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Las Virtudes Del Mercado PDF
Las Virtudes Del Mercado PDF
Estos tiempos de crisis (mucho más profunda y seria que la pura crisis
financiera o económica) son ante todo una llamada a la responsabilidad
individual y colectiva, también en el ámbito del pensamiento.
Pero ¿cómo podemos hablar seriamente de las virtudes del mercado, cuando
hoy una parte influyente de la opinión pública considera que la lógica del mercado
es corrosiva de las virtudes cívicas por conducir a la mercantilización de todas las
relaciones humanas?
Esta visión distinta y positiva puede comenzar con una reflexión sobre el
“deber ser” del mercado, sobre su tarea moral en la edificación de una sociedad
buena y justa, una sociedad civil que muere cuando es el mercado el único que
regula la vida en común, pero que también muere o no se desarrolla cuando le
falta el mercado con sus virtudes típicas, esas virtudes que parecen, y a veces lo
están, alejadas de la praxis económica de nuestro tiempo y que por ello hay que
volverlas a traer a nuestra conciencia personal y colectiva.
Es cierto que los instrumentos o el lenguaje que el mercado usa para decir
que tu trabajo o tu actividad me/nos gusta, es demasiado pobre (dinero o
incentivos materiales), aunque quizá sean mejores que el ordeno y mando y la
jerarquía dictatorial. Pero eso no anula el valor de esta virtud del mercado, que
nos recuerda que el mundo es un lugar donde el agua baja de la montaña hasta el
valle y donde las relaciones humanas se fundamentan en la ley de la reciprocidad,
incluida esa forma de reciprocidad que es la relación de mercado.
COOPERAR Y COMPETIR
No se puede leer el mercado sólo en términos de competencia. Es, en cambio, una acción
cooperativa y competitiva conjunta. La experiencia así lo demuestra
Entonces, ¿por qué una de las virtudes del mercado, que ha sido concebido
siguiendo este pensamiento dualista como el reino de la competición o la
competencia, es la cooperación?
El autor que mejor ha entendido esta dinámica virtuosa del mercado (la
capacidad de innovar es sin duda una virtud, porque es expresión de areté, de
excelencia) es el economista austriaco J.A. Schumpeter.
En su libro Teoría del desarrollo económico (de 1911), un texto clásico cuya
lectura sigue siendo aconsejable para quienes estén interesados en las buenas
obras de teoría económica y social, él describe magistralmente la dinámica de la
economía de mercado como una “carrera” entre innovadores e imitadores.
¿Qué puede aportarnos hoy esta vieja teoría que tiene cien años? En primer
lugar nos recuerda que la naturaleza más auténtica del empresario y de la función
empresarial es la capacidad de innovar.
Esta teoría de la innovación, por otra parte, nos dice que cuando el
empresario deja de innovar muere como empresario (transformándose tal vez en
especulador) y, al hacerlo, obstaculiza la carrera innovación-imitación, que es
la verdadera dinámica virtuosa que impulsa hacia adelante a la sociedad y no
solo a la economía.
Una de las razones profundas de la crisis que estamos viviendo es la
progresiva transformación de muchos empresarios en especuladores, que se
produjo en las décadas posteriores al boom de las finanzas.
Desde el humanismo civil del siglo XV hasta los distritos industriales del
made in Italy, y desde los artesanos-artistas hasta los cooperadores sociales, Italia
ha sido capaz de producir desarrollo económico y cívico siempre que se han creado
las condiciones culturales e institucionales necesarias para poder cultivar las
virtudes de la creatividad y de la innovación. Por el contrario, hemos dejado de
crecer como país cada vez que ha prevalecido la lógica del lloriqueo y de la
búsqueda por mantener rentas de posición, cuando hemos visto al otro como un
rival a batir y no como un compañero con el que crecer juntos.
Un sociólogo, de paso por la tienda, podría ver en ese hecho, por ejemplo, a
los marineros mal pagados, muchos de ellos irregulares, que están bajo ese pez
espada y pensaría en las relaciones humanas (en palabras de Marx) «que se ocultan
bajo el envoltorio de las mercancías ».
