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Jugueteria Musical PDF
Jugueteria Musical PDF
Juguetería musical DR © Eusebio Ruvalcaba
Primera Edición: 2007
Lascuráin de Retana No. 5, C;P 36000, Guanajuato, Gto.
Dirección General de Extensión / Coordinación Editorial
Cecilia Barrera Vecinday
Formación: Angel Hernández
Diseño de Potrada: Adriana Chagoyán
Corrección: Oliver de la Vega
Ilustración de portada: Francisco Pichardo. Los músicos, serigrafia, 1997
ISBN: 97S‐96S‐864‐4S7‐4
Queda prohibida la reproducción o transmisión parcial o total de esta obra bajo cualquiera de sus
formas electrónica o mecánica, sin el consentimiento por escrito del editor.
Impreso en México
ÍNDICE
JUGUETERÍA MUSICAL
13 El arco
14 La sordina
15 Las teclas
17 El puente
18 El violonchelo
19 Los platillos
21 El papel pautado
23 Las notas
27 El banquillo
29 Los músicos callejeros
32 El arpa
33 El cuarteto
35 El alma
38 Los pedales
40 Atisbos musicales
43 Una nota musical al margen
45 El clarinete
48 La orquesta
51 Beethoven
52 El afinador
53 Schubert
54 Los coralistas
56 El compositor
58 El metrónomo
59 Los tríos
61 Los géneros
63 El solfeo
64 Los tartamudos
65 La ceremonia
68 Los instrumentos de viento
70 La afinación de un violín
7 1 Las cuatro evasiones
73 Johannes Brahms
74 El estorbante
76 El ritmo de un cuarteto
77 El violín en la vitrina
80 El virtuosismo
82 La "cambiada" de la hoja
83 Mozart y los niños prodigio
85 La música y el agua
88 Los movimientos musicales
91 El tiempo y la música
93 Música y vida
95 Un paréntesis sobre la mujer y la música
97 Brahms
99 Las mujeres que oyen música (I)
101 Las mujeres que oyen música {II)
104 Absurdos musicales
U)6 La música que todos oímos
109 El alcohol también se escucha
112 Moussorgsky
113 Carta a un compositor desconocido
115 El misterio de las cursivas invisibles
118 Seducción de la música
120 Instrumentos de cuerda trotada (I)
122 Instrumentos de cuerda frotada (II)
124 Instrumentos de cuerda frotada (III)
127 Programas de mano
130 Mascotas
APÉNDICE
135 Brevísimo intento de glosario musical
1 39 Un cuento
142 Juguetería musical
Juguetería musical
Estoy que reviento de pura música
ROBERT SCHUMANN
A la memoria de mi padre Higinio, y para José Luis
Martínez Salazar, gracias a cuya generosidad la
mayor parte de estos textos vio la luz.
El autor agradece al Sistema Nacional
de Creadores por su apoyo para la
realización de este libro.
EL ARCO
No había guerrero que no se mostrara empuñando el arco. Su sola
vista infundía temor. Era un verdugo aun a la distancia. No hay
violinista que no se deje ver con el arco en la mano. Es un verdugo a
la distancia, y su sola vista suscita fascinación.
El conocimiento y manejo del arco dio un giro a la historia castrense
y musical. O habría que remontarse más atrás, no mucho. Pensemos
en el arquero que mediante su buena puntería era capaz de llevar el
alimento a los suyos; que sus saetas cruzaban el aire y se incrustaban
en el cuerpo de la víctima. Pensemos ahora en quienes gracias a su
aplicación del arco sobre las cuerdas —con destreza o no, con talento
o sin él—, salen de casa con las manos vacías y regresan cargados de
viandas.
Diestros en el manejo del arco los ha habido muchos, pero a la
cabeza de todos están Robin Hood y Niccolò Paganini, o Niccolò
Paganini y Robin Hood, en el orden que se quiera. Sus hazañas son
semejantes, y no sólo es posible localizar afinidades entre ellos por el
lado de la misión sobrehumana —Robin, aliviar de la pobreza a los
más necesitados; Niccolò, aliviar el corazón aun de los más
escépticos—, sino asimismo de su arte prodigioso. Ambos son
leyenda, y sus proezas siguen efervesciendo entre los adictos del
encantamiento.
Si se agitan hasta rasgar el aire, ambos arcos producen sonidos
similares.
LA SORDINA
Se utiliza para menguar el sonido. Las sordinas varían su forma según
el instrumento para el que fueron fabricadas. El origen de las sordinas
es incierto. Hay quien afirma que su historia se remonta al medioevo,
y que en mucho tuvo las mismas funciones que el cinturón de
castidad; en efecto, mientras que éste pretendía mantener alejados a
los infortunados admiradores de aquella mujer, la sordina se
incrustaba en la boca de la dama, cubriéndola de comisura a comisura
y deteniendo el movimiento de la lengua; de este modo cumplía tres
cometidos; impedir que otros labios ultrajaran los fecundos; evitar
que la protegida dijera cosas inconvenientes o deslizara promesas de
imposible realización, y, tercero y último, imposibilitar a toda costa
que aquella boca consumara felación —práctica que torna devotas a
las impías y sumisas a las rebeldes y cuya generalización no es
conveniente. Sobra quien insiste que éste es el verdadero embrión de
la sordina, por cuanto una vez aplicada, la voz de la mujer se
escuchaba con dificultad—, pero hay quien contraargumenta que no,
que ese instrumento es el antecedente del bozal.
LAS TECLAS
para Ester Ortega
En los Steinway son de marfil. Es la contribución de los elefantes a la
música, tal vez por sentir parientas suyas algunas sinfonías. Las teclas
en el piano alternan su color del blanco al negro, lo cual hace pensar
en colmillos mal aseados.
Pecan de tanta vulgaridad las teclas de las máquinas de escribir y de
las computadoras, que obligadamente tienen escrita la grafía que
corresponde a cada una; es de imaginarse el abigarramiento que esto
produciría en la tecla de un piano, si cada cual llevara el nombre de la
nota, seguramente las yemas de los dedos resultarían confundidas —
cuando no ofendidas o de plano asqueadas.
Por mera ilusión óptica, las teclas no varían de tamaño. Pero cuando
se toca el registro grave, aumentan sus dimensiones
escandalosamente. Si el público no se percata de este fenómeno se
debe a la obesidad del pianista. Respecto de su disminución en el
registro agudo, explicarlo aquí sería caer en el exceso.
Hacia el sur de la ciudad de México se localiza un mercado de teclas.
En un principio se vendían los pianos completos, pero las termitas
dieron cuenta del resto del instrumento. No hace mucho, sin
embargo, se esparció el rumor de que habían sido subastadas las
recias del piano de Ricardo Castro, originalmente un Steinway de
media cola; el comprador tenía en su poder el original del Vals
Capricho, y su única intención —según diría más tarde— fue reunir
aquella música con el teclado en que había sido tocada por vez
primera, el 11 de julio de 1912.
EL PUENTE
En el violín sirve de enlace entre el diapasón y la encordadura. Es un
fragmento de madera que se levanta impertérrito e inconmovible, así
sea que a un par de centímetros, o menos, el arco se desplace sobre
las cuerdas y ejecute el concierto de Beethoven. El puente no violenta
un milímetro su posición. Tan frágil y firme como una roca.
De ahí el interés que ha suscitado entre los adictos de la ingeniería
civil. ¿Qué estructura existe atrás de este artefacto tan eficaz y
caprichoso?, ¿de qué granito está hecho para resistir tan
estoicamente los embates del tiempo y del furioso arco? ¿Quién lo
ideó, cuál es la fórmula, qué tipo de puente es éste a cuyo lado el
Golden Gate palidece? Y más aún: ¿quién osa pasar de un lado a otro
suyo, de este puente que acaso rebase los cinco gramos de peso?
¿Cuántos han hecho ese viaje? ¿Quiénes?
Este puente lo ha cruzado ‐sea en su tamaño insignificante, que
comprende al de un violín, o en el casi monstruoso, si se ha de hablar
del contrabajo—, ha transcurrido por este puente la música toda. Lo
mismo han avistado su lejanía los cuartetos que los caprichos, los
tríos que los dios, y eso para no insistir en las obras orquestales u
operísticas, donde la cuerda es personaje protagónico —¿habría que
haber precisado esto?
El puente es la música en su totalidad. El único vínculo entre los
extremos opuestos de una misma visión de la vida.
EL VIOLONCHELO
También recibe el nombre de chelo, pero cada vez que se lo
pronuncia, una mujer de nombre Consuelo se aproxima —lo cual ha
provocado serios conflictos matrimoniales entre los violonchelistas
conservadores.
Y hablando de consuelo, ningún otro instrumento requiere de tal
calor humano, por eso, para tocarse, exige ser colocado en el regazo,
entre las piernas, como si se tratara de un niño huérfano que
reclamase cariño y protección antes de emitir palabra. De no hacerlo
así, simplemente no suena, sus cuerdas permanecen mudas, como
cerrados los labios de aquel niño.
Cuando toca, el violonchelista parece que se toca a sí mismo.
Padre adoptivo del violín y la viola e hijo bastardo del contrabajo, la
voz del violonchelo es grave y melancólica, de tristeza honda, y
recuerda aquellas expresiones guturales del hombre de las cavernas,
cuando el timbre que predominaba era el de las fieras, y las lágrimas,
el único lenguaje del desasosiego. Quizá por esto, incontables
mujeres tienen al violonchelo por instrumento favorito, pues les
proporciona un alivio ancestral casi perdido en la noche de los
tiempos.
El espectáculo de un violonchelista interpretando el concierto de
Schumann semeja una lucha a muerte entre dos contendientes zen.
Un combate en que de pronto la inmovilidad priva sobre la acción.
LOS PLATILLOS
para Mariví
Anuncian el advenimiento de algo prodigioso. Su estallido provoca el
pasmo general. Público y músicos se preparan para dar fe del acto
extraordinario, que cada quien ha creado en su imaginación, y el cual,
sobra decir, jamás acontece. No es insólito que transcurridos unos
minutos de aquel sonido portentoso, se distingan algunas muecas de
decepción o franca molestia entre la concurrencia. Hay incluso quien
prefiere abandonar la sala, y, si el enfado es excesivo, exigir la
devolución de su entrada.
Los platillos son los tímpanos de la orquesta. Cuando revientan en
aquella atmósfera frágil, se ha desafinado más de la cuenta, o cada
quien va por su lado, o aquella obra se toca con superficialidad
oprobiosa.
Pero también representan la convocatoria. Finalmente, el director
tiene algo que decir y decide llamar la atención hacia su persona
antes de pronunciar palabra. Entonces la voz de los platillos se
escucha por encima de los demás instrumentos. Todos callan cuando
los platillos suenan. Ante aquella maravilla, el director olvida lo que
tenía en mente y prefiere callar. Ya será en otra ocasión que tome la
palabra.
Los platillos son metálicos. Originalmente se los bañaba en oro,
pero resultaba una tentación para el resto de los músicos, de suyo
indigentes la mayoría de las veces. Hubo un flautista que, agobiado
por el hambre crónica de sus hijos —insaciables, además, como todos
los hijos de los músicos de instrumentos de viento—, decidió
robárselos y venderlos en la tienda del joyero. Mayúscula fue la
sorpresa del platillista cuando llegada la hora de la verdad no halló su
instrumento por ninguna parte. El público y la orquesta, en su
totalidad, permanecieron a la expectativa —todo apuntaba hacia ese
instante de gran impacto musical—, cuando el músico levantó los
brazos al aire y simuló tocar los platillos. La audiencia quedó
profundamente satisfecha. Mahler, que era el autor de la obra y
quien dirigía, recibió una cerrada ovación, que él aceptó
complaciente como si hubiera sido idea suya. Hoy día, si se escucha
esa sinfonía, el ánimo sufre un vuelco cuando se llega a ese silencio
espléndido. Nunca como antes, a decir de Nicolaus Harnoncourt,
especialista en contrastes musicales, un silencio en la música había
sido tan eficaz.
Los platillos también se utilizan para despertar al público dormido.
Y hablando de aquellos platillos bañados en oro, una mujer
imprevisible y de cabeza dura los compró para usarlos de aretes.
EL PAPEL PAUTADO
para los hermanos Martínez Bourget
En papel pautado se facilitaría leer los electrocardiogramas, sobre
todo si los pacientes padecen enfermedades del amor.
El papel pautado se clasifica en dos: el que tiene notas y el que no
las tiene.
El que tiene notas se emplea para reciclar o, bien, para interpretar
aquella música.
Pero sirve para más cosas.
Los niños discapacitados lo utilizan, con ayuda de sus padres —de su
padre, mejor dicho; su madre siempre está ocupada— para hacer
avioncitos y arrojarlos desde la azotea de un edificio. La mecánica es
ésta: con el avión en la mano caminan por la orilla hasta colocarse a
unos milímetros del vacío, le imprimen ímpetu a su brazo y lanzan el
artefacto. El avión entonces pergeña líneas caprichosas, que a
algunos pueden parecerles producto del viento —hijo favorito del
azar— y a otros, los más observadores, los menos, figuras propias de
un código. Porque, en efecto, basta con hacer un avioncito de las
páginas iniciales de la Quinta Sinfonía de Beethoven para advertir
cómo aquellas trayectorias corresponden a líneas rectas y de ángulos
de 90 grados, y si, en cambio, la música seleccionada es cualquier
página de la mucha que Chopin escribió para el piano, será muy claro
que aquel avión describe viajes sinuosos, que van y vienen en
movimientos ondulatorios y, que si se miran en exceso, es posible
caer en un estado de melancolía cercano a la depresión; no así si la
Sinfonía 40 de Mozart es la escogida: para todos será evidente —y
aquí se incluye a los no observadores— que el juguete trazará
pequeños círculos concéntricos, que en mucho recordarán gotas de
lluvia refrescante y cristalina.
Mas aquí no se acaba todo.
El papel pautado con notas es resistente al fuego, por lo que se le
puede aprovechar —y tal vez sacarle su mejor provecho— para
tapizar las paredes de las casas expuestas al incendio voraz; todo
mundo sabe que estas viviendas son las que se ubican muy cerca de
las fábricas de vidrio soplado, o que son, o han sido, casas de citas, u
hogar de un niño piromaniaco, nacido o aún intrauterino.
Un uso más del papel pautado: sirve para aplastar moscas, aunque
se corre el riesgo de que aquel insecto hecho bolita modifique el final
de una sinfonía.
Respecto del papel pautado sin notas, suele ser favorito de los
escritores que aman la música —o que la odian, si escriben puras
tonterías—, y que se encuentran en la antesala de la locura, o ya
perfectamente instalados en ella.
A este papel se le conoce con el nombre de virgen, o en blanco —
término discriminatorio aplicado por los empresarios de
Johannesburgo que se dedican a su fabricación, aunque, ¿de qué otro
modo podría nombrársele?
LAS NOTAS
para mis hijos León Ricardo y Erika Coral, violinista y
pianista en ciernes.
Las notas cuando las ves.
Las notas nunca andan solas. A veces las acompaña su sombra. A
veces las alas.
•
Las notas se quedan mirando fijamente a los ojos. El sujeto de tal
vista desea volver la mirada. Finge para distraer la atención. Pero las
notas no lo sueltan. Cuando una nota le ha echado el ojo a alguien, no
lo suelta más.
•
A las notas les gusta ser tocadas. A veces de un modo fuerte, a veces
de un modo que apenas se escuche. Les gusta que las toque una
mano erudita. Alguien que no se equivoque, que sepa exactamente
cómo tocarlas. Aunque también les gusta la improvisación. Por
ejemplo, ser tocadas por un niño, un bebé que balbucea.
•
Las notas cuando las oyes.
Las notas estampan su firma sobre líneas rectas para no irse de lado,
y emprender el vuelo.
Antiguamente se pensaba que todo estaba constituido de átomos;
también alguien propuso que de migajas, y no falto el que dijera que
de lágrimas. Ahora se sabe que de notas. Pues todo transcurre, todo
está sujeto al tiempo. Y el único modo de medir el tiempo es a través
de la sucesión de notas. Así, lo mismo una mesa que un automóvil,
una carreta que una nube, todo está sujeto al tiempo. Cualquiera de
estas cosas, si se les descompone hasta su parte mínima, hasta su
parte última —que es la inicial—, se descubrirá la postrera nota.
•
La nota está ahí. Una simple y llana nota, a partir de la cual se
conforma la materia de la que está hecho el universo.
•
También los seres vivos están constituidos de notas. Piénsese en un
pegaso. Cuando en su corazón se acumula el tiempo —las notas—,
emprende el vuelo, incapaz de contemplar tanta mediocridad en
torno.
•
Cuando las notas caen al suelo suenan como canicas. Hay quien ha
confundido unas con otras. Toman una nota, la ven a contraluz y
dicen que es una canica. Toman una canica, la sacuden cual sonaja y
dicen que es una nota.
•
Cuando se arrojan las notas al fuego brincan como palomitas de maíz.
•
Se les llama naftalina a las notas blancas. Se acostumbra depositarlas
en los mingitorios. Estas notas no sólo se ven y se oyen —al pegar la
orina en su superficie se produce un sonido sordo—, sino que
también se huelen. Las bolas de naftalina siempre han sido blancas y
no negras, porque duran más.
Cuando las notas vienen adheridas a un corcho se les llama corcheas.
•
Los únicos que comprenden y entienden —y entienden y
comprenden‐ las notas son los silencios. Los unos y las otras ‐las unas
y los otros— se compenetran y se respetan. Sin los unos no existirían
las otras. Lo cierto es que donde hay una buena nota hay un buen
silencio. Y viceversa.
•
Las notas se meten en los instrumentos. Y los hacen sonar. Un
instrumento sin notas no suena. Por más que el ejecutante lo
manipule. Por la noche, los instrumentos se tragan las notas —
cuando los aqueja un apetito feroz—. Al día siguiente, el ejecutante
cree que es un superdotado.
•
Las notas son crípticas. No como las letras —tan vulgares—, o los
números —tan previsibles.
•
Si los anuncios publicitarios estuviesen hechos a base de notas en vez
de letras nadie los entendería, pero todo mundo andaría de mejor
humor. Pues algo tienen las notas que el sólo verlas produce deleite y
satisfacción. Están hechas de hombres de buena voluntad.
•
Las burbujas son notas transparentes. Generalmente las emiten los
zenzontles o los pederastas, para cautivar. Son notas inconformes
que deciden fugarse del papel pautado.
•
Aunque las notas blancas parece que van a levantar el vuelo, tienen
más peso que las negras.
EL BANQUILLO
para Ernesto Gómez Lechuga
Se utiliza el mismo para tocar el piano y para escuchar el veredicto —
de ahí la conveniencia de establecer conservatorios próximos a las
salas de ejecuciones.
Los banquillos mantienen incómodamente sentadas a las personas
por distintas razones. En el caso del banquillo del pianista, para que
no se quede dormido por su forma de tocar el instrumento. En el caso
del sentenciado a muerte, para que al momento de escuchar su
sentencia refleje una actitud incomplaciente.
Hay banquillos que se hacen grandotes y se hacen chiquitos; se dice
que Gabilondo Soler, de todos conocido como Cri‐Crí, tenía uno de
estos en su Steinway, y que, precisamente, mientras componía una
de sus dos mil canciones, y por estar dándole vueltas a la base, se le
ocurrió la canción de "El chorrito". Numerosos sentenciados exigen
este tipo de banquillos, para perderse de vista al momento de
escuchar su castigo.
