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La oración del Señor

“Padrenuestro”

INTRODUCCIÓN

Después de todo lo que hombres piadosos han dicho y escrito sobre la oración, necesitamos
algo mejor que eso que tiene un mero origen humano para guiarnos, si queremos llevar a
cabo correctamente este deber esencial. La manera en que las criaturas ignorantes y
pecadoras deben procurar venir ante el Dios Altísimo, la forma en que deben orar de una
manera aceptable y obtener de él lo que necesitan, se puede descubrir solo cuando el gran
Oidor de la oración se complace en revelarnos su voluntad. Él ha hecho esto: (1) abrió un
camino de acceso nuevo y vivo a su presencia inmediata, incluso para los peores pecadores:
(2) designó a la oración como el medio principal para la relación y bendición entre él y su
pueblo; y (3) facilitó con mucha misericordia un modelo perfecto para que las oraciones de
su pueblo sigan ese ejemplo. Observa la sabia instrucción que dan los teólogos de
Westminster: “Toda la Palabra de Dios es útil para dirigirnos en la oración, pero la norma
especial para nuestra dirección es aquella forma de oración que Cristo enseñó a sus
discípulos, comúnmente llamada la oración del Señor” (El Catecismo Menor de
Westminster).
Desde tiempos antiguos se ha llamado “Padrenuestro”, no porque sea una oración que
el Señor haya dirigido al Padre, sino porque él, misericordiosamente, nos la dio para
enseñarnos la manera y el método para orar y los asuntos por los cuales orar. Por lo tanto,
los cristianos deben tenerla en alta estima. Cristo conocía nuestras necesidades y la buena
voluntad del Padre hacia nosotros, y de esta manera en su misericordia nos proveyó una
guía sencilla pero completa. Cada parte o aspecto de la oración se incluye ahí. La adoración
se encuentra en sus frases de apertura y el agradecimiento en la conclusión. La confesión
necesariamente se sobreentiende porque lo que pedimos supone nuestra debilidad o
pecaminosidad. Las peticiones suministran la esencia principal, como en todas las
oraciones. La intercesión y la súplica en nombre de la gloria de Dios y el triunfo de su reino
y de su voluntad revelada se expresan en las primeras tres peticiones, mientras que las
cuatro últimas tienen que ver con la súplica y la intercesión en lo que concierne a nuestras
propias necesidades personales y las de los demás, como lo indican los pronombres en
plural.
Esta oración se encuentra dos veces en el Nuevo Testamento, ya que Cristo la dio en
dos ocasiones. Esto, sin duda, es una pista para que los predicadores repitan lo que es de
importancia fundamental. Las variaciones son importantes. El lenguaje que se emplea en
Mateo 6:9 da a entender que esta oración se nos da como un modelo, sin embargo las
palabras de Lucas 11:2 indican que nosotros la debemos usar como una método. Como todo
en la Escritura, esta oración es perfecta —perfecta en su orden, explicación y redacción. Su
orden es la adoración, la súplica y la explicación. Sus peticiones son siete. Virtualmente es
un epítome de los salmos y un excelente resumen de toda oración. Cada frase que hay en
ella aparece en el Antiguo Testamento, revelando que nuestras oraciones deben ser bíblicas
si han de ser aceptables. “Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna
cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Juan 5:14). Pero no podemos conocer su
voluntad si somos ignorantes de su Palabra.
Se ha alegado que esta oración se diseñó solo para el uso temporal de los primeros
discípulos de Cristo, hasta el momento en que el nuevo pacto se inauguró. Pero tanto Mateo
como Lucas escribieron sus evangelios años después de que esta dispensación cristiana
había comenzado, y ninguno de ellos da ninguna insinuación de que se hubiera vuelto
obsoleta y que ya no fuera útil para los cristianos. Algunos disputan que esta oración no es
apropiada para el día de hoy, por cuanto las peticiones en ella no se ofrecen en el nombre
de Cristo y no contienen ninguna referencia expresa a su expiación e intercesión. Pero esto
es un serio malentendido y un error, porque si razonamos de una manera similar, ¡no
podríamos usar ninguna de las oraciones del Antiguo Testamento, de hecho ninguno de los
salmos! Pero las oraciones de los creyentes del Antiguo Testamento fueron presentadas a
Dios por amor de su nombre; y Cristo fue el Ángel del pacto a quien se le dijo: “Mi nombre
está en él” (Éxodo 23:20, 21). El Padrenuestro no solo se debe ofrecer confiando en la
mediación de Cristo, sino que expresamente él nos dirige a eso y nos autoriza a ofrecerlo
así.
En épocas más recientes, ciertos “estudiantes de la profecía” se han opuesto al uso de
esta oración por motivos dispensacionalistas, argumentando que es exclusivamente una
oración judía y que es legalista en su esencia. Pero esto es nada más y nada menos que un
intento descarado de Satanás de robarles a los hijos de Dios una porción valiosa de su
herencia. Cristo no les dio esta oración a los judíos como judíos, sino a sus discípulos. Está
dirigida a “nuestro Padre” y, por lo tanto, todos los miembros de su familia deben usarla.
Como dijimos, se registra no solo en Mateo, sino también en Lucas, que es el evangelio
gentil. El mandato de Cristo, después de su resurrección, de que sus discípulos les
enseñaran a los creyentes a observar todas las cosas que él les había mandado (Mateo
28:20), incluye su mandamiento en Mateo 6:9–13. No hay nada en esta oración que no sea
adecuado para el cristiano el día de hoy, quien necesita todo lo que hay en ella.
Durante mucho tiempo esto ha sido un motivo de conflicto, que ha dado lugar a mucha
controversia mordaz en cuanto a si la oración del Señor debe considerarse como un método
que debe usarse o como un modelo que debe imitarse. La respuesta correcta a esta cuestión
es que debe considerarse como ambos. En Mateo, evidentemente se expone como un
ejemplo o modelo de la clase de oración que debe ofrecerse bajo la nueva economía.
“Vosotros, pues, oraréis así”. Debemos orar “con esa reverencia, humildad, seriedad,
confianza en Dios, preocupación por su gloria, amor por la humanidad, sumisión,
moderación por las cosas temporales y vehemencia por las cosas espirituales que ella
inculca” (Thomas Scott). Pero en Lucas 11:2 encontramos a nuestro Señor enseñando esto:
“Cuando oréis, decid…” es decir, debemos usar sus palabras como una fórmula. Entonces,
el deber que los discípulos de Cristo tienen en su oración es usar esta oración
continuamente como un modelo y a veces como un método.
Para los que se oponen al uso de algún método de oración, les recordamos que Dios
mismo muchas veces pone en la boca de su pueblo necesitado el lenguaje exacto que debe
emplear al acercarse a él. Por ejemplo. El Señor le dice a Israel: “Tomad con vosotros
palabras, y volveos al Señor. Decidle: Quita toda iniquidad, y acéptanos bondadosamente”
(Oseas 14:2, LBLA). No cabe duda que tenemos que estar en guardia en contra de la
observancia meramente formal, y aún más en contra de una observancia supersticiosa del
Padrenuestro. Sin embargo, debemos evitar con toda diligencia irnos al extremo contrario
y nunca emplearla. En la opinión de este escritor, debe recitarse con reverencia y
sensibilidad una vez en cada servicio público y debe usarse todas los días en la adoración
familiar. Que algunos la hayan pervertido, cuyo uso demasiado frecuente parece equivaler
a las “vanas repeticiones” que el Salvador prohibió (Mateo 6:7), no es razón válida para que
seamos totalmente privados de ofrecerla en el trono de gracia, en el espíritu que inculcó
nuestro Señor y con las mismas palabras que él ordenó.
En cada expresión, petición y explicación de esta oración, vemos a Jesús: Él y el Padre
son uno. Él tiene un “Nombre” que se le ha dado, que está por encima de todo nombre. Él
es el bendito y el único potentado y su “reino” gobierna sobre todos. Él es el “pan de vida”
que descendió del cielo. Él tuvo poder en la tierra para “perdonar el pecado”. Él puede
socorrer a los que son “tentados”. Él es el ángel que “liberta de todo mal”. El reino, el poder
y la gloria le pertenecen. Él es el cumplimiento y la confirmación de todas las promesas
divinas y las garantías misericordiosas. Él mismo es “el Amén y testigo fiel”. Bien calificó
Tertuliano la oración del Señor como “el evangelio abreviado”. Entre más claramente
entendamos el evangelio de la gracia de Dios, “el evangelio de la gloria de Cristo”, más
vamos a amar esta poderosa oración, y cuando nos gloriemos en el evangelio que es “poder
de Dios y sabiduría de Dios” a los que creen, nos vamos a alegrar con gozo inefable cuando
ofrezcamos las peticiones divinamente prescritas y esperemos las respuestas
misericordiosas (Thomas Houston).

