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JACQUES DERRIDA (1930-2004)

Filósofo francés, cuyo trabajo originó la escuela de deconstrucción, una estrategia de análisis que ha sido aplicada a literatura,
lingüística, filosofía, jurisprudencia y arquitectura. En 1967, publicó tres libros: Speech and Phenomena (1), Of Grammatology
(2), y Writing and Difference (3), que han introducido el punto de vista deconstructivista en la lectura de textos. Derrida ha
resistido ser clasificado, y sus últimos trabajos continúan redefiniendo su pensamiento.
La obra de Derrida se centra en el lenguaje. Sostiene que el modo metafísico o tradicional de lectura produce un sinnúmero de
falsas suposiciones sobre la naturaleza de los textos. Un lector tradicional cree que el lenguaje es capaz de expresar ideas sin
cambiarlas, que en la jerarquía del lenguaje escribir es secundario a hablar, y que el autor de un texto es la fuente de su sentido.
El estilo deconstructivista de lectura de Derrida subvierte estas presunciones y desafía la idea de que un texto tiene un
significado incambiable y unificado. La cultura occidental ha tendido a asumir que el habla es una vía clara y directa para
comunicar. Derrida cuestiona esta presunción en psicoanálisis y lingüística. Como resultado, las intenciones de los autores en el
discurso no pueden ser incondicionalmente aceptadas. Esto multiplica el número de interpretaciones legítimas de un texto.
La deconstrucción muestra los múltiples estratos de sentido en que trabaja el lenguaje. Deconstruyendo las obras de anteriores
pensadores, Derrida intenta mostrar que el lenguaje está mudando constantemente. Aunque el pensamiento de Derrida es
considerado a veces por los críticos como destructivo de la filosofía, la deconstrucción puede ser mejor entendida como la
muestra de ineludibles tensiones entre los ideales de claridad y coherencia que gobiernan la filosofía, y los inevitables defectos
que acompañan su producción.

 La voz y el fenómeno.  Glas (extractos).


 De la gramatología.  La tarjeta postal. De Freud a Lacan y más allá.
 La escritura y la diferencia.
JACQUES DERRIDA
Nota: lo siguiente ha sido extraído de Fifty Key Contemporary Thinkers, John Lechte, Routledge, 1994.
Recientemente, Jacques Derrida ha agregado otro margen a su trabajo con un libro sobre Marx. Su filosofía deconstructivista, ha
dicho, nunca ha sido antimarxista en ningún sentido puro. De este modo, ahora muchos están esperando, quizás
equivocadamente, una anticipación de si hay realmente un elemento político en la gramatología de Derrida.
Un número importante de tendencias subyacen en el punto de vista de Derrida en filosofía y, más específicamente, en la
tradición occidental de pensamiento. Ellas son, primero, una preocupación por reflejar arriba y abajo la dependencia de esta
tradición de la lógica de identidad. Esta lógica de identidad deriva particularmente de Aristóteles y, en palabras de Bertrand
Russell, comprende las siguientes características claves:

 ¿La Ley de Identidad? ¿Lo que es, es?


 La Ley de Contradicción: ¿Nada puede a la vez ser y no ser?
 La Ley del Tercero Excluido: ¿Todo debe ser o no ser?
Estas leyes de pensamiento presuponen no sólo coherencia lógica, sino que también aluden a algo igualmente profundo y
característico de la tradición en cuestión, a saber: ¿qué hay una realidad esencial? un origen- al que estas leyes se refieren. ¿Para
sostener la coherencia lógica, este origen debe ser simple? (por ejemplo, libre de contradicción), homogéneo (de la misma
substancia u orden), presente a, o de lo mismo como sí mismo (por ejemplo, separado y distinto de cualquier mediación,
consciente de sí mismo sin ningún espacio entre el origen y la consciencia). Claramente, estas leyes implican la exclusión de
determinadas características, a saber: complejidad, mediación, y diferencia brevemente, características que evocan impurezas o
complejidad. Este proceso de exclusión toma lugar en un nivel metafísico y general en el que, además, un sistema completo de
conceptos (sensible-inteligible; ideal-real; interno-externo; ficción-verdad; naturaleza-cultura; habla-escritura; actividad-
pasividad; etc.) que gobiernan la operación del pensamiento en Occidente, llega a estar instituido.
A través del punto de vista llamado deconstrucción. Derrida ha comenzado una investigación fundamental en la naturaleza de la
tradición metafísica occidental y sus bases en la ley de identidad. Superficialmente, los resultados de esta investigación parecen
revelar una tradición perforada por paradojas y aporías lógicas, tal como la que sigue, en la filosofía de Rousseau.
Rousseau argumenta en un momento que la sola voz de la naturaleza debería ser escuchada. Esta naturaleza es idéntica a sí
misma, una plenitud a la cual nada puede ser añadido o substraído. Pero él también llama nuestra atención sobre el hecho de que
la naturaleza en verdad está algunas veces carenciada? como cuando una madre no puede producir suficiente leche en sus
pechos para la criatura. La carencia no llega a ser vista como común en la naturaleza, si ésa no es una de sus más significativas
características. De este modo, Derrida muestra, de acuerdo a Rosseau, que la naturaleza autosuficiente también está desprovista.
La falta, en realidad, pone en peligro la autosuficiencia de la naturaleza, esto es su identidad o, como Derrida prefiere, su auto
presencia. La autosuficiencia de la naturaleza puede ser mantenida solamente si la carencia es suplida. Sin embargo, en
resguardo de la lógica de identidad, si la naturaleza requiere un elemento supletorio tampoco puede ser autosuficiente (idéntica
consigo misma), porque autosuficiencia y necesidad son opuestos: una u otra pueden ser las bases de una identidad, pero no
ambas, para que la contradicción sea evitada. Este ejemplo no es ninguna excepción. La impureza de esta identidad, o el
debilitamiento de su auto presencia, es un hecho ineludible. Pero, más ampliamente, cada origen aparentemente ?simple? tiene,
como su íntima condición de posibilidad, un no-origen. Los seres humanos requieren la mediación de la consciencia, o el espejo
del lenguaje, para conocerse a sí mismos y al mundo; pero esta mediación o espejo (estas impurezas) tiene que estar excluida del
proceso de conocimiento; hace posible el conocimiento, aunque no está incluida en el proceso de conocimiento. O, si lo están,
como en la filosofía de los fenomenólogos, ellas mismas (consciencia, subjetividad, lenguaje) devienen equivalentes a una
suerte de presencia auto idéntica.
El proceso de deconstrucción que investiga los fundamentos del pensamiento occidental, no lo hace en la esperanza de que será
capaz de remover estas paradojas o estas contradicciones; ni lo hace en la pretensión de ser capaz de escapar a las exigencias de
su tradición ni establecer un sistema de su propia narrativa. Más bien, reconoce que está forzado a usar los mismos conceptos
que ve como insostenibles, en los términos de la demanda que realizan. Brevemente, también debe (al menos, provisionalmente)
sostener estas demandas.
El ímpetu de la deconstrucción no es simplemente que muestra, filosóficamente, que las leyes de pensamiento se hallan
defectuosas. Más bien, la tendencia evidente en la oeuvre de Derrida es un interés de penetrar efectos, abrir el terreno filosófico
para que pueda continuar siendo el sitio de creatividad e invención. La noción de diferencia o différance, lleva tal vez a la
segunda tendencia más claramente discernible en la obra de Derrida una íntimamente alineada con el deseo de mantener la
creatividad de la filosofía.