También existen banquillos que constan de una especie de
compartimiento secreto para guardar utensilios de última hora. Los
pianistas ocultan ahí la música que definitivamente ‐por razones de
técnica o musicalidad‐ nunca en la vida podrán tocar. Aquellos, cuyo
veredicto fue la muerte, disponen de ese sitio para conservar, así sea
por unos cuantos días más, las cartas de sus hijos, aquel mensaje que
les dejó su padre, o, simple y llanamente, alguna receta de equis
platillo que jamás de los jamases su esposa les preparó.
Para algo más sirven los banquillos, para treparse en ellos y
desenganchar las cortinas, bajar las maletas del clóset o colocar la
estrella en el árbol de Navidad; si se utilizan para estos menesteres,
no es necesario comprar el piano.
LOS MÚSICOS CALLEJEROS
Cada músico callejero representa cuando menos dos cosas: la nobleza
de un arte, cuyo manto es capaz de cobijar aun las causas más
desvalidas, y la certeza de una vocación contra viento y marea.
No creo que la literatura se abra de capa de ese modo, o cuando
menos no es de imaginarse un poeta vendiendo sus poemas de
cantina en cantina, o trepado en un convoy del metro, o recitarlos en
el marco de la puerta de una fonda pobretona.
El corazón se sobrecoge cuando en plena calle se topa el transeúnte
con un músico, que a duras penas extrae un sonido armónico de su
instrumento, mientras el hijo extiende la mano con un botecito a
manera de, seamos benignos, alcancía. Y esto lleva a otra cosa. Habría
de inculcarse en la educación de los hijos que estudian música, que
no se trata de hacer hombres artistas —que eso no está en las manos
de nadie lograrlo—, sino en hacer hombres trabajadores que sepan
ganarse la vida. Tocar un instrumento proporciona esta seguridad.
Aun si en la escala del uno al diez no se llega ni al tres, aquel músico
no se muere de hambre.
¿Pero acaso el problema de fondo no se inclina más por el lado de la
vocación? Cabría preguntarse si aquel músico no es un individuo
tenaz que, pese a todas las adversidades, persiste en alcanzar
determinadas frases que a sus oídos suenen dulces y lo
suficientemente satisfactorias para dar por cumplida su misión cada
día de arduo trabajo en plena calle sin más público que algún perro,
como él mismo, callejero y famélico. Estos individuos dan lecciones
de perseverancia. Con aquel violín hecho garras bajo el brazo, se
detienen en el momento menos pensado, tensan el arco, colocan el
instrumento donde debe ir, y las notas escurren en tropel. Nadie le ha
enseñado técnica alguna, pero aquel hombre toca, y cumple las dos
únicas metas que impelen la vida de un artista: ganarse la vida y
seguir el dictado de una vocación.
No es en aquellos músicos callejeros en los que estaba pensando
Eloy Sánchez Rosillo cuando en su libro La certeza cuenta; "[...]
íbamos paseando por Venecia los tres / ‐nuestro hijo, tú y yo— al final
de una tarde / de primeros de abril. Vagábamos sin rumbo, /
buscando la terraza de un café. / Habíamos andado muchas horas / y
estábamos cansados. / Entonces, desde el fondo de una calle / que si
mal no recuerdo da a la plaza / maravillosa de San Zaccaria, / nos
empezó a llegar una música dulce, / íntima, emocionante. Y fuimos
acercándonos / al mágico lugar del que surgía. / Había allí tres
músicos / ‐un violín, una viola, un violonchelo— / que interpretaban
con delicadeza, / con sentimiento grande, con espíritu, / la melodía
de un viejo concierto veneciano. / Las notas que sonaban / tan
naturales, verdaderas y hondas / en medio de la calle, / Iban ganando
nuestros corazones / y el de las gentes que como nosotros / se
detenían a escuchar. Miraba / yo vuestros ojos y vuestro silencio. /
Contemplaba también como muy lenta / se marchaba la tarde. / Y
conmovido me decía por dentro: / <<Qué estos instantes duren, qué
no acabe este día>>. / Pero, al cabo, la música / cesó y los tres
seguimos —sosegados, dichosos— / nuestro camino. Yo la escucho
aún. / Y vosotros, ¿la oís? Con amor, con cuidado, / dejo sobre el
papel los fugaces acordes / de aquel momento hermoso, / en un
intento de ponerlos fuera / del alcance del tiempo y del olvido".
EL ARPA
Para muchos es el instrumento más antiguo, y no porque existan
vestigios de él en documentos helénicos o mosaicos bizantinos, sino
porque se le asocia a las cofradías de los ángeles.
Nadie sabe cuántas cuerdas tiene un arpa, ni siquiera los
fabricantes, pues hay quien las construye a petición del cliente. Si
alguien tuviese la curiosidad de contarlas, se sorprendería hasta el
pasmo. Las hay desde dos hasta más del centenar. (Para un poema
sinfónico de fastuosa sonoridad, Berlioz mandó hacer una docena de
arpas de medio millar de cuerdas; sobra decir que para tocarlas se
requería de cinco arpistas en vez de uno, razón por la que su obra
jamás se estrenó.)
Un arpa bien tocada, anuncia el advenimiento de la lluvia.
EL CUARTETO
En música, es un grupo de atrilistas errabundos que toca para ganarse
la vida. Suena el timbre, el dueño de la casa acude a abrir y se va para
atrás cuando se topa con cuatro individuos vestidos de negro, cada
uno de sombrero y su instrumento bajo el brazo. "Tenemos hambre",
dice uno de ellos, al parecer el del segundo violín; "¿Hay trabajo para
nosotros?", pregunta el del violonchelo, y culmina el de la viola
"Podemos amenizar su comida". El del primer violín no abre la boca;
tal vez porque su instrumento es especialmente proclive al silencio.
La calidad de un cuarteto se mide por la música que interpreta,
aunque también cuentan afinación y musicalidad —la primera está en
las manos de los cuartetistas, la segunda en las de Dios.
Un cuarteto está integrado por dos músicos que tocan el violín y
que, en la mayoría de los casos, su hipersensibilidad les impide
pararse ellos solos en un escenario; un violista también forma parte
de un cuarteto, ¿habrá que decir que es un artista de corazón
generoso y que por eso toca la viola, el más desdeñado de los
instrumentos de cuerda, a quien en el argot se le llama la cenicienta
de la música?, y por un violonchelista, que no es otra cosa que un
músico que cree llevar sobre sí el peso de la música toda —¿o no
violonchelismo y joroba son una sola y misma cosa?
Por encima de todo, un cuarteto se advierte depositario del Santo
Grial de la música. No hay nada antes ni lo habrá después.
"Interpretaciones supremas de obras sublimes", acotaba el lema del
Lener, un cuarteto de origen húngaro que terminó sus días en
México.
Hay quien afirma que la música de cuarteto es aburrida, o cuando
menos de muy difícil audición. Y no se equivoca. Sin un instrumento
de percusión que las respalde, las cuerdas se afanan por trenzar
melodías gratas al oído. Ante esta adversidad, la búsqueda del
cuarteto se enfiló por el camino de la introspección. "No hay cuarteto
sin filosofía, el cuarteto representa la filosofía de la música", se dice
por ahí. Pero esto no es totalmente cierto, porque cuando los grandes
melodistas lo toman en sus manos, aquel cuarteto se basta a sí mismo
en el orden de las emociones. Entonces es tal el sentimiento, la
hondura y el lirismo que su canto semeja una conversación de
ángeles; de ahí que los sabios en el arte del amor suelan acompañarse
de este tipo de cuartetos ‐en vivo, se entiende— para doblar la
voluntad de una mujer. Luego de la experiencia, es garantía que la
dama se tornará adicta del exhibicionismo, cuando menos.
También hay cuartetos de mujeres que tocan desnudas. Bisoñas
todavía en el arte del sonido, lo hacen para captar la atención de los
exigentes. Su repertorio está integrado por los cuartetos de Haydn,
de Borodin y de Samuel Barber.
EL ALMA
Cuenta Eduard Márquez en su novela El silencio de los árboles:
Ernest Bolsi saca una maderita del bolsillo y se la da. La
niña la coge y la observa con curiosidad. ¿Qué es? Parece
un trozo de lápiz sin mina. Ernest Bolsi ríe y le acaricia la
cabeza. ‐Es el alma de un violín. Es mi tesoro. Desde que
empezó la guerra, ha sido mi amuleto. La encontré dentro
de un instrumento muy antiguo. Tiene escrita una frase, ¿la
ves? "Sin mí, la oscuridad". A partir de ahora, quiero que te
proteja a ti. La niña le da un beso.
Y especifica Simón Rodríguez Tagle en Consideraciones sobre la
técnica del violín:
Este pequeño pedazo de madera hecho con pinabete, se le
adaptó al violín casi desde un principio con el objeto de
poner más aún en contacto las vibraciones que produce la
caja y dar mejor calidad al sonido. Según el ajuste y
colocación del alma en el violín, es el buen o mal sonido
que produce el instrumento.
Pero el alma es más que eso.
Se dice, y no hay razón para no creerlo, que Niccolò Paganini
impregnó de su propia sangre el alma de su violín. Que no le bastó el
sonido sublime de aquel Guarnerius del Jesù, sino que hubo que
dotarlo de vida.
Se dicen más cosas.
Que la última parte de un violín en la cual un luthier se esmera, es el
alma. Que cada pieza del instrumento la acomete con fruición, como
si lo que en realidad estuviese armando fuesen las partes de un
cuerpo humano, pero que cuando llega al alma se queda atónito. Que
no comprende el misterio, así sea que lo haya hecho doscientas o
trescientas veces. Y no a causa de que sea hombre de escasa fe —
después de todo, los luthiers salmodian y lanzan jaculatorias al cielo
en sus ratos de ocio—, sino porque sabe que ese es el punto exacto
en el que la música y la técnica se dan la mano.
Hubo quien se hizo rico a costa del alma de los violines. (En el
mercado negro, el alma de las violas, los violonchelos y los
contrabajos está en perpetua baja.) Luthier de oficio, pillo de corazón,
Karl Jensen, cuyo nombre no figura en historia de la música alguna,
tuvo la dudosa fortuna de vivir alrededor de 100 años. Esta
longevidad le permitió ser amigo de violinistas celebérrimos, como
Wieniawsky, Vieuxtemps, Spohr, Auer, Bruch, Sarasate, y asistir a los
funerales de algunos de ellos. Pues bien, se presentaba en la capilla
ardiente, se postraba atravesado por el dolor y la desesperación, se
acercaba al violín, y, en un movimiento veloz y preciso en el que nadie
reparaba —y cómo, sí los deudos lloraban a cántaros—, le extraía el
alma, que más tarde iba a dar a las manos de un coleccionista. (Pocos
saben esto, pero Rothschild llegó a tener en su poder 33 almas de
violines, con la esperanza de obtener un sonido prodigioso en su
intento de ser violinista; nunca pasó de notas desafinadas e
inconexas.) Esto significa cuando menos dos cosas: que por ahí andan
algunos Stradivarius sin su parte esencial y que hay hombres que se
apropian del alma de otros hombres, sin ser necesariamente
demonios o vampiros.
Un tópico más sobre el alma de los violes es que estas almas no se
van al paraíso ni al infierno, ni menos al previsible limbo; por el
contrario, terminan sus días en un álbum integral de las obras de
Paganini, o en un museo de historia de instrumentos musicales ‐como
el que unos cuantos despistados visitan en la ciudad de Bruselas—, o,
acaso, en un libro de poca monta —como éste que ahora mismo tiene
usted en las manos, supuesto lector.
LOS PEDALES
ATISBOS MUSICALES
para Mar
Las cinco líneas del pentagrama conducen el sonido. Basta con
aproximarse al papel para escuchar el silencio.
•
Es más sencillo aprender las nocas que aprender las letras. Porque la
música se trae en la sangre; es decir, antes que articular palabra ya
seguimos el ritmo de nuestro caminar, que sigue el ritmo de nuestro
palpitar. De hecho, lo más bello de las letras es su sonido. Es
suficiente con pronunciarlas para que de inmediato la música se
manifieste.
•
Aprender música es recordar.
El racismo ha permeado hasta la esencia misma de la música. ¿Acaso
las notas no se dividen en blancas y negras? Desde luego, su carácter
no es igual. Las negras son rápidas, rotundas, les gusta que las cosas
se resuelvan de inmediato; las blancas son lentitas, su existencia
transcurre en las aguas de la parsimonia. Mas cuando una negra y una
blanca se juntan, aquella música deviene linaje.
Los niños se advierten como peces en el agua cuando tocan un
instrumento. Les sienta bien. No importa el instrumento de que se
trate. A aquel niño le va de maravilla el clarinete, a aquel otro el
chelo, a éste el piano. Es el mejor modo, por no decir el único, de
soportar a un niño. Porque si se les pone a pintar, terminan
embarrando todo en torno; si, en cambio, se les facilita un lápiz para
que escriban, le sacan un ojo al vecino, y ni qué decir si se les
proporciona un martillo y un cincel.
Aun en la música marcial más severa, asoma sus narices el
romanticismo. Se escucha aquella música, y de inmediato se desea el
arma en la mano.
Las redondas son las notas mejor alimentadas. Representan la
obesidad en la música. Y asimismo se comportan. En lo que una negra
hace cuatro movimientos, las redondas hacen uno solo. Y encima se
destacan de inmediato. Aun sin saber el lenguaje escrito de la música,
pídasele a cualquier persona que señale una redonda —la nota más
obesa, ordénesele—, y en el acto pondrá su dedo sobre aquella
gordita.
•
Consternado e incrédulo, Paganini se miraba las manos después de
cada concierto. Él mismo no se explicaba semejante prodigio. Muchas
veces se vio tentado a mutilarse el dedo cordial de la mano izquierda
y arrojárselo a los envidiosos.
•
En plena adolescencia, Klara Schumann recibió un original de
Schubert. Quién habría de decirlo. Schubert, que en vida las mujeres
le huían por su nulo atractivo varonil y franca torpeza. Cuando Klara
tuvo en las manos aquel manuscrito, se sonrojó y momentáneamente
perdió el habla. Considerada la mejor pianista europea no salía de su
consternación, como si lo que tuviera consigo no fuese un original,
sino al hombre mismo.
•
Como todos los hombres, Robert Schumann rogó de rodillas, cuando
su vida se debatió entre la poesía y el arte del sonido, rogó porque la
música lo hiciera suyo. Más tarde, rogo a Klara porque aceptara ser su
esposa —ruego que se extendió al imbécil de su futuro suegro,
Ferdinand Wieck—. Y no contento con eso, se arrodilló tanto para
rogarle al Rin que le revelara la cara de la muerte, que el río lo
engulló; aunque algún impertinente le salvó la vida, tal vez envidioso
de aquel manjar.
Como le sucedía a Felicitas, la esposa de César Franck, que solía
quedarse dormida mientras su mando tocaba el órgano, Brahms no
pudo contener el sueño cuando el gran Liszt decidió tocar para él.
Desde entonces, existe un somnífero en Hungría que lleva el nombre
de Franz Liszt.
UNA NOTA MUSICAL AL MARGEN
para Víctor Pavón
En lo que compete a su impresión, la música ha sufrido derroteros
muy distintos de la palabra escrita. Cuando menos hasta el
advenimiento de la computadora, los libros de música —desde luego
no me refiero a los libros especializados en música, sino a las
partituras‐ eran producto de la manufactura; es decir, que su
elaboración se hacía a mano. Existía un oficio llamado de los copistas ‐
¿quedará por ahí alguno de estos señores, héroes de la paciencia y la
precisión?—, que en mucho recordaban lectores de manuscritos
sagrados o cuando menos crípticos. Tales individuos solían recibir a
sus clientes en el taller, una especie de santuario dedicado al
desciframiento y escritura manual de la música escrita. Para llevar a
cabo esta tarea, los copistas se valían desde lupas con luz propia
hasta de un piano vertical, lo que les permitía tocar aquella música
cuando de plano resultaba ininteligible a la vista —hay que aclarar
que no cualquier copista se tomaba esta libertad, mucho contaban
oído e intuición en la realización de su empresa—. También era
común ver manguillos de pluma de los más diversos calibres, así
como tintas de importación, gomas de borrar, hojas de rasurar —para
cuando la goma resultaba ineficaz, nada mejor que raspar aquella
nota hasta hacerla desaparecer— y veintenas de grandes hojas de
papel pentagramado.
El proceso era de lo más sencillo para platicarlo, pero de lo más
complicado para realizarlo. De pronto, un compositor llamaba a !a
puerta. Para esto no existía nada de la previa cita, simplemente se
presentaba con un legajo de música bajo el brazo. Necesito imprimir
esta sinfonía, por favor, me urge. Y el copista, antes que ninguna otra
cosa, se enfrascaba en una revisión somera de aquellas hojas, porque
había que ver el mejor camino para discernir el galimatías, pues
dichos originales dejaban muy atrás los más caóticos y mugrosos
salidos de la mano de un escritor. Las notas se encimaban entre sí o
se corrían medio milímetro para la derecha, o medio milímetro para
la izquierda —lo cual, en música, echa a perder todo—, o por
añadidura llevaban media página pautada en cada hoja; en fin, todo
esto representaba la faena cotidiana para el copista. Lo notable era
ver su trabajo concluido. Qué belleza, qué pulcritud. Todo lo que
antes era descuido y desorden, él lo transformaba en obra de arte a
la vista. Nota por nota escribía aquella música, signo por signo
copiaba codo con respeto y comedimiento, faena que dejaba muy
atrás la simple paga, que, dicho sea de paso, jamás fue abundante. De
esas hojas ya absolutamente perfectas —parecían hechas por
maquinaria especializada— sobrevendría la música impresa y lista
para su interpretación, primero, y para su venta, después. Hoy día no
es posible explicarse un trabajo de esa naturaleza. Como cualquier
arte, se requería mucho más que buena voluntad para su
elaboración.
EL CLARINETE
a la memoria de Tacho Flores
Quien ha escuchado un clarinete, lo hará suyo por el resto de sus
días.
Es como si el sonido del clarinete formara parte de los sonidos de la
naturaleza, que desde siempre han acompañado al hombre en su
travesía. Tal vez por eso, los avezados y fanáticos —que en algún
extremo se tocan— sostienen que la voz de Cristo habría semejado la
voz de un instrumento de viento, tal era su dulzura y persuasión —de
ser así, aquella emisión sonora habría estado hermanada con el
clarinete, por ser el resto de los sonidos de dichos instrumentos
demasiado agudos o demasiado graves. Y no se precisa ser creyente
para coincidir en esto.
Si bien hay quien contrapuntea que Mozart y el clarinete fueron
vecinos de cuna, la verdad es todavía más luminosa. En sus
postrimerías, Mozart se hizo amigo de un clarinetista respetado:
Antón Stadler, mismo que, por cierto, en mucho contribuyó a
enriquecer el mecanismo del clarinete. Pues bien, el afecto que se
tendió entre Mozart y Stadler fue no sólo inmediato sino profundo, al
punto de que el divino ‐que hasta antes había mirado con cierto
desinterés al clarinete‐ se empeñó en extraer los mejores jugos del ya
muy pronto celebérrimo instrumento. Compuso para él —¿para su
amigo, para la inmortalidad del clarinete?—, el Concierto K 622, que,
junto con el de Copland, acaso es lo más bello que se ha escrito para
esa dotación; el Trío para clarinete, viola y piano K 498, llamado de
Los Bolos, que significó para Mozart una obra de descanso en medio
de una terrible crisis financiera y anímica, y el Quinteto para cuarteto
de cuerdas y clarinete K 581, obra maestra sublime, que, al lado del
de Brahms, resguarda la entrada al paraíso.