El intercambio equivalente
Todo este sencillo discurso (que tal vez yo haya complicado) fue erigido en
1776 por Adam Smith como pilar de la fundación de la economía política y
resumido en una de las más célebres frases de las ciencias sociales: «No es de la
benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra
cena, sino de su preocupación por sus propios intereses. No apelamos a su sentido
de la humanidad, sino a su interés » (de “La riqueza de las naciones”). Esta
serie de artículos está dedicada a las virtudes del mercado ¿En qué sentido
podemos llamar virtud, con Smith, al intercambio de mercado basado simplemente
en el interés? Para entender mejor y sin ingenuidad la operación de Smith, es decir
la transformación del interés personal de vicio en virtud, hay que tener en cuenta
que pocas líneas antes del pasaje sobre el carnicero, Smith habla largamente del
mendigo que, para poder cenar, «depende de la benevolencia de sus
conciudadanos», del carnicero y del panadero de su pueblo. El mendigo es el único,
comenta Smith, que depende «principalmente de la benevolencia de sus
conciudadanos».
Esta independencia es, en efecto, una virtud, una virtud muy querida para
la filosofía estoica (y más aún para Smith). Pero hay más. Una sociedad civil donde
cada uno persigue sus intereses funciona bien porque el cuidado de los propios
intereses es expresión de la virtud de la prudencia. Por ejemplo, si todos los
ciudadanos de Milán se ocuparan de la educación de sus hijos, hicieran bien su
trabajo, cuidaran el jardín y pagaran los impuestos para producir bienes públicos,
es decir si Milán estuviera llena de “hombre prudentes”, automáticamente
también la ciudad sería virtuosa.
Esta es, en esencia, la idea que encierra la metáfora más famosa del
pensamiento económico, la de la “mano invisible”: cada uno persigue sus
intereses particulares y la sociedad, providencialmente, se encuentra con el bien
común. También por esta razón, en polémica con los moralistas anteriores y
contemporáneos a él (pienso en Mandeville o en Rousseau), para Smith el interés
personal no es un vicio sino una virtud: la prudencia. Esta operación “semántica”
(la misma palabra, auto-interés, cambia de significado moral) se encontraba en la
base de la legitimación ética de la naciente economía política y de la
economía de mercado que, no hay que perderlo de vista, ha desempeñado una
función civilizadora del mundo con respecto al régimen feudal.
Pero en la historia humana hay también otros muchos episodios en los que
las comunidades sí han sido capaces de parar a tiempo y de evitar el trágico
colapso, coordinándose y limitando la libertad individual. Hay una clave de lectura
que nos permite interpretar las normas sociales, leyes, tradiciones antiguas, usos y
costumbres, como instrumentos que las civilizaciones han inventado para evitar el
colapso.
Cuando hoy nos preocupamos por la gestión del agua, por las ciudades y por
el medio ambiente, la trágica pregunta que se nos plantea cada vez con más
urgencia es la siguiente:¿llegaremos a sobrepasar el límite siguiendo la senda de
los antiguos habitantes de la isla de Pascua o seremos capaces de parar a
tiempo y coordinarnos? ¿tendremos la sabiduría individual y colectiva
necesaria para que nuestras comunidades – incluida la comunidad mundial
de seres humanos y otras especies del planeta –, en lugar de colapsar o
implosionar, puedan vivir y crecer en armonía?
La necesaria fraternidad.
Al mercado hoy se le considera no moral casi por naturaleza. La crisis ha acentuado esta
percepción. Predomina una versión patológica del mercado. Para salir de esta trampa, hay que
redescubrir una virtud inesperada: la fraternidad
No es cuestión de sacrificios
La idea de la suerte domina hoy la economía y el mercado: al éxito se llega por carisma
personal o por coincidencias favorables. Los empresarios, en cambio, saben que el
motor de la empresa es la esperanza, porque crea relaciones y determina certeza en los
frutos que producen los talentos.
Aunque pueda parecer extraño, la esperanza es, o por lo menos debería ser,
una virtud del mercado.
