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PONENCIA Construcción de Paz y Educación para El Conflicto
PONENCIA Construcción de Paz y Educación para El Conflicto
INTRODUCCIÓN
Este trabajo recoge en parte las reflexiones personales y colectivas a partir de la práctica
como activista político y militante en movimientos sociales y organizaciones
populares, iniciada en los años ochenta en Pasto y Nariño, mientras cursaba la
secundaria, luego profundizada simultáneamente con los estudios en filosofía y letras
en la Universidad de Nariño, después en el ejercicio de cargos de coordinación nacional
y espacios organizativos nacionales e internacionales a partir de un seminario intensivo
que parecía más una especialización durante seis meses, gracias a una beca, en la
facultad de teología de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá en 1987 enfocada
a la planificación del trabajo popular desde la Teología de la Liberación y los métodos
marxistas de análisis de la realidad, también se incluyen los aprendizajes desde
principios de los noventa en la acción colectiva desde la Noviolencia en colectivos por
la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio, el antimilitarismo y la
desobediencia civil, orientados por organizaciones cercanas a la iglesia menonita,
algunas experiencias adquiridas desde la condición de contratista, asesor, consultor de
organizaciones internacionales y entidades gubernamentales como también en la
promoción y construcción del movimiento social por la paz desde inicio de los noventa
y el acompañamiento a procesos de desarme y reincorporación de organizaciones
guerrilleras, por lo tanto, es una reflexión testimonial, que ha buscado a lo largo de
estos años su fundamentación epistemológica, ontológica y ético política desde esa
perspectiva y con esa opción. Vale la pena mencionar entonces que son reflexiones que
emergen de contextos y acontecimientos de represión y guerra sucia agenciada desde
organismos de seguridad del Estado, principalmente, lo que explica por una parte eso
de “más allá de la escuela” como una crítica al modelo de educación tradicional,
escolar, convencional, institucionalizado, normativizado y direccionado y, por otra,
implica enfrentar los costos y riesgos personales que ello genera.
ANTECEDENTES Y CONTEXTO
Las últimas dos décadas del siglo XXI estuvieron marcadas por una agudización de la
violencia política a niveles que rayaban con la demencia, por la degradación y
sofisticación de las formas que usaron actores legales e ilegales asociados con mafias
de terratenientes y narcotraficantes, o como apoyo a la seguridad de grandes empresas
multinacionales o a los proyectos minero energéticos del Estado colombiano que lleva
detrás de sí a grandes inversionistas nacionales y extranjeros. Detallar esas formas aquí
sería reproducirlas y cumplir funcionalmente los propósitos de sus agentes y
beneficiarios de lo que Rita Segato llama Guerras Privadas, por la irrupción en casi
todo el territorio nacional de la acción de grupos paramilitares actuando al servicio del
estado y de las élites económicas y políticas del país en su forma federalizada de las
Autodefensas Unidas de Colombia – AUC, y que Segato referencia como una constante
en varias partes del mundo donde le mercado ha capturado el Estado y lo usa a su
interés y conveniencia.
Es por ese motivo que quizás las reflexiones recientes de la academia se orientaron más
hacia cómo atender las consecuencias (de un fenómeno que tiene por los menos 8
millones de víctimas), antes que indagar por las causas profundas, primigenias del
conflicto interno colombiano y de las múltiples violencias, para desde ahí, desde la
comprensión de los factores históricos, estructurales contribuir a la desactivación de
esos factores motivadores o desencadenantes de fenómenos de violencia, como una
forma de empezar la construcción de paz estable y duradera para todos los colombianos
y para los pueblos vecinos que también han sido afectados por esta larga noche que no
termina.
De ahí que no hayamos tenido tiempo para analizar los cambios en la guerra, muy a
pesar de nuestras expectativas por el escenario que se deseaba con la firma del Acuerdo
de La Habana, su cumplimento o implementación efectiva y una perspectiva de
negociación con el Ejército de Liberación Nacional – ELN, para una paz más amplia.
No nos dimos cuenta de que los procesos de diálogo, negociación y desarme de
organizaciones insurgentes hacen parte de una transformación de las guerras para
convertirlas no solamente en guerras privadas, sino infinitas, sin principio ni final que
tiene como finalidad perpetuar un estado de emergencia que resulta muy funcional para
el proyecto neoliberal a lo largo y ancho del mundo, desde la antigua Yugoeslavia hasta
Honduras o El Salvador y más recientemente en Colombia donde es el Estado que
exhibe su condición de mafioso y criminal por la permanente violación de derechos
humanos, la afectación indiscriminada de organizaciones y líderes sociales, el
menosprecio por el papel de las organizaciones de la sociedad civil y defensoras de
derechos humanos, por la negligencia o el cinismo con el que pretenden desvirtuar la
grave situación en materia de seguridad y garantías para la oposición política, por la
manera cínica en la que obedece los mandatos de las hegemonías como el
favorecimiento a partir de sus decisiones y formas de administrar los recursos públicos.