Desde luego hay más cosas que agradecerle al clarinete —¿es
posible eso, agradecerle algo a un instrumento?, por supuesto que
sí—, y son dos: el afecto profundo que se tendió entre Brahms y
Richard von Mühlfeld, clarinetista sobredotado. Brahms —que hasta
entonces había mirado con cierto desinterés al clarinete—, se
empeñó en extraer, una vez más, los mejores jugos del ya en ese
momento, gracias a Mozart, supremo instrumento de aliento. Hay
que hacer hincapié en esta feliz coincidencia, en la que el clarinete
representa el vínculo entre dos amigos, en que gracias a él coinciden
almas afines y se crean obras maestras para beneficio de la
humanidad —así sea de unos cuantos, que el gozo es mayor—. Y, en
consecuencia, lo otro que habrá de agradecérsele al clarinete: las
composiciones de Brahms para el instrumento, y que son su Quinteto
para cuarteto de cuerdas y clarinete opus 115, su Trío para piano,
clarinete (o viola) y violonchelo opus 114 y sus Dos sonatas para piano
y clarinete (viola o violín) opus 120.
¿Alguien podría pedirle más a instrumento alguno?
Pero aún restan unas líneas. El máximo clarinetista mexicano, a
decir de los que de esto saben, es Anastasio Flores, Tacho, ya muerto,
jalisciense de origen nacido en los Altos. Se dice que de su bolsillo
pagaba cuartetos para tocar los quintetos de Mozart y de Brahms, y
que todavía hoy, a más de 50 años de aquellas veladas, hay quien las
recuerda con emoción y entusiasmo.
Y para rematar, cómo no mencionar a Benny Goodman, que con
igual maestría tocaba Glenn Miller que Johannes Brahms. Uno más
que no cree en la división genérica de la música.
LA ORQUESTA
Es un grupo de instrumentistas que se reúne para hacer música, y
cuyo número fluctúa entre 90 y 100. Lo más notable de esta dotación
es que el sustantivo de orquesta se asume independientemente de
que haya o no músicos; músicos no, pero instrumentos sí. Si se
tomase una panorámica donde se viesen los instrumentos sobre el
lugar que les corresponde, aunque no apareciera un solo músico, bien
podría intitulársele: "Orquesta Sinfónica Nacional", y ni quien
protestase.
Una orquesta puede conducirse con o sin director, dependiendo de
lo familiarizada que esté con la obra, del patronato u organismo
público encargado, que por las razones que se quiera desea favorecer
a una persona, o simplemente de que haga taita un blanco donde
arrojar los dardos.
Pocas pruebas como las que pasa un director la primera vez que
pone un pie en el pódium —presentarse en el Congreso es cosa de
dar risa‐. Porque una orquesta es como un grupo escolar de
adolescentes de secundaria, pero más desquiciante —para la
autoridad— por su dosis de experiencia cuando no de vejez. La
primera tarea es buscarle un apodo a ese director ‐peor entre más
joven‐ lo más apegado posible al reino animal. En cosa de instantes ya
lo sabe hasta el bibliotecario (que nunca está en su lugar de trabajo).
El siguiente paso es desafinar, primero en forma sutil y luego
descarada; después entrar fuera de tiempo, siempre con la idea de
que todo mundo se percate menos quien dirige. Por último, y antes
de que el efecto se pierda —digamos que una semana es buen
tiempo, se le hará saber al director ‐hay mil modos de hacerlo sin
arriesgar el pellejo‐ el mote que se ha ganado.
Los atrilistas de una orquesta tienen sus compositores favoritos,
pero no se piense que por el lado de la belleza sino por el de la
comodidad. Por ejemplo, entre los más odiados está Wagner. Cuando
se ve venir aquella tetralogía, los músicos protestan airadamente
porque Wagner les significará que se lleven la música a casa y que
estudien en sus horas de descanso —una orquesta suele ensayar
entre cuatro y cinco horas, tres veces por semana, aparte de las
presentaciones en público—, cosa de la que cualquier músico, con la
cabeza bien puesta sobre los hombros, reniega. ¿Por qué, si ese
tiempo lo puede aprovechar leyendo la nota roja o la sección de
espectáculos, mirando la televisión, dando clases o caminando por el
parque? De ahí que los sindicatos de músicos estén tomando cartas
en el asunto, y cada vez se considere más añadir una cláusula a los
contratos colectivos de trabajo en que se prohiba la interpretación de
música que rebase un estándar de dificultad.
No siempre, pero la orquesta se quita un peso de encima cuando
acompaña a un solista. Entonces todos bendicen la participación de
aquel músico, porque la mentalidad del director se centra en que el
acompañamiento suene lo suficientemente terso y discreto para que
no tape a nadie; no perturbar sino reforzar al solista, pareciera ser la
única misión orquestal, que la masa sonora dé la sensación de
levedad y de casi ausencia, evitando al máximo cualquier
protagonismo. Cosa que no siempre se logra.
Cuando una orquesta afina es el instrumento de Dios.
Los integrantes de una orquesta suelen dividirse en partes Iguales
en lo que se refiere a los sexos, que es decir siete mujeres por cada
hombre. Esto provoca conflictos que van desde el extravío de
partituras hasta la quiebra "accidental" de arcos y atriles o, de plano,
mensajes en papelitos —hay mujeres que han recurrido a los
avioncitos—, que llegan exactamente a las manos del director, del
jefe de personal o del representante sindical, en los que se denuncia
tal o cual agravio, generalmente inventado y producto del despecho.
Pero esta proporción de 7 a 1 tiene sus ventajas para el apetito
insaciable del músico. No es difícil encontrarse a un modesto
fagotista que posee siete casas de las llamadas chicas y que hace de
su vida un verdadero tramado shakesperiano para tenerlas a todas
contentas. Cuando los directores quieren que su orquesta suene
óptima, intervienen para que aquel oscuro fagotista gane siete veces
más. Por estas anomalías —que además no son mal vistas por la
gente que asiste a las salas de música, cuando por alguna razón se
corre la voz—, hay orquestas formadas únicamente por personas del
mismo sexo, lo que, por más caución que se guarde, genera otro tipo
de problemas, o de alegrías, cada quien, los cuales se incrementan
durante las giras.
BEETHOVEN
para Diana Violeta
Por las tardes, después de arduas sesiones de trabajo, el viejo sordo
emprendía largas caminatas. A veces por calles nutridas de gente ‐
entre más se sabía admirado, más repudiaba esa sensación—, a veces
por sombríos bosques vieneses. Amaba, sobre todo, aquellas tardes
en las que sobrevenía la tormenta. Entonces se erguía aún más, como
si su cuerpo desafiara el agua pertinaz e inclemente. Sentía las gotas
escurrir por su rostro. Cientos de gotas que dejaban un camino
caprichoso en aquellas facciones alejadas de la belleza. Su abultada
cabellera —de la que siempre estuvo orgulloso— se empapaba hasta
mojar el cuello del abrigo y, de pronto, las solapas. Miraba al cielo
constantemente. Urdía dónde se produciría el próximo relámpago.
Contenía la respiración unos segundos. No escuchaba el trueno, pero
veía aquel zigzag eléctrico, que iluminaba la honda noche, tal como su
música iluminaba los corazones desolados. Con las manos en la
espalda, caminaba por horas. Hasta que decidía regresar. Sus pasos
eran zancadas, lo que le permitía avanzar a velocidad desusada. Era el
ritmo de su ímpetu creador lo que dictaba ese compás. Por fin
alcanzaba la puerta de su casa. Entonces se volvía y contemplaba,
entre el agua que caía a torrentes, la sucesión de obstáculos que
había dejado atrás.
EL AFINADOR
Tiene preferencia por los pianos, pero no es pianista. Pasa los dedos
por el teclado y diagnostica —si hubiese médicos musicales, él
ocuparía el primer puesto.
Todavía ayer, permitir la entrada de un afinador a casa constituía un
ritual. Se le consideraba un hombre privilegiado, que se ganaba la
vida a base de escuchar pormenorizadamente nota tras nota hasta
lograr la afinación perfecta. Ser testigo de aquella proeza también era
un privilegio. El anciano —porque siempre era un anciano‐ se
inclinaba sobre el piano, manipulaba su herramienta, pulsaba la
misma tecla, es decir, todas las teclas, decenas de veces, sin reflejar
agotamiento ni desesperación. Transcurrían cuatro, cinco horas,
hasta que por fin se sentaba frente al teclado, tronaba sus dedos y
tocaba escalas formidables. "¡Listo!", musitaba.
Hoy, el técnico coloca en las cuerdas las terminaciones nerviosas de
su afinador digital, pulsa las teclas y sigue las instrucciones de su guía
y patrón.
SCHUBERT
para Citlalli Fuentes
Proclive a los vinos y al amor —siempre y cuando fuera trágico, el
compositor romántico por antonomasia era célebre en Viena por su
vertiente melódica y su devoción por Beethoven. Solía caminar unos
cuantos pasos atrás de su admirado, con tal de contemplar aquella
figura de un metro sesenta y tres perderse en la magnitud de la
noche. Entonces regresaba a la casa de alguno de sus amigos —en
bancarrota perpetua, no podía ni pagar un cuarto—, se sentaba al
piano, y de su cabeza fluía una cadena interminable de melodías. Ya
había visto al Sordo, ya podía componer sin que mediase
preocupación ninguna; ni siquiera la sífilis perturbaría esta dicha de
crear, que para él era esta dicha de vivir, y que a los 31 años cerraría
sus ojos.
LOS CORALISTAS
No son, por desgracia, quienes suelen espiar a mujeres que llevan por
nombre el de Coral, ni los que hacen de los corales sus jardines
favoritos para bucear, ni menos los que pintan de coral sus casas.
No.
Los que saben de esto así le nombran —les nombran— a quienes
cantan en un coro —música coral, por ende. Y ya con eso está dicho
todo, porque si se les denominara coristas alguien podría
contundirlos con aquellas vedets que lo mismo eran capaces de bailar
mambo con gran propiedad de ritmo, estilo y sabor, que de subir al
escenario como ángeles custodios de un mago, simplemente para
invitar al público a aplaudir en el momento en que el éxito de un
truco depende del aplauso sostenido; esto lo logra(ba)n mediante
finos y cadenciosos movimientos de los brazos, o de las alas, en su
defecto.
Coincidamos, pues, en que coralista es el que canta en un coro, o la
que canta, en virtud de que todo coro que se respete —como toda
colectividad humana de tres o más miembros— está integrado por
hombres, mujeres y gays. Aunque habría que precisar que así como
hay de tríos a tríos y de orquestas a orquestas, hay de coros a coros, y
que musicalidad y afinación sería lo primero que habría de tenerse en
cuenta, y no caras bonitas —o simpáticas— y movimientos
voluptuosos ‐que mucho influyen en la contratación inmediata del
coro que los ostenta.
Aquí también cuenta el gusto del director, pues —bueno, estoy
pensando en el caso de artistas verdaderos, no de quienes se
presentan en los "musicales" o "especiales" al estilo neoyorkino,
salvadas las diferencias—, pues es una lástima que se desperdicie la
enorme potencia de un buen coro en canciones de indecible
vulgaridad, por más que se quiera justificar el tan llevado y traído
pretexto de lo popular. ¿O acaso una soprano no se sentirá frustrada
para que tras largos años de estudio su voz se extravíe en piezas de
bajo calibre, por muy aceptadas que sean?, ¿no pasará lo mismo con
un pianista que se prepara años y que se ve forzado a hacer
concesiones y tocar "Las Mañanitas" en público? ¿O quizá aquella
soprano reflexione como el escritor, que no hay mal tema si de
escribir se trata? ¿No hay, entonces, canción reprobable si es
acometida con técnica e intensidad expresiva? Lo ignoro, pero yo
apelaría a la cultura del director —de haberla, ¿por qué tendríamos
que conformarnos con el 'gusto' ?—. Y aquí cabe preguntarse si este
hombre bien intencionado no verá en el coro lo que el atrilista en su
instrumento: entre más fácil y pegajoso aquello que se toque, mejor;
más tiempo tendrá asegurada su chamba y menos tiempo le invertirá
al estudio. Así las cosas, resultará mucho más cómodo y redituable
tocar piezas insignificantes que obras maestras breves —y de que las
hay, las hay; basta con pasar lista al repertorio Brahms; que si
estuviésemos hablando de los coros del Requiem de Verdi o del Boris
Gudonov de Moussorgsky, estas líneas ni siquiera vendrían a cuento.
EL COMPOSITOR
De todos los creadores, el compositor es el único que recibe ese
nombre, tan cerca de lo imposible. Aunque bien podría denominarse
"musicor", pues su trabajo es hacer música, no componerla, toda vez
que por componer se enriende la reparación de algo que está
descompuesto. Si así fuera, no habría habido compositores después
de Bach; mas si se habla de que el compositor se dedica a reparar
música, sea la suya propia o la de su peor enemigo, entonces ya se
está en el camino correcto.
Acaso los compositores son los más modestos entre los artistas. Por
una sola y llana razón: su trabajo ‐que tiene como eje esa extraña
forma de manifestación cardiaca que recibe el nombre de ritmo‐, el
trabajo de un compositor consiste en sudar un poco ‐no tanto como
para perlar la frente o empapar las axilas‐ y vaciar ese universo de
sonidos que arropa en su interior y que le urge parir. Dicha música,
que en su estuche‐cabeza‐corazón se conserva en estado de gracia,
pura como un diamante, al punto de que le basta con tener papel
pautado a la mano ‐cuando sabe notación musical, porque cantidad
inagotable de compositores ha habido, y habrá, que se sienta ante el
teclado o toma la guitarra o el saxofón, y comienza a entretejer
melodías hasta quedar él mismo estupefacto.
Decía que dicha música parece más una fuga de su red circulatoria,
que un producto intelectual acabado ‐como sería la palabra escrita‐,
tan asombrosa es su fluidez y frescura. Toda creación artística, en su
momento de elaboración, palidece al lado de aquel compositor
descubierto en la misma faena. Las melodías se van empalmando
unas con otras o, mejor aún, interactuando entre sí, hasta crear
nuevas formas —que el día de mañana alguien jurará haber
escuchado en la otra vida; digo que así son de naturales y
espontáneas—. De ahí que los compositores no requieran de musa,
inspiración, ángel guardián o cualquier otro símil. Desdichados ellos,
a quienes las mujeres parecen no hacerles mella; desdichadas ellas
—también las compositoras existen—, a quienes su marido somete
de cualquier modo, con o sin trabajo musical de por medio.
Pero ahí apenas comienza la tarea del compositor —que en suerte
le tocó llevar alegría y alivio al corazón de los desvalidos, porque su
verdadero dominio del arte lo volcará en estructurar aquellos
sonidos, en amasar la pasta sonora hasta darle un peso especifico, tal
como lo tienen los componentes del agua, trátese de un charco, un
río o un océano. Ésa es la música cuando pasa por las manos de un
compositor solvente, que quien la escucha es capaz de sumergirse en
aquel río y salir calado hasta los huesos, renovado.
Los compositores también podrían recibir el nombre de
silenciadores, pues un buen artesano de la composición es aquel que
lleva el silencio a su altura más insospechada ‐que, ¿habría que
insistir?, eso y no otra cosa es hacer música: la combinación feliz del
sonido y el silencio, o, mejor aún, el arte sagrado de nombrar al
silencio.
EL METRÓNOMO
Sirve para marcar el compás. Los músicos lo usan para no adelantarse
ni atrasarse a las exigencias rítmicas del compositor. Puede ser de
reloj —es decir, con un mecanismo de reloj a base de engranes—;
digital, esto es de cuarzo, o bien de carne y hueso, cuando las
palmadas del maestro marcan el compás —que un buen alumno se
empeñará en violentar, pues seguramente el ritmo interior de ese
joven irá más lento o más aprisa, por encima de lo que haya
especificado el compositor, trátese de quien se trate.
LOS TRÍOS
Se dice del trío que es feliz y transgresora combinación. Que quienes
participan en un trío, difícilmente se dejarán embaucar por las
apócrifas palabras del amor. El solo hecho de estar en un trío
constituye no sólo una violación a la normatividad pequeño‐burguesa
que rige las relaciones entre los seres humanos, sino el mejor modo
de pulverizar la propiedad de unos sobre los otros, pues, ¿quién
apetecería ser dueño de dos personas al mismo tiempo si una sola
provoca tantos dolores de cabeza?
No era el deseo de quien esto escribe hablar de este tema, pero la
sola escritura de la palabra trío trastoca y trastrueca el sentido de las
cosas, y relega a segundo plano lo que en realidad debería estar en
primerísimo término; el trío musical en su forma más socorrida, que
es la de violín, piano y violonchelo.
Acaso una de las dotaciones más felices.
Para quienes gustan de ese diálogo acerbo entre el violín y el
violonchelo, que se entreteje en los cuartetos de cuerdas, o para
quienes se deleitan con la majestad del piano y el violonchelo, o la
contundencia del violín y el piano, el trío garantiza un océano musical
de suave y delicada navegación.
Generalmente, los grandes autores han sido proclives a los tríos.
Mozart tenía especial predilección por ellos, y ni qué decir de
Beethoven, que vivió la experiencia multitud de veces, lo cual
también podría asegurarse de Schubert, Mendelssohn, Schumann y
Brahms —en especial Schubert y Brahms se vaciaron en los tríos.
Los rusos también tienen lo suyo. Muy destacado el de
Rachmaninov, cuyo Trío Elegiaco compuso a la muerte de Chaikovski,
y que es tan sublime como desgarrador.
Aunque hay tríos que figuran en el corazón mismo de la música, y
los cuales niños silban aun antes de pronunciar sus primeras palabras,
como aquel de Dvorak, y que lleva en la portada el sobrenombre de
Dumky, es tan prodigioso este trío, que cuando sus integrantes se
reúnen, los profanos suelen espiarlos desde la calle o la habitación
contigua. A ver quién entra primero, quién enseguida y quién al
último.
Curiosamente, el más célebre trío entre los tríos, que es El
Archiduque de Beethoven, y que como su nombre lo indica fue
compuesto para el Archiduque Rodolfo), gran benefactor del viejo
sordo, es el menos sólido de los célebres entre los célebres. Su
segundo tiempo, un andante reblandecido como un almohadón de
plumas, recuerda en mucho el segundo tiempo de la sonata Kreutzer,
también de Beethoven, y que, resuelto en variaciones, es otro
andante de esos que bien pueden escucharse a la hora de conciliar el
sueño para evitar el insomnio.
En cuanto a México, habría que pensar en el Trío Romántico de
Manuel M. Ponce, y para cuya factura el compositor no se inspiró
precisamente en la relación que mantenía con Carlos Chávez y Julián
Carrillo.
LOS GÉNEROS
para Guadalupe Valdés Saucedo
¿Por qué todo tiene que dividirse en géneros? Si la realidad rebasa
notablemente las parcelas esquemáticas que los estudiosos proponen
y llevan a cabo. ¿O no un hombre tiene mucho de mujer?, ¿o no a un
hombre le va estupendamente bien la cola de caballo o el arete en la
oreja? Y una mujer, ¿acaso no se ve espléndida con el pelito corto, o
al rape, pantalones y botas o, de plano, saco y corbata?
Tal vez sea la mezcla de los géneros, la transgresión de unos en
otros lo que resalte tan fascinante.
Por ejemplo, sólo a los dueños de las librerías —por evitarse
confusiones al momento de acomodar los libros—, editores y
maestros de secundaria —o de licenciatura, que es lo mismo— les
interesa seguir dividiendo la literatura cuando menos en poesía,
narrativa, ensayo y creación dramática, cuando no se trata más que
de la palabra escrita arropada bajo diferentes mantos, pero que al fin
y al cabo revela las mismas obsesiones del autor—si se leen los
poemas, cuentos y novelas de Bukowski o los poemas, narraciones y
guiones dramáticos de Tennessee Williams, será clarísimo el mismo
pasmo, la misma pasión por desentrañar la condición humana, cada
uno a su manera, cada quien con sus propias herramientas y su
propio lenguaje, pero ahí está.
