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Historia Moderna de España UNED

TEMA 19: EL BARROCO: ASPECTOS CULTURALES Y


ARTÍSTICOS.

1. EL CLIMA ESPIRITUAL DEL BARROCO.


2. APOGEO DEL ARTE Y LAS LETRAS EN CASTILLA.
3. LA EVOLUCIÓN DE LAS IDEAS.
4. LOS ECOS DE LA CRISIS: LA PINTURA Y LA LITERATURA.
5. LA CIENCIA MODERNA. LOS “NOVATORES”

1. EL CLIMA ESPIRITUAL DEL BARROCO.

Si como dice Weisbach la esencia del barroco es la síntesis de lo contrapuesto. El S.


XVII español fue sin duda un período que poseyó plenamente dicha esencia, ya que
en él convivieron, sin ser incompatibles, el agotamiento político y económico del
país con una magnífica floración cultural y artística, la monarquía autoritaria con los
planteamientos populistas, un desmesurado sentido del honor con la relajación
moral y una fe intensamente vivida con una visión realista y crítica del mundo.

En esa difícil etapa la literatura, el pensamiento y el arte españoles alcanzaron no sólo


el momento cumbre de su historia sino también el de su más peculiar personalidad.
Por ello sería injusto caer en el consagrado tópico de la decadencia española del S.
XVII porque se estarían considerando aspectos parciales de la verdad. Aunque es
innegable que esta centuria fue agónica para España, no es menos cierto que la
originalidad y la riqueza imperaron en su arte, que quizás careció de ciertas
posibilidades económicas pero no de genios creadores.

Incluso puede afirmar que la propia situación de crisis contribuyó al esplendor


artístico, porque el barroco nació para fortalecer y afianzar los poderes tradicionales y
para actuar sobre la voluntad del hombre, conduciéndole por el camino de la auténtica
fe, la católica, para que pudiera alcanzar la salvación eterna, única meta importante de
la existencia humana. De decir, el arte barroco era justo lo que necesitaba una
monarquía en declive, que podía con él realzar su prestigio y ocultar su hundimiento.
Era lo que necesitaba una iglesia deseosa de conservar su protagonismo, tanto en lo
espiritual como en lo temporal. Y era también lo que necesitaba un pueblo cuyas
condiciones de vida eran cada vez más difíciles, porque por un lado el Barroco podía
hacerle olvidar las penas con sus fiestas y sus ricas decoraciones y, por otro, ayudarle
a buscar consuelo en la oración con la que podría obtener la protección divina para
aliviar sus males.

En resumen, el Barroco, aunque nacido en Italia, encontró en la España del XVII unas
circunstancias políticas, económicas y sociales que facilitaron no sólo su aceptación
sino también una peculiar y enriquecedora interpretación impulsada por la propia
situación y cualidades del país. Podría pensarse, por consiguiente, que si las
condiciones hubieran sido otras el arte español del S. XVII no hubieran alcanzado tan
altas cotas, excepcionales en la pintura, importantes y personalísimas en la escultura, y

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menos relevantes en la arquitectura, que lógicamente sufrió en mayor media las


consecuencia de la penuria económica.

El S. XVII es el siglo del barroco, concepto que responde no sólo a un estilo artístico
sino también a la definición cultural de una época, que se extendió en líneas generales
hasta los años centrales de la siguiente centuria.

Tras el período de duda y desintegración vivido por el mundo europeo con motivo de
la reforma protestante, en los últimos años del S. XVI surgieron unos nuevos
planteamientos ideológicos que crearon la necesidad de una renovada cultura que
sirviera como instrumento integrador y, sobre todo, que ofreciera al hombre un
fundamento seguro de su existencia. Una existencia que había sufrido profundos
cambios al desaparecer el concepto renacentista de universo único y armonioso y ser
sustituido por un pluralismo manifestado tanto en el orden religioso como en el
político, económico y filosófico. Esta situación, que proporcionaba en potencia
diversas corrientes alternativas de elección, generó en el hombre una conciencia
comparativa que alteró sus relaciones con los poderes establecidos. Por primera vez, la
opinión pública despertó interés en las autoridades religiosas y civiles, que
comprometieron a la cultura, especialmente al arte, en defensa de los intereses y en su
propósito de influir en las posibilidades electivas del hombre de la época. La
comunicación y la persuasión fueron exigidas a las formas barrocas para actuar sobre
el ánimo de las gentes con el fin de hacer triunfar la renovación contrarreformista
católica y consolidar el poder de las monarquías absolutas, pues ambos estamentos
fueron los principales impulsores del nuevo lenguaje artístico. El barroco nació, por
consiguiente, aceptando la diversidad de pensamientos, actitudes y necesidades
expresivas, lo que justifica la pluralidad de tendencias que lo configuran, las cuales no
hacen más que confirmar la propia esencia plural de la época.

Para Argán, el Barroco fue una revolución cultural en nombre de la ideología católica.
Efectivamente fue la iglesia de Roma quien determinó el nacimiento del nuevo arte,
que dejó de ser objeto de contemplación desinteresada para convertirse en un medio de
propaganda al servicio de la causa católica. El compromiso exigido al arte queda
claramente expresado en el acta de la sesión XXV del concilio de Trento, en la que se
recoge el deseo de la iglesia de que el artista, con las imágenes y pinturas, no sólo
instruya y confirme al pueblo recordándole los artículos de la fe, sino que además le
mueva a la gratitud ante el milagro y beneficios recibidos, ofreciéndole el ejemplo a
seguir y, sobre todo, excitándole a adorar y aún a amar a Dios. Para cumplir esta
misión el arte debía poseer fuerza de atracción sobre los sentidos y poder de
penetración en el espíritu, es decir, debía ser seductor y didáctico para así mostrar el
camino de la salvación. Pero ese camino tenía que ser seguido por todos, no sólo por
los elegidos o los más preparados, por lo que el arte generó a lo largo del siglo
fórmulas expresivas que, adecuándose a las necesidades de cada momento, llegaran a
todos los niveles de la sociedad. Valores como la claridad y la conmoción primero y
el asombro y el deslumbramiento después fueron utilizados en el transcurrir de la
centuria para dar respuesta a las exigencias de la Iglesia Católica. Además, este
carácter propagandístico del arte fue también empleado por el absolutismo
monárquico para consolidar el poder centralista y unificador del Estado y para
reafirmar la indiscutibilidad del soberano, ya que su autoridad dimanaba de Dios.

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A lo largo de esta centuria reinaron en España los 3 últimos monarcas de la casa de


Austria: Felipe III (1598-1621), Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1665-1700), siendo
regente durante su minoría de edad su madre, Mariana de Austria (1665-1675).
Todos ellos entendieron como deber prioritario de sus respectivos mandatos la defensa
del catolicismo, convirtiéndose así en herederos del ambiente del Concilio de Trento.
Para cumplir esta misión comprometieron al imperio español con una política de
carácter internacional, que no encontró el apoyo necesario en las posibilidades
económicas y en los medios sociales del país. Los esfuerzos por financiar múltiples
guerras, tanto en el exterior como en el interior, donde en 1640 se sublevaron Cataluña
y Portugal, se tradujeron la implantación de contribuciones y arbitrios ruinosos. Las
actividades comerciales, agrícolas e industriales se fueron deteriorando
progresivamente, debido a las pesadas cargas fiscales que soportaban las clases
trabajadoras. Estas circunstancias, a las que se sumó la mala gestión en la utilización
de las riquezas provenientes de América, produjeron una depresión económica que
alcanzó en mayor o menor medida a todos los estamentos de la sociedad, llegado a su
momento más difícil en las décadas centrales del siglo, para iniciar una tendencia a la
mejoría a partir de los años 80.