De ahí que sea más fácil entender y explicar la perfidia del Estado al incumplir los
acuerdos firmados con las Farc-ep, aunque se hayan elevado al nivel de tratado
internacional o de rango constitucional cuando se depositaron en el Consejo de
Seguridad de la Organización de Naciones Unidas – ONU. Pues no hay el más mínimo
interés por resolver el problema histórico de la tierra y un proyecto nacional de
desarrollo rural para la soberanía y la seguridad alimentaria, el de los cultivos de uso
ilícito y la activación de procesos socio-económicos para las comunidades campesinas,
el de la reparación integral de las víctimas y la restitución de las tierras usurpadas a
sangre y fuego por parte del paramilitares quienes cedieron a terceros (de buena fe
como dice María Fernanda Cabal) en su mayoría empresas agroindustriales y
agroexportadoras. Tampoco interesa adelantar las reformas políticas que permitan
modernizar y legitimar un Estado Social Democrático y de Derecho como lo propone
la Constitución Política de Colombia de 1991.
El continuum de la guerra en Colombia se puede explicar entonces con los episodios
que caracterizaron el siglo XX y las dos décadas del XXI en las que la pacificación
constituye una manera de apaciguar a fuerzas beligerantes mediante acciones militares
de gran contundencia y efectividad sin importar las consecuencias en la sociedad civil
o en la credibilidad y confianza ante la comunidad internacional; las escasas
declaratorias formales de guerra y un largo período de guerras difusas, privadas o
privatizadas que han permitido la consolidación y la hegemonía del proyecto moderno
neoliberal de una economía extractivista y predadora.
Porque es una agenda prevista, calculada y planificada por los Estados Unidos a través
de sus agencias como la CIA (Agencia Central de Inteligencia – CIA), y más
recientemente la USAID (Agencia de los Estados Unidos para la Cooperación
Internacional al Desarrollo) y que en el criterio de algunas organizaciones de derechos
humanos, es otro agente de inteligencia e intervención directa en el continente, usando
la interacción con las organizaciones de la sociedad civil a quienes subordina y
condiciona con los recursos económicos para financiar determinadas acciones y
componentes definidos como prioridades por la misma agencia y no por las
comunidades locales destinatarias o beneficiarias de dichas acciones, lo que evidencia
la subordinación de los actores locales y nacionales a los intereses y propósitos de los
agentes norteamericanos.
Por lo tanto, más que cambios y quiebres en la política de guerra de los últimos 20
años, lo que podemos ver es una continuación de la combinación de diferentes
estrategias orientadas al apaciguamiento, la distracción, el reposicionamiento
estratégico, la contundencia en la persecución de la oposición política, incluida la
insurgencia armada desde diversas formas de acción institucional y para-institucional
que condujeron a la desmovilización y desarme de un sector de la insurgencia en los
años 90 a cambio de una nueva constitución política que permitiera incorporar algunos
cambios en la institucionalidad colombiana de manera que pudiera dar la imagen ante
el mundo de una modernización democratizadora, cuando lo que había en el transfondo
fue la implementación de las políticas neoliberales impuestas por los organismos
internacionales en todo el continente, como la apertura económica por medio de los
tratados de libre comercio y las restricciones arancelarias a la inversión económica de
grandes capitales extranjeros. Un proceso de paz que fue antecedido por la perfidia que
constituyó el asesinato de Carlos Pizarro Leongomez comandante del M-19, candidato
presidencial y firmante del acuerdo de paz con el gobierno de Virgilio Barco Vargas
que terminaba en el año 1990, y los recientes asesinatos de dos candidatos
presidenciales de la Unión Patriótica y más de 5000 militantes y dirigentes en todo el
país, además del asesinato de Luis Carlos Galán (en 1989) quien trataba de disputar el
poder a las maquinarias bipartidistas apelando a la conciencia ciudadana y la lucha
contra las mafias y la corrupción política, postura que le costó la vida a él y a muchos
de sus compañeros de agrupación política en el Nuevo Liberalismo. Poco después de
ese período de cambios que hacían creer que estábamos ya en un nuevo país, las élites
no demoran en impulsar nuevamente otro período de violencia aprovechando la
supuesta lucha contra el narcotráfico pero que significó el fortalecimiento de la
estrategia del terror por medio de leyes y decretos que permitieron la conformación de
empresas de seguridad privadas que devinieron pronto en los nuevos frentes del
