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Construcción de paz y Educación para el conflicto

más allá del ámbito escolar

ALVARO EFRÉN CÓRDOBA OBANDO


alvaro.cordobao@udea.edu.co
Docente Universidad de Antioquia
Integrante de la junta directiva
Corporación Nuevo Arco Iris
Medellín - Colombia

Tema del congreso: Conflicto y proceso de paz en Colombia (3)

La educación tiene como propósito fundamental y desafío prioritario la formación de


sujetos capaces de construir formas de convivencia basadas en la dignidad humana, la
libertad, la solidaridad y la justicia social. No obstante, los manuales y cartillas niegan
la necesaria activación del conflicto para visibilizar las problemáticas sociales,
sensibilizar y movilizar en la búsqueda de alternativas, estimular formas de
organización para la transformación por lo tanto es necesario encontrar nuevas formas
de luchar por la paz (M. L. King Jr) y de generar transformaciones profundas en el
contexto social, histórico y cultural (J. Galtüng) que ha imperado, bajo un sofisma de
tolerancia (Muller) que perpetua la injusticia, la alienación y la explotación. Educar
para la desobediencia como educar para la paz (Cascón, Gandhi, Randle, Thoureau).

PALABRAS CLAVE: Paz, Conflicto, Educación, Resistencias y Desobediencia Civil

INTRODUCCIÓN

Este trabajo recoge en parte las reflexiones personales y colectivas a partir de la práctica
como activista político y militante en movimientos sociales y organizaciones
populares, iniciada en los años ochenta en Pasto y Nariño, mientras cursaba la
secundaria, luego profundizada simultáneamente con los estudios en filosofía y letras
en la Universidad de Nariño, después en el ejercicio de cargos de coordinación nacional
y espacios organizativos nacionales e internacionales a partir de un seminario intensivo
que parecía más una especialización durante seis meses, gracias a una beca, en la
facultad de teología de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá en 1987 enfocada
a la planificación del trabajo popular desde la Teología de la Liberación y los métodos
marxistas de análisis de la realidad, también se incluyen los aprendizajes desde
principios de los noventa en la acción colectiva desde la Noviolencia en colectivos por
la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio, el antimilitarismo y la
desobediencia civil, orientados por organizaciones cercanas a la iglesia menonita,
algunas experiencias adquiridas desde la condición de contratista, asesor, consultor de
organizaciones internacionales y entidades gubernamentales como también en la
promoción y construcción del movimiento social por la paz desde inicio de los noventa
y el acompañamiento a procesos de desarme y reincorporación de organizaciones
guerrilleras, por lo tanto, es una reflexión testimonial, que ha buscado a lo largo de
estos años su fundamentación epistemológica, ontológica y ético política desde esa
perspectiva y con esa opción. Vale la pena mencionar entonces que son reflexiones que
emergen de contextos y acontecimientos de represión y guerra sucia agenciada desde
organismos de seguridad del Estado, principalmente, lo que explica por una parte eso
de “más allá de la escuela” como una crítica al modelo de educación tradicional,
escolar, convencional, institucionalizado, normativizado y direccionado y, por otra,
implica enfrentar los costos y riesgos personales que ello genera.

ANTECEDENTES Y CONTEXTO

Desde los tiempos de la independencia y la fundación de la república, Colombia carga


con una larga tradición de violencia política que, generación tras generación, ha visto
frustrados los anhelos de bienestar y tranquilidad de todos. Desde los tiempos de
federalistas y centralistas, luego la “patria boba” y la “guerra de los mil días” para no
referirnos a la violencia de la mitad del siglo XX agudizada por los partidos políticos
y la perfidia con que el Estado asumió los gestos de desarme y armisticio en el gobierno
de Rojas Pinilla en los 50’s, la pacificación de Guillermo León Valencia a mediados
de los 60’s y el surgimiento de las guerrillas a partir del bombardeo a las “repúblicas
independientes” ordenado por el político y abogado hijo de poeta payanés, son algunos
de los hitos que marcan la historia sangrienta de este país y que tiene en el magnicidio
de Jorge Eliecer Gaitán en 1948 su expresión más alta de la intolerancia de una
hegemonía bipartidista que ha desangrado el país durante dos siglos.

Por lo tanto, algunos períodos de postguerra fueron momentos donde se empezaron a


gestar otras violencias para intentar resolver conflictos mal tramitados que dejaron
abiertas las heridas y provocaron nuevos enfrentamientos, así sucesivamente en un
círculo vicioso de ojo por ojo y diente por diente, que convierte víctimas en victimarios
y también viceversa.

