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Rilke
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
ANTONIO PAU
Juan Ramón Jiménez. El poeta en el jardín (Trotta, 2000),
Julián Ayesta. El resplandor de la prosa (2001), la recopi-
lación de artículos de prensa Fijar lo fugitivo (Trotta, 2003),
Música y poesía del tango, con prólogo de Ernesto Sábato
(Trotta, 2001; edición francesa, Tango. Musique et poésie,
2006), Felisberto Hernández. El tejido del recuerdo (Trotta,
2005), Las ninfas de Madrid (Trotta, 2005), Los retratos del
Infante don Gabriel (2006), La Real Casa del Vidrio (2006)
y el libro de relatos breves y prosas poéticas Estas pavesas
grises (Trotta, 2005).
ISBN 978-84-8164-914-7
EDITORIAL TROTTA
Vida de Rainer Maria Rilke
Vida de Rainer Maria Rilke
La belleza y el espanto
Antonio Pau
E D I T O R I A L T R O T T A
L A D I C H A D E E N M U D E C E R
Nota preliminar.................................................................................... 11
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
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NOTA PRELIMINAR
No hay, probablemente, otro autor que haya dejado un rastro tan minu-
cioso de su vida como Rilke. No sólo en sus obras en verso y en prosa,
sino también en el extensísimo epistolario: más de siete mil cartas. Ade-
más, casi todas las mujeres que le quisieron —más o menos las mismas
que en algún momento se acercaron al poeta— dejaron un testimonio
escrito sobre él: generalmente para tratar de descifrar una personalidad
que no acabaron de entender. Esta amplísima estela que ha dejado la
vida de Rilke podía hacer innecesaria su biografía.
Pero puede que suceda al revés: que sea necesario seleccionar en
unas y otras fuentes —poemas, prosas, cartas, testimonios— y exponer,
debidamente hilvanado, el curso de su existencia. Porque el conjunto
de páginas que unas y otras fuentes suman —que podrían alcanzar fá-
cilmente las veinte mil— hace difícil remontarse sobre ellas y alcanzar
una visión de conjunto.
En el caso de Rilke, la idea de Coleridge sobre la biografía literaria
como selección de aquellos acontecimientos de la vida del escritor que
influyen en la obra no puede tener apenas aplicación: Rilke vivió para
su obra. Son pocos los pasos que dio que no se encaminaran al cumpli-
miento de lo que él sintió como una ineludible vocación y un inapla-
zable deber. Eso hace que no haya episodio, pensamiento, desánimo,
inquietud o proyecto de su vida que no deba tenerse en cuenta para
entender su obra. Lo que no quiere decir que no haya que hacer una
inevitable selección, porque si no, se cae en la misma inabarcabilidad
de origen.
Quizá en justa reciprocidad al significado que Rilke dio a España
en la consecución de su obra, los escritores españoles han sido especial-
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I
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La primera niñez del poeta —la que llega a sus nueve años, que
es cuando se produce la ruptura familiar y la desintegración de la vida
en común— está llena de enfermedades, reales e imaginarias. La madre
cultiva esa extrema delicadeza física y espiritual del hijo, al que mete en
la cama por el menor malestar, para cuidarle luego con una solicitud
extrema y permanecer horas y horas junto a la cabecera, con las manos
del niño entre las suyas. En su libro de memorias Nie verwehte Klänge,
la pianista Anna Grosser-Rilke escribe: «En una visita a Praga a mi primo
Jaroslaw Rilke me encontré con el pequeño Rainer. Era un niño endeble
y asustadizo, totalmente indócil y al que no había forma de sacar de las
manos de su madre».
Se ha dicho que en Rilke —y en su obra— estuvieron siempre di-
sociados lo femenino y lo masculino, sin integrarse en una estructura
común. La personalidad del poeta fue siempre fragmentaria, y muchos
de sus poemas —y también en La canción de amor y muerte del alférez
Christoph Rilke y en Los apuntes de Malte Laurids Brigge— aparecen
esas figuras extremas de la muchacha lánguida y el soldado heroico.
Es posible que las imágenes disociadas del padre y de la madre, que en
ningún momento vio el poeta en una coexistencia armónica, fueran la
causa de esa disarmonía.
El primer poema lo escribió Rilke a los ocho años, y es un intento
de conjurar a través de la poesía la inminente separación de los padres.
El poeta es Aníbal, el valeroso general cartaginés, el «tú» se refiere a la
madre, y el «vosotros», a los padres. El poema se titula «En el aniversa-
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Del año siguiente —1895— es Ofrenda a los lares (Laren Opfer). Por
alguna razón —quizá porque Rilke tenía ya planeada la huida y no pen-
saba volver a su tierra— esta obra es un canto a Praga y a los paisajes de
Bohemia. Pero le faltaba sinceridad —cantaba los escenarios de su infan-
cia triste, que no le eran, por esa razón, nada queridos—, y los poemas
son frías estampas sobre los monumentos de la ciudad, las tradiciones
populares y los personajes de la época. Entre los poemas conmemorati-
vos y descriptivos hay algunos —muy pocos— poemas breves, delicados,
anclados aún en die Moderne, pero que podrían dejar entrever al Rilke
más objetivo de etapas posteriores. Entre ellos, este titulado «Noche»
(Abend):
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Ésta es mi lucha:
consagrado al anhelo
andar errante a través de los días.
Y después, fuerte y grande,
con mil filamentos de raíces
afianzarme hondamente en la vida —
y a través del dolor
madurar lejos de la vida,
lejos del tiempo.
De ese mismo año 1896 son los tres únicos números de la revista poé-
tica creada por Rilke, a la que dio como título Wegwarten —Achicorias—,
a imitación de la antología poética que poco tiempo antes había publicado
el socialista alemán —huido de la persecución ideológica de Bismarck y
afincado en Praga— Karl Henckell. Esa antología se titulaba Sonnenblu-
men (Girasoles) y Rilke optó por la pequeña flor azulada de la achicoria.
Tanto la antología de Henckell como la revista de Rilke tenían un propó-
sito común: que la poesía llegara al pueblo. El subtítulo que puso Rilke
a la revista es claro: Lieder dem Volke geschänckt, «Canciones regaladas
al pueblo». «Publicáis vuestras obras en ediciones refinadas —escribe
Rilke en el encabezamiento del primer número, a manera de declara-
ción de intenciones—, facilitando que los ricos las compren. Pero no
ayudáis a los pobres. Para los pobres todo es demasiado caro. Aunque se
trata de sólo dos céntimos, si tienen que elegir entre libro y pan, elegirán
pan. Así que, si queréis que vuestra obra llegue a todos, dadla sin más».
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II
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MÚNICH. LOU ANDREAS-SALOMÉ
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MÚNICH. LOU ANDREAS-SALOMÉ
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III
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WOLFRATSHAUSEN. PRIMERA APERTURA
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IV
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FLORENCIA, ZOPPOT. UN VIAJE COMO OFRENDA
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V
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Una suma tan alta de páginas de verso y prosa sólo puede responder a
una actividad febril, casi frenética, y así debieron de ser esos meses de
Schmargendorf, con momentos álgidos como «la tormentosa noche de
otoño» en que escribió, íntegro, el Alférez.
Pero más sorprendente que la cantidad es la diversidad de tonos
que hay en esas obras surgidas en tan breve periodo de tiempo. Entre
el idealismo de El Libro de Horas y el realismo de El libro de las imá-
genes se podría pensar que ha transcurrido una década en la vida de su
autor, y son, sin embargo, dos obras rigurosamente contemporáneas.
Forzando mucho las cosas, se podría decir que el límite entre una y otra
etapa está en el tránsito de un siglo a otro, pero eso no sería totalmente
cierto: hay poemas de El libro de las imágenes que son de los últimos
días de 1899.
Para festejarme, que a partir de 1909 se publicará como Poesías tem-
pranas (Frühe Gedichte), está dividido en varios grupos de poemas, con
encabezamientos tan imprecisos como «Canciones angélicas» (Engellie-
der), «Figuras de muchachas» (Mädchen-Gestalten), «Canciones de mu-
chachas» (Lieder der Mädchen), «Oraciones de las muchachas a María»
(Gebete der Mädchen zu Maria), mientras que otros poemas se reúnen
bajo extraños epígrafes: «Éste es el anhelo: vivir en el temblor» (Das ist
die Sehnsucht: wohnen im Gewoge), o «Nuestros sueños son Hermes de
mármol» (Unsere Träume sind Marmorhermen).
Para festejarme anticipa el tono que tendrá El Libro de Horas. Una
vaga religiosidad de fondo, una naturaleza omnipresente y una forma
que aún no tiene la solidez, la reciedumbre, de los libros posteriores.
Para festejarme es de un acentuado modernismo —si ese término puede
trasplantarse a las frías tierras del norte—, con abundantes jardines, es-
tanques, cisnes, islas, sueños, flores, lises, oros, blancos, púrpuras, silen-
cios tristes, muchachas vestidas de blanco, sueños nostálgicos y dulces.
Pertenece, todavía, a la etapa del Rilke sentimental, del que se burlaba su
amigo Ernest von Wolzogen, encabezando sus cartas: «Purísimo Rainer,
inmaculada María» —que en alemán entraña, además, un juego de pala-
bras: Reiner Rainer, fleckenlose Maria—. Pero se trata de un sentimenta-
lismo camuflado en la realidad: «cualquier materia me puede servir como
pretexto para determinadas confesiones íntimas», confiesa el poeta en el
Diario florentino y en su conferencia sobre la lírica moderna (Die moder-
ne Lyrik). Ésa es la clave de esta etapa, reflejada en Para festejarme y en
El Libro de Horas: la realidad como pretexto, die Realität als Vorwand.
Se ha hablado de una «estética del pretexto» (Vorwand-Ästhetik). La
intimidad no aparece abiertamente desplegada en el poema —como su-
cedía en los primeros libros—, sino tras la realidad. Carlos Bousoño,
al estudiar el fenómeno semejante que se produce en la primera época
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Mich bangt auch ihr Sinn, ihr Spiel mit dem Spott,
sie wissen alles, was wird und war;
kein Berg ist ihnen mehr wunderbar;
ihr Garten und Gut grenzt grade an Gott.
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El libro de las imágenes puede leerse, por tanto, como una antología
de la obra de Rilke, en la que faltarían sólo poemas de la etapa última,
la visionaria, que culmina con las Elegías. Y aun así, hay anticipos de lo
que será esa última etapa en un breve ciclo de poemas introducido en
el último momento, justo antes de la publicación en 1906: se trata de
Las voces (Die Stimmen), diez poemas existenciales en que aparecen los
grandes temas que presidirán la obra final de Rilke, la muerte, el desti-
no, la identidad amenazada.
La princesa blanca es un cuadro escénico breve, en que los personajes
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hablan del amor y la muerte con fuerte dramatismo pero sin retórica.
Quizá por esa sencillez expresiva, Rilke no repudió esta obra teatral,
que pensó incluso reescribir muchos años más tarde, para que Eleono-
ra Duse, ya retirada de los escenarios, recuperara el aplauso del públi-
co. La princesa blanca podría ser uno de tantos dramas del simbolismo
lírico que capitaneó el belga Maeterlinck, y que estaba en las antípodas
del teatro naturalista alemán que por esas fechas se estaba representan-
do en la Berliner Freie Bühne; pero se salva precisamente porque en La
princesa blanca ese lirismo se alcanza a base de simplicidad expresiva.
En uno de sus varios monólogos, la princesa expresa la relación
entre la vida y la muerte, el dolor y la felicidad, utilizando el símil
—tan elemental y casi prosaico— de una alfombra. Este monólogo se
entiende mejor si se sabe que la princesa estaba «enterrada en vida»
en un castillo, en el que había entrado de muy joven al casarse con un
noble despiadado.
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Reiten, reiten, reiten, durch den Tag, durch die Nacht, durch
den Tag.
Reiten, reiten, reiten.
Y, sobre ese fondo monótono, que actúa del mismo modo que el
obstinato de las partituras musicales, la acción destaca por su ritmo
entrecortado, vibrante, stacatto.
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maldiciones: ¡Alférez!
Hierro con hierro, órdenes, señas,
silencio: ¡Alférez!
Y una vez más: ¡Alférez!
Y ¡afuera con la rugiente caballería!
[...]
Pero la bandera no está allí.
Pero las pocas páginas del Alférez tienen otros rasgos de genialidad
que están detrás de la forma: la rápida y eficaz caracterización de las
mujeres-arquetipo que aparecen en el relato —la madre, la amiga, la
violada, la seductora—; la caracterización del héroe, que es un hombre
delicado y débil; y, sobre todo, haber logrado que los elementos más
dramáticos —la sangre, el fuego, la lucha cuerpo a cuerpo— no pierdan
ni un ápice de realismo a pesar del tratamiento impresionista —de tra-
zos rápidos y ágiles— que reciben.
Investigadores alemanes han hecho un análisis minucioso del Al-
férez, lanzando sobre él todas las figuras de la retórica elocutiva, y, en
efecto, se comprueba que en sus pocas páginas hay de todo: anáforas,
epíforas, geminaciones, anástrofes, elipsis, sinatroísmos, metáforas, me-
tonimias, aliteraciones... Pero poco se puede concluir de ese análisis
estilístico. Un joven de veintitrés años, que además no ha estudiado
teoría literaria, no ha tenido en cuenta esos instrumentos para lograr
una mayor expresividad. Además, el Alférez está escrito en una noche,
así que la mayor parte de esas figuras retóricas son, en realidad, las que
se emplean inconscientemente en el lenguaje oral espontáneo.
Rilke, que compartía la idea juanramoniana de que los libros dicen
cosas distintas en ediciones distintas, tuvo especial preocupación por la
edición del Alférez. En carta a su editor Axel Juncker, le dice: «La edi-
ción de este libro sólo tendría sentido, me parece, si es bella y no tiene
una sola errata, de manera que sea una obra pequeña y elegante [...]
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en mitad del jardín para que vivieran en ella, pero vio con asombro que
Lou y Rilke pasaban el día entero encerrados en la biblioteca estudiando
lengua rusa, historia rusa, literatura rusa y arte ruso, y al llegar la hora
de comer estaban tan agotados que era imposible mantener una conver-
sación con ellos. Fue una conducta nada cortés con la anfitriona.
Plenamente inmerso en ese ambiente de vivencias y lecturas rusas
está el libro Historias del Buen Dios, que Rilke escribió en siete noches
seguidas de noviembre de 1899. Antes, por tanto, del segundo viaje a
Rusia, aunque el conocimiento que revela el libro sobre la poesía popu-
lar rusa llevaría a pensar que estaba escrito después del segundo viaje y
de conocer al poeta campesino Spiridon Drojin.
Las Historias llevan, a modo de subtítulo, la frase «Contadas a los
adultos para los niños por Rainer Maria Rilke» (An Grosse für Kinder
erzählt von Rainer Maria Rilke). La explicación de esta frase está en el
último párrafo de la primera de las diez historias que forman el libro,
un párrafo que debería ir en cabeza del volumen: «Queridos niños, no
puedo ir a estar con vosotros. No os enfadéis por eso. Quién sabe si yo
os gustaría. No tengo una nariz bonita, y si, como ocurre a veces, tuviera
también un granito rojo en la punta, os pasaríais el tiempo mirando ese
puntito y sin oír lo que os estaba diciendo. Incluso soñaríais, probable-
mente, con ese granito. Todo eso no me gustaría. Por eso os propon-
go otra cosa. Tenemos muchos amigos y conocidos comunes —aparte
de vuestra mamá— que no son niños. Vosotros ya sabéis quiénes son.
A esos les contaré de vez en cuando una historia, y vosotros la recibi
réis, a través de estos intermediarios, más hermosa siempre de lo que
yo habría sabido relatarla. Porque entre esos amigos nuestros hay gran-
des poetas. No os revelaré de qué tratarán mis historias. Pero como con
nada estáis tan ocupados y nada os importa tanto como el Buen Dios,
incluiré, en todas las ocasiones adecuadas, lo que sé de Él. Si algo de
lo que os cuente consideráis que no está bien, escribidme otra vez una
bonita carta, o haced que me lo diga vuestra mamá. Pues es posible que
me equivoque en algunas cosas, porque ya hace mucho tiempo que he
oído esas historias hermosas, y desde entonces he tenido que ver mu-
chas cosas que no son tan hermosas. Así ocurre en la vida. Sin embargo,
la vida es algo extraordinario: también de eso os hablaré muchas ve-
ces en mis historias. Y con esto, me despido de vosotros... ah, y tenéis
que saber que soy sólo uno de vosotros, porque estoy con vosotros».
Éste es el tono de las historias: una prosa simple, pero sutil. No faltan
en la historia de la literatura otros libros en que el autor —sea Kipling,
Grimm, Saint-Exupéry o algún otro—, al señalar a los niños como destina-
tarios, se permite decir cosas importantes sin necesidad de ponerse solemne.
¿Por qué se produce, en esta obra —y también en El Libro de Ho-
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Hay unas frases del diario que Rilke escribirá durante su estancia
en Worpswede, que son las que mejor expresan su idea de Dios: Dios
ha creado al hombre, y luego ha quedado a su merced; «con nosotros,
deviene; con nuestras alegrías, crece; y nuestras tristezas motivan las
sombras de su rostro». La idea de que el hombre hace a Dios —no en el
sentido de que lo invente, sino de que le hace crecer, lo engrandece— la
repite el poeta en distintos momentos de su obra (por cierto: la idea está
también, incidentalmente, en Antonio Machado: «El Dios que se lleva
y que se hace...»). Pero, para Rilke, ésa es una labor individual: «en la
masa, cada cual es tan pequeño, que no puede echar una mano en la
construcción de Dios. Pero el individuo que va hacia él, ve su rostro y
se alza hasta su hombro. Y es importante para Dios. Y mi mejor motivo
vital es éste: que debo ser grande para hacer bien a su grandeza, que
debo ser simple para no confundirlo, y que mi seriedad, en algún sitio,
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Rusia será por eso, para el poeta, una tierra sagrada. La tierra en
que el hombre se siente solo con Dios. Rusia será la primera de sus
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dem Dunkel erzählt), y muy breves, como «De uno que escuchaba a las
piedras» (Von einem, der die Steine belauscht) —que no pasa del par
de páginas—. Y en todas las historias hay escenas conmovedoras por
la conjunción de dramatismo y lirismo: Miguel Ángel que encuentra a
Dios en el bloque que esculpe; los ricos tan cubiertos de vestiduras y
alhajas que el hombre que hay detrás desaparece; el paralítico que, casi
convertido en cosa, escucha y espera; la pareja de viejos judíos que vive
perdida en la buhardilla más alta del gueto de Venecia...
Ésta es la última obra «precipitada» de Rilke. Poco tiempo después
escribiría en una carta: «Mi modo de trabajar (y no digamos mi modo
de mirar, mucho más atento) ha cambiado. Nunca volveré a escribir un
libro en diez días (o noches); todo lo contrario: en adelante emplearé
para cada uno un tiempo largo e incontable...».
Pero, precipitado o no, este libro tuvo siempre el fervor del público.
En vida de su autor llegó a las doce ediciones y los cuarenta mil ejempla-
res. Fue, quizá —con La canción de amor y muerte del alférez Christoph
Rilke, aunque éste con retraso—, el único libro del poeta que estuvo
siempre a la venta en las librerías. Algún biógrafo de Rilke ha escrito que
las Historias debían de tener, además, algún elemento afrodisiaco: tantas
fueron las lectoras que se enamoraron del autor a través de este libro.
En la ordenación de sus obras completas, Rilke quiso que las His-
torias estuvieran en la «proximidad inmediata» de su prosa juvenil. Y
sin embargo, su estilo es muy distinto. No es la prosa «firme y sin hue-
cos» —para emplear la expresión del propio autor: feste und lücken-
lose Prosa— de Los apuntes de Malte Laurids Brigge, pero es un texto
mucho más personal que todos los anteriores, con absoluto dominio
ya de los resortes que el autor quiso emplear: la sencillez, la precisión
y la ironía.
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Rilke escriba, dos años más tarde, una monografía sobre el círculo artís-
tico de Worpswede —por encargo de una editorial—, hablará largamente
de la llanura y de su luz que delimita las cosas. Y advertirá —en una ob-
servación que vale también para los escritores españoles contemporáneos
de Rilke, que son los de la generación del 98— que la nueva sensibilidad
literaria y artística del momento estaba descubriendo la llanura —que en
España será la llanura castellana—. La llanura se opone al paisaje prefe-
rido por la generación anterior: el bosque, el acantilado, el castillo en
ruinas. «Vivimos bajo el signo de la llanura y del cielo —escribe Rilke—.
Son dos palabras, pero que abarcan una vivencia única: la llanura. La
llanura es el sentimiento que nos engrandece».
El Diario de Worpswede va reflejando la plenitud de aquellos días
luminosos del verano de 1900. Cenas y charlas al aire libre hasta altas
horas de la noche, mañanas de trabajo —cada uno en su taller o ante la
llanura poblada de abedules, con sus troncos blancos—, excursiones al
Hügelwald, el bosquecillo que se alza sobre colinas de arena... y, de cuan-
do en cuando, todos se arreglan —largas faldas ellas, chaquetas y chalinas
ellos— y van a Bremen, a oír La flauta mágica o a ver un estreno teatral
de Hauptmann, o viajan a Hamburgo, a recorrer las galerías de arte, o
llegan incluso —en largo viaje en tren— hasta Berlín para asistir a la re-
presentación de una obra de Maeterlinck. La atención del poeta, dispersa
primero entre todos los artistas de la colonia, se va centrando en Clara,
en «su neta esbeltez de junco verde», en «sus bellas y amorosas palabras,
que podrían ser cantadas por coros y acogidas por vastos paisajes».
Cuando nada hacía esperar que Rilke abandonara la vida de Worps-
wede, salió precipitadamente hacia Berlín. ¿Una de tantas huidas del
poeta, que temía la felicidad y creía que sólo el sufrimiento era el camino
hacia la gran obra? ¿La llamada apremiante de Lou, celosa de la felicidad
del poeta entre las jóvenes artistas de Worpswede? No se ha sabido la
respuesta. Puede que fueran ambas cosas a la vez. Lo que sí sabemos es
que Rilke no volverá ya a vivir en Villa Waldfrieden, junto a Lou, aunque
sí en el mismo barrio berlinés de Schmargendorf. Allí alquilará un míni-
mo apartamento de dos habitaciones —en el que, por cierto, montará un
«rincón ruso», con iconos y fotografías—.
Pero Rilke mantiene un vínculo permanente con Worpswede a través
de las cartas, casi diarias, que envía a Clara Westhoff. En febrero de 1901,
Paula y Clara, la pintora rubia y la escultora morena, van a visitarle a su
apartamento de la Misdroyer Straße, y Rilke pasa con ellas el día y la
noche, en una conversación casi ininterrumpida. Charlan, pasean, leen
poemas, y hasta escriben uno al alimón, con la firma de los tres, dirigido
a Heinrich Vogeler, invitándole a venir y a huir de los vientos invernales
que soplan sobre Worpswede.
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con claridad esta casa cálida en que vivimos juntos desde el principio, y
de la que sólo un día saldremos para pisar el jardín?».
En el castillo del príncipe von Schönaich-Carolath pasa el poeta casi
dos meses. Allí corrige las pruebas de El libro de las imágenes, pasea
por el parque y se siente en su elemento: la soledad. Una soledad entre
gruesos muros, árboles genealógicos, libros antiguos y manuscritos se-
culares, como a él le gustaba.
