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LAS VIRTUDES DEL MERCADO

Serie de artículos publicados por Luigino Bruni en la revista VITA.


EL MERCADO TIENE MUCHAS VIRTUDES.
HA LLEGADO LA HORA DE DESCUBRIRLAS
Hoy conocemos su fuerza corrosiva, que convierte las relaciones en mercancías. Pero también
hoy los tiempos están maduros para afrontar un reto: hablar de este gran tema sin
fundamentalismos ni ideologías. Porque la vida en común tiene necesidad del mercado

“[Salerio:] Antonio está triste porque piensa en sus mercancías …


[Antonio:] No es, por tanto, la suerte de mis mercancías lo que me entristece”

(Shakespeare, El mercader de Venecia).

Estos tiempos de crisis (mucho más profunda y seria que la pura crisis
financiera o económica) son ante todo una llamada a la responsabilidad
individual y colectiva, también en el ámbito del pensamiento.

Una dimensión de esta llamada a la responsabilidad es la necesidad de abrir


un nuevo debate, auténtico y profundo, sobre la naturaleza de la
empresa, de los bancos, del beneficio, del mercado y, en definitiva, del
capitalismo. El reto está en conseguir hablar de estos grandes temas de la
civilización sin ideologías y sin palabras gastadas que, de hecho, durante los
últimos veinte años han impedido la realización de una crítica de nuestro sistema
económico con la suficiente altura y profundidad, cuya necesidad es, sin
embargo, cada vez mayor y más urgente.

En este número de Vita comienza una serie de artículos sobre el mercado,


que podemos calificar de valientes porque mirarán a la economía desde un punto
de vista impopular e insólito: el de las virtudes del mercado.

Pero ¿cómo podemos hablar seriamente de las virtudes del mercado, cuando
hoy una parte influyente de la opinión pública considera que la lógica del mercado
es corrosiva de las virtudes cívicas por conducir a la mercantilización de todas las
relaciones humanas?

Yo mismo, en distintos escritos (algunos de ellos incluso publicados


por Vita en años anteriores) he señalado los graves riesgos que comporta el
fundamentalismo del mercado y sus vicios individuales y colectivos. El mercado,
en cuanto actividad humana, es mejorable y por consiguiente debe someterse
siempre a la crítica del pensamiento, sobre todo en los tiempos que hemos vivido,
vivimos y muy probablemente viviremos durante mucho tiempo aún.

Nosotros creemos, sin embargo, que precisamente en épocas de


crisis es muy importante recordar a las personas, a las instituciones y a
las realidades humanas su “vocación”, invitándolas a descubrir o redescubrir su
lado mejor. Como bien saben quienes han vivido crisis serias o han ayudado a
otros a superarlas, para salir de estos momentos de impasse en la vida es
necesario encontrar el propio “daimon” socrático, acudir a la parte mejor de uno
mismo, encontrar o reencontrar la vocación profunda.

Algo parecido ocurre con las realidades colectivas, con las


instituciones, con la sociedad. En momentos difíciles el pesimismo no sirve para
nada, hay que saber buscar más hondo y beber en aguas más puras. No debemos
olvidar que la fase actual de la economía de mercado (que podríamos llamar
capitalismo financiero-individualista) nace de un pesimismo antropológico, que se
remonta como mínimo a Lutero, Calvino y Hobbes.

La gran hipótesis sobre la que se sustentan tanto la teoría económica como


el sistema económico es el presupuesto de que los seres humanos son radicalmente
oportunistas y auto- interesados como para dejarse comprometer por motivaciones
más altas (como el bien común). Elocuente es a este respecto un pasaje de uno de
los fundadores de la economía del siglo XX, el italiano Maffeo Pantaleoni, que
desafiaba en un escrito de comienzos de siglo a “los optimistas” a demostrar que
las motivaciones que hacen que “los barrenderos barran las calles, los sastres hagan
trajes, los conductores de tranvía trabajen 12 horas, los mineros bajen a la mina,
los agentes de cambio ejecuten órdenes, los molineros compren y vendan trigo, los
agricultores caven la tierra, etc. son el honor, la dignidad, el espíritu de
sacrificio, la esperanza de un premio en el más allá, el patriotismo, el amor al
prójimo, el espíritu de solidaridad, la imitación de los antepasados y el bien de
los sucesores y no solo una especie de retorno que se llama económico”.
Pero no podemos dejar que la última palabra acerca de la vida en común y
el mercado la tenga este pesimismo antropológico. Tenemos el deber ético de
dejar a quienes vengan detrás de nosotros una visión más positiva sobre el
mundo, el hombre, la política y la economía.

Esta visión distinta y positiva puede comenzar con una reflexión sobre el
“deber ser” del mercado, sobre su tarea moral en la edificación de una sociedad
buena y justa, una sociedad civil que muere cuando es el mercado el único que
regula la vida en común, pero que también muere o no se desarrolla cuando le
falta el mercado con sus virtudes típicas, esas virtudes que parecen, y a veces lo
están, alejadas de la praxis económica de nuestro tiempo y que por ello hay que
volverlas a traer a nuestra conciencia personal y colectiva.

Comenzaremos nuestro viaje hacia el interior de las virtudes del mercado


recuperando la idea de mercado que tenían y tienen los fundadores de la tradición
de la economía civil, italiana y no sólo italiana: de Antonio Genovesi a John S. Mill,
de Alfred Marshall a Luigi Einaudi, y de Giacomo Becattini a Robert Sugden. Para
estos autores, aunque con matices distintos, el intercambio de mercado es
también y sobre todo una forma de reciprocidad y de vínculo social, un pedazo de
vida en común, un trozo de vida vivido con las mismas pasiones, vicios y virtudes,
si es cierto que la economía es el estudio de los seres humanos en el desarrollo de
los “asuntos ordinarios de la vida” como decía Alfred Marshall en 1890.

La semana que viene comenzaremos pues a explorar algunas de las virtudes


del mercado.
SI EL NARCISISMO GANA, EL MERCADO PIERDE
Hacer el trabajo que a uno le gusta puede ser una utopía. En realidad, hay que hacer el trabajo
que el mundo necesita. Esta es una regla impuesta por el mercado. Siempre que se garantice
la libertad y una sana reciprocidad.

Si observamos el mercado, las empresas y toda la vida económica, en seguida


nos daremos cuenta de que se trata de una red de relaciones cada vez más tupida,
global y compleja. Pero el mercado moderno no sólo ha hecho que las relaciones,
los contactos humanos y la cooperación se multipliquen con respecto al mundo
anterior. También ha cambiado su naturaleza, al situarse como un gran mediador
que inmuniza las relaciones interpersonales y la vida en común, sustituyendo los
fuertes y ambivalentes vínculos comunitarios por los débiles vínculos contractuales,
el cash nexus. No nos equivocaríamos mucho si interpretamos los últimos siglos, no
sólo en Occidente, como una progresiva extensión de la cooperación de mercado y
de su lógica relacional. Una extensión y un avance que presenta algunos
aspectos muy problemáticos (o “vicios”), pero también las virtudes que estamos
poniendo de relieve en esta sección.

La virtud sobre la que quiero llamar la atención esta semana es el


“antinarcisismo”. No es de las que saltan a la vista cuando se observa una
economía (o una sociedad) de mercado, pero personalmente la considero una
clave para comprender nuestra sociedad.

Hacer lo que no agrada

Podemos entender el mercado, cuando funciona correctamente, como un


gran mecanismo social que remunera o “premia” (como diría Giacinto Dragonetti)
las actividades humanas útiles para la colectividad aunque sean escasas. En la vida
en común de cualquier sociedad compleja, donde existe una división del trabajo y
una división del conocimiento, hay muchas actividades o trabajos que no se
desarrollan espontáneamente, simplemente porque no son remunerativos en sí
mismos, no proporcionan remuneración intrínseca.
Para entender esta virtud, imaginemos una sociedad donde no exista el
mercado como mecanismo de regulación de las actividades de las personas.
¿Podría funcionar una comunidad así? Desde un punto de vista histórico, estas
comunidades fueron la norma en el mundo antiguo; el mecanismo que permitía su
funcionamiento era simplemente el mando o la jerarquía. Para alcanzar el orden
social se sacrificaba la libertad individual e incluso la existencia misma de la
individualidad.

Otra posibilidad podría consistir en un sistema social en el que cada uno


desempeñe las actividades que le gustan o a las que se sienta llamado.
Estas actividades no las realizamos siguiendo una orden, sino porque nos
gustan y nos producen alegría intrínseca. ¿Qué ocurriría en esta hipotética
sociedad (que de vez en cuando aparece también en la historia)? El escenario
inevitable es el “desorden” social, ya que tendríamos un exceso (en relación con
la demanda social) de actividades intrínsecamente remunerativas (artistas,
poetas, jugadores de ajedrez, recogedores de hongos, estudiosos,
economistas, místicos, atletas…) ya que producen alegría a quien las realiza. Pero
tendríamos una oferta insuficiente de actividades poco remunerativas de por sí
(barrenderos, porteros de noche, mineros, conductores de tranvía, trabajadores
de autopista, reparadores de líneas eléctricas, guardias de seguridad, vigilantes
carcelarios…), pero que a la sociedad le resultan extremadamente útiles.

