AUTOINMUNES MAL COMPRENDIDAS Y PEOR TRATADAS
¿El cuerpo se ataca a sí mismo?
El saber “oficial” nos dice que el sistema inmunitario es una
red de células, tejidos y órganos con los que nos ha dotado
la evolución y cuya función principal es defendernos contra
los virus, bacterias y otros agentes indeseables. El sistema
inmunitario es capaz, como norma general, de distinguir
entre lo que pertenece al cuerpo y lo que intenta penetrar
(como sería, por ejemplo, el virus de la gripe). Para ello,
según el paradigma dominante, cada célula del cuerpo
presenta en su superficie las mismas proteínas características
de cada persona. El sistema inmunitario las reconoce y las
deja en paz.
Este sistema de identificación de cada persona se
denomina “complejo mayor de histocompatibilidad” (CMH).
La histocompatibilidad es el término que expresa la
compatibilidad entre diferentes tejidos y las células que lo
componen. Fue descubierto en 1958 por el profesor Jean
Dausset, Premio Nobel de Medicina en 1980.
Cualquier sustancia capaz de desencadenar una
respuesta del sistema inmunitario se denomina antígeno. El
virus de la gripe (pero también la salmonela, una bacteria
que contamina los alimentos), o incluso determinadas
proteínas o fracciones de proteínas (el gluten del trigo en la
celiaquía) son antígenos. El epítopo es la porción de una
macromolécula que se constituye en el determinante
antigénico que es reconocido por el sistema inmunitario al
que se unen los anticuerpos que desencadenarán la reacción
antígeno-anticuerpo.
Las células del sistema inmunitario, al igual que todas las
células de la sangre, proceden de los precursores presentes
en la médula ósea. Las células madre linfoides dan lugar a
glóbulos blancos de pequeño tamaño denominados
linfocitos. Los linfocitos intervienen en una etapa más
avanzada de una infección. Perpetran ataques más
específicos, una vez que los macrófagos les presentan
fragmentos de antígenos recuperados en los invasores. Los
linfocitos B se transforman en células del plasma que
producen anticuerpos. Los linfocitos T coordinan la
respuesta inmunitaria global y eliminan los virus infiltrados
en las células infectadas.
Los linfocitos B segregan entonces sustancias solubles
conocidas con el nombre de anticuerpos. Patrullan
alrededor de los ganglios linfáticos a la espera de que un
macrófago venga a presentarles un antígeno o a que llegue
un invasor. Cuando el anticuerpo de una célula B se
corresponde con un antígeno, tiene lugar una
transformación. El antígeno se asocia con el receptor de los
anticuerpos, el linfocito B lo fagocita y con ayuda de un
linfocito T auxiliar (denominado también linfocito T
cooperador, del inglés “helper-T”) se transforma en una
especie de fotocopiadora que va a fabricar en el plasma
copias idénticas de anticuerpos específicos a un ritmo
apabullante: hasta 10 millones por hora.
Cuando los linfocitos T y B se activan, una parte de ellos
guarda el recuerdo del atacante. Si vuelve a aparecer, el
sistema inmunitario estará preparado para destruirlo. Esta
inmunidad se adquiere mediante una primera infección (o de
forma artificial a través de una vacuna que contiene virus
atenuados o fragmentos del microbio). Los linfocitos B y los
linfocitos T están entonces programados para reconocer
antígenos. Se calcula que en su “repertorio” tienen 1015 (mil
billones) de receptores. Con una “biblioteca” de estas
dimensiones sucede que los receptores reconocen antígenos
idénticos a moléculas del organismo.
Para evitar que estas moléculas se conviertan en blanco
del sistema inmunitario (lo que llamamos autoinmunidad),
el cuerpo cuenta con salvaguardias que permiten eliminar las
células reactivas y los auto anticuerpos. Por lo general, este
sistema de regulación funciona bien. Aunque no al 100%,
puesto que todo el mundo tiene una determinada forma de
autoinmunidad poco perceptible que parece necesaria para
que el sistema inmunitario funcione bien, algo así como un
entrenamiento diario.