Y lo mismo sucede con la música.
Aclaro que aquí y ahora no se está hablando de la dificultad técnica
en lo que a la interpretación de la música se refiere, ni en cuanto a su
riqueza tímbrica o el despliegue de su pasca sonora, sino de otra cosa
igual de importante: la emoción que la música produce.
Yo de verdad no distingo diferencia alguna entre los ojos de
arrobamiento de quien escucha el concierto Emperador de
Beethoven y de quien oye "Imagine" de John Lennon, o la expresión
de embeleso de aquel que está prendido con La gran partita de
Mozart o de quien pierde todo dominio sobre sí con "Los caminos de
la vida",
La división de la música en géneros la inventan quienes no se
encargan de hacer la música ni de tocarla para sus semejantes. A
quienes hacen la música —que asimismo es tocarla, una forma u otra
les va mejor para expresar el mundo que bulle por dentro. Y hasta
ahí. Pues la música permea en igual medida al receptor, cuando de
este lado hay humildad y entusiasmo —que casi siempre los hay; de
ahí lo insólito de toparse con alguien incapaz de escuchar música o
que, de plano, la odie.
Estoy firmemente convencido de que para justificar la mediocridad,
el hombre crea jerarquías en todo lo que le rodea. Sin importarle las
consecuencias, ¿o no lo primero que se pregunta de un perro es su
raza, como si esto fuera prueba de la bondad del animal? No han
cambiado en nada las cosas desde el medioevo, cuando la jerarquía
entre la Iglesia o entre la nobleza delimitaba el destino de los
hombres. Quienes defienden ‐y lo hacen gustosamente‐ la división
genérica en el terreno de las artes, en general, y de la música, en
particular, son peligrosamente dados a la intolerancia. Aunque ni
siquiera lo hayan pensado.
EL SOLFEO
No porque la palabra sea horrenda y en cambio podría ser "solbello",
más bien por tratarse del único matrimonio gay en la historia de la
música ‐hasta donde se sabe‐, conformado por el sol y el fa, es que
los alumnos se resisten a estudiarlo; "mañana repasamos", responden
cuando el maestro los conmina a solfear. Pero eso no es rodo, apenas
ayer el solfeo se estudiaba en un libro llamado El solfeo de los solfeos,
que es un modo de decir el feo entre los feos.
LOS TARTAMUDOS
Llegará un día en que los compositores escriban música coral para los
tartamudos. Ya sucedió, aunque no hubo imitadores, o cuando menos
no hasta ahora. Johannes Maximus Schummacher compuso una
cantata para tartamudos. La intituló El castigo, y consistía en que los
pecadores expiaban sus culpas tartamudeando al cantar, cuando
precisamente lo que querían era cantar como los ángeles para la
obtención del perdón eterno. Por cierto, esta cantata siempre logró
un éxito impensado, pues el auditorio abandonaba la sala
felicitándose por haber escuchado a unos cantantes que de verdad
fingían tan bien ser tartamudos. Lo que no sabían es que en verdad lo
eran.
LA CEREMONIA
La disfrute o no, no hay músico —cuando menos de la llamada
música clásica— que no se vea obligado a ser partícipe de la
ceremonia, asunto que cuando menos consta de tres partes:
a) los aplausos;
b) las caravanas, y
c) la ropa de etiqueta.
Los aplausos. El único criterio para aplaudir habría de ser el que
dictara el entusiasmo por aquel movimiento, y no sólo aplaudir,
correr hasta el escenario y besar al artista.
Cada vez los aplausos se escuchan más —ahora hasta se
acostumbra aplaudir la presencia del concertino cuando se incorpora
a la orquesta.
Los aplausos se escuchan con singular denuedo, aunque cantidad de
veces —dado la excesiva prolijidad del acto— no se sabe si se está
aplaudiendo la belleza de la pianista o la gesticulación tragicómica del
director. Uno se imagina a la gente poniéndose de acuerdo antes de
entrar al concierto; "Vamos a aplaudir hasta que el techo se venga
abajo", o "vieja el que no aplauda", o "que se me pongan rojas las
manos como cuando jugaba bisteces". Aunque los únicos aplausos
bienvenidos son los que se producen entre un movimiento y otro,
pues siempre es satisfactorio volverse a mirar a la persona que
cometió el acto y acompañar con una sonrisa su gentil
espontaneidad.
Cuando menos hay una clase de aplausos que no ha cundido,
porque hasta el momento ‐y hasta donde se sabe‐ no ha habido cal
iniciativa —insisto, en la música clásica, buena, culta, o como usted
guste o mande—. Se trata de los aplausos, o palmadas, mejor dicho,
que acompañan un ritmo. Quién sabe cómo se habrán tentado el
corazón las amas de casa para no aplaudir, por ejemplo, durante el
último movimiento de la Séptima sinfonía de Beethoven o el postrero
de la sonata Kreutzer, también de Beethoven. Es de imaginarse la
cara de los intérpretes si esto sucediera. Y una cosa más sobre los
aplausos. Dicen quienes de esto saben, que los aplausos constituyen
el alimento del artista, y uno se pregunta cuán mal habrá tocado
Paganini a quien los aplausos parecieron no satisfacer su apetito. Tan
flaco era.
Las caravanas. No hay nada más grato que aplaudir a un artista
cuando nos ha quitado el habla de la boca; acaso es el mejor modo de
demostrar nuestra admiración, tanto que creemos inmerecida la
caravana que nos dispensa. ¿Pero, de verdad se sabe lo que hay atrás
de este acto aparentemente tan exento de malicia?
Haya tocado como haya tocado, el músico hace una severa
caravana al momento de agradecer los aplausos. Entonces aquella
salva es como la voz tonante de Dios, que le respondió a Moisés: "Yo
soy el que soy".
Pero las caravanas tienen más secretos. Como si el sólo hecho de la
genuflexión, transportara a aquel músico a la época de la Ilustración
—o incluso más atrás—, en que no era posible mirar de frente al
soberano, ni antes ni después del concierto, y que lo mejor para
evitar su disgusto era no despegar la vista del suelo.
Aunque también hay los músicos que se inclinan a modo de
agradecimiento. Los menos, ciertamente, han dado todo lo que
tienen de la mejor manera posible. En estas circunstancias, agacharse
equivale a poner la testa, tal como el toro, para recibir la estocada
mortal ‐pues a veces las reacciones del público son más
desconcertantes que la obra misma—, o bien, cuando el artista
padece calvicie, se agacha para que el público se percate de todos los
sacrificios que ha tenido que llevar a cabo para tocar como toca.
La ropa de etiqueta. Es la parte más rígida del ritual ‐y que en la
música grupera equivale al traje de norteño, y en la rockera al tatuaje,
y en la... —, pero ciertamente insustituible, pues implica una suerte
de preparación solemne, como el sacerdote cuando se dispone a salir
a cuadro. No hay solista, es más, no hay atrilista de orquesta sinfónica
en cuyo clóset no cuelguen cuando menos dos fracks, uno de los
cuales bien podría usar para la ansiada boda, nunca se sabe —esto
obliga a pensar en la severidad de tal costumbre (sobra decir que
bienvenida), ¿o acaso no resulta inconcebible una orquesta con
músicos en tenis, cosa que a estas alturas no causa ningún escándalo
si el portador de los adidas es el novio ante el altar?
Las mujeres tienen más libertad en cuanto al vestuario de etiqueta;
inclusive pueden o no llevar ropa interior. Y todo el mundo feliz.
LOS INSTRUMENTOS DE VIENTO
"Como músico de pueblo, en mear y templar se le va el tiempo", reza
un dicho que alguna vez le oí decir a una anciana y que me absolvió
de todos mis pecados. Tan luminoso me pareció, porque es cierto. El
violinista se pone el instrumento al cuello y se inicia aquel reacio y
complicado proceso. Quienes lo miran, armados de paciencia, saben
que se avecina una prueba de fuego. Pasa el arco por la cuerda de la,
enseguida por dos cuerdas simultáneamente, por las de la y re, luego
por las de re y sol, y, por último, por las de la y mi. Mientras hace
esto, siempre de pie, sin dejar de aflojar y apretar, suave, muy
suavemente, las clavijas de las cuerdas, su cuerpo se mueve como si
fuera un muñeco de madera articulado, incluso se desplaza de un
lado a otro en un perímetro minado de un metro cuadrado. Insiste así
hasta el cansancio —cuando ya todo mundo no sabe qué hacer con
sus oídos, porque este acto lo lleva a cabo el maestro únicamente
Cuando hay testigos—, hasta que por fin da con la afinación exacta.
En ese momento su expresión se ilumina. Justamente es la
iluminación de su rostro cuando orina.
LAS CUATRO EVASIONES
I) Que no son cuatro. En realidad es una sola y única estación que
en su movimiento deviene varias facetas. Acontece aquí lo mismo
que con los sentidos. Que en el caso de los cinco es uno solo, que
bien podría recibir el nombre de pansensualidad. ¿O no es verdad
que bajo un estímulo adecuado, como, digamos, la presencia de una
mujer hermosa, aquella sepa ración absurda de los sentidos se
desmorona como castillo de arena, pues cuando miramos aquella
mujer, la tocamos; cuando la escuchamos, la olemos; cuando la
miramos, la saboreamos, y cuando la olemos, la palpamos? Hasta
donde yo sé, y en general saben los hombres proclives a creer en sus
instintos, ésta es una verdad inobjetable. Por eso la poesía está en la
prosa. Y la música de cámara, en la sinfónica.
II) Quien decidió aplicar el nombre de primavera, verano, otoño e
invierno a las estaciones fue Antonio Vivaldi —no confundir con
Martín Vivaldi, el lingüista—. No hallaba cómo denominar a unos
episodios musicales que rondaban su cabeza. Escribió entonces
sonetos no sólo alusivos, sino de factura perfecta, en los cuales
describía lo que a sus ojos era claro. Y se dice que poseída su alma de
una mórbida premonición —rarísimo en Vivaldi, tan dado, como
Lewis Carroll, a las jovencitas—, decidió, primero, nombrar aquellos
sonetos con los epítetos que ahora conocemos y, después, ponerles
música.
III) Primavera, verano, otoño e invierno son, en realidad, las cuatro
cavidades del corazón. La sangre pasa de la primavera al invierno, y
del otoño al verano en un flujo que se repite sin cesar. De este modo,
los seres humanos mantienen en estado inmejorable la irrigación de
su sistema circulatorio, y a la inversa, cuando este orden se altera ‐
por ejemplo, del verano a la primavera—, la persona sufre
descompensaciones fatales —pérdida de la armonía, en primer
término; entonces se le ve caminar en zigzag—, al punto de hacerse a
la idea de que es quien no es.
IV) Estimulados por Antonio Vivaldi —en el mejor sentido que puede
tener una estimulación—, numerosos artistas han intentado, si no
superar, cuando menos igualar la caracterización que el llamado //
Rosso —por su pelo rojo— hizo de las estaciones. Sobre todo los
pintores —aunque en música también ha habido esfuerzos: ahí está
Piazzolla con sus Cuatro estaciones porteñas. Los impresionistas, por
no citar más que la necedad más socorrida, se empeñaron en retratar
las diferencias de cono, matiz y espesura, que no carácter, entre una
estación y otra, convencidos de que las demás lecturas permanecían
a la zaga. En Zacatecas, se cuenta el caso de un pintor a quien
injustamente se le tildaba de loco nada más porque se había
propuesto pintar un paisaje, en el cual quedase registrado el paso de
una estación a otra —como algunos fotógrafos han insistido en
registrar el paso de la vida a la muerte—; es decir, su idea consistía en
hacer 365 telas de esa vista con el objeto de que ningún detalle
escapara a su ojo, sin duda, el ojo más educado en muchos kilómetros
a la redonda. Por desgracia, aquellas pinceladas no resistieron los
duros aguaceros de la región zacatecana.
JOHANNES BRAHMS
Traía los bolsillos del saco, chaleco y pantalón repletos de dulces, los
cuales solía obsequiar a los niños con los que se topaba en la calle; de
ahí que, a su muerte, se agolparan junto a su cuerpo filas de hormigas
a la espera de dar cuenta de aquel banquete —se comprenderá la
alarma de quienes descubrieron su cadáver, 48 horas después de
muerto‐. El cariño de Brahms por los niños era proverbial. Los amó de
lejos, en la persona de los hijos de Robert y de Klara Schumann, y se
dice que justo para ellos compuso su Canción de cuna, que es acaso la
más bella de todos los tiempos. Incapaz de que los niños le
produjeran enfado alguno —tal vez porque nunca tuvo hijos, tal vez
porque su infancia fue desalmada—, le provocaban más bien una
suerte de fascinación, al punto de que si veía un pequeño delante de
una confitería lo tomaba de la mano y le invitaba aquel dulce que lo
tenía con la cara pegada a la vitrina. Pero más que eso. En alguna
ocasión ardió en llamas la casa contigua a la de huéspedes que
habitaba Brahms —o "tío Brahms", como le decían los niños‐, y que
era un orfanatorio. Pues bien, el maestro Johannes salió como
estampida y se puso a acarrear cubetas para ayudar a extinguir el
incendio. Alguien lo reconoció y preocupadísimo le preguntó si había
rescatado la música en la que con toda seguridad estaba trabajando;
Brahms le respondió que toda su música no valía la vida de un niño.
EL ESTORBANTE
Se le llama así al ayudante de un luthier. Generalmente se incorpora
desde muy niño al taller del reparador y constructor de instrumentos
de cuerda. Principia por hacer los mandados que le ordena la esposa
del luthier. Como suele dormir en la azotea, se levanta muy temprano
y a las siete de la mañana ya está de vuelta para poner el pan caliente
sobre la mesa. Después se le invita amablemente a que saque las
sábanas a orear, lave los trastes del desayuno para, enseguida, hacer
las camas, barrer el patio, asear los baños, cambiar la arena de los
gatos y trapear la estancia. Una vez realizadas estas minucias, pasa al
taller. Entonces todo es asombroso. Ya está en ese centro del mundo
que para él es el taller del luthier o violero. Estupefacto, aun en la
inteligencia de que este acontecimiento se repita todos los días, mira
todo aquello, los instrumentos, las tablas, los barnices, las clavijas, las
cuerdas; nada pasa inadvertido para su mentalidad dispuesta al
asombro. Aún es un adolescente, pero se siente atraído por los
instrumentos de cuerda frotada, no para emprender la larga marcha
de su ejecución, sino para descifrar su estructura. Quiere dominar la
construcción de un violín. Observar más allá de su interior y cultivar
sus secretos, porque detrás de ese sonido prodigioso tiene que haber
un misterio. Sabe que son cosas que no están en los libros, cuya
resolución está escrita en las manos de su maestro. Él le ha abierto las
puertas. Pero antes que nada habrá de consagrarse, quitarse de
encima toda la suciedad que lo ha corroído. Por eso, las tareas
domésticas; por eso, someterse: la humildad sale ganando, la cual se
requiere en la misma medida que el oído, la destreza motriz y el
cálculo físico y matemático, además del dominio geométrico. Ve con
detenimiento eso, las manos de su maestro, y las descubre sucias,
rasgadas, maltrechas, colmadas de mugre y, en apariencia, torpes;
pero algún día sus manos serán como ésas, cuando sepa hacer un
violín. Pasarán muchos años para que logre consumar esa tarea, que
más bien pareciera estar destinada a los hijos de los dioses.
EL RITMO DE UN CUARTETO
Dice Emil Ludwig en su apasionante biografía de Beethoven ‐que,
junto con la de Romain Rolland, hace décadas de esto, era lectura
obligatoria para quien se quisiera acercar al viejo sordo—, cuando
reflexiona sobre el significado de los cuartetos en la vida de
Beethoven, que un cuarteto semeja un matrimonio de cuatro
personas. Siempre me gustó esta definición, pero nunca la consideré
absoluta por la simple razón de que no hay matrimonio que perdure.
Y ahora, tantos años después, "Chipote" me da la solución. El otro día,
cuando caminábamos juntos por la calle, y él tiraba de la correa con
denuedo, observé atentamente el movimiento de sus patas. Es
increíble. Hay una armonía en toda su estructura canina que se refleja
en ese ir y venir, en ese sentido y contrasentido de sus extremidades:
una se adelanta, la otra se atrasa; aquélla avanza, ésta retrocede. Me
dejé llevar por su ritmo y lo seguí sin dejar de mirarlo. Era perfecta la
sincronización. Tal como habrá de ser en un cuarteto que se jacte de
serlo, donde nada sobra ni nada falta, donde, luego de horas
interminables de estudio, como si los cuatro atrilistas fuesen las
extremidades de un mismo organismo, cumplieran su trabajo
animados de la misma pasión. ¿Y la musicalidad? Ésa no está en las
manos de nadie. Viene o no viene. De pronto, un alto en el camino de
"Chipote" interrumpe mis reflexiones: levanta la pata y hace lo que su
instinto le dicta. Entonces me pregunto, ¿hasta dónde el instinto guía
la articulación de un cuarteto? Pregunta sin respuesta, por supuesto.
EL VIOLÍN EN LA VITRINA
para Gaby, la de Guadalajara
1) Un violín en la vitrina es la música misma. Un violín en la vitrina
revela la música para quien lo contempla atentamente. Basta
quedársele mirando sin despegar los ojos, con la misma
concentración con que un gato observa el agujero por el que habrá de
asomarse el ratón. Entonces, el instrumento empieza a reverberar.
Un movimiento trémulo —como el que le imprime la mano izquierda
del violinista cuando pulsa un vibrato, que se mueve como poseída
por una enfermedad maligna— emana de aquel conjunto de maderas
y tripas de gato. Más aún: si se escucha con devoción, aquellas notas
no pueden ser otras más que el concierto de Beethoven —¿tendrá
qué ver que el viejo sordo nunca escuchó su concierto?
2) Cuando el tiempo se sucede como un eclipse que nadie puede
detener, el violín en la vitrina emprende una lucha por sobrevivir. Las
cuerdas se distienden, y donde antes se las veía tirantes y fecundas,
más sensibles que los nervios de una mujer, ahora se advierten
reblandecidas y exangües. De no saberlo pulsar, es mejor no
acercarse a ese violín. Porque la parte más importante que lo
constituye, el alma, un cilindro de madera del tamaño de una bala
calibre .22, y que sólo es visible a los ojos del conocedor, el cual
puede venirse abajo, y su colocación es tan ardua como difícil. El
violín debe entenderse como un instrumento de precisión, en el que
nada sobra ni nada falca, y en el que, por añadidura, todo está a
punto, como un corazón que funciona en su mejor forma. Es el colmo
de la sabiduría humana. Superior a "El sermón de la montaña",
porque lo entienden aun los primates.
3) En Cremona —precisamente tenía que ser en esa encrucijada de
X y Y— existe un museo del violín. Se dice que ahí es posible admirar
los grandes violines que han salido de las manos de los maestros
luthiers, y que ahí mismo, en Cremona, tuvieron sus talleres:
Stradivarius, Amati, Guarnerius, Gasparo da Saló, y tantos otros,
aunque tampoco muchos. Quien esto escribe jamás pondría un pie en
sirio tan honroso. Caminar por aquellas salas equivaldría a caminar
por un zoológico. Me conmovería hasta las lágrimas contemplar
aquellos violines enjaulados, en lugar de estar libres como el viento y
surcar los cielos de la música. Se dice también que se ven muy
orondos en su vitrina, y que de vez en vez se les afina para que las
cuerdas no pierdan tirantez. Violines que pertenecieron a célebres
violinistas, y que ahora languidecen a la vista de rodos —cual leones
que alguna vez fueron cebados y que por fin se les deja morir de
hambre y sed; luego de castrarlos.