Medidas realistas, tanto en lo político como en lo económico y una pragmática visión


de gobierno favorecieron esta recuperación, que se vio también facilitada, en cierto
modo, por la dramática resolución de los acontecimientos. La población descendió a
lo largo del siglo de forma importante (pestes, hambre, expulsión de los moriscos,
emigración a América en contraste con lo que sucedió en otros países europeos,
dejando a España en evidente situación de inferioridad. Además, la pérdida de la
hegemonía en el mundo fue irreversible a partir de la firma de la Paz de Westfalia
(1648). Todo lo cual obligó a admitir una nueva realidad basada en la urgencia de
adecuar las necesidades del país a sus autenticas posibilidades. Fue precisamente
esta actitud mental lo que propició los indicios de recuperación apuntados en los años
finales del siglo.

2. APOGEO DEL ARTE Y DE LAS LETRAS EN CASTILLA.

Se considera que durante la primera mitad del S. XVII culminó en España el Siglo
de Oro. Este concepto, aplicado en primer lugar al ámbito concreto de la literatura
en lengua castellana, se ha ampliado posteriormente al conjunto de la vida cultural.
El innegable esplendor literario y artístico ha sido aducido como argumento de que
ni la tolerancia ni en concreto la acción inquisitorial coartaron el libre desarrollo de
una cultura creativa. Pero la libertad de creación literaria no se trasladaba al
campo ideológico ni sobre todo al científico.

El mismo concepto de “Siglo de Oro” ofrece una periodificación singular. Prolonga la


evolución anterior sin grandes cortes aparentes, y, por otra parte, se extingue
gradualmente a partir de 1650; los grandes escritores y artistas que prolongaron su
actividad en la segunda mitad del siglo pertenecían a la generación nacida entre 1600
y 1620. Pero a pesar de la continuidad existente con la cultura del reinado de Felipe
II, de manera paulatina fueron cambiando algunos de los supuestos básicos de la
estética e incluso de los temas de reflexión. La cultura española del S. XVII constituye
una de los ejemplos mejor perfilados, casi modélicos, del Barroco.

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La cultura del Barroco en España alcanzó una difusión extraordinaria, a través del
arte religioso, de la literatura, del teatro. El barroco suponía toda una sensibilidad
estética contraria al equilibrio y serenidad del Renacimiento, una visión del mundo
fundamentada en una profunda desconfianza hacia la naturaleza humana y hacia la
fragilidad de sus realizaciones. La realidad española del siglo era la mejor
confirmación de tales ideas.

La precaria situación económica se dejó sentir en la arquitectura, la más necesitada


ente las tres grandes artes de recursos monetarios, para financiar la actividad
constructiva. Sin embargo, la política fundacional de las órdenes religiosas,
apoyada con frecuencia por el mecenazgo real y el privado, y las necesidades
derivadas de la nueva capitalidad de Madrid, atenuaron las consecuencias de la
crisis en la corte, aunque ésta tuvo evidente repercusión en los núcleos periféricos.
La escultura y la pintura, menos dependientes de la situación económica, no se
vieron afectadas negativamente por el empobrecimiento de la nación. Ambas se
convirtieron en intérpretes de una religión profundamente vívida por la sociedad
española de la época, desde los reyes, como ya se dijo up supra, hasta las clase más
humildes.

Los ideales contrarreformistas tuvieron su más firme aliado en el alma hispana,


defensora tradicional de los valores espirituales y, a la vez, poseedora de un
marcado individualismo y una inclinación secular a la realidad. Esta forma de
pensar y sentir encontró en el nuevo estilo su cauce idóneo de expresión, porque
éste no sólo era coincidente con su sensibilidad estética, sino que también permitía
plasmar la intensa fe y la sincera piedad de un pueblo hondamente identificado con
el catolicismo.

Escultura y pintura asumieron magníficamente este papel. Ambas partieron de


planteamientos e intenciones análogas, coincidiendo también en su estrecha
vinculación con el mundo religioso, aún más acentuada en el caso de la escultura La
pintura disfrutó de la protección de los monarcas y de la nobleza, aunque sus
respectivos encargos estuvieron frecuentemente relacionados con lo religioso, que
imperaba en la vida española del S. XVII. Por consiguiente, no es extraño que los
sectores eclesiásticos fueran los principales clientes de pintores y escultores, aunque
estos últimos sufrieron en mayor medida la merma de capacidad económica de este
estamento, viendo su actividad generalmente ligada a ambientes más populares que la
pintura Monasterios, parroquias y, sobre todo, cofradías de clérigos y seglares fueron
los principales impulsores de la escultura, que careció asimismo del mecenazgo real y
privado, tan importante durante el Renacimiento, sin que esta circunstancia afectara a
la calidad y a la creatividad de los artistas.

De todo lo anterior, se desprende que la corona, la iglesia y la nobleza fueron los


principales clientes de los artistas, que apenas trabajaron para la burguesía, clase con
escaso poder adquisitivo e incluso casi inexistente en la sociedad española del S. XVII,
que estaba rígidamente jerarquizada. Los estamentos aristocrático y eclesiástico eran
los más adinerados e influyentes y además los únicos claramente definidos. El
menosprecio del comercio y del trabajo manual no sólo contribuyó al hundimiento
económico del país, sino que también impidió el desarrollo de la clase media, por lo
que la sociedad de la época presentaba una marcada división entre las privilegiadas y

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minoritarias clases altas y una numerosa y empobrecida clase baja, integrada


principalmente por trabajadores agrícolas y urbanos que vivían con desesperanza las
difíciles condiciones de su existencia, de las que no tenían posibilidad de escapar.

En este panorama económico y social, los artistas, en general, disfrutaban de una


modesta posición económica y de escaso reconocimiento social, salvo algunas
excepciones como es el caso de Velázquez. Sometidos al sistema gremial y
considerados como artesanos, los arquitectos, escultores y pintores, sobre todo estos
últimos, lucharon por elevar su condición social, defendiendo el carácter noble y
liberal de su actividad, con el propósito también de evitar los impuestos que
gravaban los trabajos mecánicos. Sólo los más importantes arquitectos se
mantuvieron al margen de esta situación, porque su labor gozaba del prestigio que
proporcionaba la invención mental: ellos proyectaban los edificios y dirigían las obras,
pero no las ejecutaban directamente.

Ésta era, a grandes rasgos la situación política, económica, religiosa y social de la


España del S. XVII. Las circunstancias, en principio, parecían no favorecer el
desarrollo del arte y de la cultura. Sin embargo, las letras y el arte españoles
alcanzaron en esta etapa uno de los momentos más sobresalientes de su historia. La
coincidencia entre los planteamientos ideológicos y las intenciones del nuevo lenguaje
barroco en las necesidades y sentimientos españoles, hicieron posible esta brillante
etapa. Incluso cuando llegaron las formas italianas ya se estaban dando en nuestro
país los primeros pasos en la nueva dirección. Fue el siglo de la publicación del
Quijote, de Góngora, Quevedo, de Lope de Vega, de Tirso de Molina y Calderón, de
Gregorio Fernández y Martínez Montañés, de Ribera, Velázquez, Zurbarán, Murillo,
Claudio Coello, etc. Todos ellos y muchos más configuraron el llamado Siglo de Oro
español, único por su riqueza creadora y también porque creció y se desarrolló dando
testimonio del sentir de un pueblo, lo que permitió que el arte poseyera, por primera
vez en España, una expresión primordialmente nacional.

3. LA EVOLUCIÓN DE LAS IDEAS.

La evolución ideológica en el S. XVII señala líneas de interés en torno a autores y


tendencias.

Toda la primera mitad del siglo estuvo influida por la corriente


europea del tacitismo, de la corriente de reflexión histórica, política y
moral, inspirada en el historiador romano de la época imperial Cornelio
Tácito. Esta corriente, de corte neoestoico, alcanzó gran influencia en
los primeros años del S. XVII, en especial por la obra y la
correspondencia del humanista flamenco Justo Lipsio (muerto hacia
1606). Lipsio mantuvo relación epistolar con eruditos, humanistas y
políticos españoles. En 1614 se publicó un Tácito español, una
traducción de aquel autor latino acompañada de aforismos. La
literatura de aforismos y de emblemas hizo furor en la Europa de la
época, y la literatura emblemática española alcanzó un puesto destacado
en esta corriente. La influencia de Lipsio fue profunda en el joven
Quevedo.

