Está en la página 1de 18

EL PAPA FRANCISCO EXPLICA LA LITURGIA

BAUTISMAL

1.Introducción (Audiencia del 11 de abril de 2018)


Los cincuenta días del tiempo litúrgico pascual son propicios para
reflexionar sobre la vida cristiana que, por su naturaleza, es la vida que
proviene de Cristo mismo. Somos, de hecho, cristianos en la medida en la
que dejamos vivir a Jesús en nosotros. ¿De dónde partir entonces para
reavivar esta conciencia si no desde el principio, desde el sacramento que
encendió en nosotros la vida cristiana? Eso es el bautismo. La Pascua de
Cristo, con su carga de novedad, nos alcanza a través del bautismo para
transformarnos a su imagen: los bautizados son de Jesucristo, es Él el
Señor de su existencia. El bautismo es «el fundamento de toda la vida
cristiana» (Catequismo de la Iglesia Católica, 1213). Y el primero de los
sacramentos, en cuanto a que es la puerta que permite a Cristo Señor
establecerse en nuestra persona y a nosotros sumergirnos en su Misterio.

El verbo griego «bautizar» significa «sumergir» (cf. CCC, 1214). El baño


con el agua es un rito común a varias creencias para expresar el paso de
una condición a otra, señal de purificación para un nuevo inicio. Pero a
nosotros cristianos no se nos debe escapar que si es el cuerpo lo que se
sumerge en el agua, es el alma lo que se sumerge en Cristo para recibir el

1
perdón del pecado y resplandecer de luz divina (cf. Tertuliano, De
resurrectione mortuorum VIII, 3: CCL 2, 931; PL 2, 806). En virtud del
Espíritu Santo, el bautismo nos sumerge en la muerte y resurrección del
Señor, ahogando en la fuente bautismal al hombre viejo, dominado por el
pecado que separa de Dios y haciendo nacer al hombre nuevo, recreado
en Jesús. En Él, todos los hijos de Adán están llamados a una vida nueva.
El bautismo, es decir, es un renacimiento. Estoy seguro, segurísimo de
que todos nosotros recordamos la fecha de nuestro nacimiento: seguro.
Pero me pregunto yo, un poco dubitativo, y os pregunto a vosotros: ¿cada
uno de vosotros recuerda cuál fue la fecha de su bautismo? Alguno dicen
que sí, está bien. Pero es un sí un poco débil porque tal vez muchos no
recuerdan esto—. Pero si nosotros festejamos el día del nacimiento,
¿cómo no festejar —al menos recordar— el día del renacimiento? Os daré
una tarea para casa, una tarea hoy para hacer en casa. Aquellos de
vosotros que no os acordéis de la fecha del bautismo, que pregunten a la
madre, a los tíos, a los sobrinos, preguntad: «¿Tú sabes cuál es la fecha
de mi bautismo?» y no la olvidéis nunca. Y ese día agradeced al Señor,
porque es precisamente el día en el que Jesús entró en mí, el Espíritu
Santo entró en mí. ¿Habéis entendido bien la tarea para casa? Todos
debemos saber la fecha de nuestro bautismo. Es otro cumpleaños: el
cumpleaños del renacimiento. No os olvidéis de hacer esto, por favor.

Recordemos las últimas palabras del Resucitado a los apóstoles, son un


mandato preciso: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»
(Mateo 28, 19). A través de la pila bautismal, quien cree en Cristo se
sumerge en la vida misma de la Trinidad.

2
No es, de hecho, un agua cualquiera la del bautismo, sino el agua en la
que se ha invocado el Espíritu que «da la vida» (Credo). Pensemos en lo
que Jesús dijo a Nicodemo para explicarle el nacimiento en la vida divina:
«El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de
Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es Espíritu»
(Juan 3, 5-6). Por eso, el bautismo se llama también «regeneración»:
creemos que Dios nos ha salvado «según su misericordia, por medio del
baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo» (Tito 3, 5).

El bautismo es por eso un signo eficaz de renacimiento, para caminar en


novedad de vida. Lo recuerda san Pablo a los cristianos de Roma: «¿O es
que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos
bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo
en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos
una vida nueva» (Romanos 6, 3-4).

