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En resumen, el Barroco, aunque nacido en Italia, encontró en la España del XVII unas
circunstancias políticas, económicas y sociales que facilitaron no sólo su aceptación
sino también una peculiar y enriquecedora interpretación impulsada por la propia
situación y cualidades del país. Podría pensarse, por consiguiente, que si las
condiciones hubieran sido otras el arte español del S. XVII no hubieran alcanzado tan
altas cotas, excepcionales en la pintura, importantes y personalísimas en la escultura, y
El S. XVII es el siglo del barroco, concepto que responde no sólo a un estilo artístico
sino también a la definición cultural de una época, que se extendió en líneas generales
hasta los años centrales de la siguiente centuria.
Tras el período de duda y desintegración vivido por el mundo europeo con motivo de
la reforma protestante, en los últimos años del S. XVI surgieron unos nuevos
planteamientos ideológicos que crearon la necesidad de una renovada cultura que
sirviera como instrumento integrador y, sobre todo, que ofreciera al hombre un
fundamento seguro de su existencia. Una existencia que había sufrido profundos
cambios al desaparecer el concepto renacentista de universo único y armonioso y ser
sustituido por un pluralismo manifestado tanto en el orden religioso como en el
político, económico y filosófico. Esta situación, que proporcionaba en potencia
diversas corrientes alternativas de elección, generó en el hombre una conciencia
comparativa que alteró sus relaciones con los poderes establecidos. Por primera vez, la
opinión pública despertó interés en las autoridades religiosas y civiles, que
comprometieron a la cultura, especialmente al arte, en defensa de los intereses y en su
propósito de influir en las posibilidades electivas del hombre de la época. La
comunicación y la persuasión fueron exigidas a las formas barrocas para actuar sobre
el ánimo de las gentes con el fin de hacer triunfar la renovación contrarreformista
católica y consolidar el poder de las monarquías absolutas, pues ambos estamentos
fueron los principales impulsores del nuevo lenguaje artístico. El barroco nació, por
consiguiente, aceptando la diversidad de pensamientos, actitudes y necesidades
expresivas, lo que justifica la pluralidad de tendencias que lo configuran, las cuales no
hacen más que confirmar la propia esencia plural de la época.
Para Argán, el Barroco fue una revolución cultural en nombre de la ideología católica.
Efectivamente fue la iglesia de Roma quien determinó el nacimiento del nuevo arte,
que dejó de ser objeto de contemplación desinteresada para convertirse en un medio de
propaganda al servicio de la causa católica. El compromiso exigido al arte queda
claramente expresado en el acta de la sesión XXV del concilio de Trento, en la que se
recoge el deseo de la iglesia de que el artista, con las imágenes y pinturas, no sólo
instruya y confirme al pueblo recordándole los artículos de la fe, sino que además le
mueva a la gratitud ante el milagro y beneficios recibidos, ofreciéndole el ejemplo a
seguir y, sobre todo, excitándole a adorar y aún a amar a Dios. Para cumplir esta
misión el arte debía poseer fuerza de atracción sobre los sentidos y poder de
penetración en el espíritu, es decir, debía ser seductor y didáctico para así mostrar el
camino de la salvación. Pero ese camino tenía que ser seguido por todos, no sólo por
los elegidos o los más preparados, por lo que el arte generó a lo largo del siglo
fórmulas expresivas que, adecuándose a las necesidades de cada momento, llegaran a
todos los niveles de la sociedad. Valores como la claridad y la conmoción primero y
el asombro y el deslumbramiento después fueron utilizados en el transcurrir de la
centuria para dar respuesta a las exigencias de la Iglesia Católica. Además, este
carácter propagandístico del arte fue también empleado por el absolutismo
monárquico para consolidar el poder centralista y unificador del Estado y para
reafirmar la indiscutibilidad del soberano, ya que su autoridad dimanaba de Dios.
Se considera que durante la primera mitad del S. XVII culminó en España el Siglo
de Oro. Este concepto, aplicado en primer lugar al ámbito concreto de la literatura
en lengua castellana, se ha ampliado posteriormente al conjunto de la vida cultural.
El innegable esplendor literario y artístico ha sido aducido como argumento de que
ni la tolerancia ni en concreto la acción inquisitorial coartaron el libre desarrollo de
una cultura creativa. Pero la libertad de creación literaria no se trasladaba al
campo ideológico ni sobre todo al científico.
