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Clase 13.

La lectura y la escritura: saberes y prácticas en la cultura de la escuela


Presentación: El módulo anterior estuvo dedicado a los cambios culturales en el mundo
contemporáneo en relación con sus principales debates y producciones culturales y científicas.
La propuesta en este tercer módulo es mirar la escuela desde la ESCUELA. Se trata, entonces, de
observar un paisaje muy conocido por todos los que somos docentes, y por ello supone un esfuerzo.
Es, en realidad, un ejercicio que venimos proponiendo de distintas maneras, como lo reflejan los
comentarios de los colegas acerca de la experiencia que van construyendo en esta diplomatura:
"Las clases me permitieron hacerme muchos interrogantes y mirar desde otras ópticas algunas
temáticas que ya las creía construidas." "También sospecho que las lecturas empiezan a condicionar
la dirección de mis pensamientos, ahora ya no estoy segura de si yo tenía estas preocupaciones antes
o después de leer el material, si orientó mis interrogantes o me los creó."
Estas expresiones nos hablan de búsquedas, cambios, movilizaciones, integraciones y, sobre todo, de
interrogantes abiertos por esa propuesta. En esta misma línea queremos profundizar en las siguientes
clases, tal como se refleja en el título del bloque TÓPICOS DE LA CULTURA ESCOLAR a explorar.
La Real Academia define el término tópico, como una idea trivial y sin originalidad porque se
dice o utiliza con mucha frecuencia. ¿Cuáles y cuántas ideas tenemos sobre la vida de la escuela que
utilizamos con frecuencia, que sostienen nuestras prácticas y han perdido su sentido original?
La idea de explorar nos sugiere viajes, encuentros. Explorar se refiere a examinar y recorrer un
territorio para descubrir lo que hay en él. Y éste es el desafío, estar dispuestos intelectualmente a
descubrir nuevos sentidos en un territorio que creemos conocer muy bien. Como a verdaderos
exploradores a quienes les resulta extraño el territorio que recorren, las clases de este bloque invitan a
reconocer la realidad escolar, la de cada uno, a registrarla y, particularmente, a interrogarla.
Con esa orientación, las clases brindarán aportes para explorar los caminos que propone la
escuela sobre los modos de vivir las formas sociales del saber y las posibilidades que ellas implican
en el presente. Sus desarrollos girarán en torno a las nuevas centralidades y marginalidades en las
prácticas de la lectura y la escritura, las culturas científicas, la cultura de los cuerpos, los saberes de la
política, las culturas estéticas y los saberes productivos.
En esta primera clase, el equipo de profesoras: Fernanda Cano, Ana María Finocchio, Maria del
Pilar Gaspar, Andrea Brito, nos proponen pensar los saberes y las prácticas de lectura y escritura en
la cultura de la escuela. Es una clase especialmente preparada por ellas, para nuestro posgrado que,
novedosa en su formato, posibilita elegir el recorrido de lectura entre varias opciones según el interés
del lector. Para ello se van presentando apartados con textos ficcionales y otros con textos académicos.
Saberes y vínculos se entretejen en los relatos ficcionales que estimulan a leer la vida cotidiana
de la escuela y a leernos en ella. Los textos académicos, por su parte, retoman conceptualizaciones
trabajadas en clases anteriores poniéndolas a disposición del análisis de los saberes y las prácticas de
lectura y escritura en la escuela, los cambios y permanencias, el lugar de los sujetos, los discursos y las
prácticas, así como la relación con otras culturas. La elección de cada lector supone que recorrerá
itinerarios singulares más allá de que aparentemente se ofrezca a todos lo mismo.
INTRODUCCIÓN: lectura - escritura, y el estudio como una práctica donde éstas se entremezclan,
suelen ser una de las principales “cartas de presentación” del mundo escolar. En la escuela se lee y se
escribe, se aprende a leer y a escribir, se enseña a leer y a escribir. Se trata de prácticas que, implícita o
explícitamente, atraviesan nuestra cotidianeidad. Lectura y escritura son, en este sentido, constitutivas
de la cultura escolar… este es el punto de partida que proponemos para recorrer esta clase.
Pensar la lectura y escritura en clave de cultura escolar, abre la posibilidad de explorar la compleja
producción y circulación de saberes y prácticas relacionadas con estas prácticas en el espacio
históricamente destinado a darles lugar, la escuela. Por otro lado, supone indagar de qué manera se
imprimen o procesan en esos saberes y prácticas los cambios culturales y, los modos de leer y escribir
que docentes y alumnos transitan desde experiencias diversas en el contexto actual.
Pensar la lectura y escritura en este sentido, implica recorrer tradiciones, mitos, representaciones,
prejuicios, temores, sospechas y operaciones que se ponen en juego en la enseñanza de estas prácticas
para mirar reflexivamente la lógica de los cambios y las continuidades, propias de una cultura que se
configura en la escuela en convivencia con otras culturas. Desde estas aproximaciones, resulta
insoslayable interrogar los modos en que se despliega la intervención docente en el intento de
promover el acceso de los alumnos a la cultura escrita. Tales son las perspectivas que abordaremos en
esta clase. Una clase que, a la vez, pone en juego a la lectura y la escritura de un modo particular.
Desde su producción, propone el desafío de una escritura colectiva que combina un registro
ficcional y un registro académico. Desde su recepción, se abren varias posibilidades de lectura
ofrecidas a un lector que puede recorrer el texto siguiendo el relato ficcional para adentrarse luego en
las reflexiones teóricas; que puede abordar estas últimas entramando cada una con una escena del
relato ficcional, o con varias a la vez. Como la Rayuela a la que Cortázar nos enseñó a jugar. Como los
laberintos que Borges diseñó en la Biblioteca de Babel. Bastante antes de que las nuevas tecnologías
descubrieran y potenciaran el hipertexto. Esta clase no es otra cosa que una escritura…por un sendero
Elegí  1. La mutua sospecha
La entrada a cualquier escuela por algunas horas, permite ver desplegada la enseñanza de la lectura y la
escritura y, a la vez, constatar que las prácticas resultan bastante ambiguas. Desde el punto de vista de
los alumnos, leer puede ser decodificar con poco o ningún esfuerzo, leer "expresivamente" en voz alta
para recibir una calificación, pero, también, para conformar una comunidad de lectores atenta al mismo
texto, concentrarse en soledad o con el grupo de pares sobre un libro o fotocopia, escoger un libro de la
biblioteca de la escuela o del aula, responder cuestionarios a partir de un texto de estudio (o como
modo de control de lecturas encargadas por el docente), extraer ideas centrales, manejar índices, buscar
información en libros variados o en Internet, tomar notas al margen mientras se va leyendo en soledad
o en grupos, compartir impresiones e interpretaciones, entre otras. Escribir puede ser copiar rótulos o
consignas del pizarrón, responder preguntas, dar cuenta de una experiencia vivida o imaginada, crear
textos poco convencionales, hacer resúmenes de forma recurrente, repetir letras o palabras, dejar
sentada la síntesis de una discusión, recibir una versión borrador corregida por el docente para revisarla
y llegar a una nueva versión, realizar dictados de palabras escogidas al azar, empuñar la lapicera para
completar ejercicios de caligrafía, planificar lo que se va a escribir, aplicar alguna cuestión normativa
explicada por el docente, etcétera.
Al leer esta lista, es probable que afilemos la lapicera roja para tachar varias líneas. También es
probable que tengamos la idea de que cada una de ellas corresponde a diferentes escuelas (o docentes)
actuales, más o menos virtuosos, aunque recordemos que a lo largo de una jornada escolar muchas
veces se va transitando una a otra tarea. No interesa aquí hacer esta expurgación, sino concentrarnos en
esas miradas que sobre dichas prácticas se han ido construyendo y que circulan, en tanto discursos,
entre colegas docentes y fuera de la escuela.
En contraposición con las perspectivas teórico-didácticas actuales que asocian la lectura con la
construcción de sentidos, el compartir interpretaciones dentro de comunidades de lectores, los procesos
diversos que tienen en cuenta distintas estrategias propias del acto lector, las libres elecciones de
materiales de lectura como una forma de dar lugar a la construcción de proyectos personales de lectura,
muchas prácticas que ocurren en el interior de las aulas parecen carecer de sentido. De la misma
manera, si consideramos las conclusiones de las investigaciones más recientes sobre los procesos de
escritura, o tenemos en cuenta que el hecho mismo de escribir es un acto epistémico en el que el sujeto
se transforma y no solo da cuenta de algo que ya sabe, parece que no quedara otra reacción que el
escándalo frente a aulas en las que los alumnos copian, completan renglones o son sancionados por sus
escritos en lugar de ayudados para lograr nuevas versiones. O bien, que lo que queda como saldo para
la transformación es más capacitación, más formación, más comunicación de teorías y socialización de
buenas prácticas de enseñanza, más producción de materiales curriculares y de desarrollo curricular.
En efecto, estas acciones son necesarias (y de hecho, forman parte de una deuda que no parece
terminar de saldarse), en la medida que se trata de hacer dialogar lo que pasa en la escuela con aquello
que, en relación con el tema de la lectura y la escritura, se discute, procesa y produce en otros campos
del conocimiento ligados a lo escolar y que muchas veces toma forma a través de la prescripción,
marco político común para la acción escolar.
Ahora bien, sabemos que en esos encuentros entre docentes y especialistas es habitual escuchar
cómo los capacitadores se interrogan ante el hecho de que "A pesar de que lo hablamos el encuentro
anterior, nadie me trajo los borradores de los chicos, sino que me contaron que más simplemente les
dieron la consigna de escritura que habíamos analizado en el curso y luego se la corrigieron como
siempre". O escuchan, azorados, cómo los maestros relatan que intentaron llevar a cabo la estrategia de
escritura personal y libre en primer grado, pero viendo que la cosa no avanzaba volvieron a la palabra
generadora, "eso sí, con mayúscula de imprenta". O que, si tienen suerte, van a un aula y encuentran
que los maestros con los que trabajaron en un curso continúan haciendo subrayar palabras
desconocidas, copiarlas en el cuaderno y buscarlas en el diccionario... para finalmente cerrar el trabajo
con dos o tres preguntas para distinguir el marco, la complicación, la resolución (y ya no introducción,
nudo y desenlace). Por último, se encuentran con docentes que consideran haber asumido de cabo a
rabo una teoría y que, frente a propuestas de corte constructivista, parecen haber abandonado el rol de
enseñar, limitándose a presenciar los errores y las discusiones de los alumnos sin tener muy en claro
cuál es ahora su lugar. Esta pervivencia de prácticas que parecen sin sentido a la luz de los nuevos
enfoques deriva en explicaciones tan variadas como la falta de comprensión de las propuestas, el peso
de la rutina escolar y, en casos extremos, la obstinación o la desidia.
Pero, si consideramos que las culturas escolares incluyen prácticas híbridas (Gonçalves Vidal, 2008),
no debería sorprendernos la mezcla, la pervivencia de ejercicios, rutinas y prácticas que han sido
largamente criticadas y la existencia de permanencias junto con algunas innovaciones que, muchas
veces, son las más dóciles para adoptar. Comprender esta cuestión desde la curiosidad investigativa ha
dado como saldo numerosas obras en las que los autores recorren la historia de la enseñanza de la
lectura y la escritura a largo plazo. Así, Anne Marie Chartier (2004) plantea el ejemplo de la
obligatoriedad escolar como hipótesis central para explicar la inauguración y la perdurabilidad de una
forma de enseñanza de la lectura y la escritura: "Cuando el maestro está encargado de transmitir un
saber a toda la clase, cuando todos los alumnos están obligados a aprender (a leer, a rezar, a hablar
inglés o a resolver ecuaciones), se impone otra pedagogía. El maestro es menos alguien que `enseña´
que alguien que `da clase´, es decir, alguien que distribuye y organiza el trabajo. (...)
Todo el virtuosismo pedagógico reside en el arte de manejar, en un grupo grande, el ritmo de las
actividades, pues lo que un alumno hace en dos minutos, el otro no logra hacerlo en diez. De ahí que
