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Recuerdo a mi madre.

No vivamente, pero un escrúpulo


me impide hablar de ella. Hablaré de su olor. Trabajaba
para alguien más (y ese para otro, y ese…) lavando
tripas de puerco. Entresijos, la carne ligeramente
degradada, la mierda.
Éramos varios hermanos y con frecuencia caíamos en
riñas. Si alguno iba donde la madre, la encontraba
sentada en un pequeño banco, frente a un gran balde con
tripas sumergidas en jugo de naranja agria. Siempre
estaba de malgenio a raíz de su trabajo y de un dolor
cervical. Llegaba uno con una queja y ella respondía
arrancando trozos de tripa desecha y lanzándolos; una
alegría maligna rompía su gesto cuando el ñervo
acertaba en el blanco y el rostro húmedo del
quejambroso caía en el llanto; lloré en su prescindía y,
en lugar de moverse a la simpatía, se enfurecía.
Éramos muchos y escaseaba la buena comida; nos
alimentaban las tripas.

Vivo con una mujer. La prefiero en las noches: acumula


un olor agrio del que el sueño y la cama la despojan a
medias. La reprendo cuando se baña y dice una debe
limpiarse de cuenado en cuando. Siempre ha sido asi,
sucia. Es indelicada, perezosa y estólida. Alta tambien y
huesuda. Trabaja en el campo, en la mala tierra mia,
entre el barro. Sus frios y flacos pies me tocan de noche,
en busca de calor, y el pensamiento de sus dedos
terrosos me recuerda a mi made, y con ella, el amor, la
pasión, las grandes porquerías del corazón y los
protocolos de la carne. Con frecuencia provoco escenas
de celor para verla defenderse de mis ataques, que la
agitan y tornan su olor bestial, erotico. Pero nunca, en la
violencia, desee a otra que no fuera mi mujer, entre
ellas, mi madre.
Y puede que mienta ppor jactancia e irresponsabilidad,
porque siempre fui charlatan y no he tenido mas que el
publico ingrata que el papel manchado y la memoria, en
la hora del lobo. Pero pienso no equivocarme al evocar
a mi madre, las tripas y la actual candidata a
sumergirme en la humillación del deseo y su frenesí.
Hubo un tiempo dorado con mi mujer. Pero en el pueblo
la habían visto robando papas. Le dije no robaras y al
contrariarme se agravaron sus problemas; la golpearon
por unos trapos, en el mercado, porque una debe verse
hermosa y cálida. Inventé un amante para quien se lucia
y la derrote en el pasto.
El rancho que teníamos era de mi madre; la tierra difícil
de trabajar daab opoco. Mi mujer se arraigo a esa idea y
al robo.
Varian fueron las golpizas y los lloriqueos.
No era difil para mi sostenerme en el reino del goce, y
sus tibias promesas.
Pero mi mejer, por razones que desconozco, estaba en
vías de encontrar su naturaleza autentica, y se tornó
impredecible. ¿Por qué debía sufrir yo esos revese en
mis posibilidades de gozar, que es lo mismo, de vivir?
Con fatiga me obligaba ella a la incomodidad, a
refugiarme en la caja donde guardaba los peines de mi
madre con sus últimos ovillos dejados. El olor no
rescataba el otro, el de las fiera y esa conciencia me
llevo a la infancia, si es que tuve alguna, donde eran
burlados mis hermanos por su olor a entresijos, pero,
como fieras, se abalanzaron sobre los burladores, con
desprecio y sin mesura.
[porque con ella se inicia una serie abrumadora de
deseos y quemas, inconclusos, y comn ella, la
incocnclusion el desacierto y la insatisfacción.
Tambine, mientra caminaba el olor de una alcohoplica.
Las fotos de maricones me sedujeron. Mi mujer,
rabiosa, quería irse. Volveras. No la vi en semanas, asi
que revolqué en las fotos. ¿Por qué despedían ese olor?
Asi, entrepiernas, mi mujer. Eran los maricas vestidos
como muchachas risueñas y honradas, inmaculadas, de
largos cabellos y miradas tibias. Como no tenían un
órgano, creado por dios o la anturaleza, se vieron
obligados a acerse uno lo mas seductor posible: asi, su
hueo era el mismo, sumergido en la misma simpátia. Yo
no era tan ingenuo y sabia que por dentro olian a mi
mujer y mi madre. pero…

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