La cultura del Barroco en España alcanzó una difusión extraordinaria, a través del
arte religioso, de la literatura, del teatro. El barroco suponía toda una sensibilidad
estética contraria al equilibrio y serenidad del Renacimiento, una visión del mundo
fundamentada en una profunda desconfianza hacia la naturaleza humana y hacia la
fragilidad de sus realizaciones. La realidad española del siglo era la mejor
confirmación de tales ideas.
El principal centro de las artes fue sin duda la Villa y Corte, pero otras ciudades
conservaban cierto peso. Valladolid conservó su capitalidad artística, por lo menos
hasta 1620, gracias a sus talleres de escultura religiosa policromada. La escuela
“sevillana” tuvo una personalidad indudable al margen de la protección de Olivares.
El propio Zurbarán realizó su obra más significativa en Sevilla y Murillo fue un pintor
básicamente andaluz.
La novela tenía una proyección social más amplia. En el caso de Cervantes, las
Novelas ejemplares abrieron nuevos cauces a la expresión literaria, mientras que el
Quijote resiste todos los esfuerzos de clasificación. Por otra parte, se produjo el
completo desarrollo de la novela picaresca a partir del Guzmán de Alfarache (1599).
Aunque en nuestros días se discute a dicha corriente la pretensión de realismo, no
puede negarse el plano histórico concreto en el que se desarrollaron las aventuras. A
partir de 1640 la vida de los pícaros fue cediendo el paso a las sátiras de costumbres y
más aún a las descripciones costumbristas de la vida urbana (el Diablo Cojuelo, por ej.).
Mucho mayor fue la incidencia del teatro. La comedia española del S. XVII es tema
que ha atraído multitud de investigaciones en relación con su entorno social. Hoy día
se subraya las raíces de los temas teatrales, y en general la relación de las diversas
manifestaciones de la literatura culta popular de cuentecillos y refranes, de
canciones populares, etc. La comedia de devoción, la representación con raíces
religiosas, tuvo también su parte en la génesis de la comedia. Los argumentos y sobre
todo la vida de los artistas terminaron concitando contra ellos las iras del rigorismo
moral de la Iglesia, incluso hasta en la misma corte.
Los escritores del Siglo de Oro no hubieran podido vivir –con excepciones- de sus
obras. Su base material se encontraba en un beneficio eclesiástico, en el servicio del
monarca o en la protección de algún aristócrata del que se consideraban criados y al
que dedicaban sus poesías y novelas. En cualquier caso los autores teatrales gozaron
de una extraordinaria popularidad.
Parece una evidencia aceptada por todos los autores la existencia de una
protoilustración en torno a los novatores. Autores estudiosos de la historia de la
ciencia han convenido en señalar que en las últimas décadas del S. XVII, cuando menos
desde 1687, comenzó a darse en España un movimiento tímido pero perceptible de
renovación cultural que venía ya forjándose desde mediados de la centuria. Una
renovación fraguada especialmente en ciudades como Madrid, Zaragoza, Sevilla o
Valencia y alrededor de disciplinas científicas preferentemente centradas en el área
experimental, como la medicina y la química. Una renovación que enfrentó en
diversos campos a defensores acérrimos de la ciencia antigua con conspicuos avalistas
de la ciencia moderna.
Paulatinamente se fue formando una conciencia de dicho atraso, requisito previo para
ponerse al día, algo que aunque no llegaría a conseguirse plenamente sí por lo menos
logró acortar distancias entre España y los países más modernos de Europa allá para
finales del S. XVIII, entre 1650 y 1800 aprox., y coincide con lo que puede llamarse la
introducción de la ciencia moderna en España. Este cambio tuvo que ver con tres
hechos:
Lo mismo sucedía con Sebastián Izquierdo, cuyo Pharus Scientiarum incluía las
reglas empiristas del método baconiano en un contexto aún escolástico; o con Isaac
Cardoso, quien asumió el moderno atomismo de Gassendi aunque defendiera la
inmovilidad de la tierra apoyándose en las Sagradas Escrituras. En términos generales,
ése fue el tono y el alcance de los avances hasta el último tercio del S. XVII:
aceptación de hechos concretos y evidencias, pero negación de sus consecuencias de
orden teórico, utilización del método experimental sin que llegara a derribar las
visiones clásicas de las distintas disciplinas.