Claro que se podría trabajar mucho en la ideología y el adoctrinamiento,


para convencer al barrendero de lo bueno que es pasar ocho horas al día en medio
del polvo como expresión de su vocación y de su daimon socrático, o para
convencer a todos los enfermeros de que su vocación consiste en cuidar a las
personas solo por la alegría intrínseca que produce la acción de cuidarlas. Pero
intuimos que este tipo de operaciones ideológicas no suele funcionar con todo el
mundo ni durante mucho tiempo, porque es casi inevitable que terminen
convirtiéndose en comunidades liberticidas y autoritarias. Además, en esas
comunidades el riesgo de no- comunicación y no-encuentro entre las personas sería
demasiado alto. Todo el mundo estaría tan ocupado en seguir su propia vocación
que no se preocuparía por interactuar con los demás en un plano de
reciprocidad. A una sociedad así podríamos tranquilamente llamarla narcisista.
Pagar más al minero

¿Qué es, entonces, el mercado desde este punto de vista? Es un mecanismo


que ofrece remuneración “extrínseca”, normalmente dinero, por realizar
actividades que no desarrollaríamos, al menos en cantidad suficiente para la
sociedad, si nos limitáramos a seguir nuestra vocación y nuestras aspiraciones. El
mercado, mediante el mecanismo del precio, consigue remunerar no sólo las
actividades que nos gustan, sino las que los demás, con quienes interactuamos y
quienes nos remuneran por esas actividades, consideran útiles. Por eso el
mercado es también un sistema de señales que nos indican si las cosas que nos
gustan les interesan a alguien más o no.

Esta es la razón por la que el intercambio de mercado puede


entenderse también como una forma de reciprocidad y de vínculo social. Este
permite que se realicen actividades útiles para el bien común con libertad y
dignidad. Cuando elegimos un oficio o una actividad, el mercado nos lleva a
ponernos en el lugar de los demás y a preguntarnos si lo que hacemos nos gusta
solamente a nosotros o también le gusta y le es útil a alguien más, con quien me
relaciono. En base a todo eso afirmaba Adam Smith (y muchos otros economistas)
que había que pagar relativamente más a un minero que a un profesor
universitario (que obtiene una recompensa intrínseca de su actividad que, en
cambio, el minero no obtiene), una tesis que yo seguiría suscribiendo hoy.

La última palabra la tienen los demás

En este sentido, el mercado nos impulsa a mantener una actitud


adulta y no narcisista. Desde este punto de vista no sería virtuoso el
comportamiento de alguien que se queje de que sus obras (científicas o artísticas,
por ejemplo) no tienen mercado. En algunos casos podría tratarse de artistas
incomprendidos, pero muchas veces se trata de personas civilmente inmaduras,
que no aceptan la idea de que en este mundo no somos normalmente nosotros
mismos los jueces de la bondad y calidad de los que creamos y producimos, sino
los otros, que nos lo expresan, entre otros modos (aunque no sean estos
evidentemente los únicos) cuando compran nuestras obras. Esto no quiere decir
que tengamos que renunciar a cultivar nuestra vocación también en el mundo del
trabajo. Solo tenemos que aprender que si no conseguimos vivir cultivando nuestro
daimon, tendremos que aceptar, de manera no narcisista, el hecho de realizar
otras actividades no vocacionales pero remuneradas (como un trabajo a tiempo
parcial), que nos permitan cultivar la vocación en otros ámbitos (por ejemplo
pintar). Recuerdo a unos “estudioso” que estaban convencidos de que habían
escrito el libro que cambiaría la historia, pero como no conseguían convencer a
ningún editor de su profecía, publicaron el libro a su costa y, lo que es más fácil,
obligaban a sus estudiantes a comprarlo.

Es cierto que los instrumentos o el lenguaje que el mercado usa para decir
que tu trabajo o tu actividad me/nos gusta, es demasiado pobre (dinero o
incentivos materiales), aunque quizá sean mejores que el ordeno y mando y la
jerarquía dictatorial. Pero eso no anula el valor de esta virtud del mercado, que
nos recuerda que el mundo es un lugar donde el agua baja de la montaña hasta el
valle y donde las relaciones humanas se fundamentan en la ley de la reciprocidad,
incluida esa forma de reciprocidad que es la relación de mercado.
COOPERAR Y COMPETIR
No se puede leer el mercado sólo en términos de competencia. Es, en cambio, una acción
cooperativa y competitiva conjunta. La experiencia así lo demuestra

El pensamiento y la cultura occidentales han arrastrado tras de sí durante


milenios algunas dicotomías que han marcado su desarrollo produciendo tal vez
algunos frutos, pero creando también muchos problemas en la vida de la gente.
Las dicotomías más conocidas son: alma-cuerpo, espiritual-material, eros-agape y
don-mercado. Algunas de estas contraposi-ciones se están superando en los últimos
siglos (por ejemplo, alma-cuerpo), pero otras siguen bien radicadas en nuestra
cultura, como es el caso de la que opone don y contrato, gratuidad y deber. En
consecuencia, la gratuidad se ha considerado gravemente como un asunto ajeno a
la vida económica normal y ha habido que inventarse un sector “no
lucrativo”, basado en la filantropía, al que confiar el monopolio de la
gratuidad en la vida económica y civil. Pero en realidad la cooperación y la
competición muchas veces son dos caras de la misma vida común.

En efecto, la competición tiene un papel co-esencial dentro de las


organizaciones. Algunas veces las organizaciones enferman por un exceso de
competición, pero otras veces lo hacen por la ausencia de competición entre sus
miembros, siguiendo una dinámica de nivelación en la mediocridad y la ineficiencia.
Si se lee la competición correctamente como cum-petere, como “buscar juntos”
pero de manera distinta al buscar juntos de la cooperación, entonces la
comparación con los demás y la emulación desempeñan un papel importante para
conocer las propias limitaciones y potencialidades. Lo mismo ocurre en el
deporte, donde el competidor es también el que me ayuda a conocer y superar mis
límites y a poder alcanzar así la excelencia (la mía y la de la disciplina). La
competencia con los otros señala mis límites y revela mi potencial escondido, que
podría quedar latente (sobre todo en la juventud) si no hubiera competición.

Quienes vivimos dentro de empresas, escuelas, universidades e instituciones


en general, sabemos que, cuando estas organizaciones e instituciones funcionan,
la buena competición convive con la buena cooperación. En algunas fases y
momentos se coopera por un objetivo común y en otros (por ejemplo ante un
premio o un ascenso) se compite con las mismas personas con las que, al mismo
tiempo, se coopera en muchos otros frentes. Cuando se pierde la capacidad de
moverse contemporáneamente en estos dos registros, es decir de ver al
compañero como un competidor y como un aliado, la vida en común se reduce a
una sola dimensión y entra en crisis y la calidad humana de las relaciones se
empobrece y deteriora.

Al mismo tiempo, no se puede leer el mercado sólo en términos de


competencia, ya que la dinámica del mercado, tal y como nos enseñan autores
clásicos como Mill o Einaudi y contemporáneos como Sen o Becattini, es sobre
todo una acción cooperativa y competitiva conjunta, encaminada a crear un
beneficio mutuo para los sujetos involucrados y, cuando funciona bien, para toda
la sociedad. En otras palabras: si queremos entender la vida en común, las
organizaciones y el mercado, debemos superar la contraposición entre
cooperación y competición, una de las últimas dicotomías radicadas de
las que no conseguimos liberarnos. Al igual que el eros no es ágape, la
competencia no es cooperación, pero ambas son co-esenciales para el crecimiento
de las personas y las comunidades. Tal vez si miramos más de cerca y observamos
su dinámica histórica, nos demos cuenta de que entre eros, don, competencia y
cooperación hay más semejanzas que diferencias.

Entonces, ¿por qué una de las virtudes del mercado, que ha sido concebido
siguiendo este pensamiento dualista como el reino de la competición o la
competencia, es la cooperación?

El primer economista que captó la naturaleza profundamente


cooperativa del mercado fue el inglés David Ricardo, quien más o menos en 1815
formuló una de las primeras teorías económicas de verdad (ya que era contra-
intuitiva). Según la teoría anterior el comercio y el intercambio tenían lugar
cuando existía una ventaja “absoluta”. Pero Ricardo intuyó y demostró algo más:
que también cuando la ventaja es solamente “relativa”, el intercambio es
conveniente. Aunque Inglaterra sea más eficiente que Portugal en los dos sectores
del vino y la seda, a Inglaterra le conviene especializarse en el sector donde es
relativamente más fuerte, y – esto es lo importante – también en este caso el
intercambio con el “más débil” es ventajoso para el “más fuerte”. Un ejemplo
clásico es el del abogado que es más rápido que su secretaria escribiendo en el
ordenador; en cualquier caso le conviene contratar a la secretaria para poder
concentrarse en sus prácticas legales, que son más remunerativas (es el concepto
conocido hoy como “coste oportunidad”). Pero, al igual que en el caso de
Inglaterra, cuando este abogado contrata a una secretaria menos eficiente que él,
no está haciendo “asistencia” o beneficencia, sino que está obteniendo también él
(y no sólo la secretaria) una ventaja del intercambio. Cuando el mercado hace
esto, es decir, incluye a los más débiles y les convierte en una oportunidad para
todos, entonces cumple con su deber cívico, entonces es virtuoso.