Por lo tanto, no es fácil plantear la construcción de paz después de doscientos años de


formas perversas de tratar de superar las diferencias, lo que dio origen a prácticas que
han naturalizado la barbarie como si fuera una condición inherente a la de todos los
habitantes de este territorio y una desesperanza aprendida frente a la paz que resulta
obvia la votación de un plebiscito por la paz como el realizado en 2016 o cuando se
trata de definir cambios o procesos de cambio en esa perspectiva, sea a través de
acuerdos con la insurgencia o derivados de la movilización de masas como ocurre con
frecuencia en algunas regiones apartadas del país y excluidas de las decisiones políticas
del centro de poder o como acaba de ocurrir en Ecuador luego de un alzamiento de
indígenas y campesinos contra las medidas impuestas por el Fondo Monetario
Internacional a través del gobierno de Lenin Moreno.

Sin desconocer que la construcción de la paz en Colombia pasa por el reconocimiento


de la diversidad cultural, de la construcción de relaciones interculturales que superen
esquemas reducidos y excluyentes del multiculturalismo y nos permita asomarnos a
una realidad diversa y rica de la que podemos aprender y construir un horizonte de
futuro común más complejo, completo y auténtico.

Las últimas dos décadas del siglo XXI estuvieron marcadas por una agudización de la
violencia política a niveles que rayaban con la demencia, por la degradación y
sofisticación de las formas que usaron actores legales e ilegales asociados con mafias
de terratenientes y narcotraficantes, o como apoyo a la seguridad de grandes empresas
multinacionales o a los proyectos minero energéticos del Estado colombiano que lleva
detrás de sí a grandes inversionistas nacionales y extranjeros. Detallar esas formas aquí
sería reproducirlas y cumplir funcionalmente los propósitos de sus agentes y
beneficiarios de lo que Rita Segato llama Guerras Privadas, por la irrupción en casi
todo el territorio nacional de la acción de grupos paramilitares actuando al servicio del
estado y de las élites económicas y políticas del país en su forma federalizada de las
Autodefensas Unidas de Colombia – AUC, y que Segato referencia como una constante
en varias partes del mundo donde le mercado ha capturado el Estado y lo usa a su
interés y conveniencia.

Es por ese motivo que quizás las reflexiones recientes de la academia se orientaron más
hacia cómo atender las consecuencias (de un fenómeno que tiene por los menos 8
millones de víctimas), antes que indagar por las causas profundas, primigenias del
conflicto interno colombiano y de las múltiples violencias, para desde ahí, desde la
comprensión de los factores históricos, estructurales contribuir a la desactivación de
esos factores motivadores o desencadenantes de fenómenos de violencia, como una
forma de empezar la construcción de paz estable y duradera para todos los colombianos
y para los pueblos vecinos que también han sido afectados por esta larga noche que no
termina.
De ahí que no hayamos tenido tiempo para analizar los cambios en la guerra, muy a
pesar de nuestras expectativas por el escenario que se deseaba con la firma del Acuerdo
de La Habana, su cumplimento o implementación efectiva y una perspectiva de
negociación con el Ejército de Liberación Nacional – ELN, para una paz más amplia.
No nos dimos cuenta de que los procesos de diálogo, negociación y desarme de
organizaciones insurgentes hacen parte de una transformación de las guerras para
convertirlas no solamente en guerras privadas, sino infinitas, sin principio ni final que
tiene como finalidad perpetuar un estado de emergencia que resulta muy funcional para
el proyecto neoliberal a lo largo y ancho del mundo, desde la antigua Yugoeslavia hasta
Honduras o El Salvador y más recientemente en Colombia donde es el Estado que
exhibe su condición de mafioso y criminal por la permanente violación de derechos
humanos, la afectación indiscriminada de organizaciones y líderes sociales, el
menosprecio por el papel de las organizaciones de la sociedad civil y defensoras de
derechos humanos, por la negligencia o el cinismo con el que pretenden desvirtuar la
grave situación en materia de seguridad y garantías para la oposición política, por la
manera cínica en la que obedece los mandatos de las hegemonías como el
favorecimiento a partir de sus decisiones y formas de administrar los recursos públicos.

Aunque su discurso se oriente a la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, como


ordena el libreto elaborado por el gobierno de los Estados Unidos, las élites gobernantes
promueven y alientan el terrorismo de Estado y toleran y apoyan solapadamente las
formas criminales del paramilitarismo, aunque Segato (2014) afirma de manera más
contundente que es el Estado el que coopta las estructuras criminales y promueve las
organizaciones paraestatales y paramilitares y no como dicen Luis Jorge Garay (et. al.)
la cooptación criminal del Estado y la reconfiguración cooptada del Estado (2008).