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Durante la primera mitad del S. XVII se publicó una abundante


literatura “política” en la que se expresaban conceptos generales o bien
se proponían formas de educación concreta para príncipes y
gobernantes. Los autores “moralistas” intentaban afirmar la
supeditación del orden político al moral, hallar “la verdadera razón de
estado”, distinta a Maquiavelo. La Política de Dios, de Quevedo (1616),
fue la obra más representativa de esta tendencia. En los primeros años
del siglo, durante el reinado de Felipe III no faltaron críticas bastante
agudas sobre el sistema político, social y cultural en las obras del
humanista extremeño Pedro de Valencia y en la del doctor toledano
Eugenio de Narbona. Mientras los “tacitistas” buscaban una
adaptación cristianizada de Maquiavelo, los “casuistas” procuraban
salvar la antinomia mediante la presentación de casos concretos,
resueltos por medio de aforismos y sentencias, dirigidos más al
fortalecimiento de la voluntad que a la capacidad discursiva. Unos y
otros hicieron una apelación fundamental a la historia que constituyó el
rasgo más notable e interesante del pensamiento político hispano del S.
XVII.

La generación de 1635 tuvo que enfrentarse con la realidad de una


derrota internacional. El pesimismo se hizo entonces más generalizado.
En estas circunstancias escribió el diplomático murciano Saavedra
Fajardo, cuya obra, sus empresas políticas o “Idea de un príncipe
cristiano representada en cien empresas”, atrae en los últimos años la
atención de los investigadores. En el mismo clima escribió el jesuita
aragonés Baltasar Gracián, frecuentador de círculos eruditos
aragoneses. Sus temas y su obra máxima, el Criticón (1651), manifiestan
una consideración pesimista de la naturaleza humana y al mismo
tiempo una preocupación por dirigir su comportamiento, como vemos
en los títulos de sus obras, el héroe, el político, el discreto, oráculo
manual y arte de prudencia, agudeza y arte de ingenio.

4. LOS ECOS DE LA CRISIS: LA PINTURA Y LA LITERATURA.

La escultura y la pintura, en mayor grado que la arquitectura, se desarrollaron dentro


de la demanda de la Iglesia, que se mantuvo como principal cliente y dentro del
marco de la religiosidad social. Los retablos y los pasos, basados en las características
del arte barroco, dieron a la religiosidad española unas formas de expresión que han
llegado hasta el S. XX. Aunque los temas iconográficos no se limitaron a los religiosos
(también retratos y bodegones), el peso social de la demanda eclesiástica (conventos,
parroguias, cofradías) alcanzó un mayor impacto. La Corona y la nobleza fueron
también clientes asiduos de las artes. El programa monárquico contaba con la ayuda
de las artes para manifestar el esplendor del soberano. Numerosos artistas
(Velázquez, Zurbarán, Maino) fueron movilizados para realzar la gloria del monarca.

El principal centro de las artes fue sin duda la Villa y Corte, pero otras ciudades
conservaban cierto peso. Valladolid conservó su capitalidad artística, por lo menos
hasta 1620, gracias a sus talleres de escultura religiosa policromada. La escuela
“sevillana” tuvo una personalidad indudable al margen de la protección de Olivares.

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El propio Zurbarán realizó su obra más significativa en Sevilla y Murillo fue un pintor
básicamente andaluz.

Se considera que el arte barroco buscaba la ilusión, la huida de la realidad, la


obtención de efectos sorprendentes, la sugestión de lo maravilloso, obtenido con
materiales pobres. Seguramente sería excesivo ver en este estilo artístico, fruto de una
sensibilidad, el arte propio de la “crisis”, de la decadencia o de la depresión; pero no
debemos olvidar la correspondencia entre las diversas facetas del quehacer humano,
puesto que a través del arte nos llega una parte imp. de lo que sabemos y sentimos
sobre la España del S. XVII.

En cuanto a la literatura, la poesía mantuvo y acentuó su carácter elitista. Su ambiente


fundamental eran las “academias poéticas” más o menos institucionalizadas que
existían en la corte y en algunas ciudades importantes.

La novela tenía una proyección social más amplia. En el caso de Cervantes, las
Novelas ejemplares abrieron nuevos cauces a la expresión literaria, mientras que el
Quijote resiste todos los esfuerzos de clasificación. Por otra parte, se produjo el
completo desarrollo de la novela picaresca a partir del Guzmán de Alfarache (1599).
Aunque en nuestros días se discute a dicha corriente la pretensión de realismo, no
puede negarse el plano histórico concreto en el que se desarrollaron las aventuras. A
partir de 1640 la vida de los pícaros fue cediendo el paso a las sátiras de costumbres y
más aún a las descripciones costumbristas de la vida urbana (el Diablo Cojuelo, por ej.).

Mucho mayor fue la incidencia del teatro. La comedia española del S. XVII es tema
que ha atraído multitud de investigaciones en relación con su entorno social. Hoy día
se subraya las raíces de los temas teatrales, y en general la relación de las diversas
manifestaciones de la literatura culta popular de cuentecillos y refranes, de
canciones populares, etc. La comedia de devoción, la representación con raíces
religiosas, tuvo también su parte en la génesis de la comedia. Los argumentos y sobre
todo la vida de los artistas terminaron concitando contra ellos las iras del rigorismo
moral de la Iglesia, incluso hasta en la misma corte.

Los escritores del Siglo de Oro no hubieran podido vivir –con excepciones- de sus
obras. Su base material se encontraba en un beneficio eclesiástico, en el servicio del
monarca o en la protección de algún aristócrata del que se consideraban criados y al
que dedicaban sus poesías y novelas. En cualquier caso los autores teatrales gozaron
de una extraordinaria popularidad.

5. LA CIENCIA MODERNA: LOS “NOVATORES”.

Parece una evidencia aceptada por todos los autores la existencia de una
protoilustración en torno a los novatores. Autores estudiosos de la historia de la
ciencia han convenido en señalar que en las últimas décadas del S. XVII, cuando menos
desde 1687, comenzó a darse en España un movimiento tímido pero perceptible de
renovación cultural que venía ya forjándose desde mediados de la centuria. Una
renovación fraguada especialmente en ciudades como Madrid, Zaragoza, Sevilla o
Valencia y alrededor de disciplinas científicas preferentemente centradas en el área
experimental, como la medicina y la química. Una renovación que enfrentó en
diversos campos a defensores acérrimos de la ciencia antigua con conspicuos avalistas
de la ciencia moderna.

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El aislamiento de Europa, la crisis social y económica del mundo hispánico y la


decadencia científica respecto a los avances renacentistas son fenómenos relacionados
entre sí dentro de lo que suele denominarse como la cultura del Barroco. El S. XVII se
inició con síntomas preocupantes: se clausuró la Academia de Matemáticas en 1625,
se impuso la condena del heliocentrismo en 1616, los grandes focos universitarios de
Salamanca, Alcalá y Valladolid dejaron de estar en la élite del mundo académico
europeo. Algunos resultados notables, como los espléndidos Veintiún Libros de
Ingenios y Máquinas, pieza central de la ingeniería hidráulica y civil, o la
preeminencia en campos como el arte de navegar y el beneficio de minerales, deben
ser vistos más como colofón de la etapa renacentista que como novedades a la altura
de lo que estaba ocurriendo en los lugares capitales del continente: Leiden, Florencia,
París, Londres, Cambridge, las ciudades donde se estaba construyendo el programa de
la Revolución Científica. El esfuerzo se centró en la ciencia aplicada y en las técnicas,
resultando así que España acabó por descuidar el cultivo del verdadero motor del
desarrollo, la ciencia pura. El país quedó al margen de las primeras manifestaciones de
la ciencia moderna, algo que ocurría por primera vez en siglos: un hecho grave que lo
arrastraría, junto a otros factores, a ocupar un lugar periférico en el escenario
europeo. Son muchos los datos que así lo avalan: el descenso de las publicaciones
científicas, el papel censor del Índice inquisitorial, la pervivencia del escolasticismo
más rancio de espaldas a las importantes novedades que en esas fechas estaban
produciendo, especialmente, la astronomía, la medicina y la mecánica.

