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3. PREJUICIOS Y TEMORES
Hacia fines del siglo IV, en una de sus Confesiones, San Agustín relata el asombro que le provoca
encontrar al obispo Ambrosio leyendo en silencio. En el fragmento, citado en numerosas ocasiones
para dar cuenta de los cambios en los modos de leer y del pasaje de la lectura en voz alta a la lectura
silenciosa, San Agustín compara el movimiento de los ojos y la actividad de la mente con la
inmovilidad de la lengua y la voz. Se asombra ante la postura y la actitud del obispo en ese tiempo que
dedica a la lectura, se asombra y decide no interrumpirlo, pues cualquier interrupción sólo puede
significar sacarlo de ese mundo en el que se encuentra capturado. “¿Quién se atrevería a turbar una
concentración tan intensa?”,se pregunta..
El relato de aquella modalidad de lectura, la descripción de los movimientos, de la actitud del lector, es
bastante similar a lo que hoy percibimos cuando vemos a alguien sentado frente a la pantalla de una
computadora: una suerte de ensimismamiento. Sin embargo, lo que para San Agustín era
“concentración”, para muchos es un “estar enfrascados” (y tal vez no esté de más recordar que con la
televisión decíamos -y aún decimos- “estar embobados”).
¿Qué es lo que perturba en ese “estar enfrascados”? ¿Qué es lo que molesta de esa forma de
concentración que sin embargo se reclama cuando se trata de una clase escolar? La perturbación podría
venir por el lado del objeto: entre el libro y la computadora, y más aún, por el valor que asignamos a
cada uno de esos objetos como soportes materiales de unas escrituras. Y en principio, en una cultura
hasta no hace mucho tiempo centrada exclusivamente en los libros, una cultura letrada, el libro parece
ganarle la partida a la computadora: si está leyendo un libro, el ensimismamiento es aceptable; si está
frente a una pantalla, nos molesta. De ser así, lo que funciona en la aceptación o rechazo son los
valores culturales que, en nuestra sociedad, asignamos a la lectura en uno u otro soporte.
Y podríamos profundizar aún más en esos valores culturales: en el relato de San Agustín nunca se nos
dice qué es lo que el obispo Ambrosio está leyendo, no sabemos qué es ese libro que lo tiene tan
ensimismado, ni de qué se trata, pero probablemente partimos del supuesto de que está leyendo un
"buen" libro, algo que vale la pena leer. Y seguramente, las primeras imágenes que tenemos de un
chico frente a una pantalla están asociadas al juego, al chateo, a la conversación sobre "estupideces"
con algunos amigos o a la observación de "cualquier porquería", pero probablemente no se nos
ocurriría pensar que está haciendo algo que vale la pena hacer.
“No importaba la razón por la que lo hiciera: para un hombre así, no podía ser sino buena”, dice San
Agustín, cerrando el fragmento. Son pocos los que, frente a la escena de un adolescente ante una
pantalla, podrían afirmar algo similar. Pero entonces o bien se trata, como decíamos antes, del valor
que asignamos a uno u otro soporte, o bien partimos del supuesto de que lo que está leyendo -si es que
está leyendo, claro, porque tal vez sólo está jugando si es que no tiene bloqueadas las páginas XXX- no
vale la pena.
Es ya un hecho constatable que el avance de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación introdujo cambios en nuestra vida, en nuestros hábitos y costumbres. Con la difusión del
correo electrónico, se incrementaron las comunicaciones interpersonales, se facilitaron una enorme
variedad de tareas: acceso rápido a información o consultas de diversa índole; envíos y reenvíos de
documentos escritos que agilizan nuestros trabajos, entre otros. El incremento de usuarios de Internet
trajo consigo nuevas formas de comunicación que redundaron en nuevas formas de vínculo entre las
personas como muestra la inmediatez de las conversaciones a través del chat, que se tradujeron
también en una forma de escritura ligada a la oralidad. Nuevas formas de escrituras irrumpen, por otro
lado, con los mensajes de texto que podemos enviar y recibir a través de los celulares, cuyos los límites
de espacio demandan una escritura que se abrevia al extremo y altera desde la grafía de las palabras
hasta introducir un vocabulario nuevo propio del género.
Correo electrónico, chat y mensajes de textos son géneros discursivos nuevos nacidos a partir de los
cambios tecnológicos y que vienen a convivir -si no a reemplazar en ocasiones- a las cartas, la
conversación telefónica o cara a cara y las notas en las que solemos apuntar un breve mensaje. Estos
medios conviven y, por tanto, se presentan como elecciones posibles tanto para los adultos como para
los jóvenes. Sin embargo, es habitual la queja que critica su uso en función de las modalidades de
escritura que promueven: "los jóvenes no saben escribir porque se la pasan chateando, escribiendo
mensajitos". Comprender que se trata de géneros discursivos diversos supone advertir que esos
cambios en la escritura son rasgos propios de esos géneros.