Sumergiéndonos en Cristo, el bautismo nos convierte también en


miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia y partícipes de su misión en el
mundo (cf. CCC, 1213). Nosotros bautizados no estamos aislados: somos
miembros del Cuerpo de Cristo. La vitalidad que brota de la fuente
bautismal está ilustrada por estas palabras de Jesús: «Yo soy la vid;
vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho
fruto» (cf. Juan 15, 5). Una misma vida, la del Espíritu Santo, corre de
Cristo a los bautizados, uniéndolos en un solo Cuerpo (cf. 1 Corintios 12,
13), ungido con la santa unción y alimentado en el banquete eucarístico.

El bautismo permite a Cristo vivir en nosotros y a nosotros vivir unidos a


Él, para colaborar en la Iglesia, cada uno según la propia condición, en la

3
transformación del mundo. Recibido una sola vez, el lavado bautismal
ilumina toda nuestra vida, guiando nuestros pasos hasta la Jerusalén del
Cielo. Hay un antes y un después del bautismo. El sacramento supone un
camino de fe, que llamamos catecumenado, evidente cuando es un adulto
quien pide el bautismo. Pero también los niños, desde la antigüedad son
bautizados en la fe de los padres (cf. Rito del Bautismo de los niños.
Introducción, 2). Y sobre esto yo quisiera deciros una cosa. Algunos
piensan: ¿Pero por qué bautizar a un niño que no entiende? Esperemos a
que crezca, que entienda y sea él mismo quien pida el bautismo. Pero esto
significa no tener confianza en el Espíritu Santo, porque cuando nosotros
bautizamos a un niño, en ese niño entra el Espíritu Santo y el Espíritu
Santo hace crecer en ese niño, desde niño, virtudes cristianas que
después florecen. Siempre se debe dar esta oportunidad a todos, a todos
los niños, de tener dentro el Espíritu Santo que les guíe durante la vida.
¡No os olvidéis de bautizar a los niños! Nadie merece el bautismo, que es
siempre un don para todos, adultos y recién nacidos. Pero como sucede
con una semilla llena de vida, este don emana y da fruto en un terreno
alimentado por la fe. Las promesas bautismales que cada año renovamos
en la Vigilia Pascual deben ser reiniciadas cada día para que el bautismo
«cristifique»: no debemos tener miedo de esta palabra; el bautismo nos
«cristifica», quien ha recibido el bautismo y va «cristificado». Se asemeja
a Cristo, se transforma en Cristo y lo convierte verdaderamente en otro
Cristo.

2. El rito de acogida (Audiencia del 18 de abril de 2018)


Continuamos, en este Tiempo de Pascua, las catequesis sobre el
bautismo. El significado del bautismo destaca claramente de su

4
celebración, por eso dirigimos a ella nuestra atención. Considerando los
gestos y las palabras de la liturgia podemos acoger la gracia y el
compromiso de este sacramento, que está siempre por redescubrir.

Hacemos memoria en la aspersión con el agua bendita que se puede


hacer el domingo al inicio de la misa, como también en la renovación de
las promesas bautismales durante la Vigilia Pascual. De hecho, lo que
sucede en la celebración del bautismo suscita una dinámica espiritual que
atraviesa toda la vida de los bautizados; es el inicio de un proceso que
permite vivir unidos a Cristo en la Iglesia. Por lo tanto, regresar a la fuente
de la vida cristiana nos lleva a comprender mejor el don recibido en el día
de nuestro bautismo y a renovar el compromiso de corresponder en las
condiciones en las que hoy nos encontramos. Renovar el compromiso,
comprender mejor este don que es el bautismo y recordar el día de nuestro
bautismo, qué día fui bautizado. Yo sé que algunos de vosotros los saben,
otro, no; los que no lo saben, que pregunten a los parientes, a aquellas
personas, a los padrinos, a las madrinas... que pregunten: «¿Cuál es la
fecha de mi bautizo?». Porque el bautismo es un renacimiento y es como
si fuera el segundo cumpleaños. ¿Entendido? Hacer esta tarea en casa,
preguntar: «¿Cuál es la fecha de mi bautizo?»