Paulatinamente se fue formando una conciencia de dicho atraso, requisito previo para
ponerse al día, algo que aunque no llegaría a conseguirse plenamente sí por lo menos
logró acortar distancias entre España y los países más modernos de Europa allá para
finales del S. XVIII, entre 1650 y 1800 aprox., y coincide con lo que puede llamarse la
introducción de la ciencia moderna en España. Este cambio tuvo que ver con tres
hechos:

En primer lugar, el cambio de dirección iniciado en todos los aspectos de la


política pública por el régimen de don Juan de Austria.
En segundo lugar, la formación de salones o tertulias de discusión bajo
patrocinio distinguido y la evolución de estos salones hacia sociedades
científicas formales;
En tercero y lo más importante, los lazos intelectuales y culturales con Italia.

En un principio, a mediados del S. XVII, las primeras asunciones de novedades


tuvieron una formulación tímida y respetuosa para con la tradición. Eran más bien
ligeras modificaciones que no rompían los esquemas generales de los distintos saberes
tradicionales. En el caso de la medicina, por ejemplo, el edificio galénico se mantuvo
hasta fechas bien tardías. Gaspar Bravo de Sobremonte, uno de los mejores médicos
de su tiempo, apoyó las ideas de Harvey sobre la circulación mayor, pero
incorporándolas a la disciplina galénica. Asumió la aplicación de productos químicos
como el antimonio, pero fue enemigo declarado de Paracelso y la iatroquímica. Algo
similar ocurrió en filosofía natural: el Cursus philosophicus del jesuita Rodrigo de
Arriaga, uno de los textos más utilizados, era básicamente un tratado aristotélico, lo
que no impedía que incluyera algunas nociones modernas como ciertas alusiones al
atomismo en la rarefacción y condensación del agua.

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Lo mismo sucedía con Sebastián Izquierdo, cuyo Pharus Scientiarum incluía las
reglas empiristas del método baconiano en un contexto aún escolástico; o con Isaac
Cardoso, quien asumió el moderno atomismo de Gassendi aunque defendiera la
inmovilidad de la tierra apoyándose en las Sagradas Escrituras. En términos generales,
ése fue el tono y el alcance de los avances hasta el último tercio del S. XVII:
aceptación de hechos concretos y evidencias, pero negación de sus consecuencias de
orden teórico, utilización del método experimental sin que llegara a derribar las
visiones clásicas de las distintas disciplinas.

El movimiento renovador apareció con mayor fuerza


que en ningún otro campo en medicina y en las
ciencias químicas y biológicas. El milanés
españolizado Juan Bautista Juanini fue el primer
novator propiamente dicho. Su Discurso político y
phísico (1674) marca el inicio de una serie de
significativas contribuciones. En él, Juanini elaboró
el primer estudio moderno de higiene pública al
analizar las condiciones de salubridad del aire de una
ciudad (Madrid). Su segunda obra, Nueva Idea
Physica Natural (1685), es ya un tratado de
iatroquímica moderna centrado en la investigación
de los ácidos y alcalinos. Juanini defendió la
doctrina del "espíritu nitro-aéreo", un antecedente
directo del descubrimiento del oxígeno, aplicó la
iatroquímica a la fisiología vegetal e incluso llegó a
estudiar y experimentar con el sistema nervioso a un
primerísimo nivel en su último texto, unas famosas
Cartas (1691), sin duda, la exposición más completa
de la anatomía, fisiología y patología del sistema nervioso de la España moderna.

Amigo personal de Juanini, conocedor igualmente de Bayle y de otros autores


europeos que estaban renovando los saberes químicos, el aragonés José Lucas Casalete
ejemplifica el movimiento novator en la universidad de Zaragoza, uno de los centros
más activos del periodo. Casalete fue un declarado antigalenista, por lo que mereció
la repulsa de muchos de sus colegas en la universidad, lo que llegó a levantar una gran
polémica con su crítica de la fluxión humoral, el
concepto central tradicional para explicar el
mecanismo de las enfermedades. Su interés por la
localización de los focos infecciosos abría
prometedoras perspectivas a la investigación
anatomopatológica.

Valencia, que contaba con una tradición de relieve,


estaba destinada a ser un lugar central en la
renovación de los saberes médicos y biológicos. El
grabador y anatomista Crisóstomo Martínez
merece ser citado como primer adepto español de
la investigación microscópica, la deslumbrante
corriente que en Europa estaban comenzando a
desarrollar Malpighi, Hooke y Leeuwenhoek. Pero
fue el también valenciano Juan de Cabriada el

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abanderado más visible entre los novatores, la denominación que despectivamente les
arrojaban los custodios de la ortodoxia. El nombre de Cabriada está unido a uno de los
manifiestos más famosos de la ciencia española, la Carta filosófica-médico-chymica
(1687), una proclama del método experimental en anatomía y química, al tiempo que
una refutación abierta de la autoridad de los antiguos y una valiente denuncia del
atraso científico español. La reacción que siguió a la publicación de la Carta fue todo
lo violenta que cabía esperar tanto del anquilosado contexto institucional español
como del carácter polemista del propio escrito. Andrés Dávila y José Colmenero
fueron algunos de los impugnadores más conocidos de Cabriada, quien también contó
con célebres adhesiones, caso del médico veronés José Gazola o de Tomás
Fernández, otro de los novatores. Hubo incluso quienes, como Diego Mateo Zapata,
pasaron de atacarle ferozmente a convertirse en pocos años a sus tesis, encabezando la
renovación de las ciencias en la península.

El movimiento novator cristalizó en una institución en 1700, año de la creación del


primer centro español manifiestamente entregado a la defensa de la ciencia moderna,
la "Regia Sociedad de Medicina y otras Ciencias" de Sevilla. Entre sus fundadores es
preciso citar al menos al médico Salvador de Flores, protagonista de grandes
polémicas con los galenistas y seguidor acérrimo de Cabriada. Más no todo fue atacar
o defender a Cabriada y al espíritu de su Carta. El eclecticismo de los que deseaban
abrirse a las novedades pero conservar al tiempo en lo posible los conceptos y
esquemas clásicos está bien representado entre los galenistas moderados de
Barcelona, siendo el cardiólogo Joan d´Alós su exponente más destacado.

Y aún más claramente es posible detectar este eclecticismo en las ciencias


matemáticas, astronómicas y físicas. La subordinación que en física y astronomía se
tenía de las cuestiones filosóficas de fondo hacian trasladar continuamente los debates
hacia materias espinosas, susceptibles de ponerse en cualquier momento en el umbral
de la herejía y la condena. Progresivamente el lenguaje matemático fue
imponiéndose, así en física como en astronomía, alejando de esta manera dichas
materias de sus tradicionales moldes (filosofía natural y cosmografía). Uno de los
introductores de las nuevas corrientes en estos campos fue Juan Caramuel, polígrafo
religioso de origen bohemio y seguidor declarado de Descartes y de Atanasio Kircher.
Su obra fue extensísima (desde la teología a la musicología y desde la historia a las
matemáticas); sus libros constituyeron una referencia imprescindible para
comprender dónde estaba el cultivo de la ciencia dentro de la cultura del Barroco.
Aunque no era un científico propiamente dicho, su interés por la astronomía le llevó a
publicar varias monografías sobre órbitas planetarias y mecánica celeste, redactadas en
un estilo muy moderno y asumiendo novedades como las de Kepler. El Cursus
Mathematicus (1667-1668) resume sus ideas matemáticas, arquitectónicas y
astronómicas, donde destacan las primeras tablas de logaritmos publicadas por un
español.

