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Al Padre Espejo lo extrañó por poner en evidencia "el chocorazo" en la Goajira con
el que se eligió; al Cura Revollo por ayudar a salir del país al ejecutor del atentado
que le hicieron en Barros Colorados y, sin saberlo, hizo del General Joaquin F
Vélez el único candidato presidencial, oriundo de la Costa Caribe, con
posibilidades reales de serlo en el Siglo XX.
Pero, sin duda, Barranquilla le debe a Reyes. Y mucho. Tanto o más que al
mismísimo Tomas Cipriano Mosquera.
Pero en este festejo de las cinco de la tarde del 26 de Febrero del 1927 en
Mamatoco, son pocos los de entre aquellos que repetían el ritual anual que
heredaron de sus padres, empresarios que habían hecho el tránsito del cultivo de
la caña de azúcar y de la producción de mieles, alcohol y panela, para dedicarse
al comercio de banano con los Estados Unidos desde finales del siglo anterior,
aún en medio de la guerra partidista y de las tensiones políticas que a muchos los
sumió en la ruina y que hizo languidecer esta fiesta sabatina que había cambiado
muy poco en los últimos 20 años, como no fuera por la presencia de una Lister
que ponían a funcionar cuando, según la época del año, las sombras hacían
imperiosa la necesidad de encenderla.
Dos, tres, cuatro, como a trompicones, precedían un bufido para dar paso a un
ronquido continuo, como farfullando, que luego de unos pocos minutos se
transformaba en un ronroneo sostenido e invariable durante las cinco o menos
horas en las que proveía la energía necesaria para las doscientas bombillas que
los más ricos y encumbrados habían procurado para su bienestar y el del templo
del lugar. Especialmente en estas fiestas que preceden a las del domingo que, por
entonces, ya no era el primer día del carnaval en Barranquilla.
Va la Cruz Alta, escoltada por dos ciriales sostenidos por sendos monaguillos
ataviados de rojo encendido y, a lado y lado, desfilan con sus estandartes las
cofradías de la parroquia.
Las bebidas son enfriadas con hielo en neveras de palo que así sirven de tarima a
más de un irresponsable borracho que moviéndose de un lado para el otro, hacen
crujir los hierros y las maderas de tal forma, es un verdadero milagro de la física
que no se llega a volcar el carricoche con su carga de beodos y mujeres de
coreográfico, para escándalo de la pacata sociedad que los ve pasar mientras la
gleba los festeja.
En esa tarea estarán hasta las seis de la mañana, cuando despunte el sol y los
últimos danzantes salgan de los Clubes ABC y Barranquilla, de los salones de los
de la Segunda y de los lupanares, en los que no hay distingos de clase, color o
fortuna, rumbo a sus casas para dormir la resaca.
Como era en los tiempos idos, los primeros en aparecer en las cercanías del
mercado son los "Indios Bravos" luciendo un taparrabos rojo amarrado en la
cintura. Van cubiertos con coronas, collares y pulseras hechas con plumas y telas
de vivos colores provistos de los más extraños abalorios, entre aquellos, un arco
armado con una flecha que recurrentemente muestran deseos de utilizar para
defenderse del ataque de otras tribus.
Hete que sale al mercado una de la que nadie gusta: "La Danza de la Culebra".
Se dice que es un baile de indios y debe serlo por lo elemental de la danza que
consiste en alternar un pequeño brinco sobre un pie y luego sobre el otro en la
medida en avanzan los bailadores balanceándose de aquí para allá al son de un
tamboril que sirve de fondo a unas maracas que van en manos de los miembros
de la mitad del grupo, en tanto que los otros llevan cada uno una serpiente viva
que hacen enroscar alrededor del cuello, de los brazos, de la cintura y que en
algún momento meten entre sus pantalones mientras bailan.
Al circular los animalejos por debajo del vestido de los hombres adquieren formas
grotescas que a muchos divierten pero que a otros no, hasta sacar obscenamente
su cabeza por la bocamanga de los pantalones, cuando no por la bragueta o por la
misma cintura. Por eso nuestro Alcalde Mayor ha amenazado con proscribirla sin
más razones que las quejas de la sociedad de buenas costumbres y, quizás por
eso, no salen de los límites que les marca el Puerto de la Hierba donde los coteros
y mujerzuelas sacan gracia de tan pobre danza y de sus versos procaces.
" una parranda sin ron
Es un pleito sin derecho,
Es una casa sin techo,
Es un hombre sin calzón"
En algunos momentos los portantes amenazan con dejar en libertad las culebras,
o con tirarlas encima de la gente generando pánico entre quienes se detienen a
observarlos y a participar de la comparsa.
Y así ha de transcurrir casi todo el día hasta cuando, a la media tarde empiecen
nuevamente los asaltos y los bailes en casas y salones. Será de la siguiente
manera: los niños hasta las 17 horas, los jovenzuelos hasta las 21 y, de ahí en
adelante los mayores de edad hasta cuando el lunes, nuevamente se repitan los
mismos rituales y el miércoles de ceniza nos coja confesados.