4)El violín se saca del estuche y se le guarda en la vitrina. Puede
protegerse con un paño, para evitar que el deterioro se sume a la
tristeza, o puede dejársele al desnudo, para que el daño sea más
ostensible. De optarse por el paño, se recomienda evitar que sea un
trapo de cocina; el olor de la cebolla y el del barniz son incompatibles.
5) Pero tampoco se debe sacar de la vitrina, para mostrarlo a las
visitas. No un violín. Si se ha decidido encerrarlo en el mutismo, habrá
de respetarse esta determinación hasta las últimas consecuencias.
Porque un violín es como un arma, que sólo se justifica sacarla de su
funda si es para usarse. De lo contrario, es mejor mantenerlo ahí, que
se pudra. Aunque un violín merece mejor suerte, pues no hace
mucho llevó consuelo a los melancólicos y alivio a los desolados.
EL VIRTUOSISMO
Cada quien se esfuerza por ser el más aferrado. En cuanto más
tiempo se dedique al dominio del instrumento, el resultado será más
halagüeño. Hay el violinista que se exaspera por no alcanzar las
décimas, que para Niccolò Paganini era cosa de risa, o el pianista que
sufre, porque, de tanto estudiar las manos por separado, de pronto
parecen seguir caminos diferentes, como si cada una perteneciera a
un hombre distinto.
Pero el virtuosismo es engañoso. De otro modo, ¿cómo explicarse la
existencia de músicos excelsos que distan mucho de poner su
ejecución al servicio de la pirotecnia?, en otras palabras, ¿cómo es
posible que haya intérpretes que no son capaces de comerse su
instrumento y sean músicos de interpretación sublime? ¿Acaso,
entonces, podríamos hablar de varios niveles de tocar música? Tal vez
sí. O, cuando menos, los profanos nos explicaríamos de esta manera
esas diferencias tan abismales.
De un lado, entonces, estarían los músicos de extraordinaria
facilidad musical —en todas sus implicaciones—, quienes ven en el
estudio de un instrumento un desafío galopante. Siempre aspiran a
un dominio mayor. No tienen llenadera, como decía mi abuelita, y
jamás se dan por satisfechos, al punto de que hay un momento en
que, si Dios o el demonio lo autoriza, añaden dificultades aun a las
composiciones más escabrosas. Estos virtuosos se cuentan con los
dedos de una mano y, cosa curiosa, no siempre su interpretación
conmueve.
Del otro lado, pues, estaría el resto. Ese gran conjunto de músicos
que ha alcanzado cierto nivel, el suficiente para tocar un concierto de
Mozart aunque no de Bartók, de Vivaldi aunque no de Prokofiev. Pero
cualquiera dejaría estas consideraciones de largo, y mejor se centraría
en la música de cámara; pues estos músicos, de los que estamos
hablando, son ejecutantes maravillosos de la mejor música de todos
los tiempos, que es aquélla. Y ahí sí, no necesitan engullirse la música,
ni mucho menos devorar las octavas. Porque la música de cámara, lo
que requiere es musicalidad, a la cual no se llega vía Paganini.
LA "CAMBIADA" DE LA HOJA
Es lo que más hace sufrir a los músicos. Se concentran, avanzan,
retroceden, hasta que llega la inminente vuelta de la página, de
aquella hoja colmada de notas. Muchos lo consideran el trago más
difícil en la vida de un músico. Un solo de clarinete es fácil en
comparación. Para evitar el chasco, los músicos se las ingenian. Hay
quienes añaden un trocito de papel del cual asirse al momento de la
verdad, también hay los que gustan de memorizar los puentes entre
una página y otra —hubo alguna vez cierto músico que mandaba
reducir el tamaño de las páginas de tal modo que cupieran ocho en
una sola, pero aún así sobrevenía la tragedia.
No cabe duda que la mejor solución sería la más simple, al modo
como lo hacen los pianistas, con una persona que les haga los
dichosos cambios; aunque en este caso, por tratarse, digamos, de un
cuarteto de cuerdas constituido por hombres, habría que añadir una
variable: solicitarle a una mujer hermosísima que realizara estos
cambios de un atril a otro, corriendo a paso redoblado; desde luego
desnuda. En el caso de que el cuarteto no tenga bien puesta la obra,
esto facilitará la distracción del auditorio.
MOZART Y LOS NIÑOS PRODIGIO
Mozart dejó un estigma que recibe el nombre de niños prodigio. Y
con toda seguridad los hubo antes que él, y los hubo después, y los
seguirá habiendo; pero él definió el prodigio hasta airaras
inconcebibles, donde más allá acaso recibiría el epíteto de locura.
Él marcó el estigma, y la estulticia de los padres la muesca en la
cacha. Porque basta con tener un poco de información, para que vean
en las manos del vástago al futuro Mozart. Si el niño de tres o cuatro
años pone un dedo en la recia y la hace sonar, y enseguida otro y otro
más, y de aquel teclado surge un caos de sonidos que bien le haría
taparse los oídos a un chimpancé, entonces los padres, se tomarán de
la mano, sonreirán como dos almas tocadas por el efluvio divino,
cruzarán una mirada de "es demasiado, pero tal vez nos lo
merezcamos", y de sus labios escurrirán las palabras letales:
"Trajimos al mundo otro Mozart",
El problema de fondo no es interrumpir el sueño de Wolfgang
Amadeus, sino la educación que recibirá ese niño. Si tiene ciertas
facultades para la música, las cosas ya no serán iguales para él. Cada
vez sus padres ejercerán más presión. Lo mirarán de soslayo mientras
estudia, harán comentarios sobre la supuesta superioridad de quien
nace con talento, verán en su cabeza la noche del debut del pequeño
pianista —o violinista, o chelista, o lo que sea—, como si en efecto
tuvieran sobre la mesa el programa de mano. Si el niño adquiere
cierta seguridad en sí mismo, terminará por mandar al diablo el
estúpido instrumento y, por la simple fuerza centrífuga, odiará la
música, y desde luego el nombre de Gozar le producirá náuseas.
Aunque hay casos peores ‐criando la sombra mozartiana (debí haber
dicho, la estupidez de los progenitores) se convierte en una amenaza
de muerte—. El de Erwin Nyiregyazy, por ejemplo. Los Angeles Times
lo dijo así en una nota aparecida el 18 de mayo de 1987; "[El]
fallecimiento de Erwin Nyiregyazy en medio del ámbito modesto que
lo había acompañado durante las seis últimas décadas de su vida, fue
dado a conocer tardíamente por The New York Times pero paso
inadvertida para las principales agencias de noticias que alguna vez
proclamaron sus ejecuciones como las de un Mozart encarnado". Lo
que la nota periodística no dice es que Erwin Nyiregyazy, húngaro de
84 años, vivía en un hotel de Los Angeles cuya ventana daba a un
cubo de desperdicios, y que su prodigioso oído le permitía distinguir
los aullidos de las ratas hasta identificar distintas voces. Tampoco dice
la nota que acostumbraba dormir la siesta en los parques públicos,
con el permiso de los policías, que veían en él un pobre loco que
hablaba de que alguna vez había sido comparado con Mozart y con
Liszt, quien a los 16 años había decidido dejar el piano luego de que
su madre lo obligara a presentarse en público con pantalones cortos y
rizos artificiales —que en alguna medida recordaban la imagen
estereotipada del más grande músico de todos los tiempos‐, y menos
que su primera mujer lo atacó con un cuchillo cuando se negó a tocar
para ella. Quién sabe si los policías supieran que en su viejo
portafolios, aquel hombre cargaba un legajo de sus últimas
composiciones —dejó más de 12 mil páginas de música compuesta
por él, hoy consideradas perdidas‐, los cuales temía mostrar a
cualquier músico profesional.
Qué diablos se iba a imaginar Mozart estas consecuencias.
Ciertamente, nadie quiere hacer de su hijo un Beethoven.
LA MÚSICA Y EL AGUA
Numerosos compositores han tratado de imitar el sonido del agua —
o, acaso, más que el sonido, esa sensación de onda acuática en
movimiento perpetuo—. Todo mundo tiene claro que la inmensidad
no puede ser imitada, pero, ¿acaso no es posible hurgar entre las
notas musicales e intentar reproducir, digamos, la lluvia incipiente
(Debussy), la tormenta devastadora (Beethoven), la superficie que,
sobre sus aguas, sostiene naves del tamaño de un palacio (Haendel),
el torrente que inunda habitaciones y pasillos (Dukas), la gota que cae
pertinaz y soñadora (Chopin)?
El agua, en todas sus manifestaciones, es un desafío continuo para los
creadores de esos sonidos articulados o de ese modo de nombrar el
silencio, que recibe el nombre de música. Pensemos en una gotera,
en esa necedad aprobada por Dios. ¿Quién no se ha topado con una
gotera que lo despierte a la hora más imprudente.'' ¿Quién que no
tenga oídos no identifica de inmediato el sonido acre y apremiante de
la gotera en el cuarto de junto, en la cocina o en el baño? ¿Alguien
puede levantar la mano y decir "a mí ese sonido no me molesta, al
contrario, lo agradezco, ojalá en la noche cayeran cientos de goteras
en mi casa"? ¿Alguien podría hacerlo? Pues bien. Falta la Sinfonía de
las goteras. Aún no ha sido compuesta la montaña musical que haga
crispar los nervios de los oyentes y que a Dios mismo le quite el
sueño. Y, ¿no sería genial que quien todo lo sabe y todo lo ve tuviera
a su derecha una suerte de advertencia transformada en gotera, que,
como a los césares, le recordara el carácter transitorio de las cosas?
Y así como la gotera importuna, el chorro de la fuente complace.
Seguramente porque la sola vista de una fuente —por más humilde
que sea— va de la mano con el placer de contemplar el agua discurrir.
Cuando el agua resbala por diminutos ríos caprichosos o brinca hasta
una altura determinada, que gota a gota trata inútilmente de superar,
no es posible dejar de mirarla y de apropiarse de su sonido. ¿Dónde
está ese compositor que urda una suite para violín y piano titulada
Fuentes de la ciudad de México? ¿O acaso no se merece una obra
musical aquella fuente del Parque Hundido y esa otra del Parque
México, y qué decir de la fuente del Quijote o la de Nezahualcóyotl en
Chapultepec?
Pero, ¿qué es un compositor en la intimidad? Veamos. ¿Un
compositor canta en el baño?, y, de hacerlo, ¿alguien podría negar
que la única responsable es el agua que impacta su cuerpo y que
produce cientos de miles de sonidos al caer en el suelo o rebotar en la
cortina? Más aún, ese compositor ¿deja que el agua se desparrame
cuando se lava la boca o se deleita cuando llena la cafetera? Sería un
privilegio ser testigo de la actividad de un compositor en su mundo
más íntimo a través de su relación con el agua. ¿Habría instrumento
más apropiado pata este fin que un piano? Todos, bueno, me
atrevería a decir que todos, coincidimos en la generosidad del piano
para adaptarse a las exigencias más inusitadas. Lo mismo nos permite
escuchar un gato que corre de un extremo al otro del teclado, que los
pasos inminentes del policía que se acerca o la mano que
delicadamente acaricia la otra. Así que no sería mucha cosa suplicarle
que revele Una mañana en la vida de un compositor, que así bien
podría intitularse la... ¿sonata?
Lo más probable es que primero se acabe el agua antes que estas
obras vean la luz. Pero qué hermoso es ponerle música a las cascadas.
Aunque, ¿les hace falta? El mar de Debussy, ¿le agregó algo a su
modelo?
LOS MOVIMIENTOS MUSICALES
Los compositores a la antigua tienen un lápiz 3H para escribir los
nombres de los movimientos musicales —también llamados
tiempos—. Nunca se deciden entre aquel amarillo Mirado y el azul
Faber Castell. Supersticiosos entre los supersticiosos, los escasos
compositores que aún son afectos a estas sinrazones ‐muchos se han
inclinado por la laptop— afirman que la dureza de aquel grafito les
permite templar su pulso, medida indispensable para que la mano no
les tiemble y se resbale hasta salva sea la parte. Acotan que a
Johannes Brahms le sucedía esto con frecuencia, sobre todo, cuando
Klara Schumann estaba a su derecha.
Los travestís, transexuales e ínclitos gays, habrían de tener nombre de
movimiento musical. Por ejemplo, que en lugar de llamarse Pedro se
llamara Andante, y que cuando desplegara las alas escuchara
"Andante, por ahí te encargo un jugo de nube", y aquel que se
nombra Arturo bien podría ser rebautizado con el apelativo de
Allegreto, mismo que recibiría instrucciones de contestar el teléfono
de este modo: "Habla Allegreto, pero estoy muy triste". Y acaso uno
más: que Eufemio se cambiara el nombre por el de Presto ma non
tanto, para que cuando a alguien le urgiera el equipo de primeros
auxilios, él respondiera: "Presto ma non tanto cumplo la orden. Ahí
voy".
Los movimientos musicales convencionales se escriben en italiano.
Tal vez porque las mujeres italianas están negadas al aprendizaje de
otros idiomas, y sus maridos, los compositores barrocos, corteses
hasta límites infrahumanos, decidieron evitarles que se mordieran la
lengua. Después de todo, no practicaban el arte del beso, pero sí el
de la flauta.
Todo mundo se pregunta para qué denominar a los movimientos
musicales como se les denomina. Si, finalmente, los músicos terminan
tocando un Scherzo como si fuera un Largo, y un Adagio como si
fuera un Vivace.
Todo compositor, que se respete, se quiebra la cabeza por encontrar
la denominación justa para sus movimientos. Que si de este modo,
que si del otro. A veces le agregan matices para confundir más a los
intérpretes. Beethoven es quien ha llevado esto hasta las últimas
consecuencias. En un movimiento de su Cuarteto XIV especifica: "¿Es
preciso?", y, compases más adelante, añade: "¡Es preciso!". Que cada
músico entienda lo que Dios le dé a entender. Pero la cosa no termina
ahí. Precisamente el viejo sordo acuñaba graciosos epítetos para sus
movimientos. Pasemos lista a los nombres de los tiempos de su
Cuarteto XII: I. Assai sostenuto — Allegro. II. Allegro ma non tanto.
III. Heiliger Dankgesang eines Genesenden an die Gottheit, ín der
lydhchen Tonart. Moho adagio — Neue Kraft fühlend. Andante —
Molto adagio — Andante — Molto adagio. Mit inmgster Empfindung.
IV. Alia Mareta, assai vivace — Piú allegro — Atacca. V. Allegro
appassionato.
Alguien podría decir que los movimientos musicales de una sinfonía
bien recuerdan los capítulos de una novela, aunque los capítulos de
una novela jamás recuerdan los movimientos de una sinfonía. Pero
nadie podría afirmar que los colores de una pintura semejan los
movimientos de una sinfonía.
Cierto compositor mexicano intituló Presto a la tarantella al último
movimiento de su Cuarteto VI. Atrilista que no haya sentido pánico
delante de una tarántula, es incapaz de tocar este tiempo como se
debe.
Jorge Risi, celebrado violinista uruguayo, apenas llegado a la ciudad
de México alquiló una casa en el barrio de Cuajimal‐pa. La rentó con
todo y perro; el animal se llamaba "Scherzo" —de esto hace
aproximadamente 20 años, así que lo más probable es que Scherzo
haya pasado a ser Largo sostenuto.
EL TIEMPO Y LA MÚSICA
El tiempo siempre ha ejercido una suerte de hechizo en los hombres,
en general, y en los escritores, en particular —y ni qué decir en los
compositores, aunque de otro modo. No hay quien no se haya
preguntado qué es el tiempo, y, como dijera san Agustín, se sabe del
tiempo lo que es pero no su definición. En El Quijote, Cervantes
entremezcla una serie de tiempos que aún hoy día constituye, ese
recurso, una herramienta que se utiliza constantemente, y que
numerosos polígrafos ni siquiera tienen en mente a Cervantes cuando
la emplean. Ni tenían por qué hacerlo. Meter un tiempo de ficción
dentro de otro irreal puede conducir a la locura o al Pedro Páramo;
pero, como es de suponerse, la modificación del tiempo en una obra
literaria permite estirar y estirar la acción hasta límites
infinitesimales.
Los músicos, en cambio, tienen una idea más acabada de lo que es el
tiempo, si por acabada entendemos más sometida; no sólo porque
sin el tiempo no existiría la música ‐la música transcurre en el tiempo,
ciertamente; pero además, cada música tiene su propio tiempo de
existencia, es decir, el compositor indica el tiempo en que esa música
habrá de ser tocada—, sino porque la música parece contener en sí
misma su rúbrica del tiempo, venida desde tiempos inmemoriales. ¿O
alguien podría poner en tela de juicio el tiempo en que se toca el
Jarabe tapatío? ¿No es cierto que si se tocara más despacio o a una
velocidad mucho más acelerada, no tendría esa chispa y gracia?
No todos los compositores recurren al metrónomo para indicar el
tiempo en que habrá de tocarse su música, pero sí al compás —que es
el ritmo del corazón, y que cada ejecutante interpreta a su manera por
más que haya una convención establecida. La inmensa mayoría de los
compositores se atiene a la medida de las notas que todos conocemos
y a poner una palabra en italiano, que para los músicos resulta el
antibiótico que cura todos los males. Es increíble —aunque
seguramente a un ejecutante le parezca de lo más común—, pero
basta con que lea Allegro, o Scherzo, o Andante, o Presto, o, en fin,
Allegro giocoso ma non tanto, o, peor aún. Presto a la tarantella, que
quiere decir a la tarántula, y que le eche un conjunto a ese quebrado
que aparece al principio del pentagrama (3/4, 2/4, 4/4) para que de
inmediato aquel músico le transmita a esas notas, sean blancas o
negras, redondas o corcheas, una velocidad que les va a las mil
maravillas. Y digo que es increíble porque para quienes escuchamos
una misma obra en diferentes versiones, la velocidad prácticamente
es siempre idéntica.
Se dice de ciertos intérpretes ‐y no se piense que única y nada más
de los estudiantes— que tienden a correr, que tocan más rápido de lo
que el compositor ha especificado. Son músicos que tienen prisa, que
el virtuosismo los atrae como fragmentos a su imán. Porque también
existe esa idea equívoca de que tocar más rápido es más difícil e
impactante que tocar despacio, lo cual provoca que músicos sin
experiencia exageren los tiempos musicales —algo que un hombre,
por más que corra, no podrá modificar la hora de su cita; porque
finalmente todo tiempo es un acuerdo entre dos o más personas.
Pero más que eso, los compositores son hábiles para sujetar el
tiempo a su capricho. Por alguna extraña razón, un concierto dura
más que una sonata, y una ópera más que una sinfonía. Nada nuevo,
cuando se trata de llegar a la belleza por distintos caminos.
MÚSICA Y VIDA
UN PARÉNTESIS SOBRE LA MUJER Y LA MÚSICA
Hay quien asocia la música con el erotismo. La verdad de las cosas es
que no tienen nada que ver. Una y otro corren en forma paralela,
cada uno por su lado.
Tal vez esta inclinación por establecer dicha camaradería donde sólo
hay vecindad, sea resultado de que las mujeres entornan los ojos
cada vez que escuchan alguna música ensoñadora —acritud que en
buena parre recuerda el momento climático en el tálamo—, o de que
ciertos caballeros prefieren declarar su amor cuando al fondo —ojalá
siempre fuera muy al fondo— un grupo de violinistas rasga el aire, y el
sudor no se hace esperar.