Pensemos en la gran innovación que supuso el nacimiento de la cooperación


social en Italia: los sujetos desfavorecidos incluidos en la empresa muchas veces
han sido, más que un “coste” o un acto de beneficencia, ocasión de ventaja mutua
también para la empresa contratante. Probablemente el escaso éxito de la Ley
482/1968 sobre la inserción laboral de personas con discapacidad en las empresas
radique precisamente en que no se percibe esa ventaja mutua. Tanto las empresas
como los sindicatos veían (y ven) al trabajador discapacitado esencialmente como
un coste, como un peso. La cooperación social fue y sigue siendo verdaderamente
innovadora al decir que esos trabajadores desfavorecidos podían ser un recurso
para la empresa. Cuando esto no se hace, no salimos del asistencialismo en sus
distintas formas y no valoramos las virtudes del mercado.

Pero cuando conseguimos activar esta cooperación dentro del


mercado, los que reciben “ayuda” se sienten dentro de una relación de
reciprocidad entre iguales que expresa una mayor dignidad. Ya no se sienten
asistidos, sino sujetos dentro de un contrato de ventaja mutua y por ello
experimentan una mayor libertad e igualdad. Una persona con síndrome de Down
también puede realizar un contrato de ventaja mutua con una empresa, pero para
ello es necesario que el empresario civil sea verdaderamente innovador y
generador, porque la ventaja mutua siempre es una posibilidad (no se realiza
siempre ni de forma automática), que requiere mucho trabajo y creatividad. Pero
cuando esto ocurre, el mercado se transforma en un verdadero instrumento de
inclusión y de crecimiento humano y cívico. El sacrificio del benefactor no
siempre es una buena señal para quien recibe ayuda, porque puede ser expresión
de una relación de poder escondida tal vez detrás de la buena fe.

Un empresario civil no debería descansar hasta que las personas incluidas


en su empresa no se sientan útiles a la empresa y a la sociedad, y no asistidos
por un filántropo o por una institución. El microcrédito ha supuesto una de las
principales innovaciones de estos tiempos, que es la bancabilidad de los
excluidos, que ha conseguido la liberación de muchas personas (sobre todo
mujeres) de la miseria y de la exclusión de una manera más eficaz que muchos
programas de ayuda internacional. También podríamos formular una especie de
regla: si un programa no ayuda a todas las partes involucradas, difícilmente será
de auténtica ayuda para ninguna. Si no me siento beneficiado, menos aún voy a
beneficiar a otros y difícilmente los otros se sentirán beneficiados por mí, sobre
todo si la relación dura en el tiempo. La ley de la vida es la reciprocidad, que
hace que las relaciones no enfermen y crezcan en la mutua dignidad. También la
reciprocidad del mercado puede entonces entenderse genuinamente como una
forma de cooperación.
¡ANIMO EMPRESARIO, TU MUEVES EL MUNDO!
Es el protagonista del desarrollo económico. Con sus ideas y su valentía rompe el
estancamiento y dinamiza el sistema. Nunca se lo agradeceremos bastante.

El mercado, cuando funciona correctamente, es un lugar en el que se


reconoce y se premia la innovación y la creatividad humana. La competencia del
mercado (sobre la que ya hemos hablado en artículos anteriores) puede verse– y así
hay que verla si queremos captar su realidad más auténtica – como una competición
por innovar: los que innovan crecen y viven y los que no innovan se quedan
atrás, fuera del juego económico y civil.

El autor que mejor ha entendido esta dinámica virtuosa del mercado (la
capacidad de innovar es sin duda una virtud, porque es expresión de areté, de
excelencia) es el economista austriaco J.A. Schumpeter.

En su libro Teoría del desarrollo económico (de 1911), un texto clásico cuya
lectura sigue siendo aconsejable para quienes estén interesados en las buenas
obras de teoría económica y social, él describe magistralmente la dinámica de la
economía de mercado como una “carrera” entre innovadores e imitadores.

Para explicar la naturaleza y la función de la innovación, Schumpeter


recurre a un modelo en el que el punto de partida es el “estado estacionario”, una
situación en la que las empresas solo realizan actividades rutinarias y el
sistema económico se replica perfectamente a sí mismo en el tiempo, sin que
se produzca verdadera creación de riqueza.

El desarrollo económico comienza cuando un empresario rompe el


estado estacionario al introducir una innovación, que puede ser una invención
técnica, una nueva fórmula organizativa o la creación de nuevos productos o
mercados, que reduce el coste medio y hace que la empresa pueda crear nueva
riqueza.

El empresario-innovador es el protagonista del desarrollo económico,


puesto que crea verdadero valor añadido y dinamiza el sistema social. Después, al
innovador le sigue un “enjambre” de imitadores atraídos por ese valor añadido
como las abejas por el néctar. Estos imitadores entran en los sectores en los que
se ha producido la innovación, haciendo que el precio de mercado de esos
productos baje hasta absorber completamente el beneficio generado por la
innovación. De este modo la economía y la sociedad regresan al estado
estacionario, hasta que una nueva innovación vuelve a desencadenar el ciclo del
desarrollo económico. Para Schumpeter el beneficio tiene naturaleza transitoria,
ya que subsiste mientras hay innovación, durante el lapso de tiempo que
transcurre entre la innovación y la imitación.

¿Qué puede aportarnos hoy esta vieja teoría que tiene cien años? En primer
lugar nos recuerda que la naturaleza más auténtica del empresario y de la función
empresarial es la capacidad de innovar.

El empresario no es un buscador de beneficios. El beneficio no es más que


una señal de que hay innovación. Cuando un empresario (incluso un empresario
social) se queja de que le imitan, su vocación ya está en crisis. Hay que recordar
que la imitación también es importante: hace que las ventajas que derivan de la
innovación no se queden concentradas solo en la empresa innovadora, sino que se
extiendan a toda la sociedad (por ejemplo mediante la reducción de los precios de
mercado, que aumenta el bienestar colectivo).

La imitación es importante y desempeña una función en orden al bien


común. La manera positiva de responder a la imitación es relanzar la carrera,
volviendo a innovar. Todo esto es importante especialmente en la era de la
globalización, donde la dinámica innovación-imitación es muy rápida y global.
También hoy, como hace cien años, la respuesta para crecer y vivir no es quejarse
o pedir medidas proteccionistas, sino invertir y relanzar el arte de innovar.

Esta teoría de la innovación, por otra parte, nos dice que cuando el
empresario deja de innovar muere como empresario (transformándose tal vez en
especulador) y, al hacerlo, obstaculiza la carrera innovación-imitación, que es
la verdadera dinámica virtuosa que impulsa hacia adelante a la sociedad y no
solo a la economía.
Una de las razones profundas de la crisis que estamos viviendo es la
progresiva transformación de muchos empresarios en especuladores, que se
produjo en las décadas posteriores al boom de las finanzas.

El empresario-innovador, a diferencia del especulador, por vocación ve


el mundo como un lugar dinámico que puede cambiar. No piensa simplemente en
aumentar su trozo de la “tarta”, sino en crear nuevas “tartas”, en aprovechar
nuevas oportunidades, mirando hacia adelante en lugar de mirar hacia un lado para
ver si hay rivales a los que batir en la pelea por la tarta.

Desde el humanismo civil del siglo XV hasta los distritos industriales del
made in Italy, y desde los artesanos-artistas hasta los cooperadores sociales, Italia
ha sido capaz de producir desarrollo económico y cívico siempre que se han creado
las condiciones culturales e institucionales necesarias para poder cultivar las
virtudes de la creatividad y de la innovación. Por el contrario, hemos dejado de
crecer como país cada vez que ha prevalecido la lógica del lloriqueo y de la
búsqueda por mantener rentas de posición, cuando hemos visto al otro como un
rival a batir y no como un compañero con el que crecer juntos.

En tercer lugar, leer el mercado como un mecanismo que premia la


innovación hace que pongamos el acento en las personas más que en los capitales,
las finanzas o la tecnología. La innovación es, antes que nada, una mirada
distinta sobre las cosas y sobre el mundo, propia de personas que ven la
realidad de distinta manera.

El mismo Schumpeter, en la década de los 40 del siglo pasado, ya preveía


que el paso de la función de innovación de las personas a los Centros de
Investigación y Desarrollo de las grandes empresas cambiaría la naturaleza del
capitalismo, haciéndole perder contacto con la dimensión personal, que es la
única que puede innovar verdaderamente.

Hoy, tras décadas de borrachera por lo “grande” y por lo anónimo, nos


estamos dando cuenta de cada vez hay más empresas que consiguen crecer y ser
líderes en la economía globalizada gracias a que en ellas hay una o más personas
capaces de ver la realidad de manera distinta y, por ello, de innovar. Es la
inteligencia de las personas (saber “leer y ver las cosas por dentro”) la clave de
toda innovación verdadera y de todo valor económico, como bien sabía un
economista italiano, anterior a Schumpeter. Me refiero al milanés Carlo Cattaneo,
quien, a mediados del siglo XIX, escribía una de las tesis más bellas y
humanistas sobre la acción económica, que nos recuerda que la virtud de la
innovación se basa en otra virtud todavía más radical (porque es más universal): la
creatividad: «Non hay trabajo ni hay capital que no comience con un acto de
inteligencia. Antes de cualquier trabajo y de cualquier capital… es la inteligencia
la que empieza la obra e imprime en ellos por vez primera el carácter de riqueza».

