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TEXTO 1

Página/12, 03 de enero de 2019


El poder del lenguaje
Por Leandro Bruni*

Hace aproximadamente 70.000 años tuvo lugar lo que los antropólogos denominan
“revolución cognitiva”: los homo sapiens transformaron la forma en la que pensaban y se
comunicaban entre sí, incorporando la abstracción y lo simbólico a su vida cotidiana. Así,
pudieron expresar aquello que quizás no tenía lugar en el mundo de la experiencia sensible
pero que sin duda, afectaba y modificaba el vínculo social: religión, mitos, peligros, teorías,
hipótesis, etc. A partir de entonces, y de la mano de las nuevas capacidades lingüísticas, no
solo pudimos pensar nuestro mundo, sino que lo modificamos como ninguna otra especie lo
había hecho antes de nosotros.
Hacia finales del mes de noviembre de 2018 la Real Academia Española (RAE) publicó
su Libro de estilo de la lengua española. En este ejemplar se pretende dar cuenta de nuevas
expresiones lingüísticas –sobre todo las referidas a los nuevos hábitos tecnológicos- con el fin
de actualizar su normativa y consenso. Como era de esperar, su difusión despertó diversos
cuestionamientos, sobre todo aquellos relacionados al denominado “lenguaje inclusivo”, es
decir, aquel que propicia incorporar variantes lingüísticas con perspectiva de género.
“El problema es confundir la gramática con el machismo”, señaló el director de la RAE,
Darío Villanueva, explicitando la interpretación que dicha intuición tiene sobre el lenguaje, y
subsumiendo el rol que este despliega en la vida cotidiana de sus usuarios. Lo cierto es que la
negación del lenguaje inclusivo por parte de instituciones consagradas como la RAE, no solo
genera una tensión con los más jóvenes, siendo estos quienes mayormente articulan sus
expresiones lingüísticas con la terminación “-e”, sino que también omite la intención de
revertir un sesgo de género presente en diversos idiomas, como el español. De tal modo se
conserva, entre otras cuestiones, el supuesto de que la masculinidad comprende la feminidad.
Tomando el clásico concepto de Jacques Derrida -no hay nada por fuera del texto-, podemos
decir que no hay nada por fuera del lenguaje, pero ¿qué (o a quiénes) estamos excluyendo hoy
de nuestro lenguaje? ¿Qué mundo entendemos y cimentamos a partir de este lenguaje?

La construcción del lenguaje: entre el pasado y el presente


El lenguaje es producto del pasado y progenitor del futuro. Así como lo heredamos,
tenemos la oportunidad de transformarlo para que otros lo reciban de nosotros. Esto pasó y
seguirá pasando. Aunque no nos percatamos de ello, el lenguaje está vivo, pero gran parte de
los recursos que utilizamos hoy al comunicarnos fueron erigidos por “otros”.
La tensión entre el pasado y el presente desveló a más de un pensador. Sobre todo, el
entender la influencia que las costumbres tienen en nuestra vida cotidiana. Emile Durkheim,
uno de los padres de la sociología moderna, desarrolló el concepto de “hecho social” para
explicar el objeto de estudio de la incipiente ciencia social. Al ver las tres características que
constituyen a los hechos sociales (exterioridad respecto al sujeto; coerción sobre él y sus
prácticas; y estar extendido en una sociedad determinada) se puede hacer hincapié en una de
ellas: todo lenguaje genera coerción.
¿Quiénes crean el lenguaje? No resulta extraña la preocupación de los pensadores
decimonónicos -y ciertamente los posteriores- por la influencia de las costumbres y el pasado
en las acciones. Ya que, si el lenguaje es algo heredado de nuestros antepasados, nuestras
acciones en el presente están condicionadas fuertemente por sus otroras voluntades.
En el lenguaje, como en cualquier hecho social, el pasado condiciona. En términos de
Marx “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de
los vivos”. En otras palabras, lo que hoy percibimos como normal, como dado, como natural,
es el producto de generaciones pasadas.
Si bien el español es considerado uno de los idiomas más complejos del mundo, su
género gramatical está expresado de forma binaria. Esta condición afecta el habla cotidiana
del 7,6% de la población mundial, es decir 577 millones de hispanoparlantes, de los cuales 480
millones son nativos y 22 países en donde el idioma es reconocido como lengua oficial.
Como señala la sociolingüista y catedrática de Filología en la Universidad de Alcalá,
Mercedes Bengoechea (“Hablar sin sexismo” en El Atlas de la revolución de las mujeres) es a
partir de los años 70 cuando las formas asimétricas de los distintos sistemas lingüísticos que
representan a las mujeres y a los hombres –enfatizando el androcentrismo, presente en la
mayoría de lenguas- comienzan a ser visibilizados por parte de los feminismos en auge.
Entre las diversas aristas que omiten la perspectiva de género en el lenguaje, el género
gramatical -la clasificación de los sustantivos en femenino o masculino- sobrevivió a pesar de
las asimetrías que sigue reproduciendo. El punto en conflicto resulta tan evidente como
arraigado a nuestra cultura: “Las lenguas que poseen esa propiedad se sirven del género
gramatical para codificar la distinción semántica entre los sexos, dividiendo a las personas
según su anatomía y situándolas en un orden bipolar jerárquico, en cuyo extremo superior
están representados los hombres y lo masculino, y en el extremo inferior lo femenino y las
mujeres, que aparecen subordinadas e invisibilizadas”, señala Bengoechea.
Sin embargo, el poder que ejerce el idioma está, sobre todo, en lo no evidente; en lo
no marcado del masculino: “los términos masculinos simbolizan a los varones y a la especie
entera, en tanto la concordancia de sustantivos masculinos y femeninos referidos a personas
debe realizarse en masculino” concluye Bengoechea.