Sin embargo, hay ocasiones en las que el sistema falla:
así reza la teoría. En ese momento aparecen enfermedades
autoinmunes, con la proliferación de linfocitos B o T
autoagresivos que atacarán directamente a los tejidos u
órganos del cuerpo:
ALGUNAS ENFERMEDADES AUTOINMUNES
Alopecia aerata El sistema inmunitario ataca los folículos pilosos
(que originan el pelo), y produce calvicie irregular
en el cuero cabelludo. No es una amenaza para la
salud, pero afecta a la apariencia externa.
Anemia hemolítica El sistema inmunitario destruye los glóbulos rojos.
Artritis El sistema inmunitario ataca las articulaciones.
reumatoide
Celiaquía Enfermedad de origen intestinal provocada por
una intolerancia al gluten (un conjunto de
proteínas que encontramos en el trigo, la cebada,
el centeno…).
Síndrome Enfermedad que afecta al interior de los vasos,
antifosfolípidos ocasionando la aparición de coágulos.
Hepatitis Destrucción de las células del hígado que puede
autoinmune conllevar cicatrices y esclerosis y, en algunos
casos, una insuficiencia hepática.
Diabetes tipo 1 Enfermedad autoinmune que destruye las células
beta del páncreas encargadas de la producción de
insulina para metabolizar la glucosa.
Enfermedad de Enfermedad que lleva a la tiroides a fabricar un
Graves-Basedow exceso de hormonas tiroideas T3 y T4.
Enfermedades Inflamación crónica del tubo digestivo. Crohn,
inflamatorias colitis ulcerativa, etc…
del intestino
Esclerodermia Enfermedad que implica el crecimiento anormal
del tejido conjuntivo en la piel y los vasos
sanguíneos.
Esclerosis múltiple Ataque del sistema inmunitario a la capa de
mielina que envuelve a los nervios.
Psoriasis Acumulación de células en la superficie de la piel.
No todos los médicos consideran la psoriasis
como una enfermedad de origen autoinmune.
Síndrome de Los nervios son dañados por el sistema
Guillain-Barré inmunitario.
Síndrome de Enfermedad en la que el sistema inmunitario se
Sjögren dirige contra las glándulas salivales y lacrimales.
Síndrome El sistema inmunitario destruye las plaquetas
purpúrico (necesarias para la coagulación).
Tiroiditis de Es una enfermedad que destruye la glándula
Hashimoto tiroides provocada por anticuerpos autoinmunes.
También se dice que las enfermedades autoinmunes
tienen un componente genético. En concreto, los genes
del sistema CMH desempeñarían un papel clave y explicarían
el hecho de que determinadas enfermedades tengan un
carácter familiar. Pero además de los genes, hay virus,
agentes tóxicos, medicamentos y, por supuesto,
alimentos capaces de imitar a los antígenos característicos
de cada persona y de activar la respuesta inmunitaria. El
mérito del doctor Jean Seignalet, inmunólogo francés
fallecido en 2003, fue identificar los alimentos de riesgo,
aquellos que debemos excluir de nuestra dieta si queremos
“silenciar estas enfermedades”.
Pero mientras Seignalet aplicaba exitosamente su
protocolo alimentario, sustentado en el visionario concepto
de la mucosa intestinal demasiado permeable, los
alimentos antígenos y una nutrida casuística resolutoria,
sus contemporáneos no lo tomaban en cuenta pese a la
preclara publicación “La Alimentación, la tercera medicina”. Y
tras su fallecimiento, la comunidad científica comenzó a
tomar consciencia de otra pieza del rompecabezas: el
mundo bacteriano y el microbioma intestinal. Los
científicos comenzaron a cuantificar el microbioma y
descubrieron que estamos habitados por al menos
4x1013 bacterias. Y ahora continúan apareciendo
eslabones perdidos: se descubre que las bacterias no son los
microbios más abundantes del cuerpo; se estima que dentro
nuestro existen unos diez virus por cada bacteria, una
comunidad conocida como el viroma humano.