1
EL DESTINATARIO
“Padre nuestro que estás en los cielos”
(Mateo 6:9)

Esta frase de apertura es un prefacio adecuado para todo lo que sigue. Nos presenta el gran
Objeto a quien oramos, nos enseña el oficio del pacto que mantiene por nosotros y denota
la obligación impuesta sobre nosotros, a saber, aquella de mantener hacia él un espíritu
filial con todo lo que eso conlleva. Toda oración auténtica debe comenzar con una
contemplación devota y debe expresar un reconocimiento del nombre de Dios y de sus
benditas perfecciones. Debemos acercarnos al trono de la gracia con el temor adecuado de
la majestad soberana de Dios y de su poder, no obstante, con una confianza santa en su
bondad paternal. En estas palabras de apertura somos instruidos explícitamente a
presentar nuestras peticiones, expresando la noción que tenemos de las glorias esenciales
y relativas de Aquel a quien nos dirigimos. Los salmos abundan con ejemplos de esto. Véase
Salmos 8:1 como un ejemplo de esto.
“Padre nuestro que estás en los cielos”. Esforcémonos primero por determinar el
principio general que está plasmado en esta frase introductoria. Nos informa, de la manera
más sencilla posible, que el gran Dios está misericordiosamente listo para concedernos una
audiencia. Al mandarnos que nos dirijamos a él como nuestro Padre, esto definitivamente
nos da una certeza de su amor y poder. Este precioso título está diseñado para elevar
nuestros afectos, estimular nuestra atención reverente y confirmar nuestra confianza en la
eficacia de la oración. Tres cosas son esenciales para la oración aceptable y eficaz: fervor,
reverencia y confianza. Esta frase de apertura está diseñada para conmover estos
elementos esenciales dentro de nosotros. El fervor es el resultado de nuestros afectos
puestos en práctica; la reverencia se promueve por discernir el hecho de que nos estamos
dirigiendo al trono celestial; la confianza se va a profundizar cuando veamos al Objeto de la
oración como nuestro Padre.
Al acercarnos a Dios en actos de adoración, debemos “creer que le existe, y que es
galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6 LBLA). ¿Qué es lo que más esperamos
que profundice nuestra confianza, provoque el amor más fuerte y las esperanzas más
ardientes de nuestro corazón hacia Dios, sino el hecho de que Cristo mismo se nos presente
en su aspecto más tierno y en su relación más cautivadora? ¡De qué manera somos
alentados aquí a usar la santa audacia y derramar nuestras almas ante él! No podríamos
suplicar de manera adecuada a una Primera Causa impersonal; mucho menos podríamos
adorar o suplicar a una gran abstracción. No, es a una persona, una persona divina, uno que
tiene nuestros mejores intereses en su corazón, a quien somos invitados a acercarnos; uno
que es nuestro Padre. “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados
hijos de Dios” (1 Juan 3:1).
De manera natural Dios es el Padre de todos los hombres porque es su creador. “¿No
tenemos todos un mismo padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?” (Malaquías 2:10).
“Ahora pues, Jehová, tú eres nuestro padre; nosotros barro, y tú el que nos formaste; así
que obra de tus manos somos todos nosotros” (Isaías 64:8). El hecho de que algunos hayan
pervertido burdamente esos versículos, porque mantienen puntos de vista equivocados
sobre “la paternidad universal de Dios y la hermandad del hombre”, no debe hacer que los
repudiemos totalmente. Nuestro privilegio es reconfortar a los más impíos y confiados en
eso, si ellos arrojan al suelo las armas de su milicia y hacen lo que hizo el hijo pródigo, hay
un Padre amoroso que está listo para darles la bienvenida. Si él escucha el clamor de los
cuervos (Salmos 147:9), ¿ignorará las peticiones de una criatura racional? Simón el mago,
mientras todavía estaba “en hiel de amargura y en prisión de maldad”, fue guiado por un
apóstol para arrepentirse de su maldad y orar a Dios (Hechos 8:22, 23).
Pero, a la profundidad y pleno significado de esta invocación, solo puede entrar el
cristiano porque hay una relación superior entre él y Dios que la que solo se da por
naturaleza. En primer lugar, Dios es su Padre espiritualmente. En segundo lugar, Dios es el
Padre de sus elegidos porque es el Padre de su Señor Jesucristo (Efesios 1:3). De esta
manera, Cristo expresamente dijo: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro
Dios” (Juan 20:17). En tercer lugar, Dios es el Padre de sus elegidos por decreto eterno:
“Habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según
el puro afecto de su voluntad” (Efesios 1:5). En cuarto lugar, es el Padre de sus elegidos por
regeneración, porque vuelven a nacer y llegan a ser “participantes de la naturaleza divina”
(2 Pedro 1:4). Está escrito: “Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gálatas 4:6).
Estas palabras, “Padre nuestro”, no solo significan el oficio de que Dios nos sustenta en
virtud del pacto eterno, sino que también implican con toda claridad nuestra obligación.
Nos enseñan cómo debemos disponernos hacia Dios cuando oramos y la conducta
apropiada que debemos tener en virtud de esta relación. Como sus hijos lo debemos
“honrar” (incluso más que a nuestros padres humanos; véanse Éxodo 20:12 y Efesios 6:1–
3), estar en sujeción a él, deleitarnos en él y luchar en todas las cosas para complacerlo. Una
vez más, la frase “Padre nuestro” no solo nos enseña nuestro interés personal en Dios
mismo, quien por gracia es nuestro Padre, sino que también nos instruye en cuanto a
nuestro interés por nuestros compañeros cristianos que en Cristo son nuestros hermanos.
No es solo a “mi Padre” a quien oro sino a “nuestro Padre”. Debemos expresar nuestro amor
por nuestros hermanos orando por ellos; debemos estar tan interesados por sus
necesidades como por las nuestras. ¡Cuánto se incluye en estas dos palabras!
“Que estás en los cielos”. Qué bendito equilibrio le da esto a la frase anterior. Si aquella
nos habla de la bondad de Dios y de su gracia, esta nos habla de su grandeza y majestad. Si
aquella nos enseña de la cercanía y del alto precio de su relación con nosotros, esta anuncia
su elevación infinita por encima de nosotros. Si las palabras “Padre nuestro” inspiran
confianza y amor, entonces las palabras “que estás en los cielos” nos deben llenar de
humildad y temor reverente. Estas son dos cosas que deben ocupar nuestras mentes y
comprometer nuestros corazones: la primera sin la segunda tiende hacia la familiaridad
profana; la segunda sin la primera produce frialdad y terror. Combinando a las dos, somos
preservados de ambos males; y en el alma se forja y se mantiene una estabilidad adecuada,
mientras contemplamos como corresponde la misericordia y el poder de Dios, su amor
insondable y su nobleza inconmensurable. Date cuenta cómo el mismo bendito equilibrio
lo preservó el apóstol Pablo cuando empleó las siguientes palabras para describir a Dios el
Padre: “el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria” (Efesios 1:17).
Las palabras “que estás en los cielos”, no se usan porque él esté confinado ahí. Nos
recuerdan las palabras del rey Salomón: “Pero ¿es verdad que Dios morará sobre la tierra?
He aquí que los cielos, los cielos de los cielos, no te pueden contener; ¿cuánto menos esta
casa que yo he edificado?” (1 Reyes 8:27). Dios es infinito y omnipresente. En un sentido en
particular, no obstante, el Padre está “en los cielos” porque ese es el lugar en que su
majestad y gloria se manifiestan de una manera más ilustre. “Jehová dijo así: El cielo es mi
trono, y la tierra estrado de mis pies” (Isaías 66:1). Darnos cuenta de esto debe llenarnos
con la más profunda reverencia y el más profundo temor reverente. Las palabras, “que estás
en los cielos”, dirigen la atención a su providencia, porque declaran el hecho de que él está
gobernando todas las cosas desde lo alto. Estas palabras proclaman su habilidad para
prometer que hará algo por nosotros porque nuestro Padre es el Todopoderoso. “Nuestro
Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho” (Salmos 115:3). Sin embargo, aunque
es el Todopoderoso, es “nuestro Padre”. “Como el padre se compadece de los hijos, se
compadece Jehová de los que le temen” (Salmos 103:13). “Pues si vosotros, siendo malos,
sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el
Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:13). Por último, estas benditas palabras nos
recuerdan que nosotros estamos peregrinando hacia allá, porque el cielo es nuestro hogar.

2
LA PRIMERA PETICIÓN
“Santificado sea tu nombre”
(Mateo 6:9).

“Santificado sea tu nombre” es la primera de las peticiones del modelo de oración de Cristo.
Son siete y se dividen significativamente en dos grupos: las primeras tres se relacionan a la
causa de Dios; las últimas cuatro se relacionan a nuestras propias preocupaciones de todos
los días. Una división similar se aprecia en los Diez Mandamientos: los primeros cinco nos
enseñan nuestro deber hacia Dios (en el quinto, para el niño los padres están en el lugar de
Dios); los últimos cinco nos enseñan nuestro deber hacia nuestro prójimo. Nuestro deber
principal en la oración es hacer caso omiso de nosotros y darle a Dios la preeminencia en
nuestros pensamientos, deseos y súplicas. Esta petición necesariamente es la primera
porque glorificar el gran nombre de Dios es el fin último de todas las cosas. Todas las demás
peticiones deben estar subordinadas a esta y deben estar en conformidad a ella. No
podemos orar correctamente a menos que la gloria de Dios domine nuestros deseos.
Debemos acariciar un sentimiento profundo de la inefable santidad de Dios y un ardiente
anhelo por la honra de ella. Por lo tanto, no debemos pedirle a Dios que nos otorgue nada
que vaya en contra de su santidad.
“Santificado sea tu nombre.” ¡Qué fácil es pronunciar estas palabras y no pensar para
nada en su solemne importancia! Cuando tratamos de reflexionar sobre ellas, de manera
natural surgen cuatro preguntas en nuestra mente. Primera, ¿qué se quiere decir con la
palabra santificado? Segunda, ¿qué significa el nombre de Dios? Tercera, ¿cuál es la
importancia de “santificado sea tu nombre”? Cuarta, ¿por qué esta petición se ubica en
primer lugar?
En primera instancia, la palabra santificado es un término que se usa aquí para traducir
una forma del verbo griego hagiazo, que quiere decir poner aparte para un uso sagrado.
Así, las palabras “santificado sea tu nombre” quieren decir el deseo piadoso de que el
nombre incomparable de Dios sea reverenciado, adorado y glorificado, y que Dios haga que
se tenga en sumo respeto y honor, que su fama se difunda ampliamente y se engrandezca.
En segundo lugar, el nombre de Dios representa a Dios mismo, porque trae a la mente
del creyente todo lo que Dios es. Vemos esto en Salmos 5:11: “En ti se regocijen los que
aman tu nombre [es decir, a ti mismo]”. En Salmos 20:1 leemos: “El nombre del Dios de
Jacob te defienda”, es decir, que el mismo Dios de Jacob te defienda. “Torre fuerte es el
nombre de Jehová” (Proverbios 18:10), es decir, Jehová mismo es una torre fuerte. El
nombre de Dios representa las perfecciones divinas. Es impactante darse cuenta de que
cuando le “proclamó el nombre del Señor” a Moisés, Dios enumeró sus propios benditos
atributos (véase Éxodo 34:5–7). Este es el verdadero significado de la afirmación: “En ti
confiarán los que conocen tu nombre” [es decir, tus maravillosas perfecciones] (Salmos
9:10). Pero sobre todo, el nombre divino pone delante de nosotros todo lo que Dios nos ha
revelado en relación a sí mismo. Es con esos apelativos y títulos que el Todopoderoso, el
Señor de los espíritus, Jehová, el Dios de paz y nuestro Padre se nos ha revelado.
En tercer lugar, ¿qué pensamientos quería el Señor Jesús que consideráramos en
nuestro corazón cuando nos enseñó a orar: “Santificado sea tu nombre”? Primero, en el
sentido más amplio, debemos suplicar de ese modo que Dios “por su providencia soberana,
dirija y disponga todas las cosas para su propia gloria” (El Catecismo Mayor de Westminster).
Por este medio oramos que Dios mismo santifique su nombre —que él haga que, por su
providencia y gracia, sea conocido y adorado por medio de la predicación de su ley y su
evangelio. Además, oramos que su nombre sea santificado y engrandecido en y por
nosotros. No es que nosotros podamos agregar algo a la santidad esencial de Dios, sino que
podemos y debemos promover la gloria revelada de su santidad. Por esta razón es que
somos exhortados así: “Dad a Jehová la honra debida a su nombre” (Salmos 96:8). No
tenemos el poder dentro de nosotros mismos para santificar el nombre de nuestro Dios. Sin
embargo, Cristo nos instruye poniendo en nuestras bocas un verbo pasivo en imperativo,
para decirle a nuestro Padre: “¡Deja que tu nombre sea santificado!” ¡En esta petición
obligatoria se nos enseña a acudir al Padre para que haga lo que debe hacer, de acuerdo al
tenor de las palabras que habló por medio de Isaías: “Preguntadme de las cosas por venir;
mandadme” (Isaías 45:11)! Porque el nombre de Dios debe ser santificado entre sus
criaturas, nuestro Señor nos instruye a orar. “Y esta es la confianza que tenemos en él, que
si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Juan 5:14). Ya que nuestro
Dios ha manifestado con tanta claridad su voluntad, todos los verdaderos creyentes deben
desear la santificación del nombre de Dios entre los hombres y deben estar decididos a
promover en la tierra la gloria revelada de Dios. Debemos hacer esto especialmente en
oración, ya que el poder para lograr este gran fin reside solo en Dios mismo. Por la oración
recibimos la capacitación del Espíritu Santo para santificar y glorificar a Dios en nuestros
propios pensamientos, palabras y obras.
Al orar “santificado sea tu nombre”, suplicamos que Dios, que es santísimo y glorioso,
nos permita reconocerlo y honrarlo como tal. Como lo expresó Manton de forma
convincente:
En esta petición, deseamos y prometemos la gloria de Dios; porque cada oración es
tanto una expresión de deseo como también un voto implícito o una obligación solemne
que asumimos para llevar a cabo lo que pedimos. La oración es una predicación a
nosotros mismos en el oído de Dios: le hablamos a Dios para advertirnos a nosotros
mismos —no para su información sino para nuestra edificación.
¡Desgraciadamente, esta inferencia necesaria de la oración ya no se insiste tanto en el
púlpito el día de hoy y no se percibe con claridad en los bancos de la iglesia! Nos burlamos
de Dios cuando le presentamos palabras piadosas y no tenemos ninguna intención de luchar
con todas nuestras fuerzas para vivir en armonía con ellas.
Para nosotros, santificar su nombre quiere decir que le damos a Dios el lugar supremo,
que lo ponemos por encima de todo lo demás en nuestros pensamientos, afectos y vidas.
Este alto propósito de la vida es contrario al ejemplo de los constructores de la torre de
Babel que dijeron: “Hagámonos un nombre” (Génesis 11:4) y al de Nabucodonosor, que
dijo: “¿No es esta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder,
y para gloria de mi majestad?” (Daniel 4:30). El apóstol Pedro nos ordena “santificad a Dios
el Señor en vuestros corazones” (1 Pedro 3:15). Un temor reverente de su majestad y
santidad debe llenar nuestros corazones para que todo nuestro ser interior se incline ante
él en sujeción total y voluntaria. Debemos orar por esto, esforzándonos por obtener puntos
de vista correctos y un conocimiento más profundo de él, para que lo podamos adorar
correctamente y servir de un modo aceptable.
Esta petición no solo expresa el deseo de que Dios se santifique a sí mismo en y por
medio de nosotros, permitiéndonos glorificarlo, sino que también expresa nuestro anhelo
de que otros lo puedan conocer, adorar y glorificar.
Al usar esta petición, oramos que la gloria de Dios pueda ser más y más expuesta y
avanzada en el mundo en el curso de su providencia, que su Palabra pueda correr y ser
glorificada en la conversión y santificación de los pecadores, que pueda haber un
aumento en la santidad en todo su pueblo, y que se impida y elimine toda profanación
del nombre de Dios entre los hombres (John Gill).
De esta manera, esta petición incluye pedirle a Dios que conceda todos los
derramamientos del Espíritu para levantar pastores fieles, para mover a sus iglesias a
mantener una disciplina bíblica y para despertar a los santos al ejercicio de sus dones.
En cuarto lugar, ahora es obvio por qué esta es la primera petición de la oración del
Señor: porque proporciona la única base legítima para todas nuestras otras solicitudes. La
gloria de Dios debe ser nuestro interés mayor y principal. Cuando ofrecemos esta petición
a nuestro Padre celestial, estamos diciendo: “Lo que me pase, por profundo que me pueda
hundir, sin importar qué tan hondas sean las aguas por las cuales pueda ser llamado a pasar,
Señor, engrandécete en y por medio de mí”. Presta atención a la manera tan bendita en
que este espíritu fue ejemplificado por nuestro perfecto Salvador: “Ahora está turbada mi
alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora.
Padre, glorifica tu nombre” (Juan 12:27, 28). Aunque fue necesario que él fuera bautizado
con el bautismo del sufrimiento, la gloria del Padre fue el gran interés de Cristo.
Las siguientes palabras resumen de una manera hermosa el significado de esta petición:
Oh, Señor, abre nuestros ojos para que te conozcamos correctamente y podamos
discernir tu poder, sabiduría, justicia y misericordia; y ensancha nuestros corazones para
que te podamos santificar en nuestros afectos haciendo de ti nuestro temor, amor, gozo
y confianza; y abre nuestros labios para que te podamos bendecir por tu infinita bondad;
sí, oh Señor, abre nuestros ojos para que te podamos ver en todas tus obras e inclina
nuestras voluntades con reverencia porque tu nombre aparece en tus obras y concede
que cuando usemos cualquiera de ellas, podamos honrarte en nuestro uso sobrio y
santificado de las mismas (W. Perkins).
En conclusión, señalemos muy brevemente los usos que se le debe dar a esta petición.
(1) Tenemos que lamentar y confesar nuestros fracasos pasados. Nos tenemos que humillar
por esos pecados con los cuales hemos obstaculizado la gloria revelada de Dios y hemos
profanado su nombre, por ejemplo, el orgullo del corazón, la frialdad en el celo, la necedad
de la voluntad y la impiedad de la vida. (2) Debemos buscar con toda seriedad esas gracias
con las cuales podamos santificar su nombre: un mayor conocimiento de él, un incremento
de un temor santo en nuestros corazones; una mayor fe, esperanza, amor y adoración; y un
uso correcto de sus dones. (3) Debemos practicar fielmente nuestros deberes para que no
haya nada en nuestra conducta que haga que los incrédulos blasfemen su nombre
(Romanos 2:24). “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria
de Dios” (1 Corintios 10:31).

