternó la enseñanza con algunas aventuras amorosas
escandalosamente comentadas por el vecindario.  Se habló de indecencia
y de expulsarlo del pueblo; no es por el placer de excusarlo, pero el asunto
me parece menos serio de lo que se pretende hacer creer y basta tener una
idea de una aldea italiana, para comprender el escándalo que significaba
una intriga amorosa entre el joven maestro y la loquita del lugar.  Mussolini
tenía la discutible virtud de exasperar los ánimos contra su persona en
cuanto entraba en pugna con el mundo de las reglas y las convenciones.
Abandonó Tolmezzo en 1908 y consiguió un cargo de profesor de
francés en un colegio privado de Oneglia, sobre la costa ligur. Allí volvió al
periodismo, y firmaba sus colaboraciones en "La Lima" con el seudónimo "
de "Vero Erético". Por esa época predominaba el socialista. Oneglia no era
campo de batalla propicio para Benito.  Expulsado del colegio se dirigió a
Trento donde dirigió el semanario "L'Avenire dil Lavoratore" y fue elegido
secretario del trabajo para ocuparse directamente de las cuestiones
clericales.
Para no desmentir su fama se lanzó a una campaña violentísima
contra la Iglesia y el Ejército.  Todos los "santo y señas" del conocido
repertorio se encuentran en los escritos mussolinianos del período
tridentino.
Al comienzo del año 1910 tomó por mujer a Raquel Guidi.  Le había
declarado sus intenciones precariamente matrimoniales un día antes de
partir para Trento.  El tono de la declaración era muy típico de él: "Cuando
vuelva, serás mi mujer". Chiletta se dio por satisfecha y unió su vida a la de
Benito Mussolini, sin que mediara ninguna ceremonia.  De esta unión sin
papeles legales nació Edda, la mayor de los hijos del Duce.

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"La lotta di classe"

Entre los años diez y doce intensifica su actividad revolucionaria y se


convierte en uno de los cabecillas del movimiento socialista italiano.
Director del semanario "La Lotta di Classe" arrecia sus ataques contra el
aburguesamiento del partido y se lanza contra la masonería, el
parlamentarismo, el clero y la monarquía.
"Si la patria, ficción mentirosa que ha pasado a la historia, exige
nuevos sacrificios de dinero y de sangre, el proletariado que sigue las
directivas socialistas responderá con la huelga general.  La guerra entre
las naciones se convertirá en una guerra entre las clases." Ni una línea
revela la originalidad del Mussolini fascista: un párrafo anodino dentro de la
más pura ortodoxia roja.  Su actividad política está en perfecta armonía
con sus mensajes: activista decidido a combatir la guerra, habló hasta por
los codos, agitó, convulsionó y fue a parar a la cárcel.  Una permanencia
corta, pero apta para adquirir el barniz de mártir que necesitaba.
La cárcel lo maduró mucho, desde su encierro vio a los dirigentes
socialistas en opíparas camándulas con el mundo oficial y esta experiencia
dio a sus escritos un tono particular:  "Ahora que el socialismo se está
convirtiendo en un negocio .... , yo no lo entiendo.  Vivo en otra atmósfera,
soy ciudadano de otra época ... Ha habido una época en que el socialismo
significaba desinterés, fe, sacrificio, heroísmo."

La guerra

Designado director del periódico socialista "Avanti", Mussolini se


convirtió en la figura más importante del partido.  Sus escritos de la época
señalan un cambio que no pasó inadvertido a
sus correligionarios.  Insisten especialmente en el desinterés y el
sacrificio y se muestran ostensiblemente partidarios de una acción
minoritaria.  La masa es vista desde una perspectiva aristocratizante
anunciadora de cambios poco tranquilizadores para los viejos marxistas.
Al comenzar la Primera Guerra Mussolini se convenció de la primacía
de la nación sobre los intereses del partido. Sin embargo, resultaba duro
convertir un diario como "Avanti" en órgano defensor de una guerra
considerada capitalista.  Las vacilaciones duraron hasta el 18 de octubre
de 1914.  Ese día publicó un artículo titulado: "De la neutralidad absoluta a
la neutralidad operante", donde a su modo claro y directo, exponía la
necesidad de entrar en guerra.
El comité del partido se reunió inmediatamente y expulsó a Mussolini
de la dirección del diario y poco después del partido socialista. Por un
momento se quedó casi solo. Pero el 15 de diciembre del mismo año
aparecía el primer número de su nuevo periódico "Il Popolo d'ltalia".
Tampoco se contentó con expresar vigorosamente sus opiniones y, fundó
sin primer "fascio d'azione rivolucionaria" con el propósito de secundar a los