Différance es el término acuñado por Derrida en 1968, a la luz de sus investigaciones en la teoría saussureana y estructuralista
del lenguaje. Mientras Saussure había sufrido grandes dolores al mostrar que el lenguaje en su forma más general podía ser
entendido como un sistema de diferencias, ¿sin términos positivos?, Derrida notó que las totales implicaciones de esa
concepción no fueron apreciadas ni por los estructuralistas de días posteriores ni por el mismo Saussure. Diferencia en términos
positivos implica que esta dimensión en lenguaje debe permanecer siempre imperceptible, estrictamente hablando es
inconceptualizable. Con Derrida, la diferencia deviene en lo que queda fuera del alcance del pensamiento metafísico occidental,
porque es la última condición de posibilidad. Por supuesto, en la vida cotidiana la gente habla más fácilmente sobre diferencia y
diferencias. Decimos, por ejemplo, que “x” (que tiene una cualidad específica) es diferente de “y” (que tiene otra cualidad
específica), y usualmente significamos que es posible enumerar las cualidades que producen esta diferencia. Esto, sin embargo,
es dar a la diferencia términos positivos implicando que puede haber una forma fenoménica-, de modo que ello no puede ser la
diferencia anunciada por Saussure, la que es efectivamente inconceptualizable. La primera razón para el neologismo de Derrida
deviene en consecuencia aparente: él quiere distinguir la diferencia conceptualizable del sentido común, de una diferencia que
no es traída de regreso en el sentido de lo mismo y que, a través de un concepto, da una identidad. La diferencia no es una
identidad, ni es la diferencia entre dos identidades. Diferencia es diferencia diferida (en francés, el mismo verbo ?différer-
significa tanto ?diferenciarse? cómo ?diferir?). Différance nos alerta sobre una serie de términos que son prominentes en la obra
de Derrida, cuya estructura es inexorablemente doble: fármaco (tanto veneno como antídoto); suplemento (tanto lo sobrante
como adición necesaria); hymen (tanto interior como exterior).
Otra justificación para el neologismo de Derrida también deriva de la teoría del lenguaje de Saussure. La escritura, había dicho
Saussure, es secundaria con respecto al habla hablada por los miembros de una comunidad lingüística. La escritura para
Saussure es incluso una deformación del lenguaje en el sentido que él (a través de la gramática) llega a ser una verdadera
representación; mientras que, en realidad, reclamó Saussure, la esencia del lenguaje está contenida únicamente en el discurso
viviente, el que está cambiando siempre. Derrida interroga esta distinción. Y como distinto, él observa que tanto Saussure como
los estructuralistas (cf. Lévi-Strauss) operan con una noción coloquial de escritura, una que intenta evacuar todas las
complejidades. Por lo tanto, la escritura presupone ser puramente gráfica, quizás una ayuda para la memoria, pero secundaria
para el habla; está considerada por ser fundamentalmente fonética, y representa así los sonidos del lenguaje. El habla, por su
parte, supone estar más cercana al pensamiento, y en consecuencia a las emociones, ideas e intenciones del hablante. El habla,
como lo primario y más original, contrasta entonces con lo secundario, el estatuto representado por la escritura. Derrida, el
gramatólogo (teórico de la escritura), intenta mostrar que esta distinción es insostenible. El propio término différance, por
ejemplo, tienen un elemento irreductiblemente gráfico que no puede ser detectado en el nivel de la voz. Además, la pretensión
de que la escritura fonética es enteramente fonética, o que el habla es completamente audible, se torna sospechosa tan pronto
como la naturaleza exclusivamente gráfica de la puntuación deviene aparente, junto con los silencios (espacios) impresentables
del habla.
De un modo u otro, la ouevre de Derrida es una exploración de la naturaleza de la escritura en el más amplio sentido como
différance. La dimensión de la escritura, que siempre incluye elementos pictográficos, ideográficos y fonéticos, no es idéntica
consigo misma. La escritura, entonces, siempre es impura, y como tal desafía la noción de identidad, y, finalmente, la noción del
origen como ?simple?. No es ni totalmente presente ni ausente, sino que es la huella resultante de su propia borradura en el viaje
hacia la transparencia. Más que esto, la escritura es, en un sentido, más original que las formas fenoménicas que supuestamente
evoca. La escritura como huella, marca, grafema, deviene en la precondición de todas las formas fenoménicas. Este es el sentido
implícito en el capítulo de Of Grammatology titulado El fin del libro y el comienzo de la escritura. La escritura en el sentido
más estricto, muestra ese capítulo, es virtual, no fenoménica; no es lo que está producido sino lo que hace posible la producción.
Evoca todo el campo de la cibernética, la matemática teórica y la teoría de la información.
Estas reflexiones sobre temas de literatura, arte y psicoanálisis, al igual que de la historia de la filosofía, parten de la estrategia
de Derrida de hacer visible la impureza de la escritura (y de cualquier identidad). Es decir, Derrida demuestra frecuentemente
que él está intentando confirmar filosóficamente, empleando estrategias retóricas, gráficas y poéticas (como por ejemplo en Glas
(2), o The post card: from Socrates to Freud and beyond), de modo que el lector pueda estar alertado sobre el desdibujarse de las
fronteras entre disciplinas (tales como filosofía y literatura), y tema-materia (tales como escritura/filosofía y autobiografía). En
la primera presentación de différance, ofrecida en la Sorbona en 1968, un astuto oyente remarcó, aunque con algún pesar, que,
En su obra, la expresión es tan importante que la atención del oyente está constantemente dividida y dirigida, por una parte, a su
modo de hablar, y por la otra a lo que usted quiere decir.
Derrida respondió diciendo: ¿Trato de colocarme a mí mismo en un cierto punto en el que ... la cosa significada ya no es
fácilmente separable de quien significa?
La demostración de que es imposible separar rigurosamente la dimensión poética y retórica del texto (en el nivel de quien
significa) del contenido, mensaje o significado (el nivel de lo significado) es la maniobra más necesaria y aún controversial en
todo el emprendimiento derrideano. Mientras un significativo número de críticos literarios norteamericanos parecen haber sido
profundamente enamorados por esta estrategia, uno puede realmente dudar sobre la dimensión en la cual esa estrategia pueda
estar bajo el control (consciente) del filósofo. Si los límites de disciplinas y géneros son convenciones con historias bien
específicas ?esto es, por implicación, si ellos están ubicados solamente en las bases de una clase de confianza- deviene posible
subvertirlas. Lo que entonces está siendo subvertido es en realidad un principio de trabajo sumamente frágil, y no una verdad de
alguna clase, profundamente atrincherada y esencial. Con la obra de Laclau (quien ha sido inspirado por Derrida) en teoría
política, es exactamente esta fragilidad de identidad la que es vista como hacedora de un nuevo estímulo a los políticos. Porque
las identidades son construidas y no esenciales, son inevitablemente frágiles, pero sin embargo no menos importantes. Desde
otro ángulo, la obra de Derrida abre una nueva creatividad, un sentido en el cual el interés por la escritura como gramatología
tiene efectos prácticos. Aquí, observamos que Derrida muestra que los principios eternos, metafísicos, tienen una base
extremadamente frágil y finalmente ambigua. Lo que es correcto y ?propio? (como el nombre propio) porque tiene una
identidad determinada, origina finalmente una deconstrucción de ?propio? (por ejemplo, un nombre no tiene simplemente a un
objeto o persona simple, ?real? o fenoménica; porque eso también tiene una dimensión retórica, que el juego de retruécanos
hace posible). Cuando a un nombre propio se lo muestra in-a-propiado, emerge la escritura en el sentido de Derrida. El nombre
del poeta francés, F. Ponge (el cual, en un bien conocido ensayo, Derrida transforma en éponge ?esponja-), da una fuente
admirable de escritura creativa, filosófica y crítica. En inglés, uno necesita tan sólo pensar en Wordsworth y en el ?regocijo? en
Joyce, para comenzar toda una serie de asociaciones ?impropias?. A través del retruécano, anagrama, etimología, o un
sinnúmero de características diacríticas (recordemos el ?regocijo? en Joyce), un nombre propio puede estar enlazado a uno o
más sistemas diferentes de conceptos, ideas o palabras (incluyendo aquéllas de otros idiomas). Derrida en verdad también ha
unido el nombre propio a variadas series de imágenes y sonidos, de modo que, desde cierto punto de vista, el texto de referencia
parece tener una relación muy tangencial al texto crítico (ver el tratamiento de la obra de Jean Genet en Glas, o el ensayo
Signéponge ?sobre? la obra de Francis Ponge). Realmente, mientras el crítico literario tradicional podía tender a buscar la
verdad (fuera semántica, poética, o ideológica) del texto literario escrito por otro, y luego adoptar una actitud respetuosa,
secundaria, ante la ?primacía? de ese texto, Derrida lleva el texto ?primario? a una fuente de nueva inspiración y creatividad.