En primer lugar, en el rito de acogida se pregunta el nombre del candidato,


porque el nombre indica la identidad de una persona. Cuando nos
presentamos decimos inmediatamente nuestro nombre: «Yo me llamo
así», para salir del anonimato, el anónimo es aquel que no tiene nombre.
Para salir del anonimato inmediatamente decimos nuestro nombre. Sin
nombre se permanece como desconocidos, sin derechos ni deberes. Dios
llama a cada uno por el nombre, amándonos individualmente, en la
concreción de nuestra historia. El bautismo enciende la vocación personal

5
de vivir como cristianos, que se desarrollará durante toda la vida. E implica
una respuesta personal y no prestada con un «copia y pega». La vida
cristiana, de hecho, está entretejida por una serie de llamadas y de
respuestas: Dios continúa pronunciando nuestro nombre en el transcurso
de los años, haciendo resonar de mil maneras su llamado a ser conformes
a su Hijo Jesús. ¡Es importante, por lo tanto, el nombre! ¡Es muy
importante!

Los padres piensan en el nombre que dar al hijo ya desde antes del
nacimiento: también esto forma parte de la espera de un hijo que, en el
nombre propio, tendrá su identidad original, también para la vida cristiana
unida a Dios. Ciertamente, ser cristianos es un don que nace de lo alto
(Juan 3, 3-8). La fe de no se puede comprar, pero sí pedir y recibir como
regalo. «Señor, regálame el don de la fe» es una hermosa oración. «Que
yo tenga fe» es una hermosa oración. Pedirla como regalo, pero no se
puede comprar, se pide. De hecho, «el bautismo es el sacramento de esa
fe con la que los hombres, iluminados por la gracia del Espíritu Santo,
responden al Evangelio de Cristo». (Ritual del bautismo de niños, Introd.
gen., n. 3). A suscitar y despertar la fe sincera en respuesta al Evangelio
tienden la formación de los catecúmenos y la preparación de los padres,
como la escucha de la Palabra de Dios en la misma celebración del
bautismo.

Si los catecúmenos adultos manifiestan en primera persona lo que desean


recibir como don de la Iglesia, los niños son presentados por los padres,
con los padrinos. El diálogo con ellos permite expresar la voluntad de que
los pequeños reciban el bautismo y a la Iglesia la intención de celebrarlo.
«Expresión de todo esto es la señal de la cruz, que el celebrante y los
padres trazan sobre la frente de los niños» (Ritual del bautismo de niños,

6
Introd., n. 16). «La señal de la cruz, al comienzo de la celebración, señala
la impronta de Cristo sobre el que le va a pertenecer y significa la gracia
de la redención que Cristo nos ha adquirido por su cruz. (Catecismo de la
Iglesia católica, 1235). En la ceremonia hacemos sobre los niños la señal
de la cruz. Pero quisiera volver sobre un tema del que os he hablado.
¿Nuestros niños sabe hacer el signo de la cruz bien? Muchas veces he
visto a niños que para hacer la señal de la cruz hacen así…, no saben
hacerlo, vosotros, padres, madres, abuelos, abuelas, padrinos, madrinas,
debéis enseñarles a hacer bien la señal de la cruz porque es repetir lo que
se ha hecho en el bautismo. ¿Habéis entendido bien? Enseñar a los niños
a hacer bien la señal de la cruz. Si lo aprenden desde niños lo harán bien
después, de mayores. La cruz es el distintivo que manifiesta quién somos:
nuestro hablar, pensar, mirar, obrar, está bajo el signo de la cruz, es decir,
bajo la señal del amor de Jesús hasta el fin. Los niños son marcados en la
frente. Los catecúmenos adultos son marcados también en los sentidos,
con estas palabras: «Recibid la señal de la cruz en los oídos para escuchar
la voz del Señor»; «en los ojos para ver la claridad de Dios»; «en la boca,
para responder a la palabra de Dios»; «en el pecho, para que Cristo habite
por la fe en vuestros corazones»; «en la espalda, para llevar el suave yugo
de Cristo» ( Rito de la iniciación cristiana de los adultos, n. 85). Cristiano
se es en la medida en la que la cruz se imprime en nosotros como una
marca «pascual» (cf. Apocalipsis 14, 2; 22, 4), haciendo visible, también
exteriormente, el modo cristiano de afrontar la vida.