O sea que al marco teórico de antígenos y linfocitos, hay
que agregar los agentes tóxicos, los fármacos, los
alimentos, la mucosa intestinal muy permeable, las
bacterias con sus disbiosis, los parásitos con sus
toxinas, los virus con sus efectos y la omnipresente
inflamación crónica. Esto último es la consecuencia de las
agresiones que le generamos al cuerpo, frente a la cual el
cuerpo actúa con sus mecanismos primarios: fiebre,
diarrea, vómitos, eccemas, alergias, ganglios activados
(amígdalas), empachos, afecciones de vías respiratorias... y
la bendita inflamación que nos ocupara en otro texto.
Como todo se reprime sintomáticamente, el cuerpo sostiene
la inflamación crónica de bajo grado y desarrolla nuevas
estrategias de supervivencia, que se diagnostican como
autoinmunes.
Tratamiento de las enfermedades autoinmunes
Ante una enfermedad autoinmune, muchos médicos no
tienen en cuenta ninguna consideración dietética, ya sea por
falta de información o bien porque no creen en ello. Por
encima de todo buscan frenar la actividad del sistema
inmunitario con medicamentos y los profesionales tienen
bien marcado el camino a seguir. La primera línea es
inhibir la respuesta inmunológica y para ello utilizarán
esteroides (prednisona) y aines (ibuprofeno). La segunda
línea es interferir la replicación y con ese fin echarán
mano a ácido micofenólico, metotrexato, azatioprina,
etanercept, hidroxicloroquina... Y la tercera línea es
interferir la comunicación y para eso contarán con
recursos como adalimumab, anakinra... Pero como el
paciente se lamentará de dolores, deberán anestesiar,
recurriendo a la desconexión del sistema nervioso mediante
la potente y trágica pregabalina, tan usada en fibromialgia,
epilepsia, dolor neuropático, ansiedad generalizada y con
tantos efectos secundarios además de la somnolencia…
En ocasiones, estos tratamientos tienen efectos graves
(infecciones); por eso quedan reservados para las
enfermedades autoinmunes más severas. Existen otros
tratamientos muy específicos para determinadas
enfermedades, como las inmunoglobulinas intravenosas
polivalentes y los anticuerpos monoclonales.
Pero se puede decir que los médicos que no se apoyan
en la alimentación, en la depuración y en la regeneración de
la microbiota, no cuentan con demasiadas opciones
eficaces y fiables para mejorar la vida de los enfermos o
frenar la autoinmunidad. Así que a menudo son los propios
enfermos quienes deben tomar las riendas, informarse y
formarse.
La dieta Seignalet, sin gluten ni lácteos
El inmunólogo Jean Seignalet abrió camino creando el
tratamiento dietético de la autoinmunidad que lleva su
nombre. Básicamente consiste en:
• Suprimir el gluten (conjunto de proteínas del trigo, la
cebada, el centeno y, en menor medida, la avena y el maíz).
• Suprimir los lácteos.
• Consumir grasas equilibradas desde el punto de vista de
los ácidos grasos omega-3 y omega-6.
• Dar prioridad a los alimentos crudos y a las cocciones
suaves (baño maría, cocina al vapor…).
• Tomar suplementos alimenticios de vitaminas, minerales
y probióticos.
La enfermedad celíaca (o celiaquía) puso al doctor
Seignalet tras la pista del gluten. En esta enfermedad
autoinmune, el gluten es el causante de las lesiones que
dañan las paredes del intestino delgado. El paciente produce
unos anticuerpos que se dirigen contra la cadena de
proteínas que constituyen el gluten o contra una parte de
ella, en particular la gliadina. Estos anticuerpos provocan una
reacción inflamatoria que hace que las vellosidades
intestinales se contraigan. Por falta de espacio, las células
especializadas del intestino, los enterocitos, no se renuevan.
Los nutrientes ya no se asimilan de forma adecuada y
desaparecen en las heces, tanto más cuanto que la
enfermedad se acompaña de diarrea.
El gluten es un conjunto de proteínas contenidas en el
grano de los cereales que pertenecen a la familia de las
gliadinas y glutelinas. Las glutelinas forman una red de fibras
que encierran a las gliadinas. Encontramos gluten en
grandes cantidades en el trigo, la espelta (también llamada
escanda), el kamut (o trigo korashan), el centeno y la
cebada. También está presente en la avena y el maíz. En
cambio, el arroz contiene poco.
