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¿HAY RAZONES PARA CREER?

Juan José TAMAYO-ACOSTA

En una carta que el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer


dirigió el 21 de julio de 1944, desde la sección militar de la
cárcel de Berlín-Tegel, a su amigo Eberhard Bethge -editor
de la obra más emblemática del teólogo alemán,
Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde la prisión-,
rememora el diálogo mantenido durante su estancia en los
Estados Unidos con el joven pastor protestante Jean
Naserre. Se preguntaban entonces por lo que quería hacer
cada uno con su vida. El joven pastor le dijo que su
máxima aspiración consistía en ser santo. Bonhoeffer,
contradiciéndole abiertamente, le replicó que él 'quería
aprender a creer'. A renglón seguido comenta: 'Más tarde
comprendí, y aún sigo constatándolo, que sólo viviendo
plenamente la vida de este mundo es como aprendemos a
creer'.

Con esta breve reflexión, Bonhoeffer estaba marcando


el nuevo camino de la fe y de la experiencia religiosa en
un mundo secularizado y 'mayor de edad' en el sentido
kantiano. Sólo se puede aprender a creer viviendo en el
mundo y comprometiéndose solidariamente en su
transformación. Tal ha de ser, a mi juicio, la actitud de
toda persona creyente -de cualquier religión- que no
quiere instalarse en las creencias heredadas, sino que
desea vivir su fe de manera adulta y motivada, con una
actitud crítica y sin caer ni en el fanatismo ni en actitudes
crédulas.

Hoy la fe no es algo obvio ni evidente. Quizá no lo haya


sido nunca, ni lo será en el futuro. La in-evidencia y la no-
obviedad son constitutivas de la experiencia religiosa. A su
vez, como recuerda el teólogo italiano Franco Ardusso, 'el
creyente no puede creer a la ligera, ya que es un sujeto
humano dotado de exigencias de honestidad intelectual y
de rectitud moral respecto a los actos que realiza'.
Honestidad y rectitud que le prohíben llevar a cabo
cualquier acto de suicidio de la propia inteligencia, como
sería la consideración de la fe como un salto en el vacío
contra o fuera de la razón. Precisamente por eso es
necesario dar razones de la fe como actitud y opción de
vida.

Ahora bien, ¿cuáles son esas razones? Veamos algunos


de los modelos propuestos en la historia de la reflexión
cristiana. Uno es el de la vía negativa, que puede
resumirse en la pregunta '¿creer, por que no?', o en el
prudente 'quizá sea verdad'. No excluye que la ciencia y la
razón puedan iluminar un buen trecho en el itinerario de la
fe, pero reconoce, al mismo tiempo, que ninguna de las
dos es capaz de guiar hacia la meta de ese itinerario. La
persona creyente adopta una actitud de disponibilidad,
acogida y apertura hacia el misterio de Dios que se
manifiesta de múltiples formas y por múltiples caminos. Es
el modelo de los místicos que experimentan a Dios como
el innominado e indefinible y llegan a hablar de la 'nada de
Dios', como hace el maestro Eckhardt.

Otro modelo es el del testigo autorizado, al que ha


recurrido la apologética tradicional. Fundamenta el acto de
fe en los milagros y la resurrección de Cristo. Ambos
fenómenos se consideran históricos y empíricamente
verificables y se presentan como signos del poder divino
sobre la naturaleza que eliminan toda sombra de duda en
torno a la credibilidad de la revelación. Este modelo se
mueve dentro de una concepción mítica de la fe cristiana y
se muestra incapaz de dialogar con el mundo de la
increencia. Apenas tiene seguidores en la teología actual,
fuera de los círculos fundamentalistas. Sobre todo después
de la aplicación del método de desmitologización, por
parte de Bultmann, a los textos del Nuevo Testamento.

El tercer modelo es el antropológico, que busca -y cree


encontrar- las razones de la fe en el interior del ser
humano: 'Dios en el fondo del ser', al decir de Paul Tillich.
La revelación no aparece como algo externo o superior a
la persona, sino que sintoniza con las más profundas
aspiraciones humanas y responde a las preguntas más
acuciantes sobre el sentido. Es el modelo seguido por las
teólogas y los teólogos sensibles al giro antropológico de
la modernidad (Rahner, por ejemplo).