los ejercicios preferidos sean los que logran el milagro de exigirle el mismo tiempo a todos (lecturas
colectivas, dictados, escritos, ejercicios para completar y, en menor grado, todas las tareas
algorítmicas: conjugaciones, operaciones, renglones de escritura)."
Es posible aplicar este ejercicio a otras formas de enseñanza rastreables en la historia escolar, lo
que interesa destacar aquí es que cualquier pedagogía, incluyendo la pedagogía de la lectura y la
escritura, constituye un "trabajo" (Chartier, 2000). Este trabajo está condicionado por el contexto y sus
características específicas -el sentido otorgado a la función de la escuela, las traducciones de ese
mandato en distintas instituciones-, las exigencias explícitas -el currículum oficial, el programa
institucional, las demandas familiares-, las presiones implícitas -el propio plan previsto, las
convicciones personales sobre lo que "hay que enseñar"-, las condiciones materiales –la carencia de
libros, las bibliotecas cerradas, el mobiliario y su disposición particular, el tiempo disponible para leer
y escribir- y el ambiente escolar, y es el resultado de una negociación ejercida por los maestros y
profesores en el contexto escolar. Tal acción deviene en prácticas que, con apariencia de bricollage,
contrastan principios teórico-didácticos e improvisaciones no necesariamente coherentes entre sí.
Sin negar que las rutinas y las urgencias parecen ser la llave del manejo del tiempo escolar,
siempre escaso y altamente compartimentado, también resulta importante entender otra mirada.
El siguiente ejemplo puede resultar una clave: allá por los años ’80, un grupo de docentes de una
misma escuela estaba participando de un curso de capacitación sobre una nueva perspectiva de la
alfabetización. Incómodos, en las sillas bajitas de un segundo grado, los maestros, que aún tenían en
sus mangas manchas de tiza blanca luego de una larga jornada, parecían absortos en nuevos términos
que la experta resaltaba: "hipótesis", "construcción del principio alfabético", "conflicto" ... Si en
aquella oportunidad la disertante se hubiera asomado a las carpetas u hojas sueltas con destino
desconocido hubiera encontrado cosas bien distintas: "no corregir", "mayúsculas de imprenta", "usar
todas las letras". Y si hubiera aguzado el oído hacia el diálogo breve que se producía en el tercer banco,
hubiera percibido aquella frase que una maestra pronta a jubilarse susurraba a la maestra jovencita que
estaba a su lado: "No te preocupes, ya se les va a pasar". La anécdota no es una historia cualquiera para
mover a risa sino una excusa para plantear con seria preocupación la pregunta de cómo comunicar
mejor para que esas notas tuvieran cales y arenas. Pero si partimos de la sospecha sobre la idoneidad
docente frente al cambio, volveríamos a considerar la desidia como la clave para explicar aquella frase
susurrada. No proponemos ni una ni otra postura para escuchar ese "ya se les va a pasar" que
seguramente fue fruto de numerosas experiencias a lo largo de una vida docente bastante extensa.
Ni, tampoco proponemos justificarla demagógicamente, vale la pena aclararlo.
A lo largo de la historia de la enseñanza de la lectura y la escritura, muchos han sido los marcos
teóricos ofrecidos a la escuela (mantengamos en mente el término "ofrecido"). Los recuerdos de cada
generación son un buen registro de esos marcos. Así, se suceden en el recuerdo composiciones (como
la del tema "La vaca"), ejercicios de expresión libre, escritura de instrucciones inútiles, cartas formales
e informales con visita al correo o con pegatina de un sobre en un cuaderno. Seguramente muchos
recordamos aún las "cajas" con las que se encerraba el sujeto y el predicado, el análisis integral de la
oración, la búsqueda de palabras pertenecientes a una misma familia, cuadros y más cuadros donde
ubicar, tachar, identificar sustantivos, adjetivos, verbos. También estarán quienes recuerden la lectura
en voz alta al lado del banco con la mano derecha presta a pasar a la página siguiente, la hora de la
lectura libre, la lectura modelo del maestro seguida de lecturas en voz alta por parte de los chicos que,
frente a un "sigue...", pasaban la posta a un compañero más o menos atento al renglón en que debía
retomarla. Curiosamente (o no) internarse en la historia permite la constatación de que estas prácticas
reflejan y refractan discursos teórico–didácticos; pero también nos devuelven otro descubrimiento más
enigmático: el que esas prácticas no reflejan integralmente lo que proponían los marcos teórico-didácticos.
Internarse en la constatación de esas interpolaciones entre los marcos teórico-didácticos y las
prácticas efectivas puede ser leído como un desvío, algo así como retomar el mito de la caverna
platónico en que la teoría ("el mundo de las ideas") siempre es corrompido, desviado, trastrocado,
reducido, incomprendido en sus "verdaderos" sentidos. Lo cierto es, sin embargo, que este
razonamiento a veces hace olvidar el supuesto sobre el tipo de causalidad que se está estableciendo: el
de la prioridad de la teoría sobre la práctica.
En contraposición, suele escucharse la prioridad inversa. Cuando maestros y profesores son
receptores de una nueva propuesta enmarcada en un marco teórico renovador, muchas veces asoma la
opacidad de la escucha sostenida en una serie de argumentos. Algunos afirmados en la idea de que
aquello que se está presentando prontamente perderá vigencia. Otros, respaldados por la convicción de
su procedencia: los escritorios donde unos iluminados quieren cambiar las cosas frente a la experiencia
que a lo largo de los años con la tiza y el pizarrón se ha podido construir y que de pronto se barre de un
plumazo a la luz de un nuevo enfoque, los niños imaginados por los expertos que nunca coinciden con
esos niños reales que habitan las aulas día a día, las familias que no ayudan o que no pueden, los
directivos, la falta de materiales, las múltiples tareas burocráticas y asistenciales que hay que cumplir y
que dejan poco margen... Y así, se van encadenando argumentos que poco a poco desvían, también, la
mirada hacia algún lugar incierto. En efecto, parecería que la falta de interés por un marco teórico
podría justificarse suficientemente por el rol y la propia historia. Los maestros y los profesores no
saben y no quieren saber, no se quieren esforzar, no quieren cambiar. Los expertos no pisaron nunca el
patio de una escuela y, cuando lo hacen, ponen siempre ejemplos felices que suceden en algún mundo
escolar ideal que nunca es el propio. Estos son cruces de discursos que encarnan una sospecha mutua.
Como señala Burbules (1999) sucede que "En las discusiones entre la teoría y la práctica se
suele incurrir en dos errores. Uno es el de separarlos de manera dicotómica como dos ámbitos de
actividad, cuando lo que en realidad indican es la separación entre dos grupos de personas
entregadas a dos empresas diferentes (potencialmente relacionadas entre sí). `La relación entre teoría
y práctica´ se transforma en problema cuando la relación entre los que teorizan y los que hacen es un
problema, y ese es ciertamente el caso en la educación actual. Muchos maestros prácticos (que
ejercen sobre todo en las escuelas públicas) consideran que el trabajo teórico (...) está alejado de sus
intereses y es irrelevante para estos. Por otra parte, los teóricos miran a muchos maestros prácticos
como si no reflexionaran lo bastante sobre su práctica y los aquejara una comprensión errada del
propósito y del valor de su quehacer. Ese es, creo, en el fondo, un problema sociológico en cuya base
hay contextos organizativos en conflicto, sistemas de valores en competencia en discursos a menudo
incompatibles acerca de la educación". La sospecha solo puede saldarse con el diálogo. Y el diálogo
no supone el logro absoluto de un convencimiento. Es una forma de mirar al otro, de otorgarle un
crédito (y tal vez vale la pena recordar que los créditos también se otorgan antes).
Por eso, en este tiempo donde es necesario repensar la enseñanza de la lectura y la escritura,
quizás valga la pena tomar otros caminos para entablar un diálogo posible. Esos caminos pasan por
problematizar las prácticas escolares de lectura y escritura teniendo en cuenta la tensión que existe
entre el espacio escolar donde ciertos sentidos y propuestas, elaboradas en diálogo con otros
interlocutores, orientan la enseñanza y las dinámicas personales.
Tal problematización supone la continua vuelta y la recurrente reflexión sobre aquellas decisiones
y acciones de nuestra práctica que, dialogando con las innovaciones propuestas desde el ámbito de los
especialistas, permitan afirmarlas, modificarlas o, simplemente, descartarlas teniendo en cuenta el
horizonte planteado para la lectura y la escritura en nuestras aulas.
Esta posición supone la apertura a procesar de otro modo esa suerte de diálogo de sordos entre el
exceso de los discursos especializados y las prácticas que parecen anquilosarse (Novoa, 1999). En especial,
la propuesta radica en lograr una escucha -de esos discursos, de la confrontación con otras prácticas, de
las demandas y oportunidades que los alumnos nos hacen y ofrecen para enseñarles a leer y a escribir-
donde resuene en gestos de trabajo pedagógico deseables, racionalmente realizables (Chartier, A. M, 2000)
y orientados un poco más allá de que consideramos limitante. Ingresar a una escuela, a cualquier
escuela, por unas horas permite ver que la enseñanza de la lectura y la escritura es un término cuyos
sentidos no están fijados y, menos aún, de una vez y para siempre. Reconociendo esto, tal vez se trate
de dejar de observar (ya sea con la mirada afilada de la lapicera roja o con otro peligro: el de la
demagogia hipercomprensiva). Es momento, en cambio, para introducir y compartir preguntas. Quizá
se trate de interrogar por los sentidos: un dictado puede tener propósitos más o menos certeros desde la
mirada del docente que lo propone, una clase expositiva puede ser para muchos chicos el momento de
la fascinación, incluso un renglón con letras iguales puede ser una suerte de artesanía, un hilado fino
que a algunos les haga sentirse orgullosos de la letra que se les hace bordado en un cuaderno. O no.
Pueden ser rutinas insoportables, tiempo perdido, o incluso expresiones de autoritarismo y de
silenciamiento o producto del acostumbramiento a una forma escolar heredada. También, quizá, se
trate de interrogar las condiciones: enseñar a leer y a escribir supone disponer de una biblioteca surtida
y disponible a toda hora, con cuadernos y hojas a por demás y, también, la mochila cargada con los
propios libros, un relato oral de alguna aventura mezcla de ficción y realidad, el encuentro con la
biblioteca del barrio, el uso renovado del pizarrón, la compra colectiva de ediciones más económicas...
2. UN LENGUAJE COMÚN
Las prácticas y discursos que sobre esas prácticas circulan al interior de la escuela van tejiendo lazos
entre los docentes a partir de la transmisión de un saber específico, en este caso: la lectura y escritura.
La configuración de la identidad docente puede pensarse, desde la construcción de un vínculo con
el leer y el escribir que implica un hacer colectivo y una cultura escolar “amasada” colectivamente.
Tanto la lectura en voz alta que hacen los alumnos como la corrección de producciones escritas que
realizan los profesores son ejemplos de prácticas instaladas y con sentidos particulares en el contexto
de la comunidad docente y escolar. De allí que sea posible pensar que las prácticas escolares
vinculadas a la lectura y la escritura producen unos saberes comunes en los docentes, saberes sobre los
que se construye su identidad laboral. Pero en esos saberes se integran, además de las prácticas, los
supuestos, las certezas y las inquietudes de las que dan cuenta los discursos que aluden a ellas. En
efecto, cuando los profesores intercambian expresiones referidas a los alumnos del tipo "no entienden
lo que leen", "escriben como hablan", "copian cualquier cosa", etc., las inscriben en un repertorio de
mensajes comprendidos en el marco de la cultura escolar por quienes forman parte de la comunidad
pedagógica. Desde esta concepción es que Stanley Fish (1998) concibe la institución educativa como
una comunidad de interpretación, en tanto lo que se dice y lo que no se dice allí supone una base
compartida de acuerdo; en otras palabras, la interpretación de los mensajes no es específica de cada
individuo, sino comunitaria y convencional: “La comunicación se produce en situaciones y encontrarse
en una situación es estar ya en posesión de (o estar poseído por) una estructura de supuestos, de
prácticas consideradas pertinentes en relación con los propósitos y objetivos ya vigentes; y solo desde