Ahora, el crítico/lector ya no interpretará únicamente (lo cual nunca fue completamente el caso, de todos modos), sino que
deviene en un/a escritor/a en su propio derecho.
Nuevamente, mientras el sentido común tiende a asumir que la iterabilidad es, más o menos, una cualidad accidental del idioma,
de modo que palabras, frases, oraciones, etc., pueden ser repetidas en contextos diferentes, verdaderamente la íntima cualidad
que Derrida considera irrevocable destaca el nivel del significador de lo significado. Así, si el significado es referido al
contexto, no hay, con respecto a la estructura profunda del lenguaje, contexto conveniente para proporcionar pruebas de un
significado final. El contexto es ilimitado, ha dicho Jonathan Culler. El debate de Derrida con el filósofo norteamericano John
R. Searl, sobre la teoría de las ?performativas? de J.L. Austin, gira precisamente sobre este punto. Mientras Austin trata de
producir una feliz ?performativa? (realizando por lo dicho ?como cuando hacemos una promesa), depende de que sea realizada
en un contexto apropiado por la persona apropiada, en tanto que una ?performativa? poco feliz ?como cuando alguien dice ?sí?
fuera de la ceremonia nupcial, o cuando la persona equivocada abre una reunión- no puede ser eliminada del lenguaje. Derrida
observa que esto es así porque lo inoportuno está enraizado profundamente en la estructura de las performativas; la cualidad de
iterabilidad significa que el lenguaje, incluyendo las signaturas, puede ser tomado por cualquiera en cualquier momento.
Iterabilidad, así, impone la posibilidad de signaturas falsas.
En suma, la tarea filosófica de Derrida demanda deconstruir penetrantes eslóganes, como éstos suceden tanto en el trabajo
académico como en lenguaje de la vida diaria. El lenguaje cotidiano no es neutral; carga en su interior presupuestos e hipótesis
culturales de toda una tradición. Al mismo tiempo, la reelaboración crítica de las bases filosóficas de la tradición en cuestión
resulta, tal vez inesperadamente, en un nuevo énfasis en la autonomía individual y la creatividad del investigador/filósofo/lector.
Puede ser que este elemento antipopulista, aunque antiplatónico, en la gramatología, sea la contribución más importante de
Derrida al pensamiento de la era de postguerra.

 De la gramatología.
 Glas (Extractos).

La deconstrucción de Jacques Derrida (1930-2004)


Peter Krieger
Todo el postestructuralismo y la deconstrucción provienen del dadaísmo, de Hugo Ball y sus poemas absurdos. Es un juego
dadaístico.1
George Steiner
Obit el 8 de octubre del año 2004, y su muerte generó una enorme onda de reflexiones en la comunidad intelectual del planeta;
sin embargo, no todas bajo la premisa antigua de mortibus nihil nisi bene. Al contrario, algunos obituarios de Jacques Derrida
abiertamente cuestionaron la trascendencia del pensador, que había generado un enorme poder discursivo durante las tres
décadas pasadas.
Su marca registrada en el mercado de los pensamientos filosóficos se llamó "deconstructivismo", un instrumento controvertido
de lectura de textos, que según la evaluación irónica de Georg Steiner, un año antes de la muerte de Derrida, se caracterizó por
el bluff (la patraña) y el absurdo del movimiento vanguardista Dada. De hecho, uno de los obituarios, en un órgano de central
importancia para los educados estadounidenses, el New York Times, descalificó al filósofo muerto con el título como "teórico
abstruso".2
El autor de ese obituario —uno entre cientos en la prensa mundial— reduce el alcance del método deconstructivista al demostrar
que "toda escritura estuvo llena de confusión y contradicción". La deconstrucción exige la fragmentación de textos y, en ella, el
filósofo detecta los fenómenos marginales, anteriormente reprimidos por un discurso hegemónico.
Esta figura del pensamiento indudablemente contiene una dimensión política, es la lucha contra todas las instancias que
centralizan el poder y excluyen la contradicción. Durante su adolescencia en Argelia, cuando el régimen derechista de Vichy en
1942 impuso una política antisemita, Jackie3 Derrida experimentó la brutalidad de un sistema político que pretendió erradicar la
diversidad étnico-religiosa a favor de un poder totalitario: por su procedencia judía tuvo que salir de la preparatoria
temporalmente. Con esta experiencia, Derrida aprendió una lección sobre la unidimensionalidad del autoritarismo, lo que hace
entendible que posteriormente, en varias ocasiones, el filósofo se comprometió con los derechos humanos, apoyó a Nelson
Mandela en Sudáfrica con un comité anti-apartheid a partir de 1983 y, en uno de sus últimos ensayos, criticó la desastrosa y
antidemocrática monopolización del poder en Estados Unidos bajo la administración de George W. Bush.4
La condición del argelino exiliado en Francia, país de la represión colonialista hasta los sesentas, además de su diferencia
religiosa frente a la mayoría cristiana, casi otorgaron una dimensión teológica al pensamiento deconstructivista. Jürgen
Habermas, en la necrología de su colega, constató que "bajo su mirada intransigente se fragmenta cualquier coherencia", lo que
en consecuencia revela la inhabitabilidad del mundo: un mensaje religioso de un exiliado permanente.5
Para las cuestiones epistemológicas, el modo deconstructivista desplegó un efecto estimulante; las nuevas lecturas heterogéneas
y fragmentadas refrescaron, sin duda, la rutina hermenéutica de las humanidades. A partir de los años ochenta, el ejercicio
derridiano de detectar lo "otro" en los discursos aparentemente homogéneos se convirtió en una verdadera moda de las
investigaciones literarias, antropológicas y, con cierto retraso, también estéticas. Un sinnúmero de coloquios, libros y
exposiciones durante las últimas dos décadas del siglo XX comprueba el éxito del pensamiento filosófico de Derrida. No
obstante, esa misma historia intelectual del concepto también se coaguló en un nuevo estereotipo que reemplazó las modas
filosóficas anteriores, como el estructuralismo y el existencialismo. En su aplicación masiva —y en muchos casos mecánica—
por generaciones de universitarios de esa época, el nuevo paradigma del deconstructivismo gradualmente se transformó en una
camisa de fuerza para todos los que querían estar a la altura de sus tiempos.
No es el primero ni el último caso en la historia de las humanidades que demuestra cómo una propuesta innovadora del
pensamiento degenera en un esquema —aprobado pero aburrido— de interpretación y finalmente se ahoga por su propio éxito.6
Esos procesos lamentables pasan cuando los intelectuales reemplazan su capacidad crítica por un afán afirmativo. Por ello, aun
los obituarios que operan con distancia cínica, como el citado del New York Times, cumplen una función aclaradora frente a la
glorificación asfixiante de un filósofo y su obra.