Rilke y su mujer, después, viajarán a París, pero ya por separado y
con metas distintas. El poeta va a escribir la monografía sobre Rodin, y
Clara a continuar su formación escultórica. Ya no vivirán juntos nunca
más. En 1918 Clara regresó definitivamente a Alemania. Allí, en su casa
de Fischerhude, junto a Bremen, vivió hasta su muerte, ocurrida en 1954,
cuando tenía setenta y dos años.
En la estela de esta etapa de Worpswede, una de las más decisivas —a
pesar de su brevedad— para la obra de Rilke, han quedado, como reli-
quias, varias grandes obras de arte: las dos cabezas del poeta que esculpió
en bronce Clara Westhoff, el retrato de Rilke que pintó al óleo Paula Mo-
dersohn-Becker —una obra maestra del excelente expresionismo alemán,
a pesar de que quedó sin terminar— y la elegía que Rilke escribió a la
muerte de la pintora. Un poema largo, en que hay dolor, reproche, confe-
siones estéticas, reflexiones sobre la vida, sobre el amor y sobre la muer-
te, exhortaciones, súplicas, y sobre todo ello, o a lo largo de todo ello,
un empuje lírico que eleva el poema desde el primero al último verso.
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que preservar simplemente porque eran suyas. Quizá por esta razón le
dijo a la condesa Margot Sizzo en una carta de 1922: «Mientras trabajo
no puedo oír alemán en absoluto; prefiero estar rodeado de algún otro
idioma que me resulte familiar y simpático, y que me sirva como simple
medio de comunicación. Con ese aislamiento, mi alemán adquiere en
mí una especial concentración y claridad. Apartado de todo uso diario,
lo percibo como un instrumento magnífico y adecuado para mi obra».
La evolución de ese idioma personal de Rilke presenta dos etapas
claramente diferenciadas. La primera es la de las obras juveniles. En
ella se advierte un léxico restringido, como se advierte también en la
obra de Kafka y, en general, en la de los escritores que pertenecen a un
círculo lingüístico cerrado. Pero en la segunda etapa, la de las obras de
madurez, el léxico se expande de una manera llamativa. La fuente de
esa nueva riqueza léxica no es la lengua viva —que Rilke, como hemos
visto, no quería tener en torno a él—, ni tampoco sus lecturas: era el
diccionario. Rilke era un asiduo lector del Deutsches Wörterbuch de los
hermanos Jacob y Wilhelm Grimm. En un minucioso estudio lingüístico
de la obra de Rilke se ha descubierto un fenómeno realmente asombro-
so: hay cerca de catorce mil palabras que el poeta utiliza una sola vez a
lo largo de toda la obra. Que la sintaxis de Rilke se aparte muchas veces,
en esa segunda etapa, de las normas que dicta la gramática, es otra prue-
ba de una cierta artificialidad del lenguaje que empleaba.
El reflejo psicológico del uso de un idioma propio es fácil de ima-
ginar: Rilke tuvo, a lo largo de su vida, una dolorosa sospecha de falta
de autenticidad. Su alemán no era auténtico: no era el alemán de los
alemanes que viven en Alemania. Más aún: su alemán no era siquiera
filogermánico. Rilke tuvo una abierta antipatía a Alemania, y la tuvo
también a la presión pangermanista que trató de asfixiar la cultura y
el idioma checos. Su defensa de la cultura y del idioma de su Bohemia
natal está claramente de manifiesto en Ofrenda a los Lares, su libro de
juventud, en que hay poemas dedicados a poetas checos, y en que él
mismo emplea, en poemas escritos en alemán, términos checos. Rilke
fue consciente de que el suyo era, en gran parte, un alemán de dic-
cionario. En un poeta que no tuvo más patria que el idioma, esa idea
fue especialmente dolorosa. Que ese dolor se agudizara cuando alguien
—el poeta Hofmannsthal, a quien Rilke, además, admiraba— pusiera
en duda si el lenguaje poético de Rilke pertenecía a la lengua alemana,
es fácilmente imaginable.
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VII
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
Bien. Dará a luz, eso es natural. Más lejos, rue Saint-Jacques, un gran
edificio con una cúpula. Val de Grâce, Hôpital militaire. En realidad no
necesitaba saberlo, pero no está de más. La calle empieza a desprender
olores por todas partes. Puede distinguirse el olor a yodo, a grasa de
pommes frites, a angustia. Todas las ciudades huelen en verano».
En el trasunto poético de Los apuntes que es El libro de la pobreza y
de la muerte, Rilke se compadece de ese ejército de enfermos que mueren
desnudos sobre las sábanas de los hospitales, unos junto a otros, en camas
con altos barrotes niquelados, en las mismas habitaciones, con las mismas
inyecciones de narcóticos que les roban la conciencia precisamente cuan-
do van a dar el paso más definitivo. Quizá él también, como todas estas
gentes apresuradas de París, da vueltas por las calles con el vago temor de
que algún día será uno de ellos, de que algún día un dolor repentino, o
unas fiebres inesperadas, le lleven a morir como todos, a morir en masa,
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Pero Rilke sabe que esos versos no reflejan su verdadera obra poética,
y sufre, no sólo porque él no entiende bien a Rodin, sino también por-
que el escultor no puede entender sus poemas. Y más de una vez, Rilke
le pide al escultor que le permita leerle sus poemas en alemán, sabiendo
que no los va entender, pero pensando —ingenuamente— que quizá
por el mero sonido de las palabras podría captar el valor de los versos.
Rilke sacó dos enseñanzas de la proximidad a Rodin: su modo de
observar la realidad para trasladarla a la obra, y su obstinada laborio-
sidad. «Era un artesano —escribió en el último párrafo de su mono-
grafía— que no anhelaba otra cosa que sumirse por completo y con
todas sus fuerzas en la baja y dura existencia de su oficio». Y quedó muy
grabada en su memoria la machacona recomendación —Il faut travai-
ller, rien que travailler. Et il faut avoir patience...— que suponía, sobre
todo, un rechazo de la idea romántica de la inspiración como móvil del
artista.
La segunda gran admiración de Rilke en esos primeros meses de
París es el pintor español Ignacio Zuloaga. Rodin y Zuloaga aparecen
citados al tiempo, y en el mismo plano, en varias cartas que el poeta
escribió entre 1902 y 1906. Su conocimiento de la obra de Zuloaga es
anterior a París. En Berlín, en el año 1900, Rilke había visto por prime-
ra vez un cuadro de Zuloaga: La enana doña Mercedes. Cuando vuelve
a ver el lienzo en una exposición parisina, Rilke escribe a Zuloaga: «Ya
conocía La enana. Pero ahora me parece una obra aún más soberbia que
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cuando la vi por primera vez en Berlín. Qué bella, qué fuerte, qué altiva
y, al mismo tiempo, qué humilde...
»Más no le puedo decir; pero mi mujer —que es escultora— pien-
sa lo mismo que yo. Ambos hemos vivido delante de su cuadro horas
llenas de agradecimiento y de alegría. Teníamos la sensación de aproxi-
marnos a la vida a través de su arte; quiero decir: a lo que de eterno
hay en la vida».
Unos meses más tarde, en mayo de 1901, Rilke vio, en Dresde,
varios lienzos más del pintor vasco; el que más le llamó la atención fue
el retrato de La actriz Consuelo. «Qué horas inolvidables hemos pasado
en Dresde mi mujer y yo, contemplando ese retrato de la actriz Consue-
lo, aquella dama de rojo sobre un fondo gris, sencillo, amplio. Cuánto
hemos hablado de los guantes, del abanico, de todos esos detalles exce-
lentes que forman una unidad firme y grande».
La admiración que le produjo la obra de Zuloaga suscitó en Rilke
dos deseos muy vivos: conocer al pintor y escribir sobre él. Logró, al fin,
entrar en el estudio de Zuloaga en la primavera de 1903. Allí pudo ver
los tres grecos que eran propiedad del pintor vasco y los innumerables
lienzos que Zuloaga —en pleno auge de fama y exposiciones— estaba
pintando en esos meses. Luego volvió una vez más, con motivo del
bautizo de un hijo de Zuloaga. Pero resulta penoso constatar que todo
lo que se refiere a la relación entre Zuloaga y Rilke discurre en un am-
biente de incomprensión y de desconocimiento. Para empezar, el pintor
vasco no supo en ningún momento quién era ese joven escuálido de ojos
azules que se empeñaba en escribir sobre su obra. Ese joven que hablaba
francés con bastante dificultad y le traía unos libros de poemas que, por
estar en alemán, no merecía la pena abrirlos y echarles una ojeada. En
la celebración del bautizo, Albéniz tocó el piano; debió de ser algo des-
lumbrante, y Rilke ni se enteró: no hay, en su minucioso epistolario, una
sola referencia ni a las partituras ni al intérprete. Allí estaban también
el escultor Mateo Inurria y el dramaturgo Eduardo Marquina. Entre
ellos y Rilke no mediaron más que cuatro palabras de saludo: ninguno
se enteró de quién era el otro.
Por supuesto, ese «pequeño y hermoso libro» sobre la obra de Zu-
loaga que Rilke pensó —durante varios años— escribir, no se hizo. El
pintor no le dio ninguna facilidad. Han quedado, sí, de la relación entre
Zuloaga y Rilke, dos poemas sorprendentes. Uno es «Corrida» —que
lleva en alemán el mismo título—, y está dedicado a Francisco Montes,
Paquiro, que «fue el primero en intentar la suerte llamada gallear el
toro, y que consiste en desviarse de pronto de la furiosa embestida del
animal, el cual, al no encontrar el rostro de su enemigo, desconcertado
por el cambio repentino, pasa precipitadamente como una tromba» —le
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las Navidades. Esos dos poemas que Rilke escribe para ella forman una
unidad. Su tema es Rodin, el maestro común. En la dedicatoria, Rilke
ha escrito: «A Clara. La madre amorosa. La artista. La amiga. La mu-
jer». La dedicatoria no es del todo sincera. Ambos lo saben. Clara no
vive con su hija, que ha encomendado a sus padres y vive con ellos en
Bremen. La mujer —la esposa— no lo es totalmente: en el nuevo apar-
tamento viven en habitaciones separadas. La discusión sobre la proximi-
dad y la distancia que deben guardar uno del otro se ha convertido en
constante. Sólo queda la amiga.
El segundo de esos poemas refleja la zozobra de Rilke: no es sólo
una zozobra sobre su matrimonio; es sobre su vida entera.
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vida solitaria en una ciudad hostil. «Yo sufría a causa de aquel ejemplo
demasiado grande, al que mi arte no me daba medios para seguir con
exactitud», escribe Rilke en una carta de esos días.
Al joven poeta Franz Xaver Kappus le contestó Rilke poco tiempo
antes de su partida a Italia. El problema que le planteaba el joven des-
conocido —que le llegaba en una carta con membrete de la escuela mi-
litar de Viena-Neustadt, en la que Kappus era cadete— no podía dejar
indiferente a Rilke, que se veía reflejado en su corresponsal: él sufrió
también, en cierto modo, la disyuntiva entre la carrera militar y la tarea
poética.
A esa carta siguió otra de Kappus, y una nueva respuesta de Rilke.
Se entabló así una correspondencia que duró cinco años —de 1903 a
1908—, en la que Rilke fue respondiendo detenidamente a todas las in-
quietudes de Kappus, y con extrema delicadeza le fue dando consejos y
a la vez le ofreció sus reflexiones sobre los grandes temas que surgían al
hilo del intercambio epistolar. Dos años después de la muerte de Rilke,
Kappus publicó las cartas recibidas con el título Cartas a un joven poe-
ta (Briefe an einen jungen Dichter, Leipzig, 1929). Desde entonces, ha
sido una de las obras de Rilke que han tenido más difusión: el pequeño
volumen de la Insel-Bücherei ha alcanzado las cincuenta ediciones, y las
traducciones han llegado ya a todos los ámbitos lingüísticos.
Rilke no llegó a conocer a Kappus, y probablemente no supo nada
de su vida después de que en 1908 acabara la correspondencia. Y pro-
bablemente es mejor que no lo supiera. Kappus —no sabemos si como
consecuencia de la introspección que Rilke le recomendaba en la pri-
mera carta— siguió la carrera militar. Fue oficial del ejército imperial
austrohúngaro y luego escribió varias novelitas de entretenimiento
—El hombre con dos almas (Der Mann mit den zwei Seelen), El jinete
rojo (Der Rote Reiter), La hija del piloto (Die Tochter des Fliegers),
Los catorce vivientes (Die lebenden Vierzehn), Sombras ardientes (Flam-
mende Schatten) y Martina y el bailarín (Martina und der Tänzer)— y
una colección de relatos satíricos —El mágico lugarteniente (Der Wun-
derleutnant)—. A Kappus se ha dedicado algún estudio biográfico y
literario simplemente porque no hay derivación de la vida o la obra
de Rilke que no se haya investigado, pero su fama —como la de aquel
Johann Gottfried Goldberg, destinatario de unas piezas de clavecín
que escribió Bach para que cogiera el sueño el conde Hermann Carl
von Keyserling— no tiene más fundamento que el haber rozado fugaz-
mente a un genio. Aunque no hay que olvidar otro camino por el que
Kappus ha entrado —un poco de refilón— en la historia: su novela El
jinete rojo se llevó al cine en la primera película que incorporó escenas
en color.
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cultor, que no tiene par entre todos los artistas que hoy viven». De la
enseñanza de Rodin procede el consejo que Rilke le envía a Kappus en
la carta siguiente: resistir, «esperar con paciencia y profunda humildad
la hora del alumbramiento, en que nazca una nueva claridad. Eso y no
otra cosa es la vida del artista: lo mismo cuando se trata de entender
que de crear.
»No hay que medir el tiempo. Un año no tiene valor y diez años no
son nada. Ser artista es no calcular, no contar: madurar como el árbol
que no apremia a su savia y permanece tranquilo y confiado bajo las
tormentas de la primavera, sin miedo a que, tras ellas, pueda no llegar
otro verano. A pesar de todo, el verano llega. Pero sólo para quienes sa-
ben tener paciencia y vivir con ánimo tranquilo, sereno, abierto, como
si tuvieran por delante la eternidad. Esto lo aprendo yo cada día. Lo
aprendo entre sufrimientos, a los que estoy agradecido. ¡La paciencia
lo es todo!».
Kappus es joven, y acribilla a su interlocutor con preguntas. Rilke
trata, socráticamente, de que las respuestas salgan de él. Y el consejo que
le da es sutil: ahonde en sus preguntas. Toda pregunta que el hombre se
hace a sí mismo lleva en su entraña una respuesta. No se trata de eludir
esa respuesta, sino de buscarla en la pregunta misma. Llevando más allá
la pregunta, desarrollándola, madurándola, se alcanza la respuesta: ésta
está al final —o al fondo— de la pregunta misma: «Intente encariñar-
se con las preguntas mismas, como si fuesen habitaciones cerradas o
libros escritos en un idioma muy extraño. No busque de momento las
respuestas que necesita. No le pueden ser dadas, porque usted no sabría
vivirlas aún. Y se trata precisamente de vivirlo todo. Viva usted ahora
sus preguntas. Quizá luego, sin darse cuenta, se vaya adentrando poco
a poco en las respuestas, y un día lejano se encuentre con que ya las está
viviendo también».
A Rilke le vienen espontáneamente a la pluma los grandes temas
sobre los que ha reflexionado tanto, y que tanto inciden, además, en
el día a día de su vida: la soledad, Dios, el amor: «Sólo hay una so-
ledad. Es grande y difícil de soportar. Y a casi todos nos llegan horas
en que de buena gana la daríamos a cambio de cualquier convivencia.
Por muy trivial y mezquina que fuese. Hasta por la mera ilusión de
una mínima coincidencia con cualquier otro ser. Con el primero que
se presente, aunque resulte tal vez el menos digno. Pero sin duda son
ésas, precisamente, las horas en que la soledad crece, pues su avance es
doloroso como el crecimiento de los niños y triste como el comienzo de
la primavera. Eso, sin embargo, no debe desconcertarle, porque lo único
que hace falta es esto: soledad, grande, íntima soledad. Adentrarse en sí
mismo y, durante horas y horas, no encontrar a nadie... Esto es lo que
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VIII
En las cartas a Kappus no sólo hay reflexiones abstractas, sino que hay
también referencias circunstanciales a la vida diaria del poeta. Por ellas
sabemos que, tras Viareggio, el poeta fue a Roma y que encontró la ciu-
dad «vacía, caliente, podrida de fiebre», y también «abrumadoramente
melancólica por esa atmósfera de museo, plana y triste, que aquí se
respira. Por la cantidad de glorias pasadas a las que se alude, y que ya
no se tienen en pie, porque se nutren de un presente mezquino. Y tam-
bién por esa desmedida valoración —que fomentan los eruditos y los
filólogos, y que repiten irreflexivamente los turistas de Italia— de tantas
cosas desfiguradas y gastadas, que, en realidad, no son sino restos de
otra época y de una vida que ni es ni tiene por qué ser la nuestra».
En Rilke se da una extraña disociación entre las vivencias exteriores
y las interiores. En Viareggio se baña desnudo, pasea descalzo por la
playa y disfruta intensamente del mar —que fue una de sus inagotables
sorpresas y sus grandes pasiones— y, a la vez, escribe los atormentados
poemas El libro de la pobreza y de la muerte. En Roma visita los mu-
seos, recorre el Foro, admira la estatua de Marco Aurelio, descansa en
la sombría Villa Borghese, se queda extasiado ante las grandes fuentes
y ante las columnas de las iglesias, y, a la vez, empieza a evocar sus más
sórdidos días parisinos en las primeras páginas de Los apuntes de Mal-
te Laurids Brigge. Cuando, después de su estancia en Italia, viaje a los
países escandinavos y allí disfrute de los vientos fríos del norte y de los
prietos bosques de abetos negros que tanto añoraba desde la canícula
italiana, lo que allí escriba serán los tres grandes poemas con moti-
vos romanos: «Tumbas de hetairas» (Hetären-Gräbe), «Orfeo. Eurídice.
Hermes» y «Nacimiento de Venus» (Geburt der Venus).
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Los pobres son víctimas de las ciudades, ellas son las que los mal-
tratan y degradan:
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a los pobres les espera la muerte en los hospitales, a los que son con-
ducidos con precipitación y ruido de sirenas. Y en los hospitales, unos
junto a otros en camas alineadas, después de una agonía en serie, mue-
ren en masa día tras día.
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Sí, ese defensor de los pobres es san Francisco de Asís, por quien
el poeta tuvo una especial predilección. El libro de la pobreza y de la
muerte acaba, sin embargo, con una perplejidad doliente: el poeta se
pregunta por el destino de esa semilla que «corre por los ríos y canta en
los árboles», se pregunta por qué esa semilla que dejó el santo al morir
no brota y crece y fructifica; por qué, en definitiva, como dice el último
verso, «no se eleva en los crepúsculos el gran lucero de la pobreza».
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sencia de Clara a su lado, cuando recibe, al fin, un sueldo fijo como lector
de la editorial, Rilke empieza las páginas desoladas de Los apuntes de
Malte Laurids Brigge. En la Roma mediterránea y luminosa, Rilke inven-
ta un personaje sombrío que tiene su misma edad —veintiocho años—,
sus mismas angustias, pero que es danés y rememora episodios de no-
bles antepasados que discurren en gélidos castillos envueltos en brumas.
Los apuntes no son una novela. Rilke nunca los llamó así. Habló
siempre de Prosa-Buch, de un libro de prosa —o en prosa— simplemen-
te. Es un conjunto de setenta y un episodios inconexos, que sólo tienen
unidad por el estado de ánimo que los preside: la congoja. Quizá haya
que hacer aquí un breve inciso: la palabra congoja no existe en alemán.
Pero lo que hay en el libro —a lo largo de todas sus páginas— es esa
suma de sentimientos que da lugar a una situación mucho más grave
que cada uno de los sumandos que la forman. La congoja es más honda,
tiene más amargos y variados ingredientes que la angustia, y aunque an-
gustia (Angst) sea la palabra que más se repite a lo largo de Los apuntes,
aparecen también otras muchas palabras que acaban por perfilar la situa-
ción anímica del joven Malte. Congoja, como dice el diccionario de la
Academia Española, es «desmayo, fatiga, angustia y aflicción del ánimo».
Queda claro en esa definición que no se están ofreciendo sinónimos: se
está describiendo una situación que abarca un conjunto de sentimientos.
(Cualquier diccionario bilingüe traduce congoja por Schmerz, pero esta
palabra, por un lado, equivale a dolor —de manera que tanto congoja
como dolor se traducen por el mismo término— y, por otro lado, vale
para designar tanto el dolor físico como el moral.)
Si puede hablarse, en Los apuntes, de un argumento, sería sólo éste:
Malte Laurids Brigge, un joven danés de veintiocho años, de origen a la
vez aristocrático y campesino, llega a París y conoce por primera vez el
ambiente altamente evolucionado de la gran ciudad. El contraste entre su
intimidad y su entorno le mueve a refugiarse en su infancia y en relatos
exóticos, refugios que, lejos de conciliarle con la realidad, le alejan aún
más de ella. A lo largo de Los apuntes se mantiene el extrañamiento del
protagonista: la vivencia de su desajuste con el mundo que le rodea y
consigo mismo se prolonga hasta el final. «Algo empieza a alejarme de
todo y a separarme [...] Si mi temor no fuera tan grande, me consolaría
pensando que no es imposible verlo todo diferente y vivir. Pero tengo
miedo, un miedo inexpresable [...] Me gustaría tanto permanecer entre
cosas que signifiquen algo para mí, y que me sean queridas [...]».
Al carácter fragmentario del relato contribuyen dos factores. Por un
lado, el largo tiempo de gestación —seis años—, con interrupciones ex-
tensas, alguna de más de un año, y con desfallecimientos que hicieron
pensar a su autor que no sería capaz de terminarlo. Por otro, la ausencia
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del otoño: todo esto es de una pervivencia tenaz, subsiste por sí mismo y
se adhiere cuidadosamente, en su terrible realidad, a todo lo que existe».
La fijación de los detalles agudiza la desolación, como sucede en la
descripción del cadáver del padre, y la habitación y la casa en que se
encuentra: «Mi padre murió en la ciudad, en una casa de pisos donde
yo me encontraba desorientado, en un ambiente hostil. Ya entonces vi-
vía yo en el extranjero, y llegué demasiado tarde. Le habían puesto en
el ataúd, entre dos filas de cirios altos, en una habitación que daba al
patio. El olor de las flores era ininteligible, como si demasiadas voces
se oyeran a la vez. Su hermoso rostro, al que habían cerrado los ojos,
tenía la expresión de una persona que por cortesía quiere recordar. Es-
taba vestido con el uniforme de capitán de cazadores, pero, no sé por
qué, le habían puesto un lazo blanco en lugar del azul. Sus manos no
estaban juntas, sino cruzadas: una postura que resultaba falsa y carente
de sentido. Me contaron muy deprisa que había sufrido mucho; ya no
lo parecía. Sus rasgos estaban ordenados como los muebles de un salón
de visitas del que alguien acaba de salir. Me parecía que le había visto
muerto varias veces ya, tan conocido me resultaba el aspecto de todo».