Internet también nos permite realizar otras actividades, que alteran nuestros hábitos. Podemos resolver
el pago de las facturas a través de "pagomiscuentas"; elegir entre una variedad de diarios nacionales e
internacionales para informarnos de los últimos acontecimientos en el país y en el mundo e incluso
comparar el tratamiento de esas noticias con rapidez; resolver tareas escolares, iniciar una
investigación, rastrear información sobre un tema. Varias de esas actividades suponen prácticas de
lectura y escritura distintas a las que realizábamos en el mundo del papel.
Y frente a estos cambios en las prácticas de lectura y escritura, dos cuestiones vale la pena preguntarse,
cuestiones que afectan a los sujetos en relación con esas prácticas, por un lado, y a la escuela, por otro.
¿Cuál es la posición que asumen los sujetos, adultos, jóvenes y chicos, frente a esos cambios? ¿Cuál es
el rol de la escuela en relación con la enseñanza de unas prácticas de lectura y escritura que se
transforman a partir de los cambios en las nuevas tecnologías?
Sobre los jóvenes recae una denominación que los distingue de los adultos: los jóvenes son “nativos
digitales”, pues cuando nacieron, promediando la década del ochenta o avanzada la del noventa,
Internet ya había sido creada con su www. La denominación intentaba resaltar las implicancias de ese
dato generacional, señalando que lo digital era, para los jóvenes, una suerte de lengua primera,
mientras que para los adultos (“inmigrantes digitales”), se constituía en una segunda lengua (Piscitelli,
2005). Los jóvenes tendrían una relación distinta con las nuevas tecnologías, que les permitiría
moverse con naturalidad, conocerlas, manejarlas de un modo que, para los adultos, requeriría del
esfuerzo de un aprendizaje extra.
La expresión “nativos digitales” también recibió numerosas críticas, por ejemplo, aquellas que
sostienen que sólo se trata de “un lema propagandístico que oculta, entre otras cosas, la incapacidad
que tenemos para comprender los comportamientos de los jóvenes, sus motivaciones y sus
necesidades. Incapaces de mirar desde fuera de nosotros trasladamos a ellos nuestras incertidumbres
atribuyéndoles capacidades que no necesariamente tienen. Usar computadoras no implica conocer y
mucho menos dominar el lenguaje informático (…) Doy clase a estudiantes universitarios argentinos
de diversas edades, muchos de ellos menores de 20 años y la mayoría a duras penas saben usar el email
y el chat y algunos juegan con videojuegos. Cuando les propongo utilizar nuevas herramientas (por
ejemplo algo tan complejo como un weblog), inexorablemente, a muchos tengo que explicarles los
procedimientos más sencillos” (Levis, 2007).
Retomando la advertencia de Levis, tal vez convenga agregar que aún cuando estos nativos digitales
sepan manejar el correo electrónico y el chat, todavía es mucho lo que pueden aprender para manejarse
en la red, todos aprendizajes vinculados con estrategias de lectura, con hábitos y modalidades que
requieren de la mediación de los adultos, de la frecuentación de obras y autores diversos. Seguramente,
los adultos tendremos que aceptar que los jóvenes chateen mucho más rápido, aprender a leer géneros
en un lenguaje diferente pero eso no significa que no podamos enseñarles bastante de las estrategias
necesarias para encontrar, seleccionar y valorar información en un soporte electrónico.
Si hablamos de la escuela, hasta no hace mucho, gran parte de la discusión sobre la posibilidad de que
maestros y profesores ingresaran en las aulas aprendizajes vinculados a las nuevas tecnologías pasaba
por esa suerte de enfrentamiento entre nativos e inmigrantes digitales, que en ocasiones se traduce en
una inversión de los lugares de saber: los chicos son los que saben de nuevas tecnologías, lo que se
manejan cómodamente en ese universo. Por otro lado, el saber se descentra de los libros, porque
también puede hallarse en la red; pero a esto se suma que descoloca a los sujetos que supuestamente
podían operar con ese saber, a los adultos que no han sido formados en las nuevas tecnologías
(Barbero, 2003).
En tiempos de San Agustín, la posibilidad de que un lector contara con una copia para leer en silencio
un texto, que implicaba a su vez la libertad de realizar una interpretación propia, era muy escasa. Esa
posibilidad se incrementó en la larga historia del libro con la imprenta, que puso a disposición de un
mayor número de lectores un mismo texto. Internet vino a multiplicar esa misma posibilidad (de ahí su
denominación como la “imprenta del siglo XXI”) difundiendo y publicando una inconmensurable
cantidad de información. A esto se sumó, la posibilidad de que cualquiera pueda escribir: crear un
blog, escribir un cuento, un artículo, una noticia que un sitio publique luego, entre otras cosas. Contra
lo que se creía, reanudando el viejo debate entre apocalípticos e integrados (Eco, 1999), Internet no
vino a competir con el libro, a desplazar a la lectura y la escritura. Lejos de eso, las realimentó y las
potenció (Link, 2001).