Para terminar, esta dinámica, esta virtuosa carrera de relevos innovación-


imitación trasciende el ámbito económico. Nos proporciona una hermosa y
original clave de lectura para comprender no solo el mercado sino también la
historia civil de los pueblos. Cuando las sociedades y los mercados apoyan a las
personas que innovan, cuando estas personas no se quejan sino que se alegran de
ser imitados, cuando también las instituciones universalizan esas innovaciones,
entonces la vida en común y el mercado funcionan y son lugares hermosos para
vivir.
EL MUNDO VA BIEN SI CADA UNO SE OCUPA DE SUS
INTERESES
No es una paradoja, sino una regla económica. Como decía Smith, ocuparse del interés
personal es una virtud. Aunque hoy, en las sociedades complejas, la regla se tambalea.

Andrea entra en la pescadería que está debajo de su casa para comprarle a


Bruno pescado fresco. Andrea le da 20 euros a Bruno y este último le da pez
espada del Mediterráneo. Así se realiza uno de los muchos fenómenos que llamamos
“intercambio de mercado”. Pero ¿qué es lo que ocurre verdaderamente entre
Andrea y Bruno dentro de la pescadería? Depende del punto de vista y también de
lo que seamos capaces de “ver”.

Un sociólogo, de paso por la tienda, podría ver en ese hecho, por ejemplo, a
los marineros mal pagados, muchos de ellos irregulares, que están bajo ese pez
espada y pensaría en las relaciones humanas (en palabras de Marx) «que se ocultan
bajo el envoltorio de las mercancías ».

Si quien observa la escena es un concejal municipal tal vez le atraería la


figura de Bruno que, para soportar la competencia de los grandes hipermercados,
se ve obligado a no pagarse el sueldo desde hace meses, agotando los ahorros de
toda una vida con tal de no cerrar la pescadería que heredó de su abuelo.

Un ambientalista, en cambio, podría pensar en el armador que se enriquece


esquilmando la fauna marina de nuestros caladeros. Y así podríamos seguir
añadiendo otros puntos de vista, otras perspectivas.

El intercambio equivalente

¿Y qué “vería” en ese intercambio un economista? Un economista


tradicional o estándar (si se le puede llamar así), es decir uno de mis muchos
compañeros que enseña la ciencia económica en una de las muchas universidades
del mundo (todas demasiado iguales, por desgracia), explicaría el hecho humano
que acontece dentro de la pescadería como un intercambio de cosas, mediado por
personas; y si tuviese una pizarra, lo representaría de este modo: A hacia B y B
hacia A, especificando que el valor de las dos transacciones (las dos flechas) es
equivalente (entre otras cosas, eso es lo que diferencia a un contrato de un
intercambio de dones). Para explicarlo mejor, podría añadir después que el
objetivo o la motivación de Andrea es tener el pescado y el de Bruno es tener el
dinero y cada uno le da algo al otro como medio para alcanzar su propio objetivo.

Todo este sencillo discurso (que tal vez yo haya complicado) fue erigido en
1776 por Adam Smith como pilar de la fundación de la economía política y
resumido en una de las más célebres frases de las ciencias sociales: «No es de la
benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra
cena, sino de su preocupación por sus propios intereses. No apelamos a su sentido
de la humanidad, sino a su interés » (de “La riqueza de las naciones”). Esta
serie de artículos está dedicada a las virtudes del mercado ¿En qué sentido
podemos llamar virtud, con Smith, al intercambio de mercado basado simplemente
en el interés? Para entender mejor y sin ingenuidad la operación de Smith, es decir
la transformación del interés personal de vicio en virtud, hay que tener en cuenta
que pocas líneas antes del pasaje sobre el carnicero, Smith habla largamente del
mendigo que, para poder cenar, «depende de la benevolencia de sus
conciudadanos», del carnicero y del panadero de su pueblo. El mendigo es el único,
comenta Smith, que depende «principalmente de la benevolencia de sus
conciudadanos».

Relaciones entre iguales

El hombre libre, por el contrario, prefiere ser independiente de sus


benefactores para construir relaciones entre iguales. Además hay que tener en
cuenta que el mundo contra el que Smith y todos los economistas clásicos
desataban su dura polémica era el mundo feudal, donde multitud de mendigos
dependían para vivir de la “benevolencia” y de la limosna de unos pocos
señores feudales benevolentes. En un mundo de dependencia feudal, de siervos y
señores, nunca podrá existir amistad entre el mendigo y el carnicero (la amistad
exige igualdad), ni en la tienda ni después en el bar.

Pero si el ex mendigo encuentra un trabajo y vuelve a la pescadería a


comprar pescado, aunque dentro de la tienda el intercambio no sea (para
Smith, que no para mí, como veremos en los próximos capítulos) una forma de
amistad, los dos pueden encontrarse después en el bar en un plano de
igualdad, de mayor dignidad y, si quieren, incluso de amistad.

La virtud, cualquier virtud, exige personas libres. En un mundo de


mendigos, hoy igual que ayer, no puede haber auténticas virtudes civiles. Por eso,
según la teoría económica clásica, el invento del mercado se convierte en
instrumento de civilización y también el intercambio de mercado, aunque no se
base en la benevolencia sino en el auto interés, se convierte en expresión de
virtud.

Esta independencia es, en efecto, una virtud, una virtud muy querida para
la filosofía estoica (y más aún para Smith). Pero hay más. Una sociedad civil donde
cada uno persigue sus intereses funciona bien porque el cuidado de los propios
intereses es expresión de la virtud de la prudencia. Por ejemplo, si todos los
ciudadanos de Milán se ocuparan de la educación de sus hijos, hicieran bien su
trabajo, cuidaran el jardín y pagaran los impuestos para producir bienes públicos,
es decir si Milán estuviera llena de “hombre prudentes”, automáticamente
también la ciudad sería virtuosa.

Esta es, en esencia, la idea que encierra la metáfora más famosa del
pensamiento económico, la de la “mano invisible”: cada uno persigue sus
intereses particulares y la sociedad, providencialmente, se encuentra con el bien
común. También por esta razón, en polémica con los moralistas anteriores y
contemporáneos a él (pienso en Mandeville o en Rousseau), para Smith el interés
personal no es un vicio sino una virtud: la prudencia. Esta operación “semántica”
(la misma palabra, auto-interés, cambia de significado moral) se encontraba en la
base de la legitimación ética de la naciente economía política y de la
economía de mercado que, no hay que perderlo de vista, ha desempeñado una
función civilizadora del mundo con respecto al régimen feudal.

Pero los bienes comunes lo cambian todo

Sin embargo hay un problema muy serio. La legitimación ética del


intercambio y esta visión virtuosa del interés (visto como expresión de prudencia),
ha funcionado y sigue funcionando en sociedades sencillas, en las que el bien de
los individuos es también directamente el bien de todos, donde, en lenguaje más
técnico, los bienes son sobre todo privados. Cuando, por el contrario, los bienes se
hacen comunes, cuando los bienes económicos más importantes y estratégicos
para nosotros y para nuestros nietos, para los más pobres y para las demás
especies, son las energías no renovables, los bosques, los lagos, los mares y los
bienes medioambientales, al igual que la gestión de una comunidad de
propietarios o la convivencia en las ciudades multiétnicas, la cosa se complica
terriblemente.

Entran en juego algunas de las “visiones” de los observadores de la


pescadería distintas a la del economista, que aparecían al comienzo de este
artículo. La virtud de la prudencia deja de ser automáticamente una virtud del
mercado, ya que deja de ser cierto que la búsqueda del interés privado produzca
también bien común, tema crucial al que dedicaremos el próximo capítulo.
LA VIRTUD QUE TENEMOS QUE REDESCUBRIR PARA
SALVARNOS DE LA EXTINCION
Es la fraternidad. Pocos la relacionan con los temas económicos. Pero sin ella no hay modelo
que aguante. Está ocurriendo hoy: la lógica individual que maximiza la ventaja a costa del
interés de todos nos está llevando a una vía muerta.

El de los bienes comunes se está convirtiendo es uno de los grandes temas


de nuestra época. Pero si es cierto que los bienes comunes son cada vez más
importantes, tenemos que desarrollar nuevas virtudes, puesto que las típicas
virtudes individuales del mercado ya no son suficientes para superar los nuevos
retos.

¿Qué es la “tragedia de los bienes comunes”? En primer lugar, es el título de


un célebre artículo publicado por el biólogo D. Hardin en 1.968 en la prestigiosa
revista Science. La tesis es fuerte y clara: ante los bienes comunes (commons),
aunque cada uno se ocupe prudentemente de sus intereses, sin darnos cuenta y sin
querer, corremos el peligro de ir serrando poco a poco la rama sobre la que
estamos sentados todos. ¿Por qué?