De ahí que sea más fácil entender y explicar la perfidia del Estado al incumplir los
acuerdos firmados con las Farc-ep, aunque se hayan elevado al nivel de tratado
internacional o de rango constitucional cuando se depositaron en el Consejo de
Seguridad de la Organización de Naciones Unidas – ONU. Pues no hay el más mínimo
interés por resolver el problema histórico de la tierra y un proyecto nacional de
desarrollo rural para la soberanía y la seguridad alimentaria, el de los cultivos de uso
ilícito y la activación de procesos socio-económicos para las comunidades campesinas,
el de la reparación integral de las víctimas y la restitución de las tierras usurpadas a
sangre y fuego por parte del paramilitares quienes cedieron a terceros (de buena fe
como dice María Fernanda Cabal) en su mayoría empresas agroindustriales y
agroexportadoras. Tampoco interesa adelantar las reformas políticas que permitan
modernizar y legitimar un Estado Social Democrático y de Derecho como lo propone
la Constitución Política de Colombia de 1991.
El continuum de la guerra en Colombia se puede explicar entonces con los episodios
que caracterizaron el siglo XX y las dos décadas del XXI en las que la pacificación
constituye una manera de apaciguar a fuerzas beligerantes mediante acciones militares
de gran contundencia y efectividad sin importar las consecuencias en la sociedad civil
o en la credibilidad y confianza ante la comunidad internacional; las escasas
declaratorias formales de guerra y un largo período de guerras difusas, privadas o
privatizadas que han permitido la consolidación y la hegemonía del proyecto moderno
neoliberal de una economía extractivista y predadora.

Porque es una agenda prevista, calculada y planificada por los Estados Unidos a través
de sus agencias como la CIA (Agencia Central de Inteligencia – CIA), y más
recientemente la USAID (Agencia de los Estados Unidos para la Cooperación
Internacional al Desarrollo) y que en el criterio de algunas organizaciones de derechos
humanos, es otro agente de inteligencia e intervención directa en el continente, usando
la interacción con las organizaciones de la sociedad civil a quienes subordina y
condiciona con los recursos económicos para financiar determinadas acciones y
componentes definidos como prioridades por la misma agencia y no por las
comunidades locales destinatarias o beneficiarias de dichas acciones, lo que evidencia
la subordinación de los actores locales y nacionales a los intereses y propósitos de los
agentes norteamericanos.

Por lo tanto, más que cambios y quiebres en la política de guerra de los últimos 20
años, lo que podemos ver es una continuación de la combinación de diferentes
estrategias orientadas al apaciguamiento, la distracción, el reposicionamiento
estratégico, la contundencia en la persecución de la oposición política, incluida la
insurgencia armada desde diversas formas de acción institucional y para-institucional
que condujeron a la desmovilización y desarme de un sector de la insurgencia en los
años 90 a cambio de una nueva constitución política que permitiera incorporar algunos
cambios en la institucionalidad colombiana de manera que pudiera dar la imagen ante
el mundo de una modernización democratizadora, cuando lo que había en el transfondo
fue la implementación de las políticas neoliberales impuestas por los organismos
internacionales en todo el continente, como la apertura económica por medio de los
tratados de libre comercio y las restricciones arancelarias a la inversión económica de
grandes capitales extranjeros. Un proceso de paz que fue antecedido por la perfidia que
constituyó el asesinato de Carlos Pizarro Leongomez comandante del M-19, candidato
presidencial y firmante del acuerdo de paz con el gobierno de Virgilio Barco Vargas
que terminaba en el año 1990, y los recientes asesinatos de dos candidatos
presidenciales de la Unión Patriótica y más de 5000 militantes y dirigentes en todo el
país, además del asesinato de Luis Carlos Galán (en 1989) quien trataba de disputar el
poder a las maquinarias bipartidistas apelando a la conciencia ciudadana y la lucha
contra las mafias y la corrupción política, postura que le costó la vida a él y a muchos
de sus compañeros de agrupación política en el Nuevo Liberalismo. Poco después de
ese período de cambios que hacían creer que estábamos ya en un nuevo país, las élites
no demoran en impulsar nuevamente otro período de violencia aprovechando la
supuesta lucha contra el narcotráfico pero que significó el fortalecimiento de la
estrategia del terror por medio de leyes y decretos que permitieron la conformación de
empresas de seguridad privadas que devinieron pronto en los nuevos frentes del
paramilitarismo financiado, promovido y apoyado por las élites económicas del país,
las empresas transnacional y las mafias de narcotraficantes y terratenientes, quienes
ahora pretender hacerle creer al país, a la sociedad y a las víctimas de que no fueron
financiadores, promotores, impulsores y beneficiarios del paramilitarismo sino también
víctimas de manera que puedan ser exonerados de toda responsabilidad en el marco de
la Jurisdicción Especial para la Paz, creada para el cumplimiento de los acuerdos de La
Habana en materia de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.

Es en ese contexto de agudización del conflicto que surge nuevamente la bandera de la


paz, esquiva en el gobierno de Samper (1994 – 1998), esta vez empuñada por Andrés
Pastrana, heredero de Misael Pastrana quien participó y se benefició del fraude
electoral de 1970 que dio motivó al levantamiento en armas del M-19. Esta vez el hijo
delfín Andrés aseguraba que haría la paz con las Farc-Ep y para ello exhibió las
fotografías de su reciente encuentro con el comandante Manuel Marulanda el
guerrillero vivo más viejo de América Latina para entonces. Lo que vino durante ese
gobierno fue la aplicación de una estrategia de distracción durante más de tres años,
mientras se implementaba el componente militar del Plan Colombia, diseñado por los
Estados Unidos para repotenciar las fuerzas armadas colombianas y garantizar la
estrategia de combate en gran escala como se pudo evidenciar en el gobierno siguientes
y durante ocho años sostenidos de lo que se llamó la “seguridad democrática” que
acabó de enterrar los mínimos principios de un Estado de derecho, en tanto que se
erigió un nuevo concepto de Estado de Opinión, gracias al papel que los medios de
información de las élites económicas y políticas del país estaban desempeñando para
complementar las medidas del gobierno en la manipulación masiva de la opinión
pública.

