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Black Hawk Derribado - Mark Bowden PDF
Black Hawk Derribado - Mark Bowden PDF
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Mogadiscio, Somalia, domingo 3 de octubre de
1993. Noventa y nueve soldados de élite
estadounidenses están atrapados en medio de
una ciudad hostil. Cae la noche y miles de
enemigos armados los rodean. Los heridos
mueren desangrados. Las municiones y las
provisiones se están acabando. Este es el relato
de cómo y por qué llegaron allí y de su lucha
por salir vivos.
La dramática narración del periodista Mark
Bowden, ganador de varios premios literarios,
reproduce esta experiencia terrible a través de
los ojos de los jóvenes que combatieron en
aquella batalla. Bowden reúne aquí los
testimonios de entrevistas, retransmisiones
radiofónicas y videos considerados secretos.
Una mirada fidedigna, turbadora y profunda
del terror y la euforia del combate destinada a
convertirse en un clásico de los reportajes
bélicos.
Mark Bowden
Black Hawk derribado
La batalla de Mogadiscio
ePUB v1.0
minicaja 24.08.12
Título original: Black Hawk Down
Mark Bowden, 1999.
Traducción: Sofía Noguera Mendía
Diseño portada: minicaja
***
***
Lo que oía por la radio, palabras y sonidos, tenían
para el especialista Steve Anderson un efecto diferente.
Le daba miedo. Eran tantas sus ganas de ser soldado
que ocultó sufrir de asma agudo cuando se alistó.
Llevaba siempre consigo el inhalador. El primer día de
instrucción básica les advirtieron a todos de forma muy
rigurosa de que cualquier droga se consideraba
contrabando y que si pescaban a alguien en posesión
de alguna se vería metido en un buen, buen lío. Pasaron
una caja por todo el cuartel y les dijeron que tenían una
última oportunidad, una amnistía, para deshacerse de
todo lo que pudieran tener. Anderson fue presa del
pánico y arrojó en la caja su inhalador, pero luego, tres
o cuatro días más tarde, sufrió un ataque de asma tan
terrible que tuvo que confesar y lo mandaron al
hospital. Al día siguiente, el sargento instructor dijo a
Sizemore y a los demás chicos del pelotón que
Anderson había muerto.
Al cabo de un mes, en la escuela de vuelo,
Sizemore distinguió de pronto a un fantasma alto y
delgado que era ayudante de cocina, y se frotó los ojos
para ver mejor. Anderson no sólo había sobrevivido al
ataque de asma, sino que alguien en la cadena de
mando había admirado tanto su determinación que le
habían dejado quedarse y le habían devuelto el
inhalador.
Sin embargo, en aquellos momentos, enfrentado a
la perspectiva de una batalla campal de aquella
envergadura, el pánico que transmitía la radio cundió en
Anderson. Todo el mundo hablaba el doble de lo
habitual, como si necesitaran estar en contacto, como si
la radio fuera una red para impedir su caída libre.
Anderson no lo demostraba, pero estaba temblando.
Tenía el estómago revuelto y le inundaba un sudor frío.
«¿Voy a tener que ir allí?», se preguntaba. Hasta
aquella misión, nadie había resultado gravemente
herido. Las misiones eran muy divertidas. Cuando el
megáfono anunciaba «¡En marcha!», él siempre
pensaba: «Acción, fabuloso». Igual que sus camaradas.
En aquel momento, no.
El horror se hizo realidad cuando el convoy
formado por los tres Humvees del sargento Struecker
llegó a toda velocidad y acribillado, y los enfermeros
sacaron el cuerpo destrozado del soldado Blackburn, el
ranger caído desde el helicóptero hasta la calle. El
especialista Brad Thomas salió de uno de los vehículos
con los ojos inyectados en sangre. Vio a Anderson y le
dijo de forma entrecortada:
—Pilla ha muerto.
Thomas lloraba y Anderson notó que él también
empezaba a hacerlo. El miedo era palpable. Anderson
se alegró de estar en un lugar seguro. Se avergonzaba
de sí mismo, pero era esto lo que sentía.
Sin embargo, no era el único. Poco después de
haber bajado el cuerpo de Pilla y a Blackburn,
recibieron la orden de volver a la ciudad. Se había
estrellado un segundo Black Hawk, el de Durant, y
corrían el peligro de verse sitiados por los somalíes. Se
enteraron por la radio de que Casey Joyce, otro
compañero, había muerto. Mazo y el SEAL que había
acompañado de vuelta a Blackburn, estaban rearmados
y preparados. Anderson no advertía vacilación alguna
en esos muchachos. Pero los rangers más jóvenes,
todos, estaban temblando.