abanderado más visible entre los novatores, la denominación que despectivamente les
arrojaban los custodios de la ortodoxia. El nombre de Cabriada está unido a uno de los
manifiestos más famosos de la ciencia española, la Carta filosófica-médico-chymica
(1687), una proclama del método experimental en anatomía y química, al tiempo que
una refutación abierta de la autoridad de los antiguos y una valiente denuncia del
atraso científico español. La reacción que siguió a la publicación de la Carta fue todo
lo violenta que cabía esperar tanto del anquilosado contexto institucional español
como del carácter polemista del propio escrito. Andrés Dávila y José Colmenero
fueron algunos de los impugnadores más conocidos de Cabriada, quien también contó
con célebres adhesiones, caso del médico veronés José Gazola o de Tomás
Fernández, otro de los novatores. Hubo incluso quienes, como Diego Mateo Zapata,
pasaron de atacarle ferozmente a convertirse en pocos años a sus tesis, encabezando la
renovación de las ciencias en la península.
En el ambiente de las tertulias valencianas a las que era asiduo Zaragoza se formaron
Juan Bautista Corachán y Tomás Vicente Tosca, personajes que sirven para calibrar el
estado de los saberes matemáticos, físicos y astronómicos en la transición entre el
Barroco y el siglo ilustrado. Así, los 9 volúmenes del Compendio Mathemático (1707-
1715) de Tosca reflejan un nivel de erudición considerable en el detallado repaso de
los saberes del S. XVII. Es significativo su esfuerzo por presentar una física
desprovista del carácter especulativo al uso, empleando tan sólo el lenguaje
matemático, algo que ocurría en España por vez primera. Incorpora, por ejemplo, las
aportaciones sobre álgebra literal, geometría cartesiana y uso de logaritmos, pero
parece desconocer las importantes conquistas de fin de siglo relativas al cálculo
infinitesimal debidas a Leibniz y Newton. Otro núcleo estuvo localizado en Cádiz, y
tuvo como principal figura a Antonio Hugo de Omerique, autor de la obra matemática
de mayor altura realizada en la España del S. XVII.
En náutica todavía son notables algunos tratados, como el Teatro naval (1688), de
Francisco Seijas y Lobera y el Norte de navegación, que publicó en 1692 Antonio de
Gaztañeta. El tema de la determinación de la longitud, denominado por Fernández
de Navarrete “piedra filosofal” de la náutica, siguió intrigando. Para tierra firme,
Lázaro de Flores consiguió, aprovechando los eclipses de 1663 y 1664, determinar las
coordenadas de La Habana. La Casa de Contratación decayó, sustituida por el
Colegio de S. Telmo, que nunca la igualaría.
Aunque se dieron algunas aportaciones humanísticas de interés, tales como las del
bibliógrafo Nicolás Antonio con su magna obra Bibliotheca Hispana Nova o las del
historiador Gabriel Alvarez de Toledo, autor de una Historia de la Iglesia y del
mundo, publicada en 1713, lo cierto es que la protoilustración española tuvo
preferentemente un carácter científico.
El adjetivo “barroco” lo acuñaron los críticos del Siglo XVIII para calificar peyorativamente
las formas artísticas que habrían hecho degenerar la pureza de las obras del Renacimiento,
mostrándose como un torbellino de excesos formales y pasionales.
Aparentemente son fáciles de captar por las personas sencillas, pero en realidad tienen una
gran carga conceptual, ya que fueron utilizadas con un objetivo didáctico. Las obras de
Arte barrocas, aparte de expresar ideales estéticos de belleza y magnificencia, fueron
condicionadas por quienes la financiaban. Reflejan los intereses, tensiones y
enfrentamientos entre los distintos grupos y elementos que forman la sociedad.
Los cambios culturales eran generados por una parte de la minoría en el poder, aunque los
resultados eran aceptados pasivamente por la mayoría del pueblo, no consciente de las
transformaciones que se estaban produciendo, salvo por sus efectos directos y negativos en la
supervivencia cotidiana.