Pareciera ser también que la reflexión académica se orientó hacia los temas de la
memoria, antes que hacia la construcción de la paz; un tema imprescindible en relación
con la historia de lo que nos pasó y de la manera como se debe asumir el pasado y el
futuro en nuestro estar ahora aquí en el sentido de Ricoeur, (2004), pues el presente de
las cosas pasadas (rememoración) y el presente de las cosas futuras (anticipación) se
conjugan en el presente de las cosas presentes, en el estar siendo. No obstante, esa
comprensión del tiempo y el espacio en relación con el acontecimiento violento es lo
que debe ayudarnos a explicar, pero antes, a comprender los factores históricos y
estructurales de los que nos pasó como nación, para poder entender el desafío de lo que
tenemos por hacer hacia el futuro. Por lo tanto, la memoria sería únicamente una
catarsis y terapia si además no nos empuja a comprender críticamente los procesos
histórico-políticos y socio-culturales de los países y por lo tanto nos anima a buscar
formas otras de contribuir a la transformación que requieren de tiempo en tiempo las
sociedades, las estructuras políticas y las instituciones, para hacerlas más dignas.

Por lo tanto, los esfuezos ingentes y costorsos que hacen universidades como la
Pedagógica Nacional o la Católina Luis Amigó en relación con la pedagogía de la
memoria según Fernando Bárcena y la San Buenaventura en torno a la atención
psicosocial desarrollada por Carlos Martín Beristain a partir de procesos iniciados por
Ignacio Martín Baró S. J. en El Salvador durante la guerra civil, no son suficientes si
esos procesos no están puestos en la perspectiva de construcción de paz que implique
el reconocimiento y visibilización de las diferentes formas de violencias que se
realimentan y justifican permanentemente, la violencia cultural y la violencia
estructural que soportan y alimentan la violencia directa. Es por eso que es
indispensable la comprensión de las violencias visibles e invisibles de los estudios para
la paz de Johan Galtüng (2003), hacia una paz positiva, y no únicamente una ausencia
de guerra o ingenuamente como algunos consideran, la ausencia de conflictos, lo que
equivaldría a una idealización absurda de las relaciones sociales y la condición humana
como bien lo describe Estanislao Zuleta en su Elogio de la Dificultad en una pedagogía
de la tolerancia que implicaría la aceptación resignada y subordinada del status quo
neoliberal y no la lucha por la transformación radical hacia un modelo de sociedad
basado en la dignidad humana, la justicia social y la solidaridad.

Sería un absurdo o estupidez creer que la paz se logra únicamente promoviendo la


convivencia y la reconciliación, mientras el estado y la hegemonías empresariales y
políticas del país siguen implementando modelos económicos basados en la
explotación y la acumulación desmedida de la riqueza a costa del empobrecimiento de
un número cada vez más grande de personas, familias y pueblos enteros del país y
mientras sostienene regímenes políticos fundados en una democracia formal,
excluyente, corrupta e ineficiente, acompañados de una acción violenta por parte de
grupos promovidos y apoyados por organismos del estado en una estructura paramilitar
que viene desde la década de 1920 en lo que Renan Vega Cantor llama
contrainsurgencia nativa y que luego toma fuerza en los años 40’s “con la
conformación de los pájaros y chulavitas, la politización de la policía y el ejército (…)
que alcanzó su máximo esplendor durante el régimen de Laureano Gómez”. (2016, p.
54), y que luego en los años 50’s debido a la inposición de la Doctrina de la Seguridad
Nacional de los Estados Unidos terminarían adquiriendo su naturaleza e identidad
anticomunista que pervive hasta nuestros días de manera más sofisticada y disimulada
en la lucha contra las drogas y la lucha antiterrorista

Sin haber resuelto los grandes y graves problemas que han generado esta larga espiral
de violencias en Colombia sin avisorar posibilidades reales de su terminación aún ahora
después de los acuerdos de La Habana en la que se logra el desarme y la
reincorporación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del
Pueblo (FARC-EP) y su conversión en un partido político con representación en el
Congreso de la República y con las condiciones (legales no materiales reales) para
acceder a cargos de elección popular en todos los ámbitos y niveles del gobierno. Es
una actitud ingenua por decir lo menos, de parte de algunas organizaciones sociales,
partidos políticos e instituciones no gubernamentales impulsar afanosamente la
reconciliación nacional sin antes haber resueltos los problemas de la reparación y la
tramitación inteligente, creativa y democrática de los conflictos socio-económicos y
culturales del país que han significado mayor exclusión, mayor pobreza e injusticia
social y mayor acumulación de riqueza en manos de unos pocos, para no presentar los
resultados que años tras años publican los organismos internacionales con el índice
Gini que muestra la inequidad creciente en nuestro país que nos pone junto a Haití,
Honduras y Sudáfrica en los deshonrosos primeros lugares, como lo reconocen los
mismos medios de información de los grupos hegemónicos del país (Revista Dinero,
2019) y lo confirman los organismos internacionales.

