“punto de” y desmoronarme por un detalle que no preví. Volver a intentarlo, previendo ese detalle, y derrumbarme de nuevo por otro error. Caer y levantarme, y colocar una vez más la pieza que hizo falta, la palabra precisa en un texto, por ejemplo, y creer por un momento que terminé y sonreír, y darme cuenta un segundo más tarde que aquel final era una ilusión. Volver a recoger todas las fichas, las palabras, y construir de nuevo otra ilusión. Como en el mito de Sísifo, mi dulce condena es subir y subir, llevar una piedra, dejarla caer y subirla una vez más. Aunque con cada intento me hablen de frustraciones y me tilden de frustrado, en la ilusión de lograrlo está la fuerza, no en lograrlo.
En la ilusión de lograr un amor perfecto
radicó el más perfecto de mis amores, que fue perfecto porque fue un fracaso: un beso por llegar, una palabra por decir, una mirada por descifrar. Por la ilusión de hacer el libro que siempre quise hacer, escribí páginas y paginas, y fui pleno mientras las escribía, e incluso me convencí de que lo ideal sería no terminarlo jamás, pero lo acabé. Apremiado por el incesante bombardeo de metas y finales al que estamos expuestos día a día, puse el punto final y respiré con alivio. Dos minutos después, sin embargo, comprendí que no había escrito el libro que siempre había querido escribir. Era un fracaso, pero fue ese fracaso el que me llevó a volver a empezar.
Mi única gran certeza ha sido y seguirá
siendo el fracaso, porque fracasar, en esencia, sólo depende de mí. Muy a pesar de que suene absurdo, en el fracaso soy libre. En el éxito, en cambio, estaría atado a una infinita sucesión de favores, que son cadenas, dependencia, prisión y final. El fracaso es una eterna motivación. El éxito, una mentira atada a miles de personas y factores, una dependencia, un hacer según una medalla o el otro. El fracaso es un camino sin fin. El éxito, un final, que como todo final, dura menos de un minuto y luego mata. El fracaso es un reiterado ensayar y errar, como la vida. El éxito es vanidad, vanidad de vanidades, y solo vanidad, y en el mejor de los casos, terminar cantando como cantaba Yaco Monti: “Vanidad, por tu culpa he perdido”.