El hecho de contar con tanta información disponible y la multiplicación de las formas de comunicación
representan dos variables que convierten a esta sociedad en lo que se ha denominado “sociedad de la
información” (Castells, 1999). Sin embargo, información no es lo mismo que conocimiento: para que
una información se convierta en conocimiento son necesarias algunas operaciones, todas ellas
vinculadas con la lectura. La transformación de la información en conocimiento, como estrategia a
enseñar, todavía queda en manos de la escuela que, pese a las críticas sobre las dificultades en la
formación de lectores, sigue siendo la institución a la que la sociedad le reclama y delega esa
responsabilidad.
Si Internet es la gran biblioteca electrónica de este siglo, navegar en ella, recorrerla, demanda
seleccionar información, contrastarla, averiguar dónde buscarla, reconocer cuál puede resultar
confiable o válida, analizarla, interpretarla. Estos procedimientos son estrategias de lectura que
maestros y profesores manejamos y enseñamos a nuestros alumnos toda vez que recomendamos una
enciclopedia en particular, porque nos resulta más confiable; un autor en lugar de otro; cierta
traducción de una novela, de un ensayo; un libro por las referencias bibliográficas que adjunta. Son
estrategias que permanecen como estrategias a enseñar a las que, en todo caso, se suman rasgos que
portan los textos en el mundo electrónico, sitios que conviene reconocer tanto por la institución que los
avala, por su autor, por ciertas marcas que nos permiten distinguir la índole de la información que allí
podemos encontrar.
A diferencia del libro, por ejemplo, un texto que se lee en pantalla ha perdido contratapa, solapas,
prólogos, dedicatorias, firma de autor en la tapa, todos ellos elementos que brindan información sobre
lo que se va a leer. Tal vez son los portales periodísticos los que conservan mayor cantidad de esos
rasgos, lo que los vuelve más reconocibles. Acostumbrados a una maqueta más fija, persisten las
marcas familiares de tapa, primera plana de la edición impresa, nombres de secciones, titulares,
copetes. Pero en los sitios de divulgación, por ejemplo, no siempre es tan fácil. En ocasiones, un
artículo extenso presenta al autor recién al final de un largo “rollo” que hay que acostumbrarse a
recorrer avanzando hasta al final; algo similar ocurre con la bibliografía, las notas al pie. No son gestos
imposibles de realizar, claro está, sino movimientos a los que tenemos que acostumbrarnos e ir
internalizando cuando navegamos.
En relación con la escritura, además de las innovaciones propias de los géneros recientes (mensajes de
texto, chat), dos operaciones parecen cobrar especial relevancia a partir del uso de las computadoras y
procesadores de texto: el corte y pegue. Dos operaciones que facilitaron enormemente la tarea de
escribir, pero también a las que no puede reducirse la escritura. Y los nativos digitales reciben la queja
de que es lo único que saben hacer cuando se les pide buscar alguna información para escribir un texto:
"cortar y pegar". Unas décadas atrás, la queja recaía sobre las fotocopias: "traen una fotocopia y ni
siquiera la leyeron". Algo de tiempo más atrás: "copiaron unos párrafos, y mal". Si la queja permanece
a lo largo del tiempo, el problema tal vez no sea el soporte del texto (impreso, fotocopiado o escrito a
mano); el problema puede originarse en la tarea misma, que prevé como resultado un texto que ya
existe, que no pone en funcionamiento estrategias de escritura vinculadas a la reformulación de la
información.
La lectura de un diario en un bar, café mediante, convive hoy con la lectura electrónica de los diarios
digitales. El mensaje de texto destinado a un amigo convive con el mensaje que podemos grabar en un
contestador telefónico, con el correo electrónico, con una nota escrita a mano que dejamos en su
escritorio. El pago de las cuentas, de las facturas, puede realizarse en el banco, en Pago fácil,
en pagomiscuentas. La crítica de la última película se lee en sitios electrónicos y también en revistas
especializadas. El cuento se lee en una fotocopia, en un libro, en la biblioteca virtual. El diario íntimo
se escribe a mano en un cuaderno con candado o en una bitácora virtual. Son todas opciones con las
que adultos y jóvenes contamos.
La necesdidad de desnaturalizar la mirada sobre las nuevas tecnologías y, dentro de ellas, sobre las
prácticas de lectura y escritura que promueven, supone evitar la demonización y el endiosamiento, casi
siempre paralelos a temores propios de los sujetos antes que de las tecnologías; suspender los
prejuicios de manera que sea posible indagar cuáles son los modos de leer y escribir que demandan,
cuáles los hábitos que modifican y, en última instancia, conocer, construir y contar con criterios y
herramientas que nos permitan elegir entre esas opciones.