Para ejemplificar el peligro latente de la obra de Derrida, la sobreinterpretación de fenómenos marginales, de lo "otro",
pudiéramos retomar un detalle biográfico del filósofo, su prematuro deseo de hacer una carrera profesional como futbolista. Un
discípulo fiel del deconstructivismo, con licencia de la asociación libre, fácilmente sería capaz de leer en este deseo pubertario
un conflicto psíquico que posteriormente determinó la producción filosófica de Derrida. A pesar de que conocemos transiciones
interesantes de una experiencia futbolera a una creatividad artística o filosófica,7 por supuesto, esta extrapolación de un detalle
biográfico marginal sería absurda.
Regresamos, entonces, al mencionado obituario en el New York Times que, ex negativo, confirmó el éxito impresionante de la
filosofía derridiana. Ese artículo provocó protestas de una comunidad mundial de más de 2 500 intelectuales, quienes rechazaron
abiertamente la revisión crítica del periódico neoyorquino y escribieron cartas en defensa de la herencia intelectual de Derrida,
publicadas en una página web de la Universidad de California, sólo unos días después de la muerte del maestro. Los seguidores
del deconstructivismo son numerosos, especialmente en Estados Unidos, donde a partir de 1966 Derrida trabajó con frecuencia
en la John Hopkins University, Baltimore, como profesor visitante. Durante el boom derridiano en los noventa, el filósofo
incluso tuvo más admiradores en Estados Unidos que en Francia, su país de residencia. Presionado por los seguidores reunidos
en el foro electrónico, el New York Times se vio obligado a encargar otro obituario más favorable a Mark Taylor.
Más allá de este altercado mediático, con una solución politically correct, reconocemos en la obra de Derrida el muy valioso
principio académico de la contradicción razonable como motor de la cognición; y los efectos que provocó su pensamiento,
incluso después de su muerte, sirven como medidor de la trascendencia de una corriente filosófica. El deconstructivismo, que
exige lecturas subversivas y no dogmáticas de los textos (de todo tipo), es un acto de descentralización, una disolución radical
de todos los reclamos de "verdad" absoluta, homogénea y hegemónica. Sus orígenes no sólo se encuentran en las redes
neuronales de Derrida mismo, sino radican en el pensamiento de Nietzsche, quien relativizó la centralidad poderosa de las
verdades filosóficas y teológicas. En sus libros L'écriture et la différence y De la grammatologie8 Derrida relativiza, con un
innegable espíritu nietzscheano, las categorías absolutas, y desjerarquiza su importancia. Es un tipo de reflexión, como apuntó
Henning Ritter en su obituario, que aleja permanentemente las esperanzas de recibir un "sentido" tranquilizante, es un análisis
sin fin.9
A través de sus lecturas recalcitrantes, Derrida rechazó la fenomenología de Edmund Husserl, tema de dos libros,10 insistiendo
en que sólo la crítica del texto, y no la introspección metafísica, es capaz de lograr un conocimiento razonable. Es más, la
deconstrucción no busca "sentidos" sino huellas de ideas; y con esto retoma ideas básicas de la psicología freudiana, que
investigó las diferencias y contradicciones del alma humana. El término mismo, el "deconstructivismo", es un invento de
Derrida derivado de la "destrucción" que Martin Heidegger definió como técnica del pensamiento filosófico con el fin de revisar
profundamente las terminologías establecidas en las humanidades.
Concretamente en los años sesenta, primera fase de la socialización de Derrida en la elite filosófica francesa, esa propuesta del
"deconstructivismo" se perfiló como desafío para el discurso de lo "moderno", no sólo en la filosofía, sino también en otras
áreas del conocimiento como la literatura, la teología, la pedagogía, la música y la arquitectura. Según estimaciones
cuantitativas, Derrida fue citado más que cualquier otro filósofo de su tiempo, en todas estas áreas, a nivel mundial.11 De hecho
es una globalización impresionante del pensamiento.
La transferencia de un concepto filosófico, que nace en la virtualidad de un sistema cerrado de reflexión, a otras esferas del
conocimiento comprueba su comunicabilidad y trascendencia. En las investigaciones urbanas, por ejemplo, el modo
deconstructivista fomenta una lectura plurifacética de la ciudad, y no sólo una reconstrucción académica de sus espacios de
poder. Casi al mismo tiempo en que Derrida conquistó la escena filosófica con su idea del deconstructivismo, el arquitecto
estadounidense Robert Venturi rehabilitó la "complejidad y la contradicción en la arquitectura"12 en contra del estándar estético
del estilo internacional, es decir en contra de una monopolización ideológica de la modernidad corrompida por las industrias
constructivas.
Posteriormente, con el aumento de los libros publicados por Derrida,13 con las correspondientes terminologías, la investigación
urbano-arquitectónica aprovechó la innovación conceptual del deconstructivismo, integrando términos como "huella",
"exclusión", "represión" y, por supuesto, "lo otro" en su aparato de análisis.
También en las investigaciones estéticas sobre la pintura del paisaje, para citar otro ejemplo, la reflexión derridiana reveló
nuevos aspectos, más allá de los establecidos estudios historiográficos. En la mira de Derrida, un paisaje pintado no se compone
de campos, arroyos y nubes, sino, según la óptica de-constructivista, sólo de pinceladas sobre el lienzo que materializan signos;
es decir, la representatividad de los elementos naturales del paisaje depende de la manera en que el pintor manipula los signos
por medio de sus pinceladas y no de la realidad física del paisaje.14
Detrás de estas sofisticadas reflexiones se manifiesta el axioma de que todo es texto, también las arquitecturas y pinturas.
Basado en la tradición lingüística de Ferdinand de Saussure, quien analizó todos los fenómenos ambientales bajo el término de
"texto", Derrida se radicalizó, constatando que no existe nada fuera del texto porque todo es texto; una idea clave también para
el New Historicism, que analiza la sociedad como texto.
Sin embargo, mientras este modelo lingüístico-deconstructivista de entender el mundo como texto permanece en la fragilidad de
una construcción teórica —reversible, aun disoluble—, la actual investigación neurológica rastrea con mayor profundidad los
mecanismos de la producción textual. El cerebro construye el mundo del sujeto; sus procesos internos se convierten en procesos
cognitivos, comunicables a otros cerebros vía la representación simbólica.15 Obras de arte, por ejemplo, son intentos de
materializar en un medio externo —sea cuadro o edificio— las realidades generadas en la estructura reflexiva del cerebro.
Siguiendo la visión de Derrida, entonces, el cerebro es un tipo de super-texto, que además organiza sus procesos de manera
paralela, en redes, y no en jerarquías como lo sostuvo Descartes16 hace más de tres siglos.
Surge, en ambos casos, la textualidad y la determinación neuronal de la realidad, una duda de la lógica: en el caso de la
neurología, el objeto investigado mismo, el cerebro, ejerce la investigación, lo que provoca una contradicción epistemológica
porque no existe una instancia externa de control. De manera parecida, el peligro inherente del deconstructivismo es la
conclusión auto-lógica, problema que expuso Niklas Luhmann con toda claridad: el deconstructivismo no sólo deconstruye, sino
también produce nuevos textos,17 lo que implica un potencial de centralizar y monopolizar los discursos filosóficos de nuevo, a
través de los libros del maestro y los miles de artículos de sus fieles discípulos.
También la utilización de las ideas filosóficas de Derrida en otras áreas del conocimiento provoca problemas, como demostraron
los debates sobre la "arquitectura deconstructivista". Mientras la interpretación de textos a la manera de la deconstrucción es un
principio dinámico, que nunca termina, la arquitectura deconstructivista sólo en el medio visual del dibujo o de la animación
computarizada se mantiene móvil; una vez hecha la edificación, termina el proceso deconstructivista y sólo queda una huella
cimentada de un proceso complejo.
