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(Año 2018)
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Es decir, “Oligarquía designa una forma o un modo de ejercicio de la dominación política por un grupo
minoritario perteneciente a las clases sociales que detentan el poder económico y social, modo cuyas
características son base social angosta (burgueses, plantadores, mineros, comerciantes), reclutamiento
cerrado de los designados para las funciones de gobierno [...]”. Ansaldi W., “Frívola y casquivana, mano
de hierro en guante de seda”.
que parecían incuestionables los principios del liberalismo económico. [...] El
seguimiento de la política científica dio forma a un acuerdo básico sobre los valores
económicos y sociales que implicaba el fortalecimiento del Estado, dirigido por una
élite elegida y casi predestinada para gobernar, para garantizar la paz política, el orden
social y el progreso económico. Un progreso que, según los dictados del liberalismo
económico, iba unido fundamentalmente a la promoción de las exportaciones y a la
atracción de capitales extranjeros.
En el ejercicio de la política oligárquica [...] los partidos de notables eran los agentes
políticos típicos de la época y uno de los más importantes mecanismos de exclusión y
dirección de la población, muy vinculados por su capacidad para controlar clientelas
electorales y a su papel como generadores de consenso para garantizar el reparto
anticipado y sin violencia de los cargos. (Del Alcázar, 2003, p.p.157-158).
1 a) El orden oligárquico en México
Porfirio Díaz que alcanzó el poder en 1876 conduciendo un movimiento
antirreeleccionista y que después se convertiría en uno de los más consumados maestros
del reeleccionismo, parecía ser, a primera vista, el típico representante de una clase
señorial que gobierna el país como quien lo hace con su hacienda. Inicialmente se había
levantado contra la reelección de Benito Juárez en 1872. Después de fallecido Juárez,
Díaz volvió a levantarse en armas protestando contra la elección de Lerdo de Tejada por
considerarla fraudulenta. En 1877 fue elegido presidente. Después de entregar por un
breve período la presidencia al general Manuel González, se hizo nuevamente del poder,
que no abandonaría hasta 1910” (Mires, 2005).2
“Los retos de Porfirio Díaz eran […] unificar y cohesionar las fuerzas políticas y
regionales, otorgar legitimidad y legalidad al régimen, respetando o aparentando
respetar la constitución, y lograr el reconocimiento internacional […]
Fundamentalmente tomó dos caminos. En primer lugar, el de la conciliación o la
negociación. Conservó la lealtad de los grupos que lo apoyaron y atrajo a los viejos
opositores”, [respecto a la Iglesia] Díaz no derogó las leyes antieclesiásticas, pero
tampoco las aplicó todas. Admitió que recuperara propiedades, que se reinstalara el
clero regular [frailes y monjas], etc. “A cambio la jerarquía eclesiástica actuó a favor del
caudillo […] La relación de Díaz con las colectividades campesinas, así como con
caciques o líderes regionales, fue más compleja y variable. En algunas regiones el
presidente observó su acuerdo con los pueblos, respetó su autonomía política y frenó la
desamortización. En otras localidades no detuvo la fragmentación de las propiedades
corporativas ni tampoco la colonización, que pretendía incorporar a la producción y al
mercado parcelas no cultivadas, otorgando una tercera parte a las compañías
deslindadoras que las denunciaban. El problema es que estas compañías arremetieron
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Juárez perteneció a la era de la “Reforma Liberal” de mitad del S. XIX en México, donde se pretendía
eliminar corporaciones y fueros, desamortizar los bienes del clero y las propiedades comunales, eliminado
así toda herencia colonial. Fue presidente en 1857 en medio de una guerra civil, luego en 1861 donde
tuvo que combatir con los monarquistas mexicanos que proclamaron el Imperio de Maximiliano
ascendiéndolo al trono en 1864; en 1867 Juárez volvió al poder reinstaurando la república; en 1871 fue
reelecto con la oposición de Díaz y su Plan de La Noria “contra la reelección indefinida”, pero murió al
año siguiente. Le sucedió Sebastián Lerdo de Tejada como presidente de la Suprema Corte. En 1876 éste
fue electo presidente, también con la oposición de Díaz, quien finalmente ocupó la ciudad de México al
frente de un ejército. Una semana después asumía la presidencia (Vázquez, 2009).
contra terrenos que sí eran trabajados pero cuyos dueños carecían de título de propiedad,
entre ellos pueblos, que así perdieron sus tierras”.
“[…] buscó colocar a la cabeza de los estados hombres que le fueran leales y que
contaran con el consenso de los otros grupos de la zona” [a unos los ayudaba a ocupar la
gubernatura o a otros les brindaba medios para enriquecerse].
“[…] cuando no pudo recurrir a la conciliación optó por el segundo camino: la fuerza y
la represión. Para ello utilizó al ejército, a la policía y a la policía rural”.