Pero otras veces los detalles no significan nada, son una pura enu-
meración, como si en esas frías descripciones quisiera el protagonista
distraer la atención para evadirse del miedo. Este párrafo es uno de
los setenta y un episodios del libro —el más breve—, un episodio sin
conexión con el que precede ni con el que le sigue: «He visto abajo el
conjunto siguiente: un carrito de mano empujado por una mujer; de-
lante, colocado a lo largo, un organillo. Detrás, atravesado, un cesto de
niño, y un niño muy pequeño, de pie sobre sus piernas sólidas, con aire
alegre debajo de su gorro, no quería dejar que le sentaran. De vez en
cuando la mujer da vueltas al manubrio. El pequeño vuelve a ponerse en
pie, saliendo de su cesto, y una niñita con su vestido verde de domingo
baila y toca una pandereta levantándola hacia las ventanas».
Al sentimiento de vacío que domina al personaje —«no soy nada»,
dice de sí mismo— se suma la confabulación de las cosas, que le despre-
cian: «[...] ha habido noches en que me levantaba el miedo mortal, y me
hacía aferrarme a la idea de que, por lo menos al estar sentado, podía
sentirme vivo; pues los muertos no están sentados. Era siempre en uno
de esos cuartos transitorios, que me abandonaban tan pronto como me
sentía mal, como si temieran verse comprometidos y mezclados en mis
penalidades. Estaba sentado, y sin duda mi aspecto era tan espantoso
que ninguna cosa tenía el valor de reconocerme. La luz misma, a la
que yo acababa de hacer el favor de encenderla, no quería saber nada
de mí. Ardía para sí misma, como en un cuarto vacío. Mi última espe
ranza era, como siempre, la ventana. Me imaginaba que podría haber
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a la que hacía casi cinco años que no veía. Las circunstancias eran aho-
ra muy distintas: el poeta no era ya su amante, ni su devoto y sumiso
admirador, sino un hombre casado, con una hija, y con la seguridad en
sí mismo que le daba una fama creciente. Después fue a Berlín, donde
—sin gran constancia— siguió un curso del filósofo Georg Simmel. Más
tarde pasó unas semanas en el castillo de Friedelhausen, la residencia de
su reciente amiga la condesa Schwerin. El castillo de Friedelhausen, con
su aspecto irreal de cuento de hadas —altos pináculos y ventanas ojiva-
les de un gótico no sólo imitado, sino llevado a la exageración a media-
dos del siglo xix— fue un remanso de paz en estos meses atormentados
e indecisos de la vida de Rilke. Clara vino unos días a Friedelhausen,
y mientras los dos charlaban en voz baja en la terraza del castillo, la
escultora modeló una pequeña cabeza inclinada del poeta. En el castillo
conoció Rilke a Karl von der Heydt y su mujer Elisabeth —los más
íntimos amigos de la condesa—, que le invitaron a pasar unos días con
ellos en su casa de Godesberg. Y allá habría ido Rilke a falta de mejor
destino, pero le llegó el telegrama de Rodin en que invitaba a su bien
cher ami no sólo a venir a París pour pouvoir parler, sino a instalarse en
su propia casa de Meudon.
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IX
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La propia voz del poeta no es más que un eco que devuelven las cosas:
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Por eso, la tarea del poeta es, como dice Rilke en la Trilogía española,
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Los padres de
Rilke en 1873,
recién casados.
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Vom lieben Gott und Ande- Das Buch der Bilder (El libro
res (Sobre el buen Dios y de las imágenes), de 1902.
otras cosas), el primer libro La viñeta de la portada,
de Rilke publicado en dibujada por Heinrich Voge-
1900 por la Insel Verlag, ler, la usó Rilke en el papel
que más tarde sería la edi- de cartas que utilizó en los
torial de todas sus obras. primeros años del siglo.
La segunda edición de este
libro, en 1904, aparecerá
con otro título, Geschich-
ten vom Lieben Gott (His-
torias del Buen Dios).
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Al compositor
Ferruccio Busoni
le conoció Rilke en
Múnich, pocos meses
antes de la guerra, en
marzo de 1914, y vol-
vió a encontrarle en
el verano de 1919
en Zúrich. Tanto
Rilke como Busoni se
refugiaron en Suiza
después de la guerra.
El primer amigo de
Rilke en Múnich fue
Jacob Wassermann,
sólo dos años mayor
que él, pero ya firme-
mente asentado en el
mundo literario
muniqués, por sus
primeras novelas,
cuando el poeta llegó
a esa ciudad.
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Lou Andreas–Salomé en
1897, el año en que la
escritora conoció a Rilke.
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Página manuscrita de
Rilke —una carta
dirigida a su editor
Kattendidt—, con la
letra apresurada que Lou
le invitará a transformar
en otra cuidada y
preciosista.
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Rilke en 1902.
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Rilke ante el
escritorio —diseñado
por Vogeler— de su
casa de Westerwede,
en el que escribió
—pro pane
lucrando— las
reseñas bibliográficas
y artísticas que
enviaba al Bremer
Tageblatt.
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Rilke y Clara en
Roma, en
febrero de 1904.
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Rodin en el jardin de la
Villa des Brillants de
Meudon.
Rodin modelando el
busto de la americana
Mrs. Simpson, en 1903.
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Rilke en Bad
Rippoldau, en
junio de 1913.
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La baronesa Sidonie
Nádherný von Borutin,
a la que Rilke conoció
en París en 1906 —con
motivo de una visita de
la baronesa y su madre
al taller de Rodin—.
El poeta pasó algunas
temporadas en el castillo
de Janowice, junto a
Praga, propiedad de la
familia Nádherný.
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De izquierda a derecha, Ivan y Claire Goll, Marc y Bella Chagall. Fotografía de 1923.
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Werner Reinhart, empresario y mece- Rilke en los años en que vivió en Suiza.
nas suizo, que alquiló y luego com-
pró el torreón de Muzot para que
viviera Rilke en él. «El señor feudal»,
le llamó afectuosamente el poeta.
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Rilke y Baladine
Klossowska, a la entrada
del torreón de Muzot.
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X
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CAPRI. UNA SUBJETIVIDAD TRASCENDENTE
días, Clara embarcó hacia Egipto, el poeta le dijo que subiría al monte
Tiberio a decirle el último adiós, mientras el barco se fuera adentrando
en el mar. Pero, llegado el momento, se encontró cansado, y no subió.
Allí, a Capri, le llegó a Rilke un gran paquete de libros, remitido
por el editor Juncker: acababa de imprimirse la edición completa de El
libro de las imágenes. El libro incorporaba ya la tercera parte, en la que
había muchos poemas escritos en París el año anterior, cuando el poeta
se había liberado de la burocracia de Rodin y de la inoportuna visita
de Ellen Key. En el mismo paquete está la primera edición separada de
La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke. A Kippenberg
le pide ejemplares de El Libro de Horas, que se había publicado poco
antes, ya en la versión definitiva, que incorporaba El libro de la pobreza
y de la muerte, escrito en los días soleados de Viareggio. Era frecuente
que el poeta pidiera a sus editores un número tan alto de ejemplares,
que a la hora de la liquidación anual los derechos que le correspondían
resultaban extraordinariamente mermados.
Estaba próximo a cumplirse el sueño de Rilke de publicar todas sus
obras en la misma editorial, algo que el poeta había deseado desde sus
primeras publicaciones en Praga. Esta fidelidad a sus editores —que en
ocasiones no tuvo la reciprocidad esperable— hizo que Rilke clasificara
su vida entre tres etapas con el nombre de la editorial: la Katzen-Zeit
de los primeros tiempos, que llega hasta finales del siglo xix, la Juncker-
Zeit, que llega hasta 1904, y finalmente la Insel-Zeit, que, sobreviviendo
al poeta, ha llegado hasta hoy. Desde Capri, Rilke escribe varias cartas
a Anton Kippenberg, el director de Insel, para animarle a adquirir los
derechos que tenían sobre sus obras los editores anteriores. Este año
1907 se afianza la relación entre el autor y su editor. Kippenberg, que
no había tenido claro hasta entonces el valor de la obra de Rilke, cambia
radicalmente. El tono de la correspondencia pasa a ser cordialmente
respetuoso (el «muy señor mío...» inicial se ha convertido en «mi que-
rido y admirado señor Rilke...» y en «mi querido y admirado doctor...»
cuando es el poeta quien escribe al editor). Cuando, dentro de unos
años, Kippenberg cree la colección Insel-Bücherei, una elegante y meri-
toria conjunción de libro de lujo —tapa dura, cuadernillos cosidos y la
mejor tipografía de la época— y libro de bolsillo —por las dimensiones
y por el precio popular: medio marco, cincuenta Pfennige—, pensará
en Rilke para inaugurarla. Y cuando en los años sucesivos Rilke le envíe
los mensajes angustiados que Kippenberg aprendería a reconocer por el
uso de los puntos suspensivos («he echado cuentas, y no sé cómo salir
adelante...», «en estos días mi situación es difícil...»), le hará rápidamen-
te un giro que salva al poeta de la inanición, sin pararse nunca a hacer
cuentas sobre los ejemplares vendidos.
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CAPRI. UNA SUBJETIVIDAD TRASCENDENTE
literarios. En Los apuntes de Malte Laurids Brigge, el poeta les dedicó uno
de los episodios más intensos. La idea de la que parte el poeta es que,
al amar, el amante adelanta al amado, avanza por delante de él y, por
tanto, sólo Dios queda ya a la vista: «En ellas, el misterio se ha hecho
sagrado; lo gritan en la noche como ruiseñores. Claman por uno solo;
pero la naturaleza entera armoniza con ellas: es el clamor por un Ser
Eterno. Se precipitan tras el que han perdido, pero ya con los primeros
pasos le adelantan, y por delante de ellas sólo está Dios. Su leyenda es la
de Byblis, que persigue a Caunos hasta Licia. El empuje de su corazón la
impulsó por los países tras sus huellas; pero tan fuerte era su impulso,
que al entregarse apareció al otro lado de la muerte como una fuente,
como una fuente apresurada.
»¿Qué otra cosa le ocurrió a la Portuguesa, sino que en su interior
se hizo fuente? ¿Y a ti, Eloísa? ¿Y a vosotras, amorosas, cuyas quejas
nos han llegado: Gaspara Stampa, condesa de Die, y Clara de Anduve,
Luise Labé, Marceline Desbordes, Elise Mercoeur? Pero tú, pobre Aissé
fugitiva, vacilas ya y cedes. ¡Cansada Julie Lespinasse! ¡Inconsolable le-
yenda del parque feliz: Marie-Anne de Clermont!
»Todavía recuerdo exactamente que una vez, hace tiempo, encontré
un estuche de joyas: tenía dos palmos de ancho, en forma de abanico,
con un borde de flores incrustadas en el tafetán verde oscuro. Lo abrí:
estaba vacío. En el terciopelo, en una pequeña colina de terciopelo cla-
ro, ya no había nada. En la ranura de la joya, que estaba en el centro,
clara, vacía, sólo había un rastro de melancolía. Por un momento estaba
preservada. Pero para que quedaran como amadas, quizá siempre debía
suceder así».
Rilke no supo algo que han descubierto investigaciones recientes.
La monja portuguesa, Mariana Alcoforado, no existió. O, mejor dicho,
existió, pero no tuvo nada que ver ni con los amores que se le han atri-
buído ni con las cartas. Las cartas son de un escritor francés que luchó
contra España a mediados del siglo xvii, Noël Bouton Chamilly, conde
de Guillerargues. La autora de las cartas es, pues, un hombre, un guerre-
ro que luchó a espada y mató encarnizadamente a sus enemigos, y que
en los ratos libres supo remedar la voz de una amante despechada. ¿Ha-
bría escrito Rilke su apasionado ensayo de Capri si lo hubiera sabido?
¿Habría escrito Juan Ramón Jiménez su poema a la muerte de Georgina
Hübner si hubiera sabido que Georgina Hübner era una broma pensada
para reírse de él?
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XI
El día último de mayo de 1907, Rilke volvió a París. Durante unos días
se alojó en el hotel del Quai Voltaire, y luego volvió a alquilar un apar-
tamento en el inmueble del número 29 de la rue Cassette, pero esta vez
en el segundo piso. Las ventanas están ahora frente a las copas —llenas
de hojas recientes— de los castaños que se alzan en el claustro del veci-
no convento de Carmelitas. Vuelve a sentir la «marcada apatridia» (be-
tonte Heimatlosigkeit) de las maisons meublées. Por las mañanas pasea y
contempla las fieras del Jardin des Plantes, pero no escribe. Su situación
económica vuelve a ser angustiosa. Hace una lista de las cosas de las que
tiene que prescindir: «autobús (siempre a pie), té y libros (¡ay!)».
Por estos días, Julius Moses envía un cuestionario a varios intelec-
tuales alemanes —y entre ellos a Rilke— sobre «la solución de la cues-
tión judía»—. El conjunto de respuestas se publicó a finales de año:
Die Lösung der Judenfrage. / Eine Rundfrage. Veranstaltet von Dr. Julius
Moses, Berlín-Leipzig, 1907. La cuestión, planteada en esa época, no
tenía nada que ver con la situación de los judíos en Alemania, sino con
el destino del pueblo judío en general: con el sionismo. La respuesta de
Rilke parece inclinarse, tibiamente, hacia la agrupación territorial. «La
conciencia nacional, que tan paradójica resulta en una época de aproxi-
mación por encima de las fronteras —escribe Rilke—, debe conducir,
quizá, a la creación de grandes unidades estatales, de fuerte persona-
lidad». Pero, al final, el poeta insiste en la necesidad de una regenera-
ción del pueblo judío en el ámbito religioso, que del ritualismo externo
debe pasar a una profunda adecuación de la existencia individual a las
exigencias profundas de su religión. Por tanto, a su juicio, la «cuestión
judía» no es tanto un problema social como individual. «Este pueblo
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PARÍS. CÉZANNE. CONFERENCIAS Y LECTURAS
—en las que el poeta había copiado sus últimos poemas— con las re-
flexiones sobre Cézanne que el poeta le iba escribiendo, y que advierte
la coincidencia. Y Rilke lo reconoce: en su aproximación a la realidad
había llegado ya a una meta semejante. Pero es entonces cuando el poeta
explica la nueva lección que recibe de Cézanne, una lección que marca-
rá los últimos versos de los Nuevos poemas —es decir, los escritos en el
verano de 1908 e incorporados a Der Neuen Gedichte anderer Teil—. Y
esa lección se puede resumir en dos palabras, que están en la carta de 18
de octubre de 1907: «objetividad ilimitada» (unbegrenzte Sachlichkeit).
Cézanne había superado, en la última etapa de su obra, «preferencias e
inclinaciones; se había desprovisto de los recuerdos. Reproducía man-
zanas, cebollas y naranjas con el simple color. No hay interpretación
alguna, no hay juicios, no hay ningún rasgo de superioridad».
En la carta del 13 de octubre ya había aludido a la necesidad de
excluir el sentimiento. Contemplando los cuadros de Cézanne ha «com-
prendido cada vez un poco mejor lo necesario que es rebasar el amor
mismo; es natural amar cada una de estas cosas cuando se están hacien-
do —añade—; pero si eso se muestra, ya no se hace bien: con ello se
juzga, en lugar de decirlo. Uno deja entonces de ser imparcial. [Antes de
Cézanne] se pintaba: amo esta cosa, en lugar de decir: hela aquí, y que
cada cual pueda ver si la he amado».
En la carta del 3 de octubre —hablando de Van Gogh, no de Cé-
zanne— había expresado ya esa necesidad de exclusión de toda sub-
jetividad: «su amor por todas las cosas —dice refiriéndose al pintor
holandés— queda como algo anónimo y él mismo se mantiene oculto.
No muestra su amor; lo tiene. Lo saca de él y lo mete precipitadamente
en el trabajo, en lo más profundo e imparable del trabajo: ¡de prisa!,
¡que nadie lo vea!».
La lección es clara: hay que llevar al extremo la objetividad del
Ding-Gedicht. ¿Significa eso una deshumanización de la nueva poesía?
A primera vista podría parecer que sí: esa radical objetividad no deja
fisura alguna para el acceso de la subjetividad. Es una poesía, en ese
sentido, hermética. Pero si se leen atentamente las cartas sobre Cézanne
—y esas pocas frases transcritas lo revelan suficientemente—, se adver-
tirá que una cosa es ocultar y otra eliminar. El amor queda in der Arbeit
Innerstes, en lo más profundo del trabajo —del cuadro, en el caso de
Van Gogh o de Cézanne; en el poema, en el caso de Rilke—.
Es la cuadratura del círculo: una poesía hermética en la que, sin
embargo, ha entrado el sentimiento. Describir «cosas sentidas» y ocultar
el «sentimiento». «En los Nuevos poemas me sirvo de la poesía —le dirá
Rilke a la amiga desconocida a la que contesta en carta de 3 de febrero
de 1923— no para expresar sentimientos, sino cosas que he sentido».
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Pero hay que volver un momento a ese encuentro con Rudolf Kass-
ner en noviembre de 1907, porque el filósofo austriaco, que sólo tenía
dos años más que Rilke, fue, desde ese momento, no sólo su mejor
amigo, sino el pensador que más influyó en su obra. El misticismo de
Kassner, su concepción estrictamente individualista de la religión, sus
grandes teorías en que Dios, el cosmos y el hombre aparecen armóni-
camente enlazados en vibrantes imágenes poéticas, los tuvo Rilke muy
presentes. Kassner llegó a afirmar que las Elegías de Duino no habrían
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PARÍS. CÉZANNE. CONFERENCIAS Y LECTURAS
sido posibles sin el sustrato filosófico que su obra dio a Rilke, pero eso
es algo difícil de confirmar o de refutar. Lo cierto es que Rilke leyó los
libros de Kassner con admiración, casi con reverencia. Y aunque el trato
personal entre ambos no fue intenso, sí lo fue su relación epistolar.
Rilke dedicó a Kassner dos de sus poemas más reveladores. El pri-
mero fue «Cambio» (Wendung) —escrito en 1914—, cuyo significado
en la evolución poética de Rilke se señalará más adelante. Al frente de
ese poema, Rilke puso uno de los aforismos de Kassner: «El camino de
la interioridad a la grandeza pasa por el sacrificio» (Der Weg von der
Innigkeit zur Größe geht durch das Opfer). En realidad, el poeta mati-
zó el pensamiento del filósofo, dándole un giro más objetivo («El que
quiera ir de la interioridad a la grandeza, debe sacrificarse», escribió, en
realidad, Kassner, Wer von der Innigkeit zur Größe will, der muß sich
opfern). El segundo poema que Rilke dedicó a Kassner fue la Octava
Elegía, quizá la de carácter más abstracto, más filosófico, en la que el
poeta trata sobre el sentido de la vida.
El tiempo en que más largamente convivieron Rilke y Kassner fue el
que ambos pasaron en Duino en diciembre de 1911. El relato que hace
la princesa Maria de los paseos que daban juntos, con los detalles de la
actitud de uno y otro, es extraordinariamente revelador de la relación
que existía entre ellos: «A Rilke le hacía especialmente feliz la presencia
de Kassner. Daban grandes paseos a primera hora de la mañana, sobre
todo por el jardín zoológico, que le encantaba al poeta. Y muchas ve-
ces, desde la terraza del castillo, yo los veía regresar enfrascados en la
conversación. Kassner, con los ojos brillantes y dominadores, haciendo
gestos enérgicos y hablando en voz alta; a su lado, el delicado Seráfi-
co, algo encorvado, con los ojos puestos en Kassner, escuchándole con
gesto serio, a veces sonriendo, otras con horror en la mirada, cuando
Kassner, en sus diatribas contra el mundo entero, no dejaba títere con
cabeza. La mayoría de las veces, Rilke acudía después a mí y, sin aliento,
me contaba, a medias risueño y a medias asustado, pero siempre con
enorme admiración y comprensión, lo que Kassner le había dicho, aun-
que no compartiera sus puntos de vista».
Y es curioso que Kassner, que por estar casado con una judía fue
víctima del Schreibverbot de los nazis y tuvo que huir de Austria preci-
pitadamente, después de muchos tumbos fuera a morir a Sierre, a ese
remoto pueblo de un valle suizo donde, treinta años antes, había muer-
to el poeta que tanto admiraba.
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ciada en estos años últimos de la primera década del siglo, pero que
retomará en los años finales de su vida y culminará en las Elegías y
los Sonetos. Esta trayectoria es explicable por motivos psicológicos: la
desolación que le produce la gran ciudad y la indiferencia que percibe
en los seres que le rodean tienen dos salidas. Una consiste en desviar se-
renamente la mirada hacia las cosas —su fruto es el Ding-Gedicht—. La
otra consiste en gritar su angustia. «Gritar» (schreien) y «grito» (Schrei)
son dos palabras que empiezan a aparecer en los poemas.
En Los apuntes de Malte Laurids Brigge se transcribe un versículo de
los Salmos: «Dirijo mi grito a ti, Señor, y no contestas» (Salmo 30, 20).
Rilke era un asiduo lector de los Salmos y de las quejas, a veces desespe-
radas, del Salmista: «Señor, Dios mío, de día te pido auxilio; de noche
grito en tu presencia; llegue hasta ti mi súplica, presta oído a mi clamor»
(Salmo 88, 2). Como en los Salmos, también en los poemas de Rilke el
grito va unido a la oscuridad.
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línea que quizá los editores de las obras completas han confundido y no
se trate de un esbozo de ningún poema —a pesar del ritmo de la frase—,
sino de una reflexión o de un proyecto del poeta, que está en la línea de
su propósito de llevar al extremo su sachliches Sagen.
Otros fragmentos sí tienen consistencia poética:
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tenido una mecedora, y flores y perros y un bastón fuerte para los ca-
minos de piedra, y nada más. Un libro encuadernado en piel de color
marfil pálido, y un pequeño esmalte de flores en la portada. Con todo
eso, yo habría escrito. Habría escrito mucho, porque habría tenido mu-
chas ideas y muchos recuerdos.
»Pero no ha sido así. Dios sabrá por qué. Mis muebles antiguos se
pudren en un pajar, donde me han dejado guardarlos, y yo mismo, bue-
no, de esto mejor es no hablar, yo no tengo techo sobre mí y me llueve
en los ojos».
A los pocos días del regreso, Rilke comunica a su editor que el
libro está casi terminado. «Pero el texto —le dice— está en pequeños
cuadernos de bolsillo y en un gran manuscrito antiguo, y resulta difí-
cil de entender; en el pasado invierno, en que he seguido trabajando
con creciente agotamiento e incomodidad, han quedado algunas partes
del texto, contra lo que ha sido mi costumbre hasta ahora, en apuntes
descuidados y confusos. Así que sería necesario hacer una copia total
y uniforme [...] Primero quisiera continuar mi trabajo, y luego, en el
invierno, ir unos ocho días a Leipzig, donde usted sin duda puede reco-
mendarme un copista adecuado y echarme una mano...».
Antes de hacer las maletas y emprender el viaje a Leipzig para dictar
el manuscrito del Malte, Rilke recibe una carta de la princesa Maria von
Thurn und Taxis, en la que le expresa su deseo de conocerle —«si es
que puedo considerar desconocido al poeta cuya obra admiro tanto»,
dice— y le cita en su hotel: el Liverpool, el lunes 13 de diciembre de
1909, a las doce del mediodía. Vendrá también a tomar el té —añade
la carta— la condesa Ana de Noailles, que desea igualmente conocerle.
El poeta contesta de inmediato: irá, aunque lleva «meses sin tratar con
gente», sumergido en su trabajo, «del que alzará excepcionalmente la
vista por la bondad» —Ihre Güte, dice con fórmula arcaica— que ha
tenido al invitarle.