No cabe duda de que el Museo Guggenheim de Bilbao, por ejemplo, presenta una escenografía deconstructivista espectacular,
pero su forma misma, diseñada por Frank Gehry, es un logotipo fijo del turismo cultural, que además reclama un poder
centralizado para definir las modas actuales de la arquitectura, todo ello contrario al pensamiento deconstructivista que se
expresa dinámicamente en la virtualidad del papel.
En sus inicios, los debates teóricos sobre una arquitectura decon cumplieron una función muy importante para romper la
unidimensionalidad del movimiento moderno y cuestionar la vulgaridad comercial del posmodernismo. Daniel Libeskind, uno
de los protagonistas del estilo deconstructivista, al inicio de los años ochenta, durante sus estudios en la reconocida escuela
arquitectónica de Cooper Union, Nueva York, postuló programáticamente la ruptura con las premisas establecidas de la
arquitectura moderna ortodoxa, con las jerarquías y la uniformidad del sistema arquitectónico. Pero mientras sus Time Sections
del año 1980, una serie de dibujos arquitectónicos con visiones inconstruibles, emanaban cierto espíritu experimental, dinámico,
incluso ilimitado, ya su propuesta para la reconstrucción del World Trade Center18 en el downtown de Manhattan nada más
demostró que el entumecimiento de una fórmula visual, exitosa en el mercado de vanidades arquitectónicas, y muerta como
decoración congelada de la especulación inmobiliaria, una caricatura de la complejidad conceptual que caracteriza al
pensamiento deconstructivista.
Igual que su maestro y colega Peter Eisenman, Libeskind pretendió transferir el método deconstructivista de la investigación
filológica y filosófica a la producción teórica y práctica de la arquitectura. Y de hecho, muchos de los renderings
deconstructivistas que conquistaron el mundo de la arquitectura a partir de su exposición programática del año 1988 en el
moma, visualmente oscilan entre construcción y destrucción. Fue Eisenman quien buscó el apoyo filosófico de sus ejercicios
estéticos en el pensamiento de Derrida. En un ambiente intelectual de las escuelas estadounidenses de arquitectura durante los
años ochenta y noventa, abierto a la teoría europea contemporánea, Derrida, de repente y sin proponérselo, fue nombrado padre
intelectual de los experimentos deconstructivistas en el diseño arquitectónico. Sin duda, Derrida inspiró el "anti-
representacionismo" de Eisenman, quien se rehúsa a otorgar un sentido superior a sus diseños arquitectónicos; también su
propuesta de las re-lecturas de textos literarios fácilmente se transfirió a las re-visiones refrescantes de la producción
arquitectónica.
Empero, Eisenman, al igual que otros protagonistas de la arquitectura deconstructivista, nada más buscó analogías superficiales
entre sus formas exaltadas y las configuraciones complejas del pensamiento filosófico derridiano. Asustado por la filosofía
amateur que Eisenman propagó en sus libros —como Diagram Diaries—,19 Derrida rechazó ser utilizado como legitimación y
ennoblecimiento intelectual por una corriente arquitectónica que esperaba su cercano éxito comercial en los mercados del
mundo.
Por ello, Eisenman escogió al filósofo Gilles Deleuze, un pensador tan inspirador como caótico, como su nuevo héroe, pero
tampoco esta destitución pudo ocultar la arbitrariedad en la legitimación de la arquitectura deconstructivista; peor aún, se agravó
la no-comunicabilidad entre arquitectura y filosofía.20 Conviene entonces recordar la sabiduría de Richard Rorty, quien advirtió
que las ideas filosóficas difícilmente se "aplican" fuera de su esfera; la filosofía, sea derridiana o deleuziana, es una fuente de
inspiración y no de instrucción para el diseño arquitectónico.21 Ego: la obra filosófica de Derrida exige acercamientos críticos y
creativos, no afirmativos o esquemáticos.
Cada libro de este pensador es diferente en su concepción, y eso hizo más difícil canonizar a Derrida como líder de una
"escuela". A pesar de sus innumerables adeptos en el mundo, Derrida no ofreció un "método" deconstruc-tivista aplicable como
un manual de mecánica; su pensamiento más bien generó entre sus seguidores casi un movimiento de arte conceptual,22 donde
arquitectos al igual que músicos y pedagogos retoman y modifican libremente los fragmentos filosóficos del "maestro". Cada
reducción de Derrida al estereotipo del "deconstructivismo" siembra dudas parecidas a la relación conflictiva entre Marx y el
marxismo. Más aún, según la lógica inherente del deconstructivismo, este término también debería someterse al análisis de-
constructivista para no convertirse en un nuevo instrumento del poder discursivo centralizado.
Esto es una paradoja biográfica, cuya vitalidad garantiza que la obra de Derrida no se petrifique como monumento muerto e
invisible, o peor aún, como nuevo mito incriticable del pensamiento. Los textos de Derrida exigen una lectura crítica, capaz de
generar introspecciones éticas, como por ejemplo el rechazo de la colonización de las humanidades por la ideología neoliberal.
Durante su vida, el filósofo francés luchó en contra de la conversión de las universidades en laboratorios útiles exclusivamente
para el régimen económico global; con furor e inteligencia, Derrida defendió la investigación sin condicionantes económicos,23
y esto es una herencia valiosa para los contemporáneos globalizados al inicio del siglo XXI .
Aquella lucha, sin embargo, requiere cierta claridad filológica. Desafortunadamente conocemos bastantes ejemplos de cómo los
adeptos derridianos obstaculizan la herencia crítica de su maestro por fraseología,24 incapaz de generar discursos sociales sobre
la importancia de la filosofía. No sirve repetir maquinalmente las propuestas filosóficas de Derrida. El análisis deconstruc-
tivista, uno entre muchos modelos epistemológicos actuales, cobra su fuerza gracias a una tradición occidental: la pregunta.
Nada ni nadie se puede sustraer a las preguntas, y todo conocimiento es cuestionable. Por ello, Richard Rorty ve la importancia
de Derrida menos en el "método deconstructivista" que en su capacidad de revelar dimensiones nuevas y refrescantes de cosas
conocidas.25 Parecido a Wittgenstein, Derrida liberó los potenciales cognoscitivos e imaginativos en la mente de los lectores,
detectó las tensiones y contradicciones de la autocomprensión humana. "Su procedimiento —constató el filósofo Martin Seel—
es revelar con persistencia que las orientaciones humanas son discontinuas, inacabadas e irresolutas."26 Una herencia
inquietante, pero estimulante.
Notas

 1."Der ganze Poststrukturalismus und die Dekonstruktion kommt vom Dadaismus her, von Hugo Ball und seinen
Unsinn-Gedichten. Es ist ein dadaistisches Spiel." Cita de George Steiner en una entrevista del periódico Süddeutsche
Zeitung, edición del 18 de mayo de 2003; [ Links ] traducida del alemán al español por Peter Krieger.
 2. Jonathan Kandell, "Jacques Derrida, Abstruse Theorist, Dies at 74", en New York Times, 10 de octubre de 2004.
[ Links ]
 3.Posteriormente Jackie Derrida afrancesó su nombre: "Jacques".
 4. Jacques Derrida, Voyous, París, Galilée, 2003. [ Links ]
 5. Jürgen Habermas, "Ein letzter Gruß. Derridas klärende Wirkung", en Frankfurter Rundschau, II de octubre de 2004,
traducción de la cita por Peter Krieger. [ Links ] En el original: "Unter seinem unnachgiebigen Blick zerfällt jeder
Zusammenhang in Fragmente".
 6. En la historia del arte conocemos un proceso parecido en la recepción de la interpretación iconográfica por Erwin
Panofsky o recientemente Aby Warburg.
 7. Un caso interesante en este sentido es el de Eduardo Chillida; véase Peter Krieger, "El herrero Eduardo Chillida
(1924-2002)", en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, México, vol. XXIV, núm. 80, primavera de 2002, pp.