Así entonces, parece inocuo hablar de paz en estos momentos en que el Estado
colombiano y sus gobernantes decidieron hacer trizas las paces logradas, incumplir la
palabra y los compromisos asumidos con la comunidad internacional y los países
garantes, además de las personas que suscribieron de buena fe el acuerdo y dejaron sus
armas para incorporarse al régimen político que habían combatido durante más de 60
años. Y resulta paradójico que en medio de un gobierno que ha optado por la guerra,
incluyendo la vieja fórmula del enemigo común, al mejor estilo de Orwell o Huxley
con el discurso del castro-chavismo que estemos aquí hablando de construcción de paz,
y de leyes para promover la paz como la ley 1732 de 2014 por medio de la cual se
establece la “Cátedra por la paz en todas las instituciones educativas del país” sin que
haya orientación ni recursos, ni definición básica de algunos conceptos, sin la
priorización de enfoques y metodologías ni una adaptación a los contextos socio-
culturales específicos de los territorios, por lo que cada quién, sea docente, directivo,
secretario, alcalde, gobernador, congresista o presidente interpreta a su manera e interés
el asunto y trata de hacer lo que puede sin mayores resultados. Esa es una forma
recurrente de evadir una responsabilidad histórica con el pasado, el presente y el futuro
del país. Políticas educativas sin posibilidad de ejecución, sin interés ni responsabilidad
por parte de las instancias de gobierno respectivas, una norma que nadie cumple, que
nadie vigila, que nadie impulsa ni dirige.

LA PAZ MÁS ALLÁ DE LOS ACUERDOS Y DE LA POSTGUERRA

Por lo anterior, es absolutamente imposible pensar en educación para la paz sin


educación para el conflicto, porque como lo acaban de demostrar los indígenas y
campesinos del Ecuador, es necesario entrenarse para el conflicto, si la paz no está
acompañada y apoyada en la justicia social. La paz que queremos no es la paz de los
cepulcros, la pax romana, ni la ausencia absoluta de la guerra y nada más. La paz que
esperamos y construimos todos es la que nos puede ofrecer una sociedad y unas
estructuras políticas donde sea posible la acción política sin el miedo de la persecución
o el asesinato. La paz que implica bienestar y dignidad para todos, la posibilidad del
desarrollo pleno de las capacidades físicas, intelectuales, morales y espirituales de los
seres humanos en un ambiente de respeto y cuidado de la naturaleza. Una paz donde la
democracia no sea un conjunto de reglas para hacer trampa, sino una cultura, como un
hábitus (Bourdieu, 2007) y comportamiento basada en el respeto y la verdad. Por lo
tanto, es un paradigma diferente al del modelo hegemónico, capitalista, extractivista,
imperialista, colonial, neoliberal. Es una paz que no está soportada en una estúpida
tolerancia a lo intolerable (Zizek, 2008) El conflicto como el fuego tiene propiedades
que pueden generar bienestar y progreso, si se planifica, orienta y controla de manera
que permita generar cambios en una sociedad. Por lo tanto, el conflicto es la tensión
entre un antes y un después del devenir de las sociedades, de los pueblos, de las
instituciones y de las personas, del sujeto que deviene otro, constante y
permanentemente, es un momento del proceso de cambio de una identidad vieja a una
nueva, es la dinámica y la dialéctica permanentes en cualquier cuerpo vivo.

No hay forma de construir paz si no nos entrenamos para el conflicto, para la


incertidumbre y la dificultad, para la contradicción y la dialéctica, para el encuentro
con el otro, contrario, diferente, antagónico, para el diálogo y la argumentación, para
la retórica y el valor de la palabra, para la fuerza de la verdad y la fuerza del espíritu
puestas en movimiento (sathyagraha). Los principios y los pasos de la noviolencia
realizada por Gandhi y su áshram y luego elevado como filosofía, estrategia de lucha,
arma política forma de vida por Martin Luther King Jr a partir de sus experiencias en
la acción directa contra la discriminación racial en los Estados Unidos en la mitad de
siglo XX.

La paz no es pasividad, indiferencia, subordinación, resignación, frustración, cobardía


y tolerancia frente a la injusticia, sino la acción sostenida, planificado y contundente
para la transformación de estructuras sociales, económicas, políticas y culturales que
ofenden la dignidad humana e impiden la convivencia en y para la diversidad.

