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La imagen del toro de lidia como un animal fiero que se enfrenta en un momento
supremo al torero, dispuesto (al menos en teoría) a matar y a morir, aún subsiste en las
mentes de buena parte de las personas de Iberoamérica, varios de cuyos países y
ciudades todavía cuentan con plazas de toros y temporadas anuales de la fiesta brava.
Es una imagen que tiene sus bases en antiguas tradiciones, las cuales están bajo
continuo ataque en la época moderna, donde se las considera por muchos como parte
del trato brutal que el hombre ha dado por años a los animales y por ello condenadas a
desparecer, como ha sucedido con los espectáculos de animales en los circos.

En este ambiente no es de sorprender que Ferdinand, una película animada sobre los
toros de lidia, nos presente al protagonista, un potente toro, como una criatura, más que
como a un animal. Enorme y fuerte criatura, delicada, tímida y considerada, amante de
las flores, capaz de establecer lazos de amistad y de lealtad, sensible, humilde y digna
ante los ataques; todo un modelo de comportamiento, absolutamente incompatible con
las luchas ante el torero en frente de una multitud que entona pasodobles y agita
pañuelos blancos. En este sentido se la puede considerar como una invitación,
educativa y amable, a que los niños se aparten de las tradiciones toreras y caigan en
cuenta de que el hombre no puede divertirse con el sufrimiento y la tortura de tan
hermosas criaturas. Como Ferdinand es el producto no solamente artístico, sino, ante
todo, comercial de las haciendas donde se cría y se entrena a estos animales,
representadas en este caso por la “Casa del Toro”, el filme muestra estos lugares con
cierta sutileza que indica que no es cosa demasiado buena comercializar y ganar dinero
en esta forma, presentada como engaño y manipulación del hombre hacia animales
inocentes, que son utilizados sea para producir carne o para crueles y artísticas
diversiones.

Completando este marco de mensajes, el filme muestra también la suerte que espera a
los animales cuando son llevados hacia el matadero, para ser convertidos en cortes de
carne, por la acción de maquinarias eficaces, absolutamente indiferentes a la suerte de
los que van a ser destinados al sacrificio. Acá hay que caer en cuenta de las antiguas
celebraciones de los guerreros de Grecia y de Roma, siempre dispuestos a sacrificar
hermosos toros, no solamente como agradecido homenaje a los dioses, sino como
fuente de suculentas comilonas en los banquetes de las tropas vencedoras.

Dejando de lado estos mensajes, hay que decir que se trata de una película muy bien
hecha, bastante entretenida, llena de personajes interesantes y de escenas memorables.
Esto se logra, naturalmente, con el artificio de humanizar a los animales, poniendo en
ellos todo tipo de habilidades: la de conversar en forma creativa, inteligente y
divertida; la de danzar y actuar en coreografías increíbles, al son de música pegajosa;
la de conducir vehículos a altas velocidades, en medio de alocadas persecuciones por
el centro de Madrid o en las vías férreas; la de tener rivalidades, hacerse bulling,
establecer desafíos y juegos de competencia; la de ejecutar elegantes e increíbles
malabarismos con todo tipo de objetos; la de aspirar y disfrutar del aroma de las flores
y de gozar con los paisajes; o la de ver televisión. Pero la mayor de todas estas
habilidades es la de planear y organizar, manipulando situaciones, inventando y
creando.

Para hacer que todo esto sea creíble y capaz de atrapar la atención de grandes y chicos, se
emplea toda la gama de recursos que las modernas técnicas de animación ofrecen,
combinadas con formas más tradicionales de atracción. Una de ellas es el paisaje y el color,
admirablemente presentados para desarrollar la trama, como para encantar tanto a los
personajes como a los espectadores. Otra es la del manejo de los extremos y de los
contrastes, en los cuales el filme tiene algunos momentos verdaderamente memorables: una
pequeña abeja aguijonea al enorme Ferdinand, que se convierte en una imparable tromba
destructiva, cuando en realidad es un delicado ser capaz de hacer malabarismos con una
pila de platos, pasando sin romper ninguno entre decenas de columnas de cristales y
cerámicas, exhibiendo equilibrios y cuidados insuperables; o el del humilde y tímido toro y
sus amigos, desafiando a tres orgullosos caballos danzantes vieneses a una desenfrenada
competencia de baile, que contrasta los elegantes pasos tradicionales con la agitada música
moderna; o el del toro que se mueve a gran velocidad, para frenarse, súbitamente, ante una
flor roja, incapaz de resistir el encanto y los recuerdos que le traen esas flores, desde que
era niño. Pero el mayor recurso es el de una historia atrayente y bien contada, llena de
inesperados vericuetos y giros, donde el espectador no sabe exactamente qué va a pasar o
cómo se van a resolver las situaciones. Para ello es importante contar con personajes que
permitan recorrer todo el rango de las emociones y de las situaciones humanas (y en cierto
modo, animales) y en esto hay riqueza más que suficiente. Toda una gama de toros,
cariñosos algunos, otros duros y vengativos; una cabra sabia y juguetona, gran acierto, que
equilibra diálogos y escenas; tres curiosos puercoespines, expertos en recursos; un famoso
matador de toros, bastante bien pintado, y una niña tierna y decidida. Se representan así
todas las gamas del comportamiento, oscilando entre la agresividad, el cálculo, la
planeación y la manipulación; y la ternura, la delicadeza, el humor, el arte, la humildad y la
generosidad. Una gran paleta de sentimientos y de acciones, entre lo femenino y lo
masculino. Por esta razón, los distintos mensajes del filme, directos u ocultos, se reciben de
manera equilibrada y sensible, quedando una sensación de sabiduría, más que de
desencanto, de aceptación, más que de crítica o de rechazo.

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