paramilitarismo financiado, promovido y apoyado por las élites económicas del país,
las empresas transnacional y las mafias de narcotraficantes y terratenientes, quienes
ahora pretender hacerle creer al país, a la sociedad y a las víctimas de que no fueron
financiadores, promotores, impulsores y beneficiarios del paramilitarismo sino también
víctimas de manera que puedan ser exonerados de toda responsabilidad en el marco de
la Jurisdicción Especial para la Paz, creada para el cumplimiento de los acuerdos de La
Habana en materia de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Pareciera ser también que la reflexión académica se orientó hacia los temas de la
memoria, antes que hacia la construcción de la paz; un tema imprescindible en relación
con la historia de lo que nos pasó y de la manera como se debe asumir el pasado y el
futuro en nuestro estar ahora aquí en el sentido de Ricoeur, (2004), pues el presente de
las cosas pasadas (rememoración) y el presente de las cosas futuras (anticipación) se
conjugan en el presente de las cosas presentes, en el estar siendo. No obstante, esa
comprensión del tiempo y el espacio en relación con el acontecimiento violento es lo
que debe ayudarnos a explicar, pero antes, a comprender los factores históricos y
estructurales de los que nos pasó como nación, para poder entender el desafío de lo que
tenemos por hacer hacia el futuro. Por lo tanto, la memoria sería únicamente una
catarsis y terapia si además no nos empuja a comprender críticamente los procesos
histórico-políticos y socio-culturales de los países y por lo tanto nos anima a buscar
formas otras de contribuir a la transformación que requieren de tiempo en tiempo las
sociedades, las estructuras políticas y las instituciones, para hacerlas más dignas.
Por lo tanto, los esfuezos ingentes y costorsos que hacen universidades como la
Pedagógica Nacional o la Católina Luis Amigó en relación con la pedagogía de la
memoria según Fernando Bárcena y la San Buenaventura en torno a la atención
psicosocial desarrollada por Carlos Martín Beristain a partir de procesos iniciados por
Ignacio Martín Baró S. J. en El Salvador durante la guerra civil, no son suficientes si
esos procesos no están puestos en la perspectiva de construcción de paz que implique
el reconocimiento y visibilización de las diferentes formas de violencias que se
realimentan y justifican permanentemente, la violencia cultural y la violencia
estructural que soportan y alimentan la violencia directa. Es por eso que es
indispensable la comprensión de las violencias visibles e invisibles de los estudios para
la paz de Johan Galtüng (2003), hacia una paz positiva, y no únicamente una ausencia
de guerra o ingenuamente como algunos consideran, la ausencia de conflictos, lo que
equivaldría a una idealización absurda de las relaciones sociales y la condición humana
como bien lo describe Estanislao Zuleta en su Elogio de la Dificultad en una pedagogía
de la tolerancia que implicaría la aceptación resignada y subordinada del status quo
neoliberal y no la lucha por la transformación radical hacia un modelo de sociedad
basado en la dignidad humana, la justicia social y la solidaridad.
Sin haber resuelto los grandes y graves problemas que han generado esta larga espiral
de violencias en Colombia sin avisorar posibilidades reales de su terminación aún ahora
después de los acuerdos de La Habana en la que se logra el desarme y la
reincorporación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del
Pueblo (FARC-EP) y su conversión en un partido político con representación en el
Congreso de la República y con las condiciones (legales no materiales reales) para
acceder a cargos de elección popular en todos los ámbitos y niveles del gobierno. Es
una actitud ingenua por decir lo menos, de parte de algunas organizaciones sociales,
partidos políticos e instituciones no gubernamentales impulsar afanosamente la
reconciliación nacional sin antes haber resueltos los problemas de la reparación y la
tramitación inteligente, creativa y democrática de los conflictos socio-económicos y
culturales del país que han significado mayor exclusión, mayor pobreza e injusticia
social y mayor acumulación de riqueza en manos de unos pocos, para no presentar los
resultados que años tras años publican los organismos internacionales con el índice
Gini que muestra la inequidad creciente en nuestro país que nos pone junto a Haití,
Honduras y Sudáfrica en los deshonrosos primeros lugares, como lo reconocen los
mismos medios de información de los grupos hegemónicos del país (Revista Dinero,
2019) y lo confirman los organismos internacionales.