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grupos activistas que ya figuraban con el nombre de "fasci". La posición en
favor de la entrada de Italia en la guerra al lado de las naciones
democráticas era una cuestión de política concreta sólo enjuciable en
términos de oportunidad y no de ideología.  Mussolini no abandonaba su
posición socialista al convertirse en defensor de esa medida.  Abrazó el
socialismo porque esa ideología respondía a las esperanzas sociales de su
medio y además porque su padre lo hizo socialista. La guerra apareció de
pronto en el horizonte de su vida como una experiencia única, capaz de dar
a Italia el espíritu combativo que consolidaría su unidad.
Metido en el problema con todo el peso de su autoridad intelectual y
el fervor de su entusiasmo descubrió dos hechos, poco o mal advertidos
hasta ese momento: el internacionalismo marxista era un ideal anémico de
fabricación universitaria destinado a desaparecer en cuanto sonaran los
primeros tiros.  La verdadera fuerza estaba en el nacionalismo.
No le fue difícil a este romañol de pura cepa sacarse la costra de
profesorcito apátrida y descubrir la enérgica veta de su patriotismo
italiano.  Su admiración por D'Annunzio data de esa época.  El poeta ya
había abandonado su lira y estaba en Italia luchando por su puesto de héroe
nacional.  En mayo de 1915 esgrimió la bandera "de una Italia que será
más grande por la conquista, comprando su territorio no con la vergüenza,
sino al costo de sangre y gloria. Después de largos años de humillación
nacional, Dios nos bendice poniendo a prueba nuestra sangre privilegiada."
Italia declaró la guerra a Austria y Mussolini fue movilizado junto con
su clase en setiembre de 1915.
Raquel Guidi recuerda un episodio pasablemente grotesto relacionado
cronológicamente con los primeros meses pasados por Benito en el
frente.  Mussolini fue hombre dado a las conquistas amorosas, colaboraba
con ese gusto su temperamento y una cierta falta de escrúpulos
proveniente de su educación.  Entre sus ocasionales amantes figuraba una
austríaca bastante chiflada, de nombre Ida Dalser.  Esta mujer pretendía
haber tenido un hijo con Benito y reclamaba una legitimación en regla
mediante el matrimonio.  No satisfecha con la pretensión se hacía llamar
señora de Mussolini.  La cosa no hubiera pasado de una ocurrencia
molesta si la Dalser no hubiera escondido en su ánimo turbulento una
decidida afición a los incendios.  En los primeros meses del año 1916 la
autodenominada señora de Mussolini puso fuego al hotel donde vivía y la
policía, guiada por el nombre usado por la incendiaria indagó a Raquel,
quien, por las razones ya expuestas, tampoco era la señora de Mussolini.
El responsable estaba en el ejército y convalecía de una fiebre
tifoidea en un hospital no muy lejos del fuego.  Raquel fue a verlo y entre
bromas y veras le contó todo el desagradable episodio.  Este hecho decidió
el casamiento civil de Raquel Guidi y Benito Mussolini.  Años más tarde se
casarían por la Iglesia y cerrarían el ciclo de las ceremonias sociales
impuestas por las costumbres ancestrales de su pueblo.