Seignalet, que buscaba la mejoría de todos los pacientes
con enfermedades autoinmunes, y no solamente de los
celíacos, tuvo una brillante intuición: la idea de que todo
empieza en el intestino delgado. Cuando el intestino
delgado ya no desempeña su función de asimilación
selectiva, se convierte en un “colador” que permite que se
escapen fragmentos de proteínas en la circulación sanguínea
que van a activar la respuesta inmunitaria y la
autoinmunidad.
Esta permeabilidad intestinal anormal, de la que
Seignalet sospechó hace unas cuantas décadas, es
reconocida hoy en día por los estudios más recientes. Se
encuentra en la mayoría de las enfermedades autoinmunes,
empezando por la diabetes 1, la esclerosis múltiple, la artritis
reumatoide, las enfermedades inflamatorias del intestino
(Crohn, colitis ulcerosa) o la espondilitis anquilosante.
También se ha detectado en casos de asma.
Un estudio en pacientes celíacos demostró luego la
presencia de anticuerpos gluten dependientes, relacionados
con diabetes y tiroidismo. El mismo estudio demostró que
estos anticuerpos tienden a desaparecer cuando se lleva una
dieta libre de gluten.
En todas estas patologías, el aumento de la
permeabilidad del intestino favorece la penetración de los
antígenos, lo que desencadena una respuesta inmunitaria
que daña órganos y tejidos. Y tenemos la prueba
experimental (en los animales) de que, al disminuir la
permeabilidad intestinal, la incidencia de enfermedades
autoinmunes disminuye. Esto ya se ha demostrado en un
modelo de diabetes tipo 1, similar al humano.
Medicamentos, estrés y ejercicio
Antes de hablar de alimentación, hay que saber que la
permeabilidad intestinal empeora por el estrés de cualquier
tipo, ya sea provocado por medicamentos, estrés psicológico
o fisiológico.
Hay que tener especial cuidado con una familia de
medicamentos: los antiinflamatorios no esteroideos. Por
desgracia, es muy probable que nos los encontremos en las
recetas para los pacientes que sufren enfermedades
autoinmunes como la espondilitis o la artritis reumatoide, ya
que suponen un alivio para el enfermo. Los más conocidos
son la aspirina, el diclofenac, el ibuprofeno y el ketoprofeno.
Todos ellos incrementan la permeabilidad del intestino.
El estrés psicológico también es un factor de
permeabilidad intestinal. Esto se ha demostrado en una serie
de experimentos con animales. El estrés fisiológico, en la
medida en que está provocado por el ejercicio intenso y
prolongado, conlleva una disfunción de la barrera intestinal.
Es el caso de los corredores de maratones y triatletas.
Incluso sesiones de ejercicio más cortas, pero intensas,
tienen efectos negativos. En un estudio, los voluntarios que
corrieron durante 60 minutos a un ritmo constante tenían
una mayor permeabilidad intestinal.
La permeabilidad intestinal aumenta con la edad.
Podemos aceptarla con una buena dosis de resignación o,
por el contrario, podemos considerarla una motivación para
reaccionar. ¿Por qué? Simplemente porque si uno sufre una
enfermedad autoinmune, por ejemplo tiroiditis, ¿debe
aceptar la idea de que tiene muchas probabilidades de
desarrollar otras formas de autoinmunidad que acabarán
envenenándole la vida, algo de lo que no hay necesidad?
¿Cómo decir basta?
Gluten, proteínas lácteas y permeabilidad del
intestino
Unos estudios recientes han demostrado que la gliadina
del gluten favorece la permeabilidad del intestino. Además,
induce la producción de mediadores de la inflamación,
llamados citoquinas. La gliadina ha sido cuestionada
recientemente en los casos de diabetes tipo 1 e incluso en
las enfermedades autoinmunes de la tiroides, como la
tiroiditis de Hashimoto.