La desnaturalización de esa mirada requiere, también, interrogar el debate que opone a los sujetos, que
coloca a los nativos y a los inmigrantes digitales en veredas opuestas y recuperar el lugar de saber que
los adultos, y entre ellos los docentes, pueden ocupar. Un lugar desde el cual pensar cuáles son las
estrategias de lectura y escritura que permanecen aún con los cambios en los soportes de escritura;
cuáles las operaciones que un maestro, un profesor, continuará promoviendo en sus clases, con sus
actividades a partir de lecturas que sugiera ya en un libro, ya en un sitio de Internet.
Podemos imaginar a San Agustín, ahora, ingresando a un cyber, deteniéndose a mirar unos
adolescentes ensimismados ante una serie de pantallas. ¿Cuál sería hoy su asombro?
4. LA OPERACIÓN ESCOLAR
El desafío de pensar la enseñanza de la lectura y la escritura en el contexto escolar nos exigue
complejizar una escena que, muchas veces y por su íntima cercanía con nuestra propia experiencia,
suele estar teñida de romanticismo. La mayoría de nosotros recuerda su primer libro de lectura, el
cuaderno de clases donde trazó sus primeras letras y dibujó sus primeros manchones, el regalo de la
lapicera a pluma coincidente con el ensayo de la cursiva. Seguramente, también, la imagen de esa
maestra o maestro que nos abrió el paso al mundo de lo escrito será una evocación común.
Sin embargo, e intentando un distanciamiento, analizar la enseñanza de la lectura y la escritura nos
coloca frente a otro extremo: el encuentro con la historia de debates sobre sus métodos. Las pugnas y
sus diferentes impactos en las prácticas escolares por encontrar e imponer el mejor modo de enseñar a
leer y a escribir han atravesado la historia de la educación. Y, dada la centralidad de estas prácticas en
el mundo escolar, acercarse a estos debates supone reconstruir los diferentes supuestos que sobre la
escuela, el saber, los modos, los soportes y los materiales, y, en especial, los vínculos y las formas de
intervenir sobre la acción de otros, se han puesto en discusión desde hace siglos y hasta hoy.
Aunque diferentes, lo que une ambos puntos de mirada es la re-construcción de una escena que, de uno
u otro modo, reproduce con rasgos asépticos una operación objetiva y multiplicada a lo largo de la
historia: unos sujetos -los docentes- transmitiendo a otros -los alumnos- unos saberes -la lectura y la
escritura- que, considerados como entelequias, representan la carta de acceso a un otro mundo -la
cultura escrita-.
El análisis de la escena escolar de lectura y escritura como operación nos permite situar los factores
necesarios que, dispuestos de determinada forma, hacen a la consecución del resultado buscado: la
legitimidad indiscutida de aquello que enseña la escuela, la disponibilidad material de ciertas
condiciones y recursos, la asunción de la responsabilidad que cada uno en cada institución tiene
respecto de la enseñanza de estos saberes -con inevitable protagonismo de los maestros y profesores
“de lengua”-, la correspondencia término a término de aquello que la escuela ofrece con las
expectativas y predisposiciones de quienes están allí para recibirlo. Y si de operación se trata, es
posible identificar las evidencias de su logro fallido: el fracaso escolar, la recurrente preocupación de
los docentes por no dar en la tecla, la sospechada intromisión e influencia de saberes que circulan por
fuera de la escuela, o el desencuentro entre aquello que se enseña y lo que los alumnos pueden
aprender.
También, aunque diferentes, ambos puntos de mirada se asocian en la formulación de un problema que
hoy se instala como preocupación común: si antes, todos nosotros y otros muchos, aprendimos a leer y
a escribir en la escuela, ¿por qué hoy no?, ¿cuál de los factores de la operación está mal ubicado?,
¿cuál es la falla que obtura el logro óptimo del resultado esperado? Las respuestas y propuestas de
solución no cesan y, la mayoría de las veces, se sostienen y refuerzan en el mismo círculo.
Que las grietas para construir una perspectiva más compleja sean difíciles de abrir no es una cuestión
casual. Enseñar y aprender a leer y a escribir en la escuela ha sido entendido, durante siglos, como el
ejercicio de acomodación a una operación susceptible de reproducción, transferible a distintos
contextos (aún los que traspasan los límites de lo escolar) y perpetuable a través del tiempo.