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Después de la victoria

La experiencia del frente y el carácter de herido de guerra le dieron


buena conciencia para empuñar nuevamente la pluma y lanzarse al combate
político.  “Somos nosotros los que habiendo comenzado en 1915, tenemos
el derecho y deber de concluir en 1919.”
Políticamente se trataba de no desarmar la victoria y aprovechar la
experiencia bélica, la disciplina militar y el compañerismo de los ex
combatientes para lanzarlos a la conquista del poder.  Los negocios
aliados al margen de los intereses italianos y las vacilaciones
parlamentarias del régimen hicieron lo restante.
Italia no salió tan malparada de la Guerra y si bien el "amarissimo"
Adriático no se convirtió en un mar interior, el Imperio Austro-Húngaro
perdió su condición de potencia amenazadora para la tranquilidad italiana.
Pero la razón italiana estaba en no desear esa mediocre
tranquilidad.  Levantada en vilo por la prédica nacionalista, la juventud de
Italia se había embriagado con el olor de la pólvora y el histórico rumor del
"Mare Nostro" lamiendo sus costas milenarias.  En esos primeros meses
del año 1919 la estrella de D'Annunzio brillaba en un cielo cargado de
presagios guerreros.  La toma del Fiume consumó la expectativa y fue un
balcón de propaganda permanente que Mussolini supo usar con mano
maestra.
La obra de Gabriel no se limitó a un escenario bien montado, había en
la Constitución del Carnaro elementos políticamente válidos y pese a la
atmósfera teatral que rodeaba su figura, supo asentar consignas precisas,
rápidamente captadas por las masas y aptas para sostener el entusiasmo.
"Versalles significa debilidad caduca, decrepitud, embrutecimiento,
perfidia, mentira y crueldad que mira al mundo con los ojos
abiertos."            D'Annunzio colocaba a Italia a la cabeza de los
pueblos aplastados por el tratado de Versalles y reclamaba la cruzada
contra las naciones que usurpan las riquezas y las acumulan, contra los
pueblos bandidos.
Y así, por su prédica, el poeta fue un precursor del Duce.  Cuando
sus legionarios abandonaron el Fiume y D’Annunzio se retiró al glorioso
mausoleo de sus victorias, Mussolini anexionó sus cánticos, sus poéticas
consignas llenas de color y energía y el color de sus uniformes, famosos en
toda Italia.
D’Anunzio decepcionó en parte a sus admiradores.  Muchos
esperaban una marcha sobre Roma. Benito Mussolini escribía también
desde Milán a Gabriel: "Estamos organizando bandas de veintidós hombres
cada una con cierto tipo de uniformes y armas, esperamos sus órdenes".
Durante los años 19 y 20 la situación social italiana empeoró
peligrosamente.  La izquierda buscaba una organización revolucionaria
para lograr sus objetivos políticos y extender a Italia los beneficios del
régimen recientemente instalado en Rusia. Huelgas, levantamientos
obreros, tomas de fábricas fueron la inmediata consecuencia de esta

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decisión.  Se vivía en guerra civil y las reyertas entre grupos armados se
hicieron cotidianas.  Las agrupaciones nacionalistas cerraron filas y
todavía con el espíritu adquirido en su larga permanencia bajo las armas, se
organizaron las milicias paramilitares con un doble propósito: contrarrestar
la acción marxista y preparar la toma del gobierno.
Durante ese lapso, los "fascios" de acción revolucionaria no tenían en
sus manos el control de la situación, pero poco a poco y merced a la
tenacidad demostrada por el grupo Mussolini y al apoyo recibido de las
clases medias afectada por los desórdenes, comenzaron a prevalecer en la
tumultuosa vida política italiana.
El mundo de los hombres sensatos, dueños de las finanzas y el poder,
se vio obligado a optar por el dilema: socialismo marxista o nacionalismo
fascista. Se elegía la revolución social con su secuela de desórdenes y
saqueos o se aceptaba la tutela del hombre fuerte que ofrecía a Italia su
perfil de dictador y la seguridad de sus aguerridos seguidores.
La decisión no era tentadora y siguiendo las clásicas vacilaciones de
los gobiernos liberales, procuraron alargar la hora de la verdad con
maniobras dilatorias que nadie tuvo la debilidad de tomar en serio. Italia no
podía esperar, la decepción de los antiguos combatientes entraba en su
punto de ebullición.  La falta de fuentes de trabajo y la permanente
agitación roja forzó los acontecimientos y obligó a los elementos
conservadores del elenco gobernante a conceder a Mussolini y sus camisas
negras un cheque en blanco.
El Rey, Vittorio Emanuele III, apoyado por los militares nacionalistas
más avezados, dejó realizar la marcha sobre Roma y ofreció a Mussolini un
cargo de primer ministro y el poder de organizar su gabinete.  Con esta
resolución el Rey de Italia abría la etapa del fascismo e inauguraba una
nueva época en la historia multisecular de la Península.