Estanislao Zuleta entendió con claridad la diferencia entre guerra, conflicto y paz, de
manera tan precisa que lo dejó expresado en su famosa frase.“Solo un pueblo escéptico
frente a la guerra y maduro para el conflicto merece la paz” y que desarrolla
ámpliamente en su discurso de aceptación del título honoris causa en psicología que le
otorgó la Universidad del Valle y que también ofrecería a los comandantes y
combatientes del M-19 en el campamento en las montañas del Cauca, donde firmaban
la paz con el delegado del gobierno nacional Rafael Pardo en 1989.

No es suficiente entonces con las cartillas sobre derechos humanos ante un Estado
mafioso y criminal que se burla todo el tiempo de los principios básicos adoptados por
la humanidad entera luego de las experiencia de las dos guerras mundiales. Tampoco
de los cursitos sobre los mecanismos legales para la participación ciudadana en una
medio de una cultura áltamente alienada, despolitizada y manipulada mediante las
prácticas de clientelismo y corrupción que alimentan las maquinarias y estructuras
electorales subordinadas a los grandes poderes económicos legales e ilegales, una
parafernalia de leyes y decretos, ordenanzas y acuerdos propio de leguleyos expertos
en obstaculizar la soberanía popular y el ejercicio del poder constituyente del que está
revestido el pueblo. No es suficiente con la pedagogía de la memoria, si antes no
desarticulamos la pedagogía del terror y la pedagogía de la obediencia instauradas
durante décadas en nuestra sociedad y agenciada desde las instancias gubernamentales
y privadas, como desde las instituciones educativas a manera de manuales para la
convivencia.

La construcción de paz a veces se mueve en ámbitos o dimensiones diferentes a las de


la guerra, a veces se encuentra, ocurre y se mueve en la acción humanitaria, en el apoyo
a las víctimas y sobrevivientes de la guerra, la ayuda de emergencia, la acogida y la
compasión (Mèlich Sangrà, 2000) pero no puede limitarse a esas acciones de carácter
coyuntural, inmediatista olvidando el contexto y la historia.

En ciertas coyunturas, la academia trata de aprovechar las circunstancias que generan


los políticos y las políticas, para adaptarse a los requerimientos del gobierno de turno,
cumplir con las tareas que el mercado le impone al Estado y el Estado le entrega a la
academia como operador, porque es el mercado el que impone la agenda al Estado y a
la academia. En algunos casos se asume con perspectivas críticas y disruptivas, siempre
y cuando ello no genere demasiados costos para su propia gobernabilidad. Quizas por
eso los estudios para la paz de Johan Galtüng no han tenido sufiente recibo y reflexión
en la academia colombiana, mientras son acogidos y aplicados en las organizaciones
de base en territorios afectados por la guerra, por las organizaciones de la sociedad civil
que acompañan comunidades y organizaciones y por lo tanto cuenta con mayor
simpatía y adhesión en tanto que les permite reconocer y comprender las dimensiones
de la realidad en la que sobreviven. Por esa misma razón posiblemente no interese ni
se valore en las instancias gubernamentales, entre las élites económicas y políticas
porque no hay el más mínimo interés en develar las causas profundar y entregar a la
población elementos para su transformación ya que éstas élites le apuestan a las paces
rápidas, sencillas y baratas, a las reconciliaciones express que además sean inocuas
frente al proyecto hegemónico, a la pedagogía de la tolerancia absoluta de todos y de
todo.

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan


clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar
paraisos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin
búsqueda de superación y sin muerte. Y por tanto, también sin carencias y sin deseo:
un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente
inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes. (Zuleta, 1980).

Desde la perspectiva de Zuleta, entonces debemos renunciar a una visión idílica de la


paz, de la convivencia, de la reconciliación, de la felicidad, porque además de ser
inposible e inexistentes puede alvergar en su interior un peligroso proyecto totalitario
y fundamentalista que nos conduciría a un estadio muy distinto y distante del que
soñamos, el paraiso que se convierte en infierno ofrecido por teorías, religiones,
ideologías y pedagogías cargadas de buenas intenciones que se convierten en la más
sutil y perversa de las esclavitudes como lo anunciaba alguna vez Bakunin en una carta
a su hermano Pablo y que Orwell y Huxley lo profetizaron hace más de medio siglo.

Debemos reconocer y asumirnos en una realidad más compleja y confusa, en la que


además de un Estado mafioso y criminal, existen otros factores y formas de violencia
que irrumpieron la vida cotidiana del mundo moderno y que junto a la corrupción
política y la manipulación mediática (fakenews) inciden de manera más rápida y
efectiva que las instituciones educativas, que los procesos académicos escolarizados,
que el trabajo que realizan organizaciones sociales y colectivos, para alborotar la
xenofobia, la aporofobia y el “usted no sabe quién soy yo” como el derecho que se
atribuye cualquier sujeto por su condición económica para violar mínimas normas de
tránsito o de convivencia sin ser sancionado, sin la obligación de asumir la
responsabilidad de sus actos y las consecuencias, muy diferente a los actos en el
ejercicio del Deber de la Desobediencia Civil de Thoureau.