No es difícil imaginar que la cita le tuvo inquieto los días anteriores,
y no por la princesa Maria, sino por Ana de Noailles. Rilke había leído
los tres libros de versos, Le Cœur Innombrable, L’Ombre des Jours y Les
Eblouissements, de la condesa, y sobre ellos había escrito un ensayo,
Los libros de una amante (Die Bücher einer Liebenden), que no llegó
a publicar. En los últimos años, el poeta le había ido enviando, cuida-
dosamente dedicados, todos sus libros: El libro de las imágenes, que
mandó encuadernar en pergamino, los Nuevos poemas, la monografía
sobre Rodin... Pero la condesa le fascinaba, no como poeta, sino como
amante. Todas las veces que Rilke escribe la lista de las grandes poetas-
amantes de la historia —porque le rondó muchas veces por la cabeza
escribir un libro sobre ellas—, aparece la condesa de Noailles.
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tar las últimas líneas, el poeta empieza a sospechar que está prisionero
del mismo destino que su protagonista: «[...] nadie más que tú, querida
Lou, puede distinguir y comprobar de qué modo y en qué medida es se-
mejante a mí. No sé si él, que está hecho de mis peligros, ha sucumbido
en ellos y ha impedido así que yo corra la misma suerte, o si, por el con-
trario, al haber trazado estos Apuntes, no me habré precipitado yo en
la corriente que me arrastra y me empuja hacia la misma orilla. ¿Puedes
imaginarte que vaya detrás de ese libro como una especie de náufrago
superviviente, sin saber qué hacer, a la deriva e incapaz ya de toda otra
ocupación?
»A medida que terminaba el libro, iba aumentando en mí la convic-
ción de que significaría un corte indescriptible, una línea de partición de
las aguas, como me decía a mí mismo. Pero ahora resulta que las aguas
corren por el viejo cauce, mientras yo me marchito en una sequía sin
remedio. Y si sólo fuera eso. Pero el otro, el desaparecido, me ha des-
gastado de alguna manera, impulsándose, con todas las energías y los
objetos de mi vida, en el inmenso despliegue de su caída. Pues no me
queda nada que no estuviese en sus manos, en su corazón. En su deses-
perado empeño se ha llevado todo lo que era mío. Apenas creo percibir
una cosa nueva, cuando al momento descubro también la fisura, el sitio
por el que la ha desgajado bruscamente. Quizá debiera de haber escrito
ese libro de la misma manera que se prende fuego a la mecha de un
barreno: poniéndome a salvo en el momento en que estaba a punto de
estallar».
La frase más dolorida está en una carta del mes de julio, dirigida a la
princesa Maria von Thurn: «Creo que ya no sé hacer más libros... creo
que en adelante sólo podré hacer algo sencillo, breve». En el verano,
en que se detiene en Leipzig, camino del castillo de Lautschin, le dice
a Katherina Kippenberg: «El arte es algo superfluo. ¿Acaso sirve el arte
para curar heridas, puede quitarle la amargura a la muerte? No serena
a los desesperados, no sacia a los hambrientos, no sirve para vestir a los
desnudos».
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XIV
La vida del poeta a lo largo del año 1910, aunque sería difícil de trazar
sobre un mapa, resulta fácil de resumir en una frase: viajes errabundos
y relaciones superficiales. Cuando acabó de dictar Los apuntes en la
Turmzimmer de Leipzig, viajó a Berlín, que encontró una «ciudad agresi-
va, que no entiendo en absoluto», luego viajó a Roma, «ciudad indescrip-
tiblemente hermosa, pero de la que no capto más que alguna cosilla,
de cuando en cuando». En Roma se planteó una disyuntiva: volver a
París o emprender grandes viajes. «Creo que sólo puedo estar en París
y trabajar, o ver ciudades muy lejanas. Ver cosas extrañas, con las que
nunca haya coincidido, de manera que no me encuentre en la situación
de volver a decir lo mismo y de la misma manera, sino que tenga que
hacer el esfuerzo, la continua tarea, la continua inquietud, de expresar
esas cosas de una manera completamente distinta, en una auténtica tra-
ducción de equivalencias (reine Übersetzung von Gleichwerten)... Cosas
que han de quedarse fuera, fuera del alma, alejadas sentimentalmente,
y que no alcancen significación alguna».
No optó ni por lo uno ni por lo otro. Desde Roma fue al casti-
llo de Duino, donde sólo estuvo una semana, precisamente porque se
encontraba allí demasiado feliz en compañía de los príncipes y de su
amigo Rudolf Kassner. Desde Duino fue a Venecia, donde estuvo dos
semanas, haciendo algo tan absolutamente ajeno a él como investigar
la vida de un almirante veneciano del siglo xiv, Carlo Zeno. Va todas
las tardes a la biblioteca municipal, y le escribe a Clara: «Entre esos
libros y catálogos estoy absolutamente desorientado y no encuentro
nada, es como si tuviera que buscar allí un trébol, o tuviera que en-
contrar fresas. Vienen hacia mí, como si yo fuera un sabio, dejan todo
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primera noticia pública del poeta de Praga que llega a España. D’Ors
venía publicando unas «Notas sobre la novísima literatura alemana»,
que serían siete en total; en la quinta es donde dedica un párrafo a
Rilke. Con juicio certero, dice Xenius que la poesía de Rilke supone
una reacción contra el arte formal, imperante en la época: se basa la
poesía de ese raro poeta alemán —dice el glosador— en impresiones
naturalistas y cósmicas de la realidad. Es curiosamente premonitorio
que d’Ors aluda a lo cósmico, que será una de las características de
la última etapa de Rilke, a la que falta aún una docena de años por
llegar.
Y un segundo inciso español: unos años más tarde de esa glosa or-
siana, el Malte recibirá un inesperado homenaje por parte de un escri-
tor español. Se trata de una obra de teatro, Lo invisible, inspirada en
la obra de Rilke. Cuando Azorín describe los elementos del decorado
de la primera escena, habla de una mesa, unas flores —rosas, natural-
mente— y un libro. Ese libro es Los apuntes de Malte Laurids Brigge.
Azorín, al final de la descripción, habla de Los cuadernos... probable-
mente porque ha leído la obra en la traducción francesa de Maurice
Betz: «Sobre el tablero de la mesa —limpio, despejado— un ramo
pomposo de rosas. Algunos pétalos han caído y reposan en la brillante
superficie. Un libro abierto. Lectura larga, despaciosa, entrecortada de
meditaciones. Ese libro ha sido leído, vuelto a leer, sentido, a lo largo
de muchos meses. El autor era uno de los más grandes poetas contem-
poráneos. Vivía solitario, abstraído, obsesionado por su último trance.
Su vida parecía un hilito de cristal; a cada momento podía ser roto.
Podían romperlo un soplo tenue, una vibración casi imperceptible, la
caída de uno de estos pétalos de las rosas, que se van desprendiendo
ahora, en el silencio, sobre el limpio tablero. Un día, cuatro líneas en
los periódicos. Nada más. La vorágine de los sucesos universales con-
tinuaba. Parecía que en el tráfago mundanal, entre el estrépito de las
cosas, se había oído como un debilísimo lamento. No era nada y era
mucho. Era, en el curso de la Humanidad, uno de los mayores sucesos
que pudieran acontecer. El poeta más fino entre todos los modernos
desaparecía. Con el silencio, la delicadeza, la suavidad con que había
vivido, se iba de este mundo. El cielo, aquella mañana en que leía yo la
noticia, estaba radiante. Las rosas rojas resaltaban entre la verdura del
follaje. Todo era lo mismo que antes, y un cambio profundo se había
operado en las regiones del espíritu. La Humanidad se sentía aminora-
da. Rainer Maria Rilke había muerto. Durante muchos meses yo había
ido sintiendo vibrar la sensibilidad del poeta en sus obras. La muerte
era la obsesión de Rilke. ‘Señor —escribía el poeta—, da a cada cual
su muerte, su muerte adecuada, una muerte que salga verdaderamente
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XV
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de los que habla en las cartas no parece que fueran más que turistas con
los que coincidió en la travesía y en las excursiones. Desembarcaron en
Argel, y allí permanecieron una semana: «Argel es, en gran parte —es-
cribe Rilke—, una ciudad francesa, pero un trozo en pendiente, donde
se apiñan las viejas casas de turcos, moros y árabes, forma con el cielo
una visión grandiosa; allí los mendigos y los cargadores vagan de un
lado para otro como predestinados, Alá es grande y no hay otro poder
que el suyo en el mundo...».
Viajan después, por el desfiladero de El Kantara —la Puerta del De-
sierto—, a Túnez. Su última imagen de Argelia es una casita amarilla en el
oasis que se extiende ante las dos grandes laderas que abren el desfiladero.
«Cada vez que pienso en Argelia —le dirá a Gide muchos años después—
me acuerdo de aquella casita amarilla con una nostalgia casi definitiva.
Cuando pasé junto a ella me prometí volver: ¿mantendré mi palabra?».
En diciembre está ya en Túnez, donde el poeta deambula por el zoco,
deslumbrado por los colores, los olores y los brillos de tantos objetos
que se agolpan sobre las alfombras de los vendedores: «En el zoco se
tiene por un momento la impresión de que se está en Navidad; hay co-
sas de tan variado colorido, las telas son tan ricas y sorprendentes, y el
oro brilla de tal manera, que parece que todo lo vamos a recibir como
regalo. Y cuando, por la noche, sólo luce por encima de todo ello una
única lámpara que arde y se balancea... entonces parece que transcurren
las mil y una noches, tal como las hubiéramos soñado y deseado...».
De Túnez fueron a Kairuán, la ciudad santa. Allí le impresiona la
inmensa mezquita, construida con cientos de columnas de Cartago y de
otras colonias romanas de la costa. «Es una ciudad blanca, rodeada de
un muro gris; detrás sólo tiene una llanura con tumbas, como si estu-
viera custodiada por sus muertos». Al salir de Kairuán, un perro ama-
rillo que sale de una cabila salta sobre el poeta y le muerde, y el poeta
comenta: «Le di toda la razón; se limitaba a expresar, a su manera, lo
absolutamente injusto que yo estoy siendo con todo».
En Nochebuena los viajeros quieren oír misa, y encuentran una igle-
sia que antes había sido mezquita. A Rilke le conmueve «una casa [que
ha sido] de distintas religiones pero de un mismo Dios» y recuerda que
«esta tierra de grandes y apasionadas creencias ha sido la primera en
que arraigó el cristianismo. Cartago y la región de Cartago han sido la
patria de san Agustín...».
La primera parte del viaje ha terminado. El grupo vuelve a Europa.
Desembarcan en Palermo, donde el poeta visita el palacio Sclaffani, y
se queda extasiado ante el óleo de El triunfo de la muerte. «Ha entrado
vigorosamente en mi conciencia: más aún que las vivencias de Túnez...
al fin y al cabo uno es sobre todo europeo».
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ÁFRICA. LA SENSACIÓN DE FRACASO
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
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ÁFRICA. LA SENSACIÓN DE FRACASO
asombro, a los que aún no había llegado? [...] de pronto empecé a tener
confianza de una manera inesperada [...] Me di cuenta, después de un
instante, de lo que había pasado. De detrás de la pirámide real, había
volado una lechuza hacia la cabeza de la esfinge, y lentamente, y sin
que apenas pudiera oírse en la profundidad de la noche, había rozado
levemente con su blando vuelo el rostro: y ahora, como el silencio de
la noche en que yo estaba, desde hacía horas, había agudizado mi oído,
quedó marcado en mí, con claridad absoluta, como por un milagro, el
contorno de cada mejilla».
La grandeza de la visión —la colosal esfinge que se resiste a la du-
reza del desierto e invita al hombre confiar en sus manos, en que éstas
vencerán también la adversidad— volverá a aparecer diez años más
tarde en la Séptima Elegía. En ella la esfinge, con las columnas, los pór-
ticos, las grandes ciudades y las catedrales se convierte en un símbolo
de la lucha del hombre contra el destino aniquilador (das vernichtende
Schicksal) y el poeta le pide al ángel que se asombre, porque «nosotros
somos el milagro», y que lo cuente ¿a Dios?, porque nuestra voz no es
suficiente para llegar tan alto.
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XVI
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
Bin ich ein Engel denn, daß ich sie gleich ergriff?
Bin ich so hell in dem Seitenschiff
meiner Einsamkeit?
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PARÍS. MARTHE HENNEBERT
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
Pero hay que retroceder a los días del primer encuentro de Rilke
con Marthe Hennebert. De las dos traducciones que había emprendido
el poeta, la última que terminó fue la de El amor de Magdalena, un viejo
manuscrito ruso que un investigador había descubierto en una bibliote-
ca de San Petersburgo. Rilke no lo eligió al azar. Aquel texto confirma-
ba viejas y repetidas ideas suyas: el amor es imposible y Cristo es sólo
el refugio de mujeres abandonadas. Magdalena soportó la distancia de
Cristo vivo, le amó más allá de su muerte, y sufrió sin desfallecer aquel
noli me tangere de Cristo resucitado. No sabemos si se ha cotejado el
original —el manuscrito Q, I, 14 de la Biblioteca Imperial rusa— con la
traducción de Rilke, pero en ésta hay párrafos que coinciden casi lite-
ralmente con algunos párrafos de Los apuntes de Malte Laurids Brigge.
Rilke llegó a decir que si hubiera conocido antes el sermón no habría
escrito el Malte.
Después de la traducción, nuevo silencio. Para Rilke, los poemas no
son fruto del esfuerzo, de la lenta maduración del poema, de la lucha
verso a verso. A él los poemas le llegan, súbitamente, enteros, acabados.
Cuando la condesa de Noailles, en aquel encuentro en el hotel Liver-
pool, le dijo, como una confidencia entre poetas, «qué difícil es algunas
veces encontrar la rima para un verso, ¿verdad, señor Rilke?», el poeta
la miró asombrado. No la entendía. Él nunca buscaba las rimas, ni con-
taba las sílabas de un verso. Cuando el poema venía —en mitad de la
calle, en un bosque, en el silencio de su habitación—, él se limitaba a
transcribirlo con su letra clara.
Por eso, su actitud desde hacía más de un año no era de búsqueda,
sino de espera. La misma espera sufriente de otras épocas, en las que Pa-
rís le había resultado el lugar adecuado. Pero ahora París se había vuelto
inútil. Casi con vergüenza le escribe a Lou: «Pienso en mi mejor época
de París, la de los Nuevos poemas, cuando no esperaba nada ni a nadie,
y, sin embargo, el mundo todo venía a mi encuentro como tarea, y yo
respondía con un sentimiento puro. Quién me hubiera dicho entonces
que me esperaban todavía muchas recaídas. ¿Cómo es posible que yo
ahora, preparado y educado para la expresión, permanezca en realidad
sin vocación, sobrante?».
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XVII
LAUTSCHIN. WEIMAR.
LEYENDO A GOETHE ENTRE SUS COSAS
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LAUTSCHIN. WEIMAR. LEYENDO A GOETHE ENTRE SUS COSAS
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XVIII
Desde Weimar, Rilke viajó a Múnich para encontrarse con Clara y Ruth.
Pasaron ocho días juntos, y no debieron de ser muy gratos. En los úl-
timos tiempos apenas se habían visto, y la correspondencia entre ellos,
que había sido tan intensa en los días del viaje a África, prácticamente
había terminado. En esos días, Clara le pidió algo que era coherente
con la permanente separación de sus vidas: que formalizara la separa-
ción jurídica.
Rilke aceptó la iniciativa de Clara sin ninguna objeción. Es posible
que influyera, no la relación que por entonces mantenía con Marthe
Hennebert, sino la extraña idea que tenía sobre lo que podía ser esa
relación en el futuro. Rilke pensaba que Marthe podía ser la «guardiana
de su soledad» que siempre buscaba. Contaba entonces con que Mar-
the sería fácilmente maleable y aceptaría ese papel. Muy pronto se dio
cuenta de que esa previsión era un tremendo error: en una carta de
1913 —que trasluce un egoísmo poco disimulado—, dice el poeta a
Sidie Nádherný: «Yo pensaba que Marthe debía prepararse para ser el
auxilio, la protección de mi vida, y resulta que se ha convertido para mí
en una preocupación ciega, que se aparta de mí y sigue avanzando por
su propia vida».
Romper con Clara era otro error. Kippenberg, que fue siempre uno
de sus más leales consejeros, le recomendó más de una vez que no lo
hiciera. Clara era fuerte, valiente, y eso para Rilke era un apoyo que
necesitaba. Esa fortaleza, frente a su debilidad, siempre le fue útil. Ade-
más, el poeta no podía encontrar en nadie una fidelidad como la de Cla-
ra, que aceptó todos los encuentros que el poeta le propuso y todas las
separaciones que le impuso. Le dio compañía cuando Rilke quiso estar
cerca de ella, y respetó su soledad cuando el poeta quiso alejarse.
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
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XIX
Sólo habían pasado dos años desde aquel primer encuentro con la prin-
cesa Maria en los salones del hotel Liverpool de París, y después apenas
se habían visto, pero las cartas del poeta tuvieron desde el primer mo-
mento un íntimo tono confidencial. Por la edad de la princesa, por su
carácter bondadoso y por la actitud maternal que adoptó desde el pri-
mer momento con él, resultaba la única destinataria posible de las que-
jas amorosas y las lamentaciones vitales del poeta. Frente a las respues-
tas de otras corresponsales mayores, como las de Lou Andreas-Salomé,
llenas de reflexiones psicológicas y de recomendaciones complicadas, la
princesa tomaba con humor las enrevesadas torturas de Rilke.
El propio nombre que la princesa decidió emplear para llamarle tie-
ne ya un claro tinte de humor: Rilke le resultaba demasiado frío; Rainer,
demasiado corto —y además no era su verdadero nombre—; Rainer Ma-
ria era demasiado largo y a la princesa le pareció poco respetuoso; así
que decidió llamarle Doctor Seráfico, probablemente porque expresaba
los dos aspectos que la princesa veía en el poeta: la del hombre profun-
do y la del ángel maltrecho. Da una idea precisa del tono con que la
princesa contestaba las largas y quejumbrosas cartas del poeta esta que
le envió cuando el poeta estaba aún en París:
«Yo creo que usted es uno de los hombres más afortunados de la tie-
rra (sí, enfádese usted como una chinche —lo digo con respeto—, pero
es así —¡si esos ojos suyos tan extraordinarios... se abrieran por una vez
por sí solos!—). Así que se lo voy a contar a usted:
»Usted es un gran poeta, y lo sabe perfectamente.
»Está usted enamorado (no proteste, está enamorado ahora y siem-
pre —de quién, cómo y dónde, da lo mismo—).
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DUINO. LA REVELACIÓN DE LAS ELEGÍAS
Cuando acababa el mes de enero tuvo lugar el episodio que dio arran-
que a las Elegías. Rilke había recibido una «molesta carta de negocios»
(ein lästiger Geschäftsbrief) que le exigía una respuesta inmediata, y el
poeta, contrariado, salió al exterior del castillo. Soplaba un viento fuer-
te, hacía sol y, como era mediodía, el mar brillaba con tonos plateados.
Empezó a bajar por la senda escarpada que conducía a la playa, tratando
de resolver el asunto que la carta le planteaba. Un ruiseñor lanzó unos
breves trinos al aire, y luego voló entre las rocas. Cuando el poeta esta-
ba a media altura del acantilado, oyó de pronto una voz que con la fuer-
za del viento que entraba en las hendiduras de las rocas, dijo —rugió:
Wer, wenn ich schrie, hörte mich denn aus der Engel Ordnungen?
Wer, wenn ich schrie, hörte mich denn aus der Engel
Ordnungen? und gesetzt selbst, es nähme
einer mich plötzlich ans Herz: ich verginge von seinem
Stärkeren Dasein. Denn das Schöne ist nichts
als des Schrecklichen Anfang, den wir noch grade ertragen
und wir bewundern es so, weil es gelassen verschmäht,
uns zu zerstören. Ein jeder Engel ist schrecklich.
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
«Ya puedo devolverle, querida princesa —le escribe esa misma no-
che—, su pequeño libro verde, para que se quede con él para siem-
pre. Lo he agotado, de manera máximamente arbitraria (höchst ei-
genmächtig), con el primer trabajo duinés —¡y el primero desde hace
mucho tiempo!—; un librito que estaba hecho precisamente para
eso...».
Hay que destacar esa palabra —eigenmächtig— que emplea el
poeta, porque es más expresiva en alemán que en español, y enorme-
mente reveladora: quiere decir, literalmente, «con fuerza propia». Así
consideraba el poeta que había surgido la elegía: no por impulso de su
fuerza creadora, sino por su «propia fuerza», por la fuerza del poema
mismo, es decir, por un impulso exterior al poeta.
Y ese dictado exterior —esa revelación— de las Elegías continúa
en los días siguientes. En los primeros días de febrero de 1912 escribe
la Segunda Elegía y los comienzos de la Tercera, de la Sexta, de la No-
vena, y, finalmente, el brioso arranque de la Décima:
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XX
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VENECIA. ENCUENTRO CON ELEONORA DUSE
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VENECIA. ENCUENTRO CON ELEONORA DUSE
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XXI
Con un grito lleno de asombro, casi infantil —«¡es Toledo!, ¡es Tole-
do!»—, Rilke le anuncia a su amigo Anton Kippenberg la llegada. Tanta
espera, tanta visión alucinada —los Toledos de El Greco— se hacían por
fin realidad en una mañana luminosa de invierno.
Rilke había llegado a Madrid en la madrugada del 2 de noviembre
de 1912 —día de los Fieles Difuntos, como recordará en el encabeza-
miento de una carta enviada ese mismo día— y cruzó la ciudad desde la
estación del Norte a la del Mediodía, sin detenerse. Desde hacía tiempo
—quizá meses— Rilke apenas se detenía. «Princesa, sabe usted que yo
tengo ya un solo anhelo: viajar a Toledo», le había escrito a Maria von
Thurn unos meses atrás. En Toledo, Rilke dejaría de ser viajero para ser
habitante. Ése era su propósito, ya expresado a principios de septiembre
en una carta dirigida a Sidie Nádherný: «Y en Toledo vivir, siendo ape-
nas viajero, quedarme como para siempre, todo lo toledano que me sea
posible... pues cuando pienso en lo que he de ver, creo interiormente
siempre que tengo necesidad de Toledo».
Cerca de dos horas de bullicioso ferrocarril, y a las diez de la maña-
na llegaba a la quietud de una ciudad que comenzaba a despertar. Dio
sólo unos pasos y pudo ver el escarpado perfil de Toledo. El puente de
Alcántara, las casas escalonadas del Alficén y, en lo alto, el Alcázar. Le
vino a la memoria la primera imagen que había conocido de la ciudad,
que coincidía con la visión que ahora tenía delante: un dibujo a lápiz del
pintor holandés Jozef Israëls, que ilustraba el Viaje por España que Rilke
leyó en el año 1900, recogía esta misma escena.
Del paseo de la Rosa a la plazuela de San Agustín, camino del hotel
Castilla, subiría el poeta en una de las tartanas alineadas en la estación,
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ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
cuánta ternura
he sumergido en la sangre,
en la sangre silenciosa del corazón
de tantas cosas que he querido,
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
es nähme
einer mich plötzlich ans Herz: ich verginge von seinem stärkeren
[Dasein.