La doctrina fascista

            - Influencia del espiritualismo de Hegel. No aparece la


idea de Dios para nada, sólo tiene que ver con las obras de la cultura y a
través de un proceso histórico
            - La vida del hombre logra su más alto nivel de
realización en el Estado. La nación reemplaza a la Iglesia. De allí su lucha
mística contra la anti-patria y la revalorización de las tradiciones, la lengua,
las costumbres, las normas de convivencia ancestrales. Un pueblo incapaz
de estimar el valor de estas realidades históricas, se condena a ser
fagocitado por otro más fuerte.
            - “Antiindividualista, la concepción fascista está por el
Estado; admite al individuo en tanto coincide con el Estado, conciencia y
voluntad del hombre en su existencia histórica”.
            - Su idea del Estado no responde al esquema liberal o
marxista: un aparato burocrático puesto sobre la sociedad para ordenar sus

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funciones comunitarias. El Estado Mussoliniano es la sociedad perfecta del
pensamiento clásico y también hegeliano. Estado y pueblo no son entidades
distintas sino la síntesis viviente de intereses diversos, pero históricamente
mancomunados en la voluntad de concurrir a la concordia política.
            - Desdeña el elemento cuantitativo de la democracia y
apela a un sentido cualitativo de la fecunda desigualdad social. La
desigualdad engendra privilegios, pero éstos suponen deberes y
obligaciones.
            -  Entra en el terreno de la acción política sin una
doctrina elaborada de antemano en el escritorio. Nace convocado por una
exigencia ineludible de obrar contra el caos. Por esa causa no se presenta
como un partido más a la convocatoria de acreedores abierta por la
democracia, sino precisamente como un movimiento contrario al régimen de
partidos. En estos primeros pasos existe sólo un esbozo de lo que será la
doctrina fascista. (¿oportunismo o realismo político?)
            - Destaca netamente su separación del ideal marxista,
cuyo fundamente exclusivamente económico repugna la base ética y
espiritual de su prédica. “EL fascismo niega el concepto materialista de la
felicidad y se lo abandona a los economistas del siglo XVIII; niega la
ecuación bienestar-felicidad, porque convierte a los hombres en animales
preocupados por una sola cosa: la de ser apacentados y engordados,
reducidos a la mera vida vegetativa.”
            - Rechaza el régimen democrático, teórica y
prácticamente, porque no cree en la superioridad del número. Afirma la
fecundidad de las desigualdades y la necesidad por parte de la educación
estatal de cultivarlas y desarrollarlas. “Se puede definir a los regímenes
democráticos como aquellos en los cuales se da de vez en cuando al pueblo
la ilusión de la soberanía, mientras el poder efectivo está en las manos de
las fuerzas irresponsables y secretas”. Por esto valoró la presencia del
monarca y rechazó la masonería. Sin embargo no rechaza totalmente la
democracia en tanto participación de todo el pueblo. Él mismo la designó
“democrazia organizzata, centralizzata, autoritaria”.
                        - Sus tres rechazos fundamentales: al socialismo, a
la democracia y al liberalismo, no colocan al fascismo en una escuela de
nostalgia revolucionaria ni lo hacen partidario del Antigua Régimen. El
fascismo se niega a ser el gendarme de los intereses feudales. Es un
movimiento cuya voluntad es dominar totalitariamente a la nación y esto “ é
un fatto nuovo nella storia” . El fascismo tiene su originalidad propia en su
concepto del Estado, de su esencia y  de su tarea específica: “para el
fascismo el Estado es un absoluto, delante del cual los individuos y los
grupos son relativos”. Sin embargo, el Estado no está al servicio de una
clase ni de ninguna asociación internacional de intereses, sino que es una
sociedad perfecta, organizada conforme a un orden de prelaciones
jerárquicas de acuerdo con la realización de nuestras auténticas
vocaciones.

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            - Admite que la religión es considerada como una de las
más profundas manifestaciones del espíritu. No sólo debe ser respetada,
sino también protegida y defendida, pero no deja de ser un fenómeno más.