Estamos en un estadio en que la posición hegemónica del multiculturalismo (Zizek,


2008), que pone distancia y genera muros y vallas a las diferencias culturales, que
refleja la nueva ideología del capitalismo que despolitiza las relaciones económicas,
porque se asume que acudimos a un universo post-ideológico y post-político donde se
han eliminado para siempre los conflictos entre izquierda y derecha, porque ya no
existen izquierda ni derecha, porque ya no existe la política. Que conlleva a que una
importante cantidad de personas y grupos sociales exhiban una supuesta neutralidad
cómplice como la indiferencia, cargada de pusilanimidad para no tomar posiciones,
una cómoda cobardía que tolera lo intolerable y por lo tanto promueve una paz de
cucaña, una reconciliación que se pega con babas, abrazos y mandalas, cuando de lo
que se trata es de reconocer en la paz y en los conflictos la condición eminentemente
política, y por lo tanto exige de la radicalidad y radicalización de las posturas tanto
políticas como éticas para que haya posibilidad de construir entre ambos horizontes de
diálogo.

No se trata de educar para la paz, como una terapia para ser buena persona, un coaching
para ser un ciudadano ejemplar, tolerante, tierno, cariñoso con todos y con todo.

La educación para la construcción de paz, debe reinvindicar y recuperar la filosofía, la


historia y la geografía universales, que nos permitan revisar críticamente la
globalización, reconocer y valorar la singularidad, la especificidad, la localidad y la
territorialidad para transformar la lógica globalizante excluyente y única.

Debemos promover el reconocimiento del carácter antagónico de la sociedad, no


neutral, eminentemente político de la vida social y por lo tanto es absolutamente
indispensable la toma de partido. Y ese reconocimiento requiere necesariamente un
ponerse frente a la realidad, comprender la realidad, no acomodar los fenómenos a
categorías y constructos teóricos, sino un pensar epistémico en el sentido de Zémelman.
(s.f.), que no es sino otra forma de pensar, de conocer y de pensar sobre el conocimiento
mismo. De esa manera lograremos desatanizar el conflicto y reconocer el conflicto
como un factor inhernte a la condición humana y a la interacción social, por que la
realidad es conflictiva, contradictoria, dialéctica, dinámica, en permanente evolución,
lo que plantea la necesidad de los estudios culturales en la construcción de la paz, como
los realizados por Walsh, Quijano, Escobar, Rivera Cusicanqui y Lederach entre otros,
desde una perspectiva decolonial, que trasciende el pensamiento crítico europeo y lo
ubica en el contexto histórico-epistémico de NuestrAmérica.

Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son
muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que
pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta
absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia –por la
desgracia- de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos
enseña cuán proximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. (Zuleta,
1980)

El conflicto es entonces el escenario, el contexto, el currículo, la herramienta


pedagógica y metodológica para la comprensión de la realidad, para promover nuevar
formas de comprender la realidad, por lo tanto otra epistemología, gnoseología,
ontología, de construcción social de nuevos relatos y nuevas historias que permitan
comprender el mundo desde el otro, lo otro, desde el encuentro y la negociación, de la
contradicción de los opuestos y la coincidencia en la negociación cultural como lo
planteaba Freire, el Ying y el Yang, como en la tesis, antítesis y la síntesis, que vuelve
a ser tesis y así sucesivamente, superando las visiones maniqueas de las religiones y
las ideologizaciones.

El conflicto es la evidencia de una contradicción que permite ser visualizado, conocido,


reconocido y por lo tanto conlleva su atención, la búsqueda de alternativas creativas y
duraderas para su superación, su transformación, su trascendencia, antes que su
eliminación o “solución”.
identidad

cambio conciencia

conflicto

Gráfico 1: El conflicto en el proceso de cambio

Por lo tanto, el conflicto requiere planificación, preparación, delimitación, control,


formación (tener una forma) una forma de presentación, un momento y lugar más
adecuados, una coyuntura propicia. Volvemos a referir entonces a los indígenas y
campesinos del Ecuador, al movimiento zapatista en momentos en que entraba en
vigencia el tratado de libre comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, en el
mismo momento en que campesinos franceses se manifestaban en contra del tratado de
Masstricht, como símbolos de la hegemonía neoliberal en marcha.

Educar para el conflicto requiere educar para la sensiblidad humana, por lo tanto, es
una educación como un acontecimiento ético (Mèlich Sangrà, 2000) y estético, que
pone a funcionar la justa indignación, las capacidades intelectuales, emocionales y
espirituales contra la indiferencia, la neutralidad, la tibieza y la cobardía. Que procura
una radicalidad coherente, consistente con los principios y los medios y que es capaz
de movilizar, de generar compromiso y adhesión de otros, que es capaz de persuadir y
converser al adversario antes que vencerlo.