dentro de tal supuesto es que se escucha inmediatamente cualquier expresión”.
El discurso de los profesores puede leerse, así, en clave del proceso de inclusión que supone pertenecer
a la comunidad docente. En encuentros programados u ocasionales a propósito de su tarea como
enseñantes, los docentes comparten anécdotas, preocupaciones, interrogantes referidos al cotidiano
enseñar a leer y a escribir y, en ese compartir, van entramando los modos de pensar prácticas,
problemas, conjeturas y soluciones junto con otros, en comunidad.
Así, por ejemplo, es frecuente escuchar en salas de maestros y profesores una común preocupación
tanto por la ortografía de los alumnos como por la ineficacia del esfuerzo en la corrección de los
escritos. Esta preocupación resuena en expresiones tales como "la ortografía es un desastre", "no tienen
errores sino horrores de ortografía" o "no sé para qué corrijo si siempre cometen los mismos errores".
Estas expresiones referidas a la escritura de los alumnos, y a la propia intervención docente, forman
parte del “mundo discursivo” de maestros y profesores en el contexto escolar. Y, junto con las
referencias a la lectura, constituyen uno de los nudos más fuertes que atan la preocupación de los
docentes por su enseñanza.
Esta visión de la cultura escolar como un contexto particular donde se configuran ciertos
sentidos alrededor de los problemas que allí acontecen y de la comunidad docente como un colectivo
que produce y procesa interpretaciones en ese contexto nos permite analizar algunas cuestiones hoy
centrales para pensar las prácticas de la lectura y la escritura y su transmisión escolar.
Es posible atender en principio al modo en que se construyen interpretaciones sobre la lectura y la
escritura en la escuela. Hoy, y desde hace algunas décadas, la preocupación por las dificultades que los
alumnos presentan al leer y al escribir no constituye dominio exclusivo del contexto escolar y sus
actores sino que, por el contrario, excede sus límites de modo sorprendente. Políticos y gobernantes,
editoriales y medios de comunicación, organismos internacionales y organizaciones culturales,
especialistas y aficionados, padres y familias, y otros tantos y variados actores sociales, se muestran
informados y alarmados por la “crisis” de la lectura y la escritura que parece encarnarse en las nuevas
generaciones. Ante el problema, las soluciones no se hacen esperar y la escuela se vuelve objeto de
numerosas propuestas que, no siempre consistentes, buscan la mejor fórmula para avivar unas prácticas
culturales vistas como agonizantes.
En cualquier caso, son los maestros y los profesores los “responsables” del problema y, a la vez, los
únicos “que pueden solucionarlo”. Haciendo suya la causa, los docentes renuevan sus intentos en la
práctica escolar sin dejar de denunciar que existen otros condicionantes, provenientes del afuera, que
obstaculizan el logro de la tarea delegada. La escasa posibilidad o predisposición de las familias para
acompañar a sus hijos en los aprendizajes escolares, la influencia de los medios de comunicación en el
desinterés de los alumnos por la escuela, los efectos de las nuevas tecnologías de la información en sus
procesos de lectura y de escritura son algunos ejemplos.
En este mapa de situación aparecen, de un modo particular, las consecuencias de la “propia medicina”
escolar en el modo de entender tanto la lectura y la escritura como la tarea específica de la escuela para
su transmisión. Si nos detenemos a analizar la demanda que se realiza desde distintas voces sociales,
encontraremos un rasgo común que sustenta estos discursos: una definición “escolarizada” de la lectura
y la escritura (Chartier, 2004). Es así que se pide a la escuela que enseñe a leer y a escribir,
entendiendo por leer y escribir la capacidad de actuar en cualquier situación donde el alumno se
enfrente con lo escrito, considerando que esas situaciones implican una multiplicidad de textos y
géneros, sin mayores distinciones.
Se trata de un modo “escolar” de entender las prácticas de la lectura y la escritura construido en el
mismo marco de la cultura escolar. La propia lógica de construcción de esta cultura ha tomado como
referencia la consideración de la lectura y la escritura como habilidades universales con escasa
referencia al contexto y a su propia historicidad (Ferreiro, 2001). Y, desde allí, los cambios que estas
prácticas han sufrido por fuera del marco escolar han sido procesados con sentido acumulativo más que
redefiniéndose en un nuevo objeto.
Es así como las demandas que retornan sobre la escuela devuelven a ésta su propia lógica e impronta
haciendo convivir en su reclamo desde los saberes inaugurales de la lectura y la escritura -la ortografía
o la correcta pronunciación, por ejemplo- hasta aquellos más recientes -la lectura selectiva en Internet o
la escritura de géneros académicos-, todos con el mismo grado de necesidad y urgencia.
Pero hecha la ley, hecha la trampa. Y es aquí donde la cultura escolar se vuelve sobre sí misma y se
encuentra, en la búsqueda de soluciones, recurriendo a su propia mezcla entre aquello conocido y los
nuevos mandatos que sobre ella se ejercen, poniendo en acto su particular movimiento entre
permanencia y renovación.
Pensemos en un ejemplo: más allá de que se haya renovado desde hace décadas y desde distintos
enfoques la pedagogía de la escritura en sus complejas y múltiples dimensiones, la vinculada a la
normativa ortográfica sigue siendo uno de los tópicos que sedimentan y permanecen inamovibles en
los discursos compartidos por los docentes. Se trata en efecto de un foco de problematización al que se
vuelve una y otra vez desde las dificultades que supone su enseñanza en el aula, desde los discursos de
los especialistas que prescriben marcos teóricos y estrategias didácticas, y desde sus propias biografías
como alumnos ya que la experiencia que cada docente ha transitado con la ortografía en su historia
como alumno deja huellas imborrables que probablemente considere a la hora de pensar la enseñanza.
Por otro lado, los docentes, dispuestos a interrogar su propia práctica y con intención de responder un
problema que consideran cada vez más acuciante, suelen desarrollar propuestas a partir del currículum
oficial, de las reformas educativas y de los libros de texto que ponen en juego la renovación.
De esta manera, las prácticas de enseñanza y los discursos enunciados al respecto por las voces de los
docentes y de las autoridades, de los técnicos o especialistas, de las familias (con sus variables
posibilidades de acceso a la lectura y a la escritura), de los medios (con su agenda de temas
relacionados con la escuela), de los alumnos (que transitan con naturalidad los acelerados cambios en
los modos de leer y escribir que generan las TICs), entre otras, amalgaman en instancias de renovación
y permanencia la configuración híbrida de la cultura escolar para la enseñanza de la escritura
(Gonçalves Vidal, 2008).
La exploración de prácticas y discursos que circulan puertas adentro de la escuela y que integran la
cultura escolar nos deja asomarnos al modo particular en que maestros y profesores procesan los
problemas y las soluciones de la enseñanza de la lectura y la escritura, un modo que tiene que ver sin
duda con el carácter comunitario de la identidad docente.
Ahora bien, en tiempos en los que las grandes transformaciones culturales producen alto impacto en la
resignificación de las prácticas de la lectura y la escritura, cabe pensar de qué modo este rasgo
comunitario del trabajo docente se define frente a la tarea de enseñanza de estos saberes que siguen
siendo centrales para la vida en sociedad.
En este sentido es necesario considerar que, de acuerdo con el peso que adquiera la tendencia a
“permanecer” y cobijarse en lo conocido o a “renovarlo” el amparo de esa comunidad docente (en
nuestro caso, la posibilidad de “hablar un lenguaje común” sobre el enseñar a leer y a escribir) puede
devenir en el levantamiento de muros. Nos referimos al riesgo de permanecer o encerrarse en unas
certezas naturalizadas, no sometidas a discusión alguna (fortalecer desde la idea de déficit el
comentario sobre la “pobreza del vocabulario” de los alumnos, por ejemplo) obturando de esta manera
la mirada crítica frente a un problema específico de la enseñanza de la lectura y la escritura que exige
pensar creativamente la intervención docente. Pensamos también en el riesgo de construir un
"nosotros" defensivo y excluyente, cerrado al diálogo con otras comunidades y pertenencias sociales,
un "nosotros" desconectado de un mundo exterior “en el que se han acabado la mayoría de los puntos
de referencia constantes y sólidamente establecidos” (Bauman, 2003),constituido por alumnos que
provienen a la vez de comunidades diversas y que valoran de un modo diferente la cultura letrada en la
que han sido formados sus docentes. Aludimos, por otro lado, al riesgo de refugiarse en la romántica
añoranza de tiempos pasados: muchos profesores tienden a comparar cómo eran sus alumnos en tanto
lectores y escritores en el pasado respecto a los de la actualidad y prefieren el lugar seguro del pasado
frente al tambaleante escenario presente que los interpela y desafía.
La reacción es entendible. Responde a una definición de la cultura escolar, aquella que la diferencia y
distancia de otras culturas. Sin embargo, es posible revisar de qué manera lo comunitario del trabajo
docente permite abrir otras formas de procesar los cambios culturales y darles lugar en la escuela,
haciendo de la cultura escolar un modo de acceso a otras culturas (Hèbrard, 2006). Y aquí podemos
apelar a un rasgo propio de esta cultura escolar.
Se trata de pensar cómo se restituye, de modo explícito, el papel de los sujetos que viven la escuela y
cómo se configura su función específica en la construcción de su cultura. Se trata, sin desconocer
condicionantes externos, de un movimiento realizable sólo en el interior de la propia escuela.
Si maestros y profesores comparten un lenguaje y un modo de interpretar las prácticas escolares,
quizás, es posible pensar cómo ese código colectivo encuentra una vía para desarrollarse por fuera de
la confrontación, de la autodefensa o la resignación. También, es posible pensar cómo esa base de
acuerdos y esa construcción de interpretaciones especifican la generalización y la universalidad de los
mandatos y demandas provenientes del afuera.
Esto no implica deslegitimar el diálogo con las ideas, propuestas y pedidos que otras voces hacen a la
escuela sino, por el contrario, autorizar la voz de la cultura escolar en la respuesta a esas voces.
Tampoco supone desoír la función principal de la escuela en la transmisión de un cuerpo común de
saberes sino, por el contrario, afirmar el carácter indeclinable de esta tarea.
Pero, teniendo en cuenta esto y centrándonos en la particularidad de la enseñanza de la lectura y la
escritura, la cuestión es retornar sobre esos “gestos” sólo posibles de realizar en la práctica de
enseñanza y que acercan a nuestros alumnos, de otro modo, al leer y al escribir. Gestos a construir de
modo colectivo, en las coordenadas espaciales de una escuela o de un aula, pero que reponen y
contextualizan el sentido último de la transmisión escolar de la lectura y la escritura: hacer que otros
ingresen al mundo de la cultura escrita.
Así, se trata de transformar la recurrencia del mismo repertorio de mensajes comprendido en el marco
de la cultura escolar en la formulación de múltiples preguntas, propias y compartidas, para pensar en
las prácticas de enseñanza: ¿qué sostiene nuestra elección de las lecturas que proponemos?, ¿estamos
abiertos a la diversidad de interpretaciones que hacen nuestros alumnos en torno a los textos?, ¿de qué
modo promovemos en nuestros alumnos la construcción de un vínculo con la lectura y la escritura?,
¿cuál es nuestro propio vínculo con el leer y el escribir y en qué gestos “trasladamos” ese vínculo a la
enseñanza?, ¿qué imagen como escritores van construyendo nuestros alumnos a partir de las
correcciones, observaciones y comentarios que hacemos en sus producciones?, ¿cómo escuchamos las
dificultades que les plantea la comprensión de las consignas que formulamos?, ¿cómo orientamos los
caminos que les permiten a los alumnos aprender a seleccionar fuentes de estudio sobre un tema?, ¿de
qué manera nos hacemos cargo de enseñar a leer y a escribir en el campo de saberes y el nivel en el que
nos desempeñamos?
Para pensar hoy estas cuestiones se hace necesaria una apertura, también posible de realizar de modo
colectivo, en el interior de la comunidad docente: volver la mirada sobre nuestra propia posición frente
a los cambios culturales.