Guerra y catástrofe final

Mussolini se había manifestado muchas veces como audaz partidario


de entrar en conflictos bélicos, pero el carácter de sus declaraciones tenía
el énfasis retórico de exhortaciones adobadas para un pueblo escasamente
dispuesto a la vida militar.  La unidad nacional italiana era muy reciente y
precaria la preparación de sus soldados.  Insistir en actitudes pacíficas no
hubiera sido buena política, convenía preparar los ánimos para lo peor y
luego hacer lo posible para evitar la catástrofe.
Mussolini fue fiel a este proyecto y si no pudo evitar la Segunda
Guerra Mundial no debe cargarse toda la culpa sobre sus hombros.  Hizo
todas las gestiones posibles ante Inglaterra y Alemania para lograr la
paz.  La famosa conferencia de Munich, realizada en setiembre de 1938,
fue obra suya.  Nölte, sin ser especialmente afecto a Mussolini reconoce
su feliz intervención en el resultado de este arreglo en alto nivel: "Los días
de Munich, -afirma- constituyen el punto culminante de la vida de
Mussolini.  Su intervención hizo posible la conferencia, era el único
participante que dominaba todos los idiomas en que se negociaba.  Por
primera vez en la historia nacional, Italia desempeñaba la función de
personalidad dirigente en un congreso europeo.  Cuando regresó a Italia le
saludaron millones y millones, no pocos con las rodillas hincadas en el
suelo, llenos de entusiasmo por el salvador de la paz y de Europa."
Pero la versión oficial de las naciones vencedoras quiere que toda la
culpa caiga sobre las naciones derrotadas para acreditar esa opinión, el
mismo autor reconoce a renglón seguido, la falsedad de este precario
triunfo.  Mussolini se había entregado a Hitler y el destino de Italia quedó
sellado por esta funesta adhesión.
Una verdad se impone: Mussolini no quiso la guerra pero se vio
envuelto en ella por muchas razones, entre otras, su alianza con Hitler.
La guerra fue el comienzo de su desventura política; a los primeros
síntomas de debilitamiento del Eje, la oposición a su Gobierno resurgió con
todo vigor. Se le quiso convertir en el único culpable y negociar por
separado una paz vergonzosa, pero no tonta, con las potencias aliadas.
La traición de Badoglio, el abandono del Rey y la prisión de Mussolini
son los acontecimientos principales del primer acto de la tragedia.  El
segundo está constituido por la liberación del Duce  por un comando
alemán y la formación de una pequeña república de Italia bajo obediencia
germánica.  Mussolini jugó sus últimas puestas con singular atonía. Había
perdido la fe y la confianza en su destino.
Mussolini murió trágicamente

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Raquel lo vio por última vez en Villa Feltrinelli la tarde del 18 de abril
de 1945 y recuerda con minuciosidad los últimos pasos de Benito, antes de
abandonar para siempre su casa.
Romano, el menor de los hijos, tocaba un vals en el piano y como
hiciera ademán de interrumpirlo para acampañar a su padre hasta el
automóvil Mussolini le pidió que continuara.  Nada había en su rostro que
denotara su inquietud, prometió volver dos días más tarde, pero una vez en
el automóvil, se quedó unos instantes inmóvil "contemplando largamente la
casa, el jardín, la ventana de su habitación y el lago azul y tranquilo".
Ocho días después, Raquel recibió su última carta: "Querida Raquel
-decía- estoy en la última fase de mi vida, en la última página de mi
libro.  Acaso no volvamos a vernos, por eso te escribo.  Te pido perdón
por todo el mal que sin querer te hice, pero tú sabes que has sido la única
mujer a quien de veras he querido: te lo juro delante de Dios y de nuestro
Bruno, en este momento supremo.  Nosotros debemos marchar hacia
Valtellina, pero tú, con los niños, procura alcanzar la frontera suiza.  Allí
viviréis otra vida.  No creo que os nieguen la entrada, porque les he
ayudado siempre en lo que he podido y sobre todo porque sois ajenos a la
política.  Si no fuera así deberíais presentaros a los aliados que,
probablemente, serán más generosos que los italianos.  Te recomiendo a
Ana y a Romano, en especial a Ana, que tanto necesita de ti.  Te beso y
abrazo, así como a los pequeños.  Tu Benito."
Acosado en su último reducto por las tropas aliadas, trató de alcanzar
la frontera disfrazado de soldado alemán.  Reconocido por sus enemigos
fue asesinado junto con los últimos hombres que le permanecieron fieles.
Raquel no fue recibida en Suiza; los Mussolini no habían tenido la
precaución de hacerse preceder por una buena suma de dinero para
depositar en los bancos y la democrática república de las finanzas cerró
púdicamente sus puertas a la mujer y a los hijos del Duce.
A fines de agosto de 1957 los restos de Mussolini, después de largas
peripecias, volvieron al poder de su mujer para ser enterrados en la tumba
de los suyos en Predappio.  Un entierro a hurtadillas, ante la sola presencia
de la viuda, los representantes del gobierno y el sepulturero de la aldea
natal que no ocultó sus lágrimas amistosas.  Las campanas de la Iglesia de
San Casiano, movidas por una mano amiga tocaron con voz fuerte y clara un
son cristalino. Raquel recordó que era la misma campana que la gente de
Predappio había ofrecido a Rosa Maltoni, la madre de Benito Mussolini, y se
sintió reconfortada.

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