Si las sociedades son dinámicas, el conflicto es parte del proceso de cambio, es


indispensable para la toma de consciencia y para la revisión crítica de la identidad, de
cómo hemos llegado a ser lo que somos, el epimelia que refiere Foucault en su
Hermenéutica del Sujeto. (1982). Por lo tanto, el conflicto estará presente en los
procesos de subjetivación como en la configuración de las subjetividades políticas,
porque refiere a la experiencia vivida, como eso que nos pasa y nos transforma, en el
sentido de Larrosa Bondía, (2006).

Por lo tanto, el conflicto debe ser una experiencia vital como la de comer, hablar, correr,
jugar, bailar, viajar, dormir.

MÁS ALLA DE LA ESCUELA

La educación para el conflicto no es más que la educación para el cambio social, para
la desobediencia civil, para la resistencia civil y el antimilitarismo, para el ejercicio de
la libertad y la consciencia (Córdoba Obando, y otros, 1999), para la construcción de
una sociedad más justa, igualitaria, solidaria y digna, lo que implica pensar en otra
educación distinta de la que existe bajo este régimen hegemónico colonial, imperialista
y neoliberal, lo que implica entonces pensar en educaciones otras, en nuevos
paradigmas, en nuevos enfoques epistemológicos.

La construcción de paz, entonces, es un proceso de largo alcance, que requiere la acción


permanente, sostenida, de organización social y movilización popular en la perspectiva
de la transformación y el cambio social que implica otras formas de organización
política de las sociedades, otras economías y otra cultura y cuidadanías (Bustelo, 1998).
Por lo que la dimensión pedagógica y las apuestas desde la educación trascienden el
ámbito escolar y buscan en la acción misma, en la práctica política en la acción
militante la construcción de nuevos sujetos y subjetividades emancipadas y
emancipatorias (Torres, 2006) dispuestas a incidir en esas transformaciones que
requiere la sociedad actual.

La construcción de paz y la educación para el conflicto en el contexto actual


latinomericano debe proveerse de bases conceptuales, epistemológicas, ontológicas,
pedagógicas, metodológicas y ético políticas coherentes y adecuadas a la realidad y el
contexto histórico de Nuestra América, esos soportes están en la educación popular,
desde los años 60 cuando Paulo Freire iniciaba sus experiencias de alfabetización en
Brasil, luego en Chile y finalmente en gran parte del mundo, como un nuevo paradigma
de educación, de investigación y de acción política, de la Educación como práctica de
la Libertad y La Pedagogía del Oprimido hasta la Pedagogía de la Autonomía y la
Pedagogía de la Esperanza, porque en su obra testimonial también está su crítica y su
propuesta para la transformación de la educación escolar, de la educación adentro y
afuera de la escuela, de los vasos comunicantes entre educación y realidad social, entre
educación y acción política, entre adultos, como agentes educativos, como intelectuales
orgánicos (Gramsci, 1985), como agentes políticos.
La educación popular

La educación popular no es solamente la que ocurre en medios populares, en


comunidades urbanas y rurales excluidas o marginadas de las políticas y programas
institucionales del Estado, sino y sobre todo las que asumen la condición de pueblo
como sujeto social y político desde donde pensar y asumir las transformaciones
sociales, el Pueblo como poder constituyente primario, como soberano, por lo tanto
capaz de ser sujeto político instituyente, no instituido ni subordinado a los poderes
constituidos, instituidos, lo que implica devolver, restituir la dignidad y la autoestima
al ciudadano y la construcción de ciudadanías libres, para que hagan ejercicio de su
conciencia y libertad.

Los movimientos sociales

Los movimientos sociales constituyen hoy por hoy formas de educación y participación
política desde abajo, a partir de las realidades y contextos particulares de las
comunidades y territorios, de los conflictos y luchas, tanto urbano populares como
rurales, de co-laboración y autogestión, de pensar y construir poder como potencia,
capacidad para, energía que se transmite y empodera a colectivos e individuos, que
rompe con las estructuras de poder sobre, jerárquicas y autoritarias y por lo tanto
permite aprender haciendo.

Las prácticas de resistencia civil y de desobediencia civil al modelo económico


hegemónico, a las estructuras políticas mafiosas y criminales, las formas de
comunicación alternativas, las prácticas estéticas y expresiones artísticas de colectivos
urbanos, las formas de organización agroalimentarias, las organizaciones feministas y
los colectivos de nuevas masculinidades, el movimiento ambientalista, animalista,
entre otros son la expresión de una sociedad que emerge en medio del proyecto
hegemónico moderno, norte, global occidental.

Los movimientos sociales y las organizaciones populares de base permiten,


promueven, facilitan aprendizajes vivenciales, experiencias significativas,
construcción colectiva, interacción simbólica y la configuración de subjetividades
emancipatorias, por lo que constituyen en si mismas, en sus prácticas, en sus procesos
y formas de organización, escuelas otras.
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