Hacer la señal de la cruz cuando nos despertamos, antes de las comidas,


ante un peligro, en defensa contra el mal, la noche antes de dormir,
significa decirnos a nosotros mismos y a los demás a quién pertenecemos,
quien queremos ser. Por eso, es muy importante enseñar a los niños a

7
hacer bien la señal de la cruz. Y, como hacemos entrando en la iglesia,
podemos hacerlo también en casa, conservando un pequeño vaso un poco
de agua bendita —algunas familias lo hacen: así, cada vez que entramos
o salimos, haciendo el signo de la cruz con el agua recordamos que
estamos bautizados. No os olvidéis, repito: enseñar a los niños a hacer la
señal de la cruz.

3. Liturgia de la Palabra (Audiencia del 25 de abril de 2018)


Continuamos nuestra reflexión sobre el bautismo, siempre a la luz de la
Palabra de Dios. Es el Evangelio que ilumina a los candidatos y suscita la
adhesión de fe: «el Bautismo es de un modo particular “el sacramento de
la fe” por ser la entrada sacramental en la vida de fe» (Catecismo de la
Iglesia católica, 1236). Y la fe es la entrega de sí mismos al Señor Jesús,
reconocido como «fuente de agua […] para vida eterna» (Juan 4, 14), «luz
del mundo» (Juan 9, 5), «vida y resurrección» (Juan 11, 25), como enseña
el itinerario recorrido, todavía hoy, por los catecúmenos ya cercanos a
recibir la iniciación cristiana. Educados por la escucha de Jesús, de su
enseñanza y de sus obras, los catecúmenos reviven la experiencia de la
mujer samaritana sedienta de agua viva, del ciego de nacimiento que abre
los ojos a la luz, de Lázaro que sale del sepulcro.

El Evangelio lleva en sí la fuerza de transformar a quien lo acoge con fe,


arrancándolo del dominio del maligno para que aprenda a servir al Señor
con alegría y novedad de vida. A la fuente bautismal no se va nunca solo,
sino acompañados de la oración de toda la Iglesia, como recuerdan las
letanías de los santos que preceden la oración de exorcismo y la unción
prebautismal con el óleo de los catecúmenos. Son gestos que, desde la

8
antigüedad, aseguran a quienes se preparan a renacer como hijos de Dios
que la oración de la Iglesia les asiste en la lucha contra el mal, les
acompaña en el camino del bien, les ayuda a escapar del poder del pecado
para pasar en el reino de la gracia divina. La oración de la Iglesia. La Iglesia
reza y reza por todos, ¡por todos nosotros! Nosotros Iglesia, rezamos por
los demás. Es algo bonito rezar por los demás. Cuántas veces no
necesitamos nada urgente y no rezamos. Nosotros debemos rezar, unidos
a la Iglesia, por los demás: «Señor, yo te pido por esas personas que
tienen necesidad, porque aquellos que no tienen fe...». No os olvidéis: la
oración de la Iglesia siempre está en marcha. Pero nosotros debemos
entrar en esta oración y rezar por todo el pueblo de Dios y por esos que
necesitan de las oraciones. Por eso, el camino de los catecúmenos adultos
está marcado por repetidos exorcismos pronunciados por el sacerdote (cf.
ccc, 1237), o sea, por oraciones que invocan la liberación de todo lo que
separa de Cristo e impide la íntima unión con Él. También para los niños
se pide a Dios liberarles del pecado original y consagrarlos como casa del
Espíritu Santo (cf. Rito del Bautismo de los niños, n. 56). Los niños. Rezar
por los niños, por la salud espiritual y corporal. Es una forma de proteger
a los niños con la oración. Como prueban los Evangelios, Jesús mismo
combatió y expulsó los demonios para manifestar la llegada del reino de
Dios (cf. Mateo 12, 28): su victoria sobre el poder del maligno deja libre
espacio a la señoría de Dios que alegra y reconcilia con la vida.