3
LA SEGUNDA PETICIÓN
“Venga tu reino”
(Mateo 6:10).

La segunda petición es la más breve, pero la más completa, de las que se incluyen en la
oración del Señor. No obstante, es raro y triste que en algunos círculos es la que menos se
entiende y es la más controvertida. Las siguientes preguntas exigen una cuidadosa atención.
En primer lugar, ¿cuál es la relación entre esta petición y la que la antecede? En segundo
lugar, ¿el reino de quién está aquí en vista? En tercer lugar, ¿exactamente qué se quiere
decir con las palabras “tu reino”? En cuarto lugar, ¿en qué sentido o sentidos debemos
entender las palabras “venga tu reino”?
La primera petición: “Santificado sea tu nombre”, se refiere a la gloria de Dios, mientras
que la segunda y la tercera se refieren a los medios mediante los cuales su gloria se debe
manifestar y promover en la tierra. El nombre de Dios se glorifica aquí de manera manifiesta
solo en la proporción en que su reino venga a nosotros y su voluntad sea hecha por
nosotros. La relación entre esta petición y la primera, por consiguiente, es bastante
evidente. Cristo nos enseña a orar primero por la santificación del gran nombre de Dios, y
después nos dirige a orar por los medios para lograr eso. Entre los medios para promover
la gloria de Dios ninguno influye tanto como la venida de su reino. Por lo tanto somos
exhortados: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia” (Mateo 6:33). Pero
aunque los hombres deben glorificar el nombre de Dios sobre la tierra, por sí mismos no
pueden hacerlo. El reino de Dios debe primero ser establecido en sus corazones. Nosotros
no podemos honrar a Dios hasta que nos sometamos de un modo voluntario a su gobierno
sobre nosotros.
“Venga tu reino”. ¿Al reino de quién se está haciendo referencia aquí? Obviamente es
el reino de Dios el Padre, sin embargo no debemos pensar que este está separado del reino
del Hijo. El reino del Padre no es diferente al de Cristo, de la misma manera que “la iglesia
del Dios viviente” (1 Timoteo 3:15) no es diferente del cuerpo de Cristo, o que el “evangelio
de Dios” (Romanos 1:1) sea algo diferente del “evangelio de Cristo” (Romanos 15:29), o que
“la palabra de Cristo” (Colosenses 3:16) se tenga que distinguir de la palabra de Dios. Pero
lo que Cristo sí quiere decir con las palabras “tu reino”, es distinguir marcadamente el reino
de Dios del reino de Satanás (Mateo 12:25–28), que es un reino de oscuridad y desorden.
El reino de Satanás no solo es opuesto en carácter, sino que también se encuentra en
oposición beligerante al reino de Dios.
El reino del Padre es, en primer lugar y de manera más general, su gobierno universal,
su dominio absoluto sobre todas las criaturas y cosas. “Tuya es, oh Jehová, la magnificencia
y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y
en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos” (1 Crónicas
29:11). En segundo lugar, y de manera más específica, es la esfera externa de su gracia en
la tierra, donde él es ostensiblemente reconocido (véanse Mateo 13:11 y Marcos 4:11 en
sus contextos). En tercer lugar, y todavía de manera más indudable, es el reino espiritual e
interno, que llega mediante la regeneración. “El que no naciere de agua y del Espíritu, no
puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5).
Ahora bien, así como el Padre y el Hijo son uno en naturaleza, de la misma manera su
reino es el mismo; y de esta manera aparece en cada uno de sus aspectos. En lo que se
refiere al aspecto de la providencia leemos: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo”
(Juan 5:17), lo que significa la cooperación en el gobierno del mundo (Hebreos 1:3). Cristo
ahora ejerce la función mediadora de un Rey, en virtud de que el Padre le asignó un reino
(Lucas 22:29) y lo estableció sobre el mismo (Salmos 2:6). Cuando el reino se ve más
concretamente como un reino de gracia que se ha establecido en los corazones del pueblo
de Dios, correctamente se llama tanto “reino de Dios” (1 Corintios 4:20) como “reino de su
amado Hijo” (Colosenses 1:13). Viendo el reino en lo que respecta a su máxima gloria
eterna, Cristo dice que va a beber el fruto de la vid con nosotros “en el reino de mi Padre”
(Mateo 26:29), sin embargo también se llama “el reino eterno de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo” (2 Pedro 1:11). Por lo tanto, a nosotros nos debe parecer perfectamente natural
cuando leemos estas palabras: “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y
de su Cristo” (Apocalipsis 11:15).
Alguien puede preguntar: ¿Por cuál aspecto del reino, aunque sea futuro, se ora aquí?
Ciertamente no por su aspecto providencial, ya que eso ha existido y continúa desde el
principio. El reino debe, entonces, ser futuro en el sentido de que el reino de la gracia de
Dios está por consumarse en la gloria eterna de su reino en los cielos nuevos y la tierra
nueva (2 Pedro 3:13). Debe haber una entrega voluntaria de todo lo que el hombre es —
espíritu y cuerpo— a la voluntad revelada de Dios para que su gobierno sobre nosotros sea
completo. Pero si queremos experimentar y disfrutar la gloria eterna del reino de Dios, nos
debemos someter de manera personal a su misericordioso reino en esta vida. La naturaleza
de este reino se resume en tres características: “El reino de Dios… es… justicia, paz y gozo
en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17). Una persona que experimenta este reino presente
de gracia se caracteriza por la justicia, en que la justicia de Cristo se le imputó como alguien
que, por fe, se ha convertido en su súbdito voluntario; además, también posee la justicia de
una buena conciencia porque el Espíritu Santo lo ha santificado, es decir, lo ha apartado
para una nueva vida de santidad para la gloria de Dios. Tal persona también se caracteriza
por la paz: paz de conciencia para con Dios, relaciones pacíficas con el pueblo de Dios y la
búsqueda de la paz con todos sus prójimos (Hebreos 12:14). Esta paz personal y piadosa se
mantiene cuando se presta atención a todos los deberes del amor (Lucas 10:27; Romanos
13:8). Como resultado de la justicia y la paz, esa persona también se caracteriza por el gozo
en el Espíritu Santo y se deleita en Dios en todas las situaciones y vicisitudes de la vida
(Filipenses 4:10–14; 1 Timoteo 6:6–10).
Cuando oramos “venga tu reino”, hay una aplicación triple. Primera, se aplica a la esfera
externa de la gracia de Dios aquí en la tierra: “¡Deja que tu evangelio sea predicado y que
el poder de tu Espíritu lo acompañe; deja que tu iglesia sea fortalecida; deja que tu causa
en la tierra progrese y las obras de Satanás sean destruidas!”. Segunda, se aplica al reino
interno de Dios, es decir, su reino espiritual de gracia dentro del corazón de los hombres:
“Deja que tu trono se establezca en nuestro corazón; deja que tus leyes se apliquen en
nuestra vida y que tu nombre sea engrandecido por nuestro caminar”. Tercera, se aplica al
reino de Dios en su gloria futura: “Deja que el día se apresure cuando Satanás y sus espíritus
sean completamente vencidos, cuando tu pueblo ponga fin al pecado para siempre y
cuando Cristo vea el fruto de la aflicción de su alma y quede satisfecho” (Isaías 53:11).
El reino de Dios viene poco a poco a los individuos, en los siguientes grados o etapas: (1)
Dios les da a los hombres los medios externos de salvación (Romanos 10:13–17); (2) la
Palabra predicada entra a la mente para que entienda los misterios del evangelio (Mateo
13:23; Hebreos 6:4–6; 10:32); (3) el Espíritu Santo regenera a los hombres, de tal manera
que entren al reino de Dios como súbditos voluntarios de su reino misericordioso (Juan 1:12,
13; 3:3, 5); (4) en la muerte, los espíritus de los redimidos son liberados del pecado
(Romanos 7:24, 25; Hebreos 12:23); y (5) en la resurrección, los redimidos van a ser
completamente glorificados (Romanos 8:23).
Oh Señor, deja que tu reino venga a nosotros, que somos extranjeros y peregrinos
aquí en la tierra; prepáranos para él y condúcenos a él, aunque todavía estemos fuera
de él; renuévanos con tu Espíritu para que podamos estar sujetos a tu voluntad;
confírmanos a los que estamos en el camino, que nuestras almas después de esta vida,
y el alma y el cuerpo en el día del juicio, sean completamente glorificados; sí, Señor,
apresura esta glorificación para nosotros y para todos tus elegidos (W. Perkins).
Podemos decir otra vez que, aunque esta sea la más breve de las peticiones, también es
la más completa. Al orar “venga tu reino”, suplicamos por el poder y la bendición del Espíritu
Santo para poner atención a la predicación de la Palabra, para que la iglesia sea provista
con oficiales dados por Dios y equipados por Dios, para que las ordenanzas se administren
de una manera pura, para que haya un aumento en los dones y las gracias espirituales en
los miembros de Cristo y para el derrocamiento de los enemigos de Cristo. Así oramos que
el reino de la gracia se pueda ensanchar más hasta que todos los elegidos de Dios sean
llevados a él. También, por una implicación necesaria, oramos que Dios nos aleje cada vez
más de las cosas perecederas de este mundo.
En conclusión, señalemos algunas de las prácticas en las que esta petición se debe
expresar. Primero, debemos lamentarnos y confesar nuestros propios fracasos, y los de los
demás, en promover el reino de Dios. Nuestro deber es confesar delante de Dios nuestra
depravación natural y miserable y la terrible propensión de nuestra carne de servir al
pecado y a los intereses de Satanás (Romanos 7:14–24). Debemos lamentarnos por la triste
condición del mundo y sus deplorables transgresiones de la ley de Dios por las que se
deshonra a Dios y se promueve el reino de Satanás (Salmos 119:136; Marcos 3:5). Segundo,
debemos buscar con seriedad esas gracias que van a hacer que nuestra vida sea una
influencia santificadora en el mundo, para que el reino de Dios se construya y se conserve.
Debemos esforzarnos a someternos de tal manera a los mandamientos de Cristo a fin de
que él nos gobierne por completo y estemos siempre listos para llevar a cabo sus órdenes
(Romanos 6:13). Tercero, habiendo orado para que Dios nos capacite, debemos llevar a
cabo todas las tareas que Dios nos ha delegado, produciendo los frutos que pertenecen al
reino de Dios (Mateo 21:43; Romanos 14:17). Esto lo debemos hacer con toda diligencia
(Eclesiastés 9:10; Colosenses 3:17), usando todos los medios divinamente designados para
promover el reino de Dios.
Esta segunda petición se resume bien en El Catecismo Menor de Westminster:
En la segunda petición… oramos que el reino de Satanás sea destruido; y que el reino
de la gracia progrese, que nosotros y los demás seamos llevados a él y guardados en él;
y que el reino de gloria venga pronto.