El jesuita José Zaragoza fue el gran divulgador de las matemáticas y la geometría en


los años 60 y 70. Sus tratados lograron elevar considerablemente el nivel de difusión
de la aritmética, el álgebra y las primeras nociones geométricas no euclidianas. Mayor
interés poseen sus indagaciones astronómicas, debidas en parte a su relación con el
mayor astrónomo práctico español del periodo, Vicente Mut. Juntos realizaron
observaciones del cometa de 1664 y estudiaron asuntos como el diámetro solar y su
paralaje. Mut llegó a atisbar la trayectoria parabólica del citado cometa, lo que le ha
valido ser mencionado en alguna ocasión como precedente de Newton en este punto.

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Zaragoza publicó el resultado de sus observaciones en el prestigioso Journal des


Savants, y construyó él mismo instrumentos de precisión, mostrando así como la
barrera entre ciencia teórica y artes útiles se deshacía en la mente de los modernos. Su
tratado Esphera en común, celeste y terráquea (1675) incorpora nociones de Copérnico,
Tycho Brahe, Galileo, Kepler, Kircher y otros, así como las conclusiones de sus
propias observaciones. En él se anunciaba la geofísica y se criticaba a partir del
método experimental las viejas ideas aristotélicas acerca de la incorruptibilidad de los
cielos y los orbes cristalinos. Su medida cautela a la hora de enjuiciar el
heliocentrismo vuelve a señalar la presión de la época para mantener las doctrinas
tradicionales.

En el ambiente de las tertulias valencianas a las que era asiduo Zaragoza se formaron
Juan Bautista Corachán y Tomás Vicente Tosca, personajes que sirven para calibrar el
estado de los saberes matemáticos, físicos y astronómicos en la transición entre el
Barroco y el siglo ilustrado. Así, los 9 volúmenes del Compendio Mathemático (1707-
1715) de Tosca reflejan un nivel de erudición considerable en el detallado repaso de
los saberes del S. XVII. Es significativo su esfuerzo por presentar una física
desprovista del carácter especulativo al uso, empleando tan sólo el lenguaje
matemático, algo que ocurría en España por vez primera. Incorpora, por ejemplo, las
aportaciones sobre álgebra literal, geometría cartesiana y uso de logaritmos, pero
parece desconocer las importantes conquistas de fin de siglo relativas al cálculo
infinitesimal debidas a Leibniz y Newton. Otro núcleo estuvo localizado en Cádiz, y
tuvo como principal figura a Antonio Hugo de Omerique, autor de la obra matemática
de mayor altura realizada en la España del S. XVII.

En náutica todavía son notables algunos tratados, como el Teatro naval (1688), de
Francisco Seijas y Lobera y el Norte de navegación, que publicó en 1692 Antonio de
Gaztañeta. El tema de la determinación de la longitud, denominado por Fernández
de Navarrete “piedra filosofal” de la náutica, siguió intrigando. Para tierra firme,
Lázaro de Flores consiguió, aprovechando los eclipses de 1663 y 1664, determinar las
coordenadas de La Habana. La Casa de Contratación decayó, sustituida por el
Colegio de S. Telmo, que nunca la igualaría.

Aunque se dieron algunas aportaciones humanísticas de interés, tales como las del
bibliógrafo Nicolás Antonio con su magna obra Bibliotheca Hispana Nova o las del
historiador Gabriel Alvarez de Toledo, autor de una Historia de la Iglesia y del
mundo, publicada en 1713, lo cierto es que la protoilustración española tuvo
preferentemente un carácter científico.

Tema 19. El espíritu del Barroco Página 11


Historia Moderna de España UNED

ADDENDA HISTORIA MODERNA UNIVERSAL


TEMA 16: LA CULTURA DEL BARROCO

1) LOS CONCEPTOS DE BARROCO Y CLASICISMO.

2) CARACTERÍSTICAS DE LA CULTURA BARROCA.

3) DIVERSOS MODELOS EUROPEOS.

1) LOS CONCEPTOS DE BARROCO Y CLASICISMO.

El adjetivo “barroco” lo acuñaron los críticos del Siglo XVIII para calificar peyorativamente
las formas artísticas que habrían hecho degenerar la pureza de las obras del Renacimiento,
mostrándose como un torbellino de excesos formales y pasionales.

Posteriormente, el término ha adquirido un concepto propio, definiendo a una época muy


compleja, en la que las manifestaciones culturales sufrieron una gran transformación,
debido a las estrategias de los grupos dirigentes para dominar la sociedad en su propio
beneficio. Las obras barrocas son dinámicas, elaboradas y contradictorias.

Aparentemente son fáciles de captar por las personas sencillas, pero en realidad tienen una
gran carga conceptual, ya que fueron utilizadas con un objetivo didáctico. Las obras de
Arte barrocas, aparte de expresar ideales estéticos de belleza y magnificencia, fueron
condicionadas por quienes la financiaban. Reflejan los intereses, tensiones y
enfrentamientos entre los distintos grupos y elementos que forman la sociedad.

Los cambios culturales eran generados por una parte de la minoría en el poder, aunque los
resultados eran aceptados pasivamente por la mayoría del pueblo, no consciente de las
transformaciones que se estaban produciendo, salvo por sus efectos directos y negativos en la
supervivencia cotidiana.

Consolidadas por el uso, las nociones “Barroco” y Clasicismo” distan, sin embargo, de
transmitir significados claros y unívocos. La comprensión de las mismas y por ende de
la realidad de la cultura europea del siglo XVII, en especial la artística, podría
efectuarse desde dos puntos de vista.

- En primer lugar desde una visión ceñida a los aspectos estético-formales.


Vistas así las cosas, el Clasicismo resulta absolutamente incompatible con el
Barroco. Un Clasicismo que desempeñaría el papel de corriente paralela o de
resistencia frente al Barroco, directamente heredada de los moldes
renacentistas, para tener su expresión por antonomasia en la Francia de Luis
XIV. Por su parte, el Barroco se habría constituido en la forma de expresión
dominante en Europa y sus colonias durante la mayor parte del Seiscientos.
Estéticamente, se hallaría vinculado a conceptos tales como el de naturalismo,
contraste, exuberancia…

- A este tipo de visiones pueden contraponerse las ofrecidas sobre todo por la
historia social de la cultura. En ellas, se parte de vincular las expresiones
estéticas a los valores que las sustentan. Y por tanto a cada una de las

Tema 19. El espíritu del Barroco Página 12


Historia Moderna de España UNED

formaciones históricas, en toda su complejidad. Desde esta aproximación, la


cultura barroca dejaría de ser un simple estilo (o conjunto de estilos) definido
meramente por sus elementos formales, para convertirse en la cultura
específica de una época histórica, en el caso del Barroco de la crisis del siglo
XVII. Lógicamente, las filiaciones estéticas se ven profundamente matizadas.
Así, la frontera entre el Barroco y el Clasicismo pierde su estanqueidad, y el
empleo de uno u otro patrón ya no se juzga en relación con el patrón
grecorromano, sino con las exigencias de la propia época.

A tenor de lo expuesto, los límites entre el Barroco y el Clasicismo, entendiendo como


tal fundamentalmente en francés que florece sobre todo entre 1660 y 1685, el de
Boileau, Corneille, Racine, Moliêre y Versalles, lejos de resultar claros y estancos,
resultan permeables y tienden a difuminarse desde aproximaciones de mayor calado
que las estéticas. Así, una perspectiva retórica como la hispánica, durante este siglo,
más que hacer compatibles con el Barroco las formas clasicistas, ofrece un resultado
profundamente barroco en los fines culturales y sociales que persigue. Más aún, el
clasicismo francés, en el momento en el que se produce, tampoco se explica sin el
Barroco. Fundamentalmente impulsado por un Rey (Luis XIV) y si Corte, hemos de
recordar que las monarquías absolutas no corresponden únicamente a ideales de
norma y razón, sino que se configuran sacralizadas y de origen divino. Así, la
desmesura y solemnidad retórica, encarnada por Versalles, resulta retórica
barroquizante. En el otro extremo, sería el mismo caso de El Escorial hispano, y el que
se ha denominado Barroco severo de los Austrias.