Lo cierto es que, en la misma medida, la mujer está presente en la
música tanto como la música en la mujer.
Sobre todo como musa.
Desde tiempos muy lejanos, la mujer ha sido —¿habrá alguien capaz
de dudarlo?— fuente de inspiración. Algo así como un agua mágica,
por cuyo simple contacto los hombres dieran con la clave de su
producción artística. Impelidos por satisfacer aquel amor, por atraer
de alguna forma la persona de aquella mujer, por cristalizar aquel
deseo que pareciera punzar la vida cotidiana, los compositores han
escrito toneladas de música. Y una sola y misma cosa ha sido que
terminen de colmar aquel papel pautado, para que corran y pongan
en manos de la musa su última creación, esa que se sentaron a
escribir —así se lo hacen ver— pensando en ella. Naturalmente que la
musa cederá con mayor celeridad si cuenta con un piano en casa; de
lo contrario, deberá esperar que la Tierra dé cuando menos dos
vueltas sobre su propio eje.
De este experimento, de la música que una mujer inspira clara y
decididamente, han surgido obras maestras verdaderas (de las cuales,
por desgracia, no se conocen todas) y bodrios dignos de mejor
destino (de los cuales, por fortuna, no se conocen todos).
BRAHMS
Hace años creé una cofradía que llevaba por nombre el de "Amigos
casi sólo de Brahms". Nos reuníamos el último viernes de cada mes y
escuchábamos un concierto que yo armaba, con programa de mano
incluido; se trataba de un acto formal, que comprendía una obertura,
un concierto y una sinfonía, si de música orquestal consistía, o bien,
digamos, dos sonatas para violín y piano más diversas piezas ligeras
para la misma dotación, si la cosa era de música de cámara; el único
chiste era que siempre hubiese una obra de Brahms. ¿Por qué de
Brahms? ¿Por qué "Amigos casi sólo de Brahms" y no de Pergolesi, de
Ravel o de Villa‐lobos? Porque fui educado en Brahms. En casa era lo
que se escuchaba todo el tiempo, y, para bien o para mal, no he
encontrado músico alguno capaz de objetar el menor compás
brahmsiano. En Brahms se repira ese extraño binomio vida=obra/
obra=vida que parece caracterizar a ciertos grandes maestros, ¿o
acaso la vida de Beethoven y su obra no van de la mano por su
implosión constante, esto es, el rompimiento con los límites de toda
índole?, ¿y qué decir de la existencia discreta y apegada a la religión,
casi mística, de Bach, que en mucho se asemeja a su música? Por más
esfuerzos que se hagan, no es posible imaginar una obra determinada
de Beethoven emanando de la mano de Bach, y a la inversa. Y
confirmo que ese fenómeno se repite en Brahms, porque su música
es como era él: fino, contenido‐ mesurado, romántico hasta la
exacerbación, pero siempre, y siempre es siempre, sin que ese
romanticismo rayara en la obviedad. No hay música de Brahms que
rebase este perímetro. Pensemos, por ejemplo, en su cuarta sinfonía.
Cada pasaje de esta sinfonía es emblema de majestuosidad y lirismo.
No hay en Brahms una nota que al oído suene vulgar o trasnochada.
Brahms es príncipe de la forma, pero sin sacrificar un ápice de
contenido. Por eso su música siempre suena grande. Escuchemos en
nuestra imaginación su Réquiem alemán. Sin duda alguna, ya desde el
título, Johannes Brahms definió en una sola frase la ambición de su
proyecto, dedicado a la memoria de Robert Schumann. Es un altísimo
homenaje, tanto como una plegaria dicha en la intimidad y el silencio.
Todo en este réquiem es introspección y belleza; transcurre como un
océano de superficie quieta y profundidad ignota, que atrae
irremisiblemente. En esta obra monumental, Brahms puso al servicio
de la música toda su sabiduría, como si se hubiese propuesto
condensar el conocimiento habido en su tiempo sobre el tema de la
composición. Pero esta sabiduría ‐de la cual Brahms jamás se
vanaglorió— se extiende, como el oxígeno mismo que respiramos
todos los días, a toda la obra brahmsiana, aun en sus brevísimas
piezas para piano —¿y cómo habría de ser de otro modo, si Brahms
sabía que su producción pianística había de pasar por las manos de
Klara Schumann, la mujer a la cual se mantuvo leal hasta morir él
mismo en la soltería, un año después de la muerte de ella?—. La
música de Brahms no envejece, al contrario de lo que sucede con la
de numerosos compositores contemporáneos suyos, quienes alguna
vez estuvieron de moda y que inclusive lo opacaron.
LAS MUJERES QUE OYEN MÚSICA (I)
Son clementes. Porque a pesar de que saben que la música fue hecha
para su estricto goce personal, de pronto deciden compartir aquel
arte por un mero acto de piedad ‐basta pensar en la sonara para
violín y piano en si bemol mayor que Gozar compuso para y dedicó a
Regina Strinassachi, la hermosísima violinista italiana, de la que el
salzburgués estaba atrozmente enamorado, y que, si ella así lo
hubiese querido, se habría quedado con aquella partitura o, un caso
más flagrante todavía, pensemos en Klara Schumann, que al
momento de morir ordenó que la música de Brahms que reñía en sus
manos, y que Brahms le había dedicado, se le regresara al compositor
para que él dispusiera lo que se hiciera con ella.
Son bellas. Porque aun la mujer menos agraciada se torna bella
cuando escucha música. Aquel rostro duro se transforma en
generoso, este otro atravesado por la amargura vuélvese optimista y
esperanzado. Es de imaginarse entonces cuando la mujer ya es bella
de por sí. La música es entonces la confirmación de aquellos rasgos.
Por eso es obligado ir a los conciertos de la grande música. Cuando
aquel ciclo de Heder de Schubert —digamos su Viaje de invierno—
está en su parte más trágica, hay que volverse a esa mujer y
contemplar su rostro, en el cual, por fin, belleza y azoro —acción y
efecto de encender el ánimo‐ se disputan el cetro. Un acontecimiento
inusitado es encontrarse una mujer cuyo rostro contenga la música —
quien esto firma conoce uno.
Son diabólicas. Porque saben el embrujo que provoca todo su ser
cuando está poseído de la música —o cuando leen poesía en voz
alta—. Son las mujeres que al final de aquel concierto, cuando se
ponen de pie, dejan tras de sí una estela de perfume sólo reconocible
por los hombres que se atreven a tocar la dicha. Son las mujeres de
las cuales hay que alejarse, porque él solo roce de su mano puede
darle un giro a una vida mesurada y paciente. Estas mujeres nunca se
sientan con las piernas cruzadas, porque al descruzarlas llaman al
diablo. Dicen quienes de esto saben, que ése era el pacto que
Paganini tenía con Luzbel —de ahí el apego de estas mujeres por el
violín en general y por la música paganiniana en particular.
Son introspectivas. No hablan más de la cuenta —¡mucho» menos
cuando escuchan música!‐ Decididamente, estas mujeres prefieren el
llanto a la palabra. Sin duda han sido educadas en un ambiente donde
la palabra se aquilata como piedra preciosa y no cabe el desperdicio.
Cualquiera que desconozca la limpieza de alma de estas mujeres, las
creería indiferentes. Pero si acercara su oído a aquel corazón,
descubriría la corriente vertiginosa de un río inacabable. Porque en
una mujer de éstas, el silencio es música. La introspección es la frase
musical que acaricia su espíritu.
LAS MUJERES QUE OYEN MÚSICA (II)
Son encamables. Les fascina hacer el amor con la sonata de César
Franck para violín y piano de música de fondo, obra que aman por
encima de codas las cosas. Escuchar esa sonata en esas circunstancias
incrementa su belleza —que en parte la extraen precisamente de la
sonata‐. Se cuenta de una mujer que resultó preñada en una noche
de éstas. Su hijo fue inmensamente feliz. Soy yo.
Son atentas. Porque buena parte de su tiempo lo han dedicado a
ejercitar la atención —requisito mínimo para escuchar música. Pero
esta virtud no parte de cero. Lleva cruentos y dolorosos años
adiestrar a una mujer en el difícil arte del silencio, que es peldaño
para culminar la concentración. Cuando un hombre entrena a su
mujer en estas lides, habrá de convencerla de que el más bello arte
del sonido es el que no se escucha, el que sobrevive entre una nota y
otra, y que es justamente el que le da vigor a aquella obra. Cuando un
hombre plantea estas cosas, su mujer lo mira dubitativa. Piensa que
lo que él desea es que ella mantenga la boca cerrada...
Son devastadoras. Quién no lo sabe. Tras de lo que anda una mujer,
cualquier mujer, es el poder. Y aun la intuición femenina menos
avezada, sabe de sobra que el más macho de los machos caerá a sus
pies si ella le pide un minuto de silencio para que se deleite con
Vivaldi. Entonces lo tomará de las manos, acariciará sus dedos, untará
parsimoniosamente su lengua por índices, pulgares, meñiques;
pondrá sus labios en los labios de él, y de esa manera dejará al
hombre desarmado y vulnerable. Mientras Vivaldi transcurre y se
apropia del recinto, todo irá bien, pero, ¿y después? Si la relación
entre un hombre y una mujer es finalmente una lucha por el poder ‐
gracias, Baudelaire—, ¿qué sensación supera a la de dejarse llevar de
las manos de una mujer rumbo hacia la perdición de uno mismo?
Cada quien.
Son injustas. De la última mujer de la que es posible esperar justicia es
de la que escucha música. ¿Pero no ha sido ésta una cualidad de esta
especie desde tiempos ancestrales? ¿Cuántos hombres no habrán
pasado por ese suplicio, de guardar esperanzas porque su mujer
escucha Bach? El grande Andersen, los hermanos Grimm, Perrault,
Disney, Gabilondo Soler, pasaron por alto esta ignominia. De lo
contrario, primero los niños y después los adolescentes llegarían
entrenados, ya de adultos, para no esperar justicia alguna —en el caso
de haber desposado a una mujer proclive a la música (que, por
fortuna, no son todas; como se nos quiere hacer creer.
Son inhóspitas. Las mujeres que escuchan música jamás te dejan
entrar a su casa, y si las citas en un hotel te dejan plantado. Con tal de
no compartir la belleza de Chopin —genio de cabecera del alma de
estas mujeres—, son capaces de permanecer encerradas a cal y canto
durante semanas enteras. Menos abren las puertas de su corazón a
quien ignora sus preferencias musicales. Ni un diamante abre aquel
candado. Mujer que escucha Chopin, jamás su pulpa humedece; reza
un antiguo dicho.
Son idólatras. Estas mujeres creen en sus propios dioses, no en uno
sino en más de dos. Suelen sacrificar a los incautos que escuchan
música a su lado. Principian por esclavizarlos y terminan por devorar
ese corazón ávido de piedad, ternura y conmiseración. En una no muy
lejana antigüedad, los padres aconsejaban a sus hijos varones
mantenerse alejados de tres clases de mujeres: las casadas, las
menores de edad y las que escuchan música.
ABSURDOS MUSICALES
Así como se acostumbra —cuando menos así nos lo ha revelado la
televisión— hacer retratos de los que pasan al estrado a un lado del
juez, así debería hacerse de los músicos solistas que tocan un
concierto al lado del director.
Las nubes en desbandada semejan una sinfonía. Todo parece estar
hecho para que su sonido colme los cielos. Se desplazan en plena
armonía y en una misma dirección. Obedecen la mano maestra del
viento, como los músicos la del director.
La música viaja y agita todo alrededor. Las hojas sobre el atril
violentan su tranquilidad y, de observarlas a fondo, se advierte un
leve temblor en las esquinas. Pero no sólo eso. La música es una
vibración perpetua, y el corazón responde a este estímulo. Aquélla
desciende sobre este órgano a modo de un manto protector.
Contra viento y marea, la música mantiene intacto su misterio. Cada
vez más, la tecnología de punta intenta apoderarse de sus secretos.
Se aíslan sonidos, se crea música aleatoria a cargo de una
computadora sin que intervenga la mano del hombre, se producen
escalas que suenan impensables al oído. Pero he aquí que la emoción
sigue siendo la fortaleza inexpugnable del arte del sonido.
La disciplina aleja a los jóvenes de la música. Cuántos adolescentes
abandonan la música —para la cual se habían venido entrenando con
esmero desde niños‐ porque, finalmente, los maestros
convencionales los ponen contra la pared. Y no hay nada que odie
más un jovencito —cuando menos en estas latitudes; seguramente en
Rusia, China y Japón las cosas se miden con diferente vara—, que lo
sometan como si se tratara de un animal de circo. La escuela rusa de
violín, por ejemplo, es especialmente impiadosa en ese sentido.
Quien no vive para la música, siente en carne propia los avatares de
su instrumento y sacrifica cualquier distracción —ni siquiera diversión,
eso sería mucho pedir‐. Pero las cosas no tienen por qué ser tan
extremas. O a la inversa: no porque se provenga de esa escuela, se
tratará de un violinista a prueba de fuego.
Qué extraordinariamente difícil resulta la interpretación de los
instrumentos de viento. ¿Cuántos cigarros fumará al día un
trompetista?
LA MÚSICA QUE TODOS OÍMOS
Al leer mis textos en voz alta vivo un acercamiento con la música,
como si estuviera dirigiendo una gran orquesta sinfónica. Pronunciar
cada palabra es ordenar a cada instrumento que eleve su canto. Así,
el registro de la trama narrativa no es otra cosa que el cuerpo de la
música al irse conformando paso a paso.
Las palabras escritas deben ser como las notas: habrán de ir justo en
el lugar exacto y jactarse de su valor exacto.
Prefiero la mala música buena que la buena música mala. Un millón
de veces un buen comercial que una mala película.
Mientras escucho al Beethoven de Teresa, me gustaría besarte los
muslos. Pero no consumar el amor; simplemente besarte los muslos.
No me preguntes el porqué. Quiero dejar inconclusa esta idea; como
dejarte inconclusa a ti.
do, re, mi, fa, sol, la, si, eu.
Esa noche, los discos se rebelaron.
Habían sido tocados, una y otra vez, con cualquier pretexto.
Del almacén a la tienda de discos, y de la tienda de discos al modular,
sin brindarles apenas momentos de descanso, sin dejarlos conocerse
entre sí, m siquiera compartir sus propias grabaciones.
Pero como ninguna tiranía puede prolongarse indefinidamente, esa
noche, los discos se rebelaron. Beethoven fue el líder. Las notas de su
Sinfonía heroica retumbaron por toda la estancia y levantaron la
insurrección. Mozart y Bach, con sus óperas, el primero, y sus órganos
de catedral, el segundo, reforzaron el ataque. Schumann y Brahms,
comprendiendo la situación y enardecidos por el espíritu de Klara, se
lanzaron a cubrir la retaguardia.
Por las ventanas y los resquicios de las puertas, esa noche huyeron
notas y acordes, blancas y negras, fusas y corcheas, silencios y
calderones, produciendo la más hermosa música jamás compuesta.
Aquel escritor perdió la cabeza cuando escribió sus textos en hojas de
papel pautado.
En todo el tiempo que tenemos de conocernos, la música nunca me
ha dicho que sí. La he seguido por calles oscuras, por playas cuajadas
de luz, por bares en los que pedir un coñac es firmar la sentencia de
muerte. También la he espiado mientras se desviste, y habla consigo
misma ante el espejo. Tiene amantes. Y me gustaría encañonarlos
uno por uno y disparar. Confieso que no la he visto hacer el amor con
ninguno de ellos, aunque me atrevería a jurar que no la dejan
satisfecha. Hace unos días nos subimos al mismo vagón del tren
ligero, mejor dicho, nos encontramos ahí. Me miró y pareció
identificar el deseo en mí. Creí que iba a dirigirme la palabra, a emitir
un sonido, cualquier cosa, estaba ahí, sentado como cualquier idiota.
Pero me pasó de largo. Se fue a sentar junto a un ciego que tocaba el
violín. Maldita sea. Ella, maldita sea ella. En este momento la estoy
esperando, llamándola a gritos con las teclas de esta máquina. Quizá
se asome tras el próximo renglón.
El timbre del teléfono debería ser un instrumento. O, más aún, todos
esos sonidos con que los celulares anuncian la llamada. Con todo ese
bagaje se podría crear una sinfonía, o tal vez sería demasiado pedir y
bastaría con un preludio. Sea como fuere, sólo faltaría el dolor para
que aquello sonara a música.
EL ALCOHOL TAMBIÉN SE ESCUCHA
El vino tinto. Cuando repaso aquel tinto en mi boca, me sobreviene la
música de cuarteto de cuerdas. Escucho entonces la energía soberbia
de La doncella y la muerte de Schubert, la intensidad del cuarteto de
Debussy. Pero también, la sabiduría lírica de Las disonancias de
Mozart. Porque el vino tinto exige, tras de sí, una suerte de
preparación, de educación del gusto, tal como el cuarteto de cuerdas.
El mezcal. El mezcal tiene algo de acritud y de incomplacencia. Tal vez
por eso, la Sonata para violín solo de Prokofiev viene a mis oídos, o la
de Julián Carrillo. Estas sonatas no son cosa de juego. El violín es un
instrumento punk, y a su lado los perros lanzan tarascadas.
El tequila. Porque el tequila hace grande a quien lo bebe. Algo crece
en el interior del bebedor de tequila. Tal como una sinfonía va
creciendo en su alma. Una sinfonía es imposible de ignorar. Nuestro
ser se enriquece cuando la oímos. Como cuando se escucha la
sinfonía Seria de Franz Berwald o la Patética de Chaikovski.
El ron. El ron hace en el corazón el efecto de los conciertos para
violín. Piénsese en el concierto de Mendelssohn o en el de Sibelius. Se
los escucha, y el estado de ánimo cambia de inmediato. Una especie
de pasión de vivir desborda aquel corazón. Que en un momento dado
sea capaz de transformarse en lágrimas, también es posible. Los
conciertos para violín han llevado al hombre, como el ron, al filo del
precipicio.
El vodka. Pero, ¿y los conciertos para piano? ¿Cómo no sentir
aquellos acordes del segundo concierto de Brahms cuando se bebe
un vodka helado? ¿Cómo no cerrar los ojos, dar el trago de aquel vaso
opacado por el trío, sentir que el vodka resbala por la garganta y
llamar por su nombre a los conciertos de Rachmaninoff, inmensos
todos ellos?
El vino rosado. Las sonatas para piano son mucho más ligeras que las
de violín. Como las de Schumann, que dentro de su gravedad volcó en
las sonatas para piano su lado menos áspero. El vino rosado, frío, muy
frío, se presta para escucharlas y para compartirlas.
La ginebra. La ginebra incita a trastocar ‐y trastrocar‐ todos los
órdenes. Tal como pasa con los tríos para violín, piano y chelo, que en
mucho recuerdan los tríos amorosos y que todo mundo ansia tocar. El
trío es la combinación perfecta, cuando menos la que, más seduce.
Para confirmarlo, basta con escuchar el Fantasma de Beethoven o el
Dumy de Dvorak.
El whisky. El whisky les va bien a las sonatas para violín y piano, que,
como la célebre bebida, hacen suyo al escucha desde el primer
instante y lo devuelven a la vida cotidiana nutrido de sabiduría. ¿Qué
sucede cuando se escucha la sonata de César Franck, que todo
alrededor se torna de oro macizo? ¿Qué sucede cuando se bebe un
etiqueta azul, que todo alrededor se torna de oro macizo? ¿Acaso
alguien tiene la respuesta?