4
LA TERCERA PETICIÓN
“Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”
(Mateo 6:10).

La conexión entre esta tercera petición y las anteriores no es difícil de rastrear. El primer
interés de nuestros corazones, así como de nuestras oraciones, debe ser la gloria de Dios.
Lo que sigue de manera natural son los anhelos por el reino de Dios, así como los esfuerzos
honestos por servir en él mientras permanecemos en esta tierra. La gloria de Dios es el gran
objeto de nuestros deseos. La venida y engrandecimiento de su reino son los medios
principales por los cuales la gloria de Dios se asegura de forma manifiesta. Nuestra
obediencia personal pone de manifiesto que su reino ha venido a nosotros. Cuando el reino
de Dios realmente viene al alma de una persona, esta debe, forzosamente, ser llevada a la
obediencia de sus leyes y ordenanzas. Llamar a Dios nuestro Rey, e ignorar sus
mandamientos es peor que inútil. Hablando en general, hay dos partes en esta petición: (1)
una petición por el espíritu de obediencia; (2) una declaración sobre la manera en que se
presta la obediencia.
“Hágase tu voluntad.” Esta frase podría presentar una dificultad para algunos de
nuestros lectores que pueden preguntar: “¿No se hace siempre la voluntad de Dios?”. En
un aspecto sí, pero en otro aspecto no. La Escritura presenta la voluntad de Dios desde dos
puntos de vista distintos: Su voluntad secreta y su voluntad revelada, o su voluntad por
decreto y su voluntad por precepto. Su voluntad secreta o por decreto es el gobierno de sus
propias acciones: en la creación (Apocalipsis 4:11), en la providencia (Daniel 4:35) y en la
gracia (Romanos 9:15). Lo que Dios ha decretado, los hombres siempre lo desconocerán
hasta que lo revelen las profecías de las cosas por venir o los eventos conforme sucedan.
Por otro lado, la voluntad revelada o por precepto es el gobierno para nuestras acciones,
habiendo Dios dado a conocer en las Escrituras lo que es agradable a su vista.
La voluntad secreta o por decreto de Dios siempre se hace, lo mismo en la tierra que en
el cielo, porque nadie la puede frustrar o ni siquiera impedir. Es igualmente evidente que la
voluntad revelada de Dios se viola cada vez que uno de sus preceptos se desobedece. Esta
distinción claramente se esbozó cuando Moisés le dijo a Israel: “Las cosas secretas
pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos
para siempre, para que cumplamos todas las palabras de esta ley” (Deuteronomio 29:29).
Esta distinción también se encuentra en el uso de la palabra consejo. “Mi consejo [el decreto
eterno de Dios] permanecerá, y haré todo lo que quiero” (Isaías 46:10), dice Jehová. Pero
en Lucas 7:30 leemos que “los fariseos y los intérpretes de la ley desecharon [es decir,
frustraron] los designios [o voluntad revelada] de Dios respecto de sí mismos, no siendo
bautizados por Juan”. Por un lado leemos: “Porque ¿quién ha resistido a su voluntad?”
(Romanos 9:19). Por el otro se nos dice: “Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación”
(1 Tesalonicenses 4:3). La voluntad revelada o por precepto de Dios se declara en la Palabra
de Dios, donde se define nuestro deber y se da a conocer la senda por la que debemos
caminar. Dios ha provisto su Palabra como el medio designado para la renovación de
nuestra mente. Atesorar los preceptos de Dios en el corazón (Salmos 119:11) es esencial
para la trasformación del carácter y la conducta de una persona; esta disciplina vital es un
prerrequisito absoluto para nuestra confirmación, en nuestra propia experiencia cristiana,
de “cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2).
La voluntad de Dios, por lo tanto, es una frase que, tomada por sí sola, puede expresar
ya sea lo que Dios se ha propuesto hacer o lo que ha mandado que nosotros hagamos. Con
respecto a la voluntad de Dios en el primer sentido, siempre es, siempre ha sido y siempre
será cumplida en la tierra como en el cielo, porque ninguna estrategia del hombre ni ningún
poder infernal la pueden impedir. El texto que ahora está frente a nosotros contiene una
oración que podemos introducir en completa armonía con la voluntad revelada de Dios.
Nosotros hacemos la voluntad de Dios cuando, motivados por una correcta atención a su
autoridad, regulamos nuestros propios pensamientos y conducta por sus mandamientos.
Ese es nuestro deber ineludible, y siempre debe ser nuestro deseo ferviente y diligente
esforzarnos por hacerlo. Nos burlamos de Dios si presentamos esta petición y después no
hacemos que nuestra principal responsabilidad sea conformarnos a su voluntad revelada.
Considera la solemne advertencia de nuestro Señor en Mateo 15:1–9 (cf. Mateo 25:31–46
y Lucas 6:46–49).
“Hágase tu voluntad… en la tierra”. El que con toda sinceridad ora esto, necesariamente
da a entender que su entrega a Dios es sin reservas; deja entrever su renuncia a la voluntad
de Satanás (2 Timoteo 2:26), a sus propias inclinaciones corruptas (1 Pedro 4:2) y su rechazo
a todas las cosas que se oponen a Dios. Sin embargo, esa alma está dolorosamente
consciente de que todavía hay mucho en ella que está en conflicto con Dios. Por lo tanto,
con humildad y arrepentimiento reconoce que no puede hacer la voluntad de su Padre sin
la ayuda divina y que sinceramente desea y busca la gracia que la capacite. Posiblemente el
significado y el alcance de esta petición se revelará mejor si la expresamos así: Oh, Padre,
deja que tu voluntad me sea revelada a mí, deja que sea forjada en mí y deja que sea llevada
a cabo por mí.
Desde una perspectiva positiva, cuando oramos “hágase tu voluntad”, le suplicamos a
Dios que nos dé la sabiduría espiritual para aprender su voluntad: “Hazme entender el
camino de tus mandamientos… Enséñame, oh Jehová, el camino de tus estatutos” (Salmos
119:27, 33). También, rogamos a Dios por la inclinación espiritual hacia su voluntad: “Por el
camino de tus mandamientos correré, cuando ensanches mi corazón… Inclina mi corazón a
tus testimonios” (Salmos 119: 32, 36). Además, rogamos a Dios por la fuerza espiritual para
llevar a cabo su mandato: “Vivifícame según tu palabra… fortaléceme conforme a tu
palabra” (Salmos 119:25; 119:28 [LBLA]; cf. Filipenses 2:12, 13; Hebreos 13:20, 21). Nuestro
Señor nos enseña a orar “hágase tu voluntad… en la tierra”, porque este es el lugar de
nuestro discipulado. Este es el reino en el que debemos practicar la negación del yo. Si no
hacemos su voluntad aquí, nunca la haremos en el cielo.
“Como en el cielo”. El estándar por el cual debemos medir nuestros intentos de hacer
la voluntad de Dios en la tierra es nada menos que la conducta de los santos y ángeles en el
cielo. ¿Cómo se hace la voluntad de Dios en el cielo? Ciertamente no se hace de mala gana
o de mal humor, ni tampoco de un modo hipócrita o farisaico. Podemos estar seguros de
que no se ejecuta lentamente, de manera irregular, parcialmente o en partes. En las cortes
celestiales, la voluntad de Dios se hace con alegría y gozo. Tanto los cuatro seres vivientes
(no las bestias) como los veinticuatro ancianos en Apocalipsis 5:8–14 se representan
rindiendo adoración y servicio juntos. Sin embargo, la adoración celestial y la obediencia se
rinden con humildad y reverencia, porque los serafines se cubren sus caras ante el Señor
(Isaías 6:2). Ahí los mandamientos de Dios se ejecutan con presteza, porque Isaías dice que
uno de los serafines voló a él de la presencia divina (Isaías 6:6). Ahí Dios es alabado
constante e incansablemente. “Por esto están [los santos] delante del trono de Dios, y le
sirven día y noche en su templo” (Apocalipsis 7:15). Los ángeles obedecen a Dios pronta,
completa y perfectamente, y con un deleite inefable. Pero nosotros somos pecadores y
estamos llenos de debilidades. ¿En qué sentido, entonces, puede la obediencia de los seres
celestiales ser puesta como un ejemplo presente para nosotros? Planteamos esta pregunta,
no como una concesión a nuestras imperfecciones, sino porque las almas honestas se
ejercitan con ella.
Primero, este estándar es puesto delante de nosotros para endulzar nuestra sujeción a
la voluntad divina, porque a nosotros en la tierra se nos pone una tarea no menos
demandante que a los que están en el cielo. El cielo es lo que es porque todos los que moran
ahí hacen la voluntad de Dios. La medida en que nosotros podemos obtener un anticipo de
su felicidad sobre la tierra se determinará mayormente por el grado en que llevemos a cabo
aquí el mandato divino. Segundo, este estándar se da para mostrarnos la bendita sensatez
de nuestra obediencia a Dios. “Bendecid a Jehová, vosotros sus ángeles, poderosos en
fortaleza, que ejecutáis su palabra” (Salmos 103:20). Entonces, ¿puede Dios demandar
menos de nosotros? Si vamos a tener comunión con los ángeles en la gloria, entonces
debemos ser conformados a ellos en gracia. Tercero, es dado como el estándar al cual
debemos siempre apuntar. Pablo dice: “Por lo cual también nosotros… no cesamos de orar
por vosotros… para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo… para que
estéis firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere” (Colosenses 1:9, 10; 4:12).
Cuarto, este estándar se nos da para enseñarnos no solo qué hacer sino cómo hacerlo.
Debemos imitar a los ángeles en la manera en que obedecen, aunque no los podamos
igualar en medida o grado.
“Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Sopesa esto con
atención a la luz de lo que antecede. Primero, se nos enseña a orar: “Padre nuestro que
estás en los cielos”; entonces, ¿no debemos hacer su voluntad? Debemos, si somos sus
hijos; porque la desobediencia es lo que caracteriza a sus enemigos. ¿Su propio Hijo amado
no le rindió perfecta obediencia? Y nos debe deleitar procurar rendirle la calidad de
devoción a la que está acostumbrado en el lugar de su distintiva morada, la sede de nuestra
felicidad futura. Segundo, ya que se nos enseña a orar “santificado sea tu nombre”, ¿un
interés real por la gloria de Dios no nos obliga a conformar a su voluntad nuestra búsqueda
suprema? Desde luego que sí, si deseamos honrar a Dios, porque nada lo deshonra más que
la obstinación y la rebeldía. Tercero, ya que somos instruidos a orar “venga tu reino”, ¿no
debemos buscar estar en total sujeción a sus leyes y ordenanzas? Debemos, si somos
súbditos del mismo; porque solo los rebeldes alienados son los lo que desprecian su cetro.