Así entonces, parece inocuo hablar de paz en estos momentos en que el Estado
colombiano y sus gobernantes decidieron hacer trizas las paces logradas, incumplir la
palabra y los compromisos asumidos con la comunidad internacional y los países
garantes, además de las personas que suscribieron de buena fe el acuerdo y dejaron sus
armas para incorporarse al régimen político que habían combatido durante más de 60
años. Y resulta paradójico que en medio de un gobierno que ha optado por la guerra,
incluyendo la vieja fórmula del enemigo común, al mejor estilo de Orwell o Huxley
con el discurso del castro-chavismo que estemos aquí hablando de construcción de paz,
y de leyes para promover la paz como la ley 1732 de 2014 por medio de la cual se
establece la “Cátedra por la paz en todas las instituciones educativas del país” sin que
haya orientación ni recursos, ni definición básica de algunos conceptos, sin la
priorización de enfoques y metodologías ni una adaptación a los contextos socio-
culturales específicos de los territorios, por lo que cada quién, sea docente, directivo,
secretario, alcalde, gobernador, congresista o presidente interpreta a su manera e interés
el asunto y trata de hacer lo que puede sin mayores resultados. Esa es una forma
recurrente de evadir una responsabilidad histórica con el pasado, el presente y el futuro
del país. Políticas educativas sin posibilidad de ejecución, sin interés ni responsabilidad
por parte de las instancias de gobierno respectivas, una norma que nadie cumple, que
nadie vigila, que nadie impulsa ni dirige.
Estanislao Zuleta entendió con claridad la diferencia entre guerra, conflicto y paz, de
manera tan precisa que lo dejó expresado en su famosa frase.“Solo un pueblo escéptico
frente a la guerra y maduro para el conflicto merece la paz” y que desarrolla
ámpliamente en su discurso de aceptación del título honoris causa en psicología que le
otorgó la Universidad del Valle y que también ofrecería a los comandantes y
combatientes del M-19 en el campamento en las montañas del Cauca, donde firmaban
la paz con el delegado del gobierno nacional Rafael Pardo en 1989.
No es suficiente entonces con las cartillas sobre derechos humanos ante un Estado
mafioso y criminal que se burla todo el tiempo de los principios básicos adoptados por
la humanidad entera luego de las experiencia de las dos guerras mundiales. Tampoco
de los cursitos sobre los mecanismos legales para la participación ciudadana en una
medio de una cultura áltamente alienada, despolitizada y manipulada mediante las
prácticas de clientelismo y corrupción que alimentan las maquinarias y estructuras
electorales subordinadas a los grandes poderes económicos legales e ilegales, una
parafernalia de leyes y decretos, ordenanzas y acuerdos propio de leguleyos expertos
en obstaculizar la soberanía popular y el ejercicio del poder constituyente del que está
revestido el pueblo. No es suficiente con la pedagogía de la memoria, si antes no
desarticulamos la pedagogía del terror y la pedagogía de la obediencia instauradas
durante décadas en nuestra sociedad y agenciada desde las instancias gubernamentales
y privadas, como desde las instituciones educativas a manera de manuales para la
convivencia.
No se trata de educar para la paz, como una terapia para ser buena persona, un coaching
para ser un ciudadano ejemplar, tolerante, tierno, cariñoso con todos y con todo.
Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son
muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que
pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta
absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia –por la
desgracia- de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos
enseña cuán proximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. (Zuleta,
1980)
cambio conciencia
conflicto
Educar para el conflicto requiere educar para la sensiblidad humana, por lo tanto, es
una educación como un acontecimiento ético (Mèlich Sangrà, 2000) y estético, que
pone a funcionar la justa indignación, las capacidades intelectuales, emocionales y
espirituales contra la indiferencia, la neutralidad, la tibieza y la cobardía. Que procura
una radicalidad coherente, consistente con los principios y los medios y que es capaz
de movilizar, de generar compromiso y adhesión de otros, que es capaz de persuadir y
converser al adversario antes que vencerlo.
Por lo tanto, el conflicto debe ser una experiencia vital como la de comer, hablar, correr,
jugar, bailar, viajar, dormir.
La educación para el conflicto no es más que la educación para el cambio social, para
la desobediencia civil, para la resistencia civil y el antimilitarismo, para el ejercicio de
la libertad y la consciencia (Córdoba Obando, y otros, 1999), para la construcción de
una sociedad más justa, igualitaria, solidaria y digna, lo que implica pensar en otra
educación distinta de la que existe bajo este régimen hegemónico colonial, imperialista
y neoliberal, lo que implica entonces pensar en educaciones otras, en nuevos
paradigmas, en nuevos enfoques epistemológicos.
Los movimientos sociales constituyen hoy por hoy formas de educación y participación
política desde abajo, a partir de las realidades y contextos particulares de las
comunidades y territorios, de los conflictos y luchas, tanto urbano populares como
rurales, de co-laboración y autogestión, de pensar y construir poder como potencia,
capacidad para, energía que se transmite y empodera a colectivos e individuos, que
rompe con las estructuras de poder sobre, jerárquicas y autoritarias y por lo tanto
permite aprender haciendo.