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Amador Fernández-Savater
16/06/2017 - 21:09h
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Pierre Dardot (izda) y Christian Laval (dcha) en su última visita a Barcelona en octubre de 2105
La pesadilla que no acaba nunca (Gedisa) es el último libro traducido al castellano de la pareja
intelectual que forman los franceses Christian Laval (sociólogo) y Pierre Dardot (filósofo). El título
hace referencia al hecho de que la crisis más grave en muchas décadas no ha traído consigo una
transformación sustancial del capitalismo (como pasó en 1929), sino la radicalización de su forma
neoliberal.
Esta intensificación de la lógica neoliberal –que coloniza las instituciones públicas, las relaciones
entre los seres y el interior de nosotros mismos– amenaza ahora incluso las formas más light de la
democracia (democracia electoral, liberal-representativa). La crisis es la ocasión perfecta para
lanzar una auténtica "guerra política" contra todos los obstáculos que frenan la profundización de la
lógica del beneficio.
Es urgente y vital esbozar un nuevo tipo de pensamiento y acción transformadora-revolucionaria
capaz de estar a la altura del desafío que plantea el "devenir-mundo del capital". Según Laval y
Dardot, la alternativa no pasa por renovar el soberanismo o la socialdemocracia, sino por las
"políticas de lo común". Es decir, las prácticas de democracia radical que hacen de cada uno de
nosotros un agente activo en la configuración de la realidad.
1- Según vosotros, el neoliberalismo es un proyecto directamente anti-democrático, en el
sentido de que se opone (tanto en la teoría como en la práctica) a cualquier atisbo de
soberanía popular (incluso la liberal-representativa). ¿Podríais explicar esto?
Efectivamente, es importante volver sobre el proyecto en sí, tal y como fue elaborado a lo largo de
varias décadas (desde finales de los años 30 hasta finales de la década de 1960). Hay que tomárselo
en serio, en lugar de ignorarlo con el pretexto de que se trata de un adversario intelectual y político.
No es que este proyecto haya impuesto directamente las políticas neoliberales de los años 1970-
1980. Las vías emprendidas por los diferentes gobiernos fueron distintas, desde la dictadura militar
de Pinochet en Chile, que en algunos aspectos hizo las veces de laboratorio, hasta los gobiernos de
Thatcher y Reagan. Pero más allá de esta diversidad en las formas, lo cierto es que el proyecto
neoliberal no dejó de ser desde el origen un proyecto antidemocrático, en todas sus variantes.
El periodista y ensayista estadounidense Walter Lippman, uno de los inventores del neoliberalismo
antes de la Segunda Guerra Mundial, estaba preocupado ante todo por la "ingobernabilidad" de unas
democracias sometidas "al dictado de las opiniones públicas". Hayek no dejó de denunciar la
omnipotencia del poder legislativo, para mejor oponer la "demarquía" a la "democracia": la
demarquía excluye la democracia en la medida en que sustituye la soberanía del pueblo por el
gobierno de las "leyes". Pero por "leyes" hay que entender las reglas de derecho privado y penal en
tanto que independientes de toda voluntad legislativa. Son estas reglas las que deben guiar la
voluntad del propio legislador. De esta forma, Hayek imagina una corte constitucional superior a
todos los demás poderes encargados de velar por la intangibilidad de estas "leyes".
Sin embargo, la corriente del neoliberalismo que, en este sentido, ha terminado siendo la mayor y
más influyente es sin duda la del ordoliberalismo alemán. La originalidad de esta corriente, cuyo
fundador fue Walter Eucken, consistió en que propuso desde muy temprano que se incluyera una
Constitución económica en la Constitución política de cada Estado, de manera que se garantizara
que cualquier política económica respetaría la inviolabilidad de esos principios constitucionales. Se
trata de los mismos principios que fueron a continuación consagrados por la construcción europea:
estabilidad monetaria, equilibrio presupuestario, competencia libre y no viciada. En Alemania y en
Europa, estos principios inspiraron directamente la creación de bancos centrales independientes,
cuya función consiste en velar por ellos, eventualmente contra la voluntad de los gobiernos y los
parlamentos, y siempre contra la de los pueblos.
En definitiva, aquí está el corazón de la lógica neoliberal: elevar las grandes orientaciones de la
política económica por encima de cualquier control democrático, de manera que todos los gobiernos
futuros quedan maniatados de antemano independientemente de las alternancias electorales. Lo que
el neoliberalismo no tolera es simplemente la democracia electoral bajo su forma más elemental, así
como la división de poderes, pues ambas suponen un obstáculo para esta "constitucionalización" de
la política económica. Con esto es con lo que nos encontramos hoy bajo las más diversas formas: un
proceso ya bastante avanzado de salida de la democracia liberal-representativa, en beneficio de un
sistema de gobernanza informal que implica tanto actores privados como estatales.
Estado-nación y neoliberalismo
2- Hay en toda Europa un auge del nacionalismo, que vosotros explicáis como "el deseo de
restaurar una soberanía perdida, fantaseada sobre un fondo nostálgico y reactivo". Pero, ¿se
trata de un fenómeno uniforme? Por ejemplo, en España hay sectores de izquierdas muy
implicados en el proceso independentista catalán. Se expresa ahí un rechazo del Estado
español desde una perspectiva "social" y "progresista". ¿Veis alguna posibilidad de
emancipación en la vía estatal-nacional?