Costumbres arraigadas: el poder imperceptible


Según los datos recopilados a través de una encuesta de 3.000 casos -realizada por la
egresada de la Facultad de Lenguas de la Universidad Nacional de Córdoba, Emilia Alegre, y
publicada en su blog medium.com/@m.emilia.alegre- el 55,2% de los encuestados da cuenta
de algún conocido suyo que utiliza la “e” para evitar el plural masculino. Sin embargo, al
preguntarles por la posibilidad de utilizar este recurso, el 75,8% del total rechaza hacerlo. Al
consultarles sobre qué siente cada uno cuando escuchan palabras como “todes”, “chiques” o
cualquier otra con lenguaje inclusivo, 6 de cada 10 encuestados señalan “me molesta”.
Si bien el sondeo pondera la opinión de los jóvenes -54,4% de los encuestados tiene
entre 21 y 30 años-, estas cifras resultan interesantes para visibilizar la resistencia que genera
una práctica cada vez más extendida. Si algo caracteriza a las costumbres es su rigidez al
momento de intentar de modificarlas, ya que no están hechas para ser flexibles sino para ser
longevas y reproducibles sin mayor reflexión. El lenguaje, como toda normalización de
nuestras conductas, no es neutral y responde a un entramado específico de poder.
Pero sin duda el primer paso para revertir una relación de poder es evidenciándola. Lo
que es, no tiene por qué ser así, y si en definitiva es de tal forma, es por ser el resultado de
ciertas relaciones de poder previas.
El desafío del lenguaje inclusivo: deconstruir las costumbres
La tercera ola del feminismo -iniciada en la década de 1980-, lejos de claudicar sus
históricos debates, incorporó y potenció nuevos. Entre ellos identificó como punto nodal el
poder simbólico que se ejerce a partir del idioma. Entendiendo esta problemática, la Academia
Sueca -Svenska Akademien- incorporó al pronombre masculino “han” (él) y el femenino “hon”
(ella), una nueva denominación sin género acuñado por el movimiento feminista local en la
década de 1960: “hen”.
Sin embargo, la epopeya que emprende el lenguaje inclusivo no consiste “sólo” en dar
cuenta de una opresión, sino en asumir la necesidad de nombrar algo con un sentido diferente
al que previamente alguien le dio. Esto, en definitiva, es reconocer que la gramática constituye
sentido y que, resignificando las palabras, se construyen nuevos marcos interpretativos con los
que entendemos la realidad (George Lakoff, No pienses en un elefante).

El lenguaje del poder


El gran aporte de Michel Foucault –si es que se puede solo tomar uno- es el de quitarle
la esencia –lo sustantivo- al poder (Historia de la sexualidad). Según el autor francés, el poder
no es, sino que se ejerce. La efectividad del poder está cuando normalizamos nuestras
prácticas cotidianas; cuando naturalizamos ciertas acciones, las aceptamos y reproducimos
estamos sometiéndonos a él y al mismo tiempo ejerciendo poder.
El lenguaje no es solo el recurso de la praxis humana por excelencia, ya que a través de
él logramos satisfacer nuestras necesidades materiales cotidianamente, vinculándonos con los
demás. Sino que además es nuestra herramienta más importante para comprender el conjunto
de elementos culturales que dan cuenta de nuestro mundo social y la posibilidad de
transformarlo.