Pero el poeta, que teme al ángel, añora su vuelo sin barreras, su pre-
sencia sucesiva en el anverso visible y en el reverso invisible de la reali-
dad. Y si huye del roce de sus alas frías, los invoca con angustia, a ellos,
sordos y mudos testigos de los hombres, pobladores de abismos de una
dimensión que ignoramos.
Rilke encuentra en Toledo la patria natural de los ángeles. Porque
Toledo es, dirá el poeta, una ciudad del cielo y de la tierra, una ciudad
donde convergen las miradas de los vivos, de los muertos y de los ángeles.
Y ese universo sin barreras es precisamente su elemento:
Por eso escribe Rilke que es en Toledo donde puede aprender «la rea-
lidad de los ángeles. Porque no hay nada como Toledo —si uno se aban-
dona a su influjo— que dé una imagen tan elevada de lo suprasensible;
las cosas tienen allí una intensidad que no es común, y que no es visible a
diario: la intensidad de una aparición».
Y estos ángeles, con largas y precisas alas de pájaro, los encuentra
el poeta en los cuadros de El Greco. Ángeles-pájaro que ascienden en
escorzo uniendo las escenas terrestres y celestes, que toman impulso en
los perfiles de Toledo y elevan los brazos hasta alcanzar las reuniones de
ángeles y de santos. La esencia de estos ángeles de El Greco «es fluyente
—escribe Rilke—, son ríos que corren a través de dos reinos, y como el
agua discurre por la tierra y la atmósfera, el ángel discurre por el recinto
más amplio del espíritu: es arroyo, rocío, manantial, surtidor del alma,
caída y ascenso».
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ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
I
Óleo delicado que la altura quiere,
estela azul que el incensario eleva,
música de laúd compuesta hacia lo alto,
leche del mundo, brota,
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
II
No sólo de los ojos de los discípulos
en los que queda la leve tristeza de tus ropas,
¡ay! te desprendes, también, del cáliz de las flores,
del pájaro que describe su vuelo;
I
Köstliche, o Öl, das oben will,
blauer Rauchrand aus dem Räucherkorbe,
grad-hinan vertönende Theorbe,
Milch des Irdischen, entquill,
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ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
II
Nicht nur aus dem Schaun der Jünger, welchen
deines Kleides leichte Wehmut bleibt:
ach, du nimmst dich aus den Blumenkelchen,
aus dem Vogel, der den Flug beschreibt;
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
ve cómo brota la sangre de la herida del pecho y golpea las llagas de las
manos: ya no ve más que sangre. Pero entonces un ángel se arroja junto a
ella, y colocado de través, la ayuda; y otros dos ángeles, como mariposas
pálidas, surgen bajo las manos que gotean, surgen arriba, en el ámbito de
la noche, y vuelan hacia la sangre, como para abrazarla, arrebatados por
las manos desnudas, y quieren coger la sangre como si fuera música».
«Como si fuera música». Cuando, unos años más tarde, Rilke se pre-
gunta qué ha querido decir él mismo cuando escribió, en la penumbra de
la sala del museo del Prado, la palabra música en el catálogo, al margen
de esta Crucifixión de El Greco, sólo tiene que mirar, una vez más, a los
ángeles: están reteniendo una sangre que brota como música. Y le pre-
gunta a Benvenuta —Magda von Hattingberg—: «¿No has querido tú
también algunas veces, con el corazón sobresaltado, retener así la músi-
ca, y no has podido? Y si alguna vez has podido hacerlo, ¿no ha sido por
la ayuda de los ángeles, que te han conducido y guiado a lo más hondo?».
Con este ángel de El Greco hecho ya materia de la memoria, Rilke
escribió dos poemas dedicados a él. En uno, muy inmediato a su con-
templación en Toledo, dijo del ángel que es como un
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Er kam gewaltig:
draußen war ein Kind.
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O Sternenfall,
von einer Brücke einmal eingesehn:
dich nicht vergessen, Stehn!
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ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
«caída de estrellas» de uno de los poemas de los años tardíos, y sin duda
esos pájaros que taladran la intimidad en uno de los últimos poemas:
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
corría con fruición los callejones en silencio, con olor a pasillo de casa
pobre, escuchaba el sonido tenue de sus propios pasos, y retrasaba, para
hacerlo aún más intenso, el contraste de estos recorridos interiores y se-
cretos con el paisaje abrupto que se abría al borde de las últimas calles.
Y en San Lucas, un nuevo encuentro con los ángeles. Rilke ha leído
la leyenda toledana, que Palazuelos recoge de Sixto Ramón Parro, de que
cuatro ángeles cantaron la Salve a la Virgen de la Esperanza en una época
en que los parroquianos, despreocupados, dejaron de hacerlo. ¡Música que
han cantado los ángeles! Rilke se preocupa de conseguir el texto, y sobre
todo la música, y se la envía inmediatamente al príncipe Alejandro von
Thurn, y al día siguiente le escribe a la princesa para insistirle en que la cante.
Él trata de repetir también esas sílabas que han pronunciado los ánge-
les, pero su propia voz, y la de los toscos fieles que le rodean, le apartan
de los sonidos que imagina mejor entonados por un coro de espíritus.
«Si se pudiera hacer callar a estos gruesos salmodistas —piensa con ma-
licia—, oiría cantar la Salve a los ángeles; pero aun así, siento intensa-
mente cómo toda la música antigua resuena como el viento en el interior
del mundo, soplando para sí misma, incluso si nosotros no estuviéramos
aquí. ¡Y esto sí que es música!».
Las visitas a la pequeña parroquia mozárabe y el eco de su música
volverán a aparecer mucho más tarde —dos años antes de la muerte del
poeta— en una carta escrita desde Muzot. «Me pregunto a menudo —es-
cribe Rilke— si no han sido episodios en sí mismos insignificantes los que
han ejercido el influjo más esencial en mi evolución y en mi obra». ¿Y qué
episodios tan decisivos cita? El trato con un perro, las horas pasadas en
Roma viendo trabajar a un cordelero, o mirando a un alfarero en una pe-
queña aldea del Nilo, junto a su torno, o el paseo con un pastor, a través
de un paisaje de la Provenza, o la música de una novena en una parroquia
pobre, donde una vez la cantaron los ángeles.
El frío del invierno y sus hábitos de centroeuropeo le recluyen pron-
to en su habitación. Parece, por varias cartas, que hacia las siete está ya,
de ordinario, en el hotel. Y entonces escribe y lee. Desde Toledo escribe
diecinueve cartas; de ellas, tres a la princesa Maria von Thurn und Taxis,
y tres a Anton Kippenberg; una sola a Clara, su mujer. Casi todas las
cartas están fechadas en la primera quincena. Del día 17 hasta el último
del mes sólo envía cuatro.
Por el epistolario podemos componer la lista de sus lecturas. Los
primeros días se dedica a los libros que acaba de recibir en Múnich: rela-
tos del austriaco Adalbert Stifter, novelas intimistas de su predilecto Jens
Peter Jacobsen. «Los tesoros del último envío de Insel —le escribe a Kip-
penberg, director de la editorial— me han hecho muy buena compañía
durante mi viaje, y me han hecho muy familiar, desde el primer momento,
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ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
Pero hay otro aspecto de Angela da Foligno del que Rilke no habla,
y es sin duda lo que más le aproxima a ella: la presencia del amor huma-
no. Su experiencia de casada antes de entrar en la Orden, su Instruc-
ción II sobre el problema del enamoramiento, su fogosidad amorosa
hacia Cristo, su llamativa inversión de amar a Dios por amor a los hom-
bres... Lo que esa pasión tiene de platonismo y renuncia coincide llama-
tivamente con los sentimientos que vive el poeta en estos años; también
coincide alguna de esas páginas con aquella sorprendente consideración
de Dios como hijo del hombre que Rilke sostuvo en El Libro de Horas.
En Toledo traduce Rilke a otra mujer apasionada, la poeta francesa
Louise Labé. El día 17 de noviembre envía su versión del soneto quinto
a Henriette Löbl. ¿Es casual que, de los treinta sonetos, Rilke empiece
a traducir precisamente por el quinto? Basta con una lectura para com-
probar que ha habido una elección muy consciente. Ése es el poema que
más concuerda con la situación anímica de Rilke. No sólo lo demues-
tran «el largo trabajo y las dolientes penas» que tienen tanto la poetisa
francesa como su traductor, y que aparecen ya en el primer cuarteto:
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ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
poema «La muerte», que termina con el episodio de la estrella que cae
tras el puente de San Martín, y la Cuarta Elegía.
Varios años más tarde —en 1921—, cuando cree de nuevo que pue-
de concluir las Elegías, una vez superados los horrores de la guerra y la
ofensa personal que vio en ella —porque le hacía imposible continuar su
obra—, vuelve a mencionar a Toledo; en una carta a Paul Adler, del 3 de
junio, le dice que tiene ya la esperanza de que puedan brotar en él los re-
cuerdos de «aquellas ciudades íntimas y sublimes: Moscú, Toledo, París».
Pero no había llegado tampoco la hora, ni el castillo de Berg am Irchel era
el lugar. Las Elegías no avanzan. Sólo un fragmento, que tenía el mismo
eco de grandiosidad, es de estas fechas, pero no acabaría integrado en
ellas: es la «Elegía inacabada» (Die unvollendete Elegie).
Y también cuando el poeta, al borde del agotamiento y la desespera-
ción, cree que no llegará a culminar las Elegías, aparece Toledo. Son los
años en que la sangre ha impuesto en el mundo «un gran mutismo», y en
los que Rilke, viendo siempre equivalencias con las cosas más triviales,
encuentra a su patria «como un enfermo en su cama». La perspectiva de su
vida pasada le infunde un amargo desasosiego; todos sus viajes y todas sus
vivencias, todo el esfuerzo para servir a su obra han quedado sepultados
bajo las «calamidades cauterizantes» de estos años. «¿Para qué he conocido
Toledo, para qué el Volga, para qué el desierto, si ahora estoy acorralado
en la más angosta revocación del mundo, llena de pronto de los más inapli-
cables recuerdos?» —le escribe a Kurt Wolff el 28 de marzo de 1917—.
Con un frío que se le iba adentrando hasta los huesos y con ese do-
lor difuso que en Rilke atacaba a la vez el cuerpo y el espíritu, el poeta
emprendió la ruta del sur, esperando encontrar parajes más templa-
dos. No tenía, tampoco, esperanza. «Después de haber estado en To-
ledo, resulta uno muy difícil de contentar». Córdoba le irrita. Sevilla
le decepciona. «Córdoba. ¡Esta mezquita! Es una pena, una tristeza,
una vergüenza lo que han hecho con ella. Esa iglesia enmarañada en
su interior. Dan ganas de pasarle un peine, como a los nudos de unos
hermosos cabellos. Han adosado unas capillas oscuras para digerir de
manera suave y constante a Dios, como el jugo de una fruta. Y resulta
absolutamente insoportable oír el órgano y el canto de los canónigos.
Viene a la mente, sin pretenderlo, la idea de que el cristianismo corta a
Dios como una hermosa tarta, pero Alá es grande, Alá es santo».
Si en Toledo había vivido «un deseo indescriptible de sentir a Dios»,
lo que percibe en su trayecto del sur es una inmensa desolación espiri-
tual. «Aquí reina una indiferencia sin límites, por todas partes iglesias
vacías, iglesias olvidadas, capillas que se mueren de hambre». Y si en To-
ledo afirmó que frente al paisaje de la ciudad castellana sólo cabía abrir
la Biblia y leer, en Córdoba le brota una irresistible necesidad de leer
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ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
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ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
Con qué satisfacción debió de leer esos versos el poeta, que veía
expresada —en un lenguaje muy distinto al suyo— esa idea que él tenía
tan presente: la fusión entre la vida de acá y de allá, la de uno y otro
lado de la muerte, una sola, una misma vida, esa por la que transitan,
sin percibir barrera alguna, los ángeles.
Rilke llegó a Ronda el 9 de diciembre de 1912. El mismo libro de
Josef Israëls, que le había ofrecido en 1900 la primera imagen de Tole-
do, le había mostrado también la primera de Ronda: una pared escar-
pada que sobrevolaban dos grandes águilas. Un largo capítulo del Viaje
por España estaba dedicado a la ciudad malagueña, y es muy probable
que la descripción que Israëls hace de la ciudad fuera lo que atrajo a
Rilke hasta ella.
El poeta se instala en el hotel Reina Victoria, en una pequeña habi-
tación que desde entonces ha seguido guardada al poeta, convertida en
mínimo museo dedicado a su recuerdo. La habitación de Rilke se asoma
a ese amplio paisaje de vértigo y asombro que se extiende a los pies de
la ciudad. El hotel, regentado por ingleses, tenía un aire cosmopoli-
ta muy distinto del ambiente provinciano del hotel Castilla en el que
Rilke se alojó durante su estancia toledana. El amplio jardín del hotel
Reina Victoria avanza, como una quilla, hacia la ciudad, y un pretil bajo
separa ese verde recinto, con pérgolas y fuentes, del abismo. Abajo se
extiende, majestuosa, la ancha vega del Guadalevín, que se prolonga, en
una llanura ondulada, hasta la serranía.
Las primeras cartas que Rilke envía desde Ronda muestran su entu-
siasmo por la ciudad. «Aquí, en Ronda —le escribe a Sidonie Nádherný
el día 11— el aire es fuerte y magnífico; las montañas, abiertas como
para entonar los Salmos... Y montada sobre una altiplanicie, una de las
más antiguas y sorprendentes ciudades de España».
A la princesa Maria von Thurn le dice una semana después, el 17 de
diciembre: «Es incomparable el espectáculo de esta ciudad asentada so-
bre la mole de dos rocas cortadas a pico y separadas por el tajo estrecho
y profundo del río. Se corresponde muy bien con la imagen de aquella
otra ciudad que se me reveló en sueños. El espectáculo es indescripti-
ble. Alrededor de la ciudad se despliega un amplio valle con fincas de
cultivo, encinas y olivares. Y allá al fondo, como si hubiera recobrado
todas sus fuerzas, se alza la cordillera pura, sierra tras sierra, hasta for-
mar la más espléndida lejanía. Por lo que se refiere a la ciudad, hace lo
que le corresponde en ese ambiente que la rodea: ascender y descender,
269
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
abierta aquí y allá de tal manera sobre el abismo que ninguna ventana
se atreve a mirar hacia él. Pequeños palacios, recubiertos con las capas
sucesivas de cal que se renuevan cada año, y todos con su portal enmar-
cado por una franja de color, y debajo del balcón, el escudo de armas
coronado con un yelmo que le viene un poco justo. Y los escudos, claro,
minuciosamente esculpidos y rebosantes como una granada».
En carta a Elsa Bruckman, ya del 4 de enero, dice: «Ronda, a diferen-
cia de Toledo, parece ser lo más adecuado para disfrutar cómodamente de
unos días de reposo: una pequeña ciudad sin monumentos dignos de men-
ción, salvo el monumento perenne de su propia existencia, de su actitud,
de su emplazamiento heroico, encaramada totalmente sobre un enorme y
abrupto promontorio de rocas. Al fondo se elevan las montañas que for-
man un amplio círculo. Por abajo discurre un río de escaso caudal, que,
sin embargo —sólo Dios sabe cómo fue posible—, se abre camino de un
extremo a otro de la ciudad a través de las rocas, en un tajo de ciento cin-
cuenta metros de profundidad, abierto tan sólo para él y que le ofrece un
paso tan extraordinario como el que le ofreció el mar Rojo al pueblo judío».
Pero a los pocos días de llegar a Ronda, Rilke empieza a sentir, de
una manera cada vez más intensa, un doloroso desgarramiento interior:
por un lado, percibe la grandiosidad insuperable de los lugares a los que
ha llegado —«mi viaje empezó en un punto culminante, y ha ascendido
inconteniblemente, hasta quedar aquí atalayado; lo que venga todavía no
puede ser sino descenso»—, pero, por otro lado, percibe su incapacidad
para asimilarlo. ¿En qué habría consistido esa asimilación para el poeta?
En haber sabido, allí mismo, convertirlo en palabra, en haber podido
transformar, en ese instante, el paisaje grandioso en un himno grandioso.
No lo hace, y por eso su angustia crece hasta límites que no había conoci-
do. Pasa «días desazonados, y el alma poco templada para resistirlos», «el
mundo se me desploma por entero interiormente, en la sangre», «cuando
apenas encuentro un pequeño remanso en cualquier sitio, al instante sube
ya la tribulación y lo invade todo, y lo deja privado de consuelo».
Quizá la angustia le hizo imaginar con excesivo realismo el vértigo de
una caída desde el Puente Viejo. En Ronda estuvo el poeta al borde del
suicidio. Pero expresar su angustia, aunque fuese en la triste intimidad de
un apunte del cuaderno —escrito en tercera persona—, fue su exorcismo.
«En realidad era libre desde hacía mucho tiempo, y si algo le impedía mo-
rir, era quizá tan sólo la circunstancia de que ya una vez, en cierto lugar,
había mirado a la muerte sin hacerle caso, de modo que ahora ya no tenía
necesidad, como hacían los demás, de ir a su encuentro, sino que podía
sentirse liberado. Su vida tenía lugar ya al margen de la muerte, entre
las cosas, como juegan los niños, y se agotaba en ellas. Se consideraba a
salvo al levantar la vista hacia una desconocida que pasaba por delante.
270
ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
Pero también los perros pasaban, inquietos, mirando hacia atrás como si
quisieran comprobar que él no les había arrebatado la muerte que iba
con ellos. Sin embargo, cuando se encontraba con el almendro en flor,
entonces se asustaba de ver la muerte frente a él, como si fuera la cosa
más natural, atareada en lo suyo y desentendiéndose absolutamente de
él. Y él no estaba acostumbrado debidamente a ella: estaba demasiado
empeñado en su propio ser. Si hubiese sido santo, entonces habría po-
dido extraer de este estado una gozosa libertad, la infinita e irrevocable
alegría de la pobreza. Como san Francisco, que saboreaba el mundo
entero y apreciaba el buen gusto de todas las cosas. Pero él no se había
desprendido enteramente de la cáscara, sólo había arrancado algunos
trozos. Como hacen las niñas a sus muñecas, se había detenido a hacer
caricias a unas caras ficticias, y el bocado se había quedado sin probar.
De esta manera miraba ahora la muerte como si fuera un desperdicio
que se interpusiere en su camino, cualquiera que fuese la dulzura que
hubiera podido contener».
La palabra, como tantas veces, le había salvado. Su vida en Ronda
cambia por completo. En la semana del 6 al 14 de enero de 1913, el
poeta no sale apenas de la habitación del hotel. Un largo poema va
surgiendo, verso a verso, encadenando imágenes, vivencias lejanas y
escenas inmediatas que ve desde la ventana. Es la monumental Trilogía
española (Spanische Trilogie), el poema más extenso que Rilke escribió
en España. Los ecos de sus vivencias toledanas son fácilmente percepti-
bles: esa «música que a ciegas penetra en la sangre», la nube y la estrella,
y especialmente esa «cosa, cósmica y terrenal, como un meteoro» que
evoca la noche en que dio los primeros pasos por el puente de San Mar-
tín y la estela de luz que, después de recorrer el horizonte, fue cayendo
lentamente en su interior.
El poeta percibe que él también recorre el curso ciego del meteoro
—«Señor, ¿para qué?»—, sin saber a dónde se dirige y dónde estará su
final. «¿Por qué se ha de andar de este modo por la vida?». Pero el poeta
encuentra siempre el sentido de los grandes problemas en las cosas pe-
queñas. Ha visto a un pastor caminando por la ladera de una montaña.
Su labor —«su obra cotidiana» (das Tagwerk)— es aparentemente míni-
ma: caminar, detenerse, caminar otra vez, reagrupar el rebaño, subir la
ladera para bajarla luego, y, sin embargo, el pastor parece guiado por un
designio universal y eterno. «Si un dios tomara secretamente su figura,
no se reduciría». El deambular desorientado del poeta puede tener un
sentido que ignora. Puede tenerlo. Rilke nunca es rotundo. «Sea pétreo
mi ánimo». Ésta es la clave de la Trilogía —quizá, también, una de las
claves de Rilke—. Se trata, como siempre, de resistir. Detrás habrá siem-
pre un final. El poema termina aludiendo consoladoramente a la muerte.
271
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
I
Mira esta nube: cómo oculta impetuosamente
la estrella que ahora mismo estaba (como yo)
al otro lado de las montañas, y ahora en la noche
lleva vientos nocturnos (como me lleva a mí),
y toma del hondo río el reflejo
de ese claro del cielo, desgarrado (como a mí mismo);
hacer de mí, y de todo esto,
una sola cosa, Señor: de mí y del sentimiento
con que el rebaño, guarecido en el redil,
acepta, jadeando, el oscuro no ser del mundo;
de mí y de la luz de tantas casas en la oscuridad,
hacer, Señor, una sola cosa; de los extraños, Señor,
a los que no conozco, y de mí, de mí,
hacer una sola cosa;
de los que duermen,
de los ancianos desconocidos del hospicio,
que tosen con preocupación desde sus camas,
de los niños adormecidos sobre pechos extraños,
de tantas cosas inexactas, y siempre de mí,
sólo de mí y de lo que no conozco,
hacer la cosa, Señor, Señor, Señor, la cosa,
que cósmica y terrenal como un meteoro,
sea la suma de todo gravitando en su vuelo:
teniendo sólo en cuenta la llegada.
II
¿Por qué andar cargando con cosas extrañas
sobre sí mismo, como quizá el portador
de un cesto del mercado, que se va cargando más y más,
y que fuera de otro, y no pudiera decir:
Señor, para qué este banquete?
272
ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
III
Cuando la muchedumbre de las ciudades
y la enredada maraña de los ruidos
y la confusión de los vehículos
estén cercando mi soledad,
sobre la densa agitación vendrá el recuerdo
del cielo y la montaña, de esa cresta de tierra
que pisa allá a lo lejos un rebaño que vuelve a la majada.
Sea pétreo mi ánimo,
y la obra cotidiana del pastor me resulte posible;
erguido y curtido, reagrupa su rebaño, lanzando con medida
las piedras donde escapa.
Lento el paso, no leve, el cuerpo pensativo,
señorial se detiene. Y si un dios tomara
secretamente su figura, no se reduciría.
Avanza y se detiene, una y otra vez, cambia como los días,
la sombra de las nubes le atraviesa, igual que si el espacio
pensase por él con lentos pensamientos.
I
Aus dieser Wolke, siehe: die den Stern
so wild verdeckt, der eben war — (und mir),
aus diesem Bergland drüben, das jetzt Nacht,
Nachtwinde hat für eine Zeit, (und mir),
aus diesem Fluß im Talgrund, der den Schein
zerrissner Himmels-Lichtung fängt — (und mir);
273
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
II
Warum muß einer gehn und fremde Dinge
so auf sich nehmen, wie vielleicht Träger
den fremdlings mehr und mehr gefüllten Marktkorb
von Stand zu Stand hebt und beladen nachgeht
und kann sich sagen: Herr, wozu das Gastmahl?
274
ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
III
Daß mir doch, wenn ich wieder der Städte Gedräng
und verwickelten Lärmknäul und die
Wirrsal des Fahrzeugs um mich habe, einzeln,
daß mir doch über das dichte Getrieb
Himmel erinnerte und der erdige Bergrand,
den von drüben heimwärts die Herde betrat.
Steinig sei mir zu Mut
und das Tagwerk des Hirten scheine mir möglich,
wie einer einhergeht und bräunt und mit messendem Steinwurf
seine Herde besäumt, wo sie sich ausfranst.