La teología política sitúa las razones de la fe no en el


horizonte de la razón científico-instrumental o técnica, sin
sujeto ni historia, ni en el de la razón pura, que ni siente
ni padece, sino en el de la razón práctica en su dimensión
pública y subversiva, que cuestiona la sociedad burguesa y
se traduce en solidaridad con las víctimas. La persona
creyente acredita la verdad de la fe a través de una praxis
histórica transformadora. Es un modelo ampliamente
compartido por la teología europea de los últimos 50 años
(Moltmann, Metz, etc.) y respetado en buena medida por
la teoría crítica de la sociedad.

A la familia de la teología política pertenecen las


teologías de la liberación -aunque con diferencias propias
de toda familia-, que buscan las razones de la fe no en los
dogmas del cristianismo, sino en la opción por los
marginados y excluidos. Opción que es vivida en el
encuentro con el Dios de los pobres y expresada a través
de la praxis de liberación. Se trata de dar razón de la fe en
el Dios de la vida frente a los ídolos de muerte y de
hacerlo creíble como liberador en un mundo de opresión
creciente. La opción por los pobres constituye la verdad
ética y teológica primera. Siguen este modelo las
diferentes teologías de la liberación del Tercer Mundo
(latinoamericana, asiática, africana, etc.) y los
movimientos cristianos proféticos.

La teología feminista propone un nuevo paradigma en


lo referente a las razones de la fe. Para ella, la imagen de
Dios Todopoderoso y Justiciero, Impasible e Inmutable, es
una proyección androcéntrica creada por la teología y la
teodicea patriarcales para legitimar el poder-dominio de
los varones sobre las mujeres y sobre la naturaleza
(también sobre Dios). Esta teología rechaza las razones
'kiriárquicas' de la fe, que convierten a Dios en varón y a
éste en Dios. Como alternativa propone la vía de la razón
compasiva que, desde la subjetividad de la mujer,
considera a Dios sensible a las discriminaciones de género
y solidario con quienes sufren todo tipo de marginación.
Ahora bien, el problema de la fe no se dirime sólo en el
terreno de las razones, cualesquiera que éstas sean. En la
fe, como en toda experiencia humana, hay también una
'lógica del corazón', que no tiene por qué seguir
miméticamente la lógica de la razón. 'El corazón -decía
Pascal- tiene razones que la razón no entiende'. No se
trata de poner en conflicto ambas lógicas, sino de
compaginarlas para no incurrir ni en un fideísmo crédulo ni
en un racionalismo frío. En la fe hay, además, una
voluntad de creer, como ha señalado Norberto Bobbio:
'Siempre he sentido un gran respeto por los creyentes,
pero no soy un hombre de fe. La fe, cuando no es un don,
es un hábito; cuando no es un don ni un hábito, es el
resultado de una fuerte voluntad de creer'. En definitiva,
en la base de las razones de la fe se encuentra una
experiencia, y en el fondo de ella late la cuestión del
sentido de la existencia. Y eso merece respeto.

Ahora bien, si la fe tiene sus razones, también las tiene


-y no menos sólidas- la increencia, y el creyente ha de
tomarlas en serio, respetarlas y entrar en diálogo con
ellas, en vez de condenarlas, como hacía la apologética
tradicional hoy renacida de sus cenizas, o revestirlas de
'creencia implícita', como hicieron -equivocadamente, a mi
juicio- los defensores del 'cristianismo anónimo'. Coincido
a este respecto con Jean Lacroix cuando afirma: 'Una
cierta apologética insistía en los últimos tiempos tal vez
excesivamente sobre la fe implícita del ateo y pretendía
establecer que el ateo confiesa a pesar de todo a Dios,
contra sus propias afirmaciones. Hoy, por el contrario, se
debería hablar de la incredulidad del creyente' (subrayado
mío). Efectivamente, la increencia concierne también, y de
manera directa, a los propios creyentes. La fe se siente
permanentemente amenazada no sólo ni de forma
prioritaria por los embates que le vienen de fuera, ni
siquiera por el ateísmo, el agnosticismo o la indiferencia
religiosa, sino por su propia naturaleza. En la persona
creyente hay una inclinación existencial hacia la
incredulidad por el carácter oscuro e inobjetivable de la fe.
Fe e incredulidad conviven juntas en los creyentes, como
demuestran los místicos que, según confesión propia,
vivieron su experiencia religiosa en medio de noches
oscuras del alma.

Juan José Tamayo-Acosta


"El País", Madrid, Jueves Santo, 12 de abril de 2001

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