Conviene desconfiar de la tentación de la uniformización a la que nos lleva un uso indiferenciado de
los términos de nacionalismo o populismo. El nacional-populismo de un Donald Trump y el
neofascismo de una Marine Le Pen son, por ejemplo, el producto directo de más de 35 años de
dominación neoliberal y no ponen en cuestión de ninguna manera la lógica de esta dominación.
Representan incluso más bien una forma agravada de la misma: desregulación financiera, reducción
de los impuestos a los más ricos, etc. El neoliberalismo concilia bien con el nacionalismo xenófobo,
así como con muchos otros tipos de ideologías reaccionarias, como podemos ver hoy en día en
Turquía o en Brasil.
No podemos confundir bajo una misma etiqueta sumaria las aspiraciones de constituir un Estado
por parte de pueblos que no han dispuesto jamás de un Estado independiente (Escocia, Cataluña,
País Vasco, etc.) con el nacionalismo reaccionario que se desarrolla en las naciones hace tiempo
constituidas en Estados o que ejercen un control sobre "minorías" desde un Estado que conquistaron
en la noche de los tiempos. Las aspiraciones nacionales de los pueblos escocés y catalán no tienen
el mismo sentido que el nacionalismo que se ha expresado con ocasión del Brexit, que procede, por
un lado, de la nostalgia de una grandeza perdida que se trataría de restaurar y, por otro, del
resentimiento de poblaciones condenadas a la pobreza y a la relegación.
Con todo, no es menos cierto que sería vano alimentar una ilusión sobre la posibilidad de que un
pueblo conquiste el derecho al autogobierno en el interior de la Unión Europea, tal y como ésta está
construida desde sus orígenes. La estrategia que consiste en apoyarse en la Unión Europea para
aflojar el nudo del Estado que niega todo derecho nacional está condenado al fracaso. Hay que
entender que una integración de estas nuevas entidades en la Unión Europea no se haría en
condiciones muy distintas de aquellas que se les impusieron a las naciones de las que forman parte
(España, Gran Bretaña). Lo cual significa que estas naciones (Cataluña, Escocia) no serían
"reconocidas" más que a condición de someterse a la lógica ordo-liberal de la Unión Europea, lo
que conduciría tarde o temprano a privarles de toda forma de autogobierno.
En resumen, la ilusión estaría en creer que se puede proceder en dos tiempos o etapas: primero, una
unión ecuménica orientada a conquistar la independencia, que haría abstracción de las oposiciones
entre intereses sociales antagonistas, y sólo después, una vez conquistada la independencia, una
confrontación en torno a las cuestiones sociales entre los "hermanos" de ayer. Hay que evitar
absolutamente la ilusión de una gran familia o de una comunidad soldada, preservada de toda
conflictualidad interna. Las oposiciones sociales deben emerger desde el interior mismo del
combate por el reconocimiento de los derechos nacionales a partir de hoy mismo.
3- ¿Cuál sería entonces vuestra alternativa? ¿Qué otra Europa podemos concebir (al menos
como horizonte) desde el imaginario de las políticas de lo común?
Hay que abrir desde hoy mismo la perspectiva de una Federación democrática de los pueblos
europeos por parte de aquellos que combaten para conquistar el reconocimiento de sus derechos
nacionales. Tal y como lo supo ver Castoriadis en 1992, una federación de este tipo no podría ser
democrática más que a condición de ser una Federación de unidades políticas autogobernadas.
Es decir, por un lado, el principio de la autonomía implica el derecho de toda comunidad nacional a
organizarse según la forma política que desee, incluyendo la del Estado-nación. Pero, por otro lado,
este mismo principio de autonomía, que es válido para toda colectividad humana, implica la
superación del imaginario del Estado-nación y la reabsorción de la nación en una comunidad más
vasta, que englobe en último término a la humanidad entera. Un común encerrado en fronteras
nacionales no es un verdadero común: cualquiera que sea su escala y carácter (político o
socioeconómico), lo común está necesariamente abierto al exterior y esta apertura debe
manifestarse por la preocupación de integrar sus relaciones con las otras sociedades en su propio
funcionamiento interno.
Hay que insistir en este punto: el imaginario del Estado-nación no es un imaginario alternativo al
neoliberalismo. Si tal imaginario, lejos de haberse diluido, se ha visto en gran medida reforzado en
estos últimos años, se debe en primer lugar a la "maquinaria político-burocrática" que constituye la
Unión Europea. El impasse actual viene del hecho de que, como decía Castoriadis, ciertos pueblos
ya constituidos en Estados quieren volver a la soberanía nacional-estatal, mientras que los otros
están preocupados sobre todo por la idea de llegar a constituirse en una forma estatal
"independiente", sin importar el coste ni el contenido. Pero la competencia entre soberanías, lejos
de debilitar la lógica del neoliberalismo, no hace sino alimentarla y reforzarla.
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