La lectura y la escritura ofrecen una nota distintiva respecto a otros saberes. Asociadas a los sentidos
inaugurales de la escolaridad masiva y, a la vez, aportando los cimientos más fuertes sobre los que se
construyó la vida de la escuela moderna, la lectura y la escritura constituyeron no sólo “saberes
escolares” sino modos legitimados para la transmisión de formas de ver, de posicionarse y de actuar en
el mundo social. Sostenidas en la legitimidad social de lo letrado, la enseñanza y el aprendizaje de la
lectura y la escritura en la escuela contribuyeron a consolidar un modo de relación social con el
lenguaje y, por ende, una particular mirada del mundo. En este sentido son explicables las formas de
proponer la relación con el lenguaje y la apropiación de lo escrito que se instalaron a lo largo de la
historia escolar, centradas en el logro de un dominio conducido por metalenguajes, reglas y
definiciones.
La fuerza de tal impronta se evidencia en nuestras propias valoraciones sobre los cambios culturales de
estos tiempos. El enojo frente a las nuevas costumbres digitales de los jóvenes, la sospecha frente a sus
consumos culturales non sanctos, la indignación ante sus gestos de indiferencia ortográfica, la condena
de sus lecturas alejadas de lo canónico, entre otras, son elementos condenables y condenados desde
nuestra propia vara, enderezada por los efectos de una forma escritural -y escolar- de explicar el
mundo.
Desde esta perspectiva el análisis parece llegar a un punto muerto: poco puede hacerse desde la escuela
para enseñar a leer y a escribir si nuestros intentos son definidos desde la confrontación irreconciliable
con aquello que el nuevo escenario cultural tiene para ofrecernos.
Por eso, para pensar con otros matices la relación entre escuela y cultura y, de modo más específico el
posible sentido de la lectura y la escritura en la escuela, quizás valga la pena salir del espacio escolar e
intentar corrernos de sus efectos. Y, aunque brusco, podemos ensayar el movimiento de ponernos a
nosotros mismos en el foco de este análisis.
Un primer ejercicio en esta dirección puede ser mirarnos en nuestra vida cotidiana. Se trata de
seguirnos en ese recorrido del que la práctica de enseñanza constituye una parte, seguramente una parte
importante, pero no exclusiva. Aunque sea con esfuerzo, se trata de sacarse el delantal por un momento
para pensarnos más allá del aula, en nuestros desayunos, en nuestro camino a la escuela, en la escuela,
en la salida de la escuela, un encuentro con amigos, la rueda de trámites, la realización de alguna
práctica artística o deportiva, nuestra visita al supermercado, la llegada a casa, el encuentro con la
familia, las obligaciones domésticas, las demandas -escolares o no- de nuestros hijos, la búsqueda de
alguna actividad de distensión, el listado de cuestiones pendientes para la próxima jornada, el cierre del
día.
El segundo paso de este ejercicio es acercar la lupa a nuestras variadas formas de relación con lo
cultural. Esta instancia supone considerar cuáles y cuántas de nuestras actividades diarias pueden ser
consideradas “culturales” y pensar desde qué idea o supuestos de la cultura las estamos evaluando. El
peso de lo escolar, seguramente, influya en esta mirada.
Acerquemos aún más la lente a nuestras prácticas de lectura y de escritura. Y ensayemos una hipótesis.
Si en este movimiento nos guiáramos por los mandatos de la operación escolar, pocas variantes cabrían
para listar nuestras formas de leer y de escribir: en tanto responsables de enseñar a leer y a escribir a
otros, deberíamos ser “modelos” de lectores, sólo inclinados a la lectura de géneros legitimados,
particularmente aquellos pertenecientes al discurso literario y, más aún, a los ejemplos más altos y
canonizados a lo largo de su historia. La lectura de cualquier otro género, como revistas de circulación
masiva o best sellers, sería objeto de nuestras críticas. Y si se trata de leer, nuestra elección por la
lectura de principio a fin de variados libros -soportes de la cultura a través de los siglos- no estaría en
duda. En cuanto a la escritura, inadmisible sería en nosotros cometer cualquier falta de ortografía, y ni
qué hablar de aquellas tan vigentes y aceptadas en nuevos formatos de comunicación. Escribir se
escribe sólo respetando las reglas y las convenciones que todos supimos aprender. Y todos, aunque sea
en la intimidad de nuestro cuarto, estaríamos obligados a ensayar la escritura de poemas y otras
elevadas formas de expresión. En este marco, la televisión sólo sería merecedora de nuestros
coincidentes juicios sobre lo nocivo de sus efectos, a excepción de Discovery Channel o algún
programa del canal de arte. Son el cine, el "buen cine", y el teatro, aunque menos accesible, las formas
válidas de acceder al mundo de la cultura. En cambio, las computadoras son concebidas fuentes de
dudosa información, con su atracción por el "puro" entretenimiento que "distrae" de la cultura.
Cualquier parecido con nuestros discursos es pura coincidencia. Y cualquier parecido con nuestras
prácticas es casi imposible.