Brad Thomas no podía creerlo. Estaba en la playa
con Joyce y Pilla cuando los llamaron para aquella
misión. Dentro de la compañía Ranger, Thomas, Joyce,
Pilla, Nelson y otros pocos eran los mejor avenidos.
Eran algo mayores que los otros y tenían un poco más
de experiencia. Tanto Joyce como Thomas estaban
casados. Antes de enrolarse, este último estuvo en la
universidad unos cuantos años para estudiar guitarra
clásica. Alborotaban menos que los demás y, cuando
se trataba de correr riesgos, seguían haciéndolo
gustosamente pero de forma menos entusiasta.
Thomas vio a su amigo Pilla muerto y pensó
durante el resto de aquella insensata caravana de
regreso a la base que él no iba a poder seguir adelante.
Cuando llegaron se sintió aliviado. Imaginó que se había
dado la misión por finalizada. La situación se había
descontrolado y los otros muchachos iban a aparecer
de un momento al otro. Desde un punto de vista
emocional, la batalla había sido librada.
Por consiguiente, cuando Struecker se acercó y
ordenó a los hombres que se rearmasen, porque
volvían a salir, Thomas no podía dar crédito a lo que
oía.
¿Cómo podían volver a aquel infierno? A duras
penas habían escapado con vida. ¡Toda la maldita
ciudad trataba de matarlos!
Struecker notó que le daba un vuelco el corazón.
Sus vehículos estaban llenos de agujeros. Había restos
de sangre y cerebro de Pilla en la parte posterior de su
Humvee. Cuando sacaron el cuerpo ya no parecía que
fuera el de Pilla. La parte alta de la cabeza había
desaparecido y el rostro estaba grotescamente
hinchado y desfigurado. Los hombres de Struecker
estaban profundamente impresionados.
Mazo, el inflexible luchador de la Fuerza Delta,
tomó a Struecker y se lo llevó a un lado.
—Escuche, sargento, tiene que limpiar su vehículo.
Si no lo hace, a sus muchachos les va a dar un ataque.
Y Struecker se acercó despacio a su pelotón.
—Escuchad, chicos. No tenéis que hacerlo si no
queréis. Lo haré yo mismo si es necesario. Pero
tenemos que limpiar esto ahora mismo porque se nos
ha ordenado que volvamos allí lo antes posible. Los
demás que vayan a abastecerse de nuevo. Id vosotros
a por más munición.
Struecker preguntó a su tirador del calibre 50:
—¿Me ayudas a limpiarlo? No tienes que hacerlo si
no quieres.
Juntos fueron a buscar cubos de agua y, con la
ayuda de esponjas, retiraron la sangre, los restos de
cerebro y rascaron las manchas del interior.
Sizemore lo vio todo y se puso furioso.
—Me voy con ellos —anunció.
—No puedes, estás herido —replicó el sargento
Raleigh Cash, al cargo del pelotón que había ido a la
expedición acuática.
Sizemore no discutió. Iba vestido con pantalones
cortos de gimnasia y una camiseta, y ya había
empaquetado su equipo en vistas al viaje a casa del día
siguiente; sin embargo, entró corriendo en el barracón
y, después de ponerse los pantalones y la camisa, se
apoderó del primer equipo perdido por ahí que pudo
encontrar. Encontró un chaleco antibalas que le iba tres
tallas demasiado grande para él y un casco que le
bailaba alrededor de la cabeza como una ensaladera.
Cogió su SAW, introdujo munición en los bolsillos y
bolsas y, con las botas sin abrochar y la camisa
desabrochada, llegó corriendo al convoy y saltó al
Humvee de Cash.
—Voy con vosotros —le dijo a este último.
—No puedes ir con esa escayola en el codo.
—Entonces me la quito.
Entró a toda prisa en el barracón en busca de unas
tijeras. Cortó la juntura interior del yeso y se lo retiró.
Luego volvió y se instaló de nuevo en el vehículo.
Cash se limitó a sacudir la cabeza.
Anderson admiró el entusiasmo de Sizemore y se
sintió más avergonzado de sí mismo. Había dejado
prestado su propio equipo, pero se sentía mortificado.