5
LA CUARTA PETICIÓN
“El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”
(Mateo 6:11).
Dirigimos nuestra atención a esas peticiones, que de manera más inmediata nos conciernen
a nosotros mismos. El hecho de que nuestro Señor colocara en primer lugar las tres
peticiones que se relacionan directamente con los intereses legítimos de Dios, nos indica
que debemos trabajar en oración para promover la gloria revelada de Dios, hacer que su
reino avance y cumplir su voluntad antes de que se nos permita suplicar por nuestras
propias necesidades. Estas peticiones que nos conciernen de manera más inmediata son
cuatro, y en ellas podemos claramente discernir una referencia implícita a cada una de las
personas de la bendita Trinidad. Nuestras necesidades temporales nos las provee la bondad
del Padre, nuestros pecados son perdonados a través de la mediación del Hijo y somos
preservados de la tentación y librados del mal por las intervenciones misericordiosas del
Espíritu Santo. Observemos con detenimiento la proporción que se observa en estas cuatro
últimas peticiones: una de ellas tiene que ver con nuestras necesidades físicas, y tres se
relacionan con las preocupaciones del alma. Esto nos enseña que en la oración, como en
todas las otras actividades de la vida, las preocupaciones temporales deben estar
subordinadas a las espirituales.
“El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”. Puede ser útil si comenzamos planteando
varias preguntas. Primera, ¿por qué esta petición para la provisión de las necesidades físicas
viene antes que las peticiones que se refieren a las necesidades del alma? Segunda, ¿qué
se quiere decir con el término pan y qué está incluido en él? Tercera, ¿en qué sentido le
podemos pedir adecuadamente a Dios por nuestro pan diario cuando ya tenemos una
provisión en reserva? Cuarta, ¿cómo puede el pan ser un don divino si lo ganamos por
nuestros propios esfuerzos? Quinta, ¿qué está inculcando nuestro Señor al restringir la
petición al “pan nuestro de cada día”? Antes de que intentemos contestar estos
interrogantes digamos que, tomando en cuenta casi todo lo mejor de los comentaristas,
consideramos que la referencia principal es al pan material más que al espiritual.
Matthew Henry inteligentemente ha señalado que la razón por la cual esta petición para
la provisión de nuestras necesidades físicas encabeza las últimas cuatro peticiones es que
“nuestro [bienestar] natural es necesario [para] nuestro bienestar espiritual en este
mundo”. En otras palabras, Dios nos concede las cosas físicas de esta vida como ayudas
para que desempeñemos nuestros deberes espirituales. Y ya que Dios nos las da, las
debemos emplear en su servicio. Qué misericordiosa consideración muestra Dios hacia
nuestra debilidad: no seremos aptos ni capaces para llevar a cabo nuestros deberes más
altos si somos privados de las cosas que se necesitan para el sustento de nuestra existencia
física. También podemos deducir correctamente que esta petición viene primero en el
orden para promover el crecimiento constante de nuestra fe y su fortalecimiento. Percibir
la bondad y la fidelidad de Dios al suplir nuestras necesidades físicas todos los días, nos
alienta y estimula a pedir por bendiciones más elevadas (cf. Hechos 17:25–28).
“El pan nuestro de cada día” se refiere principalmente a la provisión de nuestras
necesidades temporales. Para los hebreos, pan era un término genérico, que significaba las
necesidades y conveniencias de esta vida (Génesis 3:19; 28:20); por ejemplo, comida,
vestido y techo. Relacionado al uso del término específico “pan”, más que al término más
general “comida”, se encuentra el énfasis que nos enseña a pedir, no por delicadezas o
riquezas, sino por lo que es saludable y necesario. Pan aquí incluye salud y apetito, al
margen de qué comida no nos hace bien. También toma en cuenta nuestro alimento,
porque esto no viene solo de la comida, ni tampoco se encuentra dentro de la fuerza de la
voluntad del hombre. De ahí que haya que buscar la bendición de Dios sobre él. “Porque
todo lo que Dios creó es bueno, y nada es de desecharse, si se toma con acción de gracias;
porque por la palabra de Dios y por la oración es santificado” (1 Timoteo 4:4, 5).
Al rogarle a Dios que nos dé el pan nuestro de cada día, le pedimos que
misericordiosamente nos provea una porción de las cosas externas que sabe que serán las
más adecuadas para nuestro llamado y nuestra situación. “No me des pobreza ni riquezas;
mantenme del pan necesario; no sea que me sacie, y te niegue, y diga: ¿Quién es Jehová?
O que siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios” (Proverbios 30:8, 9). Si Dios
nos concede las cosas superfluas de la vida, debemos ser agradecidos y esforzarnos para
usarlas para su gloria; pero no debemos pedir por ellas. “Así que, teniendo sustento y
abrigo, estemos contentos con esto” (1 Timoteo 6:8). Debemos pedir por “el pan nuestro
de cada día”. No debemos obtener robando, ni tomando por la fuerza o con fraude lo que
le pertenece a otro, sino por nuestro propio esfuerzo y arduo trabajo. “No ames el sueño,
para que no te empobrezcas; abre tus ojos, y te saciarás de pan” (Proverbios 20:13).
“Considera los caminos de su casa, y no come el pan de balde” (Proverbios 31:27).
¿Cómo puedo pedirle con sinceridad a Dios por este pan de cada día cuando ya tengo
una buena provisión en reserva? En primer lugar, puedo pedir esto porque mi actual porción
temporal se me puede quitar rápidamente y sin previo aviso. Una ilustración impactante y
solemne de esto se encuentra en Génesis 19:15–25. El fuego puede quemar la casa de una
persona con todo lo que hay en ella. Así que al pedirle a Dios la provisión de cada día de
nuestras necesidades temporales, reconocemos nuestra completa dependencia de su
generosidad. En segundo lugar, debemos implorar esta petición todos los días, porque lo
que tenemos no nos hará ningún provecho, a menos que Dios también se digne bendecirlo
para nosotros. En tercer lugar, el amor exige que yo ore de esta manera porque esta
petición abarca mucho más que mis propias necesidades personales. Al enseñarnos a orar:
“El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy”, el Señor Jesús está inculcando el amor y la
compasión hacia los demás. Dios nos exige amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos
y ser solícitos con las necesidades de nuestros hermanos cristianos como lo somos con
nuestras propias necesidades (Gálatas 6:10).
¿Cómo podemos decir que Dios nos da nuestro pan de cada día si fuimos nosotros
quienes lo hemos ganado? Con toda seguridad esa objeción nimia apenas si necesita
respuesta. En primer lugar, Dios nos lo tiene que dar porque perdimos nuestro derecho al
mismo cuando caímos en Adán. En segundo lugar, Dios nos lo tiene que otorgar porque
todo le pertenece. “De Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo, y los que en él habitan”
(Salmos 24:1). “Mía es la plata, y mío es el oro, dice Jehová de los ejércitos” (Hageo 2:8).
“Por tanto, yo volveré y tomaré mi trigo a su tiempo, y mi vino a su sazón” (Oseas 2:9). Por
lo tanto, legalmente poseemos de nuestro Señor (esto es, a condición de honor y servicio)
la porción que nos otorga. Nosotros solo somos mayordomos. Dios nos concede tanto la
posesión como el uso de su creación, pero retiene para sí mismo el título de propiedad. En
tercer lugar, debemos orar así porque todo lo que tenemos viene de Dios. “Todos ellos
esperan en ti, para que les des su comida a su tiempo. Les das, recogen; abres tu mano, se
sacian de bien” (Salmos 104:27, 28; cf. Hechos 14:17). Aunque podamos decir que porque
trabajamos y las compramos, las cosas son nuestras (en términos relativos), es Dios quien
nos da la fuerza para trabajar.
¿Qué está Cristo inculcando al restringir la petición al “pan nuestro de cada día”? En
primer lugar, se nos recuerda nuestra fragilidad. Somos incapaces de seguir con salud por
veinticuatro horas y no somos aptos para los deberes de un solo día, a menos que seamos
constantemente alimentados desde lo alto. En segundo lugar, se nos recuerda la brevedad
de nuestra existencia mundana. Nadie de nosotros sabe lo que un día pueda traer y, por lo
tanto, se nos prohíbe jactarnos del día de mañana (Proverbios 27:1). En tercer lugar, se nos
enseña a reprimir toda preocupación afanosa por el futuro y vivir un día a la vez. “Así que,
no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada
día su propio mal” (Mateo 6:34). En cuarto lugar, Cristo inculca la lección de la moderación.
Debemos ahogar el espíritu de codicia y hacer el hábito de estar contentos con una porción
escasa. Por último, observa que las palabras de nuestro Señor, “el pan nuestro de cada día,
dánoslo hoy”, son correctas para que las usemos cada mañana, mientras que la expresión
que se enseña en Lucas 11:3: “Danos cada día nuestro pan cotidiano” (NVI), debe ser
nuestra petición cada noche.
En resumen, esta petición nos enseña las siguientes lecciones indispensables: (1) que es
permisible y lícito suplicar a Dios por las misericordias temporales; (2) que para todo somos
completamente dependientes de la generosidad de Dios; (3) que nuestra confianza debe
estar solo en él y no en las causas secundarias; (4) que debemos ser agradecidos y dar
gracias por las bendiciones materiales así como por las espirituales; (5) que debemos
practicar la frugalidad y desalentar la codicia; (6) que debemos tener adoración familiar
todas las mañanas y noches; y (7) que debemos ser igualmente solícitos en nombre de los
demás como lo somos por nosotros mismos.

6
LA QUINTA PETICIÓN
“Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros
deudores”
(Mateo 6:12).

Al comienzo de nuestra consideración de esta quinta petición, es vital que le demos la