171-176; [ Links ] es un tema todavía no aprovechado por la investigación histórica y sociológica sobre la
formación profesional de artistas e intelectuales.
 8. Jacques Derrida, L'écriture et la différence, París, Seuil, 1967 (en español, La escritura y la diferencia, Barcelona,
Anthropos, 1989); [ Links ] del mismo autor, De la grammatologie, París, Minuit, 1967. [ Links ]
 9. Henning Ritter, "Jacques Derrida. Anmut und Würde", en Frankfurter Allgemeine Zeitung, II de octubre de 2004.
[ Links ]
 10. Jacques Derrida, Introducción a "El origen de la geometria" de Husserl, Buenos Aires, Manantial, 2000 (traducción
de L'origine de la géometrie), [ Links ] y del mismo autor, La voz y el fenómeno: introducción al problema del
signo en la fenomenología de Husserl, Valencia, Pre-Textos, 1985 (traducción de La voix et le phénomène: introduction
au problème du signe dans la phénoménologie de Husserl).
 11. Derek Attridge / Thomas Baldwin, "Derrida", en The Guardian, II de octubre de 2004. [ Links ]
 12. Robert Venturi, Complexity and Contradiction in Architecture, Nueva York, MoMA, 1996. [ Links ]
 13. Me refiero a la publicación fundacional del deconstructivismo: Jacques Derrida, La voix et le phénomène, del año
1967 (nota 10). [ Links ]
 14. Jacques Derrida, La verdad en pintura, Buenos Aires/México, Paidós, 2001 (traducción de La verité en peinture).
[ Links ] Véase el obituario de Niels Werber, "Mit dem Text gegen den Text", en Die Tageszeitung, II de octubre de
2004. [ Links ]
 15. Wolf Singer, "Neurobiologische Anmerkungen zum Wesen und zur Notwendigkeit von Kunst", en Der Beobachter
im Gehirn. Essays zur Hirnforschung, Frankfurt/Main, Suhrkamp, 2002, pp. 220-224. [ Links ]
 16. Wolf Singer, "Der Beobachter im Gehirn", en Der Beobachter im Gehirn. Essays zur Hirnforschung,
Frankfurt/Main, Suhrkamp, 2002, pp. 145. [ Links ]
 17. Niklas Luhmann, Die Kunst der Gesellschaft, Frankfurt/Main, Suhrkamp, 1997, pp. 159-160. [ Links ]
 18. Peter Krieger, "Dolor fantasma-una arqueología virtual del World Trade Center", en Universidad de México, núm.
627, septiembre de 2003, pp. 78-82. [ Links ]
 19. Véase la crítica en Arch+156, p. 106, que descalifica los Diagram Diaries de Eisenman como oscurantismo escrito
por un diletante.
 20. Un ejemplo de la no-comunicación entre la filosofía y la teoría de arquitectura es el proyecto ANY, una serie de diez
coloquios, realizados entre 1991 y 2001 en Nueva York por Peter Eisenman, Bernard Tschumi, Arata Isozaki, Zaha
Hadid, Jean Nouvel, Anthony Vidler y Frederic Jameson, entre otros. Véase la última de las diez publicaciones ANY,
Cynthia C. Davidson, ed., Anything, Cambridge, Mass., MIT Press, Nueva York, Anyone Corp., 2001. [ Links ]
 21. Arch+156, p. 44.
 22. Ritter (nota 9): "So ist die über die ganze Welt verstreute dekonstruktivistische Gemeinde auch eher eine
Konzeptkunstrichtung als eine akademische Schule".
 23. Tageszeitung, 11 de octubre de 2004. [ Links ]
 24. El problema consiste en las complicadas terminologías de las ciencias que excluyen a uncreciente número de
lectores del conocimiento actualizado; véase Wolf Singer en Frankfurter Allgemeine Zeitung, 9 de julio de 2001. [
Links ]
 25. Richard Rorty en Die Zeit 43/2004.
 26. Martin Seel, ibid., cita en original: "Sein Verfahren ist das beharrliche Aufzeigen der grundlegenden Gebrochenheit,
Unfertigkeit und Unschlüssigkeit menschlicher Orientierungen [...]."

Jacques Derrida
Autor: Jorge León Casero
Para bien o para mal, el nombre de Jacques Derrida ha pasado a la historia de la filosofía y las humanidades como sinónimo de
la “Deconstrucción”, si bien desde un ámbito estrictamente académico actualmente se le está re-situando dentro de una categoría
más amplia denominada “Filosofía de la diferencia”, junto a la obra de otros filósofos como Michel Foucault o Gilles Deleuze.
De cualquiera manera, la compleja obra de Jacques Derrida se caracteriza por una gran proliferación de nuevos términos no
exclusivamente conceptuales como por ejemplo son los de “différance”, “huella”, “suplemento”, “subyectil”, “párergon”,
“espaciamiento”, “khora” o la misma “deconstrucción” que, juntos, conforman una crítica múltiple a la historia de la metafísica
y la ontología occidental en tanto que “fonocéntrica”, “logocéntrica” o “falocéntrica”.
Es desde este marco general de revisión de la racionalidad y los conceptos propiamente filosóficos que Jacques Derrida ejercerá
su trabajo desde campos tan variados como la fenomenología trascendental, la filosofía del lenguaje, la semiótica estructuralista,
la estética y las artes, el psicoanálisis, la teoría de género, la filosofía política, la filosofía de la historia, la filosofía del derecho y
la teoría literaria. Ámbitos todos ellos en los que tratará de mostrar cómo, paradójicamente, sus mismas “condiciones de
posibilidad” son y no pueden no ser, simultáneamente, sus “condiciones de im-posibilidad”.
Índice
1. Biografía 2.1. Introducción
2. Lenguaje y fenomenología: la deconstrucción como 2.2. Levinas y la violencia del otro
ausencia constituyente 2.3. Husserl y el problema de la presencia
2.4. Gramatología 3.4. Hacia un nuevo horizonte de la amistad
2.5. La metáfora del ser 4. Bibliografía
2.6. La diseminación 4.1. Obras de Jacques Derrida
2.7. Deconstrucción y psicoanálisis 4.2. Traducciones al castellano de las obras de Jacques
2.8. Los acontecimientos lingüísticos Derrida
2.9. La Deconstrucción como posibilitante no onto- 4.3. Entrevistas a Jacques Derrida
teleo-lógico de la metafísica 4.4. Bibliografía secundaria
3. Tiempo, política y acontecimiento: la 4.5. Números de revista dedicados a Jacques Derrida
deconstrucción como imposibilidad posibilitante 4.6. Sitios en Internet dedicados a Derrida
3.1. Dar el tiempo 4.7. Documentales
3.2. Dar la muerte 5. Voces relacionadas
3.3. Justicia y revolución permanente
1. Biografía
Filósofo con nacionalidad francesa de origen judío sefardí, Jacques Derrida nace en El Biar (Argelia), el 15 de Julio de 1930,
donde debido a la represión del gobierno de Vichy —Derrida siempre afirmó que «no hubo un solo alemán en Argelia» [Derrida
2003: 241]— fue expulsado de su instituto argelino a la edad de 12 años, hecho que marcará su pensamiento tanto filosófico
como político hacia la responsabilidad absoluta por el respeto del otro en cuanto otro.
A la edad de 19 años sale por primera vez de su Argelia natal en dirección a París, Francia. Allí cursará cuatro años de clases
preparatorias en el Liceo Luis el Grande para ingresar posteriormente en la École Normale Supérieure de París en 1952, lugar
donde será alumno de Louis Althusser o Maurice de Gandillac hasta su traslado a la Universidad de Harvard, donde completaría
sus estudios.
En 1957 se casa con la psicoanalista y traductora Marguerite Aucouturier con quien tiene dos hijos, Pierre (1963) y Jean (1967).