El universo cultural barroco, con ser el dominante en la Europa del Seiscientos, no


prevalecerá total y exclusivamente. Existirán otros mundos en los que el Barroco no
llega a cristalizar, como Inglaterra y muy especialmente la República Holandesa, país
que no conoce los efectos negativos de la crisis del siglo XVII. Creador de una cultura
necesariamente abierta y tolerante, sus grupos dirigentes se vinculan al comercio y las
finanzas, no tratándose por tanto de una burguesía que sitúa su ideal en el paradigma
nobiliario.

2) CARACTERÍSTICAS DE LA CULTURA BARROCA.

El término barroco ha sido utilizado en dos sentidos. En sentido restringido para hacer referencia al
arte nacido en Italia a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, y que durante todo este siglo se
propagaría a toda Europa; y en sentido amplio, para designar y caracterizar todos los aspectos
pertenecientes a la civilización y a la cultura europea de la primera mitad del siglo XVII (la
ciencia, la política, la sensibilidad, la religiosidad, etc.). Nos interesa ahora desarrollar el sentido más
preciso del término, aquel que se refiere al arte.

La primera característica del arte barroco es que se trata de un arte creado por la renovación
católica frente al protestantismo. El Concilio de Trento justificó y alentó el culto a las imágenes y
la representación de los misterios sagrados, para responder y hacer frente a las ideas iconoclastas y a
la sobria estética protestante. En ese sentido, el Barroco sería el arte de la Contrarreforma. Pero, al
mismo tiempo, la renovación tridentina impuso unos cánones estrictos en materia de arte religioso,
de tal manera que con ello se pretendía reaccionar contra los gustos paganos propios del arte del
Renacimiento. Esto condujo a la obligatoria separación de lo religioso y de lo profano en el arte
del mundo católico: de ese modo, no se podían introducir en las representaciones de escenas religiosas o
sagradas personajes que no lo fueran o, a lo sumo, que no fueran episódicos; igualmente, el vestuario de
los personajes sagrados no correspondería con el de la época del artista, sino que serían convencionales,
con túnicas y pliegues a la antigua. De la misma manera, el Concilio de Trento ordenó vigilar que de

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las obras no se dedujesen opiniones falsas, supersticiosas o contrarias a la doctrina y prohibió


también la representación de la desnudez o de escenas impúdicas y escandalosas.

El resultado de ese espíritu rígido e intervencionista, unido a la renovación pastoral y piadosa en


el seno de la Iglesia, en vez de restringir el espíritu creativo, permitió un crecimiento de las
actividades artísticas. Las construcciones de iglesias, que debían adecuarse a determinadas
exigencias litúrgicas y pastorales, se multiplicaron por todas partes, ya por la expansión de las órdenes
religiosas, ya por el restablecimiento del culto en algunos países. La iglesia de los jesuitas en Roma
constituyó, en ese sentido, el prototipo a imitar: una iglesia grande y clara, con una única nave desde la
cual se pudiera seguir la misa del altar mayor y con capillas laterales para las misas privadas.

Pintores y escultores también recibieron de la Iglesia una normativa precisa con el fin de proclamar e
ilustrar las grandes verdades de la fe y, con ello, adoctrinar y enseñar al pueblo los grandes temas de la
doctrina (la exaltación de la Eucaristía, la glorificación de la Virgen y de los santos, la iluminación del
hombre por la gracia). Con estas directrices se perseguía también tanto inculcar la piedad en los fieles
como responder a los movimientos protestantes. Nada tiene de extraño que la Iglesia católica, que
desempeñó un papel sobresaliente en el nacimiento y difusión del arte barroco, le dictara reglamentos y
le inculcara su propio espíritu. A las artes plásticas se sumó la música sacra, para lo cual se
introdujo en la liturgia el uso del órgano y del canto coral, con la finalidad, también didáctica y
pastoral, de emocionar a los fieles para conducirlos a la devoción. Se trataba, en definitiva, de
conquistar a las masas mediante determinados estímulos psicológicos.

Sin embargo, este arte austero y funcional, de combate y disciplina, pensado y reglamentado por Trento derivó
en poco tiempo hacia la suntuosidad, la riqueza y el recargamiento. En efecto, las iglesias, donde se
representaba la misa como si se tratase de un escenario teatral, acabaron decorándose con gran suntuosidad y
profusión, desde la fachada hasta los retablos, con motivos relativos a la exaltación de Cristo y de la Virgen, de los
santos y de los mártires, como expresión de una fe triunfante.

Pero el arte barroco no es sólo un arte religioso. También constituye la expresión de la sensibilidad de un
siglo duro, dramático, intenso y atormentado, en el que la vida tiene escaso valor debido a la muerte temprana,
a la muerte violenta, a la muerte multitudinaria. Por eso la vida se ama y se vive con intensidad y con pasión,
se intenta gustar de toda clase de sensaciones y placeres, se goza de la naturaleza y del movimiento, del color y de la
luz, de los materiales suntuosos, del oro y del mármol veteado. Rubens expresó todo eso en sus obras, en la
sensualidad de sus personajes y en la elección de colores y formas.

Por otra parte, los hombres del siglo sometidos a sentimientos contradictorios de amor y violencia, de alegría y
temor, dominaban mal las emociones y las pasiones. Y entre éstas, la superior, por encima del amor, es la pasión por
la gloria, que los hombres del Barroco sintieron de manera especial, hasta el punto de ser objeto de estudio y de
explicación racional por los mecanicistas. Como las pasiones no se sacian satisfactoriamente, los hombres terminan
sublimándolas, y el arte es un instrumento capital en esa evolución. Así, artistas como Bernini o Zurbarán
pretendieron traducir plásticamente esa forma de vida superior.

En las artes plásticas el Barroco era también un arte que intentaba imitar al teatro por lo que tenía de fugaz, de
efímero, de ilusorio; era un arte de espectáculo y ostentación. Arquitectos y escultores trataban de recomponer
en la piedra, el mármol o el estuco, los decorados y los movimientos escénicos propios del arte dramático. Igualmente,
los pintores barrocos producían efectos que tendían a restituir en los lienzos la ilusión escénica del relieve y de la
profundidad. De ese modo, la preocupación por la decoración es superior a la de la construcción.
Precisamente por ello, los artistas barrocos vuelcan toda su imaginación en los decorados teatrales, en los arcos de
triunfo festivos, en la arquitectura efímera fúnebre. Su correspondencia en la literatura confirma el gusto de la
época por los efectos espectaculares, por la plasmación de los movimientos más fugaces, como el vuelo de
las vestiduras, por los momentos de extrema tensión mística, como los éxtasis.

El Barroco era un arte religioso y teatral. Y también constituía el reflejo de una sociedad determinada: la
sociedad monárquica, señorial y rural. En aquella sociedad el poder de los soberanos absolutos se manifiesta en la
suntuosidad, en el lujo, en la decoración y en la pompa de la vida cortesana, aristocrática y palaciega. Pero también se
refleja en el mundo rural, pues el Barroco es un arte popular: la profusión de riqueza estimulaba la imaginación del
pueblo que, además, busca a través del arte, y sobre todo del religioso, consuelo, intercesiones celestiales y esperanza.

El siglo XVII estuvo repleto de problemas vitales, económicos, políticos, sociales e


ideológicos. La denominada “Trilogía Moderna” (hambre, peste y guerra) asoló en

Tema 19. El espíritu del Barroco Página 14


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este siglo a la sociedad europea, haciendo de la muerte compañera diaria de los


hombres. El miedo a morir y la angustia por el valor negativo en la otra vida de los
pecados cometidos, hacía imprescindible contar con alguna esperanza o garantía para
el futuro, aportado por la religiosidad, más sentida que pensada, que prometía una
compensación al sufrimiento de la existencia terrena.

En una sociedad en la que los hombres eran jurídica y realmente desiguales, los
distintos estamentos y grupos sociales gestaron formas diferentes para expresar estos
sentimientos.