Una 2da etapa se caracteriza “por un mayor centralismo y por un gobierno cada vez más
personalista y autoritario por parte de Porfirio Díaz y de los gobernadores de los
estados”. Se rodeó de un grupo llamado los “científicos”, que inspirados en la filosofía
positivista pensaban que una “política científica” permitiría el progreso en México,
“creían que el país necesitaba un gobierno fuerte, capaz de fomentar la economía y
reformar la sociedad”. Para ello se recurrió al capital extranjero, hubo un considerable
monto de inversiones que se emplearon en puertos y sobre todo en ferrocarriles, lo cual
favoreció al comercio exterior pero también interior. Hubo una multiplicación de la
producción agrícola [por ejemplo de café y el tabaco], minera [metales preciosos, cobre,
estaño y petróleo] y también industrial [ligera orientada a los bienes de consumo y
también metalúrgica] (Vázquez, 2009).
Hubo un rápido crecimiento de las inversiones norteamericanas que compitieron con los
capitales ingleses. “En síntesis, podríamos decir que en los albores de la revolución las
áreas económicamente estratégicas del país estaban ocupadas por capitales extranjeros,
ganando el norteamericano una rápida hegemonía sobre el europeo” (Mires, 2005).
“Las expropiaciones hechas a las comunidades y a los pequeños propietarios y la
extrema concentración de la propiedad de la tierra constituyen […] la otra cara del
proceso de ‘modernización dependiente’ puesto en práctica desde fines del siglo pasado.
En todos los países latinoamericanos las expropiaciones de tierras a los indios en favor
de las grandes haciendas fue un fenómeno constante después de la llamada
independencia, pero en pocos alcanzó tanta rapidez y profundidad como en México. El
porfirismo, en cuanto representación política de la alianza constituida por hacendados y
capital extranjero, aceleró todavía más el proceso de las expropiaciones […] Como
consecuencia de tales expropiaciones se formaron fabulosos latifundios” [de miles y
hasta millones de hectáreas].
“Los más afectados por las expropiaciones agrarias fueron sin duda los indígenas […] la
gran mayoría de las propiedades comunales fueron integradas a las haciendas o cayeron
en manos de compañías especuladoras […] Las antiguas comunidades sólo lograron
sobrevivir en las tierras más inaccesibles del sur. Los habitantes de las antiguas
comunidades pasaban a formar parte de una suerte de ‘proletariado agrario andrajoso’
cuya fuerza de trabajo era aprovechada estacionariamente por las grandes haciendas”.
Una situación social explosiva reinaba en el campo, “la cual se había agudizado en los
últimos años del porfiriato gracias a una polarización social sin precedentes. En 1910,
en efecto, 77.4 % de la población vivía en el campo. De ésta, 96.9 % de las familias no
tenían tierras o vivían en terrenos mezquinos. En cambio, menos del 1 % de las familias
poseían alrededor del 85 % de la superficie agraria aprovechable. (Mires, 2005).
Estos desequilibrios económicos y sociales fortalecieron amplios movimientos de
oposición obrera y agrícola, ahora espoleada por el inmovilismo del régimen de Porfirio
Díaz, que cumpliría 80 años en 1910 […] Como señala Ankerson, si algo caracterizaba
al régimen en 1910 era su decrepitud e inmovilismo, expresivos en los más altos niveles
de la Administración, que era una gerontocracia: de los 30 gobernadores, dos eran
mayores de 80, 6 pasaban los 70 y 17 tenían más de 60, y varios de ellos habían
ocupado el cargo durante más de 20 años. Con esta clase dirigente resultaba improbable
que las demandas no sólo del mundo rural, sino especialmente del mundo de los
sectores medios urbanos, pudieran satisfacerse. (Del Alcázar, 2003, p.180)…
Bibliografía citada:
ANSALDI, Waldo: “Frívola y casquivana, mano de hierro en guante de seda. Una propuesta
para conceptualizar el término oligarquía en América Latina”, CLAEH, Montevideo, Año 17,
1992.
DEL ALCAZAR, Joan, Historia Contemporánea de América, Universitat de Valencia, 2003.
LOBATO, Mirta, “Estado, gobierno y política en el Régimen Conservador”. En LOBATO,
Mirta Zaida (Directora del Tomo), Nueva Historia Argentina, El progreso, la modernización y
sus límites (1880-1916), T. V, Buenos Aires, Sudamericana, 2000.
VAZQUEZ, Josefina, “De la Independencia a la consolidación republicana” En Nueva Historia
de México, Colegio de México, 2009.
La política de acuerdos entre los notables, en realidad, se recreaba en todos los procesos
electorales de carácter legislativo o ejecutivo, a nivel nacional como provincial; en cada
coyuntura eleccionaria tenían lugar las conversaciones y arreglos correspondientes para
designar los candidatos, de manera que al momento de elegir, los ciudadanos votaban
una lista de Electores, la que obtenía la mayoría ganaba el total de Electores del distrito.