Consolidadas por el uso, las nociones “Barroco” y Clasicismo” distan, sin embargo, de
transmitir significados claros y unívocos. La comprensión de las mismas y por ende de
la realidad de la cultura europea del siglo XVII, en especial la artística, podría
efectuarse desde dos puntos de vista.
- A este tipo de visiones pueden contraponerse las ofrecidas sobre todo por la
historia social de la cultura. En ellas, se parte de vincular las expresiones
estéticas a los valores que las sustentan. Y por tanto a cada una de las
El término barroco ha sido utilizado en dos sentidos. En sentido restringido para hacer referencia al
arte nacido en Italia a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, y que durante todo este siglo se
propagaría a toda Europa; y en sentido amplio, para designar y caracterizar todos los aspectos
pertenecientes a la civilización y a la cultura europea de la primera mitad del siglo XVII (la
ciencia, la política, la sensibilidad, la religiosidad, etc.). Nos interesa ahora desarrollar el sentido más
preciso del término, aquel que se refiere al arte.
La primera característica del arte barroco es que se trata de un arte creado por la renovación
católica frente al protestantismo. El Concilio de Trento justificó y alentó el culto a las imágenes y
la representación de los misterios sagrados, para responder y hacer frente a las ideas iconoclastas y a
la sobria estética protestante. En ese sentido, el Barroco sería el arte de la Contrarreforma. Pero, al
mismo tiempo, la renovación tridentina impuso unos cánones estrictos en materia de arte religioso,
de tal manera que con ello se pretendía reaccionar contra los gustos paganos propios del arte del
Renacimiento. Esto condujo a la obligatoria separación de lo religioso y de lo profano en el arte
del mundo católico: de ese modo, no se podían introducir en las representaciones de escenas religiosas o
sagradas personajes que no lo fueran o, a lo sumo, que no fueran episódicos; igualmente, el vestuario de
los personajes sagrados no correspondería con el de la época del artista, sino que serían convencionales,
con túnicas y pliegues a la antigua. De la misma manera, el Concilio de Trento ordenó vigilar que de
Pintores y escultores también recibieron de la Iglesia una normativa precisa con el fin de proclamar e
ilustrar las grandes verdades de la fe y, con ello, adoctrinar y enseñar al pueblo los grandes temas de la
doctrina (la exaltación de la Eucaristía, la glorificación de la Virgen y de los santos, la iluminación del
hombre por la gracia). Con estas directrices se perseguía también tanto inculcar la piedad en los fieles
como responder a los movimientos protestantes. Nada tiene de extraño que la Iglesia católica, que
desempeñó un papel sobresaliente en el nacimiento y difusión del arte barroco, le dictara reglamentos y
le inculcara su propio espíritu. A las artes plásticas se sumó la música sacra, para lo cual se
introdujo en la liturgia el uso del órgano y del canto coral, con la finalidad, también didáctica y
pastoral, de emocionar a los fieles para conducirlos a la devoción. Se trataba, en definitiva, de
conquistar a las masas mediante determinados estímulos psicológicos.
Sin embargo, este arte austero y funcional, de combate y disciplina, pensado y reglamentado por Trento derivó
en poco tiempo hacia la suntuosidad, la riqueza y el recargamiento. En efecto, las iglesias, donde se
representaba la misa como si se tratase de un escenario teatral, acabaron decorándose con gran suntuosidad y
profusión, desde la fachada hasta los retablos, con motivos relativos a la exaltación de Cristo y de la Virgen, de los
santos y de los mártires, como expresión de una fe triunfante.
Pero el arte barroco no es sólo un arte religioso. También constituye la expresión de la sensibilidad de un
siglo duro, dramático, intenso y atormentado, en el que la vida tiene escaso valor debido a la muerte temprana,
a la muerte violenta, a la muerte multitudinaria. Por eso la vida se ama y se vive con intensidad y con pasión,
se intenta gustar de toda clase de sensaciones y placeres, se goza de la naturaleza y del movimiento, del color y de la
luz, de los materiales suntuosos, del oro y del mármol veteado. Rubens expresó todo eso en sus obras, en la
sensualidad de sus personajes y en la elección de colores y formas.