3. PREJUICIOS Y TEMORES
Hacia fines del siglo IV, en una de sus Confesiones, San Agustín relata el asombro que le provoca
encontrar al obispo Ambrosio leyendo en silencio. En el fragmento, citado en numerosas ocasiones
para dar cuenta de los cambios en los modos de leer y del pasaje de la lectura en voz alta a la lectura
silenciosa, San Agustín compara el movimiento de los ojos y la actividad de la mente con la
inmovilidad de la lengua y la voz. Se asombra ante la postura y la actitud del obispo en ese tiempo que
dedica a la lectura, se asombra y decide no interrumpirlo, pues cualquier interrupción sólo puede
significar sacarlo de ese mundo en el que se encuentra capturado. “¿Quién se atrevería a turbar una
concentración tan intensa?”,se pregunta..
El relato de aquella modalidad de lectura, la descripción de los movimientos, de la actitud del lector, es
bastante similar a lo que hoy percibimos cuando vemos a alguien sentado frente a la pantalla de una
computadora: una suerte de ensimismamiento. Sin embargo, lo que para San Agustín era
“concentración”, para muchos es un “estar enfrascados” (y tal vez no esté de más recordar que con la
televisión decíamos -y aún decimos- “estar embobados”).
¿Qué es lo que perturba en ese “estar enfrascados”? ¿Qué es lo que molesta de esa forma de
concentración que sin embargo se reclama cuando se trata de una clase escolar? La perturbación podría
venir por el lado del objeto: entre el libro y la computadora, y más aún, por el valor que asignamos a
cada uno de esos objetos como soportes materiales de unas escrituras. Y en principio, en una cultura
hasta no hace mucho tiempo centrada exclusivamente en los libros, una cultura letrada, el libro parece
ganarle la partida a la computadora: si está leyendo un libro, el ensimismamiento es aceptable; si está
frente a una pantalla, nos molesta. De ser así, lo que funciona en la aceptación o rechazo son los
valores culturales que, en nuestra sociedad, asignamos a la lectura en uno u otro soporte.
Y podríamos profundizar aún más en esos valores culturales: en el relato de San Agustín nunca se nos
dice qué es lo que el obispo Ambrosio está leyendo, no sabemos qué es ese libro que lo tiene tan
ensimismado, ni de qué se trata, pero probablemente partimos del supuesto de que está leyendo un
"buen" libro, algo que vale la pena leer. Y seguramente, las primeras imágenes que tenemos de un
chico frente a una pantalla están asociadas al juego, al chateo, a la conversación sobre "estupideces"
con algunos amigos o a la observación de "cualquier porquería", pero probablemente no se nos
ocurriría pensar que está haciendo algo que vale la pena hacer.
“No importaba la razón por la que lo hiciera: para un hombre así, no podía ser sino buena”, dice San
Agustín, cerrando el fragmento. Son pocos los que, frente a la escena de un adolescente ante una
pantalla, podrían afirmar algo similar. Pero entonces o bien se trata, como decíamos antes, del valor
que asignamos a uno u otro soporte, o bien partimos del supuesto de que lo que está leyendo -si es que
está leyendo, claro, porque tal vez sólo está jugando si es que no tiene bloqueadas las páginas XXX- no
vale la pena.
Es ya un hecho constatable que el avance de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación introdujo cambios en nuestra vida, en nuestros hábitos y costumbres. Con la difusión del
correo electrónico, se incrementaron las comunicaciones interpersonales, se facilitaron una enorme
variedad de tareas: acceso rápido a información o consultas de diversa índole; envíos y reenvíos de
documentos escritos que agilizan nuestros trabajos, entre otros. El incremento de usuarios de Internet
trajo consigo nuevas formas de comunicación que redundaron en nuevas formas de vínculo entre las
personas como muestra la inmediatez de las conversaciones a través del chat, que se tradujeron
también en una forma de escritura ligada a la oralidad. Nuevas formas de escrituras irrumpen, por otro
lado, con los mensajes de texto que podemos enviar y recibir a través de los celulares, cuyos los límites
de espacio demandan una escritura que se abrevia al extremo y altera desde la grafía de las palabras
hasta introducir un vocabulario nuevo propio del género.
Correo electrónico, chat y mensajes de textos son géneros discursivos nuevos nacidos a partir de los
cambios tecnológicos y que vienen a convivir -si no a reemplazar en ocasiones- a las cartas, la
conversación telefónica o cara a cara y las notas en las que solemos apuntar un breve mensaje. Estos
medios conviven y, por tanto, se presentan como elecciones posibles tanto para los adultos como para
los jóvenes. Sin embargo, es habitual la queja que critica su uso en función de las modalidades de
escritura que promueven: "los jóvenes no saben escribir porque se la pasan chateando, escribiendo
mensajitos". Comprender que se trata de géneros discursivos diversos supone advertir que esos
cambios en la escritura son rasgos propios de esos géneros.
Internet también nos permite realizar otras actividades, que alteran nuestros hábitos. Podemos resolver
el pago de las facturas a través de "pagomiscuentas"; elegir entre una variedad de diarios nacionales e
internacionales para informarnos de los últimos acontecimientos en el país y en el mundo e incluso
comparar el tratamiento de esas noticias con rapidez; resolver tareas escolares, iniciar una
investigación, rastrear información sobre un tema. Varias de esas actividades suponen prácticas de
lectura y escritura distintas a las que realizábamos en el mundo del papel.
Y frente a estos cambios en las prácticas de lectura y escritura, dos cuestiones vale la pena preguntarse,
cuestiones que afectan a los sujetos en relación con esas prácticas, por un lado, y a la escuela, por otro.
¿Cuál es la posición que asumen los sujetos, adultos, jóvenes y chicos, frente a esos cambios? ¿Cuál es
el rol de la escuela en relación con la enseñanza de unas prácticas de lectura y escritura que se
transforman a partir de los cambios en las nuevas tecnologías?
Sobre los jóvenes recae una denominación que los distingue de los adultos: los jóvenes son “nativos
digitales”, pues cuando nacieron, promediando la década del ochenta o avanzada la del noventa,
Internet ya había sido creada con su www. La denominación intentaba resaltar las implicancias de ese
dato generacional, señalando que lo digital era, para los jóvenes, una suerte de lengua primera,
mientras que para los adultos (“inmigrantes digitales”), se constituía en una segunda lengua (Piscitelli,
2005). Los jóvenes tendrían una relación distinta con las nuevas tecnologías, que les permitiría
moverse con naturalidad, conocerlas, manejarlas de un modo que, para los adultos, requeriría del
esfuerzo de un aprendizaje extra.
La expresión “nativos digitales” también recibió numerosas críticas, por ejemplo, aquellas que
sostienen que sólo se trata de “un lema propagandístico que oculta, entre otras cosas, la incapacidad
que tenemos para comprender los comportamientos de los jóvenes, sus motivaciones y sus
necesidades. Incapaces de mirar desde fuera de nosotros trasladamos a ellos nuestras incertidumbres
atribuyéndoles capacidades que no necesariamente tienen. Usar computadoras no implica conocer y
mucho menos dominar el lenguaje informático (…) Doy clase a estudiantes universitarios argentinos
de diversas edades, muchos de ellos menores de 20 años y la mayoría a duras penas saben usar el email
y el chat y algunos juegan con videojuegos. Cuando les propongo utilizar nuevas herramientas (por
ejemplo algo tan complejo como un weblog), inexorablemente, a muchos tengo que explicarles los
procedimientos más sencillos” (Levis, 2007).
Retomando la advertencia de Levis, tal vez convenga agregar que aún cuando estos nativos digitales
sepan manejar el correo electrónico y el chat, todavía es mucho lo que pueden aprender para manejarse
en la red, todos aprendizajes vinculados con estrategias de lectura, con hábitos y modalidades que
requieren de la mediación de los adultos, de la frecuentación de obras y autores diversos. Seguramente,
los adultos tendremos que aceptar que los jóvenes chateen mucho más rápido, aprender a leer géneros
en un lenguaje diferente pero eso no significa que no podamos enseñarles bastante de las estrategias
necesarias para encontrar, seleccionar y valorar información en un soporte electrónico.
Si hablamos de la escuela, hasta no hace mucho, gran parte de la discusión sobre la posibilidad de que
maestros y profesores ingresaran en las aulas aprendizajes vinculados a las nuevas tecnologías pasaba
por esa suerte de enfrentamiento entre nativos e inmigrantes digitales, que en ocasiones se traduce en
una inversión de los lugares de saber: los chicos son los que saben de nuevas tecnologías, lo que se
manejan cómodamente en ese universo. Por otro lado, el saber se descentra de los libros, porque
también puede hallarse en la red; pero a esto se suma que descoloca a los sujetos que supuestamente
podían operar con ese saber, a los adultos que no han sido formados en las nuevas tecnologías
(Barbero, 2003).
En tiempos de San Agustín, la posibilidad de que un lector contara con una copia para leer en silencio
un texto, que implicaba a su vez la libertad de realizar una interpretación propia, era muy escasa. Esa
posibilidad se incrementó en la larga historia del libro con la imprenta, que puso a disposición de un
mayor número de lectores un mismo texto. Internet vino a multiplicar esa misma posibilidad (de ahí su
denominación como la “imprenta del siglo XXI”) difundiendo y publicando una inconmensurable
cantidad de información. A esto se sumó, la posibilidad de que cualquiera pueda escribir: crear un
blog, escribir un cuento, un artículo, una noticia que un sitio publique luego, entre otras cosas. Contra
lo que se creía, reanudando el viejo debate entre apocalípticos e integrados (Eco, 1999), Internet no
vino a competir con el libro, a desplazar a la lectura y la escritura. Lejos de eso, las realimentó y las
potenció (Link, 2001).
El hecho de contar con tanta información disponible y la multiplicación de las formas de comunicación
representan dos variables que convierten a esta sociedad en lo que se ha denominado “sociedad de la
información” (Castells, 1999). Sin embargo, información no es lo mismo que conocimiento: para que
una información se convierta en conocimiento son necesarias algunas operaciones, todas ellas
vinculadas con la lectura. La transformación de la información en conocimiento, como estrategia a
enseñar, todavía queda en manos de la escuela que, pese a las críticas sobre las dificultades en la
formación de lectores, sigue siendo la institución a la que la sociedad le reclama y delega esa
responsabilidad.
Si Internet es la gran biblioteca electrónica de este siglo, navegar en ella, recorrerla, demanda
seleccionar información, contrastarla, averiguar dónde buscarla, reconocer cuál puede resultar
confiable o válida, analizarla, interpretarla. Estos procedimientos son estrategias de lectura que
maestros y profesores manejamos y enseñamos a nuestros alumnos toda vez que recomendamos una
enciclopedia en particular, porque nos resulta más confiable; un autor en lugar de otro; cierta
traducción de una novela, de un ensayo; un libro por las referencias bibliográficas que adjunta. Son
estrategias que permanecen como estrategias a enseñar a las que, en todo caso, se suman rasgos que
portan los textos en el mundo electrónico, sitios que conviene reconocer tanto por la institución que los
avala, por su autor, por ciertas marcas que nos permiten distinguir la índole de la información que allí
podemos encontrar.
A diferencia del libro, por ejemplo, un texto que se lee en pantalla ha perdido contratapa, solapas,
prólogos, dedicatorias, firma de autor en la tapa, todos ellos elementos que brindan información sobre
lo que se va a leer. Tal vez son los portales periodísticos los que conservan mayor cantidad de esos
rasgos, lo que los vuelve más reconocibles. Acostumbrados a una maqueta más fija, persisten las
marcas familiares de tapa, primera plana de la edición impresa, nombres de secciones, titulares,
copetes. Pero en los sitios de divulgación, por ejemplo, no siempre es tan fácil. En ocasiones, un
artículo extenso presenta al autor recién al final de un largo “rollo” que hay que acostumbrarse a
recorrer avanzando hasta al final; algo similar ocurre con la bibliografía, las notas al pie. No son gestos
imposibles de realizar, claro está, sino movimientos a los que tenemos que acostumbrarnos e ir
internalizando cuando navegamos.
En relación con la escritura, además de las innovaciones propias de los géneros recientes (mensajes de
texto, chat), dos operaciones parecen cobrar especial relevancia a partir del uso de las computadoras y
procesadores de texto: el corte y pegue. Dos operaciones que facilitaron enormemente la tarea de
escribir, pero también a las que no puede reducirse la escritura. Y los nativos digitales reciben la queja
de que es lo único que saben hacer cuando se les pide buscar alguna información para escribir un texto:
"cortar y pegar". Unas décadas atrás, la queja recaía sobre las fotocopias: "traen una fotocopia y ni
siquiera la leyeron". Algo de tiempo más atrás: "copiaron unos párrafos, y mal". Si la queja permanece
a lo largo del tiempo, el problema tal vez no sea el soporte del texto (impreso, fotocopiado o escrito a
mano); el problema puede originarse en la tarea misma, que prevé como resultado un texto que ya
existe, que no pone en funcionamiento estrategias de escritura vinculadas a la reformulación de la
información.
La lectura de un diario en un bar, café mediante, convive hoy con la lectura electrónica de los diarios
digitales. El mensaje de texto destinado a un amigo convive con el mensaje que podemos grabar en un
contestador telefónico, con el correo electrónico, con una nota escrita a mano que dejamos en su
escritorio. El pago de las cuentas, de las facturas, puede realizarse en el banco, en Pago fácil,
en pagomiscuentas. La crítica de la última película se lee en sitios electrónicos y también en revistas
especializadas. El cuento se lee en una fotocopia, en un libro, en la biblioteca virtual. El diario íntimo
se escribe a mano en un cuaderno con candado o en una bitácora virtual. Son todas opciones con las
que adultos y jóvenes contamos.
La necesdidad de desnaturalizar la mirada sobre las nuevas tecnologías y, dentro de ellas, sobre las
prácticas de lectura y escritura que promueven, supone evitar la demonización y el endiosamiento, casi
siempre paralelos a temores propios de los sujetos antes que de las tecnologías; suspender los
prejuicios de manera que sea posible indagar cuáles son los modos de leer y escribir que demandan,
cuáles los hábitos que modifican y, en última instancia, conocer, construir y contar con criterios y
herramientas que nos permitan elegir entre esas opciones.
La desnaturalización de esa mirada requiere, también, interrogar el debate que opone a los sujetos, que
coloca a los nativos y a los inmigrantes digitales en veredas opuestas y recuperar el lugar de saber que
los adultos, y entre ellos los docentes, pueden ocupar. Un lugar desde el cual pensar cuáles son las
estrategias de lectura y escritura que permanecen aún con los cambios en los soportes de escritura;
cuáles las operaciones que un maestro, un profesor, continuará promoviendo en sus clases, con sus
actividades a partir de lecturas que sugiera ya en un libro, ya en un sitio de Internet.
Podemos imaginar a San Agustín, ahora, ingresando a un cyber, deteniéndose a mirar unos
adolescentes ensimismados ante una serie de pantallas. ¿Cuál sería hoy su asombro?