Es momento, entonces, de profundizar el ejercicio agregándole un matiz interpretativo. Y aquí la teoría
social nos muestra la potencialidad de considerar a los actores sociales desde la pluralidad de sus
prácticas culturales. Somos sujetos sociales que hemos vivido y vivimos experiencias culturales
diversas e, incluso, contradictorias. En este sentido, dirá el sociólogo Bernard Lahire (2004), es preciso
considerar la participación de los sujetos en universos sociales variados y en posiciones diferentes,
pertenencias y movimientos que nos hacen actores plurales. Discutiendo con el concepto
de habitus (agente social) planteado por Bourdieu, Lahire sostendrá que si bien es importante
considerar los hábitos y esquemas de acción adquiridos en las primeras socializaciones, no es posible
ignorar aquellos repertorios de acción adquiridos progresivamente en otros contextos. En ambos casos,
es necesario considerar el criterio de pertinencia contextual de dichos hábitos y disposiciones al
momento de su puesta en práctica, es decir, la capacidad de distinguir las maneras de actuar -y de
poner en acto los hábitos y esquemas de acción disponibles- en diferentes contextos.
El reconocimiento de la diferenciación de contextos y de la pluralidad de acciones ilumina el análisis
de la relación de los sujetos con las formas culturales. Existen diversos universos sociales, no
necesariamente equivalentes ni cultural o moralmente homogéneos -familia, escuela, clubes,
asociaciones deportivas, organizaciones políticas, iglesias, comunidades virtuales, contextos
profesionales- y en cada uno de ellos nuestro comportamiento puede ser diferenciado: somos maestros
o profesores, padres o madres, lectores, consumidores de televisión, socios de alguna biblioteca y
también de un video club, usuarios de un cybercafé, militantes de alguna organización o partido
político, parte de un grupo de amigos, practicantes de alguna iglesia, etc.
También los niños y los jóvenes, aunque de menor paso por contextos de socialización, van
adquiriendo y transformándose en portadores de diversidad de esquemas a los que apelan ejerciendo el
mismo criterio de pertinencia: basta sólo ver el ejercicio del rol de alumno en el ámbito escolar.
Sucede que, en nuestro caso, la posibilidad de reconocer esta heterogeneidad plural se ve opacada por
los influyentes rasgos de nuestra socialización escolar y, además, por los propios de nuestro contexto
profesional. Así, el sueño escolar de lo unívoco hecho carne en la figura de la docencia -la producción
de habitus homogéneos (Benoliel y Establet, 1991, en Lahire (2004)- constituye uno de los vectores
más fuertes que orientan la acción socializadora de la escuela. Por otra parte, juega el carácter
particular del universo profesional docente en el cual, con una fuerte marca identitaria corporativa, se
reproducen condiciones de socialización relativamente coherentes y homogéneas que orientan la
construcción de ciertas valoraciones culturales.
No es difícil reconstruir las huellas de estas improntas. Por un lado, basta recordar el central papel de la
enseñanza de la lectura y la escritura en la tarea de homogeneización cultural de las nuevas
generaciones, ya en los inicios de la escolaridad moderna y hasta hoy perdurable. Por otro lado
recuperar la figura de los docentes, socialmente identificada y colectivamente asumida en la
transmisión de los valores culturales más altos, entre ellos, la buena lectura y sus únicos modos de
interpretación y el correcto escribir y sus rígidos modos de apropiación.
Desde aquí es entendible cómo la enseñanza de la lectura y la escritura fue acomodándose en la
historia escolar como una operación cultural de fuerte sesgo homogeneizador y, de modo asociado, de
negación o resistencia a otros elementos culturales que, heterogéneos, impidieran el logro del resultado
escolar esperado. El control de la lectura y la corrección de la escritura son, en este sentido, evidencias
de la consolidación de una forma de transmisión de estos saberes.
Reconocernos como actores plurales en la cultura nos permite revisar estos modos arraigados en la
forma escolar. Y, al mismo tiempo, procesar los cambios culturales que hoy acontecen para desde allí
pensar en la enseñanza escolar.
Vivimos en tiempos donde la razón moderna y sus implicancias culturales están en interrogación. La
misma idea de saber hoy no encuentra claras fronteras y hasta la ilusión de organizar y hacer accesible
a todos el conocimiento de las ciencias que, en el siglo XVIII, inspiró la escritura de la Enciclopedia,
hoy es desafiada y puesta en práctica por la redacción veloz de otra, virtual, la de Wikipedia. Junto con
otros fenómenos digitales, como los buscadores, el conocimiento parece estar ahí, a la mano, y formar
parte de una construcción colectiva.
Como dijimos, son muchos debates pendientes en este movimiento cultural. Se discute si las nuevas
tecnologías producen conocimiento o sólo información, sobre los criterios de validación, el lugar del
mercado, las sospechas sobre su carácter democrático, etc. También podrá argumentarse que es poco lo
que puede decirse cuando aún no están claros los límites de tal transformación cultural.