El ejemplo que aparece en el artículo de Hardin es el más conocido y es el


que ha pasado a todos los libros de texto de microeconomía: un pasto comunal
libre, al que todos los ganaderos llevan sus vacas a pastar. La opción que maximiza
la libertad y el interés individual es la de llevar muchos animales al pasto, puesto
que la ventaja individual de llevar una vaca a pastar es + 1, mientras que la
disminución de hierba es solo una fracción de – 1 (ya que el daño se reparte entre
todos los ganaderos que usan el pasto comunal). Así pues, el beneficio individual
es mayor que el coste individual y eso hace que aumente el uso del bien común.
Esto vale siempre, mientras haya un metro cuadrado libre de hierba, lo que
conduce a la destrucción del pasto… a menos que haya algo que limite, de algún
modo, la libertad individual.

La difícil relación con los límites

Desde los árboles de la isla de Pascua hasta el agujero en la capa de ozono y


desde las truferas de mi pueblo de Las Marcas (Italia) hasta la imparable
disminución de acuíferos en la India y en el lago Albano, la historia, grande y
cotidiana, habla de tragedias de comunidades y civilizaciones, pequeñas y
grandes, que “colapsaron” (como diría Diamond) porque no fueron capaces de no
sobrepasar los límites, es decir el punto crítico de no retorno a partir del cual el
proceso se hace irreversible. La población de la isla de Pascua no se extinguió por
talar el último árbol, sino por superar, en un momento determinado y de manera
inconsciente, una barrera, un umbral a partir del cual se hizo inevitable llegar a la
extinción incluso del último árbol.

Pero en la historia humana hay también otros muchos episodios en los que
las comunidades sí han sido capaces de parar a tiempo y de evitar el trágico
colapso, coordinándose y limitando la libertad individual. Hay una clave de lectura
que nos permite interpretar las normas sociales, leyes, tradiciones antiguas, usos y
costumbres, como instrumentos que las civilizaciones han inventado para evitar el
colapso.

Cuando hoy nos preocupamos por la gestión del agua, por las ciudades y por
el medio ambiente, la trágica pregunta que se nos plantea cada vez con más
urgencia es la siguiente:¿llegaremos a sobrepasar el límite siguiendo la senda de
los antiguos habitantes de la isla de Pascua o seremos capaces de parar a
tiempo y coordinarnos? ¿tendremos la sabiduría individual y colectiva
necesaria para que nuestras comunidades – incluida la comunidad mundial
de seres humanos y otras especies del planeta –, en lugar de colapsar o
implosionar, puedan vivir y crecer en armonía?

Para tener esperanza en el triunfo de la segunda posibilidad necesitamos


nuevas virtudes, ya que las virtudes típicamente individuales (como la búsqueda
prudente del propio interés) no ofrecen garantías suficientes para hacer frente a
los retos de los bienes comunes y con ellos al reto del “Bien Común” (no existe el
bien común sin bienes comunes).

La necesaria fraternidad.

Los bienes comunes necesitan virtudes de reciprocidad, que expresen con


claridad el vínculo que existe entre las personas. ¿Qué virtudes son esas?
La primera virtud que hay que erigir hoy como principio fundacional de la
post- modernidad, de la sociedad globalizada y de la economía de los bienes
comunes, es la fraternidad. Cada vez se hace más urgente un nuevo pacto social
mundial entre ciudadanos libres e iguales (y no solo los del G20, sino
potencialmente todos), que se autolimiten en el uso de los recursos comunes.

La libertad y la igualdad hacen referencia al individuo. La fraternidad, en


cambio, es un bien de vínculo entre las personas, un vínculo que expresa
ambivalencia, pues es a la vez una relación y un lazo. Pero si no reconocemos los
vínculos que nos unen unos a otros, no podremos salir de la tragedia de los
bienes comunes. Debemos tomar conciencia de que la vida en común es una red
de relaciones entre personas, comunidades y pueblos, una red de relaciones que la
globalización y las tecnologías hacen cada vez más entrelazada y tupida.

Uno de los grandes cambios que se están produciendo en nuestra sociedad


post- moderna tiene que ver con la centralidad de los bienes comunes, que se
están convirtiendo no en la excepción sino en la regla de la vida económica y
civil. Hoy la calidad del desarrollo de los pueblos y de toda la tierra tiene que ver
ciertamente con zapatos, frigoríficos y lavadoras (los clásicos bienes privados),
pero depende mucho más de bienes (o males) comunes como los gases de
efecto invernadero, el agua o el stock de confianza en los mercados financieros (la
crisis financiera también puede interpretarse como una tragedia del bien común
confianza), de los que dependen en última instancia la comida, los zapatos y los
frigoríficos.

Muchas veces, a lo largo de la historia de los pueblos, nos hemos encontrado


ante la encrucijada fraternidad-fratricidio, dos caminos que siempre, desde los
tiempos de Caín, limitan uno con el otro. Unas veces hemos elegido el sendero
de la fraternidad, otras, las más, el del fratricidio. Una vez más, estamos en la
encrucijada.
MÁS ALLA DE LA CRISIS
De la econo-mía a la econo-nuestra.
El individualismo está trasnochado

Al mercado hoy se le considera no moral casi por naturaleza. La crisis ha acentuado esta
percepción. Predomina una versión patológica del mercado. Para salir de esta trampa, hay que
redescubrir una virtud inesperada: la fraternidad

El capítulo anterior terminó en una encrucijada la que muchas veces señala en


la historia de los pueblos de una parte la fraternidad y de la otra el fratricidio. La
primera comunidad, de la que nos habla la gran tradición judeocristiana y por ende
occidental, ante esa encrucijada eligió el fratricidio:

"Sigues siendo el de la piedra y la honda, hombre de mi tiempo. Estabas


en la carlinga, con las alas malignas y los meridianos de la muerte; te
vi en el carro de fuego, en el patíbulo y en la rueda de tortura. Te vi, eras
tú ... Y esa sangre huele como el día aquel en que un hermano le dijo a
otro hermano: «Vamos al campo»” (S. Quasimodo).

Otras veces, ante la misma encrucijada, personas, comunidades y


pueblos han embocado la senda de la fraternidad, tal vez después de una
experiencia trágica, como ocurrió en la reconstrucción de Italia tras el fascismo,
en la India de Gandhi o en la Sudáfrica de Mandela. Hoy también, para salir de esta
crisis grande y profunda (no solo crisis financiera o económica, sino también crisis
de relaciones interpersonales, políticas, religiosas y con la naturaleza), nos
encontramos ante esta misma encrucijada.

Ya hemos entrado decididamente en la era de los bienes comunes (si bien el


mundo académico todavía no se ha enterado y en las facultades de todo el mundo
apenas se dedican a los bienes comunes unas breves referencias, cuando queda
tiempo) y la fraternidad debe convertirse también en una virtud del mercado, ya
que las clásicas virtudes del mercado, que son las virtudes individuales de la
prudencia, la innovación, la responsabilidad, la independencia, etc. han dejado de
ser suficientes. ¿En qué sentido debe y puede la fraternidad convertirse en una
virtud del mercado? Hay muchas traducciones posibles del principio de fraternidad
en economía y de hecho hace tiempo que la palabra fraternidad comienza a estar
presente también en las revistas científicas. Pero ¿de qué fraternidad estamos
hablando? Ciertamente no de la hermandad de sangre, ni de la que es exclusiva
de los lazos familiares o de clan, ni de la que evocan muchas veces algunas
comunidades cerradas y discriminatorias. El uso del término fraternidad que puede
y debe convertirse en principio económico es el que hace referencia al tríptico de
la Ilustración europea, a esa fraternidad que fue, junto a la libertad y a la
igualdad, uno de los pilares de la nueva Europa, del nuevo pacto social al que le
faltaban aquellos tres principios.

Convivir con los precios

Esta fraternidad comporta, para los miembros de una comunidad, sentirse


parte de un destino común, estar unidos por un vínculo menos exclusivo y electivo
que el de la amistad, pero que es capaz de suscitar sentimientos de simpatía
recíproca y que puede y debe expresarse también en las transacciones ordinarias
del mercado.

Es más, los economistas ilustrados y los italianos especialmente (Genovesi,


Dragonetti, Filangieri), entendían la construcción de la economía de mercado
como una precondición para que la fraternidad no se quedase en principio
abstracto sino que se convirtiese en praxis diaria y generalizada. Pero ¿cómo
cambia la visión de la economía y del mercado cuando nos tomamos en serio la
fraternidad? ¿cómo podemos reconciliar la idea del mercado visto como
fraternidad con el mecanismo de los precios? Si no respondemos a estas
preguntas, sería como decir que una economía civil de la fraternidad solo es
posible en pequeñas comunidades premodernas o en los márgenes de la
economía de mercado ordinaria, un mensaje que no podemos aceptar. Yo
propongo llamar fraterna a una interacción de mercado cuando se vive y
representa como una relación que hace de las partes contratantes un agente
colectivo, un equipo.

Según la visión estándar de la economía, que se remonta a Smith, tal y


como veíamos hace un par de capítulos, cuando A realiza un intercambio con B
no tiene la intención de buscar una ventaja para B, sino que satisface las
necesidades de B sólo como un medio para alcanzar sus propios objetivos. Según
esta idea, tanto el bien común como el bien del otro sujeto del intercambio,
serían efectos no intencionados. Por otra parte, como reacción a esta visión
demasiado poco social o fraterna, hay quien cree que la auténtica socialidad o la
fraternidad siempre van asociadas a alguna forma de sacrificio por parte de alguno
o de todos los sujetos del intercambio, por lo que no sería compatible con las
transacciones ordinarias del mercado.