El vino blanco. Las mujeres lo beben con dilección. Como si en cada
sorbo se les fuera la vida. ¿Pero alguien las ha contemplado cuando
escuchan un cuarteto para piano y cuerdas, por ejemplo el de la
Zíngara de Brahms? Pues hay que hacerlo, hay que reparar en esos
ojos, que son los mismos de cuando beben vino blanco.
MOUSSORGSKY
"¡Modinka! ¡Mordia! ¡Modest Petrovich!", exclamó su madre cuando
abrió la puerta y lo contempló. Hacía mucho que no veía a su hijo, y
sería una de las últimas veces que el compositor habría de cruzar el
umbral de aquella casa en la que había jugado de niño. Moussorgsky
entró y se sentó al piano. Tocó un buen rato y su madre lo miró
consternada; en esa música había pasión, pero la verdad ella prefería
las melodías populares. Cuando Moussorgsky cerró el piano, salió a la
calle prometiendo volver en poco tiempo: "Dos horas no habrán
transcurrido, madre, sin que esté de vuelta a mostrarle mi amor
sosegado". Pero aquel poco tiempo se prolongó indefinidamente.
Cuando a un par de días, la madrugada teñía de naranja el cielo, el
hijo llamó a la puerta. En alguna taberna había extraviado la llave. La
madre acudió presurosa a abrir y se encontró ante un dios monolítico
que difícilmente se sostenía en pie.
CARTA A UN COMPOSITOR DESCONOCIDO
No sé tu nombre, ni sé nada de tu persona ni de tu obra. Pero me
atrevo a distraerte de tus ocupaciones para externarte algunos
comentarios.
De entrada, déjame decirte que te envidio. Yo trabajo con las
palabras, tú con las notas. Para que las palabras funcionen debe
existir cierta articulación entre ellas, lo que ustedes llaman armonía
entre las notas; aunque dicha articulación pueda funcionar pese a
que las palabras no sean las más exactas, cosa que no pasa con la
música, en que cada nota tiene que ser ésa (las notas no tienen
sinónimos) y no otra. ¿Pero cómo es posible que cada nota precise un
peso específico tan exacto?; lo que en otras palabras significaría que
cada nota es insustituible, dada su exactitud, y de ahí que cuando se
escucha una obra se tenga la sensación de que nada falta ni nada
sobra (sueño imposible de la literatura, de lo contrario no existiría esa
aplanadora que se llama traducción), de que aquella música es bella
aun en su concisión misma. O a partir de ahí. Quiero decir, que da la
impresión de que el compositor escuchase el dictado de su música en
un solo golpe y por completo, como si tuviera la música delante de sí,
en un único bloque y en un instante.
Como la literatura, la música transcurre en el tiempo (no podemos
captar una novela ni una sinfonía con un golpe de vista). Y es aquí
donde se produce el prodigio. Porque la música deviene en una
suerte de encantamiento que prácticamente no es posible reproducir
en literatura. Y conste que no estoy hablando de ninguna música en
particular, llámese de cámara, jazz, rock, ranchera, bel canto o como
se quiera. La música nos arrapa —o nos rechaza, por qué no; siempre
habrá música que les guste a unos y que otros repudien— y a partir
de ahí no cuenta nuestra voluntad. Pero a lo que voy es que de
verdad es asombroso que aquellas notas se encabalguen de tal modo
que a nuestros oídos suenen mágicas y lógicas, algo que no siempre
sucede entre las palabras (¿no sería ésa la prueba de fuego de un
escritor, que las palabras caigan como llovidas del cielo, sin la
intervención de la mano humana?), que lubricarlas entre sí es más
arduo de lo que se podría pensar.
Para un escritor es muy difícil decidirse entre la forma que habrá de
acunar aquella idea. ¿Y para el compositor? Supongamos que un
escritor tiene en mente esta trama; un padre violento que al final
encuentra la muerte en un asalto, ¿cómo resolverlo?, ¿en un poema
narrativo?, ¿en un cuento?, ¿en una novela breve? Decía Jonathan
Switt en un soneto que ésa era la tarea más espinosa del escritor.
Pero, ¿y el compositor?; si tiene una idea musical, ese nudo melódico
cómo habrá de traducirse, ¿en un cuarteto de cuerdas?, ¿en una
sinfonía?, ¿en una sonara para piano solo?
En fin, amigo querido. Seguramente ya te fastidié con estas
apreciaciones. Los escritores somos aburridos, pero recamos más el
fondo de la vastedad humana que ustedes. No por nuestra voluntad.
La palabra es un bisturí empecinado en diseccionar el alma, en sacar
a luz su putrefacción. Pero ustedes nos hacen más amable el camino
de la vida. Gracias por tu paciencia.
EL MISTERIO DE LAS CURSIVAS INVISIBLES
para María Ester Núñez
Los cristales de las gafas reflejan las notas que el compositor apunta
en el papel pautado. Son el inalcanzable contrapunto que a ese
compositor le cuesta tanto esfuerzo conseguir. Le bastaría con
mirarse hacia dentro para resolver tan menudo problema.
Los compositores sujetan la inspiración con las ligaduras que van de
nota a nota.
Qué paradójico: basta con una sílaba para nombrar cada nota
musical, cuyo sonido al tocar la tecla en el piano reverbera más allá
que aun la palabra más larga.
Si los médicos recetaran música en vez de analgésicos, antibióticos y
demás, sanaríamos mucho más rápidamente. Así, en la farmacia
pediríamos unas tabletas de sol, un jarabe de fa, unas cápsulas de re
sostenido.
Pero la más bella nota musical consta de tres sílabas:
silencio.
El grito no se concibe sin un silencio anterior y uno posterior. Como
cualquier nota musical. Un grito no es otra cosa que una nota musical
encabronada.
El trío para corno, violín y piano de Brahms recuerda a aquel trío de
un varón y dos mujeres cuando felizmente se aman —o dos varones y
una mujer, o tres varones, o tres mujeres—. Cuando sobre la cama se
despliegan figuras caprichosas, que en mucho recuerdan la fisonomía
de las nubes. Cuando de la garganta de esos tres seres hechos luz
brotan sonidos que semejan fuente cristalina, entonces la piel de esos
tres seres se hace una, exactamente como la voz de aquellos tres
instrumentos. Si a la mano no se cuenta con un corno, un violín y un
piano, se puede telefonear a personas cercanas y pedir ayuda.
El mejor modo de seducir a una mujer es mediante la enseñanza de
las sonatas para piano a cuatro manos. Se sienta el maestro junto a la
alumna, se le arrima el muslo, se le toma la mano, se le acarician los
dedos, se le sostiene el antebrazo, se balancea el cuerpo hasta
conmover al otro. Sutilmente se le dicen palabras dulces al oído —
que parecerían calificar la sonata: qué bella, qué linda, qué hermosa
es...‐. Por cierto, la de fa mayor K 497 de Mozart es ideal para tal
efecto. El único problema para la aplicación de este método es que
primero hay que ser pianista.
¿De verdad sería muy difícil manufacturar siete canicas de diferente
tamaño y color, que cada una emitiera el sonido de una nota musical
al caer al suelo o golpear, digamos, contra la pared?; que se les
proporcionaran estas canicas a los niños para que, desde luego,
jugaran con ellas, ¿qué acontecería: descubrirían el truco, se
asombrarían?, y, más aún: ¿cuánta música saldría de estos juegos o,
mejor, de estos combates, que para eso y no otra cosa han servido las
canicas de toda la vida?, y nada importaría que el niño supiera el
nombre de cada una, y al chocar un re contra un la, o un si contra un
mi, qué sucedería en la mente infantil?, ¿descubriría el acorde?, algo
se cimbraría en su corazón?, y me pregunto: ¿las canias tendrían que
tener algo en su interior para que sonaran?
El inventor del chelo debió prohibir su uso a las mujeres; que se
conformaran con la flauta.
SEDUCCIÓN DE LA MÚSICA
¿La música sirve para seducir? ¿La música es capaz de volver hacia un
hombre la mirada de una mujer? ¿La música pondría a los pies de un
varón el corazón de una mujer? ¿Qué música sería ésa?, ¿qué música
tendría tal hechizo que sujetara los caprichos inextricables de una
dama? ¿Existe esa música, en el caso de que esta suerte de prodigio
sea posible?
Me declaro incapaz de responder estas preguntas. Siempre he sido
de la idea de que a la mujer, en general, sólo es posible acercársele
vía labia o cartera antes que por influjo de los maestros o de las artes.
Sin embargo, tampoco desprecio este camino de la seducción por el
intelecto y la emoción, esa feliz combinación a la que apuntara
Borges, que lo dijo sin decirlo.
Mas cuando digo intelecto no quiero que se piense únicamente en la
mal llamada buena música, sino en cualquiera que esté a nuestro
alcance... según las circunstancias. Porque la música, sea cual fuere su
etiqueta, envuelve por completo, inocula el torrente sanguíneo y de
ahí en fuera no hay escapatoria. Dividamos este efluvio
amoroso/seductor cuando menos en dos vertientes, el clásico y el
otro.
El clásico. Si alguna vez invita usted, supuesto lector, a una mujer a
su casa, ofrézcale dos cosas: un tinto Rioja y un inequívoco Schubert,
por ejemplo, aquel cuarteto Rosamunda, o aquella sonata para piano
en do menor D.958, o aquella sinfonía Trágica o, para no dejarla ir,
aquel quinteto para dos chelos. No hay mujer que sometida a estas
presiones sea capaz de eludirlas. Pero si la fórmula Schubert/Rioja no
le produce el efecto deseado, bien puede usted decidirse y optar por
Shostakovich. Entonces abra un tequila blanco Siete Leguas, y ponga
la sonata para chelo y piano, el trío o el cuarteto número 7 del gran
ruso. Observe la mirada de esta mujer, porque no es posible sustraer
la música de Shostakovich del entorno humano. Siempre hay una
suerte de complicidad, de que el mundo cambia bajo el influjo de la
belleza. Eso es Shostakovich, y eso es el tequila blanco, fuego de
fuegos. Un ejemplo más, que no falla: Bach. Digamos que una mujer
entra conducida de la mano de usted hasta la sala de su casa. Que es
la primera vez que esa gentil dama pone un pie en el umbral del
predio del cual usted es propietario, o que renta, que para el caso es
lo mismo. Y usted quiere quedar bien. Le urge hacer sentir a esa
mujer en su casa. En esas circunstancias no hay más camino que Bach
—sin dejar de lado el otro término de la ecuación: vinito espumoso,
para sembrar la chispa en las circunvoluciones cerebrales femeninas, y
en sus ojos‐. Por cierto, lo que usted escoja de Bach es lo correcto. No
hay vuelta de hoja.
El otro. Ahí es donde se prueba un hombre y todo cabe en este
jarrito si se sabe acomodar: José José, José Alfredo, Cuco Sánchez,
Vicente Fernández o La banda del recodo, Los tigres del norte, Los
guardianes del amor, Bronco, Alicia Villarreal, Ana Bárbara. Y nadie se
va a poner camisa de fuerza: bacanora, jugo de nopal —que así
llamaba Kerouac al pulque—, ron, brandy, aguardiente. Sea como
fuere, la música envuelve y arropa a la mujer, y así el seductor se
ahorra la mitad del camino. El resto es responsabilidad de usted.
INSTRUMENTOS DE CUERDA FROTADA (I)
La viola. De sonido pastoso, hay quien considera a la viola la
cenicienta de la música. Tal vez porque le correspondió un lugar
humilde. Tal vez porque apenas se distingue entre esos dos colosos
que e' destino le puso a cada lado: el violín y el chelo. Ciertamente, la
viola, cenicienta o no, ejerce sus armas al momento de la seducción.
Más modesto que brillante, en comparación con el violín; más
discreto que ardiente, en comparación con el chelo; el sonido de la
viola tiende a acariciar más que a penetrar. Brahms lo supo. Bartók lo
supo. Berlioz, Hindemirh y Walton lo supieron. Si la escuchamos a
contraluz, advertiremos que de la viola brotan destellos cuyo viaje
termina en la bóveda celeste. Son las notas que se han quedado sin
tocar que permanecían encerradas en la caja armónica del
instrumento. La viola —especialmente las sonatas que Brahms le
compuso— suelen acompañar los sueños de las mujeres vírgenes.
Mozart no dudó en poner a la viola al par del violín, y no sólo por sus
dos sonatas para ambos instrumentos, sino por su enorme Sinfonía
concertante para viola y violín que le hizo decir palabras lindas a
William Styron. Mozart mismo tocaba la viola en un cuarteto de
cuerdas, que incluía al mismísimo Haydn. E hizo más por la viola:
añadirla precisamente al cuarteto —los quintetos para viola y
cuarteto son de las cartas más preciadas mozartianas; escucharlos
constituye un acontecimiento, en especial los que compuso al final de
su vida.
El chelo. Durante la ejecución del chelo, la estatura del intérprete se
mide en relámpagos. No existe nada más erótico que mirar a una
mujer tocar el chelo. El chelo sustituye al varón. Y no sólo por su
presencia física sino por la voz. Cuando el chelo suena, uno siente que
aquella voz es la voz misma de Dios padre. Semeja provenir desde las
cavernas insondables de la condición humana. Grave, solemne, sin
complacencias ni dobleces, aquella voz se incrusta en quien la escucha
y el alma crece. Y todo alrededor se torna severo y de prodigio. El
chelo es instrumento capaz de prescindir de cualquier escolta. Bach lo
dejó muy claro con sus seis suites para chelo solo —de las cuales, la
quinta semeja el dedo admonitorio‐. No es cualquier cosa mirar a un
hombre tocar el chelo. Al instante se transforma. Es como una lucha a
muerte la que se establece entre ese hombre y su instrumento; sus
manos parecen perseguir insectos en el diapasón. Tal vez porque el
chelo le recuerde el temple de aquel abuelo indomeñable —aunque
de pronto, y nadie podría dudarlo, también dulce y tierno como un
bendito—. El chelo tiene lo suyo para poner nervioso al violín. Ahí
está el concierto de Dvorak, que es obra maestra absoluta, o el de
Schumann, que Klara —la esposa del compositor— no era capaz de
escuchar sin que los ojos se le anegaran de lágrimas. Beethoven era
respetuoso del sonido del chelo, tenía depositada una fe
indestructible en su vigor; ojalá le hubiese compuesto un concierto, el
mundo de la música se lo habría agradecido; pero cuando menos lo
hermanó con el piano y el violín en su Triple concierto, que ha vuelto
loco a más de uno.
INSTRUMENTOS DE CUERDA FROTADA (II)
El violín. Aun antes de escucharlo, el violín ejerce una suerte de
encantamiento en las personas que lo contemplan. ¿Qué irá a tocar
este hombre?, se peguntan, y no saben si mirar al violinista o a su
instrumento. Sin ese violín, ese hombre seria menos que nada. ¿Por
qué no sucede lo mismo con el piano, con el clarinete, con el oboe o
con el instrumento que se desee? Cuando menos por dos razones;
a) El violín está rubricado por una leyenda; si se le mira por una de
sus "efes", se advertirá la historia que lleva a cuestas. Ningún otro
instrumento creado por el hombre se ha hecho acreedor a tal vuelo
de la imaginación. Desde su creación misma: se dice que Mara, una
mujer que habitaba en el bosque que sigue el trayecto del Moldavia
—río que Smetana ponderó en su suite del mismo nombre‐, se había
enamorado de un gachó, que así les llamaban los gitanos a los no
gitanos, en este caso un cazador; que por más que Mara lo intentaba,
el gachó no se dejaba seducir, hasta que se le apareció el diablo a la
mujer y le preguntó si estaría dispuesta a darle lo más preciado con
tal de tener al gachó en sus brazos. Mara no vaciló, y entonces el
diablo le dijo que esa noche dejara la puerta abierta, porque él iba a
entrar y se iba a robar el alma de su padre, de su madre y de sus
cuatro hermanos. Mara accedió, y con el alma de su padre el diablo
hizo la caja de resonancia de un violín; las cuatro cuerdas, con el alma
de sus hermanos, y el arco, con el alma de la madre. Se lo entregó a
Mara y le dijo, tócalo cuando veas que el hombre que amas y deseas
camina a la distancia. Mara obedeció, y al instante el gachó doblegó
su voluntad delante de ella. Así, Mara y el gachó se amaron, hasta
que el diablo se llevó sus almas. Se dicen más cosas. Que ese violín
pasó a manos de Barbu Lautaru, gitano que ha sido considerado el
más grande violinista en la historia de la música y, más tarde, fue
propiedad de Wilhelm Friedrich Bach, matemático y organista de
Notre Dame —con sangre de genio en sus venas‐, que de dirigir la
orquesta de la corte de Arnstadt cambió todo por vivir con los
gitanos, como verdadero trashumante, tocando e improvisando sin
detenerse, como poseído, sin tener más auditorio que hombres rudos
y mujeres de pipa.
b) El violín es un instrumento punk, a la inversa de su hermano, el
ñoño y muy respetable piano. Nada más alejado de la complacencia
que un violín. Todo alrededor de este instrumento es ácido, punzante,
carroñero. Desde el modo de tomarlo, de estudiarlo y de tocarlo, así
como la música que se ejecuta con él. Aun las escalas más simples,
hieren el oído. Y en la misma medida es instrumento óptimo para
seducir y, si se quiere ir más allá, enamorar. No hay mujer que lo
resista. Fritz Kreisler, quien acostumbraba ir armado de su
Stradivarius a las casas de paga, sabía de estos efectos. Siempre y
cuando esté magníficamente tocado, aquella mujer dirá que sí; de lo
contrario es mejor tener a la mano un poema. Por más cursi que sea.
INSTRUMENTOS DE CUERDA FROTADA (III)
El contrabajo. Su sonido reverbera como un ahuehuete que estuviera
viniéndose abajo. Ver tocarlo es un espectáculo que en mucho
recuerda la hazaña de un hombre heroico. Se antoja imposible. Todo
en el contrabajo es enorme. El diapasón, por ejemplo, es tan grande
como un violín. Y ni qué decir del puente, que en mucho recuerda al
de Normandía, o de las clavijas, que parecen fijar las cuerdas de un
ring. Los contrabajistas son hombres hechos en el gimnasio. Antes de
adiestrarse en la afinación, lo hacen en la halterofilia. Porque tocar el
contrabajo es una situación semejante a empujar un camión en
subida. Dicen que uno de los trabajos de Hércules fue tocar el
contrabajo. Y sin embargo este instrumento incomplaciente tiene
mucho de dulzura. Hay contrabajistas que hacia allá encaminan sus
esfuerzos, y cuando lo logran es prodigioso sentir en el sonido del
contrabajo una mano que nos acaricia; el contrabajo recuerda
entonces a un padre gigantesco cargando a su hijo recién nacido. Se
dice que un mexicano —de cuyo nombre no quiero acordarme—
compuso un concierto para contrabajo, llamado Concierto Miramón.
Todo es posible cuando se habla del contrabajo. Aun lo más absurdo.
Quien esto escribe nunca ha escuchado un concierto para contrabajo
y orquesta, ni siquiera en una grabación. Y sólo ha tenido la
oportunidad de oír a un contrabajista: Murray Chapinsky, que tocaba
al contrabajo los Capricci de Paganini.
El arco. ¿Cómo escribir acerca de los instrumentos de cuerda frotada y
no dedicarle unas líneas al arco, sin el cual no habría música posible?
Tan ligero y tan firme que se advierte un buen arco; digamos,
aquellos hechos por ese gran arque‐tero que fue François Tourte,
cuya firma en mucho supera a los fabricados por Dodd y Tubbs,
también de origen francés. Construido con palo de pernambuco, al
parecer su flexibilidad se atribuye a esta madera —o al corazón frágil
de quien lo manipula.