El bautismo no es una fórmula mágica sino un don del Espíritu Santo que
habilita a quien lo recibe «a luchar contra el espíritu del mal», creyendo
que «Dios ha mandado en el mundo a su Hijo para destruir el poder de
satanás y transferir al hombre de las tinieblas en su reino de luz infinita»
(cf. Rito del Bautismo de los niños, n. 56). Sabemos por experiencia que

9
la vida cristiana está siempre sujeta a la tentación, sobre todo a la tentación
de separarse de Dios, de su querer, de la comunión con Él, para recaer en
los lazos de las seducciones mundanas. Y el bautismo nos prepara, nos
da fuerza para esta lucha cotidiana, también la lucha contra el diablo que
—como dice san Pedro— como un león trata de devorarnos, de
destruirnos.

Además de la oración, está después la unción en el pecho con el óleo de


los catecúmenos, los cuales «reciben la fuerza para que puedan renunciar
al diablo y al pecado, antes de que se acerquen y renazcan de la fuente
de la vida» (Bendición de los óleos, premisas, n.3). Por la propiedad del
óleo de penetrar en los tejidos del cuerpo dando beneficio, los antiguos
luchadores solían rociarse de óleo para tonificar los músculos y para huir
más fácilmente de ser tomado por el adversario. A la luz de este
simbolismo, los cristianos de los primeros siglos han adoptado el uso de
ungir el cuerpo de los candidatos al bautismo con óleo bendecido por el
obispo, para representar, mediante este «signo de salvación», que el
poder de Cristo Salvador fortifica para luchar contra el mal y vencerlo (cf.
Rito del Bautismo de los niños, n. 105).

Es cansado combatir contra el mal, escapar de sus engaños, retomar


fuerzas después de una lucha agotadora, pero debemos saber que toda la
vida cristiana es una lucha. Pero debemos saber que no estamos solos,
que la Madre Iglesia reza para que sus hijos, regenerados en el bautismo,
no sucumban a las insidias del maligno sino que le venzan por el poder de
la Pascua de Cristo. Fortificados por el Señor Resucitado, que ha
derrotado al príncipe de este mundo (cf. Juan 12, 31), también nosotros
podemos repetir con la fe de san Pablo: «Todo lo puedo en Aquel que me

10
conforta» (Filipenses 4, 13). Todos nosotros podemos vencer, vencer todo,
pero con la fuerza que me viene de Jesús.

4. Liturgia bautismal (Audiencia del 2 de mayo de 2018)


Prosiguiendo con la reflexión sobre el bautismo, hoy quisiera detenerme
en los ritos centrales, que se desarrollan en la pila bautismal.
Consideramos en primer lugar el agua, sobre la cual se invoca el poder del
Espíritu para que tenga la fuerza de regenerar y renovar (cf. Juan 3, 5 y
Tito 3, 5). El agua es matriz de vida y de bienestar, mientras que su falta
provoca la extinción de toda fecundidad, como sucede en el desierto; pero
el agua puede ser también causa de muerte, cuando sumerge entre sus
olas o en grandes cantidades arrasa con todo; finalmente, el agua tiene la
capacidad de lavar, limpiar y purificar.

A partir de este simbolismo natural, universalmente reconocido, la Biblia


describe las intervenciones y las promesas de Dios a través del signo del
agua. Aún así, el poder de perdonar los pecados no está en el agua en sí,
como explicaba san Ambrosio a los nuevos bautizados: «Has visto el agua,
pero no toda el agua resana: resana el agua que tiene la gracia de Cristo
[…] La acción es del agua, la eficacia es del Espíritu Santo» (De
sacramentis 1, 15). Por eso la Iglesia invoca la acción del Espíritu sobre el
agua «para que aquellos que en ella reciban el bautismo, sean sepultados
con Cristo en la muerte y con Él resuciten a la vida inmortal» (Rito del
Bautismo de los niños, n. 60). La oración de bendición dice que Dios ha
preparado el agua «para ser signo del bautismo» y recuerda las principales
prefiguraciones bíblicas: sobre las aguas de los orígenes se libraba el
Espíritu para hacerlas semilla de vida (cf. Génesis 1, 1-2); el agua del