Pero lo cierto es que ahí estamos, todos, como actores de la cultura. Y que, en tanto prácticas de las que
formamos parte y en las que nos toca incluir a otros, se hace necesario pensar cómo la escuela se
posiciona desde la enseñanza.
Tres puntos nos pueden orientar en la partida.
En primer lugar, hacernos propio el reclamo de las nuevas generaciones. Leer y escribir son prácticas
en transformación, resignificadas a la luz de los cambios culturales. Sin embargo, con o sin esa
variable incluida, leer y escribir son saberes que siguen concentrando un alto nivel de deseabilidad
social (Lahire, 2003), es decir, son considerados bienes culturales de gran valor para la inclusión
social. Los niños, y particularmente los jóvenes, saben de ese valor. Y piden a la escuela que lo
comparta, dándoles la oportunidad de aprender a leer y a escribir.
La cuestión aquí será estar dispuestos a escuchar esa demanda en las voces de nuestros alumnos, aún
cuando éstas no respondan a nuestras expectativas, y abrir el espacio para, sin negarla, levantar la
apuesta. Seguramente, y más de una vez, nuestra clase de lectura o una propuesta de escritura se ha
salido de su cauce previsto por una interpretación diferente, por una pregunta incomprensible, por una
afirmación que interrogó nuestra propia lectura. Leer y escribir con otros es estar abiertos a la
posibilidad del sentido sorprendente, de la reacción de rebeldía, de la respuesta inesperada. Y es que,
cuando hay lugar, en la lectura y la escritura la propia experiencia se hace presente.
Por eso, la enseñanza de la lectura y la escritura en la escuela es una tarea que requiere de apertura,
disposición a escuchar y a confrontar sentidos. Enseñar a leer y a escribir son modos particulares de dar
la palabra a otros para que éstos se la apropien sabiendo que, ya de su lado, provocará nuestro
asombro. Seguir haciendo crecer el juego es nuestra tarea.
De allí que el segundo punto de partida con el que contamos es disponernos a pensar en la lectura y la
escritura no sólo como saberes escolares sino, especialmente, como un vínculo. Un vínculo con la
palabra escrita y un vínculo con otros, nuestros alumnos. Identificar a un “buen” profesor o maestro es
apelar a una imagen en la que convergen saber y puesta a disposición del saber. Algo que recurre desde
que la escuela es escuela y hasta hoy. Nuestros alumnos, niños y jóvenes esperan que quienes les
enseñan dominen un saber y, además, se los brinden, buscando la forma para que esto sea posible.
Desde esta perspectiva, enseñar a leer y a escribir supone no sólo dominar las artes del mundo de lo
escrito sino, particularmente, saber hurgar los modos para que nuestros alumnos ingresen allí. Esto
significa probar de diversas maneras, insistir con recurrentes intentos, desafiar el aparente rechazo,
provocar el interés del otro con nuestro propio interés. Y allí los saberes que tengamos para enseñar,
leyendo y escribiendo.
Finalmente, el tercer punto de partida es aceptar el reto de redefinir aquello que de la lectura y la
escritura le toca transmitir a la escuela sin negar otras formas culturales y los efectos de otros contextos
de socialización. Si aceptamos la idea de la cultura escolar como un modo de acceso a otras culturas,
enseñar a leer y a escribir en la escuela implica el desafío de hacer que otros se apropien de unas
prácticas variables según los contextos. Y, también, implica el desafío de transmitir los criterios de
pertinencia que orientarán las prácticas en dichos contextos. Sin juicios de valor ni confrontaciones de
por medio, sino llevados por el reconocimiento de la cultura escolar como una forma cultural con
identidad específica pero en convivencia con otras.
Por eso, pensar en qué es hoy enseñar a leer y a escribir en la escuela supone, indefectiblemente,
suspender la idea de operación cerrada y modalizar su análisis y los posibles modos de intervención en
términos de prácticas culturales, dinámicas y móviles, insertas y en relación con historias. Las historias
de otros, esas con las que conversamos cuando nos disponemos a leer.
Después de la clase
Las autoras de la clase propusieron una y otra vez desnaturalizar la mirada sobre saberes y vínculos
construidos en la escuela y sobre la escuela, en torno a la lectura y la escritura, para dar lugar a
interrogaciones fértiles que posibiliten respuestas desde sentidos renovados.