*Politólogo y docente (UBA).

TEXTO 2
Alumnos, alumnas y ‘alumnes’
BEATRIZ SARLO
Babelia, El País, 12/10/ 2018

En Estados Unidos ya no se usa la palabra “negro” para identificar a los que hoy se
definen como black o african americans. Fue una batalla que no comenzó con disputas sobre
sustantivos, sino con una larga marcha desde Alabama. Primero esclavos, luego habitantes de
segunda categoría, lucharon por la igualdad jurídica, no simplemente por un lugar en el
diccionario. Quizás intuyeron que el lugar en el diccionario resulta de las luchas sociales,
culturales y económicas: comienza por un asiento en el transporte, una habitación en los
mismos hoteles y una mesa en los mismos bares. Durante décadas, la orquesta de Duke
Ellington supo que debía respetar las humillantes imposiciones del apartheid cuando llegaba la
hora de irse a dormir en una ciudad que visitaban de gira y tocaban para los blancos. Hoy, al
norte del Central Park neoyorquino, una espléndida avenida circular lleva el nombre de Duke
Ellington.
En mi país, la Argentina, la palabra “gaucho” atravesó un centenario proceso de
cambios semánticos. A mediados del siglo XIX todavía significaba vago y bárbaro; un gran
intelectual, que fue presidente, los aborrecía como la encarnación del atraso. Mucho después,
gaucho comenzó a designar lo que hoy designa: alguien dispuesto a ayudar, por buena
voluntad y sin interés. No intervino la Academia ni ninguna otra tribuna ideológica para
establecer el nuevo significado. Habían llegado los inmigrantes pobres de Europa y, frente a
esa gente que traía otras costumbres y defendía sus derechos con ideas tan extemporáneas
como las del anarquismo, el gaucho se convirtió en un mito nacional. Los inmigrantes eran
despreciados como tanos que no hablaban español y gallegos brutos.
Sorprende la confianza con que hoy se quiere implantar el uso conjunto de masculino y
femenino, como si esa transformación lingüística garantizara una igualdad de género. Cuando
esa igualdad se exprese enteramente, ya estará afincada en los diccionarios. Pero lo que más
sorprende es la curiosa solución de utilizar la letra e final para indicar conjuntamente al
masculino y el femenino. Estudiantes de la élite social y cultural, que asisten a los dos
prestigiosos colegios universitarios de Buenos Aires, hoy dicen: les alumnes, les amigues, como
si la e final otorgara la representación del masculino y el femenino, a contrapelo del español.
La historia de las lenguas enseña (a quien la conozca un poco) que los cambios en el habla y en
la escritura no se imponen desde las academias ni desde la dirección de un movimiento social,
no importa cuán justas sean sus reivindicaciones.
Como sea, las élites son optimistas sobre aquello que pueden hacer incluso en materia
tan resistente como el uso de la lengua. Daré un ejemplo. En la primera mitad del siglo XX la
escuela primaria argentina impuso el uso del tú en lugar del vos. Las maestras, que usaban un
impecable voseo durante la mayor parte del día, entraban al aula y empezaban a dirigirse a sus
alumnos de tú. Esa escuela primaria tuvo una potencia excepcional en las tareas de
alfabetización. Pero no pudo lograr que los chicos, que tan bien aprendían a leer y escribir, se
trataran de tú. El voseo rioplatense (que, como enseña la historia de la lengua, es un rasgo
arcaico del castellano) no se sometió a las instrucciones de una institución escolar que, en casi
todos los demás aspectos, fue de una eficacia que hoy añoramos. Finalmente, las autoridades
educativas abandonaron sus caprichos reglamentaristas sobre el uso del tú, y maestros y niños
viven en paz con el voseo.
Con la duplicación del sustantivo en masculino y femenino se va en contra de una
convención lingüística que tiene siglos. Seguramente por un machismo de origen, que los
historiadores deberán probar, en español el masculino cubre la representación de ambos
géneros. Lo mismo sucede con el pronombre de tercera persona en inglés: they. Pero no
sucede esto con el mismo pronombre en francés, que usa ils y elles. Los idiomas no son
uniformes en estas opciones, ya que el inglés que usa el mismo pronombre para la tercera
persona del plural usa distintos pronombres (he y she) para la tercera persona del singular.
Los cambios en una lengua son más difíciles de implantar que los cambios políticos. La
razón es evidente, si atendemos a que la lengua no es un instrumento exterior que se adopta a
voluntad (como se adopta una ideología, incluso una perspectiva moral), sino que nos
constituye. Para cambiarla hay dos caminos: imponer que padres y madres hablen a sus hijos
desde el nacimiento con los sustantivos en femenino y masculino, lo cual es una utopía
atractiva pero autoritaria. O esperar que la victoria en las luchas por la igualdad de género
resulte, como en los ejemplos de black o gaucho, en cambios de larga duración.
La militancia puede favorecer esos cambios, pero no puede imponerlos. Si pudiera
imponerlos, quienes defendemos la igualdad más completa entre hombres y mujeres ya
estaríamos hablando con “doble” sustantivo desde el momento en que apoyamos un
movimiento que es universal e indetenible, pero no omnipotente como un dios o una diosa.