11
diluvio marcó el final del pecado y el inicio de la vida nueva (cf. Génesis 7,
6-8, 22); a través del agua del Mar Rojo fueron liberados de la esclavitud
de Egipto los hijos de Abraham (cf. Éxodo 14, 15-31). En relación con
Jesús, se recuerda el bautismo en el Jordán (cf. Mateo 3, 1 3-17), la sangre
y el agua derramados de su costado (cf. Juan 19, 31-37), y el mandato a
los discípulos de bautizar a todos los pueblos en el nombre de la Trinidad
(cf. Mateo 28, 19). Fortalecidos por tal recuerdo, se pide a Dios infundir en
el agua de la pila la gracia de Cristo muerto y resucitado (cf. Rito del
bautismo de los niños, n. 60). Y así, esta agua viene transformada en agua
que lleva en sí la fuerza del Espíritu Santo. Y con esta agua con la fuerza
del Espíritu Santo, bautizamos a la gente, bautizamos a los adultos, a los
niños, a todos.

Santificada el agua de la pila, es necesario disponer el corazón para


acceder al bautismo. Esto sucede con la renuncia a Satanás y la profesión
de fe, dos actos estrechamente conectados entre ellos. En la medida en la
que digo «no» a las sugestiones del diablo —aquel que divide— soy capaz
de decir «sí» a Dios que me llama a adaptarme a Él en los pensamientos
y en las obras. El diablo divide; Dios une siempre la comunidad, la gente
en un solo pueblo. No es posible adherirse a Cristo poniendo condiciones.
Es necesario despegarse de ciertas uniones para poder abrazar realmente
otros; o estás bien con Dios o estás bien con el diablo. Por esto la renuncia
y el acto de fe van juntos. Es necesario cortar los puentes, dejándoles a la
espalda, para emprender el nuevo Camino que es Cristo.

La respuesta a las preguntas —«¿Renunciáis a Satanás, a todas sus


obras, y a todas sus seducciones?»— está formulada en primera persona
del singular: «Renuncio». Y de la misma forma es profesada la fe de la
Iglesia, diciendo: «Creo». Yo renuncio y yo creo: esta es la base del

12
bautismo. Es una elección responsable, que exige ser traducida en gestos
concretos de confianza en Dios. El acto de fe supone un compromiso que
el mismo bautismo ayudará a mantener con perseverancia en las
diferentes situaciones y pruebas de la vida. Recordamos la antigua
sabiduría de Israel: «Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma
para la prueba» (Eclesiástico 2, 1), es decir, prepárate a la lucha. Y la
presencia del Espíritu Santo nos da la fuerza para luchar bien.

Queridos hermanos y hermanas, cuando mojamos la mano en el agua


bendecida —entrando en una iglesia tocamos el agua bendecida— y
hacemos la señal de la cruz, pensemos con alegría y gratitud en el
bautismo que hemos recibido —esta agua bendecida nos recuerda el
bautismo— y renovamos nuestro «Amén» —«Estoy contento»—, para
vivir inmersos en el amor de la Santísima Trinidad.

4.1 Bautismo (Audiencia del 9 de mayo de 2018)


La catequesis sobre el sacramento del bautismo nos lleva a hablar hoy del
lavacro santo acompañado por la invocación de la Santísima Trinidad, o
sea al rito central que propiamente «bautiza» —es decir sumerge— en el
Misterio pascual de Cristo (cf.Catecismo de la Iglesia Católica, 1239). El
sentido de este signo lo recuerda san Pablo a los cristianos de Roma,
preguntando antes: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados
en Cristo Jesús, fuimos bautizados por su muerte?» y después
respondiendo: «Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la
muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos
por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida

13
nueva» (Romanos 6, 3-4). El bautismo nos abre la puerta a una vida de
resurrección, no a una vida mundana. Una vida según Jesús.