debida atención al hecho de que su comienzo es diferente de las primeras cuatro. Por
primera vez en la oración del Señor encontramos el término “y”. La cuarta petición, “el pan
nuestro de cada día dánoslo hoy”, va seguida de las palabras “y perdónanos nuestras
deudas”, indicando que existe una conexión muy estrecha entre las dos peticiones. Es
verdad que las primeras tres peticiones están íntimamente relacionadas, sin embargo son
muy distintas. Pero las peticiones cuarta y quinta deben unirse de manera especial en
nuestra mente, por varias razones prácticas. Primera, se nos enseña que sin el perdón todas
las cosas buenas de esta vida no nos beneficiarán para nada. Un hombre en una celda,
condenado a muerte, está alimentado y vestido pero, ¿de qué le sirven la dieta más delicada
y la ropa más costosa mientras permanezca bajo una inminente sentencia de muerte? “Si
nuestros pecados no son perdonados, el pan nuestro de cada día nos engorda como
corderos para el matadero” (Matthew Henry). Segunda, nuestro Señor nos informa que
nuestros pecados son tantos y tan graves que no merecemos ni un bocado de comida. Cada
día el cristiano es culpable de ofensas que comete que incluso pierde el derecho a las
bendiciones comunes de la vida, así que debemos decir junto con Jacob: “Menor soy que
todas las misericordias y que toda la verdad que has usado para con tu siervo” (Génesis
32:10). Tercera, Cristo nos recuerda que nuestros pecados son el gran obstáculo a los
favores que podríamos recibir de Dios (Isaías 59:2; Jeremías 5:25). Nuestros pecados hacen
que el canal de bendición se estreche y, por lo tanto, cada vez que oremos “dánoslo”,
debemos añadir “y perdónanos”. Cuarta, Cristo nos alienta a ir mejorando cada vez más en
la fe. Si confiamos en la providencia de Dios para proveer para nuestros cuerpos, ¿no
debemos confiar en él para la salvación de nuestras almas del poder y dominio del pecado,
así como de la espantosa paga del pecado?
“Perdónanos nuestras deudas”. Aquí nuestros pecados se ven, como en Lucas 11:4, bajo
la noción de las deudas, es decir, obligaciones no cumplidas o fracasos por dar a Dios lo que
legalmente le corresponde. Le debemos a Dios una adoración verdadera y perfecta, junto
con una obediencia sincera y perpetua. El apóstol Pablo dice: “Así que, hermanos, deudores
somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne” (Romanos 8:12), indicando de
este modo el lado negativo. Pero positivamente, somos deudores a Dios en cuanto a vivir
para él. Por la ley de la creación fuimos hechos, no para gratificar la carne, sino para la gloria
de Dios. “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado,
decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (Lucas 17:10). No
cumplir nuestra deuda de adoración y obediencia nos ha acarreado culpa y nos ha llevado
a estar en deuda con la justicia divina. Ahora, cuando oramos “perdónanos nuestras
deudas”, no pedimos que seamos liberados de los deberes que le debemos a Dios, sino que
seamos absueltos de nuestra culpa, es decir, que nos sea perdonado el castigo que
merecemos.
“Un acreedor tenía dos deudores” (Lucas 7:41). En este texto, se muestra a Dios bajo la
figura de un acreedor, debido en parte a que es nuestro creador y en parte a que es nuestro
dador de la ley y juez. Dios no solo nos ha dotado con talentos, que nos obligan a servirlo y
glorificarlo como nuestro benefactor, sino que también nos ha colocado bajo su ley, por lo
que estamos condenados por nuestras fallas. Y como juez, aún llamará a cada uno de
nosotros para rendir una cuenta completa de nuestras respectivas mayordomías (Romanos
14:12). Va a haber una hora de la verdad (Lucas 19:15) y los que no se han arrepentido y
lamentado de sus deudas, y no se han refugiado en Cristo, van a ser castigados eternamente
por sus infracciones. Es desafortunado que muy pocos se conduzcan teniendo conciencia
de ese solemne tribunal de justicia.
Esta metáfora de los acreedores y deudores no solo se aplica a nuestra ruina sino,
gracias a Dios, se aplica de igual manera al remedio para nuestra recuperación. Como
deudores insolventes, estamos completamente perdidos y para siempre debemos estar
bajo el justo juicio de Dios, a menos que le hagamos una compensación completa. Pero
nosotros no tenemos poder para pagarle esa compensación porque, moral y
espiritualmente hablando, estamos quebrados. La liberación, por lo tanto, debe venir desde
fuera de nosotros. Aquí es donde el evangelio colma de alivio al alma cargada por el pecado,
pues otro, el Señor Jesús, tomó sobre sí mismo el oficio de fiador y satisfizo plenamente la
justicia divina en nombre de su pueblo, compensando plenamente a Dios por ellos. Por lo
tanto, en relación a esto, Cristo es llamado “fiador de un mejor pacto” (Hebreos 7:22), como
proféticamente lo afirmó por medio de su padre David: “Me hacen devolver aquello que no
robé” (Salmos 69:4, LBLA). Dios declara en relación a sus elegidos: “Líbralo de descender a
la fosa, he hallado su rescate” (Job 33:24, LBLA).
“Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Por extraño que parezca,
algunos experimentan aquí una dificultad. Viendo que Dios ya le ha perdonado al cristiano
“todos los pecados” (Colosenses 2:13), ¿no es inútil, preguntan, que le siga suplicando a
Dios por perdón? Esta dificultad la crean ellos mismos al no distinguir entre el hecho de que
Cristo compró nuestro perdón y la aplicación real de esa compra a nosotros. Cierto, él hizo
la expiación completa por todos nuestros pecados, y en la cruz nuestra culpa se canceló.
Cierto, todos nuestros antiguos pecados son purgados en nuestra conversión (2 Pedro 1:9).
Sin embargo, hay un sentido muy real en el cual nuestros pecados presentes y futuros no
son condonados hasta que nos arrepentimos y se los confesamos a Dios. Por consiguiente,
es tanto necesario como correcto que debamos buscar el perdón de ellos (1 Juan 1:6–10).
Incluso después de que Natán le aseguró a David diciendo: “El Señor ha quitado tu pecado”
(2 Samuel 12:13, LBLA), David suplicó el perdón de Dios (Salmos 51:1).
¿Qué pedimos en esta petición? En primer lugar, pedimos que Dios no vaya a cargar a
nuestra cuenta los pecados que todos los días cometemos (Salmos 143:2). En segundo
lugar, suplicamos que Dios acepte el pago de Cristo por nuestros pecados y nos vea como
justos en él. Algunos pueden objetar que “si somos verdaderos cristianos, él ya ha hecho
eso”. Cierto, sin embargo nos exige pedir por nuestro perdón, así como le dijo a Cristo:
“Pídeme, y te daré por herencia las naciones” (Salmos 2:8). Dios está listo para perdonar,
pero nos insta a recurrir a él. ¿Por qué? ¡Para que reconozcamos su misericordia salvadora
y ejercitemos nuestra fe! En tercer lugar, le suplicamos a Dios por la continuidad del perdón.
Aunque seamos justificados, debemos seguir pidiendo; como con nuestro pan de cada día,
aunque tengamos una importante provisión en reserva, le rogamos para que la misma
continúe. En cuarto lugar, rogamos por el sentimiento de perdón y la seguridad del mismo,
que nuestros pecados puedan ser borrados de nuestra conciencia y del libro de los
recuerdos de Dios. Los efectos del perdón son la paz interior y el acceso a Dios (Romanos
5:1, 2).
No tenemos que demandar el perdón como algo que se nos debe, sino que lo tenemos
que pedir como una misericordia. “Hasta el final de la vida, el mejor cristiano debe acudir
por perdón como lo hizo al principio, no como el que demanda un derecho, sino como el
que suplica un favor” (John Brown). De ninguna manera esto es inconsistente con nuestra
completa justificación o con una reflexión que podamos hacer sobre la misma (Hechos
13:39). Es seguro que el creyente “no vendrá a condenación” (Juan 5:24), sin embargo, en
lugar de que esta verdad lo lleve a la conclusión de que no necesita orar por la remisión de
sus pecados, es imperioso que lo aliente lo más fuerte posible para presentar tal petición.
De igual manera, la certeza divina de que un cristiano genuino va a perseverar hasta el final,
en vez de poner un fundamento para el descuido, es un motivo muy poderoso para el celo
y la fidelidad. Esta petición incluye una sensación palpable del pecado, un reconocimiento
penitente del mismo, una búsqueda de la misericordia de Dios por el amor de Cristo y un
reconocimiento de que él puede perdonarnos justamente. Su presentación siempre debe
estar precedida por el autoexamen y la humillación.
Nuestro Señor nos enseña a confirmar esa petición con un argumento: “como también
nosotros perdonamos a nuestros deudores”. En primer lugar, Cristo nos enseña a
argumentar a partir de una disposición parecida que hay en nosotros: cualquier bien que
haya en nosotros primero lo debe haber en Dios porque él es la suma de toda excelencia;
entonces, si el Espíritu Santo ha plantado una disposición generosa en nuestro corazón, es
porque lo mismo se encuentra en él. En segundo lugar, debemos razonar con Dios de menor
a mayor: si nosotros, que solo tenemos una gota de misericordia, podemos perdonar las
ofensas que nos hagan, seguramente Dios, que es un auténtico océano de misericordia, nos
perdonará. En tercer lugar, debemos argumentar desde la condición de los que pueden
esperar el perdón: somos pecadores que, por tener una noción de la misericordia de Dios
hacia nosotros, estamos dispuestos a mostrar misericordia hacia los demás; por lo tanto,
estamos moralmente calificados para más misericordia, aceptando que no hayamos
abusado de la misericordia que ya hemos recibido. Los que correctamente oran que Dios
los perdone deben perdonar a los que los ofenden. José (Génesis 50:14–21) y Esteban
(Hechos 7:60) son ejemplos que llaman la atención. Debemos orar mucho a Dios para que
quite toda amargura y malicia de nuestro corazón contra los que nos ofenden. Pero
perdonar a nuestros deudores no excluye que los reprendamos y, en donde los intereses
públicos estén involucrados, hacer que los procesen. Mi deber es entregar a un ladrón a un
policía o recurrir a la ley contra alguien que pudo pagarme pero se negó a hacerlo (Romanos
13:1–8). Si un conciudadano es culpable de un crimen y yo no lo reporto, entonces yo me
convierto en cómplice de ese crimen. De esta manera evidencio una falta de amor por él y
por la sociedad.