No es cuestión de sacrificios

Yo, en cambio, estoy convencido de que la categoría de la fraternidad,


traducida en la vida económica, debería permitirnos pensar que una relación de
mercado puede ser, al mismo tiempo, mutuamente ventajosa y genuinamente
social. La virtud de la fraternidad, en efecto, permite superar también esta visión
dualista (por una parte estaría el mercado, el reino de la ventaja mutua; y por
otra la fraternidad, el reino del sacrificio), que no ayuda ni al mercado, que a
fuerza de considerarlo no moral, cada vez es menos moral, ni al no- mercado,
donde la asociación de la familia y la amistad con la pura gratuidad muchas
veces ha escondido relaciones de poder y patologías de todo tipo; no hay más que
pensar en la cuestión femenina en las comunidades tradicionales.

Desde el punto de vista de la fraternidad, en el contrato de mercado las


partes se comprometen a hacer lo que les corresponde para alcanzar un objetivo
común. Este objetivo común es el beneficio conjunto que se deriva del contrato,
evidentemente dentro de los límites concretos determinados por esa transacción.
Cada parte, al cumplir con su obligación concreta, actúa con la intención de
participar en una combinación de acciones encaminadas al beneficio de todo el
equipo. Así, cuando Andrea (a quien conocimos capítulos atrás) se dirige a la
pescadería, no es simplemente prudente y piensa en su propio interés; sino que,
en la perspectiva de la fraternidad, es como si dijese a Bruno: “Te propongo una
acción conjunta que nos beneficia a ti y a mí: tu me ayudas a satisfacer mi
necesidad de pescado y yo te ayudo a satisfacer tu necesidad de dinero.
Realicemos juntos esta acción conjunta, formemos un equipo temporal”. Si se
alcanza el acuerdo entre los dos, el cliente (Andrea) intencionadamente quiere
que el pescadero (Bruno) se beneficie del intercambio y viceversa. Así cada uno
tiene la intención consciente de ser útil al otro. La ventaja mutua (y no sólo el
interés personal) es la intención y el contenido del intercambio.
Esta es una manera de compatibilizar el concepto de fraternidad con la
economía de mercado, pero con una condición: que el equipo y la intención de
beneficiar al otro se creen durante la ejecución del contrato y no sea un criterio
para elegir a la otra parte del contrato. Por ejemplo, a la virtud de la fraternidad
no se le pide que un cliente elija a determinado proveedor para ayudarle (porque
tal vez está pasando por una crisis económica). Solo en el momento en que se
estipula el contrato, el cliente se compromete a perseguir un objetivo común.
Genovesi, por ejemplo, (y yo con él) normalmente no le daría a un empresario el
siguiente consejo: “elige el proveedor A porque tiene dificultades económicas,
aunque sus precios sean más altos que los de B”.

Una visión fraterna no conduce a la creación de economías informales de


“amigos”, donde los socios comerciales se eligen por razones de “amistad”. Creo
que el reto de experiencias de economía social como la Economía de Comunión, el
comercio justo o la banca ética, consiste en mantener unidas las señales de los
precios con un auténtico espíritu de fraternidad. Cuando estos dos niveles se
confunden y se elige al proveedor solamente o primariamente porque es un
“amigo” o porque es “parte del proyecto”, esa fraternidad entra en conflicto con
las virtudes del mercado.

Para terminar, a partir de la fraternidad vista como paradigma del mercado


surge también una idea distinta de la competencia. La visión dominante
tiende a ver la competencia entre las empresas A y B como una lucha, cuyo
efecto no intencionado es la reducción de los precios de mercado, lo que
proporciona una ventaja a los clientes C. En cambio, la competencia vista desde la
perspectiva de la fraternidad lleva a ver el juego de mercado centrado en los ejes
A-C y B-C: cada empresa trata de satisfacer a sus clientes mejor que la otra, y la
que no lo consigue sale del mercado como efecto en cierto sentido no
intencionado. Pero el objetivo de A es cooperar con C, formar un equipo, no
“golpear” al competidor B; y viceversa.

La vida social es un conjunto de oportunidades que hay que aprovechar


juntos. El mercado es un sistema que nos permite aprovechar estas oportunidades
para crecer junto con los demás y no contra ellos. La economía de mercado
entonces se convierte en un conjunto formado por muchas relaciones
cooperativas, un mundo poblado por equipos temporales, donde cada uno se
comprende a sí mismo en relación con los otros y no piensa solo en la econo-mía
sino en la econo-nuestra. Solo la econo-nuestra, donde la palabra “nuestra” es tan
grande como la tierra, puede estar a la altura de los retos que nos aguardan.
ESPERANZA: LA VIRTUD QUE MUEVE LOS NEGOCIOS
EN TIEMPOS DE CRISIS

La idea de la suerte domina hoy la economía y el mercado: al éxito se llega por carisma
personal o por coincidencias favorables. Los empresarios, en cambio, saben que el
motor de la empresa es la esperanza, porque crea relaciones y determina certeza en los
frutos que producen los talentos.

Aunque pueda parecer extraño, la esperanza es, o por lo menos debería ser,
una virtud del mercado.

Ya sabíamos que la esperanza era una virtud, concretamente una virtud


teologal, como la fe y la caridad. Según la tradición cristiana occidental en
estas tres virtudes, en cierto sentido, se fundamentan las demás virtudes (valor,
templanza, fortaleza, prudencia…).

La esperanza, por ejemplo, es una de las principales virtudes que deben


poseer los empresarios. Un empresario solo pone en marcha una empresa, una
nueva actividad económica, si espera que el mundo de mañana, en su conjunto,
sea mejor que el de hoy, que los 100 euros que invierte hoy se conviertan en 101
o 105 mañana. Cuando alguien crea una empresa sin intención de especular a
corto plazo, es como cuando un viejo planta una encina, sabiendo que los frutos
de lo que ahora empieza sobrepasarán su propia vida. Sin esa esperanza, sería
mejor que gastara su dinero en otras cosas o se dedicara a especular. Por eso la
esperanza está unida a la confianza (fe, fides), puesto que nadie pone en marcha
una empresa si no tiene fe en la vida y en el futuro. Rasgos característicos de los
empresarios son el optimismo, el pensamiento positivo y una mirada generosa
sobre el mundo, expresiones todas ellas de la virtud de la esperanza.

Quién me mandará hacer eso

La virtud de la esperanza además es especialmente importante en los


momentos de crisis, en las largas fases de impasse, cuando aparecen dificultades,
calumnias, suspensiones o traiciones. Quienes hayan creado alguna empresa,
sabrán que los momentos más importantes de su historia son aquellos en los
que han conseguido mantener la esperanza a pesar de los acontecimientos, a
pesar de los consejos de los amigos (“¿quién te mandará hacer eso?”, “eres
demasiado ingenuo”, “no exageres …”) y a pesar de las previsiones de los
expertos; cuando han tenido la fuerza de esperar, de insistir en su proyecto, de
perseverar con fe en su idea y en su “daimon” socrático, caminando
durante años al borde del precipicio.

La esperanza es una virtud y como toda virtud auténtica siempre es


alternativa a la suerte. La gran cultura occidental nació en Grecia (sobre todo con
Sócrates), en un momento que marcó una época, cuando se descubrió que la
felicidad y la suerte estaban en lucha. En el mundo antiguo la felicidad iba unida
a la suerte. Los filósofos griegos comprendieron que estaba comenzando la era de
los hombres que, liberados de la diosa fortuna, de la suerte, podían empezar a ser
verdaderamente responsables de su propio destino. El instrumento de esta
liberación fue precisamente la virtud (areté, que significa excelencia, la misma
raíz que encontramos en otras palabras como artista o acróbata), ya que sólo
el hombre virtuoso puede llegar a ser feliz, incluso aunque tenga mala suerte.

Capacidad de excelencia

La idea que surge en este extraordinario periodo de la historia humana es


que los protagonistas principales de nuestra felicidad (y de nuestra
infelicidad) somos nosotros mismos y no los acontecimientos. Estos
ciertamente influyen en nuestro bienestar, pero nunca son decisivos para
determinar la calidad de nuestra vida que, por el contrario, depende de la virtud,
de sacar o no las capacidades para la excelencia que hay en toda persona, en cada
uno a su manera. La virtud vence a la suerte.

La ética del mercado, en especial la ética empresarial, nace afirmando


precisamente que los protagonistas del éxito de nuestras obras son la innovación,
la responsabilidad y el trabajo y no la suerte. Por eso nuestra cultura de la virtud
debe resistir hoy en un mundo que pone el acento en la suerte: loterías,
juegos, quinielas, bonoloto (es impresionante la invasión de juegos de azar en
la red, en televisión, en los patrocinadores de los equipos de fútbol …).
La esperanza es una virtud porque no pone el retorno de la inversión y de la
inteligencia en la suerte, sino en las propias virtudes (excelencia), en
las de los colaboradores y en las de todos los sujetos del mercado (no debemos
olvidar que el éxito de un empresario depende, entre otras cosas, de la virtud de
sus proveedores y clientes, pero también de la de sus competidores y del sistema
económico en su conjunto). La esperanza no es suerte, sino virtud.