Langsamen Schrittes, nicht leicht, nachdenklichen Körpers,
aber im Stehn ist er herrlich. Noch immer dürfte ein Gott
heimlich in diese Gestalt und würde nicht minder.
Abwechselnd weilt er und zieht, wie selber der Tag,
und Schatten der Wolken
durchgehn ihn, als dächte der Raum
langsam Gedanken für ihn.
275
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
París prevalece sobre todo lo pasado, por muy intenso y fuerte que
ese pasado haya sido, o precisamente porque ha sido tan intenso y tan
fuerte. París, con su transparencia y su suavidad que nos inundan por
todas partes, me está sirviendo como una convalecencia después de la
fiebre. En España, cuanto más tiempo prolongaba mi estancia, tanto
más me sentía interiormente desgarrado. No hay un solo momento
de indiferencia ante un paisaje tan cargado de éxtasis. Sólo el santo
que se eleva cada vez más, o el héroe que se rebela sin posibilidad de
triunfo, son los únicos que están allí a la altura de lo que les rodea.
Los demás están delante, enfundados en sus abrigos, y el entorno es
un simple telón».
Y más adelante añade: «La salida de los pastores, muy de mañana,
cuando, recuperados ya por el sueño, empiezan a andar con sus largos
bastones rectos a la espalda. Su silenciosa, lenta y pensativa existen-
cia la atraviesa la amplitud del día y también los borrosos crepúsculos
del atardecer, cuando suben desde los valles envueltos en el rumor que
dejan tras de sí los rebaños con sus esquilas. Luego aparecen, nítidas
sobre el perfil de las colinas, sus siluetas simples y negras. Aún usan la
larga honda de rafia, como aquella en la que David puso la piedra, y
con tiro certero hacen volver al rebaño al animal que se aleja. Y el aire,
que conoce el color y los tejidos de sus firmes ropas, los rodea igual que
envuelve a los otros seres de la naturaleza. En fin, allí existen hombres
situados al margen, sometidos a la plenitud de la influencia cósmica,
como sólo alguna vez nosotros nos encontramos cuando salimos de las
relaciones habituales o levantamos los ojos de un libro. Y esa plenitud
transcurre ante sus ojos de una manera casi divina, sin apremios, ajena
a los compromisos agobiantes con los que se distrae nuestra existencia.
Esa experiencia podría evocarse entre las más puras que se han vivido, y
entre las que uno quisiera revivir, de cuando en cuando, abarcando días
y noches de significación total, sin ambigüedades. Lo humano, que aquí
asoma a los rostros de manera tan razonable y convencional, en España
está oculto, concentrado y enterrado, y hay que arrancarlo, aunque a
veces parece lanzado como con la violencia de un volcán. El mendigo,
en España, es como una mano que intenta detener el destino que avan-
za oculto por todas partes; aquí es sólo como un arbusto en el que la
miseria floreciese antes de echar hojas. Y esto es tan nuevo, que me hace
estar atareado sin límite, tratando de encontrar, detrás de aquel mundo
elemental, un mundo de imágenes que lo manifieste, que lo exprese:
rostros de esperanza, de curiosidad, de renuncia, rostros a los que todo
llega y desde los que todo parte, rostros que contemplan y a través de
los cuales discurre el vuelo de los pájaros, rostros contemplados que
permanecen inmóviles».
276
ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
277
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
en gran medida en estos años— pasar por alto a los hombres y llegar
hasta los ángeles».
La nota no puede ser más reveladora. Ya se encuentra con fuerzas
para saltar a «lo invisible», al mundo de los ángeles. Ha recuperado,
incluso, el sentido del humor, como ponen de manifiesto estas líneas
dirigidas a la princesa Maria: «Ya estoy yo mismo harto de ese tono pla-
ñidero de un empalagoso violeta pálido que se trasluce en mis cartas. Lo
he suprimido del todo, hasta hundirlo con una pesada rueda de molino
en el fondo del silencio, entre los peces, que ya sólo de vez en cuando
contraen la boca en un discreto ¡Oh!».
A mediados de enero tiene, además, una gran alegría: recibe dos
grandes paquetes de libros que le envía Kippenberg. Cuatro gruesos
volúmenes de la antología Narradores alemanes (Deutsche Erzähler),
la obra de Ricarda Huch La gran guerra en Alemania (Der große Krieg
in Deutschland), las Memorias, cartas y otros documentos de su vida
(Memoiren, Briefe und sonstige Dokumente ihres Lebens) de Margarita
de Valois, reina de Navarra, las Memorias (Erinnerungen) del príncipe
August von Thurn und Taxis, y varias obras del danés Jens Jacobsen,
una de las más firmes admiraciones de Rilke.
Un motivo, añadido, de tranquilidad es el espléndido giro de qui-
nientos marcos que recibe de su editor a finales de mes. Ya puede
prolongar su estancia en Ronda —y podrá, cuando llegue a Madrid,
alojarse en el hotel Palace—. Todo confluye para que los últimos días
de Ronda sean felices. Escribe, lee, pasea, disfruta de esa «montaña
tranquila tendida en el espacio puro» que se alza detrás de la ventana
de su habitación. Ha recuperado la soledad, pero no la soledad ator-
mentada de paseante ensimismado, sino la soledad serena que para
él es tan fecunda. «El buen Dios sabe ponerme pronto delante de mi
soledad...».
El día 19 de febrero, por la mañana temprano, Rilke arrastra su pe-
sado equipaje de libros hasta la estación de ferrocarril de Ronda. Lleva
probablemente en la cabeza esa síntesis de España que escribirá unos
meses más tarde: «visiones violentas, paisajes extasiados...».
El recuerdo de Ronda le vendrá, diez años más tarde, y en el mo-
mento más inesperado: cuando está escribiendo los oscuros y visiona-
rios Sonetos a Orfeo. Uno de esos sonetos es una canción. Un poema
jovial y saltarín. «Esta pequeña canción de primavera —explicará su
autor— me parece en cierto modo una exégesis de una música curiosa-
mente danzarina, que oí cantar una vez a coro en un pequeño convento
de monjas de Ronda, en una misa matinal. Los niños, siempre al ritmo
de danza, cantaban un texto desconocido, con triángulo y pandereta».
Es el soneto XXI de la primera parte:
278
ESPAÑA. LOS ÁNGELES DE EL GRECO. TOLEDO Y RONDA
279
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
fuerza ni decisión» (weder Mut noch Entschluß) para hacer otras cosas.
Estuvo, sí, en el museo de la Armería del Palacio Real, y allí el poeta
imaginó torneos y hazañas valerosas a la vista de los petos y espaldares,
yelmos, dagas y mandobles.
Las últimas pesetas las gastó en unas reproducciones de El Greco y
en la biografía del pintor escrita por Cossío, que, según afirma el poeta,
«leí en español por falta de traducción». Las cartas de recomendación
que llevaba para el propio Cossío y para un diplomático austriaco des-
tinado en Madrid se quedaron en su cuarto del hotel y probablemente,
al salir de viaje, las rompió.
Cuando cogió el tren hacia París en la estación del Norte, la única
imagen que llenaba su mente era el Cristo de El Greco, que había ido a
visitar precipitadamente, por última vez, unas horas antes de su partida.
280
XXII
«Cuando llegué a París, la mañana de mi viaje, subí por la calle del Sena
pensando en lo que había vivido de una manera tan inenarrable... Iba
conmovido por tal plenitud, y a la vez por tal alegría...».
El poeta se dirigió al hotel Lutecia, en el corazón de Saint-Germain
des Prés, el barrio que le era más querido. Su apartamento de la calle
Campagne-Première estaba aún en obras.
La primavera, París, la irresponsable vida en un hotel de lujo...
aquellos días del regreso fueron alegres. Por la mañana paseaba, y por
la tarde escribía, como siempre, largas cartas, llenas, las de esos días, de
sus recuerdos de España. En los tres meses seguidos que pasó en París,
antes de empezar un largo viaje a Alemania, escribió los dos primeros
poemas de un ciclo que llamaría Poemas a la noche (Gedichte an die
Nacht). Los veintidós poemas que acabarían formando el conjunto se
los envió, manuscritos en un cuaderno, a su amigo el filósofo Rudolf
Kassner, tres años más tarde.
El arranque de los Poemas a la noche es la vivencia que el poeta tuvo
ante el toledano puente de San Martín. Un gran meteoro cae, despacio,
cruzando el amplio espacio sideral. Esa visión grandiosa de la noche es
la que preside los poemas. No es una noche cálida y cómplice, la noche
que envuelve los abrazos de los amantes, no: es un inmenso espacio
inerte, es el símbolo de las distancias infinitas, el ámbito misterioso que,
en su oscuridad, funde lo visible con lo invisible. Todos los adjetivos
que el poeta añade a la noche revelan esa visión inanimada y mineral:
«la noche inerte» (die unnachgiebige Nacht), «la noche fría» (die kal-
te Nacht), «la noche fuerte» (die starke Nacht), «la oscuridad infinita»
(unendliches Dunkel). La noche ocupa «la etérea bóveda» (die leichte
281
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
Wölbung), «el espacio cósmico» (der Weltraum), y forma, con ese ámbi-
to sin límites, una unidad grandiosa y oscura.
Por esa bóveda negra transitan los ángeles. El poeta se pregunta:
Uno de los dos Poemas a la noche que Rilke escribió en estos días,
al poco de llegar a París, es éste, que da idea del tono que preside todo
el conjunto:
282
PARÍS. LA CÓLERA DE RODIN
283
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
284
XXIII
Más de la mitad del año 1913 lo dedicó el poeta a viajar por Alemania.
El mes de junio lo pasó en el balneario, y de allí viajó a Gotinga, donde
estuvo con Lou Andreas-Salomé durante el mes de julio. A finales de
julio visitó a los Kippenberg en su casa de Leipzig, y el mes de agosto lo
pasó a orillas del Báltico, en Heiligendamm. Había sentido de pronto
«una fuerte necesidad de brisa», como le dice a la princesa Maria en una
carta. El mes de septiembre lo pasó en Múnich, ayudando a Clara y a
Ruth a instalarse en la nueva casa —en la que él, evidentemente, no iba
a vivir—.
En la visita a los Kippenberg tiene lugar su primer contacto con
Franz Werfel. Rilke se encuentra, sobre una mesa de la editorial, un li-
bro de Werfel: Existimos (Wir sind). «Un libro extraordinario», comenta
en una carta de esos días. «Lo que más tiempo me ocupa, día tras día,
desde que estuve en Leipzig —le dice a Katherina Kippenberg en una
carta del mes de agosto— es ese joven del que sólo puedo decir que es
un gran poeta, Franz Werfel, que cada vez me va calando con mayor
hondura».
A los pocos días le escribe al propio Werfel: «Desde hace casi tres
semanas no hago más que leer sus libros —de los que nada sabía an-
tes—, y desde el primer momento en que empecé a leer, en la editorial
Insel, su libro Wir sind, he sentido el impulso de escribirle. Una cosa
percibo con claridad: que nunca había contemplado con tanto asombro
la aparición de un poeta. Los antiguos y los contemporáneos estaban
ya ahí, como desde siempre, y había que hacer un esfuerzo para entrar
en ellos, como si se adentrara uno entre nubes. Y ahora, es asombroso
cómo irrumpe usted tan limpiamente, con todos los rayos de la salida
del sol, aparece de pronto y trae la luz del día».
285
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
En esos días, Rilke escribe el ensayo Sobre el joven poeta (Über den
jungen Dichter). En ese texto no se nombra a Werfel, pero en una nota
a pie de página escribe Rilke: «Para el autor, ha sido la feliz dedicación
a los poemas de Franz Werfel el presupuesto de este artículo. Remito
por tanto a los dos volúmenes de Werfel: El amigo del mundo (Der
Weltfreund) y Existimos (Wir sind)».
En su ensayo, Rilke diferencia la personalidad del poeta de la perso-
nalidad de quienes no lo son. «Trataré de describir el ser del poeta (das
Wesen des Dichters): es esa criatura que no surge en grandes y definitivas
figuras, no, sino que aparece precisamente aquí, junto a nosotros, quizá
en ese chico que levanta la gran mirada y no nos ve; ese ser invade el co-
razón joven en esa época en que la vida más insignificante es aún débil, y
la satura de aptitudes, unas aptitudes que de pronto sobrepasan todo lo
que puede adquirirse a lo largo de una vida entera». Y escribe más ade-
lante: «De pronto, aquí, junto a nosotros, a un joven sombrío, Dios se le
hace presente. Sus padres no ven claro su porvenir, sus profesores per-
ciben el rastro de su desgana, su propio espíritu le hace ver impreciso el
mundo... pero lo celestial vierte sus torrentes en ese recipiente tan frá-
gil». Rilke repite esa idea en las páginas siguientes: «es la irrupción de la
grandeza en su interior» (der Ausbruch der Größe in seinem Innern); «la
línea divina pasa sobre él hacia lo eterno» (die göttliche Zeile tritt über
ihn fort ins Ewige). Y finalmente, Rilke vuelve a la bella metáfora que ya
expresó en el «Réquiem por el conde Kalckreuth» varios años atrás: «Los
poetas, como los constructores de las catedrales, acaban confundiéndo-
se en sus obras, que ya no son explicables por ellos; han quedado atrás,
sustituidos cada uno de ellos por la torre y la campana de su corazón».
Rilke aprende de memoria, sin pretenderlo, muchos poemas del jo-
ven Werfel. Hay uno que le ronda especialmente por la cabeza: el de-
dicado al perro lobo (Der Wolfshund). Toda la ternura que Rilke siente
hacia los perros está también en este poema de Werfel:
286
ALEMANIA, DUINO Y OTRA VEZ PARÍS
287
VIDA DE RAINER MARIA RILKE
está muy cerca—. Al estreno asiste el rey de Sajonia, Federico Augusto III.
Al acabar la representación, muchos de los asistentes, entre ellos Rilke, se
acercan a saludar a Paul Claudel.
Y tiene lugar, por fin, el encuentro entre los dos poetas de Praga que
tienen tanto en común, y que se admiran el uno al otro casi ilimitadamente.
Ya están frente a frente Rilke y Werfel... y desde lejos sienten ya la primera
decepción. Esperaban ver, probablemente, cada uno por su lado, a un ser
tan deslumbrante como sus versos, y descubren, a simple vista, que es todo
lo contrario: Werfel es bajo, gordo, con la cara completamente redonda y
una boca desproporcionada. Rilke —escribe Werfel poco después— tiene
una cara grisácea de enfermo, y se mueve como con dificultad, como si tu-
viera que superar una cierta parálisis. «Tenía la tersa y rígida apariencia de
un ciego. A pesar de que su indumentaria era tan elegante, quedaba muy
extraña en un cuerpo tan ‘inmaterial’. Parecía que iba vestido con ropa
de muñeca que alguien le hubiera puesto. No he conocido a nadie en que
existiera tan absoluta discordancia entre su espiritualidad y su vida coti-
diana. Era, en cierto modo, conmovedor». «No he podido abrazarle —es-
cribirá Rilke, por su parte—, había en él una rareza sutil (eine feine Fremd-
heit), quizá debida a su naturaleza judía, y no he podido abrazarle, entre
otras cosas, porque ha mantenido todo el tiempo los brazos unidos tras
su espalda, como un paseante indiferente (wie ein gleichgültiger Passant)».
Desastroso encuentro. Luego se fueron a comer juntos, y Werfel tuvo
que soportar la dieta vegetariana de Rilke. «Tragué unas cosas verdes
—escribió Werfel—, pensando sólo en escapar de allí». Luego empezó
Rilke a hablarle de sus vivencias infantiles en Praga, «y entonces —dice
Werfel— empecé a entenderle un poco».
Después de aquel encuentro se vieron, fugazmente, alguna otra vez
más. La admiración que sentía cada uno hacia la obra del otro no dismi-
nuyó en ningún momento. En una carta tardía de Rilke, de junio de 1925,
dirigida a su traductor francés, Maurice Betz, cita a Franz Werfel entre
los poetas contemporáneos que más admira. Werfel ya no era, entonces,
el joven poeta que había irrumpido brillantemente en la escena literaria.
Era un escritor maduro cuya fama superaba a la de Rilke. Poco después
empezaría su trágica vida de judío errante perseguido por los nazis. Huyó
al sur de Francia, estuvo en Lourdes, se convirtió al catolicismo, luego
tuvo que huir de Francia, cruzó la España en guerra de 1939 y en Lisboa
se embarcó hacia California. Allí murió, al poco tiempo, de un infarto.
Tenía cincuenta y cuatro años.
Habría que hacer aquí un breve inciso para aludir a la extraña rela-
ción que Rilke tuvo con la obra de Kafka —el otro gran escritor de Pra-
ga que fue contemporáneo suyo—. Al propio Kafka no le conoció. Lou
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Praga, la ciudad en que Rilke nació, y en la que vivió hasta los diez años
(1875-1886). Tras la frustrada preparación en las academias militares, Rilke
volvió a vivir en Praga, pero sólo cuatro años (1892-1897). Después volvió
en visitas breves.
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Moscú, catedral de San Basilio, construida en los años centrales del siglo XVI.
Rilke estuvo en Moscú en sus dos viajes a Rusia: en la primavera de 1899 y
en la primavera de 1900.
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Jardín de la Villa
Farnese, de Roma,
testigo de largos
paseos de Rilke en los
últimos meses de
1903 y los primeros
de 1904.
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El Valle de los Reyes, desde el Nilo. «En este poderoso valle, cada rey descansa
bajo el peso de una montaña, y más arriba gravita el sol, como si su función
fuera también la de custodiar a los reyes».
El castillo de Duino,
en el extremo más
septentrional del mar
Adriático. El 21 de
enero de 1912, Rilke
«oyó» y escribió,
mientras bajaba por
el acantilado hacia la
orilla, el primer verso
de la primera de las
Elegías, que en
recuerdo de ese
comienzo llamó las
Elegías de Duino.
296
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Toledo. «¡Ay! Intento desde hace semanas, en unas cartas y otras, dar una
sombra de noticia de cómo es esta ciudad, pero es imposible, sobrepasa mi
escasa capacidad de expresión. Querría uno abrir la Biblia y pasar las hojas:
allí es donde está, allí ha de aparecer».
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El torreón de Muzot,
con el gran chopo que
Rilke interpretó como
un signo de admiración
que trataba de resaltar
que ése era el «lugar de
las Elegías», tan larga-
mente buscado.
Vista del valle del Ródano, en el cantón suizo del Valais, en el que Rilke vivió
los últimos cinco años de su vida.
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El sanatorio Valmont,
situado junto al pueblo de
Glion, en las escarpadas
montañas que rodean el
lago Leman. Después de
varias estancias largas en el
hospital —alguna de varios
meses— en los tres últimos
años de su vida, Rilke murió
en él el día 29 de diciembre
de 1926. El día 4 de ese
mismo mes había cumplido
cincuenta y un años.
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Tumba de Rilke.
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ALEMANIA, DUINO Y OTRA VEZ PARÍS
Albert-Lazard recuerda, en sus Wege mit Rilke, que el poeta leyó a Kafka
durante los primeros meses de la guerra: y efectivamente, en la biblioteca
de Rilke —y hoy en el Rilke-Archiv— están La condena (1912) y La me-
tamorfosis (1915). Es sorprendente que el entusiasmo que le produjo la
obra de Werfel no se repitiera en el caso de Kafka. La única referencia a él
que hace Rilke está en una carta de 1922, en que agradece al editor Kurt
Wolff el envío de Un médico rural. Ni una línea más dedicada a Kafka en
ninguna de sus miles de cartas.
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
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ALEMANIA, DUINO Y OTRA VEZ PARÍS
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XXIV
«Ah, princesa —le escribe a Maria von Thurn a finales del mismo mayo
en que se produjo la ruptura con Benvenuta—, ¡qué meses han sido! Si
miro hacia atrás, es triste, y si miro hacia delante, no resulta más ale-
gre». Y añade en francés, con unas palabras que tienen ecos sepulcrales:
«Se quedaría uno clavado en el sitio, y querría uno cerrar los ojos con
un centenar de párpados, uno sobre otro».
Recurre, como en todos los momentos de desdicha, a Lou Andreas-
Salomé. La carta que le envía, tan minuciosa en el análisis de su estado
de ánimo, tiene en cuenta sin duda que Lou estaba dedicada, desde
hacía tiempo, a estudios psicoanalíticos:
«Aquí estoy otra vez, después de un largo, ancho y pesado tiem-
po, un tiempo en que ha volado otra vez ante mí la posibilidad de un
futuro. Es verdad que no lo he vivido con energía, sino atormentado
hasta el fin, hasta el aniquilamiento —en lo que no es fácil que alguien
me siga—. Si alguna vez en los últimos años me he convencido de que
mis intentos de hacer pie en la vida fallaban porque las personas no me
entendían, me hacían violencia, injusticia y daño, y me dejaban descon-
certado, ahora, después de estos meses de sufrimiento, veo las cosas
de modo muy diferente: empiezo a comprender que nadie me puede
ayudar, nadie. Aunque alguien viniera con el corazón más inocente, más
inmediato, y se me abriese hasta las estrellas y me soportase a pesar de
mi torpeza y mi rigidez, y mantuviese una actitud pura y sin desviar de
mí, por más que yo rompiese diez veces su irradiación amorosa con la
turbiedad y la densidad de mi mundo submarino, aun así sería yo capaz
—lo sé— de desairar la abundancia de su auxilio siempre renovado y
creciente, y de recluirlo en un ámbito de desamor vacío como el aire.
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los soldados en las trincheras del campo de batalla. Las cifras no pueden
ser más expresivas: a mediados de 1914 se habían vendido cuarenta mil
ejemplares; en 1917 —cuando el heroísmo de alemanes y austriacos
todavía podía tener sentido— se habían vendido ya cien mil.
En esos días iniciales de la guerra aparece, en un poema —sin título,
que empieza «Hacen sentir las cosas...» (Es winkt zu Fühlung fast aus
allen Dingen...)—, una idea que será central en la etapa última de la
obra de Rilke: la del espacio interior del mundo (Weltinnenraum).
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
Al mes siguiente de escribir los Cantos, con los que Rilke acusó
el estallido de la guerra, el poeta conoce a la pintora Lou Albert-
Lazard. Su corazón vuelve a agitarse y la aflicción por la contienda
queda temporalmente al margen. Rilke conoció a Lou Albert-Lazard
en un pueblecito de los Alpes bávaros, Irschenhausen. Se alojaban en
la misma pensión, una casa de montaña con negras vigas de madera
que cruzaban la fachada blanca, y varias filas de geranios rojos; se
llamaba Schönblick —Bellavista—. Los dos habían ido a reponerse
de sus tristezas. La pintora contó años más tarde cómo se produjo el
encuentro. Ella estaba sentada en un banco, mirando los árboles y las
casas dispersas por el amplio valle del Isar. Rilke se le acercó: «¿Pue-
do sentarme junto a usted y hablarle?», preguntó. Y ella contestó:
«No, no puedo hablar con nadie». «¿Puedo sentarme junto a usted y
no hablar?», preguntó el poeta muy dulcemente. «Sí», contestó ella.
«Durante casi tres días, él permaneció así, a mi lado en el jardín, sin
hablar nada».
Lou no sabía que aquel hombre menudo y extremadamente deli-
cado era el poeta cuya obra conocía casi de memoria. Cuando le iden-
tificó, recitó varios poemas suyos. Desde ese momento quedó claro en
qué plano se producía la afinidad entre ambos: empezaron a compartir
lecturas, reflexiones, gustos...