La nobleza y el clero, interesados en mantener su estatus de predominio social,


a su vez, luchando entre ellos por conseguir y mantener la posición más
elevada en la pirámide social, manifestaron dos tendencias opuestas:

- Los que buscaban nuevas respuestas intelectuales en un sistema de


pensamiento cada vez más inconsistente

- Los que pensaban que en la tradición y en la seguridad del dogma religioso


radicaba la fuerza de sus privilegios y la seguridad de la salvación eterna.

Los grupos populares, sometidos a una vida precaria y violenta eran los más
perjudicados:

- La gran mayoría asumió sus difíciles condiciones de vida. Frecuentemente


estallaron motines y rebeliones masivas, generalmente dirigidas y organizadas
por elementos no populares:

o En ocasiones, alentadas por la desesperación y el hambre


o Otras veces, reivindicando socialmente derechos que les correspondían
por su condición de hijos de Dios.

La religiosidad de una u otra confesión (católicos y reformados) estaba presente en la


mentalidad colectiva y en las preocupaciones diarias. Se entremezclaban los
mandatos divinos con los castigos humanos: la decapitación de un criminal o los
excesos del carnaval eran actos sociales. En ambas confesiones se enfrentaban
concepciones basadas en la bondad y misericordia de un Dios-amor, contra las
opciones exigían el cumplimiento de las normas de un Dios-justicia, lo que
provocaba la confusión entre los fieles, sobre todo cuando las controversias dogmáticas
se convertían en delitos penados, incluso con la persecución o el destierro. Para rebatir
al contrario, cada religión se dotó de instituciones y profundizó en el conocimiento
histórico de la religión.

La religión, la política y la posición social se demostraban en la vida cotidiana, con


gran cantidad de fiestas (en algunas ciudades más de 100 anuales). Era difícil
distinguir entre fiestas religiosas y paganas. En ambos casos se incluía un cortejo cívico
ordenado crecientemente por importancia y una ceremonia litúrgica. El pueblo tomaba
parte en las celebraciones, tales como Corpus Christi, Semana Santa, coronaciones,
visitas y funerales reales…

Fuera de la religión, la pequeña nobleza y la burguesía ligaron su existencia a la


política de las monarquías absolutistas, desarrollando nuevos saberes filosóficos y

Tema 19. El espíritu del Barroco Página 15


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jurídicos sobre bases más racionales que las defendidas por la crítica humanista (más
antieclesial que doctrinal).

Desligándose de los designios divinos establecidos en la creación, en el barroco se


profundizó en:

La esencia del pensamiento


La epistemología (capacidad humana para conocer)
El método (formas para obtener nuevos conocimientos)

3) DIVERSOS MODELOS EUROPEOS.

3.1. Italia

El arte barroco se inició en Roma, la capital del mundo católico, la


capital artística de Italia desde principios del siglo XVI. A ella acudían
artistas desde todas las regiones de Italia buscando la protección y el
mecenazgo papal. Allí recibió su influencia religiosa y su estilo
dramático, allí alcanzó su madurez. Italia se convirtió de nuevo en el
lugar al que todo artista tenía que acudir para formarse. De la
congregación de artistas y artesanos resultó un arte total, en el cual
el marco arquitectónico y la decoración se complementan y crean una
atmósfera peculiar. La mayoría de los iniciadores del Barroco procedían
del norte de Italia, de Bolonia, de Lombardía, de Módena, de
Bérgamo, aunque también hubo algunos meridionales. Entre la
aplicación y la imitación de las lecciones y las obras de los grandes
maestros del Renacimiento, según un manierismo frío y elegante, y su
procedencia provinciana, los artistas de finales del XVI y comienzos del XVII buscaron
nuevos caminos en el arte. Caravaggio, Bernini y Borromini ocuparían un lugar
preeminente en la gestación del nuevo estilo.

Michelangelo Merisi, conocido por Caravaggio, (1573-1610), llegó a Roma en 1591,


después de una estancia de formación en Milán, donde asimiló la tradición pictórica lombarda
caracterizada por el realismo y los experimentos luminosos. Protegido por eclesiásticos de la
Curia, decoró la iglesia de San Luis de los Franceses con pinturas en honor de san Mateo,
rompiendo con la tradición del Renacimiento, al emplear una técnica de contrastes violentos de
luz y de sombra que hacía que destacaran personajes y objetos, y apartándose de la estética y las
reglas tridentinas introdujo figuras populares en las escenas sagradas. Otras de sus obras, como
el "Martirio de san Pedro", la "Conversión de san Pablo" o "La muerte de la Virgen",
destacan por su realismo crudo y por el vigor y, a veces, la rudeza de sus expresiones, contra las
convenciones propias del manierismo. Su influencia en la pintura europea del siglo XVII
fue muy acusada, sobre todo porque aportó una audacia nueva en la composición, en la
búsqueda del efecto dramático, en la visión de una realidad formada por hombres y cosas
rutinarias y cotidianas, aunque transfiguradas por los contrastes violentos de luces y
sombras.

La arquitectura sobresale entre las artes del siglo. Durante cincuenta años Roma
contempló la rivalidad creadora de dos artistas excepcionales: Lorenzo Bernini (1598-1680) y
Franceso Borromini (1599-1677). Introducido en la Corte pontificia, a Bernini se le encargó
la ampliación de la basílica de San Pedro, que unos años antes, en 1612, había sido cerrada
por Carlo Maderna. Este, sin embargo, había mantenido el enorme vacío del interior de la
basílica. Para llenarlo y para que sobresaliera el emplazamiento del altar mayor, en la vertical de

Tema 19. El espíritu del Barroco Página 16


Historia Moderna de España UNED

la cúpula de San Pedro, sin afectar estéticamente al cimborrio, Bernini levantó, entre 1623 y
1624, un enorme baldaquino, dando dimensiones monumentales a un palio. Lo que en éste
serían débiles soportes de madera en aquél serían poderosas columnas salomónicas de bronce,
que dan al conjunto todo su impulso y dinamismo. Al final de su vida, en 1667, construyó en el
ábside de la basílica un monumental relicario llamado la "Gloria de San Pedro", como símbolo
de la autoridad doctrinal de los Pontífices.

Francesco Borromini no alcanzó tanta gloria y apenas consiguió


encargos oficiales. Sin embargo, fue mucho más revolucionario que
Bernini, con quien colaboró en la construcción del palacio Barberini y
del baldaquino de San Pedro. Sus aciertos en la construcción de la
iglesia de San Carlos de las cuatro fuentes (1635-1639), del convento de
San Felipe Neri (1636) y del templo de San Ivo alla Sapienza (1642-
1650), de fachada audaz y en exedra, le granjearon la protección del papa
Inocencio X, quien le nombró, en 1646, arquitecto de la Congregación
para la Propaganda de la Fe. Por encargo suyo restauró la basílica
de San Juan de Letrán y la construcción del templo de Santa Inés en
la plaza Navona. Su obra representó una extraordinaria renovación del
lenguaje arquitectónico al ofrecer soluciones a los problemas del espacio y de la luz. Utilizando
con asombroso virtuosismo la línea curva y otras formas decorativas anticipó los refinamientos
del rococó.

3.2. España

El arte barroco se difundió desde Roma a toda Europa, si bien con desiguales resultados. Sin
embargo, ningún país lo acogió tan bien, en todas sus manifestaciones
artísticas, como España, el país defensor del catolicismo y de la
Contrarreforma, de la exaltación religiosa. En la austeridad de la
arquitectura, en la escultura polícroma en madera, en las estatuas de
procesiones, en las escenas de retablos y en la pintura religiosa, aparecen las
huellas y las órdenes de Trento.

Aunque autónomo con relación a las corrientes estilísticas de su tiempo,


Doménico Teotocópulos (1541-1614), llamado el Greco, dedicó la pintura
de su etapa española casi exclusivamente a temas religiosos,
preferentemente escenas de la vida y la pasión de Cristo. Para dar a sus personajes la máxima
plenitud espiritual, una exaltación mística casi irreal, utilizó la técnica del alargamiento de las
figuras de sus personajes y una sobriedad y una contención tridentinas. En el "Entierro del
conde de Orgaz" se resume toda su visión de la pintura y del mundo religioso: la realidad
impregnada de misticismo y una espléndida representación de la majestad divina.