Esta es la razón por la que la dieta Seignalet recomienda
excluir el gluten. También recomienda eliminar los productos
lácteos (todos, no sólo los de leche de vaca). Las pruebas
llevadas a cabo demuestran que la caseína de los lácteos (la
principal proteína de la leche) franquea fácilmente la barrera
selectiva que constituye el intestino, pudiendo provocar a
continuación reacciones de autoinmunidad. Los niveles de
anticuerpos dirigidos contra la caseína son más altos en la
diabetes tipo 1, pero también en las enfermedades
inflamatorias del intestino, la celiaquía e incluso el eccema.
La otra proteína láctea, el suero lácteo, es también
responsable de los autoanticuerpos, muy abundantes en la
diabetes tipo 1. Y eso no es todo: la leche de vaca
contiene asimismo insulina (bovina), de estructura muy
similar a la insulina humana, de la que se diferencia
únicamente por tres aminoácidos. En la diabetes tipo 1, este
parecido podría encontrarse en el origen de una reacción
inmunitaria cruzada: el organismo reconocería en un primer
momento la insulina bovina como antigénica y trataría
entonces de destruirla. Después, el sistema inmunitario
acabaría confundiendo la insulina bovina humana y la
insulina humana, atacando a sus propias células y
provocando más tarde la diabetes.
Se sospecha que los lácteos, junto con otros factores
genéticos y ambientales, están relacionados con otra
enfermedad autoinmune: la esclerosis múltiple (EM). Los
países más afectados por la EM son, como ocurre con la
diabetes tipo 1, los grandes consumidores de lácteos. Desde
finales de la Segunda Guerra Mundial, la hipótesis de que la
EM tenía un origen alimentario fue contemplada por Roy
Swank, un neurólogo destinado primero en Noruega y por
último en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Oregón, en donde dirigió el servicio de Neurología.
Swank se interesó por los factores alimenticios de la EM
cuando descubrió que la enfermedad estaba más extendida
en los países del norte. Formuló la hipótesis de que estaba
asociada con el consumo de alimentos de origen animal, en
especial los lácteos. Swank demostró, entre otras cosas, que
las regiones interiores de Noruega, en donde se toman
muchos lácteos, se ven más afectadas por la EM que las
zonas costeras, en donde se consume pescado.
Roy Swank estudió durante 34 años a 144 pacientes
enfermos de EM a los que se les animaba a adoptar una
dieta pobre en grasas saturadas, carnes y lácteos. En 1990,
publicó sus resultados en la revista The Lancet, llegando a la
conclusión de que “cerca del 95% de los pacientes que
adoptaron esta dieta en las primeras etapas de la
enfermedad se vieron afectados sólo de forma leve durante
unos 30 años.”
Estos primeros trabajos de Swank fueron confirmados
más tarde por muchos otros estudios, y la leche de vaca
acabó siendo rotundamente cuestionada en 1976. Como en
el caso de la diabetes tipo 1, unas proteínas de la leche o
fragmentos de proteínas que habían pasado a la sangre
desde los intestinos habrían desencadenado una reacción del
sistema inmunitario. Como estas proteínas se parecerían a
las proteínas de la mielina (la capa de las fibras nerviosas),
los anticuerpos habrían empezado a destruirlas.
En 2001, Michael Dosch, un investigador del Hospital
infantil de Toronto, descubrió que los pacientes diabéticos
(tipo 1) tienen unas reacciones de autoinmunidad idénticas a
las que encontramos en los enfermos de esclerosis múltiple.
En este estudio, los linfocitos T de los diabéticos (glóbulos
blancos del sistema inmunitario especializados en la
destrucción de las células extrañas) atacaban a las proteínas
de la mielina en el sistema nervioso, y los linfocitos T de los
pacientes con EM la emprendían con las proteínas del
páncreas. “Nos sorprendió descubrir que, en un tubo de
ensayo, es imposible distinguir las dos enfermedades”, dijo
Michael Dosch. Adicionalmente, su equipo demostró que las
personas con EM reaccionan de manera anormal a la leche
de vaca.
Las experiencias de Jean Seignalet y de Jean-Marie
Magnien estimulan a que los pacientes con EM prueben a
seguir una dieta sin lácteos ni gluten. Seignalet informó
sobre el caso de 42 pacientes que habían seguido
escrupulosamente su dieta sin leche ni gluten. En uno de los
casos no funcionó, pero se observaron 8 estabilizaciones
seguidas de una lenta evolución, 20 claras mejorías y 13
remisiones completas.