De vuelta en Argelia para cursar el servicio militar, conoce a Pierre Bourdieu mientras imparte clases de inglés y francés en
Koléa, cerca de Argel. En 1959 vuelve a Francia, donde imparte clases en el Liceo de Le Mans hasta que en 1965 obtiene el
cargo de Director de Estudios del departamento de Filosofía de la École Normale Supérieure, donde traba amistad con Georges
Canguilhem y Michel Foucault.
En 1964 participa en un Encuentro sobre las ciencias francesas en Baltimore junto a Jacques Lacan, Roland Barthes, Jean
Hyppolite, Lucien Goldman o Georges Poulet, que resultará decisivo para su reconocimiento internacional. Es en esta ocasión
donde se encuentra por vez primera con Paul de Man, futuro director del Departamento de Literatura Comparada de la
Universidad de Yale y miembro de la Yale School of Deconstruction.
En 1967 son publicadas simultáneamente tres obras capitales de su pensamiento como son De la gramatología, un análisis
sistemático del origen del lenguaje en las obras de Saussure, Rousseau y Lévi-Strauss, La escritura y la diferencia, una
recopilación de artículos escritos entre 1963 y 1967 en los que trata las obras de Foucault, Levinas, Husserl, Heidegger, Hegel,
Bataille y Artaud, y La voz y el fenómeno, una aguda crítica de la obra de Husserl encaminada a mostrar la no presencia a sí
inmediata de la conciencia y la mediación irrecusable de la voz.
Tras dichas publicaciones, la labor investigadora de Jacques Derrida no ha conocido interrupción, dando lugar a obras de gran
reconocimiento e influencia en el mundo académico como son La diseminación (1972), Márgenes de la filosofía (1972), Glas
(1974), Dar el tiempo (1991), Mal de Archivo (1995) o Papel Máquina (2001). Dentro de la filosofía política, destacan Fuerza
de ley (1991), Espectros de Marx (1993), y Políticas de la amistad (1994). Entre el gran número de intelectuales con los que
trabó amistad destacan los nombres de Émmanuel Levinas, Maurice Blanchot, Jean Luc Nancy, Philippe Lacoue Labarthe,
Sarah Kofman o el mismo Paul de Man, cuyas obras fueron estudiadas y deconstruidas por el propio Derrida.
En lo que se refiere a su activismo institucional y político cabe destacar su participación en la fundación del Colegio
Internacional de Filosofía en 1983, la dirección de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales desde 1984 hasta el día de
su muerte, o la colaboración en la fundación de la asociación Jan Hus en apoyo de los intelectuales disidentes de
Checoslovaquia, colaboración que le valdría la encarcelación en Praga tras impartir unos seminarios clandestinos de filosofía en
1981.
De forma general, siempre se opuso públicamente a la guerra, ya fuera la guerra de Vietnam durante Mayo del 68, o la guerra de
Irak en 2003. Participó en actividades culturales a favor de Nelson Mandela o por la liberación tanto del periodista
afroamericano Mumia Abu Jamal (por quien llegó a escribir una carta al presidente de los EEUU Bill Clinton) como por el líder
del Movimiento de los Trabajadores Rurales (MST) de Brasil José Raihna. Murió el 8 de octubre de 2004 en París debido a un
cáncer pancreático.
2. Lenguaje y fenomenología: la deconstrucción como ausencia constituyente
2.1. Introducción
La obra de Jacques Derrida se caracteriza por una gran complejidad terminológica en la que abundan ciertos neologismos que
cruzan transversalmente la mayor parte de sus diferentes trabajos. Así pues, aunque éste no sea el lugar adecuado para realizar
una investigación sistemática de toda la problemática semántico-terminológica de la obra derrideana, resulta imprescindible
realizar una primera introducción aproximativa a los matices semánticos de los principales términos empleados por el filósofo
francés.
A este respecto, resulta fundamental un primer tratamiento del término que mayor difusión ha adquirido en el ámbito tanto
académico como extra-académico: la «deconstrucción». Como el mismo Derrida afirma en Carta a un amigo japonés, el término
deconstrucción procede de un intento de traducción de los términos heideggerianos de Destruktion y Abbau, en tanto que una
operación de des-montaje analítico de «la estructura o la arquitectura tradicional de los conceptos fundadores de la ontología o
de la metafísica occidental» [Derrida 1997a: 23] que no implicase de forma excesiva una «reducción negativa» —más próxima a
la «demolición nietzscheana»— o la mera «destrucción» de una lógica y su sustitución por otra.
Además, puesto que nos encontramos inmersos de lleno en la filosofía francesa de los años 60, época completamente dominada
por el estructuralismo en general, o las semiologías (Saussure, Barthes), antropologías (Lévi-Strauss) y psicoanálisis (Lacan)
estructuralistas en particular, afirma Derrida que «deconstruir era asimismo un gesto estructuralista, en cualquier caso, era un
gesto que asumía una cierta necesidad de la problemática estructuralista. Pero era también un gesto antiestructuralista; y su éxito
se debe, en parte, a este equívoco» [Derrida 1997a: 25].
Toda deconstrucción será una nueva lectura intencionalmente dirigida a buscar dentro de un texto todos los sentidos y
posibilidades presentes y no seguidas por el texto mismo, todo lo que el “sentido propio” ha expulsado fuera de su unidad para
poder constituirse como tal y que late en su fondo como posibilidad misma de toda deconstrucción, de forma que ya desde este
primer momento vemos cómo la diferencia y la multiplicidad son condición de posibilidad de la unidad, y que esta última
únicamente puede constituirse como tal en tanto que acto violento segundo sobre la diferencia originaria primera, que Derrida
llamará différance, distinguiéndola del concepto usual de diferencia (différence). La grafía de la palabra différance es distinta
del término usual francés différence, aunque en la lengua hablada son fonéticamente idénticas. En efecto, se trata de una
“diferencia” que va más allá de la lengua hablada.
Con esto ya entramos, sin embargo, de lleno en la problemática central de toda deconstrucción, problemática que la afecta a sí
misma en cuanto concepto, pues la deconstrucción —tanto de la arquitectura de la metafísica occidental en su conjunto como de
ciertos discursos o prácticas discursivas menores dentro de esta arquitectónica general— conllevará siempre la búsqueda de
aquellos momentos en los que la polivocidad y ambigüedad propia de todo lenguaje —incluido el filosófico— intente
determinarse en la identidad del concepto filosófico, en tanto que “sentido propio” y primero que organice toda la semántica y
sintáctica lingüística.
La deconstrucción —tal y como va a pasar con todos los conceptos analizados por Derrida y tradicionalmente aceptados como
tales— va a ser un término ampliamente polívoco cuyo significado únicamente va a poder ser apreciado dentro de un discurso,
de forma que «la palabra “deconstrucción”, al igual que cualquier otra, no posee más valor que el que le confiere su inscripción
en una cadena de sustituciones posibles, en lo que tan tranquilamente se suele denominar un contexto» [Derrida 1997a: 27], de
modo que la pretendida unidad del concepto en aras de salvaguardar el sentido propio de la significación de un texto no sería
más que esa “cadena de sustituciones” que, antes de ser meros “accidentes” externos a un presunto núcleo esencial, constituyen
la movilidad abierta de ese mismo sentido.
Por otra parte, hay que adelantar aquí cómo este planteamiento derrideano en la lectura de los textos va a conllevar la
proliferación de un cierto número de “no-conceptos” o terminologías abiertas, denominadas por el mismo Derrida
“indecidibles” en tanto que acontecimientos lingüísticos previos a los conceptos y que los hacen posibles, de forma que nunca
podrán ser determinados unívocamente. Algunos de los más utilizados por Derrida serán los “indecidibles” de différance, huella,
suplemento, archiescritura, párergon, subyectil y texto. La valencia de estos términos se irá explicitando a lo largo de la voz.