4. LA OPERACIÓN ESCOLAR
El desafío de pensar la enseñanza de la lectura y la escritura en el contexto escolar nos exigue
complejizar una escena que, muchas veces y por su íntima cercanía con nuestra propia experiencia,
suele estar teñida de romanticismo. La mayoría de nosotros recuerda su primer libro de lectura, el
cuaderno de clases donde trazó sus primeras letras y dibujó sus primeros manchones, el regalo de la
lapicera a pluma coincidente con el ensayo de la cursiva. Seguramente, también, la imagen de esa
maestra o maestro que nos abrió el paso al mundo de lo escrito será una evocación común.
Sin embargo, e intentando un distanciamiento, analizar la enseñanza de la lectura y la escritura nos
coloca frente a otro extremo: el encuentro con la historia de debates sobre sus métodos. Las pugnas y
sus diferentes impactos en las prácticas escolares por encontrar e imponer el mejor modo de enseñar a
leer y a escribir han atravesado la historia de la educación. Y, dada la centralidad de estas prácticas en
el mundo escolar, acercarse a estos debates supone reconstruir los diferentes supuestos que sobre la
escuela, el saber, los modos, los soportes y los materiales, y, en especial, los vínculos y las formas de
intervenir sobre la acción de otros, se han puesto en discusión desde hace siglos y hasta hoy.
Aunque diferentes, lo que une ambos puntos de mirada es la re-construcción de una escena que, de uno
u otro modo, reproduce con rasgos asépticos una operación objetiva y multiplicada a lo largo de la
historia: unos sujetos -los docentes- transmitiendo a otros -los alumnos- unos saberes -la lectura y la
escritura- que, considerados como entelequias, representan la carta de acceso a un otro mundo -la
cultura escrita-.
El análisis de la escena escolar de lectura y escritura como operación nos permite situar los factores
necesarios que, dispuestos de determinada forma, hacen a la consecución del resultado buscado: la
legitimidad indiscutida de aquello que enseña la escuela, la disponibilidad material de ciertas
condiciones y recursos, la asunción de la responsabilidad que cada uno en cada institución tiene
respecto de la enseñanza de estos saberes -con inevitable protagonismo de los maestros y profesores
“de lengua”-, la correspondencia término a término de aquello que la escuela ofrece con las
expectativas y predisposiciones de quienes están allí para recibirlo. Y si de operación se trata, es
posible identificar las evidencias de su logro fallido: el fracaso escolar, la recurrente preocupación de
los docentes por no dar en la tecla, la sospechada intromisión e influencia de saberes que circulan por
fuera de la escuela, o el desencuentro entre aquello que se enseña y lo que los alumnos pueden
aprender.
También, aunque diferentes, ambos puntos de mirada se asocian en la formulación de un problema que
hoy se instala como preocupación común: si antes, todos nosotros y otros muchos, aprendimos a leer y
a escribir en la escuela, ¿por qué hoy no?, ¿cuál de los factores de la operación está mal ubicado?,
¿cuál es la falla que obtura el logro óptimo del resultado esperado? Las respuestas y propuestas de
solución no cesan y, la mayoría de las veces, se sostienen y refuerzan en el mismo círculo.
Que las grietas para construir una perspectiva más compleja sean difíciles de abrir no es una cuestión
casual. Enseñar y aprender a leer y a escribir en la escuela ha sido entendido, durante siglos, como el
ejercicio de acomodación a una operación susceptible de reproducción, transferible a distintos
contextos (aún los que traspasan los límites de lo escolar) y perpetuable a través del tiempo.
La lectura y la escritura ofrecen una nota distintiva respecto a otros saberes. Asociadas a los sentidos
inaugurales de la escolaridad masiva y, a la vez, aportando los cimientos más fuertes sobre los que se
construyó la vida de la escuela moderna, la lectura y la escritura constituyeron no sólo “saberes
escolares” sino modos legitimados para la transmisión de formas de ver, de posicionarse y de actuar en
el mundo social. Sostenidas en la legitimidad social de lo letrado, la enseñanza y el aprendizaje de la
lectura y la escritura en la escuela contribuyeron a consolidar un modo de relación social con el
lenguaje y, por ende, una particular mirada del mundo. En este sentido son explicables las formas de
proponer la relación con el lenguaje y la apropiación de lo escrito que se instalaron a lo largo de la
historia escolar, centradas en el logro de un dominio conducido por metalenguajes, reglas y
definiciones.
La fuerza de tal impronta se evidencia en nuestras propias valoraciones sobre los cambios culturales de
estos tiempos. El enojo frente a las nuevas costumbres digitales de los jóvenes, la sospecha frente a sus
consumos culturales non sanctos, la indignación ante sus gestos de indiferencia ortográfica, la condena
de sus lecturas alejadas de lo canónico, entre otras, son elementos condenables y condenados desde
nuestra propia vara, enderezada por los efectos de una forma escritural -y escolar- de explicar el
mundo.
Desde esta perspectiva el análisis parece llegar a un punto muerto: poco puede hacerse desde la escuela
para enseñar a leer y a escribir si nuestros intentos son definidos desde la confrontación irreconciliable
con aquello que el nuevo escenario cultural tiene para ofrecernos.
Por eso, para pensar con otros matices la relación entre escuela y cultura y, de modo más específico el
posible sentido de la lectura y la escritura en la escuela, quizás valga la pena salir del espacio escolar e
intentar corrernos de sus efectos. Y, aunque brusco, podemos ensayar el movimiento de ponernos a
nosotros mismos en el foco de este análisis.
Un primer ejercicio en esta dirección puede ser mirarnos en nuestra vida cotidiana. Se trata de
seguirnos en ese recorrido del que la práctica de enseñanza constituye una parte, seguramente una parte
importante, pero no exclusiva. Aunque sea con esfuerzo, se trata de sacarse el delantal por un momento
para pensarnos más allá del aula, en nuestros desayunos, en nuestro camino a la escuela, en la escuela,
en la salida de la escuela, un encuentro con amigos, la rueda de trámites, la realización de alguna
práctica artística o deportiva, nuestra visita al supermercado, la llegada a casa, el encuentro con la
familia, las obligaciones domésticas, las demandas -escolares o no- de nuestros hijos, la búsqueda de
alguna actividad de distensión, el listado de cuestiones pendientes para la próxima jornada, el cierre del
día.
El segundo paso de este ejercicio es acercar la lupa a nuestras variadas formas de relación con lo
cultural. Esta instancia supone considerar cuáles y cuántas de nuestras actividades diarias pueden ser
consideradas “culturales” y pensar desde qué idea o supuestos de la cultura las estamos evaluando. El
peso de lo escolar, seguramente, influya en esta mirada.
Acerquemos aún más la lente a nuestras prácticas de lectura y de escritura. Y ensayemos una hipótesis.
Si en este movimiento nos guiáramos por los mandatos de la operación escolar, pocas variantes cabrían
para listar nuestras formas de leer y de escribir: en tanto responsables de enseñar a leer y a escribir a
otros, deberíamos ser “modelos” de lectores, sólo inclinados a la lectura de géneros legitimados,
particularmente aquellos pertenecientes al discurso literario y, más aún, a los ejemplos más altos y
canonizados a lo largo de su historia. La lectura de cualquier otro género, como revistas de circulación
masiva o best sellers, sería objeto de nuestras críticas. Y si se trata de leer, nuestra elección por la
lectura de principio a fin de variados libros -soportes de la cultura a través de los siglos- no estaría en
duda. En cuanto a la escritura, inadmisible sería en nosotros cometer cualquier falta de ortografía, y ni
qué hablar de aquellas tan vigentes y aceptadas en nuevos formatos de comunicación. Escribir se
escribe sólo respetando las reglas y las convenciones que todos supimos aprender. Y todos, aunque sea
en la intimidad de nuestro cuarto, estaríamos obligados a ensayar la escritura de poemas y otras
elevadas formas de expresión. En este marco, la televisión sólo sería merecedora de nuestros
coincidentes juicios sobre lo nocivo de sus efectos, a excepción de Discovery Channel o algún
programa del canal de arte. Son el cine, el "buen cine", y el teatro, aunque menos accesible, las formas
válidas de acceder al mundo de la cultura. En cambio, las computadoras son concebidas fuentes de
dudosa información, con su atracción por el "puro" entretenimiento que "distrae" de la cultura.
Cualquier parecido con nuestros discursos es pura coincidencia. Y cualquier parecido con nuestras
prácticas es casi imposible.
Es momento, entonces, de profundizar el ejercicio agregándole un matiz interpretativo. Y aquí la teoría
social nos muestra la potencialidad de considerar a los actores sociales desde la pluralidad de sus
prácticas culturales. Somos sujetos sociales que hemos vivido y vivimos experiencias culturales
diversas e, incluso, contradictorias. En este sentido, dirá el sociólogo Bernard Lahire (2004), es preciso
considerar la participación de los sujetos en universos sociales variados y en posiciones diferentes,
pertenencias y movimientos que nos hacen actores plurales. Discutiendo con el concepto
de habitus (agente social) planteado por Bourdieu, Lahire sostendrá que si bien es importante
considerar los hábitos y esquemas de acción adquiridos en las primeras socializaciones, no es posible
ignorar aquellos repertorios de acción adquiridos progresivamente en otros contextos. En ambos casos,
es necesario considerar el criterio de pertinencia contextual de dichos hábitos y disposiciones al
momento de su puesta en práctica, es decir, la capacidad de distinguir las maneras de actuar -y de