TEXTO 3
La representación de lo femenino y de lo masculino en la lengua.
Carmen Alario, Mercedes Bengoechea, Eulalia Llendó y Ana Vargas. Madrid. Instituto de la
Mujer. 1995.*

Introducción
La lengua es un cuerpo vivo en evolución constante, siempre en tránsito; una lengua
que no se modifica sólo la podemos encontrar entre las lenguas muertas; un ejemplo perfecto
podría ser el latín, lengua muerta por definición, imposibilitada e incapaz, por tanto, para la
evolución y el cambio. Si la lengua no estuviera, pues, sujeta en todo momento a
transformaciones constantes, en lugar de hablar castellano hablaríamos latín.
Si tuviéramos que escoger una cualidad, un atributo, para definir a todas las lenguas
vivas, a las lenguas en permanente tránsito, diríamos que todas ellas tienen un carácter
evolutivo perpetuo, evolución que si se interrumpe significa su fin. La capacidad de renovación
continua de la lengua, del sistema de comunicación humano, se ha de ver como una marca
inherente de la potencia de la lengua y no una debilidad. El cambio está inscrito en la
naturaleza misma del lenguaje: una lengua que no evoluciona acaba por perecer. Preguntarse
si el cambio es bueno, si es deseable o, por el contrario, condenable, no tiene sentido.
La lengua cambia, cambia la propia realidad y también la valoración misma o las
formas de considerarla o de nombrarla. Cada vez que se introducen nuevos elementos en la
sociedad se introducen palabras nuevas para explicarlos. Es ya un tópico hablar de las palabras
que con toda "naturalidad" han introducido los ordenadores en nuestras vidas, de la necesidad
y novedad de una palabra como "sida", que se instituye para denominar una nueva
enfermedad, o, por poner otro ejemplo, de la necesidad de una palabra como "ministra" desde
el momento en el que la mujer ha accedido a este cargo.
Además hay otro tipo de cambios que se dan en la realidad y en la sociedad: la
conciencia cada vez más pujante de que la existencia de las mujeres debe ser nombrada con el
reconocimiento y la valoración de su papel en la vida privada y en la vida pública. Todo ello
tiene lógicas repercusiones en su presencia y protagonismo en la lengua.
No es raro, pues, que palabras como "hombre" resulten cada vez más pequeñas y más
injustas para denominar al género humano, que la palabra "vecinos" sea insuficiente y poco
representativa de las vecinas que también viven en sus barrios, que la palabra "ciudadanos"
sea inadecuada para representar y nombrar a las ciudadanas. Por eso, vemos cómo a medida
que las mujeres se incorporan a cargos, oficios, profesiones y titulaciones que antes tenían
vetadas, la lengua utiliza los propios recursos que posee o, como es necesario, "inventa" o
innova soluciones perfectamente adecuadas.
Son necesarios, pues, cambios en el lenguaje para nombrar a las mujeres; y, por lo
tanto, debemos realizarlos: los prejuicios, la inercia, o el peso de las reglas gramaticales, que
por otra parte, siempre han sido susceptibles de cambio, no pueden ni deben impedirlo. En la
lengua castellana existen términos y múltiples recursos para nombrar a hombres y mujeres. La
lengua tiene la suficiente riqueza para que esto pueda hacerse adecuadamente.