No sabía si sentirse más avergonzado de su miedo o de
la aceptación incondicional de las órdenes recibidas.
Cuando llegó el momento de subir a los vehículos él
volvió a obedecer, asombrado de su propia pasividad.
Iba a ir a Mogadiscio y arriesgar su vida, pero no por
pasión, solidaridad o patriotismo, sino porque no se
atrevía a negarse. No exteriorizó nada de todo eso.
No todo el mundo se mostraba tan pasivo. Brad
Thomas se llevó a Struecker a un lado.
—Oye, chico, no quiero volver allá, te lo digo de
verdad.
El sargento había contado con que algo así
sucediera, y lo había temido. El sabía cómo se sentía
por tener que volver a la ciudad. Era una pesadilla. Las
palabras de Thomas expresaban los sentimientos de
todos. ¿Cómo podía obligar a aquellos hombres a
volver al campo de batalla, sobre todo a los que habían
vivido un infierno para regresar a la base? El sargento
sabía que los jóvenes estaban pendientes de él para ver
cómo iba a tratar el asunto. Struecker era un ranger
modelo, fuerte, modesto, obediente, duro y
estrictamente celoso del reglamento. Era como el
primero de la clase. Los oficiales lo adoraban y ello
significaba que algunos de los hombres lo miraban con
cierta envidia. Así desafiado, esperaban que Struecker
explotase.
Por el contrario, se apartó un poco con Thomas y
se puso a hablarle despacio, de hombre a hombre.
Intentó tranquilizarlo, pero Thomas ya estaba tranquilo.
Struecker se percató de ello, el hombre había decidido
que había dado todo lo que podía dar. Thomas se
había casado hacía sólo unos meses. Nunca fue uno de
los bravucones del regimiento. Era una decisión
racional. No quería volver y que lo mataran. La ciudad
entera disparaba contra ellos. ¿Hasta dónde podían
llegar? Por muy caro que fuera el precio que iba a
pagar por echarse atrás, y para un ranger iba a ser un
precio elevado, a Struecker le pareció que Thomas
tenía muy clara su decisión.
—Escucha —empezó a decir este último—,
comprendo lo que sientes. Yo también estoy casado.
No te consideres un cobarde. Sé que estás asustado.
Yo estoy que me cago de miedo. Tampoco había
estado nunca en una situación similar. Pero tenemos
que ir. Es nuestro trabajo. La diferencia entre ser un
cobarde y un héroe no estriba en si uno tiene miedo o
no, sino en lo que uno hace cuando está presa de él.
No pareció que a Thomas le gustara la respuesta.
Se alejó, pero cuando estaba a punto de ponerse en
marcha, Struecker observó que había subido a su
vehículo junto con los demás hombres.
7
***
***
El especialista Mike Kurth ayudaba a vendar a
Errico y vio caer una granada que luego pasó rodando
delante de él. Lo primero que llamó su atención fue la
estela de humo, después la forma de la piña en el suelo,
al lado del montículo que ocultaba a Collett.
—¡GRANADA! —gritaron varios hombres al
unísono.
Todos ellos, Kurth, Errico, Neathery y el enfermero
Strous, se arrojaron al suelo y rodaron sobre sí mismos
lo más deprisa que pudieron. El soldado Jeff Young se
echó hacia atrás para agarrar a Strous y apartarlo de en
medio, pero la explosión arrancó al enfermero de sus
manos.
Cuando explotó, Kurth se notó arrojado con fuerza
al suelo y algo parecido a un resplandor de calor y luz
detrás de él. Estaba en el lugar adecuado. La onda
expansiva pasó por encima de él. Notó su sacudida y
su calor, y el sabor amargo y químico de la ignición,
pero en los instantes frenéticos que siguieron a la
explosión, movió brazos y piernas y vio que no estaba
herido. Los demás muchachos podían no haber sido tan
afortunados. Collett, sin duda alguna, estaba muerto.
Antes de que se dispersara el humo, Kurth se
incorporó con movimientos vacilantes.
—Strous, ¿estás bien? —preguntó. —Sí.
—¿Neathery? —Sí.
—¿Errico? —Sí.
—¿Young?
—Estoy bien.
Dejó a Collett para nombrarlo el último.
—Sí, amigo, estoy bien —contestó su amigo.
El montículo de la calle había dirigido la explosión
hacia arriba y, por consiguiente, la había alejado de él.