Por otra parte, los hombres del siglo sometidos a sentimientos contradictorios de amor y violencia, de alegría y
temor, dominaban mal las emociones y las pasiones. Y entre éstas, la superior, por encima del amor, es la pasión por
la gloria, que los hombres del Barroco sintieron de manera especial, hasta el punto de ser objeto de estudio y de
explicación racional por los mecanicistas. Como las pasiones no se sacian satisfactoriamente, los hombres terminan
sublimándolas, y el arte es un instrumento capital en esa evolución. Así, artistas como Bernini o Zurbarán
pretendieron traducir plásticamente esa forma de vida superior.
En las artes plásticas el Barroco era también un arte que intentaba imitar al teatro por lo que tenía de fugaz, de
efímero, de ilusorio; era un arte de espectáculo y ostentación. Arquitectos y escultores trataban de recomponer
en la piedra, el mármol o el estuco, los decorados y los movimientos escénicos propios del arte dramático. Igualmente,
los pintores barrocos producían efectos que tendían a restituir en los lienzos la ilusión escénica del relieve y de la
profundidad. De ese modo, la preocupación por la decoración es superior a la de la construcción.
Precisamente por ello, los artistas barrocos vuelcan toda su imaginación en los decorados teatrales, en los arcos de
triunfo festivos, en la arquitectura efímera fúnebre. Su correspondencia en la literatura confirma el gusto de la
época por los efectos espectaculares, por la plasmación de los movimientos más fugaces, como el vuelo de
las vestiduras, por los momentos de extrema tensión mística, como los éxtasis.
El Barroco era un arte religioso y teatral. Y también constituía el reflejo de una sociedad determinada: la
sociedad monárquica, señorial y rural. En aquella sociedad el poder de los soberanos absolutos se manifiesta en la
suntuosidad, en el lujo, en la decoración y en la pompa de la vida cortesana, aristocrática y palaciega. Pero también se
refleja en el mundo rural, pues el Barroco es un arte popular: la profusión de riqueza estimulaba la imaginación del
pueblo que, además, busca a través del arte, y sobre todo del religioso, consuelo, intercesiones celestiales y esperanza.
En una sociedad en la que los hombres eran jurídica y realmente desiguales, los
distintos estamentos y grupos sociales gestaron formas diferentes para expresar estos
sentimientos.
Los grupos populares, sometidos a una vida precaria y violenta eran los más
perjudicados:
jurídicos sobre bases más racionales que las defendidas por la crítica humanista (más
antieclesial que doctrinal).
3.1. Italia
La arquitectura sobresale entre las artes del siglo. Durante cincuenta años Roma
contempló la rivalidad creadora de dos artistas excepcionales: Lorenzo Bernini (1598-1680) y
Franceso Borromini (1599-1677). Introducido en la Corte pontificia, a Bernini se le encargó
la ampliación de la basílica de San Pedro, que unos años antes, en 1612, había sido cerrada
por Carlo Maderna. Este, sin embargo, había mantenido el enorme vacío del interior de la
basílica. Para llenarlo y para que sobresaliera el emplazamiento del altar mayor, en la vertical de
la cúpula de San Pedro, sin afectar estéticamente al cimborrio, Bernini levantó, entre 1623 y
1624, un enorme baldaquino, dando dimensiones monumentales a un palio. Lo que en éste
serían débiles soportes de madera en aquél serían poderosas columnas salomónicas de bronce,
que dan al conjunto todo su impulso y dinamismo. Al final de su vida, en 1667, construyó en el
ábside de la basílica un monumental relicario llamado la "Gloria de San Pedro", como símbolo
de la autoridad doctrinal de los Pontífices.
3.2. España
El arte barroco se difundió desde Roma a toda Europa, si bien con desiguales resultados. Sin
embargo, ningún país lo acogió tan bien, en todas sus manifestaciones
artísticas, como España, el país defensor del catolicismo y de la
Contrarreforma, de la exaltación religiosa. En la austeridad de la
arquitectura, en la escultura polícroma en madera, en las estatuas de
procesiones, en las escenas de retablos y en la pintura religiosa, aparecen las
huellas y las órdenes de Trento.