Simón Rodríguez Tagle, maestro potosino del violín, desplegó los
diez mandamientos que deben seguir los usuarios del arco;
1) Nunca prestes tu arco, de lo contrario te traerá más dificultades
que si lo negases.
2) Trata tu arco con cuidado y afecto, que tratándolo así lo tendrás
listo en cualquier momento para usarlo.
3) Prívate de hacer con él toda clase de ademanes, de lo contrario te
acarreará malos resultados y demostrarás con esto no tener ninguna
educación.
4) Regulariza siempre su tensión antes de usarlo; nunca exageres
hasta llegar al extremo de que la varilla quede recta.
5) Usa siempre brea de buena clase para que no se revienten con
frecuencia las cerdas y salga ríspido el sonido a consecuencia de la
mala calidad de aquélla.
6) Procura ponerle la brea en una forma que sea más en los
extremos que en medio.
7) No abuses de ponerle demasiada brea, con pocas pasadas es
suficiente.
8) Limpia la varilla por abajo de la cinta antes y después de haberlo
usado.
9) Encinta tu arco por lo menos cada seis meses, máxime cuando
uses cuerdas de acero, y
10) Retírale por completo la tensión inmediatamente después de
haberlo usado.
A lo cual, y sin faltarle el respeto al maestro Rodríguez Tagle,
nosotros podríamos agregar uno:
11) No utilices el arco para causas innobles, como tirarle saetas
envenenadas a las damas que te ignoran. Que ni así serán tuyas.
En fin, respeto merece quien hace un arte de su arco, pues es ahí
donde se advierte al violinista maestro.
PROGRAMAS DE MANO
para Miriam
Los programas de mano de los conciertos —¿habrá de otros?—
semejan solapas y cuartas de forros de los libros, tan así que no hay
que creerles nada. En lo que a elogios se refiere.
Hay quien colecciona programas de mano, independientemente si
aquel concierto fue de su agrado. Llegan a (a)cumular cientos, que
pegan en álbumes. Cuando la nostalgia hace presa de su ánimo, pasan
las hojas y evocan: aquella mano acariciando la mano de la amada
durante el allegretto de la Séptima de Beethoven; el vino que aún
bullía en sus entrañas cuando el mundo parecía venírsele encima y la
Júpiter de Mozart colmaba sus oídos; las palabras de ella —"me duele
ser tu amante"‐, antes de entrar de la mano a escuchar a Boris Belkin,
en aquella soleada, increíblemente triste mañana en la
Nezahualccíyotl...
Los programas de mano se pueden ordenar a gusto del coleccionista;
cronológicamente, por sede, por orquestas, por solistas, por géneros,
hasta por ciudades —pues hay quien de Guadalajara no regresa sin
cuando menos el par.
No todos los programas de mano acarrean recuerdos. Sobra quienes
deciden guardarlos porque la acumulación les atrae, y nada más. Hay
quien colecciona anillos de puro, llaves, timbres postales; los hay
quienes se inclinan por búhos, vacas, ranas, unicornios, animales de
los que es preferible mantenerse alejado. Pero el que colecciona
programas de mano atesora su acervo como si se tratara de discos de
acetato.
Hay programas de mano impresos con fino y delicado gusto, y otros
que semejan hojas parroquiales atiborradas de información en cada
página, de reproducciones de fotografías deslavadas, de plecas
insufribles; y eso para no hablar de la pésima sintaxis, faltas de
ortografía, erratas despiadadas, omisiones vergonzosas.
En cambio se agradecen —y celebran— los programas de mano
impecables. Ejemplares emblemáticos cuidadosamente revisados, en
los que nada falta ni nada sobra —¡cuán difícil de lograr es esto!—.
No todos los coleccionistas de programas de mano reparan en estas
exquisiteces; después de todo no tienen por qué detectar un español
escrito con las patas; lo que la inmensa mayoría justiprecia es la tinta
indeleble del concierto: que permanezca plasmado allí mismo aquel
acontecimiento.
¿Desde cuándo existen los programas de mano? Tarea ardua dar con
la fecha exacta, lo que sí se sabe es que ya en la época de Mozart se
daba cuenta, en hojas de papel elegante y de alto gramaje, de las
obras que se escucharían en aquella sesión —generalmente jornadas
de hasta cinco horas—, pero, he aquí lo hermoso, aquellos programas
no eran para uso individual sino colectivo. Iban de mano en mano,
arrastrando aromas y perfumes.
¿Quién no daría el brazo izquierdo por tener consigo el programa del
estreno de la Quinta de Beethoven?, ¿o acaso de la Consagraciónn de
la primavera de Stravinsky?, ¿o, pero por supuesto que sí, del
concierto para piano número 20 de Mozart, interpretado por él
mismo?, ¿o de la Quinta Sinfonía de Prokofiev?, o ¿del furiosísimo
Cuarteto para piano y cuerdas de Schumann? Y si queremos ser
radicales, del Concierto para violín de Brahms.
Si hubiese que etiquetar los programas de mano según los cánones
literarios emanados de la más recalcitrante academia, ¿en dónde
encasillarlos?... Entre la epopeya y la apología, sin duda.
MASCOTAS
Los violonchelos. Son las mascotas de los violonchelistas. Hay que ver
cómo los cuidan. Ni siquiera son capaces de despegarse de ellos en
los viajes que emprenden, sea una distancia de 200 kilómetros o bien
alrededor del mundo. Como si entraran con un gran danés de la
mano, los violonchelistas se abren paso con su instrumento a la vista.
La gente no tiene más remedio que hacerse a un lado, sobre todo
cuando aquel músico es, digamos, invitado a una fiesta. Y los mirones
se quitan del paso porque el violonchelo se impone. El violonchelista
lo lleva agarrado de la asa del estuche y dice "cómper, cómper", para
evitar que el mastín vaya a soltar una tarascada al que se encuentre
más cerca. De que no es una mascota amable no hay duda, tan así
que el violonchelista evita que nadie la toque. "Muerde", dice entre
sonrisas forzadas cuando alguien extiende la mano en un claro deseo
de pulsar aquel enigmático ser.
Los violines. A simple vista no dan miedo. Los violinistas viajan con
ellos a todas partes y los acomodan donde caiga: en el asiento
delantero del auto, entre sus piernas si van en el metro, en la silla
vacía o echado a sus pies durante la visita acostumbrada a la cantina.
Es su pastor alemán y punto. El violinista no se preocupa por explicar
a nadie las virtudes de aquel instrumento porque nadie le pide la
menor explicación. ¿Quién no ama a un pastor alemán? Además, el
instrumento es tan cariñoso como aquella mascota dulce y amorosa.
Con ese gusto lo presenta. Por ejemplo, con su prospecto amatorio.
La chica —o el chico, según— se le queda mirando dubitativamente.
"Tócalo, no muerde", dice él, y ella se anima. Porque, ya se dijo, el
pastor alemán es tan dócil como una persona cuando está de buen
humor. Pero habrá que verlo en situaciones límite. El violinista pasa
el arco por aquellas cuerdas, y en el acto la mascota se prende. A eso
vino al mundo. Y no hay violinista que no lo sepa.
El piano. Es un felino enorme. Un león o un tigre, como se quiera. A
todo mundo le llama la atención tocarlo, pero muy pocos pueden.
Hay que prepararse con la mejor voluntad del mundo. Porque es
capaz de traicionar a su amo en cualquier momento. Que, por otro
lado, la verdadera mascota nunca se presenta en público. Ni modo
que su dueño la lleve durante la gira. No hay más remedio que dejarla
en casa y tomar las precauciones necesarias cuando se entra en
conocimiento de aquel nuevo compañero, en el que se tocará el
concierto. Por cierto, el león o el tigre, como se quiera, es
inmensamente feliz devorando a los niños que ponen sus manitas
sobre ellos. Así sea que se trate de una simple caricia, aprovecha la
oportunidad para engullirlos. Niños de todos los países, manténganse
alejados de los pianos.
La batuta. Es la más incondicional de las mascotas. La reina absoluta.
No necesita alimento alguno, ni comodidad en lo más mínimo. La
batuta simplemente sigue los movimientos de la mano de su dueño y
se deja conducir por caminos de prodigio y maravilla. Es la única
mascota que no exige casa aparte, ni siquiera comida especial.
Dichoso su propietario, sin importar qué tan diestro sea.
APÉNDICE
BREVÍSIMO INTENTO DE GLOSARIO MUSICAL
ALLEGRO m. Dícese del primer movimiento con que suelen arrancar
obras musicales de más de un movimiento; aun no existen obras de
un solo movimiento que consten de más de dos. "Es muy allegro",
dicen en Italia de quienes suelen distraerse más de la cuenta en los
brazos de la vecina.
BAUTIZO m. Sacramento por el que algunos compositores suelen
nombrar sus obras. Haydn era muy dado a esta costumbre, por
ejemplo, entre sus cuartetos figuran La alondra. El jinete, La broma. El
pájaro. El emperador. Las quintas; Mozart no se queda atrás: Júpiter.
Praga. Linz, entre sus sinfonías, y La caza y Los prusianos entre sus
cuartetos.
MOVIMIENTO m. Parte de una sinfonía, sonata, etc. Cada m. reviste un
carácter determinado. Los hay alegres, trágicos, introspectivos. No
debe confundirse un m. musical con otro tipo de m. Por ejemplo, el
m. de una mujer al caminar (que bien puede denominarse peligroso),
o un m. político, que dé al traste con un sistema de gobierno (que
bien podría denominarse intrascendente). Por regla general, el m. se
nombra en italiano: allegro, andante, scherzo... No siempre los
compositores tienen una idea exacta de lo que quieren decir; por
ejemplo, cuando denominan a su m. allegro con fuoco ma non tanto
ma con spirito quasi adagio quasi andante.
MÚSICA DE CÁMARA f. Cumbre de la música. Se encuentra en el polo
opuesto de la ópera. La integran grupos de unos; miembros: dúos,
tríos, cuartetos, quintetos, sextetos y, muy rara vez, septetos, octetos
y nonetos (no confundir con nonatos; aunque ahora mismo haya un
músico que esté componiendo un noneto nonato). A diferencia de la
música d'ichesia, la de c. solía acompañar las actividades que se
llevaban a cabo en las alcobas de los señores nobles. El radio ha
sustituido con creces aquellas jornadas. Cualquiera puede acompañar
sus sesiones (de preferencia amorosas) con lo mejor de esta música.
ÓPERA f Cantina del centro de la ciudad de México en la que no se
sirve botana; se caracteriza por sus precios exorbitantes y la excelente
música que suele escucharse ahí. || Representación escénica
musicalmente narrada. Salvo excepciones, combina una buena
música con un mal argumento. La ó. suele provocar pasiones tan
extremas como la fiesta taurina. Hay fanáticos capaces de matar por
una zapatilla usada por la Callas. Durante generaciones, la ó.
representó lo que el cine actualmente para los escritores: la
posibilidad de volverse famosos y millonarios. Pero ni con el genio
estaba garantizado el éxito: Schubert lo intentó y sus esfuerzos no
pasaron de resultados vacuos; otro tanto aconteció con Beethoven.
La superficialidad de la ó. obligó a Brahms a tejer una frase admirable:
"Hay dos cosas en mi vida que nunca acometeré: una ópera y el
matrimonio".
PENTAGRAMA m. Tramado en el que se escriben las notas musicales.
Consta de cinco líneas y cuatro espacios. Si se le dibujan púas a las
líneas, el pentagrama puede utilizarse como cerca de campo de
concentración.
SCHERZO m. Nombre con el que algunas familias llaman a su perro.
Beethoven inventó el s. propiamente dicho. Chopin le dio un carácter
aún más enérgico, e incluso dramático. La dificultad de interpretación
de un s. radica en su velocidad vertiginosa y la acentuación que habrá
de imprimírsele a cada nota. Tal vez por eso, un devaluado novelista
mexicano le dio el nombre de s. a una suripanta famosa (en la
historia, se entiende) por la premura con que exigía la satisfacción de
sus clientes.
SONATA f Forma de composición musical para uno o dos instrumentos.
Se diferencia de la cantata en que el destino de ésta es ser cantada,
mientras que la s. debe "sonar". Varias de las s. de Beethoven han
sido bautizadas de forma por demás melodramática: Claro de luna.
Tempestad, Appasionatta, A Tercia... El término se ha generalizado, y
hoy día existen reposterías, bolígrafos, perfumes que llevan ese
nombre. "Son nata", dicen los niños cuando se les muestran
determinados panecillos; esto no significa que el día de mañana serán
músicos.
SUITE f. Habitación de hotel con un pequeño recibidor. La s.
presidencial es la habitación de lujo de un hotel; hay hoteles de los
llamados de paso que ofrecen su s. presidencial cuando el parecido
con el gobernante es notable. || Serie de danzas en un mismo tono,
que adquirió celebridad por la aportación de Haendel y Bach (s. de
Bach para cello solo). Dos s. que enriquecieron el género son la de
Debussy (S. Bergamasque) y la de Rimski Korsakov (Sheherazada).
TRÍO m. Hay diversos elementos capaces de conformar un t. En
música, la dotación más socorrida es la de violín, violonchelo y piano.
Provenientes desde el clasicismo, entre muchos otros destacan los t.
de Haydn, Mozart, Beethoven, Mendelssohn, Schumann, Brahms. El t.
también es practicado por matrimonios que de pronto deciden invitar
a un tercero a compartir el vino y la carne, cuando no el dolor y el
desconsuelo. Pueden, asimismo, unirse tres personas (en la
combinación que se desee: dos hombres y una mujer, tres mujeres,
tres hombres, dos mujeres y un hombre) y crear facetas y posiciones
impensadas.
VIOLÍN m. Instrumento de cuerda frotada. Mal tocado, los nazis lo
utilizaron como herramienta de tortura. Tiene cuatro cuerdas, pero
Paganini demostró que se puede tocar con solo una —siempre y
cuando se cumplan dos requisitos: 1) ser genial; 2) que una mujer
exija tal condición a cambio de algo que sólo esa mujer sea capaz de
dar. A diferencia de un automóvil, que consta de l00 mil piezas, el v.
alcanza las 75, y a veces menos. Borges dijo —o lo pudo haber dicho‐
que es la figura más bella creada por el hombre. La literatura para v.
es escasa, si se la compara con la de piano o con la escrita por los
poetas, de la cual no toda se salva.
UN CUENTO
para don Carlos Arriaga
Ni siquiera borró, prefirió radiar los escasos compases que había
apuntado en aquella hoja pautada. No escribía más música, pero su
nieta le había arrancado la promesa de una melodía navideña.
Había intentado complacerla desde principios de diciembre. Alguna
vez compositor respetado, ahora no componía más. Lo que menos le
preocupaba era tener un pretexto a la mano: sus casi 80 años habían
sepultado toda inspiración, las enfermedades del riñón y del hígado lo
acometían de dolor y sobresaltos, simplemente la vejez lo mantenía
en el límite del cansancio ‐no podía sobrevivir una mañana sin dormir
cuando menos dos siestas prolongadas— y, para acabarla de amolar,
los novedosos recursos tecnológicos al servicio de la composición, que
lo hacían sentirse terriblemente anticuado —¿cuándo aprendería a
componer en aquella laptop infernal que le había regalado su hijo?,
jamás.
¿Pero esto lo entendería su nieta, Carolina Isabel? Casado
tardíamente, su hijo le había ordenado a la niña de tres años que
exigiera al abuelo una pieza como regalo de Navidad. Porque alguna
vez, el entonces célebre compositor lo había hecho así con él mismo,
con su hijo. Pero ésos habían sido otros tiempos, se repitió el músico.
Él no componía más. Si su hijo pensaba que de ese modo lo
reanimaría, estaba loco El había abandonado la música, ¿o la música
lo había abandonado a él?, no lo sabía, y ese capítulo de su vida,
seguramente el último, estaba cerrado. Pero no se podía quitar de
encima la vocecita de su nieta pidiéndole una canción de Navidad —
¡y encima una canción!, bueno, cualquier manojo de notas serviría,
una melodía linda a la cual el día de mañana se le pudiera añadir
letra; muchos compositores trabajaban así. ¿Pero en dónde estaba
ese manojo?
Miró su piano Ronich vertical. Silencioso como él mismo. Negro
como el duelo que muy pronto vestirían por él. Aunque no tan pronto
como la noche que ya sentía sobrevenir. Su hijo, su nuera y su nieta,
que a eso se reducía toda su descendencia, timbrarían en cualquier
momento. Los atendería Irma, quien aún a sus 70 años, conservaba
muy vivo el arte del buen anfitrión. Cuánto tenía que agradecerle.
Siempre se había mantenido al margen: discreta, comedida.
Cualidades que no había heredado su hijo, que a la menor
oportunidad tenía el mal gusto de comprometer a quien fuera. Justo
como había sucedido con su nieta. Aunque a decir verdad, no era algo
tan grave. El mismo había compuesto abundante música para niños.
Si Dios le regalara un poco de inspiración, la última. No pediría más.
Para qué. Estaba acabado y todo mundo lo sabía. No había más
encargos por parte de ningún solista, de ninguna orquesta, ni pública
ni privada. Puso una vez más la mano derecha en el teclado. O estaba
a punto de hacerlo, cuando escuchó la voz a sus espaldas; "¿Ya
acabaste mi canción, abuelito?". Sintió un vacío en el estómago. Odió
a su hijo con toda el alma. "A ver, tócame mi canción, ándale."
"Bueno, escucha —se oyó decir, con voz trémula—, ahorita es la
música y después le ponemos letra, ¿zas?"
Un fa le dio el cono. A su mente acudiría alguna melodía de quien
menos se lo imaginara: Mozart, Schubert, Bach, Beethoven; si
después de todo había sido un pianista connotado y memoria musical
siempre había tenido. Saldría del paso de ese modo, después alegaría
cualquier cosa. E iba a empezar, cuando de sus manos brotó una
melodía nueva, no tocada ni escuchada nunca jamás. ¡Qué maravilla!
Las manos se deslizaban como si por sí solas tuviesen voluntad propia,
y aquello sonaba de fábula, justo como él quería: lindo, muy lindo. La
niña brincó alrededor de él, le aventó los brazos al cuello y lo besó al
tiempo que decía: "¡Gracias, abuelito, gracias!".
JUGUETERÍA MUSICAL
I
Cuando los templos fueron
derrumbados
y las catacumbas
destruidas,
el único altar indestructible
fue, entonces,
Juan Sebastian Bach.
II
Johannes Brahms
vivió un segundo más
amortajado
en sus tres sonatas
para violín y piano.
III
Para entrar a oír
a Mozart,
el requisito único
era ser
mayores de amor.
La alondra haydniana
revolotea
en el aroma de las partituras.
Desbordan a las notas
y escurren por los pentagramas
los colores de los Cuadros de una exposición.
VI
La Patética de Chaikovski
es una mujer
que desea —y no ha podido— morir
desde hace cíen años.
O más.
VII
No es que Ludwig von Koechel
haya amado a Mozart
desmesuradamente;
más bien
quería asegurar
su entrada al paraíso.
VIII
Beethoven nació
en 1770
un dieciséis de Mozart.
IX
Cada vez que suena la Marcha fúnebre
muere
una campana.
X
La primavera consagró a Stravinsky
... y viceversa.
XI
Apenas con un piano
sumergido
para interpretar a Debussy.
XII
¡Me han robado!,
exclamó el zenzontle
al oír un Stradivarius
cantar
en el concierto.
XIII
En desibelius,
que no decibeles,
el sonido debería medirse.
XIV
Mozart y el clarinete,
vecinos de cuna.
XV
La naturaleza creó
en el centro de todo tímpano
un hueco minúsculo
con la forma de una nota musical
donde sólo cabe, libre al fin,
la última nota
de la Gran fuga.