¡La pila bautismal es el lugar en el que se hace Pascua con Cristo! Es


sepultado el hombre viejo, con sus pasiones engañosas (cf. Efesios 4, 22),
para que renazca una nueva criatura; realmente las cosas viejas han
pasado y han nacido nuevas (cf. 2 Corintios 5, 17). En las «catequesis»
atribuidas a san Cirilo de Jerusalén se explica a los neobautizados lo que
les ha sucedido en el agua del bautismo. Es bonita esta explicación de san
Cirilo: «En el mismo momento habéis muerto y habéis nacido, y aquella
agua llegó a ser para vosotros sepulcro y madre» (n. 20, Mistagógica 2, 4-
6: pg 33, 1079-1082). El renacimiento del nuevo hombre exige que sea
reducido a polvo el hombre corrompido por el pecado. Las imágenes de la
tumba y del vientre materno referidas a la pila, son de hecho muy incisivas
para expresar cuanto sucede de grande a través de gestos sencillos del
bautismo. Me gusta citar la inscripción que se encuentra en el antiguo
baptisterio romano del Laterano, en el que se lee, en latín, esta expresión
atribuida al Papa Sixto III. «La Madre Iglesia da a luz virginalmente
mediante el agua a los hijos que concibe por el aliento de Dios. Los que
habéis renacido de esta pila, esperad el reino de los cielos». Es bonito: la
Iglesia que nos hace nacer, la Iglesia que es vientre, es madre nuestra por
medio del bautismo. Si nuestros padres nos han generado a la vida
terrena, la Iglesia nos ha regenerado a la vida eterna del bautismo. Nos
hemos convertido en hijos en su Hijo Jesús (cf. Romanos 8, 15; Gálatas 4,
5-7). También sobre cada uno de nosotros, renacidos del agua y del
Espíritu Santo, el Padre celeste hace resonar con infinito amor su voz que
dice: «Tú eres mi hijo amado» (cf. Mateo 3, 17). Esta voz paterna,
imperceptible al oído pero bien audible para quien cree, nos acompaña

14
para toda la vida, sin abandonarnos nunca. Durante toda la vida el Padre
nos dice: «Tú eres mi hijo amado, tú eres mi hija amada».

Dios nos ama mucho, como un Padre y no nos deja solos. Esto desde el
momento del bautismo. Renacidos hijos de Dios, lo somos para siempre.
El bautismo, de hecho, no se repite, porque imprime un sello espiritual
indeleble: «Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado
impida al Bautismo dar frutos de salvación» (cic, 1272). El sello del
bautismo no se pierde nunca. «Padre, pero si una persona se convierte en
un bandido, de los más famosos, que mata a gente, que comete injusticias,
¿el sello no se borra?». No. Para su propia vergüenza el hijo de Dios que
es aquel hombre hace estas cosas, pero el sello no se borra. Y continúa
siendo hijo de Dios, que va en contra de Dios pero Dios nunca reniega de
sus hijos. ¿Habéis entendido esto último? Dios nunca reniega de sus hijos.
¿Lo repetimos todos juntos? «Dios nunca reniega de sus hijos». Un poco
más fuerte, que yo o estoy sordo o no he entendido: [repiten más fuerte]
«Dios nunca reniega de sus hijos». He aquí, así está bien. Incorporados a
Cristo por medio del bautismo, los bautizados se conforman, por lo tanto,
a Él, «el primogénito entre muchos hermanos» (Romanos 8, 29). Mediante
la acción del Espíritu Santo, el bautismo purifica, santifica, justifica, para
formar en Cristo, de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Corintios 6, 11; 12, 13).
Lo expresa la unción del crisma, «que es señal del sacerdocio real y de su
agregación a la comunidad del pueblo de Dios» (Rito del bautismo de los
niños, Introducción, n. 18, 3). Por ello, el sacerdote unge con el sagrado
crisma la cabeza de cada bautizado, después de haber pronunciado estas
palabras que explican el significado: «Dios mismo os consagra con el
crisma de salvación, para que inseridos en Cristo, sacerdote, rey y profeta,
seáis siempre miembros de su cuerpo para la vida eterna» (ibíd., n. 71).

15
Hermanos y hermanas, la vocación cristiana está toda aquí: vivir unidos a
Cristo en la santa Iglesia, partícipes de la misma consagración para
desarrollar la misma misión, en este mundo, llevando frutos que duran para
siempre.

Animado por el único Espíritu, de hecho, todo el Pueblo de Dios participa


en las funciones de Jesucristo, «Sacerdote, Rey y Profeta» y lleva las
responsabilidades de misión y servicio que se derivan (cf. CIC, 783-786).
¿Qué significa participar del sacerdocio real y profético de Cristo? Significa
hacer de sí una oferta grata a Dios (cf. Romanos 12, 1) ofreciéndole
testimonio por medio de una vida de fe y de caridad (cf. Lumen gentium,
12), poniéndola al servicio de los demás, sobre el ejemplo del Señor Jesús
(cf. Mateo 20, 25-28; Juan 13, 13-17). Gracias.