A los pocos días de ese encuentro, Rilke ha escrito ya quince poemas
—poemas amorosos— para Lou Albert-Lazard, que copia en un cua-
derno que le entrega. Quince poemas que van numerados —con cifras
romanas— y forman un conjunto dolorido y trágico. En esos poemas se
trasluce que uno y otro son dos seres que viven inmersos en un mismo
sentimiento: el abandono. La guerra, como una gran marea, los ha arro-
jado a la orilla. Son dos desterrados en un lugar que no es el suyo. Dos
solitarios que añoran un paraíso, y un paraíso que ignoran. El primero
de esos poemas dedicados a Lou se titula Heimkehr —expresión que
puede traducirse como «regreso a casa» o «regreso a la patria»:
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Ausgesetzt auf den Bergen des Herzens. Siehe, wie klein dort,
siehe: die letzte Ortschaft der Worte, und höher,
aber wie klein auch, noch ein letztes
Gehöft von Gefühl. Erkennst du’s?
Ausgesetzt auf den Bergen des Herzens. Steingrund
unter den Händen. Hier blüht wohl
einiges auf; aus stummem Absturz
blüht ein unwissendes Kraut singend hervor.
Aber der Wissende? Ach, der zu wissen begann
und schweigt nun, ausgesetzt auf den Bergen des Herzens.
Da geht wohl, heilen Bewußtseins,
manches umher, manches gesicherte Bergtier,
wechselt und weilt. Und der große geborgene Vogel
kreist um der Gipfel reine Verweigerung. —Aber
ungeborgen, hier auf den Bergen des Herzens....
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
El año 1915 tiene, para el poeta, una firme cesura que lo divide en
dos. Los primeros meses fueron de felicidad, aunque de una felicidad
difícil porque Lou Albert-Lazard estaba casada —con un científico que
pasaba los días y los meses entre tubos de ensayo, encerrado en su labo-
ratorio—, y la clandestinidad de su relación no era compatible con los
largos paseos por la ciudad y con los encuentros joviales con amigos en
los cafés del centro. El señor Eugen Albert se enteró y le impuso la sepa-
ración a su mujer. Y como Rilke no era persona que pudiera ofrecer una
compañía permanente, la relación acabó.
El final fue tormentoso, porque para Rilke no fue fácil alejarse de
ella. Se fue a Berlín, y allí trató de olvidarla. Pero la echó de menos y la
llamó. Y ella fue. Al poco tiempo es él quien se apartó, y volvió a Múnich.
Y volvió a llamarla, y ella vino.
Lou Albert-Lazard escribió, muchos años después, un hermoso libro
en que contó su relación con el poeta: Caminos con Rilke (Wege mit
Rilke, Frankfurt, 1952). Fue feliz con él durante unos meses, el poeta
cambió para siempre el rumbo de su vida, y ella nunca le guardó rencor.
En ese libro explica las contradicciones del poeta, que fueron la causa de
la ruptura: se entregaba y a la vez se retraía, pedía compañía y a la vez
la rechazaba. Una anécdota que relata en el libro es muy significativa: un
día en que el poeta quería estar solo y ella se disponía a marcharse, le
insistió enérgicamente en que se quedara. «¿Me puedes enseñar —le dijo
Lou— ese difícil arte de estar solo y no estar solo al mismo tiempo?».
Ese «difícil arte» es el alambre en que el poeta, funambulista de la vida,
anduvo a lo largo de toda su existencia.
Funambulista de la vida o aventurero del alma: «Un día —escribe
Lou Albert-Lazard en su libro de recuerdos— llegué a gritar en mitad
de mi sueño. Rilke acudió en seguida. ‘¿Qué es lo que te pasa?’. Medio
dormida, balbuceé: ‘No quisiera estar en tu lugar’. ‘¿Por eso has gritado
de esa manera? Dime, ¿por qué lo has hecho?’. ‘Porque... porque tú eres
un aventurero del alma (Abenteurer der Seele)’. ‘Oh, tienes razón, para
mi desgracia, mil veces razón. Pero quizá sea necesario que así ocurra...’».
La segunda mitad del año fue de gran desolación. Rilke sospechó muy
pronto que todos sus bienes —guardados en el apartamento de París— los
había perdido. Y así fue. Los objetos, los cuadros, los grabados y los libros,
los dibujos de Rodin, las cartas de Eleonora Duse, sus propios trajes, unos
pocos muebles heredados, innumerables manuscritos de versos y prosas,
todo fue embargado y vendido. Cuando Gide tuvo noticia de ello, fue in-
mediatamente a hablar con el juez que ordenó el embargo, con los subas-
teros, con los chamarileros, en un intento desesperado de recuperar todo
lo posible. Contrató a un abogado, visitó a los libreros de viejo más influ-
yentes, recurrió a las autoridades. Nadie entendió que Gide se molestara
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O Sternenfall,
von einer Brücke einmal eingesehn:
dich nicht vergessen, Stehn!
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unos días, «casi una nueva vida»; la honda compenetración con Sophia
Liebknecht, fundadora, con su marido y con Rosa Luxemburg, del Par-
tido Comunista alemán; la vecindad con Paul Klee, que le permite un
trato casi diario con el pintor; el descubrimiento de la obra de Chagall,
que le hace reconciliarse con el arte del momento; la admiración hacia
Max Weber, a cuyas conferencias asiste; la amistad, intensa y breve, con
el poeta-soldado Bernhard von der Marwitz, que morirá en el frente...
La traducción al danés de Los apuntes de Malte Laurids Brigge le
produce también una gran satisfacción. «Qué gran acontecimiento para
ese libro —le escribe a la traductora, Inga Junghanns—. Dese usted
cuenta: con la traducción, el libro se eleva a su patria imaginaria, lo que
en cierto modo es una prueba de su autenticidad. ¡Que el libro pueda
expresarse con naturalidad en el idioma al que pertenecen sus nombres
y sus personajes!».
La noticia de la revolución rusa la recibe el poeta con esperanza.
«Rusia se sacrifica siempre —escribe— y va ser el único Estado que se
inmole en aras de los auténticos anhelos de la humanidad, mientras los
demás países se enfrentan por sus alucinaciones y sus ambiciones. Rusia
es el único país dispuesto a transformarse por completo». Pensando que
pueden atraerse a Rilke hacia sus filas, los comunistas alemanes van a vi-
sitarle a la minúscula vivienda de la Ainmillerstraße, y se quedan asom-
brados: Rilke les escucha con una atención máxima, y luego dice unas
palabras con un tono muy grato, pero que les resultan absolutamente
incomprensibles. Salen con la impresión de que es un hombre de extre-
mada delicadeza, que no quiere contradecir nunca a sus interlocutores,
pero que vive en otro mundo.
Los años finales de la guerra traen también a Rilke la noticia de
muertes que le producen profunda amargura: el poeta austriaco Georg
Trakl en el frente, el belga Émile Verhaeren en un accidente de ferroca-
rril, Rodin, que tanto ha significado en su vida, en la casa de Meudon...
Y quizá lo más amargo para él es la convicción de que no logrará
llevar a término su obra. La larga espera no tiene un final visible. En
otoño de 1918 copia cuidadosamente las Elegías que había escrito hasta
entonces, y envía un cuaderno a Anton Kippenberg y otro a Lou An-
dreas-Salomé. Parece resignarse a que la obra soñada quede reducida a
esos pocos poemas y fragmentos. Piensa incluso publicarlo así, como
algo parcial pero definitivo. Sólo la princesa Maria, en una carta enér-
gica, tiene el acierto de impedírselo.
Con la disolución del imperio austro-húngaro, Rilke se ha queda-
do sin patria. No es una cuestión sentimental —porque el poeta tiene
sus Seelenheimaten, sus patrias del alma, y no ha tenido nunca apego
a unos límites geográficos y políticos— sino jurídica. Rilke tiene pa-
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autora —de quien no sabía nada más que lo que podía desprenderse
de sus poemas— que quería conocerla. Ambos estaban en Múnich.
Claire Studer tenía entonces veintisiete años y tenía una hija. Se
había casado con el editor Heinrich Studer para cubrir las apariencias.
Habían tenido una hija, y la sociedad burguesa de principios de siglo
exigía una boda inmediata. El matrimonio se rompió al poco tiempo.
Cuando Claire Studer conoció a Rilke, vivía ya con el escritor surrea-
lista Ivan Goll. Las relaciones que Claire tuvo con tantos escritores a lo
largo de su vida, todas apasionadas y breves, pueden explicarse en par-
te por un motivo que ella dio en sus memorias —No perdono a nadie
(Ich verzeihe keinem), que en la reciente edición española, de 2003, se
ha titulado A la caza del viento—: era ninfómana. Lo confesaba a los
ochenta y cinco años, y no era momento de decir unas cosas por otras.
Además, a esa edad tenía un amante cincuenta y seis años menor que
ella, lo que, de algún modo, parece una confirmación.
Pero en su búsqueda constante del amor, de cama en cama, in-
fluían también las heridas de su niñez. La madre tenía una variada
colección de fustas, varas y látigos, y, según los casos, elegía detenida-
mente uno u otro instrumento para pegar a sus hijos. El hijo se suicidó
a los dieciséis años. Claire sobrevivió. La madre moriría, muchos años
después, en las cámaras de gas de Auschwitz. Era judía. A su padre,
Claire no le conoció, porque ella misma era fruto de un rápido episo-
dio carnal del príncipe Paul von Solms-Laubach, que luego no quiso
saber nada.
Claire era dulce, morena y apasionada. Cuando se conocieron, al
día siguiente de la primera carta, el poeta se quedó sorprendido: no
esperaba encontrar una mujer tan joven y sonriente. Ella también se
sorprendió, pero de otra manera: «Rilke era muy delgado, casi incor-
póreo. De lejos se le podría haber tomado por un cadete vestido de
civil, pero cuanto más se acercaba, mayor resultaba su frente, y tam-
bién sus ojos, llenos de brillo y que no parecían de este mundo. Por sus
ojos cruzaba el rayo de la genialidad. Me dio miedo de este arcángel
en chaqueta. Pero la sonrisa silenciosa de sus labios llenos y expresivos
suavizó mi gran perturbación».
Ese primer encuentro se produjo en el apartamento de Rilke. Él
lo había iluminado con velas y había puesto rosas en varios jarrones.
Luego hizo una tortilla, que fue la única cena. Pero le recitó a Claire
varios poemas. La cita siguiente fue en la habitación del hotel donde
vivía Claire. Ésta le había escrito, unas horas antes: «Quiero dar algo
de calor a esta habitación tan fría. Quiero poner algo rojo en las pare-
des antes de tu llegada. No quiero ser como lluvia que caiga sobre tu
alma. Sólo y siempre, sol en el azul topacio de tus ojos. ¡Y te deseo una
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Sí, Claire e Ivan Goll están ya juntos para siempre, como ella quería,
bajo la lápida que modeló en bronce Chagall —en la vecindad inmedia-
ta de Chopin—, en ese cementerio del Père Lachaise que es como un
silencioso patio de vecinos.
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XXV
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
que yo, es verdad, había considerado tan sólo como un lugar de paso,
movido quizá por una cierta desconfianza hacia su belleza demasiado
tópica, demasiado ostensible y afectada. Las montañas no me resultan
fáciles de comprender así de buenas a primeras. Fui capaz de entender
los Pirineos y el Atlas, en el norte de África. Son, incluso, mis recuerdos
más sublimes. Y cuando leí lo que Tolstoi decía del Cáucaso, se apoderó
de mí una fiebre indescriptible por su magnitud. Pero ¿y estas montañas
suizas? Las veía siempre como un obstáculo: son demasiadas. Sus cum-
bres se alzan en direcciones opuestas. Es verdad que a veces se puede
comprobar con satisfacción que el contorno discurre con pureza, mar-
cando una línea continua bajo el cielo. Pero me falta... ¿cómo podría
decirlo?... la equivalencia, el paralelismo interior que haga de esa visión
una vivencia propia. Intento, para empezar, identificarme un poco con
las ciudades: Ginebra y Berna. La verdad es que Berna me resultó algo
muy, muy hermoso. Una ciudad antigua, bien asentada, absolutamente
intacta en muchas partes, con todas las peculiaridades de su honrada y
activa burguesía, con un grado de conciencia social muy elevado. Y sus
casas, animadas por un mismo espíritu, avanzan, un tanto herméticas,
por las calles angostas hacia las glorietas de piedra. El Aare, con sus her-
mosos jardines enfrente, tiene un espíritu más abierto y comunicativo».
(Carta a la condesa Aline Dietrichstein, de 6 de agosto de 1919.)
La condesa Mary Dobrzensky le ofreció el castillo de Nyon, situa-
do al borde del lago Leman. Podría haber sido el rincón del mundo
tan afanosamente buscado por el poeta para encerrarse con su soledad.
Pero resultó como un mercado. No sólo la anfitriona se quedó allí para
agasajarle hasta el empacho, sino que invitó a otras personas para que
hicieran compañía y dieran conversación al poeta. Además, el cuarto
que la condesa había preparado hasta el más ínfimo detalle para que el
poeta pudiera escribir... estaba debajo de la escalera: sin apenas espacio,
sin ventanas, sin rastro del bellísimo paisaje del entorno.
A los quince días, Rilke salió huyendo del castillo de Nyon. Y al poco
tiempo, un nuevo intento en una nueva mansión nobiliaria: el palacio
Salis, en Soglio. Soglio es una aldea del cantón más occidental de Suiza:
Grisones, el único de lengua retorromana o romanche. El palazzo Salis
es una casona, cúbica y compacta, pintada de blanco y con frontones
de piedra, partidos, sobre las ventanas. Allí sí encontró Rilke la soledad
que buscaba, y precisamente en el ambiente que a él le resultaba más
propicio: gruesos muros de otro tiempo —estos del palacio Salis eran
del siglo xviii—, salas de altos techos, sillones de terciopelo, libros de
piel y pergamino en una biblioteca confortable... Todo eso lo tenía en
Soglio. Y un jardín francés con grandes castaños, bordeado por conífe-
ras cuidadosamente recortadas. Y silencio.
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VIAJES POR SUIZA. PARÍS: UNA VISITA FUGAZ
Soglio podía haber sido su nuevo «Patmos», pero tuvo que salir de
allí, al acabar el verano, porque se acercó la fecha de su conferencia en
Zúrich. Sobre unos Alpes ya nevados y fríos, el poeta rodó en coche de
caballos y cruzó el paso de Engadina.
En Soglio, el poeta tuvo muy próximo el fin de su mutismo literario.
Escribió un fragmento en prosa, «El sonido originario» (Ur-Geräusch),
donde sostiene la extraña tesis de que el roce de los dos hemisferios,
dentados, del cráneo humano, produce un sonido semejante a la voz
grabada en un fonógrafo —uno de aquellos deficientes fonógrafos de
principios de siglo, en los que el soporte era un cilindro de cera—; tesis
arbitraria, por supuesto, pero que anticipa alguna de las insólitas asocia-
ciones que emergerán en las Elegías.
En Soglio inició Rilke una correspondencia que, reunida años más
tarde, daría lugar a uno de sus libros más leídos: las Cartas a una mujer
joven (Briefe an eine junge Frau). El arranque de esa correspondencia
es la carta que recibe de una lectora de El libro de las imágenes, que le
agradece el consuelo que la lectura ha traído a su situación angustiosa:
tiene veinticinco años, acaba de separarse, tiene un hijo pequeño y, ante
la falta de medios para subsistir, cultiva una pequeña huerta en Weimar,
de la que ella y su hijo se alimentan. Su nombre —Lisa Heise— ha que-
dado eclipsado, en la historia de la literatura, por la abstracta designa-
ción del libro: ella es la mujer joven. De Lisa se ha sabido poco: había
nacido en febrero de 1893, se interesó por la medicina naturalista, y
asistió a algún curso en la Universidad de Jena. Se casó, pero su matri-
monio duró apenas tres años. Vivió luego sola en Meiningen. Después
de que Insel publicara las cartas del poeta, ella publicó, unos años más
tarde —en 1934—, las cartas que ella misma había dirigido a Rilke.
El tono y el contenido de las Cartas a una mujer joven son muy
distintos del tono y el contenido de las Cartas a un joven poeta. El
tiempo que ha transcurrido entre uno y otro epistolario es largo: casi
veinte años. El poeta no era ya el mismo —había escrito algunas de sus
grandes obras—, y el interlocutor era también distinto: no se trataba
de un poeta que pedía consejos literarios, sino de una mujer que pedía
auxilio para su angustia.
Las cartas a Lisa Heise tienen particular interés por dos motivos:
por uno, responden a grandes preguntas existenciales que ella le for-
mula; por otro, exponen detenidamente episodios de la vida del poeta.
En su primera carta, Lisa pregunta al poeta por la función del arte.
«La obra de arte no puede mejorar ni cambiar nada», contesta rotunda-
mente el poeta. Es como la naturaleza: ¿mejora al hombre, le consuela?
La diferencia es que la naturaleza no es explícita: «Somos nosotros quie-
nes debemos darle sentido, conquistarla, traducirla a términos humanos
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
para alcanzar una ínfima parte de ella». La obra de arte contiene, sin
embargo, cosas que al hombre le resultan más inmediatas, más explíci-
tas: «Necesidad, aspiración, solicitud, amor arrebatado, tumulto, desti-
no... Pero aun así —añade— nada ha cambiado en rigor; es presuntuoso
pretender que la obra de arte pueda brindar algún tipo de ayuda».
En la segunda carta, Lisa le pregunta al poeta por el sentido de la
vida. «¿Quién podría contestarle? La felicidad, la desdicha, un instante
imprevisto del corazón, tal vez nos descubran de pronto la respuesta
que buscamos. Quizá se gesta en nosotros lenta e imperceptiblemente,
o una persona nos la revela de pronto: la respuesta rebalsa la mirada,
ilumina un aspecto del corazón que él mismo desconoce. Cualquier vi-
vencia humana puede resultar una respuesta a ese interrogante abierto
que apunta hacia el cielo».
En otro momento le pregunta si es diferente la esencia del hombre
y de la mujer. La respuesta del poeta parece afirmativa. Ve en el hombre
un ser que se disipa, que se pierde «en los intersticios de la existencia».
Se pierde «en las ciudades, en los libros, en el sueño, en la vigilia... hasta
que una oleada de mal humor, el asalto de la decepción, el agotamiento
y un dolor definitivo le arrojan otra vez en el seno de la existencia verda-
dera». La mujer, en cambio, escribe Rilke, «no vive en los extremos de las
situaciones, sino en el cálido centro de su propia intensidad». Y añade:
«su abnegada riqueza se convierte en una carga para su corazón genero-
so, porque le falta el indómito y feliz derecho de levantarse todas las ma-
ñanas como una plácida durmiente que no tiene necesidad de nada más».
Los muchos párrafos que Rilke dedica a hablar de sí mismo —ge-
neralmente seguidos de avergonzadas frases de excusa— tienen especial
interés desde el punto de vista biográfico. Sobre su dedicación, casi inin-
terrumpida, a mantenerse en relación epistolar con sus amigos, escribe:
«Pertenezco a ese tipo de hombres que, al margen de la moda, aún con-
sideran la correspondencia como una de las más hermosas y fecundas
formas de comunicación. Debo confesar que esa actitud hace que mi
correspondencia alcance límites casi infinitos. Sólo el trabajo o una in-
evitable sécheresse d’âme —como en la última guerra— consiguen en-
mudecerme, a veces durante meses». En otra carta da una curiosa visión
del cultivo de la correspondencia como «actividad manual», frente a la
actividad intelectual que es su tarea poética. El poeta envidia la dedica-
ción de Lisa a su pequeña huerta y le dice: «Qué alegría es pasar del tra-
bajo espiritual al trabajo manual, cuánto provecho podría yo sacar del
uno para el otro si tuviera un oficio, si tuviera experiencia, dedicación,
en una palabra: conocimiento. Yo soy más propenso al cultivo interno,
a contemplar las profundidades. Aunque también es verdad que cultivo
las cartas y las flores —ambas pertenecen al mismo ámbito—».
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BERG AM IRCHEL. EL LEGADO DEL CONDE C.W.
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el amor puede consolar. Y así es. Porque, ¿qué otra cosa me sería más
inútil, en definitiva, que una vida consolada?».
Por la fecha de El testamento, se ha deducido que esa «amada» des-
tinataria de las cartas es Elisabeth Dorothee Klossowska, que usó el
nombre artístico de Baladine. Baladine es judía, silesiana y pintora. Ha
vivido en su juventud en París y, después de la guerra, en Ginebra. Poco
antes de conocer a Rilke se ha separado de su marido —el historiador
de arte Erich Klossowski—, y vive con sus dos hijos, Pierre y Balthusz.
La relación entre Rilke y Baladine Klossowska discurre en los años
de mayor desolación del poeta. Lo que les unió, al principio, fue la so-
ledad y el desarraigo. Juntos pasearon durante días y días bajo la lluvia
constante que cayó sobre Ginebra en el otoño de 1919. Desde enton-
ces hasta la muerte del poeta Baladine vivirá orientada hacia él. En las
épocas en que no se vean, se enviarán largas cartas. Unas cartas en las
que van alternando los párrafos en alemán y en francés: cuando uno y
otro tienen que expresar sentimientos más íntimos y confidencias más
sutiles, recurren a su idioma materno, el alemán.
El enamoramiento de Baladine fue siempre doloroso. Le escribe
al poeta cartas «amorosas, íntimas, dulces», le dice: «Estoy siempre dis-
puesta, y me encontrarás a tu lado cuando quieras verme, estés donde
estés».
Pero el poeta, que se ve atraído por la sensualidad de Baladine,
retrocede. Teme que los brazos apasionados de su amiga —ces bras déli-
cieusement éprouvés— le impidan la otra entrega a la que se siente obli-
gado. Su Bereitschaft, su permanente disponibilidad a la tarea poética,
está en riesgo. Rilke trata de hacer partícipe a Baladine de su esforzada
espera, de su necesaria libertad. Pero Baladine no sólo se inquieta y se
queja, sino que viaja a menudo, con sus dos hijos, para estar cerca del
poeta. Llega incluso —entre octubre y noviembre de 1921— a compar-
tir con Rilke, durante dos semanas, el pequeño torreón de Muzot. Pero
Rilke, acostumbrado a lo largo de su vida a la más absoluta soledad, no
resiste la convivencia, y Baladine sale precipitadamente hacia Ginebra.
Antes de salir, ha dejado colgada en la pared, frente a la mesa del poeta,
la reproducción de un dibujo de Cima da Cornegliano que representa
a Orfeo.
El cariño —quizá el enamoramiento contenido— del poeta hacia
Baladine siguió. Es a ella a quien, en pleno alumbramiento de las Ele-
gías, escribe antes que a nadie. El 9 de febrero de 1922, a última hora
de la tarde, cuando ha avanzado decisivamente en la Sexta y la Novena,
le escribe:
«Merline, ¡estoy salvado!
»Lo que más me angustiaba y me oprimía está resuelto, y creo que
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BERG AM IRCHEL. EL LEGADO DEL CONDE C.W.
con gloria. No fueron más que unos días, pero nunca he aguantado
una tormenta semejante de corazón y de mente. Todavía estoy tem-
blando. Esta noche creía que no podría más, pero he aquí que la he
vencido. Y he salido ahora mismo para acariciar, a la luz de la luna,
este viejo Muzot».