Capacidad de excelencia
Hay otras preguntas difíciles: ¿Qué papel juega en esta visión del mercado
el reparto de los “beneficios del intercambio”? ¿Cómo definimos la parte
de ganancia que le corresponde a cada uno de los participantes cuando se
genera valor añadido? A quienes se planteen estas preguntas, legítimas y
obligadas, antes de crear una empresa o una cooperativa, yo les diría junto a
grandes economistas como Genovesi, Mill o Sen: “Cuando veáis una oportunidad
de creación de valor, no gastéis demasiadas energías en definir cómo se
repartirán las futuras ganancias. Buscad el reparto más obvio y normal,
adoptadlo a grandes rasgos y concentraos en la creación del beneficio común”.
Pero este consejo es para los participantes en el intercambio considerados en su
conjunto, ya que en esta visión del mercado hay implícita una norma de
reciprocidad que dice: “compórtate de este modo sólo con las personas que
compartan contigo la misma cultura de mercado”.
Podríamos resumir esta cultura del mercado civil con la siguiente máxima:
“cuando hagáis negocios juntos (sobre todo si duran en el tiempo) no os
preocupéis demasiado por establecer los “trozos de la tarta” que vais a hacer;
preocupaos más bien por el tamaño de la tarta, de forma que permita muchos
trozos, que después, con el tiempo, si no sois oportunistas ni desleales, ya
acordaréis una norma justa de reparto. Unas veces ganará más uno y otras veces
otro, pero lo importante es crecer juntos”. Un consejo como este es muy eficaz,
por ejemplo, con los jóvenes, porque reduce mucho los costes de
transacción, refuerza los sentimientos de confianza recíproca y crea una lectura
positiva y optimista de la vida en común. Entre otras cosas, porque no es nunca un
buen comienzo de la relación con un socio, proveedor o cliente insistir en las
garantías o en los vínculos relativos a las (posibles) ganancias futuras; antes
bien, en muchas ocasiones es la vía maestra para bloquear el negocio antes
de que comience. La generosidad y la magnanimidad son en cierto sentido
también virtudes muy importantes para el éxito de un empresario (y de todos
nosotros). Entre otras cosas, porque como ya hemos dicho algunos capítulos atrás,
el empresario es sobre todo un “creador de tartas”, gracias a su capacidad
innovadora, y no un “cortador de trozos”.
Sin embargo, hoy el trabajo está sujeto a tensiones. Por una parte es
alabado y exaltado y por la otra está sometido al consumo y a la especulación. En
esta época de crisis económica y social, el trabajo es tal vez la cuestión más
urgente, que nos llama a una reflexión más profunda y en gran parte nueva con
respecto a los debates ideológicos del siglo XX acerca de la naturaleza del trabajo
y de su lugar en la vida.
Aquí es donde surge la paradoja, al reconocer que (cada vez más) las
empresas y las organizaciones en general, en estos dos siglos de capitalismo, han
construido un sistema de incentivos y recompensas incapaz de reconocer el “plus”
del don presente en el trabajo humano. Cuando, para reconocer el don que
contiene el trabajo, las empresas usan los incentivos clásicos (como el dinero), el
“plus” del don es absorbido por el contrato y se convierte en un deber, por lo que
desaparece. Pero cuando las empresas y sus directivos no hacen nada para evitar
la desaparición del don, con el tiempo también ese exceso desaparece,
produciendo tristeza y cinismo en los trabajadores y peores resultados para la
empresa. Creo que esta imposibilidad de reconocer el plus del trabajo es una de
las razones por las que, en todos los trabajos (desde el obrero hasta el profesor
universitario), después de los primeros años llega casi siempre una crisis profunda,
cuando nos damos cuenta de que hemos dado durante años lo mejor de nosotros
mismos a esa organización, sin sentir que se conoce y reconoce lo que se ha dado,
que es siempre inmensamente más grande que el valor del salario recibido. Así nos
sentimos mucho menos valorados de cuanto valemos, porque las organizaciones no
encuentran el lenguaje adecuado para expresar todo lo que hay entre el sueldo y
el don de la propia vida. Estoy convencido de que muchas veces una de las causas
de un cambio de trabajo es la búsqueda continua de este reconocimiento que casi
nunca llega.