poner en acto los hábitos y esquemas de acción disponibles- en diferentes contextos.
El reconocimiento de la diferenciación de contextos y de la pluralidad de acciones ilumina el análisis
de la relación de los sujetos con las formas culturales. Existen diversos universos sociales, no
necesariamente equivalentes ni cultural o moralmente homogéneos -familia, escuela, clubes,
asociaciones deportivas, organizaciones políticas, iglesias, comunidades virtuales, contextos
profesionales- y en cada uno de ellos nuestro comportamiento puede ser diferenciado: somos maestros
o profesores, padres o madres, lectores, consumidores de televisión, socios de alguna biblioteca y
también de un video club, usuarios de un cybercafé, militantes de alguna organización o partido
político, parte de un grupo de amigos, practicantes de alguna iglesia, etc.
También los niños y los jóvenes, aunque de menor paso por contextos de socialización, van
adquiriendo y transformándose en portadores de diversidad de esquemas a los que apelan ejerciendo el
mismo criterio de pertinencia: basta sólo ver el ejercicio del rol de alumno en el ámbito escolar.
Sucede que, en nuestro caso, la posibilidad de reconocer esta heterogeneidad plural se ve opacada por
los influyentes rasgos de nuestra socialización escolar y, además, por los propios de nuestro contexto
profesional. Así, el sueño escolar de lo unívoco hecho carne en la figura de la docencia -la producción
de habitus homogéneos (Benoliel y Establet, 1991, en Lahire (2004)- constituye uno de los vectores
más fuertes que orientan la acción socializadora de la escuela. Por otra parte, juega el carácter
particular del universo profesional docente en el cual, con una fuerte marca identitaria corporativa, se
reproducen condiciones de socialización relativamente coherentes y homogéneas que orientan la
construcción de ciertas valoraciones culturales.
No es difícil reconstruir las huellas de estas improntas. Por un lado, basta recordar el central papel de la
enseñanza de la lectura y la escritura en la tarea de homogeneización cultural de las nuevas
generaciones, ya en los inicios de la escolaridad moderna y hasta hoy perdurable. Por otro lado
recuperar la figura de los docentes, socialmente identificada y colectivamente asumida en la
transmisión de los valores culturales más altos, entre ellos, la buena lectura y sus únicos modos de
interpretación y el correcto escribir y sus rígidos modos de apropiación.
Desde aquí es entendible cómo la enseñanza de la lectura y la escritura fue acomodándose en la
historia escolar como una operación cultural de fuerte sesgo homogeneizador y, de modo asociado, de
negación o resistencia a otros elementos culturales que, heterogéneos, impidieran el logro del resultado
escolar esperado. El control de la lectura y la corrección de la escritura son, en este sentido, evidencias
de la consolidación de una forma de transmisión de estos saberes.
Reconocernos como actores plurales en la cultura nos permite revisar estos modos arraigados en la
forma escolar. Y, al mismo tiempo, procesar los cambios culturales que hoy acontecen para desde allí
pensar en la enseñanza escolar.
Vivimos en tiempos donde la razón moderna y sus implicancias culturales están en interrogación. La
misma idea de saber hoy no encuentra claras fronteras y hasta la ilusión de organizar y hacer accesible
a todos el conocimiento de las ciencias que, en el siglo XVIII, inspiró la escritura de la Enciclopedia,
hoy es desafiada y puesta en práctica por la redacción veloz de otra, virtual, la de Wikipedia. Junto con
otros fenómenos digitales, como los buscadores, el conocimiento parece estar ahí, a la mano, y formar
parte de una construcción colectiva.
Como dijimos, son muchos debates pendientes en este movimiento cultural. Se discute si las nuevas
tecnologías producen conocimiento o sólo información, sobre los criterios de validación, el lugar del
mercado, las sospechas sobre su carácter democrático, etc. También podrá argumentarse que es poco lo
que puede decirse cuando aún no están claros los límites de tal transformación cultural.
Pero lo cierto es que ahí estamos, todos, como actores de la cultura. Y que, en tanto prácticas de las que
formamos parte y en las que nos toca incluir a otros, se hace necesario pensar cómo la escuela se
posiciona desde la enseñanza.
Tres puntos nos pueden orientar en la partida.
En primer lugar, hacernos propio el reclamo de las nuevas generaciones. Leer y escribir son prácticas
en transformación, resignificadas a la luz de los cambios culturales. Sin embargo, con o sin esa
variable incluida, leer y escribir son saberes que siguen concentrando un alto nivel de deseabilidad
social (Lahire, 2003), es decir, son considerados bienes culturales de gran valor para la inclusión
social. Los niños, y particularmente los jóvenes, saben de ese valor. Y piden a la escuela que lo
comparta, dándoles la oportunidad de aprender a leer y a escribir.
La cuestión aquí será estar dispuestos a escuchar esa demanda en las voces de nuestros alumnos, aún
cuando éstas no respondan a nuestras expectativas, y abrir el espacio para, sin negarla, levantar la
apuesta. Seguramente, y más de una vez, nuestra clase de lectura o una propuesta de escritura se ha
salido de su cauce previsto por una interpretación diferente, por una pregunta incomprensible, por una
afirmación que interrogó nuestra propia lectura. Leer y escribir con otros es estar abiertos a la
posibilidad del sentido sorprendente, de la reacción de rebeldía, de la respuesta inesperada. Y es que,
cuando hay lugar, en la lectura y la escritura la propia experiencia se hace presente.
Por eso, la enseñanza de la lectura y la escritura en la escuela es una tarea que requiere de apertura,
disposición a escuchar y a confrontar sentidos. Enseñar a leer y a escribir son modos particulares de dar
la palabra a otros para que éstos se la apropien sabiendo que, ya de su lado, provocará nuestro
asombro. Seguir haciendo crecer el juego es nuestra tarea.
De allí que el segundo punto de partida con el que contamos es disponernos a pensar en la lectura y la
escritura no sólo como saberes escolares sino, especialmente, como un vínculo. Un vínculo con la
palabra escrita y un vínculo con otros, nuestros alumnos. Identificar a un “buen” profesor o maestro es
apelar a una imagen en la que convergen saber y puesta a disposición del saber. Algo que recurre desde
que la escuela es escuela y hasta hoy. Nuestros alumnos, niños y jóvenes esperan que quienes les
enseñan dominen un saber y, además, se los brinden, buscando la forma para que esto sea posible.
Desde esta perspectiva, enseñar a leer y a escribir supone no sólo dominar las artes del mundo de lo
escrito sino, particularmente, saber hurgar los modos para que nuestros alumnos ingresen allí. Esto
significa probar de diversas maneras, insistir con recurrentes intentos, desafiar el aparente rechazo,
provocar el interés del otro con nuestro propio interés. Y allí los saberes que tengamos para enseñar,
leyendo y escribiendo.
Finalmente, el tercer punto de partida es aceptar el reto de redefinir aquello que de la lectura y la
escritura le toca transmitir a la escuela sin negar otras formas culturales y los efectos de otros contextos
de socialización. Si aceptamos la idea de la cultura escolar como un modo de acceso a otras culturas,
enseñar a leer y a escribir en la escuela implica el desafío de hacer que otros se apropien de unas
prácticas variables según los contextos. Y, también, implica el desafío de transmitir los criterios de
pertinencia que orientarán las prácticas en dichos contextos. Sin juicios de valor ni confrontaciones de
por medio, sino llevados por el reconocimiento de la cultura escolar como una forma cultural con
identidad específica pero en convivencia con otras.
Por eso, pensar en qué es hoy enseñar a leer y a escribir en la escuela supone, indefectiblemente,
suspender la idea de operación cerrada y modalizar su análisis y los posibles modos de intervención en
términos de prácticas culturales, dinámicas y móviles, insertas y en relación con historias. Las historias
de otros, esas con las que conversamos cuando nos disponemos a leer.
Después de la clase
Las autoras de la clase propusieron una y otra vez desnaturalizar la mirada sobre saberes y vínculos
construidos en la escuela y sobre la escuela, en torno a la lectura y la escritura, para dar lugar a
interrogaciones fértiles que posibiliten respuestas desde sentidos renovados.
Para seguir pensando acerca de estos sentidos, se proponen la lectura de un artículo de Jean Hébrard
quien en su visita a Buenos Aires en el año 2006, reflexionó desde su doble posicionamiento y
experiencia como historiador y político de la educación en Francia. En esta conferencia se refiere al
debate que tuvo lugar hace algunos años en su país en torno a la alfabetización y que supuso rehacer los
parámetros curriculares, trabajo en el que participó activamente. Presenta, entonces, algunas reflexiones
acerca de la relación entre comprensión de la lectura, oralidad y escritura. Hébrard sostiene que el
problema a resolver no es el de la alfabetización sino el del aprendizaje del lenguaje y que es necesario
ayudar a los estudiantes a aprehender la cultura de los textos en la escuela elemental. Desarrolla
brevemente las nuevas propuestas curriculares que acompañaron estas ideas basadas en una concepción
de escuela “que tiene un rol que cumplir, y sobre todo un rol social, un rol simbólico, éste es constituir
una sociedad que comparta ideas, conocimiento, reflexiones”. En el espacio de conversación posterior a
la conferencia, el autor responde preguntas vinculadas a los temas de este posgrado. En respuesta a una
de ellas afirma: “la cultura escolar es la cultura para acceder a otras culturas”. ¿Qué piensa ustedes?
Esperamos que esta lectura les resulte enriquecedora.