Sobre el género gramatical y el sexo de las personas


El uso del femenino y el masculino
La falta de representación simbólica de las mujeres en la lengua, podemos observarla
en múltiples ocasiones en las que el uso del lenguaje las hace invisibles.
Uno de los tópicos más extendidos, que es preciso desvelar cuando se habla de las
formas de ocultar o subordinar a las mujeres es la confusión, unas veces deliberada y otras
involuntaria, que se produce entre género gramatical y sexo de las personas.
Es evidente que cuando la lengua designa cosas tiene un género gramatical femenino y
masculino que nada tiene que ver con el sexo de las personas: la palabra "tierra" es femenina,
la palabra "mundo " es masculina y aun la palabra "mar" masculina y femenina, pero esta no es
una cuestión a tratar aquí.
Sin embargo, vemos que en las palabras que normalmente denominan a mujeres o a
hombres, el género gramatical y el sexo de la persona a quien se nombra coinciden.
Fácilmente podemos comprobar que en los pares de palabras siguientes:
"profesora/profesor", "ciudadanas/ciudadanos", "niñas/niños" o "campesinas/ campesinos",
coincide el género gramatical femenino con el sexo de las mujeres a quienes denominan, y el
género gramatical masculino coincide a su vez con el sexo de quienes representan. Teniendo
en cuenta esta relación, se observa que la utilización del masculino, ya sea en singular para
referirse a una mujer, o en plural para denominar a un grupo de mujeres o a un grupo mixto,
es sin lugar a dudas un hábito que, en el mejor de los casos, esconde o invisibiliza a las mujeres
y, en el peor, las excluye del proceso de representación simbólica que pone en funcionamiento
la lengua.
Sabemos también que existen palabras, ya sean femeninas ya sean masculinas, que
son realmente genéricas, es decir, que incluyen los dos sexos. Palabras o expresiones de
género masculino como, por ejemplo, "pueblo vasco", "vecindario", "ser humano", o
"personaje" incluyen sin ningún tipo de duda a mujeres y a hombres por igual; del mismo
modo que palabras del género femenino como pueden ser "persona", "víctima" o "gente" no
ocultan ni subordinan en absoluto a los hombres.
Por tanto, observamos que la lengua castellana tiene términos, ya sean masculinos ya
sean femeninos, que realmente incluyen a mujeres y hombres sin prejuicio ni omisión de unas
y otros. Es decir, representan simbólicamente al conjunto de hombres y mujeres.
En cambio, la utilización del masculino para referirse a los dos sexos no consigue
representarlos. Este uso, como constatamos continuamente, produce ambigüedades y
confusiones en los mensajes y oculta o excluye a las mujeres. Se basa en un pensamiento
androcéntrico que considera a los hombres como sujetos de referencia y a las mujeres seres
dependientes o que viven en función de ellos.
No es una repetición nombrar en masculino y femenino cuando se representa a grupos
mixtos. No duplicamos el lenguaje por el hecho de decir "niños y niñas", "padres y madres",
puesto que duplicar es hacer una copia igual a la otra y este no es el caso. Decir "ciudadano y
ciudadana", no es una repetición. Como no es repetir decir "amarillo, negro, azul, verde".
Cuando decimos los colores nos estamos refiriendo a todos ellos, de la misma manera que
cuando decimos "la ciudadanía" estamos nombrando al conjunto de los hombres y mujeres.
Una palabra no puede significar un algo o un todo que es diferente de lo que nombra,
y mujeres y hombres son diferentes. El conjunto de unas y otros son las personas, pero la
palabra "hombre" no representa a la mujer y se hace, por tanto, necesario nombrarla. Lo
mismo ocurre con el rojo y el azul: ambos son colores, pero son diferentes, no significa
opuestos ni complementarios. Es la innegable existencia de la diferencia sexual, la que reclama
utilizar el femenino y el masculino, o términos que verdaderamente representen a mujeres y
hombres, tanto si hablamos de seres como pueblos, categorías, grupos o experiencias
humanas.
La diferencia sexual está dada ya en el mundo, no es el lenguaje quien la crea. Lo que
debe hacer el lenguaje es, simplemente, nombrarla, puesto que existe.
Si tenemos en cuenta que hombres y mujeres tenemos el mismo derecho a ser y a
existir, el hecho de no nombrar esta diferencia, es no respetar uno de los derechos
fundamentales: el de la existencia y la representación de esa existencia en la lengua.

* Las autoras son integrantes de NOMBRA (Comisión Asesora sobre el Lenguaje del Instituto de
la Mujer), Subdirección general de estudios y documentación. Madrid.

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