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Desde el salar al bosque austral

En el aeropuerto de París un puñado de chilenos, unos cuantos franceses,


entonan una canción, El Pueblo Unido, el himno compuesto en 1973 por Sergio
Ortega, junto a los integrantes del grupo Quilapayún, justo antes de que los
militares golpistas recibieran el visto bueno de la CIA, vía Valparaíso, para
acabar con el experimento de socialismo en libertad protagonizado por el
gobierno de coalición de la izquierda encabezado por Salvador Allende,.
Alguien graba el canto y las redes sociales lo replican en millones de
dispositivos. Hoy llaman viralidad a esa capacidad de propagarse como un
virus aunque nadie sabe muy bien cómo funcionan. Algunos escriben tratados,
artículos, tesis y hacen negocio, carrera y profesión de la actividad de
transformar en viral cuanto tocan. Convertir en viral cualquier cosa se puede
aprender y planificar, pero la casualidad tiene un importante papel en este
juego de la multiplicación mágica de los panes y los peces virtuales.
El caso es que la casualidad de aquellos chilenos en el aeropuerto Charles De
Gaulle me emocionaba, traía prendido el recuerdo de algo vivido junto a gente,
mucha gente, hace tiempo, mucho tiempo. Allí estábamos, tal vez en una
plaza, una calle, un estadio, un local cerrado, unidos, unos junto a otros
muchos, cada uno venciendo su miedo, deseando alguna cosa que no
teníamos, que nunca habíamos tenido, pero que deseábamos casi más que
nada en nuestras vidas, tal vez porque nos era prohibida y estaba perseguida
por ley.
Me entero de que El Pueblo Unido se ha convertido en himno para algunos
manifestantes, acompañados por bandas de música, que protestan en las
calles de Francia contra las políticas de Emmanuel Macron, sus subidas de
carburantes, sus amenazas contra las pensiones. En las estaciones de
Estocolmo, o de Londres, han vivido momentos similares. Música, himnos,
cantos para mantener la unidad, para combatir la violencia de los ajenos y
conjurar la de los propios. El Pueblo Unido viene de lejos, pero para muchos
jóvenes es original, creativo, nuevo. Todo un descubrimiento capaz de
aglutinar, sumar, ampliar el grupo. Viral.
Las cosas funcionan así. Muchos jóvenes, de ambos sexos, se emocionan con
la canción de La Casa de Papel. La identifican con un sentimiento difuso,
confuso, pero omnipresente, de descontento, de injusticia latente, de
indignación, de rebeldía y de resistencia. Hay marcas que publicitan sus
productos como símbolos de resistencia, no se sabe bien, contra qué, pero
resistencia al fin.
Esos jóvenes no sabrían recordar el himno de los partisanos italianos, de la
resistencia antifascista, ni identificarlo con la canción que los dos hermanos
entonan en la maravillosa secuencia que interpretan a capela en la serie
televisiva. Los guionistas de la famosa serie no tienen tampoco por qué andar
explicando estas cosas.
Los viejos antifascistas españoles conocen Bella Ciao desde tiempos que se
pierden en la oscura noche sin tiempo del franquismo. El Bella Ciao funciona
con renovado éxito en las calles, o en el metro de Roma, como símbolo de la
protesta contra las políticas de Salvini, con la misma eficacia con la que lo hace
en España, ampliando los espacios de coincidencia entre jóvenes y mayores.
De Norte a Sur se movilizará, desde el salar, ardiente y mineral, al bosque
austral, unidos en la lucha y el trabajo irán. Cantan. Chile parecía un plácido
remanso social y político mientras países como Bolivia, Ecuador, Brasil,
Venezuela, Colombia, Perú, o Argentina se embarcaban en procesos de
conflictividad.
Era tan sólo un espejismo. Bastó el anuncio del gobierno de Sebastián Piñera
de subidas de los precios del metro para que se desencadenase una ola de
manifestaciones, acompañadas de violencia callejera, quema de autobuses y
estaciones de metro, asaltos a instalaciones públicas y supermercados. Los
intentos de dar marcha atrás han servido de poco.
El 11 de Septiembre de 1973 el siempre leal y democrático ejército chileno, a
las órdenes de de su Comandante en Jefe, el general Pinochet, aplastó las
conquistas populares a golpe de fuerzas armadas y tecnocracia al servicio del
Fondo Monetario Internacional y de las todopoderosas corporaciones
multinacionales, alimentadas por las ideas ultraliberales de la Escuela de
Chicago.
La dictadura acabó en 1990, pero siguió controlando el largo proceso de
transición, como Comandante en Jefe del ejército, durante ocho años más. Y
aún después siguió ejerciendo como senador vitalicio hasta que los numerosos
procesos judiciales en los que se vio involucrado le obligaron a dimitir en 2002.
Murió en 2006.
Parece una maldición. Cuando el dictador muere en su cama, la sociedad se ve
obligada a reinventar su convivencia, pero el miedo permanece y se transforma
en hedor de podredumbre que paraliza a los políticos. No es difícil entender
que los problemas hayan persistido mucho después de la dictadura, se hayan
enquistado, podrido, ulcerado y huelan a miedos lejanos, torturas, caravanas
de la muerte, desapariciones forzosas, corrupción organizada.
La subida de los precios del metro sólo era la chispa que hizo explotar un
descomunal depósito de gasolina lleno de desigualdades en una sociedad que
se siente defraudada y abusada por los fuertes y poderosos. Abuso de los
bajos salarios. La mitad de los chilenos vive con el 2 por ciento de la riqueza de
un país que es uno de los más caros del mundo. Abuso de un sistema de
pensiones privatizado para enriquecer a pocos y perjudicar a muchos. Abuso
del sistema sanitario conducido al bloqueo y la quiebra. Abuso educativo y
rechazo a los sistemas de selección y acceso a estudios superiores.
Pensionistas, jóvenes, profesionales maltratados, trabajadores mal pagados,
clases medias empobrecidas, familias que no pueden costear los altos precios
del transporte, la luz, el agua. Y los políticos que, muerto Pinochet, han
prometido el oro y el moro. Crear empleo, limpiar la economía, mejoras
salariales, sistema público de pensiones, reformas educativas, sostenimiento
de la sanidad pública, control de los precios. Y nunca lo hacen. Ni cuando
están en el gobierno, ni cuando se encuentran en la oposición.
Han vaciado el depósito de esperanza, han defraudado todas las expectativas.
La paciencia de los pueblos no es infinita. Las políticas económicas de los
tecnócratas, la represión militar y policial, no han sido antes, ni son ahora
respuestas adecuadas ni tan siquiera suficientes ante las demandas de todo un
pueblo unido.
Francisco Javier López Martín

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