5. Ritos ilustrativos (Audiencia del 16 de mayo de 2018)


Hoy concluimos el ciclo de catequesis sobre el bautismo. Los efectos
espirituales de este sacramento, invisibles a los ojos pero operativos en el
corazón de quien se ha convertido en una nueva criatura, se hacen
explícitos mediante la entrega del vestido blanco y de la vela encendida.
Después del lavacro de regeneración, capaz de recrear al hombre según
Dios en la verdadera santidad (cf. Efesios 4, 24) ha parecido natural, desde
los primeros siglos revestir a los neobautizados con una vestimenta nueva,
cándida, similar al esplendor de la vida conseguida en Cristo y en el
Espíritu Santo.

La vestimenta blanca, mientras expresa simbólicamente lo que ha


sucedido en el sacramento, anuncia la condición de los transfigurados en
la gloria divina. Lo que significa revestirse de Cristo lo recuerda san Pablo

16
explicando cuáles son las virtudes que los bautizados deben cultivar:
«Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas
de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia,
soportándoos unos a otros y perdonándoos, mutuamente, si alguno tiene
queja contra otro. Como el Señor os perdonó. Y por encima de todo esto,
revestíos del amor que es el vínculo de la perfección» (Colosenses 3, 12-
14).

También la entrega ritual de la llama extraída del cirio pascual, recuerda el


efecto del bautismo: «Recibe la luz de Cristo», dice el sacerdote. Estas
palabras recuerdan que no somos nosotros la luz sino que la luz es
Jesucristo (Juan 1, 9; 12, 46), el cual, resucitado de entre los muertos,
venció a las tinieblas del mal. Nosotros estamos llamados a recibir su
esplendor. Como la llama del cirio pascual da luz a cada vela, así la caridad
del Señor Resucitado inflama los corazones de los bautizados,
colmándolos de luz y calor. Y por eso, desde los primeros siglos, el
bautismo se llamaba también «iluminación» y a quien era bautizado se le
llamaba «el iluminado». Esta es, de hecho, la vocación cristiana: «caminar
siempre como hijos de la luz, perseverando en la fe» (cf. Rito de iniciación
cristiana de los adultos, n. 226; Juan 12, 36). Si se trata de niños, es tarea
de los padres, junto a padrinos y madrinas, hacerse cargo de alimentar la
llama de la gracia bautismal en sus pequeños, ayudándoles a perseverar
en la fe (cf. Rito del Bautismo de los niños, n. 73). «La educación cristiana
es un derecho de los niños; esta tiende a guiarles gradualmente a conocer
el diseño de Dios en Cristo: así podrán ratificar personalmente la fe en la
cual han sido bautizados» (ibíd., Introducción, 3).

La presencia viva de Cristo, para custodiar, defender y dilatar en nosotros,


es lámpara que ilumina nuestros pasos, luz que orienta nuestras

17
elecciones, llama que calienta los corazones en el ir al encuentro al Señor,
haciéndonos capaces de ayudar a quien hace el camino con nosotros,
hasta la comunión inseparable con Él. Ese día, dice el Apocalipsis, «ya no
habrá noche, y ya no necesitaremos la luz de lámpara ni la luz del sol,
porque el Señor Dios nos iluminará. Y reinaremos por los siglos de los
siglos» (cf. 22, 5). La celebración del bautismo se concluye con la oración
del Padre Nuestro, propia de la comunidad de los hijos de Dios. De hecho,
los niños renacidos en el bautismo recibirán la plenitud del don del Espíritu
en la confirmación y participarán en la eucaristía, aprendiendo qué significa
dirigirse a Dios llamándole «Padre».

Al finalizar estas catequesis sobre el bautismo, repito a cada uno de


vosotros la invitación que expresé así en la exhortación apostólica
Gaudete et exsultate: «Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un
camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por
él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza
del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el
fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Gálatas 5, 22-23)» (n. 15).

18

También podría gustarte