Para seguir pensando acerca de estos sentidos, se proponen la lectura de un artículo de Jean Hébrard
quien en su visita a Buenos Aires en el año 2006, reflexionó desde su doble posicionamiento y
experiencia como historiador y político de la educación en Francia. En esta conferencia se refiere al
debate que tuvo lugar hace algunos años en su país en torno a la alfabetización y que supuso rehacer los
parámetros curriculares, trabajo en el que participó activamente. Presenta, entonces, algunas reflexiones
acerca de la relación entre comprensión de la lectura, oralidad y escritura. Hébrard sostiene que el
problema a resolver no es el de la alfabetización sino el del aprendizaje del lenguaje y que es necesario
ayudar a los estudiantes a aprehender la cultura de los textos en la escuela elemental. Desarrolla
brevemente las nuevas propuestas curriculares que acompañaron estas ideas basadas en una concepción
de escuela “que tiene un rol que cumplir, y sobre todo un rol social, un rol simbólico, éste es constituir
una sociedad que comparta ideas, conocimiento, reflexiones”. En el espacio de conversación posterior a
la conferencia, el autor responde preguntas vinculadas a los temas de este posgrado. En respuesta a una
de ellas afirma: “la cultura escolar es la cultura para acceder a otras culturas”. ¿Qué piensa ustedes?
Esperamos que esta lectura les resulte enriquecedora.
Bibliografía citada
Bauman, Z. (2003). Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Buenos Aires: Siglo XXI.
Burbules, N. (1999). El diálogo en la enseñanza.Buenos Aires: Amorrortu.
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Hèbrard, J. (2006). La puesta en escena del argumento de la lectura: el papel de la escuela.
Conferencia brindada en el marco de la Jornada presencial Encuentro con lecturas y experiencias
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Bibliografía obligatoria
La lectura obligatoria de esta clase es:
Hèbrard, Jean (2006) “La puesta en escena del argumento de la lectura: el papel de la escuela”.
Conferencia brindada en el marco de la Jornada presencial Encuentro con lecturas y experiencias
escolares. FLACSO, Buenos Aires, agosto 2006.
Itinerarios de lectura
Para esta clase le recomendamos dos itinerarios de lectura que detallamos a continuación.
Si están interesados en las prácticas de lectura y de escritura en el escenario cultural actual y en
reflexiones sobre su lugar en la escuela, les recomendamos:
CHARTIER, Anne Marie y Jean HÈBRARD (1994) Discursos sobre la lectura (1880-
1980). Barcelona, Gedisa.
Producto de una investigación colectiva, este libro presenta un panorama exhaustivo sobre la historia
de las representaciones sociales de la lectura y sus impactos en la definición sobre su
enseñanza escolar. Así, los historiadores de la cultura Anne Marie Chartier y Jean Hèbrard nos
proponen recorrer un siglo de confrontaciones y disputas entre distintos discursos - políticos,
periodísticos, literarios, artísticos, pedagógicos, eclesiásticos- alrededor de la concepción de la lectura
y sus consecuentes prescripciones para su transmisión en la institución escolar. Este recorrido -
centrado en el caso europeo y, particularmente, en Francia-, es el que permite encontrar la génesis del
discurso contemporáneo sobre la lectura.
CHARTIER, Anne-Marie (2004) Enseñar a leer y escribir. Una aproximación histórica. México,
Fondo de Cultura Económica, 2004
Retomando los planteos y conclusiones de los exhaustivos estudios históricos realizados con Jean
Hèbrard, en este libro la autora propone la profundización de algunos tópicos y el análisis del escenario
actual para pensar sobre las transformaciones de la lectura y la escritura y sus correlatos en la
enseñanza escolar. De este modo, atiende a la relación entre lectura y escritura y los saberes y
culturas escolares, los métodos de enseñanza y la literatura escolar.
GARCÍA CANCLINI, Néstor (2008) Lectores, espectadores e internautas. Barcelona, Gedisa.
Desde la idea de “ciudadanía cultural”, el autor de este libro nos ofrece de un modo creativo algunas
reflexiones sobre los significados de las prácticas culturales. Organizado como un diccionario que
puede recorrerse de modo hipertextual, este libro explora cómo se transforman las actividades del leer,
el ser espectador y el navegar a partir de su convivencia y diálogo en las prácticas culturales.
DALDRY, Stephen (dir.) (2002) Las horas (The hours) Estados Unidos.
Partiendo de una lectura compleja de Mrs. Dalloway, la primera novela de Virginia Wolf (1882-1941),
el director Daldry pone en escena la historia de tres mujeres en la búsqueda del sentido de sus vidas.
Cada una vive en una época y lugar diferentes, pero están vinculadas entre sí por sus anhelos y sus
miedos. Virginia Woolf, en los suburbios de Londres a principio de 1920, comienza a
escribir intempestiva y trágicamente Mrs. Dalloway. Laura Brown, una esposa y madre en Los Angeles
a finales de la Segunda Guerra Mundial, está leyendo Mrs. Dalloway, novela que encuentra tan
reveladora que decide hacer un cambio abrupto en su vida. Clarissa Vaughan, una versión
contemporánea de la Sra. Dalloway de Woolf, vive en la ciudad de Nueva York en la actualidad y está
enamorada de su amigo Richard, un famoso poeta que está muriendo de SIDA. Ciertos procesos
creativos de lectura y escritura se ilustran en este film de un modo muy interesante.