7
LA SEXTA PETICIÓN
“Y no nos metas en tentación”
(Mateo 6:13).

Esta sexta petición también comienza con el término “y”, que nos obliga a prestar mucha
atención a la relación que tiene con la petición anterior. De esta manera, se puede
establecer la conexión entre ellas. En primer lugar, la petición anterior tiene que ver con el
lado negativo de nuestra justificación, mientras que esta tiene que ver con nuestra
santificación práctica; las dos bendiciones nunca deben separarse. Así vemos que el
equilibrio de la verdad una vez más se conserva perfectamente. En segundo lugar, los
pecados pasados han sido perdonados y debemos orar fervientemente para que la gracia
impida que los repitamos. No podemos desear correctamente que Dios perdone nuestros
pecados a menos que con toda sinceridad anhelemos la gracia para abstenernos de lo
mismo en el futuro. Por lo tanto, nuestra práctica debe ser suplicar fervientemente por la
fuerza para evitar que los repitamos. En tercer lugar, en la quinta petición oramos por la
remisión de la culpa del pecado; aquí pedimos por la liberación de su poder. Que Dios nos
conceda la petición anterior es para fomentar la fe en nosotros para pedirle que mortifique
la carne y que vivifique el espíritu.
Antes de seguir adelante, es mejor que despejemos el camino desechando algo que es
una dificultad real para muchos. “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de
parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie” (Santiago
1:13). No hay más conflicto entre las palabras “y no nos metas en tentación” y la expresión
“ni él tienta a nadie”, de igual manera que no existe la más mínima oposición entre la
enseñanza que dice que “Dios no puede ser tentado por el mal” y el hecho registrado sobre
Israel que dice: “volvían, y tentaban a Dios” (Salmos 78:41). Que Dios no tienta a ningún
hombre quiere decir que ni infunde el mal en nadie ni de ningún modo es socio en nuestra
culpa. La criminalidad de nuestros pecados debe ser completamente atribuida a nosotros,
como lo aclara Santiago 1:14, 15. Pero los hombres niegan que de sus propias naturalezas
corruptas surjan tales y tales males, y culpan a las tentaciones. Y si no son capaces de
arreglar el mal en esas tentaciones, buscan excusarse echándole la culpa a Dios, como lo
hizo Adán: “La mujer que [tú] me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí” (Génesis
3:12).
Es importante entender que la palabra tentar tiene un doble significado en la Escritura,
aunque no siempre es fácil determinar cuál de los dos se aplica en algún pasaje en
particular: (1) probar (la fuerza de), poner a prueba; y (2) seducir para hacer el mal. Cuando
se dice que “tentó Dios a Abraham” (Génesis 22:1, RV1909) quiere decir que lo probó
poniendo a prueba su fe y fidelidad. Pero cuando leemos que Satanás tentó a Cristo, quiere
decir que Satanás trató de que cayera, aunque eso era moralmente imposible. Tentar es
hacer un juicio de una persona para averiguar qué es y qué va a hacer. Podemos tentar a
Dios de una manera legítima y buena poniéndolo a prueba en el sentido del deber, como
cuando esperamos el cumplimiento de su promesa de Malaquías 3:10. Pero, como está
registrado para nuestra advertencia en Salmos 78:41, Israel tentó a Dios en el sentido del
pecado, actuando de cierta manera como para provocar su disgusto.
“Y no nos metas en tentación”. Date cuenta de las verdades que claramente están
implícitas en estas palabras. En primer lugar, se reconoce la providencia universal de Dios.
Todas las criaturas están a la disposición soberana de su Hacedor; él tiene el mismo control
absoluto sobre el mal y sobre el bien. En esta petición reconocemos que la disposición de
todas las tentaciones está en las manos de nuestro Dios omnisciente y omnipotente. En
segundo lugar, reconocemos que la justicia de Dios ha sido ofendida y que merecemos el
mal. Nuestra maldad es tal que Dios sería perfectamente justo si ahora permitiera que
fuéramos completamente tragados por el pecado y destruidos por Satanás. En tercer lugar,
reconocemos su misericordia. Aunque lo hemos provocado de manera muy seria, por amor
de Cristo él ha remitido nuestras deudas. Por lo tanto, suplicamos que a partir de ahora él
nos preserve. En cuarto lugar, reconocemos nuestra debilidad. Porque nos damos cuenta
que somos incapaces de hacer frente a nuestras tentaciones en nuestra propia fuerza,
oramos: “Y no nos metas en tentación”.
¿De qué manera Dios nos mete en tentación? En primer lugar, lo hace de una manera
objetiva cuando su providencia, aunque buena en sí misma, ofrece ocasiones (debido a
nuestra depravación) para el pecado. Cuando manifestamos una justicia propia, nos puede
meter en circunstancias parecidas a las que experimentó Job. Cuando confiamos en
nosotros mismos, le puede agradar a Dios tolerar que seamos tentados como lo fue Pedro.
Cuando somos complacientes con nosotros mismos, nos puede conducir a una situación
similar a la que enfrentó Ezequías (2 Crónicas 32:27–31; cf. 2 Reyes 20:12–19). Dios lleva a
muchos a la pobreza que, aunque es una prueba dura, bajo su bendición muchas veces
enriquece el alma. Dios lleva a diferentes personas a la prosperidad que es una gran trampa
para muchos. Sin embargo, si la santifica, la prosperidad amplía la capacidad de una persona
para que sea de utilidad. En segundo lugar, Dios tienta permisivamente cuando no refrena
a Satanás (lo cual no tiene la obligación de hacer). A veces Dios tolera que él nos zarandee
como a trigo, de la misma manera que un fuerte viento arranca las ramas muertas de los
árboles vivos. En tercer lugar, Dios tienta a algunos hombres judicialmente cuando castiga
sus pecados, al permitir que el diablo los meta en más pecado, para la destrucción definitiva
de sus almas.
Pero, ¿por qué Dios tienta a su pueblo, ya sea de una manera objetiva por medio de su
providencia o de una manera subjetiva y permisiva por medio de Satanás? Lo hace así por
varias razones. En primer lugar, nos prueba para revelarnos nuestras debilidades y la
profunda necesidad que tenemos de su gracia. Dios quitó su brazo sustentador de Ezequías
con el fin de hacerle “conocer todo lo que estaba en su corazón” (2 Crónicas 32:31). Cuando
Dios nos deja por nuestra cuenta, lo que descubrimos es muy doloroso y humillante. Sin
embargo es necesario, si queremos orar desde el corazón: “Sostenme, y seré salvo” (Salmos
119:117). En segundo lugar, nos prueba para enseñarnos la necesidad que tenemos del celo
y la oración. La mayoría de nosotros somos tan necios e incrédulos que solo aprendemos
en la dura escuela de la experiencia, e incluso sus lecciones nos tienen que entrar a golpes.
Poco a poco descubrimos con cuánta sinceridad tenemos que orar por la temeridad, la
negligencia y la presunción. En tercer lugar, nuestro Padre nos somete a pruebas para curar
nuestra pereza. Dios grita: “Despiértate, tú que duermes” (Efesios 5:14), pero no le
ponemos atención; por lo tanto, muchas veces emplea siervos rudos para que nos
despierten bruscamente. Por último, Dios nos pone a prueba con el fin de revelarnos la
importancia y el valor de la armadura que ha destinado (Efesios 6:11–18). Si con una gran
irresponsabilidad salimos a la batalla sin nuestra cubierta espiritual que nos protege,
entonces no nos debemos sorprender de las heridas que recibamos; ¡pero estas van a tener
el efecto saludable de hacernos más cuidadosos en el futuro!
De todo lo que se ha dicho antes, debe quedar claro que no debemos orar simple y
llanamente contra todas las tentaciones. Cristo mismo fue tentado por el diablo y
definitivamente el Espíritu lo llevó al desierto para ese mismo fin. (Mateo 4:1; Marcos 1:12).
No todas las tentaciones son malas, sin importar el aspecto en el que las veamos: su
naturaleza, su diseño, o su resultado. Oramos para ser librados del mal de las tentaciones
(como lo indica la siguiente petición en la oración), pero incluso por eso oramos de forma
sumisa y con reserva. Debemos orar para que no seamos metidos en tentación; y si Dios
considera conveniente que seamos tentados, que no cedamos a ella; o si cedemos, que el
pecado no nos venza por completo. Tampoco debemos orar por una total exención de las
pruebas sino solo porque se elimine el juicio sobre ellas. Dios con frecuencia permite que
Satanás nos ataque y nos acose con el fin de humillarnos y para glorificarse él mismo
manifestándonos plenamente su poder preservador. “Hermanos míos, tened por sumo
gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce
paciencia” (Santiago 1:2, 3).
En conclusión, son apropiadas algunas observaciones sobre nuestra responsabilidad en
caso de tentación. En primer lugar, nuestro deber ineludible es evitar a esas personas y
lugares que nos atraen al pecado, así como siempre es nuestro deber estar alertas de las
primeras señales de la llegada de Satanás (Salmos 19:13; Proverbios 4:14; 1 Tesalonicenses
5:22). Como dijo un escritor desconocido: “El que lleva consigo demasiado material
inflamable hará bien en mantener la mayor distancia posible del fuego”. En segundo lugar,
debemos resistir al diablo firmemente. “Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas, que echan
a perder las viñas” (Cantar de los Cantares 2:15). No debemos cederle ni un solo centímetro
a nuestro enemigo. En tercer lugar, de forma sumisa debemos recurrir a Dios por la gracia,
porque la dosis que nos concede es de acuerdo a su propia buena voluntad (Filipenses 2:13).
En efecto, debes esforzarte por orar y usar todos los buenos medios para salir de la
tentación; pero sométete, si al Señor le agradó seguir ejercitándola sobre ti. Aunque
Dios continuara con la tentación, y al presente no diera esas dosis de gracia necesarias
para ti, con todo no debes murmurar sino estar a sus pies; porque Dios es el Señor de
su propia gracia (Thomas Manton).
Así aprendemos que esta petición se debe presentar en sumisión a la voluntad soberana
de Dios.

8
LA SÉPTIMA PETICIÓN
“Mas líbranos del mal”
(Mateo 6:13).

Esta séptima petición nos lleva al final de la parte suplicante de la oración del Señor. Las
cuatro peticiones para la provisión de nuestras propias necesidades son por la gracia que
provee (“dánoslo”), la gracia que perdona (“perdónanos”), la gracia que evita (“no nos
metas”) y la gracia que preserva (“líbranos”). Debemos observar con detenimiento que en
cada caso el pronombre está en plural y no en singular —nosotros y nuestro, no yo y mi.
Porque debemos suplicar no solo por nosotros sino por todos los miembros de la familia de
la fe (Gálatas 6:10). De qué manera tan hermosa demuestra esto el carácter familiar de la
oración verdaderamente cristiana. Porque nuestro Señor nos enseña a dirigirnos al “Padre
nuestro”, y abarcar a todos sus hijos en nuestras peticiones. En el pectoral del sumo
sacerdote estaban inscritos los nombres de todas las tribus de Israel —un símbolo de la
intercesión de Cristo en lo alto. Así también, el apóstol Pablo exige “súplica por todos los
santos” (Efesios 6:18). El amor propio silencia la compasión y nos confina a nuestros propios
intereses; pero el amor de Dios derramado en nuestros corazones nos hace solícitos en
nombre de nuestros hermanos.
“Mas líbranos del mal”. No podemos estar de acuerdo con los que aquí restringen la
aplicación de la palabra mal solo al diablo, aunque sin duda principalmente se dijo por él. El
griego puede, con igual propiedad, ser traducido como el maligno o lo malo; de hecho, se
traduce de ambas maneras.
Se nos enseña a orar por la liberación de todas las clases, grados y ocasiones del mal; de
la malicia, el poder y la sutileza de los poderes de las tinieblas; de este mundo malvado y
todas sus seducciones, trampas y engaños; del mal de nuestros propios corazones, que
pueda ser reprimido, dominado y finalmente extirpado; y del mal del sufrimiento… (Thomas
Scott).
Por lo tanto, esta petición expresa un deseo por ser liberado de todo lo que es realmente
perjudicial para nosotros y especialmente del pecado, que no tiene nada bueno.
Es cierto que en contraste con Dios, que es el Santo, Satanás es designado como “el
maligno” (Efesios 6:16; 1 Juan 2:13, 14; 3:12; 5:18, 19). Sin embargo, también es cierto que
el pecado es lo malo (Romanos 12:9), el mundo es malo (Gálatas 1:4) y nuestra propia
naturaleza corrompida es mala (Mateo 12:35). Además, las ventajas que el diablo gana
sobre nosotros son por medio de la carne y el mundo, porque ellos son sus agentes. De esta
manera, esta es una oración por la liberación de todos nuestros enemigos espirituales. Es
cierto que hemos sido librados de “la potestad de las tinieblas” y hemos sido trasladados al
reino de Cristo (Colosenses 1:13) y que, como consecuencia, Satanás ya no tiene ninguna
autoridad legal sobre nosotros. Sin embargo, nuestro adversario ejerce un poder
impresionante y agobiante: aunque no nos gobierna, se le permite molestarnos y
acosarnos. Agita a los enemigos para que nos persigan (Apocalipsis 12, 13), incita nuestras
lujurias (1 Crónicas 21:1; 1 Corintios 7:5) y perturba nuestra paz (1 Pedro 5:8). Por lo tanto,
orar debe ser nuestra necesidad y deber constantes para que seamos librados de él.
La estratagema favorita de Satanás es incitarnos o conducirnos engañosamente a una
prolongada autoindulgencia en algún pecado al que estemos particularmente inclinados.
Por lo tanto, tenemos que estar en oración constante para poder mortificar nuestras
corrupciones naturales. Cuando el diablo no puede hacer que alguna lujuria repugnante
tiranice a un hijo de Dios, trabaja para que cometa algún acto malvado por el cual el nombre
de Dios sea deshonrado y su pueblo ofendido, como lo hizo en el caso de David (2 Samuel
11). Cuando un creyente ha caído en pecado, el diablo busca que esté cómodo ahí para que
no sienta ningún remordimiento. Cuando Dios nos castiga por nuestras faltas, Satanás lucha
para que nos inquietemos en contra del castigo de nuestro Padre o bien para llevarnos a la
desesperación. Cuando falla en estos métodos de ataque, entonces agita a nuestros amigos
y parientes para que se nos opongan, como en el caso de Job. Pero cualquiera que sea su
línea de ataque, la oración por la liberación debe ser nuestro recurso de todos los días.
Cristo mismo nos ha dejado un ejemplo que nos debe alentar a ofrecer esta petición,
porque en su intercesión en nuestro nombre lo vemos diciendo: “No ruego que los quites
del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:15). Date cuenta de qué manera esto
nos explica la conexión que existe entre la frase que estamos ahora considerando y la que
le antecede. Cristo no oró para que estuviéramos exentos de la tentación porque él sabía
que su pueblo debe esperar ataques, tanto internos como externos. Por lo tanto, no pidió
que nos sacaran de este mundo sino que fuéramos librados del mal. Pero ser guardados del
mal del pecado es una misericordia mucho mayor que ser librados del problema de la
tentación. Pero, ¿Hasta qué punto ─podríamos preguntar─ se ha comprometido Dios en
cuanto a librarnos del mal? En primer lugar, nos guarda del mal tanto como fuere necesario
para evitar que sea perjudicial para nuestros intereses más altos. Fue por el bien último de
Pedro, y el bien del pueblo de Dios, que él soportó caer temporalmente (Lucas 22:31–34).
En segundo lugar, Dios evita que el mal gane dominio completo sobre nosotros para que no
lleguemos a apostatar total y finalmente. En tercer lugar, nos rescata del mal por medio de
una liberación definitiva cuando nos traslada al cielo.
“Mas líbranos del mal”. Esta es una oración, en primer lugar, que pide por la iluminación
divina, para que podamos detectar las maquinaciones de Satanás (2 Corintios 2:11), que
puede transformarse en un ángel de luz (2 Corintios 11:14) y es demasiado sutil para que la
sabiduría del hombre le pueda hacer frente. Solo cuando el Espíritu misericordiosamente
nos ilumina podemos discernir sus trampas. En segundo lugar, esta es una oración por la
fuerza para resistir los ataques de Satanás porque es demasiado poderoso para que
nosotros lo resistamos en nuestras fuerzas. Solo a medida que el Espíritu nos dé energías
vamos a ser librados de ceder voluntariamente a la tentación o de deleitarnos en los
pecados que cometemos. En tercer lugar, es una oración por la gracia para mortificar
nuestras lujurias, porque solo en la medida en que demos muerte a nuestras propias
corrupciones internas seremos facultados para rechazar incitaciones externas para pecar.
No podemos solo echarle la culpa a Satanás mientras le damos licencia al mal que hay en
nuestro corazón. La salvación del amor al pecado siempre precede a la liberación de su
dominio. En cuarto lugar, esta es una oración por el arrepentimiento cuando sucumbimos.
El pecado tiene la tendencia fatal de embotar nuestras sensibilidades y endurecer nuestros
corazones (Hebreos 3:13). Únicamente la gracia divina, puede librarnos de la indiferencia
descarada y obrar en nosotros una tristeza piadosa por nuestras transgresiones. El término
“líbranos” implica que estamos muy sumergidos en el pecado, como un animal que está
atascado en el fango y debe ser sacado por la fuerza. En quinto lugar, es una oración para
que se quite la culpa de la conciencia. Cuando el verdadero arrepentimiento se ha
comunicado, el alma se inclina con vergüenza delante de Dios; no hay alivio hasta que el
Espíritu nuevamente rocía la conciencia con la sangre purificadora de Cristo. En sexto lugar,
es una oración para que seamos librados del mal a fin de que nuestras almas sean
restauradas otra vez a la comunión con Dios. En séptimo lugar, es una oración para invalidar
nuestras caídas para su gloria y para nuestro bien perdurable. Tener un deseo sincero por
todas estas cosas es una señal del favor de Dios.
Debemos esforzarnos para practicar lo que oramos. Nos burlamos de Dios si le pedimos
que nos libre del mal y después jugueteamos con el pecado o nos precipitamos
imprudentemente al lugar de la tentación. La oración y el celo nunca deben separarse.
Nuestro cuidado especial debe ser mortificar nuestras lujurias (Colosenses 3:5; 2 Timoteo
2:22), no hacer ninguna provisión para la carne (Romanos 13:14), evitar cualquier especie
(o forma) de mal (1 Tesalonicenses 5:22), resistir al diablo firmemente en la fe (1 Pedro 5:8,
9), no amar al mundo ni las cosas que están en él (1 Juan 2:15). Cuanto más la santa Palabra
de Dios forme nuestro carácter y regule nuestra conducta estaremos más capacitados para
vencer el mal con el bien. Trabajemos diligentemente para tener una buena conciencia
(Hechos 24:16). Tratemos de vivir cada día como si supiéramos que será nuestro último día
sobre la tierra (Proverbios 27:1). Pongamos nuestros afectos en las cosas de arriba
(Colosenses 3:2). Después podemos orar con toda sinceridad: “mas líbranos del mal”.