El 23 de diciembre de 1926 —seis días antes de su muerte— Rilke
cogió por última vez la pluma. Y lo que escribió fue una carta a Baladi-
ne: «Sufriendo dolores inhumanos, porque estoy humilde y miserable-
mente enfermo, sólo quiero pedirte que confíes en que me dispensan
todos los cuidados. Varios médicos célebres han venido a hablar con el
doctor Haemmerli, y van a volver. Si tu corazón de amiga te incitara a
venir, harías mal [...] Mi querida Merline [...]».
Ha quedado un hermoso rastro de la compenetración de Rilke y
Baladine Klossowska: los diez poemas que forman Les Fenêtres, es-
critos por Rilke en el viaje que hizo con Baladine a Friburgo a finales
de agosto de 1920, y los diez aguafuertes que Baladine hizo para ilus-
trarlos.
Y ha quedado otro rastro menor: el prólogo que Rilke escribió
para la edición de los dibujos del pequeño Balthusz, el hijo menor de
Baladine. Con once años, acababa de pintar, al aguatinta, cuarenta es-
cenas que representan la vida de un gato que había encontrado y lue-
go perdido: Mitsou. En uno de los viajes a Ginebra, Rilke había visto
los dibujos, le gustaron —el genio del que luego sería un gran pintor
apuntaba ya— y se ofreció a escribir un prólogo. Antes de escribirlo,
se preocupó de encontrar editorial —que acabaría siendo la Rotapfel-
Verlag de Zúrich— y de que el pequeño Balthusz firmara el contrato
de edición.
El prólogo lo escribió Rilke d’un seul trait en la noche del 26 de
noviembre de 1920. Le produjo gran satisfacción no sólo haberlo es-
crito en francés, sino también haberlo pensado íntegramente en fran-
cés —luego, cuando Charles Vildrac, editor y poeta, se lo devolvió con
algunas correcciones, debió de sentir cierta decepción—. Este texto
francés de Rilke es de una extraordinaria delicadeza. Es probable que
el empleo del francés le indujera a escribir con esa sencillez y con esa
levedad, no carente de hondura. Rilke vierte, en lo que podía haber
quedado en unas simples páginas superficiales para acompañar a unos
dibujos ingenuos, algunas de sus ideas más arraigadas: nuestras cosas,
en realidad, no las poseemos, no son propiamente nuestras; la pérdida
de las cosas es un segundo encuentro, más profundo.
«Estaréis de acuerdo conmigo en que los animales, para pertenecer
a nuestro mundo, hace falta que entren un poco. Hace falta que con-
sientan, aunque sea poco, nuestra manera de vivir, que la toleren; si
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
no, medirán, con hostilidad o con temor, la distancia que los separa de
nosotros y ése será el modo con que entablen sus relaciones.
»Mirad los perros: su acercamiento confidencial y admirativo es
tal, que algunos de ellos parece que han renunciado a sus más antiguas
tradiciones caninas, para adorar nuestras costumbres e incluso nues-
tros errores. Es eso mismo lo que les vuelve trágicos y sublimes. Su de-
cisión de admitirnos les fuerza a vivir, por así decirlo, en los confines
de su naturaleza, unos confines que sobrepasan constantemente con su
mirada humanizada y con su morro nostálgico.
»Pero ¿cuál es la actitud de los gatos? Los gatos son gatos, y eso
es todo; y su mundo es el mundo de los gatos de una punta a la otra.
¿Pensáis que nos miran? ¿Pero se ha visto alguna vez que verdadera-
mente se dignen alojar un solo instante nuestra fútil imagen en su re-
tina? ¿No se limitarán a oponer —fijándose en nosotros— un mágico
rechazo de sus pupilas, nunca enteramente visibles?
»Buscar. Perder. ¿Habéis reflexionado bien sobre lo que significa
la pérdida? No es simplemente la negación de ese instante generoso
que viene a colmar una espera que ni siquiera sospechabais. Porque
entre ese instante y la pérdida hay siempre eso que se llama —muy
torpemente, desde luego— la posesión.
»La pérdida, por otra parte, por cruel que sea, no puede nada con-
tra la posesión; la termina, si queréis entenderlo así; pero más bien la
afirma; en el fondo, no es más que una segunda adquisición, comple-
tamente interior, y esta vez de una intensidad distinta.
»Tú la has sentido, desde luego, Balthusz; no viendo más a Mitsou,
has empezado a verle mucho más.
»¿Vive aún? Sobrevive en ti, y su alegría de gatito despreocupado,
después de haberte divertido, te obliga: has tenido que expresarla por
los medios de tu tristeza laboriosa.
»Por eso, un año después, te he encontrado más crecido y conso-
lado».
El libro se publicó en el verano siguiente: Mitsou. Quarante images
par Balthusz. En las Navidades de 1922, Balthusz le regaló las cuarenta
aguadas; hoy están en el Archivo Rilke de Gernsbach. Balthus —ya
sin «z»— fue, luego, uno de los grandes pintores del siglo xx, que se
mantuvo alejado del cubismo, el fauvismo, el surrealismo y todos los
demás ismos de las innumerables vanguardias del siglo. Sus lienzos, so-
segados y silenciosos, sin atmósfera, no tienen más tensión que la que
brota de los menudos senos y los pubis rosados de sus adolescentes. Y
todo, siempre, inundado por esa luz clara que invade los lienzos, esa
luz a la que Octavio Paz dedicó un poema:
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BERG AM IRCHEL. EL LEGADO DEL CONDE C.W.
[...]
La luz abre los pliegues de la sábana
y los repliegues de la pubescencia,
arde en la chimenea, sus llamas, vueltas sombras,
trepan los muros, yedra deseosa.
[...]
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XXVII
En la primavera del año 1921, Rilke conoció la obra de Paul Valéry, una
obra que, desde un ámbito muy distinto —el poeta alemán transita por
el espacio interior del mundo, el Weltinnenraum, mientras que el poe-
ta francés canta los espacios abiertos, luminosos—, tendía a la misma
meta de concisión y densidad. Rilke admira el largo silencio y la larga
espera de Valéry, con los que se siente identificado. «Ha estado veinte
años callado —le dice Rilke, lleno de admiración, a Gide—, dedicado
a las matemáticas, hasta que en 1915 empezaron a surgir sus poemas,
como recompensa a la larga espera de su vida. En su poema Palme dice:
Paciencia, paciencia...».
Al castillo de Berg le llega a Rilke, retrasado, el número de junio de
1920 de la Nouvelle Revue Française, donde se publica El cementerio
marino de Valéry. Sentados en el jardín del castillo de Berg, Baladine
Klossowska y él lo leen y lo desgranan una y otra vez. Rilke se pone
de inmediato a traducirlo, y sin apenas levantar la vista del papel —je
l’ai fait comme d’un seul trait— termina la traducción. Es graciosa la
comparación que hace Rilke en la carta en que le envía esa traducción
a Baladine: «La he hecho de prisa, y sintiendo la misma atracción feliz
que siento cuando me echo en tus brazos».
En una carta de 28 de abril de 1921, dirigida a Gide, Rilke le comu-
nica el entusiasmado descubrimiento de Valéry:
«No sabría expresarle la profunda emoción que he sentido al leer
L’Architecte y algunos otros escritos de Valéry. ¿Cómo es posible que no
lo haya conocido en tantos años?
»Hace unas semanas he traducido, con el mayor entusiasmo, esas
otras ‘palabras verdaderamente marinas’, las estrofas del Cimetière Ma-
rin. Es, creo, una de mis mejores traducciones. La he hecho solamente
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VIDA DE RAINER MARIA RILKE
para mí, para mi propio deleite, y en obsequio a una amiga a quien leí
este admirable poema poco después de haberlo descubierto.
»Se diría que este gran poeta hubiera suprimido todos los rasgos
accesorios durante una parte de su vida, para no dar sino la esencia. Y
resulta muy claro precisamente ahí donde la profundidad de los otros
no se acaba descubriendo sino a costa de cierta oscuridad».
La primera carta que Valéry dirige a Rilke es de diciembre de 1921.
El poeta francés tiene que dar unas conferencias en Zúrich en el mes de
enero, y se propone visitar a su colega alemán. «Deseo verdaderamente
que todo discurra entre nosotros como si nuestra comunicación fuera
mucho mejor que lo posible. Es verdad que yo no sé hablar en su lengua,
y eso me abruma; pero el conocimiento notable que usted tiene de la
nuestra me hace esperar que usted la usará generosamente conmigo...».
El encuentro entre ambos poetas se retrasa. En noviembre de 1922,
Valéry habla en Zúrich sobre «La crisis del espíritu», pero Rilke no pue-
de ir a oírle. Le envía una cestita con manzanas de Muzot, cogidas por
él mismo. «He comido una —le escribe inmediatamente Valéry— esta
mañana, muy temprano, mientras miraba los tejados y las columnas de
humo de esta ciudad desconocida. ¿No es nuestro sino esto de estar des-
piertos antes que todos y comer una fruta enviada por la generosidad de
un ser que no está lejos, y al que no hemos visto nunca?».
El primer encuentro se produce en abril de 1924. Larguísima, inin-
terrumpida conversación a lo largo de todo un domingo. Cuando se
va de la torre de Muzot, Valéry escribe en el libro de invitados: «Este
día de soledad a dos, mi querido Rilke, será siempre precioso para mí.
Se lo agradezco de todo corazón». Al margen, Rilke escribe dos días
después: «He plantado un joven sauce en el jardín: querría que creciese
en recuerdo de esta bella y memorable visita». Cuando, dos meses más
tarde, Valéry le envíe una carta de agradecimiento por su hospitalidad,
le dirá: «He guardado el recuerdo de su refugio, y me sirvo de él bajo
esta fórmula lógica: el recuerdo de un refugio es un refugio».
El último encuentro tuvo lugar el 13 de septiembre de 1926, tres
meses antes de la muerte de Rilke, en Anthy, a orillas del lago Leman.
El escultor Henri Vallette estaba haciendo un busto de Valéry. Hay fotos
de ese día, en las que Rilke sonríe, con gesto aún juvenil. Y se repite la
larga, ininterrumpida conversación, ahora bajo los grandes árboles de
un parque, al borde del lago.
Antonio Marichalar estuvo también en ese encuentro con Rilke, y
volvió con Valéry, por el lago Leman, hacia Ginebra:
«—No sé, no sé cómo se puede vivir así.
»Y Paul Valéry repetía, consternado, su frase, con la obsesión pren-
dida en el recuerdo de Rilke.
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XXVIII
EL PRIORATO DE ETOY
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EL PRIORATO DE ETOY
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XXIX
Baladine Klossowska volvió. Sabía que no podía estar con él, pero tam-
poco podía estar lejos. Juntos hicieron un pequeño viaje por el cantón
de Valais —el amplio valle suizo del Ródano—, y allí descubrieron un
torreón pequeño y compacto: Muzot.
Al verlo, Rilke no lo dudó. Ése era el lugar. Junto al torreón había
un inmenso chopo, alto, vertical, con infinitas hojas que espejeaban a
la vez. El poeta lo interpretó como un signo de admiración que quería
resaltar que aquél era el lugar. ¡Aquí! El paisaje del Valais le evocó de in-
mediato otros paisajes que habían quedado firmemente grabados en su
memoria. Del Valais dirá en uno de sus poemas franceses que es un pays
arrêté à mi-chemin / entre la terre et les cieux, exactamente lo mismo
que había dicho de Toledo: que es «una ciudad del cielo y de la tierra».
El poeta no puede ser más explícito para expresar la semejanza. En una
carta escrita a Nanny Wunderly-Volkart el 9 de julio —cuando acaba de
conocer el torreón de Muzot— escribe: «Probablemente, este maravillo-
so Valais hispano-provenzal (dieses wunderbare spanisch-provençalische
Valais) es el entorno que haga posible un invierno de las Elegías (ein
Elegien-Winter), y Muzot tendrá la función de protegerme para ello».
En una extensa carta a la princesa Maria von Thurn escrita el 21 de
julio de 1921, Rilke da una descripción detenida del paisaje:
«Ya le he contado la atracción que ha ejercido sobre mí este lugar
cuando lo vi por primera vez el año pasado en la época de la vendimia.
El hecho de que en la revelación de este paisaje actúen fundidos de modo
singular los paisajes de España y Provenza es algo que ya me impresionó
entonces: los dos países, precisamente, cuyos paisajes, en los años ante-
riores a la guerra me habían hablado con mayor claridad y fuerza. ¡Y
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Rilke, en óleo de
Leonid Pasternak. El
pintor sólo hizo un
esbozo a lápiz cuando el
poeta viajó a Rusia, y más
tarde —cuando Rilke ya
había muerto— pintó el
lienzo, en el que puso, al
fondo, las cúpulas del
Kremlin de Moscú.
Sommertag (Día de
verano), óleo de Hans am
Ende, 1901. La nitidez y
objetividad que carac-
teriza, en su conjunto, la
obra de los pintores de
Worpswede influyó
decisivamente en la
poesía de Rilke.
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Mondaufgang (Salida
de la luna), óleo de
Fritz Overbeck, 1896.
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El Expolio, óleo de El
Greco, 1577. Un Cristo
—éste en la sacristía de
la catedral de Toledo—
más humano y menos
doliente que el del
Expolio de la pinacoteca
de Múnich, que Rilke ya
conocía. Probablemente
sea cierto lo que dice
Gebser de que Rilke, de
joven, quería parecerse a
este Cristo del Expolio.
La Crucifixión, óleo de
El Greco, hacia 1600. En
el catálogo del museo del
Prado, y al margen de la
reproducción de este
lienzo, Rilke escribió:
«Música». «Porque la
sangre que recogen estos
ángeles brota como
música» —escribirá unos
años más tarde. Y
probablemente música
de Pergolese, que es la
que Rilke consideraba
más próxima a la pintura
de El Greco.
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Autorretrato, óleo de
Oscar Kokoschka, 1948.
En la primavera de 1916,
Rilke dedicó un largo
poema al pintor —que
empieza por el verso
Haßzellen, stark im
größten Liebeskreise…—,
poema emparentado con
la crítica social de Kraus y
con el expresionismo.
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¿A quién podríamos
recurrir entonces? No a los ángeles ni a los hombres;
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Ya sé
que os tocáis dichosos porque la caricia os retiene,
porque no desaparece el lugar que, tiernos,
ocultáis; porque debajo presentís la pura duración.
Así, casi eternidad os prometéis en cada abrazo.
Y sin embargo, cuando resistís el espanto
de las primeras miradas y la añoranza en la ventana,
y el primer paseo juntos, una vez, por el jardín:
entonces, amantes, ¿seguís siéndolo aún?
Ich weiß,
ihr berührt euch so selig, weil die Liebkosung verhält,
weil die Stelle nicht schwindet, die ihr, Zärtliche,
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a menudo, el solitario,
antes aún de que la muchacha le calmara, a veces también como
[si ella no existiera,
empapado, ay, de algo incognoscible, alza su divina cabeza,
convocado por la noche a un tumulto sin fin...
[...]
¡Oh, el viento oscuro de su pecho que llega de una retorcida
[caracola!
Oye cómo la noche se hace cóncava y se convierte en valles. Oh
[estrellas:
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Pero al final del poema hay una ráfaga de luz, una súbita alegría que
es anticipo de la gran alegría que inunda la décima y última elegía. En
la invocación al ángel se habla de «un sitio que no sabemos», un lugar
donde el amor culmina, un ámbito de la pura felicidad.
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Wunderlich nah ist der Held doch den jugendlich Toten. Dauern
ficht ihn nicht an. Sein Aufgang ist Dasein; beständig
nimmt er sich fort und tritt ins veränderte Sternbild
seiner steten Gefahr. Dort fänden ihn wenige. Aber,
das uns finster verschweigt, das plötzlich begeisterte Schicksal
singt ihn hinein in den Sturm seiner aufrauschenden Welt.
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Las cosas piden que las digamos (sagen), que las alabemos (rühmen),
que las transformemos (verwandeln) en nuestro corazón invisible.
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La única cohesión que puede dar un cierto tinte unitario a las diez
Elegías —que no es ni siquiera formal, porque unas están escritas en
verso libre y otras en verso blanco— procede de la presencia de los Leit-
motive —o los Kernbegriffe, para decirlo con un término rilkeano— que
surcan todas las obras —y no sólo Elegías y Sonetos— de la última etapa
de Rilke. Esas ideas dominantes podría decirse que son cinco.
En primer lugar, la vida como disgregación interior. Dice Rilke en
la Segunda Elegía:
En la Quinta habla de
Rilke, sin patria, sin domicilio, sin familia, encarna esa disgregación
interior que viven tantos seres desplazados por las guerras, los desterra-
dos, los exiliados, los emigrantes, y también —aunque pueda resultar
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que yo, esto sí me hace seguro, y me hace vivir muchas cosas humildes y
profundas. (Carta a Lou Andreas-Salomé de 1904).
En cuarto lugar, el ángel como vínculo de lo visible y lo invisible. Los
ángeles son los seres más presentes en las Elegías: desde el arranque de la
Primera —«¿Quién, si yo gritara, me oiría desde los coros / de los ánge-
les?»— hasta el arranque de la Décima y última —«Ojalá un día, libre ya
de la terrible visión que me acosa, se eleve mi canto de júbilo y alabanza
hasta los ángeles propicios»—. Enlazando la pregunta de la primera frase
con el deseo expresado en la segunda, el tránsito resulta claro: «ahora»,
en este «mundo visible», el poeta se siente muy lejos de los ángeles, a los
que pueden no llegar sus gritos de angustia; «luego», «a la salida», es de-
cir, en el umbral que separa el mundo visible y el invisible, el poeta aspira
—confía, espera— no ya a ser oído por ellos, sino a cantar con ellos «el
júbilo y la alabanza».
Ellos, los ángeles, son los seres que surcan con naturalidad ambos
mundos, los que transitan sin barreras por lo visible y por lo invisible.
Como dice en la Primera Elegía,
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Y haciendo una síntesis aún mayor: con las Elegías Rilke ha querido
transmitir una visión del mundo. Las Elegías son una cosmología. «El
sentido de mi trabajo —dice en una carta a Margot Sizzo de 1923— ha
consistido en testimoniar, de la manera más imparcial, independiente y
visionaria, la unidad entre la vida y la muerte [...] Reconocer y afirmar
los dos aspectos del mundo: el sueño y la vigilia, la luz y la oscuridad,
la voz y el silencio [...] la presencia y la ausencia. Todos esos contrarios
aparentes coinciden en un punto, en un sitio, en un lugar en que cantan
el himno de sus bodas. Y ese lugar es, de momento, nuestro corazón». Y
en carta inmediata dirigida a la misma corresponsal, dice: «Manifestar
la identidad de lo Espantoso y lo Radiante, de esas dos caras de una
misma y divina cabeza, de esa única cara que no se divide sino a causa
de las circunstancias de quien la mira [...] ésa es la idea, ése es el senti-
do esencial de mis dos libros [se refiere a las Elegías y los Sonetos]». Se
podría decir que las Elegías son un himno cosmológico que es, a la vez,
visionario e íntimo. El poeta despliega, a lo largo de los diez poemas, un
panorama del cosmos, pero un panorama que está dentro del hombre:
un paisaje del corazón —un Herzenlandschaft.
En todo caso, es mejor oír a su propio autor cuando explica, exten-
samente, el sentido de las Elegías en una carta a su traductor polaco,
Witold Hulewicz, de 13 de noviembre de 1925:
«¿Soy yo quien puede dar la explicación adecuada a las Elegías? Me
superan infinitamente. Las considero un desarrollo de esos elementos
esenciales que estaban ya presentes en El Libro de Horas, que en las dos
partes de los Nuevos poemas utilizaron la imagen del mundo, jugando
y probando, y que luego, en Malte, se enfrentaron, y allí casi llevaron a
la demostración de que una vida suspendida sobre un abismo sin fondo
es imposible.
»En las Elegías, partiendo de los mismos elementos, la vida vuelve
a ser posible: más aún, en ellas se expresa esa definitiva afirmación a
que no podía llegar todavía el joven Malte, a pesar de estar en el justo y
difícil camino ‘des longues études’. La vida y la muerte se revelan como
una sola cosa en las Elegías. Admitir la una sin la otra sería, como aquí
se reconoce y proclama, una limitación que, en definitiva, excluiría todo
lo infinito. La muerte es el lado de la vida que no da hacia nosotros, el
lado que no está iluminado: debemos alcanzar la máxima conciencia de
nuestro existir, que reside en ambos ámbitos ilimitados y se nutre inago-
tablemente de ambos [...] La verdadera forma de la vida cruza a través
de ambos ámbitos, y la sangre de la circulación suprema se abre paso a
través de ambos: no hay ni un acá ni un allá, sino la gran unidad, en la
que habitan esos seres que nos sobrepasan: los ‘ángeles’.
»Y ahora, la situación del problema del amor en este mundo que,
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torres y palacios del pasado siguen existiendo, aunque hace mucho que
son invisibles, y las torres que aún subsisten ya son invisibles, aunque
todavía perduran corporalmente (para nosotros). El ángel de las Elegías
es ese ser que garantiza el reconocer en lo invisible un rango más alto de
la realidad. Por eso es ‘terrible’ para nosotros, porque nosotros todavía
dependemos de lo visible, de las cosas que amamos y transformamos.
Todos los mundos del universo se precipitan hacia lo invisible como a
su realidad más profunda: algunas estrellas se elevan inmediatamente y
se desvanecen en la conciencia infinita del ángel: otras están asignadas
a seres que las transforman lentamente, penosamente, y en cuyo terror
y excitación alcanzan su inmediata realización invisible. Nosotros so-
mos, hay que acentuarlo otra vez, en el sentido de las Elegías, los que
transformamos la tierra. Toda nuestra existencia, los vuelos y caídas de
nuestro amor, todo nos capacita para nuestra tarea (al margen de la cual
no queda ninguna otra que sea esencial). (Los Sonetos muestran ele-
mentos particulares de esta actividad, que aquí se coloca bajo el nombre
y la protección de una muchacha muerta, cuya carencia de plenitud e
inocencia mantiene abierta la puerta del sepulcro, de tal modo que ella,
una vez que entró en él, pertenece a esos poderes que mantienen fresco
el hemisferio de la vida, y abierto hacia el otro hemisferio, abierto como
herida.) Las Elegías y los Sonetos se apoyan mutuamente de un modo
constante, y considero que hay una gracia infinita en que yo, con un
mismo impulso, haya podido inflar estas dos velas: la pequeña vela color
de herrumbre de los Sonetos y la gigantesca vela blanca de las Elegías».
Precisamente porque, como dice el propio Rilke en la carta a Hu-
lewicz, sus Elegías revelan una «imagen del mundo», el teólogo Romano
Guardini se preguntó, en su largo ensayo El sentido del ser en Rainer
Maria Rilke (Rainer Maria Rilkes Deutung des Daseins) —publicado en
1953—, si esa imagen del mundo se corresponde con la verdad —deter-
minada a la luz de la fe cristiana—. «La cuestión a que se ha de respon-
der aquí —empieza diciendo Guardini— no es si el mensaje de Rilke
merece respeto, sino si su impresionante visión sobre la vida y la muerte
y sobre las relaciones de la humanidad y de las personas corresponde
realmente a la verdad». A juicio de Guardini, «el espíritu relativista de
nuestro tiempo no debe excluir un tratamiento de la verdad en la obra
literaria, especialmente en un caso como el de las Elegías de Duino, en
el que el autor sostiene abiertamente una concepción sobre la naturaleza
de la realidad».