¿Y las lectinas?
Eliminar el gluten y los lácteos no siempre es suficiente
para restablecer la normal permeabilidad del intestino. Otros
compuestos aparentemente insignificantes pueden plantear
problemas. Las lectinas son una familia de proteínas que
tienen la capacidad de asociarse a los azúcares. Se
encuentran en una gran cantidad de plantas, sobre todo en
semillas y tubérculos, pero también en la lechuga o los
espárragos, aunque concretamente son los cereales, las
legumbres, las papas, los tomates, las berenjenas y los
pimientos los que plantearían más problemas.
Estas lectinas resisten de forma parcial al calor y a la
digestión, si bien a menudo llegan intactas al intestino. En
ese caso, al igual que el gluten, en función de las personas y
las circunstancias, pueden aumentar la permeabilidad
intestinal y estimular la producción de citoquinas
inflamatorias, y después, una vez en el organismo, de auto
anticuerpos. De este modo, hay estudios que han asociado
las lectinas con la artritis reumatoide y la diabetes tipo 2.
No todas las lectinas son problemáticas. Por ejemplo, las
lectinas de los porotos mung, de la quínoa, de las batatas y
de las zanahorias, no afectan a nuestras células. Pero la
alimentación “moderna” aporta una gran cantidad de
lectinas. En la dieta Seignalet ya aparecen menos, puesto
que se elimina una gran parte de los cereales, y en una dieta
fisiológica todavía menos, ya que se excluyen todos los
cereales y las legumbres.
Pero si todo el mundo consume lectinas, entonces ¿por
qué no todos tenemos una enfermedad autoinmune, una
artritis reumatoide o una diabetes tipo 1? Los investigadores
creen que es consecuencia de susceptibilidades genéticas,
pero también porque no todos tenemos los mismos residuos
glucídicos en la parte externa de nuestras células, ya sean
células del intestino, de la sangre o de algunos órganos.
De una persona a otra, las lectinas se fijan con mayor o
menor facilidad a estas porciones de glúcidos celulares,
favoreciendo o no, reacciones inflamatorias y de
autoinmunidad. Sin contar que hay otros hechos que entran
en juego. Así, las porciones glucídicas suelen están
protegidas por una sustancia llamada ácido siálico, pero éste
puede ser atacado por los virus y estreptococos, lo que
podría explicar por qué con frecuencia se producen
enfermedades autoinmunes después de una infección.
¿Y las saponinas?
Las saponinas son alcaloides sintetizados por las plantas.
Al igual que las lectinas, tienen la capacidad de aumentar la
permeabilidad intestinal y provocar inflamaciones, en
particular las de las berenjenas, pimientos, tomates y, sobre
todo, papas. También se encuentran en el ajo, los
espárragos, las espinacas y las legumbres, aunque en estas
serían menos problemáticas. La dificultad reside en que las
saponinas pueden resultar útiles (como en el caso del
ginseng y el regaliz) al ser bactericidas, fungicidas y
virusidas, algo normal ya que forman parte del arsenal de
defensa de la planta contra los insectos, hongos y demás
depredadores.
Además, ante las saponinas no todos seríamos iguales.
Los habitantes de las regiones mediterráneas las tolerarían
mejor por el hecho de que llevan mucho tiempo
consumiendo plantas solanáceas (tomates, pimientos). De
existir un riesgo de autoinmunidad, sobre todo en los niños,
sería sensato tener cuidado a la hora de incluir vegetales
ricos en lectinas y saponinas problemáticas (legumbres,
cereales, tomates crudos).
Y una vez que ya ha aparecido la enfermedad
autoinmune, tanto en niños como en adultos, se pueden
probar los efectos de una dieta sin gluten ni lácteos, con una
pequeña cantidad o prácticamente nada de legumbres,
tomates y pimientos. De igual forma, recordemos que el
alcohol forma parte de los nutrientes que favorecen la
permeabilidad del intestino.