Una virtud social

Finalmente, la esperanza es una virtud eminentemente social. Esperamos


en las personas: en el compañero Mario, en la proveedora Juana, en el
competidor Andrés. La esperanza no es nunca genérica, no se dirige a
desconocidos o a eventos aleatorios. La esperanza es un bien relacional, es
invertir en una relación, en muchas relaciones. Por eso la esperanza, como todas
las virtudes sociales (fraternidad, confianza, reciprocidad, philia …) es frágil y
vulnerable: nunca podemos controlar la respuesta del otro, únicamente
podemos “esperar” en su reciprocidad, sin tener las garantías que dan los
contratos. Pero, bien pensado, la vulnerabilidad es la condición más profunda
de lo humano. Si la economía es vida, entonces debe saber convivir con la
vulnerabilidad, sabiendo que en esta vulnerabilidad buena con respecto a los
demás se esconden muchas de las cosas más hermosas de la vida, como el perdón,
la reconciliación, la gratuidad, el encuentro libre y no jerárquico con los otros,
el aprecio y el reconocimiento verdaderos y la gratitud sincera, bienes todos
ellos de los que depende en gran medida el bienestar de las personas, incluidas
esas personas a las que llamamos empresarios, que producen bienestar (y no sólo
riqueza) cuando son capaces de virtud, de excelencia relacional, cuando cultivan
la esperanza.
COMPETENCIA CIVIL

La competencia es virtuosa cuando es competencia civil, el mecanismo social del que


hablan los economistas civiles del siglo XIX. Veamos de qué se trata.

La competencia bien entendida, es una de las principales virtudes del mercado.


Pero también en este caso debemos limpiar el campo de visiones erróneas o
parciales de la competencia. La competencia es virtuosa cuando es competencia
civil, el mecanismo social del que hablan los economistas civiles del siglo XIX
(como los milaneses Romagnosi o Cattaneo). ¿En qué consiste?

El paradigma dominante tiende a considerar la competencia entre empresas


como una carrera entre la empresa A y la empresa B, en la que cada una de ellas
quiere ganar derrotando a la otra. A veces esta visión se alimenta con un uso
incorrecto y confuso de metáforas deportivas (e incluso de caricaturas del
darwinismo), que representan el mercado como un lugar en el que todos corren y
en el que, al final, unos ganan y otros pierden. Según esta visión, la competencia
es un asunto entre A y B que, como efecto no intencionado, puede producir
una reducción de los precios de mercado y con ello una ventaja para los clientes
C. Si concebimos así el mercado, es evidente que la competencia,
contrariamente a lo que sostenía en el primer capítulo de esta serie, no tiene
nada que ver con la cooperación. Es, más bien, su polo opuesto. Desde esta
perspectiva, a la cooperación entre empresas “competidoras” se le llama cártel o
trust y es perjudicial para los ciudadanos y para la eficiencia de los mercados.

¿Qué es, por el contrario, la competencia de mercado desde el punto de


vista de la economía civil? El juego de mercado es muy distinto, ya no está
focalizado en la carrera entre las empresas A y B, sino que la competencia de
mercado se convierte en un proceso centrado en los ejes A-C y B-C. Es decir, cada
empresa trata de satisfacer a los clientes (en sentido amplio) mejor que la otra y
la que no lo consigue abandona el mercado (o se reestructura). Así pues, el
objetivo de la empresa no es que los “competidores” abandonen en el mercado,
sino que esto no es más que un efecto en cierto sentido no intencionado.
Desde nuestro punto de vista, el objetivo de la empresa A es cooperar con los
ciudadanos, clientes y proveedores C, dentro de una relación de asistencia
recíproca, de un equipo, y no derrotar al competidor B. Y viceversa.
Pero ¿hasta dónde podemos llegar por este camino de la competencia civil?
Ciertamente hay muchas cuestiones abiertas, algunas muy importantes, sobre las
que tal vez tengamos que volver. Pensemos, poniendo un ejemplo relevante para
la economía social, que el mercado de la economía social sigue dominado por la
competición en el sector público y por las concesiones, con una visión de la
competencia como un juego de suma cero, hecho de vencedores (de la
competición) y vencidos. El punto de apoyo de esta visión, que en otros escritos he
definido como “subsidiariedad al revés”, está en el sector público, que define los
proyectos y llama a las cooperativas a disputar una carrera muchas veces
peligrosamente a la baja. Desde el punto de vista de la competencia civil las cosas
serían muy distintas: las empresas sociales, que son las que están en contacto
con las necesidades de la gente “verían” oportunidades de ventaja mutua con
los ciudadanos y se dirigirían (tal vez no siempre) al sector público para poder
realizar con transparencia y eficiencia un determinado proyecto, cuya guía ya no
sería la “oferta” sino la “demanda” de la gente. Queda mucho por hacer en este
sentido.

Hay otras preguntas difíciles: ¿Qué papel juega en esta visión del mercado
el reparto de los “beneficios del intercambio”? ¿Cómo definimos la parte
de ganancia que le corresponde a cada uno de los participantes cuando se
genera valor añadido? A quienes se planteen estas preguntas, legítimas y
obligadas, antes de crear una empresa o una cooperativa, yo les diría junto a
grandes economistas como Genovesi, Mill o Sen: “Cuando veáis una oportunidad
de creación de valor, no gastéis demasiadas energías en definir cómo se
repartirán las futuras ganancias. Buscad el reparto más obvio y normal,
adoptadlo a grandes rasgos y concentraos en la creación del beneficio común”.
Pero este consejo es para los participantes en el intercambio considerados en su
conjunto, ya que en esta visión del mercado hay implícita una norma de
reciprocidad que dice: “compórtate de este modo sólo con las personas que
compartan contigo la misma cultura de mercado”.

Pero podemos preguntarnos si esta cultura o filosofía de mercado podría ser


también un buen consejo para un empresario u operador que no tenga garantías
de que aquellos con los que va a interactuar compartan la misma cultura de
reciprocidad o fraternidad. Yo creo que sí. Una persona que siga esta máxima
terminará a veces con una cuota menor de ganancias que la que podría
obtener con una actitud más dura y atenta al reparto de beneficios. Pero, en
contrapartida, gastará menos tiempo y energías y tendrá menos probabilidades de
abrir contenciosos y conflictos con los demás, que son los que muchas veces
bloquean los contratos, los negocios y las empresas. A largo plazo es probable que
lleve una vida más tranquila y tal vez incluso más acomodada económicamente.
También aquí las instituciones juegan un papel: su diseño puede incentivar la
búsqueda de la ventaja mutua o del oportunismo individual.

Podríamos resumir esta cultura del mercado civil con la siguiente máxima:
“cuando hagáis negocios juntos (sobre todo si duran en el tiempo) no os
preocupéis demasiado por establecer los “trozos de la tarta” que vais a hacer;
preocupaos más bien por el tamaño de la tarta, de forma que permita muchos
trozos, que después, con el tiempo, si no sois oportunistas ni desleales, ya
acordaréis una norma justa de reparto. Unas veces ganará más uno y otras veces
otro, pero lo importante es crecer juntos”. Un consejo como este es muy eficaz,
por ejemplo, con los jóvenes, porque reduce mucho los costes de
transacción, refuerza los sentimientos de confianza recíproca y crea una lectura
positiva y optimista de la vida en común. Entre otras cosas, porque no es nunca un
buen comienzo de la relación con un socio, proveedor o cliente insistir en las
garantías o en los vínculos relativos a las (posibles) ganancias futuras; antes
bien, en muchas ocasiones es la vía maestra para bloquear el negocio antes
de que comience. La generosidad y la magnanimidad son en cierto sentido
también virtudes muy importantes para el éxito de un empresario (y de todos
nosotros). Entre otras cosas, porque como ya hemos dicho algunos capítulos atrás,
el empresario es sobre todo un “creador de tartas”, gracias a su capacidad
innovadora, y no un “cortador de trozos”.

Hoy sabemos que uno de los primeros factores de retraso cultural y


económico es el esquema mental con el que leemos la competencia de mercado y
la vida civil. Las comunidades, los pueblos y las personas crecen cuando
interpretan las relaciones económicas y civiles como mutuamente ventajosas y,
por el contrario, se quedan encerradas en trampas de pobreza cuando cada uno ve
al otro como alguien del que aprovecharse o del que defenderse.
La economía civil ve el mercado como una gran y densa red de relaciones
de ventaja mutua a muchos niveles. La competencia civil es la energía que fluye
por esta red de relaciones de las que está formado el mercado. Quien forma parte
de ella obtiene ventaja para sí mismo y para los demás. Crear una red cada vez
más tupida de oportunidades de intercambio significa unir a las personas en
acciones conjuntas, donde cada uno crece con los demás y gracias a los demás,
tejiendo hilos de la red que mantiene juntas las ciudades y las sociedades. Esto es
economía civil, esto es competencia civil.
TRABAJO: MOTIVAR A LAS PERSONAS NO ES
CUESTION DE INCENTIVOS
Muchos economistas han llegado a la conclusión de que estos instrumentos producen el
efecto contrario, ya que muchas veces entran en conflicto con las motivaciones intrínsecas de
los trabajadores. Por eso, ha llegado la hora de encontrar nuevos mecanismos...