En Argentina, donde el voto fue tempranamente universal –masculino-, además de
público y no obligatorio, la participación electoral era reducida, aunque no
necesariamente limitada a minorías privilegiadas. Los sectores populares intervenían en
las jornadas electorales movilizados grupalmente, considerados integrantes de “una
fuerza colectiva”.
Desde el poder, estos dirigentes del PAN controlaban la política nacional a través de
una serie de resortes, entre los que se encontraban el fraude electoral, la intervención
federal y el patronazgo estatal.
El manejo discrecional del gobierno sobre el ejército y la policía, la burocracia estatal y
el nombramiento de jueces, las comunicaciones telegráficas y el recuento de votos, a lo
que se sumaba el uso de la intimidación y la violencia –que sin embargo iba dando lugar
a prácticas más sutiles como el mercado de votos-, facilitaba la manipulación
fraudulenta de los resultados. En sintonía, las facultades concedidas por la Constitución
Nacional de intervenir las provincias para garantir la forma republicana de gobierno,
eran usadas por el gobierno para revertir las situaciones desafectas y/o garantir las que
le eran leales.
Tras una década de invencibilidad del PAN, diversas fuerzas políticas dispuestas a
olvidar viejas discordias comenzaron a urdir la formación de un partido de oposición.
En agosto de 1889, la aparición de un crítico artículo en La Nación, firmado por el
abogado enterriano Francisco Barroetaveña congregó los descontentos y sentó las bases
discursivas contra el régimen del jefe único. Al mes siguiente se formó la Unión Cívica
de la Juventud, con novatos y con hombres ya más experimentados por su
participación previa en clubes políticos; para fines de año, sobre ella, se constituyó la
Unión Cívica, la cual, en abril del año siguiente se citaba en El Frontón de Buenos
Aires en lo que sería el acto oficial de su presentación como nueva agrupación, a cuya
cabeza se encontraba Leandro N. Alem. En sus filas, se encontraba su sobrino, Hipólito
Yrigoyen, quien irá adquiriendo vuelo propio y fundando un liderazgo singular.
1890 estaba destinado a constituirse en un año emblemático en varios sentidos, presidió
una coyuntura de grave crisis económica –la más importante del S. XIX en Argentina- y
alumbró una revolución, la Revolución del Parque -por el Parque de Artillería que
funcionó como cuartel de los sublevados- que se convirtió en el símbolo de la
intransigencia y de la lucha por la democracia. Paula Alonso sostiene la hipótesis que la
Unión Cívica “fue una cortina de humo” para destituir al Presidente, que en realidad no
nació como una organización política con fines electorales, sus planes eran derrocar a
Juárez Celman y que tras unos meses de gobierno provisional se convocara a elecciones
generales, éstas, una vez quebrada la coalición juarista, serían más competitivas.
La revolución fue sofocada porque se sabían sus pasos, aún así el objetivo inmediato
que la motivó pudo cumplirse, un Juárez Celman debilitado y aislado políticamente por
la falta de apoyo de Roca y de su Vicepresidente Carlos Pellegrini -quienes no dudaron
en solicitarle la renuncia-, debió dejar el gobierno. Pero ante las alianzas conciliatorias
que surgieron luego, hubo un sector intransigente, el de Alem e Yrigoyen que
constituyeron la Unión Cívica Radical (UCR), bajo la presidencia del primero,
mientras que los “acuerdistas” pasaron a denominarse Unión Cívica Nacional (UCN).
“Autoridad y orden fueron las bases del régimen conservador”, con estos conceptos
sintetiza Mirta Lobato las características de esta etapa de la historia argentina, que se irá
cerrando por las dificultades de su ejercicio, en un acelerado proceso que concretaría
una reforma electoral política y en el acceso al gobierno de un partido surgido “en los
márgenes del corazón de la elite que hasta entonces había concentrado el poder”.
(Lobato, 2000, p. 183)
El sucesor de Alem, apelaba a la dicotomía “Régimen-Causa” en su definición de una
Argentina internamente polarizada, aquella identificada con la corrupción, la oligarquía
y la antipatria opuesta a la de la justicia, el pueblo y la Nación. La UCR, definida no
como partido político –Yrigoyen nunca utilizaba ese término para nominarla- encarnaba
la Causa, de allí su capacidad de expresar la voluntad del conjunto de la sociedad;
constituido en el movimiento destinado a reparar la vida institucional y moral del país,
quedaba asociado así a la Nación. Pero la cadena de identificaciones no se cerraba allí, a
través de una sucesión de ellas, el yrigoyenismo aparecía identificado con el radicalismo
y por tanto, se convertía en la patria misma.