Otras ingestas útiles
Los alimentos fermentados como el chucrut y las
frutas y verduras lactofermentadas (no pasteurizadas)
aportan bacterias “buenas” llamadas probióticos
(lactobacilos, bifidobacterias), que son capaces de reducir la
permeabilidad del intestino. El zinc (mineral traza), la
glutamina (un aminoácido) y los flavonoides vegetales,
también resultan beneficiosos.
Los estudios epidemiológicos demuestran que algunas
enfermedades autoinmunes (diabetes tipo 1, esclerosis
múltiple, artritis reumatoide) son más habituales cuando se
toma menos vitamina D o cuando las concentraciones de
vitamina D son más bajas. Estos resultados están en
consonancia con los datos experimentales que demuestran
que la vitamina D activa disminuye la proliferación de los
linfocitos y la producción de mediadores inflamatorios.
La vitamina D puede atenuar, o incluso prevenir, casos
de esclerosis múltiple, lupus, artritis reumatoide y diabetes
tipo 1. Por todo ello, no debe faltarnos ni en verano, ni en
invierno (hay que exponerse al sol brevemente todos los
días).
Un estudio publicado en diciembre de 2015 en
Neurology, la revista médica de la Academia Americana de
Neurología, asegura que tomar vitamina D beneficia a las
personas con esclerosis múltiple. Los científicos concluyeron
en la necesidad de que los niveles de vitamina D de estos
pacientes estén por encima de 50ng/ml para, de ese modo,
reducir la actividad de la enfermedad.
Por el contrario, los bajos niveles de vitamina D en la
sangre estarían vinculados a un mayor riesgo de desarrollar
esclerosis múltiple. Además, las personas que tienen
esclerosis múltiple y bajos niveles de vitamina D son más
propensas a sufrir mayor discapacidad y más actividad de la
enfermedad.
¿Y qué más hacer?
Si hemos comprendido que el cuerpo no se ataca a sí
mismo, que esto es muchísimo más multi sistémico de lo que
podemos imaginar y que la propuesta “oficial” es tan
reductiva como “bajar las defensas”, ¿Qué hacer? ¿Tomar
algún suplemento? ¿Hacer alguna dieta? Pues solo nos
queda confiar en la sabiduría e inteligencia de nuestro
ecosistema, apostando por la auto regulación de nuestro
ambiente corporal, entendido como células, bacterias,
virus, fluidos, cerebros, sistemas nerviosos y orgánicos.
Sabiendo que cualquier acción lineal será reductiva y con
efectos colaterales, no queda otra que ir por el
reordenamiento del ecosistema en su conjunto. Y para ello,
tenemos los Seis Andariveles del Proceso Depurativo,
que solo pueden acelerar y favorecer este imprescindible
reseteo orgánico.
El sentido de nuestra propuesta basada en los Seis
Andariveles, es justamente brindar una hoja de ruta para
transitar el camino de retorno a la normalidad funcional,
tanto física como emocional. Sabiendo que todo interactúa y
expresa una respuesta adaptativa y homeostática, lo más
sencillo es comenzar por el orden fisiológico.
A través de la limpieza de órganos, la depuración de
fluidos, la rectificación oxigenante, la desparasitación,
las pausas digestivas y una nutrición simbiótica,
podemos comenzar la tarea con seguridad y eficiencia. Nada
de lo propuesto puede dañar, solo servirá para mejorar y
recuperar el orden perdido.
Todo opera en ambos niveles: físico y emocional.
Nuestros emuntorios básicos son un ejemplo. El intestino
sobrecargado expresa tristeza como emoción resultante. El
hígado colapsado se manifiesta en ira, violencia, agobio,
depresión e irritabilidad. Los riñones en crisis reflejan el
miedo como respuesta.
Todo tiene que ver con todo. Y por ello la sugerencia
de iniciar con cosas físicas y concretas, que nos permitirán
comenzar a ver más claro. Y esta claridad se irá traduciendo
en acciones más regenerativas y sanadoras. Una cosa llevará
a la otra. Pero como dice el dicho: el viaje comienza por
el primer paso. Nada para perder, todo para ganar.
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