Intérprete de la sensibilidad barroca es igualmente, aunque por distintos motivos, José Ribera,
llamado el Españoleto (1591-1652). De formación italiana, pues marchó a Italia en 1608 y ya
no volvería, Ribera es por el colorido, por su metodología, por su naturalismo y por su
tenebrismo, un discípulo y heredero de Caravaggio. La mayor parte de sus obras son de
temática religiosa, entre las que caben destacar personajes o escenas del Antiguo Testamento (El
sueño de Jacob, 1639), figuras de santos penitentes (san Jerónimo, María Magdalena), escenas
de milagros y de martirios (el Milagro de san Jenaro para la catedral de Nápoles, el Martirio de
san Bartolomé, de san Felipe, de san Andrés, de san Sebastián), episodios del Nuevo Testamento
(Adoración de los pastores) o vírgenes con niños. Ribera no olvidó los temas mitológicos, los
retratos (La mujer barbuda) y los personajes o escenas de la vida cotidiana (El alegre bebedor,
El muchacho del tiesto, etc.).
Si Velázquez encontró protección en la Corte, otros pintores sevillanos del siglo XVII
respondieron a la demanda de la sociedad hispalense, sin necesidad de salir de la capital
andaluza. Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) y Juan Valdés Leal (1622-1690).
Murillo es, dentro de la pintura barroca española, uno de los principales cultivadores del
género religioso, aunque a la religión viril de Zurbarán él oponga una religiosidad
idealizada y tierna, sin llegar al empleo de la ampulosidad de Rubens. Murillo, por el
contrario, refleja una corriente de la devoción popular española sensible a la gracia, a la dulzura
y al optimismo y rechaza todo arrebato extremado. A los temas trágicos él prefiere las visiones
celestiales. En cualquier caso, su pintura responde al espíritu de la Contrarreforma, pues
despierta el fervor del creyente y, sobre todo, por su temática en torno a la Inmaculada
Concepción de la Virgen y, en general, a las vírgenes. Las vírgenes de Murillo eran ante todo
mujeres, de tal manera que gracias a él asistimos a una humanización de lo sagrado. Con igual
dulzura trata los temas de la vida cotidiana (cuyos personajes son casi siempre niños, los niños
abandonados de la Sevilla del siglo XVII o mendigos o trabajadores manuales), restándoles
dureza y dramatismo, creando una atmósfera apacible, alejado del doloroso realismo de Valdés
Leal.
Alejado artísticamente de Murillo por su estilo y por su temática, Valdés Leal tenía puesto su
afán en el realismo dramático y en el movimiento. Más preocupado por la expresión que
por la belleza ideal, sus modelos son con frecuencia patéticamente feos y algunos de sus temas
son macabros y repugnantes, lo cual ponía de manifiesto uno de los gustos barrocos por
excelencia. Mientras que parte de su serie sobre la vida de sanJjerónimo (La Tentación y La
Flagelación de san Jerónimo) trata de expresar ese movimiento intenso y violento, en los
Jeroglíficos de nuestras postrimerías (In ictu oculi y Finis gloriae mundi) ejecutados por encargo
de don Miguel de Mañara para la iglesia del hospital de la Caridad, representa el desprecio de
las glorias terrenas y el crudo realismo de una parte del alma barroca.
Por lo que respecta a otras manifestaciones artísticas del Barroco español, la escultura religiosa
jugó un papel destacado en los objetivos de la Contrarreforma, sobre todo porque en el primer
tercio del siglo XVII aumentó la construcción de retablos y las procesiones religiosas a cielo
abierto que, concebidas como espectáculos escenográficos, cobraron una importancia capital e
inusitada. Además, las beatificaciones y canonizaciones de santos españoles (san Ignacio,
santa Teresa, san Francisco Javier, san Isidro, san Francisco de Borja, etc.) y la extensión del
culto a la Inmaculada contribuyeron aún más a incrementar la producción escultórica repartida
entre dos escuelas, la castellana y la andaluza.
Entre los miembros de la primera destacó a comienzos de siglo Gregorio Hernández (1566-
1636) autor de esculturas religiosas en madera policromada. Hijo del naturalismo barroco, su
principal interés estético reside en interpretar la realidad con un estilo directo, sin concesiones.
Sus figuras de Cristo yacente, sus dolorosas, sus crucificados y sus representaciones de la
Piedad alimentaron la piedad y la devoción de los fieles desde los altares de las iglesias y desde
los pasos procesionales.