Bibliografía citada
Bauman, Z. (2003). Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil. Buenos Aires: Siglo XXI.
Burbules, N. (1999). El diálogo en la enseñanza.Buenos Aires: Amorrortu.
Castells, M. (1999). La era de la información. Vol. 2. Madrid: Alianza.
Chartier, A.M. (2000). Fazeres ordinários da classe: uma aposta para a pesquisa e para a formação. En
Educaçao e Pesquisa (26), 2, jul/dez.
Chartier, A.M. (2004). Enseñar a leer y escribir. Una aproximación histórica. México: Fondo de
Cultura Económica.
Chartier, R. (1999). Cultura escrita, literatura e historia. México: Fondo de Cultura Económica.
Chartier, R. (2000). Las revoluciones de la cultura escrita. Barcelona: Gedisa.
Eco, U. (1995). Apocalípticos e integrados. Barcelona: Tusquets.
Ferreiro, E. (2001). Pasado y futuro del verbo leer. En Pasado y presente de los verbos leer y escribir.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Ferrer, Ch. (2005). La letra y su molde. Meditaciones sobre lectura, escritura y tecnología. En
Diploma Superior en lectura, escritura y educación. Clase en el Bloque 5, Buenos Aires: Flacso
Virtual.
Fish, S. (1998). ¿Hay algún texto en esta clase?. En E. Paltis, Giro lingüístico e historia
intelectual. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.
Gonçalves Vidal, D. (2008). Cultura escolar. Una herramienta teórica para explorar el pasado y el
presente de la escuela en su relación con la sociedad y la cultura. En Diploma Superior en Currículum
y prácticas escolares en contexto, Clase en Bloque 1, Buenos Aires: Flacso Virtual.
Hèbrard, J. (2006). La puesta en escena del argumento de la lectura: el papel de la escuela.
Conferencia brindada en el marco de la Jornada presencial Encuentro con lecturas y experiencias
escolares. Flacso: Buenos Aires, agosto 2006.
Lahire, B. (2003). Crenças coletivas e desigualdades culturails. En Educação & Sociedad (24), 84:
983- 995, septiembre, Campinas, CEDES.
Lahire, B. (2004). El hombre plural. Los resortes de la acción. Barcelona: Bellaterra.
Levis, D. (2007). “’Nativo digital’. Cuando la propaganda reemplaza las ideas”,
en: https://www.diegolevis.com.ar/tecnocultura/2007/02/nativo-digital-cuando-la-
propaganda.html (consulta: julio 2008).
Link, D. (2001). La vuelta de la palabra. En Mercado. Buenos Aires, marzo.
Marai, S. (2006). El último encuentro. Barcelona: Salamandra.
Martín-Barbero, J. (2003). Figuras del desencanto. En Revista Digital “Número”
(36) https://www.revistanumero.com/36fig.htm (consulta: julio 2008).
Nóvoa, A. (1999). Os profesores. En Educacao e Pesquisa (25), 1, enero-junio y reeditado por la
revista española Cuadernos de Pedagogía (286), diciembre de 1999.
Piscitelli, A. (2005). Inmigrantes digitales vs. nativos
digitales, https://portal.educ.ar/debates/educacionytic/nuevos-alfabetismos/inmigrantes-digitales-vs-
nativos-digitales.php (consulta: julio 2008).
Piscitelli, A. (2005). Internet, la imprenta del siglo XXI. Barcelona: Gedisa.
San Agustín (2005). Confesiones:Buenos Aires, Losada.
Vincent, G., Lahire, B. y Thin, D. (2001), “Sobre a história e a teoria da forma escolar”, en Educaçao
(17), 33, Junio.