A Strous le había entrado metralla en la pierna y a
Young un trozo en la bota, pero aparte de esto todos
estaban ilesos.
Un poco más abajo en la pendiente, en el lado
soleado de la calle, más allá de una chabola de hojalata
que sobresalía de una de las casas, el capitán Steele
aún estaba en el suelo con el segundo en el mando,
Lechner, y su operador radiotelefónico, Atwater. El
sargento Hooten se hallaba en la puerta de un patio
interior a unos tres metros a la derecha de Steele. Daba
la impresión de tratar de llamar la atención del capitán.
Floyd vio el cañón de un M-16 que sobresalía de
una esquina un poco más abajo en su mismo lado de la
calle y que apuntaba a los dos oficiales ranger.
14
***
***
***
El soldado George Siegler vigilaba a los somalíes
que encontraron en la casa. Los llevaron a todos al
rincón más alejado del cuarto, un dormitorio. Había una
cama y una mesilla de noche. El soldado con cara de
niño, pues no parecía tener más de quince años,
apuntaba su M-16 a dos mujeres, un hombre y cuatro
niños. Los adultos estaban arrodillados. La más joven,
una mujer en estado muy avanzado de embarazo,
lloraba. Los demás estaban esposados, pero no así esta
última porque no podía sostener a su bebé con las
manos atadas. No dejaba de indicar mediante gestos
que tenía sed, y Siegler le dejó su cantimplora. Al
principio lloraban todos los niños. Los mayores
parecían tener entre seis y diez años. Uno era una
criatura. Al cabo de un rato dejaron de llorar. Lo
mismo hizo la mujer embarazada después de beber. No
podían comunicarse, pero Siegler confiaba en que
entendiera que no pretendía hacerles daño.
A medida que transcurría la noche, la situación se
fue tranquilizando. Mientras no dejasen entrever
ninguna luz, no les disparaban en el patio. Antes, las
balas entraban por la puerta abierta e iban a estrellarse
en la celosía del porche, pero los tiros habían cesado.
Al cabo de unas horas, el especialista Kurth liberó a
Siegler de la vigilancia de los prisioneros. Bañado en
sudor y sediento, se instaló en una silla. Por la tarde,
cuando habían salido para la misión, Kurth tuvo ganas
de orinar pero no lo hizo pensando que estarían de
vuelta al cabo de una hora más o menos. Acabó
tumbándose de lado en la calle detrás de una choza de
hojalata y orinó mientras los proyectiles llovían a su
alrededor y él pensaba que se la estaba jugando.
Toda aquella experiencia aterradora le afectaba de
una forma que no acababa de entender. Cuando estaba
en la calle, agazapado detrás de una piedra que en
ningún caso tenía el tamaño suficiente para
proporcionarle cobijo, pensó en muchas cosas. Lo
primero, en largarse del Ejército. Luego, conforme las
balas pasaban por encima de su cabeza y levantaban
nubes de polvo a su alrededor, lo reconsideró. Se dijo
que no podía abandonar el Ejército, que dónde iba a
tener que hacer algo como aquello. Y allí mismo, en
aquel mismo momento, decidió volver a alistarse otros
cuatro años.
A medida que avanzaba la noche, de hora en hora,
todo se volvía más tranquilo. Seguían recibiendo
informes de situación del hombre de las Fuerzas Aéreas
que estaba calle arriba y controlaba las distintas
emisoras radiofónicas. El convoy llegaría en media
hora. Luego, al cabo de cuarenta y cinco minutos, «el
convoy tardará una hora». Cuando por fin éste se puso
en movimiento, se oyó a lo lejos un intenso tiroteo.
Kurth tenía la boca seca. Todos estaban sedientos.
Notaban en las bocas el gusto a polvo y pólvora y las
lenguas estaban pegajosas e hinchadas. Nada en el
mundo les hubiera sabido mejor que una botella de
agua fría. De vez en cuando, llegaba un Little Bird
volando bajo y en medio de un gran fragor, y se
producía un estallido de disparos y explosiones
sonoras, y el metal procedente del helicóptero rebotaba
en el tejado de hojalata y llovía en el patio. Luego
volvía a reinar tanto silencio que Kurth oía su propia
respiración y los latidos continuos y acelerados de su
corazón.
11
***
WILLIAM F. GARRISON.
MG
Comandante
- FIN -
AGRADECIMIENTOS
ENTREVISTAS
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