9
LA DOXOLOGÍA
“Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén”
(Mateo 6:13).

Este modelo para los adoradores divinos concluye con una doxología o atribución de
alabanza para Aquel a quien se le destinó, lo que da evidencia de la unidad de la oración.
Aquí Cristo les enseñó a sus discípulos no solo a pedir por las cosas necesarias para ellos,
sino a atribuirle a Dios lo que es propiamente de él. La acción de gracias y la alabanza son
una parte esencial de la oración. Esto se debe tener en cuenta particularmente en toda la
adoración pública, porque lo que Dios se merece es la adoración. Sin lugar a dudas, si le
pedimos a Dios que nos bendiga, lo menos que podemos hacer es bendecirlo. “Bendito sea
el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual
en los lugares celestiales en Cristo” exclama Pablo (Efesios 1:3). Pronunciar la bendición
sobre Dios es solo el eco y la respuesta inmediata de su gracia hacia nosotros. La alabanza
ferviente, como la expresión de los afectos espirituales elevados, es el lenguaje correcto del
alma que está en comunión con Dios.
Las perfecciones de esta oración como un todo, y la maravillosa plenitud de cada frase
y palabra que se encuentran en ella, no se perciben con un vistazo rápido y descuidado sino
que solo se hacen evidentes con una meditación reverente. Esta doxología puede
considerarse por lo menos de una manera triple: (1) como una expresión de alabanza santa
y gozosa; (2) como una súplica y un argumento para insistir en las peticiones; y (3) como
una confirmación y declaración de confianza de que la oración va a ser escuchada. En esta
oración nuestro Señor nos da la quintaesencia de la verdadera oración. En las oraciones que
el Espíritu compuso en el salterio del Antiguo Testamento, la oración y la alabanza
continuamente están unidas. En el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo da la siguiente
instrucción autoritativa: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones
delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Filipenses 4:6). Todas las
oraciones de los santos eminentes, que están registradas en la Biblia, están mezcladas con
la adoración de Aquel que habita entre las alabanzas de Israel (Salmos 22:3).
En este modelo de la oración, se hace a Dios tanto el Alfa como la Omega. Comienza
cuando nos dirigimos a él como nuestro Padre que está en los cielos, y termina cuando lo
alabamos como el glorioso Rey del universo. Entre más estén sus perfecciones delante de
nuestro corazón, más espiritual será nuestra adoración y más reverentes y fervientes
nuestras súplicas. Entre más comprometida esté el alma en la contemplación de Dios
mismo, más espontánea y sincera será su alabanza. “Perseverad en la oración, velando en
ella con acción de gracias” (Colosenses 4:2). ¿No es nuestro fracaso en este punto lo que
tan a menudo causa que la bendición nos sea retenida? “Te alaben los pueblos, oh Dios;
todos los pueblos te alaben. La tierra dará su fruto; nos bendecirá Dios, el Dios nuestro”
(Salmos 67:5, 6). Si no alabamos a Dios por sus misericordias, ¿cómo podemos esperar que
él nos bendiga con sus misericordias?
“Porque tuyo es el reino”. Estas palabras establecen el derecho y la autoridad
universales que Dios tiene sobre todas las cosas, y por los cuales dispone de ellos de acuerdo
a su voluntad. Dios es el supremo soberano en la creación, la providencia y la gracia. Él reina
sobre el cielo y la tierra, y todas las criaturas y las cosas están bajo su absoluto control. Las
palabras “y el poder” se refieren a la suficiencia infinita de Dios para ejecutar su derecho
soberano y llevar a cabo su voluntad en el cielo y en la tierra. Ya que es todopoderoso, tiene
la capacidad de hacer lo que le plazca. Nunca se adormece ni se fatiga (Salmos 121:3, 4);
nada es demasiado difícil para él (Mateo 19:26); nadie lo puede detener (Daniel 4:35). Todas
las fuerzas que se oponen a él y a la salvación de la iglesia las puede derrotar, y así lo hará.
La frase, “y la gloria”, expone su excelencia inefable: ya que tiene la soberanía absoluta
sobre todo y el poder inconmensurable para disponer de todo; por lo tanto, toda la gloria
le pertenece. La gloria de Dios es la gran meta de todas sus obras y caminos y siempre es
celoso de su gloria (Isaías 48:11, 12). A él le pertenece la gloria exclusiva de ser el que
responde la oración.
A continuación observamos que la doxología se presenta por la conjunción “porque”,
que aquí tiene la fuerza de en razón del hecho que tuyo es el reino, etc. Esta doxología no
solo es un reconocimiento de las perfecciones de Dios sino una súplica muy poderosa de
por qué nuestras peticiones deben ser escuchadas. Cristo está aquí enseñándonos a usar el
porqué del argumento. Tú eres capaz de conceder estas peticiones porque tuyo es el reino,
etc. Mientras que la doxología sin duda pertenece a la oración como un todo y se presenta
para hacer valer todas las siete peticiones, nos parece que tiene una referencia especial y
más inmediata a la última: “mas líbranos del mal: porque tuyo es el reino…”. Oh Padre, el
número y el poder de nuestros enemigos son en verdad grandes y los vemos como más
temibles debido a la traición de nuestros propios corazones malvados. Sin embargo, nos
alientas a implorar tu ayuda contra ellos porque todos los intentos que el pecado y Satanás
hacen en contra de nosotros realmente son ataques a tu soberanía y dominio sobre
nosotros y a la promoción que nosotros podamos hacer de tu gloria.
“Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria”. ¡Qué aliento encontramos aquí! Sobre
todo, dos cosas inspiran la confianza en Dios en la oración: darnos cuenta de que él está
dispuesto y que él puede responderla. Ambas se dan a entender aquí. Que Dios nos mande,
por medio de su Hijo Jesucristo, que nos dirijamos a él como nuestro Padre es una señal de
su amor y una certeza del cuidado que tiene por nosotros. Pero Dios también es el Rey de
reyes y tiene un poder infinito. Esta verdad nos asegura su suficiencia y nos garantiza su
habilidad. Como Padre, provee para sus hijos; como Rey, defiende a sus súbditos. “Como el
padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen” (Salmos
103:13). “Tú, oh Dios, eres mi rey; manda salvación a Jacob” (Salmos 44:4). Es por el propio
honor de Dios y su gloria que manifiesta su poder y se muestra fuerte en nombre de los
suyos. “Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente
de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea gloria en
la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (Efesios
3:20, 21).
¡Qué instrucción encontramos aquí! En primer lugar, se nos enseña a hacer valer
nuestras peticiones con argumentos sacados de las perfecciones divinas. El señorío
universal de Dios, su poder y su gloria se deben convertir en las peticiones predominantes
para obtener las cosas que necesitamos. Debemos practicar lo que Job buscó hacer:
“Expondría mi causa delante de él, y llenaría mi boca de argumentos” (Job 23:4). En segundo
lugar, somos claramente guiados a unir la petición y la alabanza. En tercer lugar, se nos
enseña a orar con la mayor reverencia. Ya que Dios es tan grande y poderoso como Rey,
debe ser temido (Isaías 8:13). De aquí se desprende que nos tenemos que postrar delante
de él en completa sumisión a su soberana voluntad. En cuarto lugar, somos instruidos a
entregarnos y someternos completamente a él; de otra manera nos burlamos de Dios
cuando solo reconocemos verbalmente su domino sobre nosotros (Isaías 29:13). En quinto
lugar, orando así somos formados para hacer de su gloria nuestro máximo interés,
esforzándonos así a caminar para que nuestra vida manifieste su alabanza.
“Por todos los siglos”. Qué marcado es el contraste entre el reino del Padre, su poder y
su gloria, y el dominio efímero y la gloria fugaz de los monarcas terrenales. El glorioso Ser
al que nos dirigimos en oración es “desde el siglo y hasta el siglo… Dios” (Salmos 90:2).
Jesucristo, en quien se revela y por medio de quien se ofrece la oración, es “el mismo ayer,
y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). Cuando oramos correctamente, vemos más allá del
tiempo en la eternidad y medimos las cosas presentes en relación con el futuro. ¡Qué
solemnes y expresivas son estas palabras, por todos los siglos! Los reinos terrenales
menguan y desaparecen. El poder de la criatura es insignificante y momentáneo. La gloria
de los seres humanos y de todas las cosas mundanas desaparece como un sueño. Pero el
reino, el poder y la gloria de Jehová no son susceptibles ni al cambio ni a la depreciación y
no van a conocer el fin. Nuestra bendita esperanza es que cuando el primer cielo y la
primera tierra hayan pasado, el reino y el poder y la gloria de Dios serán conocidos y
adorados en su maravillosa realidad por toda la eternidad.
“Amén”. Esta palabra sugiere las dos cosas que se necesitan en la oración, a saber, un
deseo ferviente y el ejercicio de la fe. Porque la palabra hebrea amén (muchas veces
traducida “en verdad” o “verdaderamente” en el Nuevo Testamento) quiere decir “que así
sea” o “así será”. Este doble significado de súplica y esperanza se da a entender claramente
en el uso doble de amén en Salmos 72:19: “Bendito su nombre glorioso para siempre, y
toda la tierra sea llena de su gloria. Amén y Amén”. Dios ha determinado que así será y toda
la iglesia expresa su deseo: “Que así sea”. Este “amén” pertenece y se aplica a cada parte y
frase de la oración: “Santificado sea tu nombre. Amén”, y así sucesivamente. Al decir amén
tanto en las oraciones públicas como privadas, expresamos nuestros anhelos y afirmamos
nuestra confianza en el poder y la fidelidad de Dios. Es en sí misma una petición resumida y
enfática: cuando creemos en la verdad de las promesas de Dios y descansamos en la
estabilidad de su gobierno, acariciamos y reconocemos que tenemos nuestra esperanza
confiada en una respuesta misericordiosa.

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