El trabajo entendido como virtud es una conquista de la modernidad. En el


mundo antiguo (greco-romano y también oriental) trabajaban los esclavos. El
hombre libre, el ciudadano, gracias a los esclavos (que trabajaban por él) podía
liberarse de la necesidad de trabajar y dedicarse a actividades más dignas del
hombre libre, como la filosofía, la política o la gimnasia. Durante el medievo
cristiano el trabajo comienza a afirmarse como virtud (como actividad buena en sí
misma, como camino de felicidad), gracias a los carismas monásticos que empiezan
a ver al monje también como trabajador (este es uno de los significados del lema
benedictino ora et labora). El trabajo comienza lentamente a salir a la luz, pero
tiene que conquistar su espacio en un mundo que seguía siendo demasiado
“platónico”, es decir que asignaba a las actividades prácticas y manuales un
estatus moral y espiritual inferior al de las actividades intelectuales. Ha habido
que esperar hasta tiempos recientes (prácticamente hasta el siglo XIX) para que los
trabajadores manuales pudieran votar y tener acceso a cargos públicos. La
economía de mercado ha contribuido sin duda a la emancipación definitiva del
trabajo de su estatuto de inferioridad, convirtiéndolo en el gran protagonista del
hombre libre y fundando sobre él la democracia y la República (art. 1).

Sin embargo, hoy el trabajo está sujeto a tensiones. Por una parte es
alabado y exaltado y por la otra está sometido al consumo y a la especulación. En
esta época de crisis económica y social, el trabajo es tal vez la cuestión más
urgente, que nos llama a una reflexión más profunda y en gran parte nueva con
respecto a los debates ideológicos del siglo XX acerca de la naturaleza del trabajo
y de su lugar en la vida.

También en esta ocasión partimos de dos situaciones de la vida diaria. Me


invitan a cenar, llevo una bandeja de pasteles y mi anfitrión me dice: “gracias”.
Tomo un café en la estación y después de pagar le digo al camarero:
“gracias”. Dos “gracias” pronunciados en contextos aparentemente muy
distintos: don y amistad en el primero y contrato y anonimato en el segundo. Sin
embargo la palabra que usamos es la misma: gracias. ¿Por qué? ¿Qué tienen en
común estos dos actos aparentemente tan distantes, al menos para la cultura de
nuestras sociedades de mercado? Lo primero que tienen en común es que son
encuentros libres entre seres humanos. Nunca le diríamos “gracias” a la máquina
del café. Sonreímos cuando se nos escapa un “de nada” como respuesta a la voz
mecánica que nos da las gracias cuando pagamos con la tarjeta de crédito el
peaje de la autopista. Estoy convencido de que ese gracias, que no le decimos
solo al amigo sino también al camarero, al panadero o al cajero del
supermercado, no es sólo fruto de la buena educación o la costumbre, sino que
ese gracias expresa el reconocimiento de que aunque no hagamos más que nuestro
deber, en el trabajo siempre hay algo más, que transforma ese intercambio en un
acto verdaderamente humano. Es más, podría decirse que el trabajo comienza de
verdad cuando vamos más allá de la letra del contrato y ponemos lo mejor de
nosotros a la hora de preparar una comida, apretar un tornillo, limpiar el baño o
dar una clase. Trabajamos de verdad cuando delante del señor Rossi ponemos
Mario, o cuando delante del profesor Bruni ponemos Luigino. Cuando, por el
contrario, nos detenemos antes de dar ese paso, el trabajo se parece demasiado
al de la máquina de café y queda fuera del umbral de la oikos (casa) de lo
humano.

Aquí aparece una paradoja importante para las empresas y organizaciones


actuales. Los trabajadores y directivos de cualquier empresa, si son buenos y
honrados, saben que el trabajo es verdaderamente tal y da frutos de eficiencia y
eficacia cuando excede al deber y al contrato, cuando es don (como nos recuerda
el último libro de N. Alter, Donner et prendre).

Sobre todo en las complejas organizaciones modernas, si el trabajador no


dona libremente su pasión, su inteligencia y sus motivaciones intrínsecas, no hay
control ni incentivo ni sanción que pueda conseguir que el trabajador de lo mejor
de sí mismo, algo que además es un factor competitivo esencial para el éxito de
la propia empresa. Cada vez es más cierto que el éxito de las empresas en el
contexto competitivo internacional depende sobre todo del capital humano, de las
personas y de su inteligencia y creatividad. Las personas hacen que la empresa
crezca y produzca riqueza cuando ponen en juego todas sus capacidades al
desarrollar una determinada profesión o al realizar una tarea dentro de una
organización. Cualquiera que trabaje en una organización sabe que esta dimensión
motivacional y, me atrevería a decir, espiritual del trabajo, no puede comprarse o
programarse. Solo puede ser acogida por el trabajador como expresión de su
reciprocidad, de su don. Podemos comprar con incentivos adecuados la prestación,
pero no podemos comprar en el mercado de trabajo lo que verdaderamente
necesita nuestra empresa para vivir y crecer. En otras palabras: podemos comprar
y controlar cuándo se entra y se sale de la oficina, podemos comprobar qué se
hace durante las ocho horas de trabajo, pero no podemos controlar ni comprar
cómo se trabaja, si se pones o no el alma, con qué pasión y creatividad se vive
la jornada laboral. Las cláusulas y las características de los contratos de trabajo se
quedan precisamente a las puertas de lo verdaderamente importante para una
relación humana de trabajo que dura años y que vive de todas esas dimensiones
que ningún contrato puede prever ni especificar. Es como decir que con los
contratos de trabajo normales y con los incentivos se consigue “comprar” sólo la
parte menos importante del trabajo y del trabajador humano, la actividad que
más se parece a la de las máquinas, pero no se pueden obtener las dimensiones
más profundas y cualitativas de la actividad laboral, de las que depende en
gran medida el éxito incluso económico de la empresa. Los distintos mecanismos
de incentivos, puesto que son necesariamente instrumentos externos y
extrínsecos, siempre serán parciales e imperfectos. En el peor de los casos (cada
vez más frecuentes y muchos de ellos objeto de estudio por los economistas),
estos instrumentos producen el efecto contrario, ya que los incentivos monetarios
muchas veces entran en conflicto con las motivaciones intrínsecas de los
trabajadores.

Aquí es donde surge la paradoja, al reconocer que (cada vez más) las
empresas y las organizaciones en general, en estos dos siglos de capitalismo, han
construido un sistema de incentivos y recompensas incapaz de reconocer el “plus”
del don presente en el trabajo humano. Cuando, para reconocer el don que
contiene el trabajo, las empresas usan los incentivos clásicos (como el dinero), el
“plus” del don es absorbido por el contrato y se convierte en un deber, por lo que
desaparece. Pero cuando las empresas y sus directivos no hacen nada para evitar
la desaparición del don, con el tiempo también ese exceso desaparece,
produciendo tristeza y cinismo en los trabajadores y peores resultados para la
empresa. Creo que esta imposibilidad de reconocer el plus del trabajo es una de
las razones por las que, en todos los trabajos (desde el obrero hasta el profesor
universitario), después de los primeros años llega casi siempre una crisis profunda,
cuando nos damos cuenta de que hemos dado durante años lo mejor de nosotros
mismos a esa organización, sin sentir que se conoce y reconoce lo que se ha dado,
que es siempre inmensamente más grande que el valor del salario recibido. Así nos
sentimos mucho menos valorados de cuanto valemos, porque las organizaciones no
encuentran el lenguaje adecuado para expresar todo lo que hay entre el sueldo y
el don de la propia vida. Estoy convencido de que muchas veces una de las causas
de un cambio de trabajo es la búsqueda continua de este reconocimiento que casi
nunca llega.

En este cambio de época, que afecta también a la cultura del trabajo y de


la empresa, el arte más difícil que deben aprender y cultivar los directivos de
empresas y organizaciones es precisamente el arte de encontrar mecanismos que
sepan reconocer, al menos en parte, el don que hay en el trabajo, en todo
trabajo. Al mismo tiempo, los trabajadores no debemos pedir demasiado a nuestro
trabajo, sabiendo que el trabajo es importante pero nunca podrá agotar nuestra
necesidad de dar y recibir dones, nuestra vocación de reciprocidad. El trabajo
tiene sus momentos tiene fecha de comienzo y de fin, conoce los tiempos de la
enfermedad y la fragilidad, mientras que nuestra necesidad de reciprocidad nos
acompaña y aumenta durante toda la vida, es anterior al trabajo y seguirá después
de él. Si no sabemos reconocer y marcar el límite del trabajo en la economía de
nuestra vida (y la de nuestras comunidades), el trabajo será siervo o patrón, pero
nunca “hermano trabajo”.

Entonces, trabajamos verdaderamente, y el trabajo es plenamente virtud,


cuando reconocemos en nosotros mismos y en los demás que el trabajo es más que
la letra del contrato, y vivimos verdaderamente cuando reconocemos que la vida
es más que el trabajo.

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