Intérprete de la sensibilidad barroca es igualmente, aunque por distintos motivos, José Ribera,
llamado el Españoleto (1591-1652). De formación italiana, pues marchó a Italia en 1608 y ya
no volvería, Ribera es por el colorido, por su metodología, por su naturalismo y por su
tenebrismo, un discípulo y heredero de Caravaggio. La mayor parte de sus obras son de
temática religiosa, entre las que caben destacar personajes o escenas del Antiguo Testamento (El
sueño de Jacob, 1639), figuras de santos penitentes (san Jerónimo, María Magdalena), escenas
de milagros y de martirios (el Milagro de san Jenaro para la catedral de Nápoles, el Martirio de
san Bartolomé, de san Felipe, de san Andrés, de san Sebastián), episodios del Nuevo Testamento
(Adoración de los pastores) o vírgenes con niños. Ribera no olvidó los temas mitológicos, los
retratos (La mujer barbuda) y los personajes o escenas de la vida cotidiana (El alegre bebedor,
El muchacho del tiesto, etc.).

Tema 19. El espíritu del Barroco Página 17


Historia Moderna de España UNED

El naturalismo de Ribera sirvió de modelo a Francisco de Zurbarán


(1598-1664), al mismo tiempo que el claroscuro y las actitudes
realistas. Destaca personalmente por su sentido peculiar de la
ordenación, de la monumentalidad y del rigor geométrico, por su
tono solemne y grave y, temáticamente, por un gusto especial
por los temas eclesiásticos (episodios de la vida conventual
cartuja, como San Hugo en el refectorio), religiosos (de devoción
mariana, como La Virgen protegiendo con su manto a los religiosos,
y cristológica) y por los pasajes de naturaleza muerta (bodegones). El
fondo negro de los caravaggistas es en su pintura una lámina
negadora de espacio para destacar la presencia volumétrica de sus
personajes. Las Historias de san Buenaventura (1629) y las Historias de san Pedro
Nolasco (1629-1630) constituyen un paradigma de la utilización de la luz contrastada y de la
unción religiosa de sus personajes. Sin embargo, Zurbarán no sintió interés por el movimiento,
reñido con su gusto por las composiciones reposadas y tranquilas, en las que el esfuerzo físico es
inexistente, pues lo que importa es la expresión espiritual.

A pesar de poseer un estilo propio y de escapar a toda clasificación, Diego de Silva y


Velázquez (1599-1660), el menos místico, el más impasible, el más frío y sobrio de los artistas
españoles del siglo XVII, forma parte cronológicamente de la generación de pintores barrocos.
Protegido por el conde-duque de Olivares, se introdujo en la Corte y gracias al éxito que
obtuvo de su retrato al rey Felipe IV, fue nombrado pintor de cámara. Sus diferencias con los
pintores puramente barrocos son claras: Velázquez no mira la vida desde un ángulo trágico o
espectacular, ni tan siquiera de manera extremadamente realista como lo hiciera Ribera el
Españoleto. Es lo más llano y lo menos retórico posible, es equilibrado y ponderado. Y tal vez,
por ello, no habría que considerarlo como un pintor barroco. Para Velázquez, por ejemplo, el
tenebrismo, que practicará en sus primeros años, no es una tendencia o una actitud, sino una
falta de respuesta al problema de la expresión de la luz. Su respuesta es crear el aire, la
perspectiva aérea, haciendo que las formas pierdan precisión y los colores no sean ya tan
brillantes y limpios.

Si Velázquez encontró protección en la Corte, otros pintores sevillanos del siglo XVII
respondieron a la demanda de la sociedad hispalense, sin necesidad de salir de la capital
andaluza. Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) y Juan Valdés Leal (1622-1690).
Murillo es, dentro de la pintura barroca española, uno de los principales cultivadores del
género religioso, aunque a la religión viril de Zurbarán él oponga una religiosidad
idealizada y tierna, sin llegar al empleo de la ampulosidad de Rubens. Murillo, por el
contrario, refleja una corriente de la devoción popular española sensible a la gracia, a la dulzura
y al optimismo y rechaza todo arrebato extremado. A los temas trágicos él prefiere las visiones
celestiales. En cualquier caso, su pintura responde al espíritu de la Contrarreforma, pues
despierta el fervor del creyente y, sobre todo, por su temática en torno a la Inmaculada
Concepción de la Virgen y, en general, a las vírgenes. Las vírgenes de Murillo eran ante todo
mujeres, de tal manera que gracias a él asistimos a una humanización de lo sagrado. Con igual
dulzura trata los temas de la vida cotidiana (cuyos personajes son casi siempre niños, los niños
abandonados de la Sevilla del siglo XVII o mendigos o trabajadores manuales), restándoles
dureza y dramatismo, creando una atmósfera apacible, alejado del doloroso realismo de Valdés
Leal.

Alejado artísticamente de Murillo por su estilo y por su temática, Valdés Leal tenía puesto su
afán en el realismo dramático y en el movimiento. Más preocupado por la expresión que
por la belleza ideal, sus modelos son con frecuencia patéticamente feos y algunos de sus temas

Tema 19. El espíritu del Barroco Página 18


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son macabros y repugnantes, lo cual ponía de manifiesto uno de los gustos barrocos por
excelencia. Mientras que parte de su serie sobre la vida de sanJjerónimo (La Tentación y La
Flagelación de san Jerónimo) trata de expresar ese movimiento intenso y violento, en los
Jeroglíficos de nuestras postrimerías (In ictu oculi y Finis gloriae mundi) ejecutados por encargo
de don Miguel de Mañara para la iglesia del hospital de la Caridad, representa el desprecio de
las glorias terrenas y el crudo realismo de una parte del alma barroca.

Por lo que respecta a otras manifestaciones artísticas del Barroco español, la escultura religiosa
jugó un papel destacado en los objetivos de la Contrarreforma, sobre todo porque en el primer
tercio del siglo XVII aumentó la construcción de retablos y las procesiones religiosas a cielo
abierto que, concebidas como espectáculos escenográficos, cobraron una importancia capital e
inusitada. Además, las beatificaciones y canonizaciones de santos españoles (san Ignacio,
santa Teresa, san Francisco Javier, san Isidro, san Francisco de Borja, etc.) y la extensión del
culto a la Inmaculada contribuyeron aún más a incrementar la producción escultórica repartida
entre dos escuelas, la castellana y la andaluza.

Entre los miembros de la primera destacó a comienzos de siglo Gregorio Hernández (1566-
1636) autor de esculturas religiosas en madera policromada. Hijo del naturalismo barroco, su
principal interés estético reside en interpretar la realidad con un estilo directo, sin concesiones.
Sus figuras de Cristo yacente, sus dolorosas, sus crucificados y sus representaciones de la
Piedad alimentaron la piedad y la devoción de los fieles desde los altares de las iglesias y desde
los pasos procesionales.

El gran maestro de la escuela andaluza es Juan Martínez Montañés (1568-1649). Formado en


el manierismo de la última etapa renacentista, conserva en sus obras el equilibrio, el orden
y la ponderación clásicas. Es únicamente en los rasgos dramáticos de sus Cristos donde
se manifiesta la pasión barroca. Sus obras maestras son los relieves y las estatuas de sus
retablos por su dulzura y belleza formal: el de san Isidoro del Campo y los de santa Clara y
de san Leandro de Sevilla. El patetismo del que carece la obra de Montañés se encuentra, en
cambio, en su discípulo Juan de Mesa, con sus Cristos trágicos y apasionados, capaces de
mover el sentimiento de quienes lo contemplan, hechos para el espectáculo procesional en la
calle, didáctico y piadoso. La devoción popular hacia el Cristo de la Buena Muerte y el Jesús del
Gran Poder demostraron desde el primer momento que el arte barroco de Mesa era un arte
popular.

Tema 19. El espíritu del Barroco Página 19

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