¿Cómo citar esta clase?


Brito, A.; Cano, F.; Finocchio, A. y Gaspar, Ma. (2009). Clase 13: La lectura y la escritura: saberes y
prácticas en la cultura de la escuela. En Diploma Superior en Currículum y prácticas escolares en
contexto. Buenos Aires: FLACSO Virtual Argentina.

Bibliografía obligatoria
La lectura obligatoria de esta clase es:
Hèbrard, Jean (2006) “La puesta en escena del argumento de la lectura: el papel de la escuela”.
Conferencia brindada en el marco de la Jornada presencial Encuentro con lecturas y experiencias
escolares. FLACSO, Buenos Aires, agosto 2006.

Itinerarios de lectura
Para esta clase le recomendamos dos itinerarios de lectura que detallamos a continuación.
Si están interesados en las prácticas de lectura y de escritura en el escenario cultural actual y en
reflexiones sobre su lugar en la escuela, les recomendamos:
CHARTIER, Anne Marie y Jean HÈBRARD (1994) Discursos sobre la lectura (1880-
1980). Barcelona, Gedisa.
Producto de una investigación colectiva, este libro presenta un panorama exhaustivo sobre la historia
de las representaciones sociales de la lectura y sus impactos en la definición sobre su
enseñanza escolar. Así, los historiadores de la cultura Anne Marie Chartier y Jean Hèbrard nos
proponen recorrer un siglo de confrontaciones y disputas entre distintos discursos - políticos,
periodísticos, literarios, artísticos, pedagógicos, eclesiásticos- alrededor de la concepción de la lectura
y sus consecuentes prescripciones para su transmisión en la institución escolar. Este recorrido -
centrado en el caso europeo y, particularmente, en Francia-, es el que permite encontrar la génesis del
discurso contemporáneo sobre la lectura.
CHARTIER, Anne-Marie (2004) Enseñar a leer y escribir. Una aproximación histórica. México,
Fondo de Cultura Económica, 2004
Retomando los planteos y conclusiones de los exhaustivos estudios históricos realizados con Jean
Hèbrard, en este libro la autora propone la profundización de algunos tópicos y el análisis del escenario
actual para pensar sobre las transformaciones de la lectura y la escritura y sus correlatos en la
enseñanza escolar. De este modo, atiende a la relación entre lectura y escritura y los saberes y
culturas escolares, los métodos de enseñanza y la literatura escolar.
GARCÍA CANCLINI, Néstor (2008) Lectores, espectadores e internautas. Barcelona, Gedisa.
Desde la idea de “ciudadanía cultural”, el autor de este libro nos ofrece de un modo creativo algunas
reflexiones sobre los significados de las prácticas culturales. Organizado como un diccionario que
puede recorrerse de modo hipertextual, este libro explora cómo se transforman las actividades del leer,
el ser espectador y el navegar a partir de su convivencia y diálogo en las prácticas culturales.

Si están interesados en las representaciones de la lectura y la escritura en el cine, les sugerimos


algunas películas:

PHILIBERT, Nicolas (dir.) (2002) Ser y tener (Être et avoir) Francia.


Inspirado en el fenómeno francés de la clase única, este documental muestra la vida de una pequeña
clase a lo largo de todo un curso, mostrándonos una cálida y serena mirada a la educación primaria en
el corazón de la Landa francesa. Una docena de alumnos de entre 4 y 10 años, reunidos en la misma
clase, se forman en todas las materias bajo la tutoría de un solo profesor de extraordinaria dedicación.
Maestro de la autoridad tranquila, el profesor Georges López conduce a los chicos de este pueblo hacia
la adolescencia, mediando entre sus disputas y escuchando sus problemas.

SCHMITT, Eric-Emmanuel (dir.) (2007) Odette, una comedia sobre la


felicidad (Odette Toulemonde). Francia-Bélgica.
Odette Toulemonde es una empleada de cuarenta años, viuda y madre de dos hijos, que consigue ser
feliz gracias a las novelas románticas del escritor Balthazar Balzan. Pese a las repercusiones que
generan sus textos, su fama, su dinero y su atractivo aspecto, el escritor no consigue ser feliz,
sensación reforzada por saberse leído por un público de clase media-baja, “poco culto y refinado”. Sus
desgracias van en aumento hasta que el escritor recibe una emotiva carta enviada por
Odette. Así, Balzan concurrirá a la casa de su admiradora, tal como señala el director de este film,
“para encontrar el amor espontáneo y no el reconocimiento intelectual”. Se trata de una película
interesante para analizar la lectura como una práctica contextualizada, cuya apropiación supone
diferentes modos que dialogan con los sentidos y experiencias del propio lector.

DALDRY, Stephen (dir.) (2002) Las horas (The hours) Estados Unidos.
Partiendo de una lectura compleja de Mrs. Dalloway, la primera novela de Virginia Wolf (1882-1941),
el director Daldry pone en escena la historia de tres mujeres en la búsqueda del sentido de sus vidas.
Cada una vive en una época y lugar diferentes, pero están vinculadas entre sí por sus anhelos y sus
miedos. Virginia Woolf, en los suburbios de Londres a principio de 1920, comienza a
escribir intempestiva y trágicamente Mrs. Dalloway. Laura Brown, una esposa y madre en Los Angeles
a finales de la Segunda Guerra Mundial, está leyendo Mrs. Dalloway, novela que encuentra tan
reveladora que decide hacer un cambio abrupto en su vida. Clarissa Vaughan, una versión
contemporánea de la Sra. Dalloway de Woolf, vive en la ciudad de Nueva York en la actualidad y está
enamorada de su amigo Richard, un famoso poeta que está muriendo de SIDA. Ciertos procesos
creativos de lectura y escritura se ilustran en este film de un modo muy interesante.

DEVILLE, Michel (dir.) (1988) La lectora (La lectrice) Francia.


Entretejiendo la lectura de una novela y la vida de su lectora, la película relata la historia de una mujer
que, aprovechando los encantos de su voz, decide trabajar como lectora a domicilio. Esa decisión la
lleva a vivir distintas situaciones a partir de los vínculos que establece con sus clientes, destinatarios de
sus relatos leídos.

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