Por último, es necesario anunciar también cómo uno de los fundamentos básicos de toda deconstrucción, en su desmontaje de la
arquitectura de la metafísica occidental como determinación de la unidad del concepto, consiste en romper la creencia de la
primacía de la voz sobre la escritura como base de la unidad del concepto, dada por la instantaneidad de la presencia de la voz a
la conciencia, a lo que Derrida se refiere con el término de “fonocentrismo”. Éste es el punto crítico de su deconstrucción de la
obra husserliana. Dicha deconstrucción de la metafísica occidental en tanto que fonocéntrica será repetida a propósito del
psicoanálisis, disciplina directamente dependiente del armazón conceptual de la metafísica occidental, donde la centralidad del
concepto de “falo” —significante vacío garante de la unidad de toda interpretación psicoanalítica— es el punto crítico de la
deconstrucción derrideana del psicoanálisis en tanto que disciplina “falocéntrica”.
2.2. Levinas y la violencia del otro
Esencial para la crítica que Derrida realiza a la metafísica de la presencia es la lectura que efectúa de la obra levinasiana,
expuesta en su texto Metafísica y violencia escrito en 1964, un año después de su introducción a El origen de la geometría de
Husserl. Ambos textos fundamentarán la posterior crítica a la fenomenología trascendental del filósofo alemán que Derrida
realizará en La voz y el fenómeno (1967). En 1963 ya identificaba la existencia de dos concepciones alternativas del lenguaje, a
saber, la de James Joyce y la de Edmund Husserl. Joyce se abre a la posibilidad de concebir y poner en práctica un lenguaje
«que haga aflorar en la mayor sincronía posible, la mayor potencia de las intenciones enterradas, acumuladas y entremezcladas
en el alma de cada átomo lingüístico» [Derrida 1974a: 104], frente a la concepción y práctica del lenguaje de Husserl, que busca
«reducir o empobrecer metódicamente la lengua empírica hasta la transparencia de sus elementos unívocos y traducibles»
[Derrida 1974a: 105]. En su obra de 1964 Derrida sentaba en cambio las bases de la problemática de la otredad como base y
fundamento pre-originario de la misma noción de “presencia” en tanto que garantía de la unidad del concepto y el sentido
propio del discurso.
Así, para Derrida va a ser el pensamiento levinasiano el que muestre cómo la fenomenología husserliana, por no haber sabido
“reducir” la mirada misma, su primacía de la presencia en la experiencia fenomenológico-trascendental, estaba condenada a
predeterminar el ser como objeto, de modo que se cierre toda posibilidad del ser como “salida de sí” hacia “lo otro”. Dentro de
esta problemática, va a ser precisamente el reconocimiento de mi “experiencia del otro”, en tanto que irreductible a mi ego —
irreductible precisamente porque él también es ego, porque es, como yo, origen de un mundo y no puede estar todo él dentro del
mundo, de “mi” mundo—, la cuestión que introduzca la ausencia en tanto que ausencia de lo que no está en “mi” mundo
fenomenológico, precisamente porque está en el mundo del “otro”, y por tanto como fenomenológicamente anterior a la
presencia de “mi” mundo para mí, puesto que el otro es parte con-figurante de mi propio mundo.
En otras palabras, puesto que la otredad del otro consiste en ser origen de un mundo fuera del mío, pero que a la vez co-
constituye el mío, la otredad de mi mundo es previa a mi mundo, marcando de esta forma una ausencia originaria en el origen
mismo de la presencia a mí de mi propio mundo. Es por esto mismo que Derrida podrá afirmar que «lo otro, lo completamente
otro, sólo puede manifestarse como lo que es, antes de la verdad común, en una cierta no manifestación y en una cierta ausencia
(…) su fenómeno es una cierta no fenomenalidad, que su presencia (es) una cierta ausencia» [Derrida 1989a: 123]. O años más
tarde, «el acceso al alter ego no se da en ninguna intuición originaria, sólo en una analogía, en lo que él llama una
“apresentación” analógica. Nunca se está del lado del otro, de su aquí-ahora originario, nunca se está en su cabeza, si se quiere.
Brecha esencial en la fenomenología» [Derrida 2003a: 329].
En el fondo, tanto lo que Derrida como Lévinas rechazan de la fenomenología de Husserl es el teoreticismo y el objetivismo que
para ellos «traicionan el espíritu del análisis intencional y de la fenomenología» [Derrida 1989a: 117], y que encierran la
experiencia de la ausencia y del otro como parte de una “mística” expulsada de las posibilidades legítimas de la fenomenología.
Pero si, como afirman Lévinas y Derrida, «el yo no puede engendrar en sí la alteridad sin el encuentro del otro» [Derrida 1989a:
128], entonces la “presencia” del otro en el yo no puede sino tener la estructura de una ausencia no directamente presente,
aunque únicamente fuera como ausencia, pues en realidad dicha ausencia no es ausencia de algo que una vez fue una presencia,
sino que la ausencia del otro está constitutiva y únicamente presente como la posibilidad misma del otro en mí, esto es, como
una abertura del mundo por mí constituido, esto es —en terminología derridiana— como una “huella”. Además, será este otro
en mí —esta ausencia de lo otro en mí— lo que constituya la posibilidad misma de la irreductibilidad o inacabamiento
constitutivo de la intencionalidad fenomenológica, o lo que es lo mismo, de la alteridad.
2.3. Husserl y el problema de la presencia
En la obra de Levinas, Derrida había encontrado la primacía de lo otro sobre lo uno, de la ausencia sobre la presencia en la co-
implicación del otro sobre la construcción fenomenológica de mi mundo. El posterior análisis que realiza de la obra de Husserl
va a estar encaminado a mostrar la imposibilidad de llegar a ningún concepto originario plenamente presente a sí mismo con
independencia de la influencia del otro en la constitución de mi mundo. Derrida va a mostrar cómo toda determinación unívoca
e identitaria del concepto está imposibilitada por una experiencia ya no del otro, sino de lo otro; de una otredad no-egológica. Y
todo esto aun sin tener en cuenta la violenta influencia del otro en la apertura obligada de mi mundo, y el análisis
fenomenológico de cualquier entidad que no constituya un alter ego en sí mismo, de forma que introduzca esa ausencia co-
originaria y previa de la presencia a mí de mi mundo. Este punto atenta contra todo el proyecto de la fenomenología husserliana,
pues, como afirma Derrida, «si el presente de la presencia a sí no es simple, si se constituye en una síntesis originaria e
irreductible, entonces toda la argumentación de Husserl está amenazada en su principio» [Derrida 1985: 114].
Así pues, la fenomenología husserliana sería continuadora de la versión que la metafísica moderna —presencia de la consciencia
de sí a través de la idea como representación— supone de la metafísica griega de la presencia, inaugurada por Parménides. Para
Derrida, ambas rechazarían, entre otras cosas, la “posterioridad” del llegar a ser consciente de un contenido “inconsciente” como
estructura primaria de la temporalidad. Este contenido “inconsciente” sería una percepción en la que lo percibido no es ya un
presente, sino un pasado como modificación del presente. Así, desde este punto de vista, el ahora viviente —el presente presente
a sí mismo— no se constituiría más que a partir de ese retardo que supone la presencia del pasado como núcleo esencial del
presente, pues, afirma Derrida, «sin esta no identidad consigo de la presencia llamada originaria, ¿cómo explicar que la
posibilidad de la reflexión y de la representación pertenezca a la escena de toda vivencia?» [Derrida 1985: 122]. Obtenemos,
pues, que la presencia del presente es pensada a partir del pliegue del retorno, del movimiento de la repetición y no a la inversa,
punto este donde se inicia toda la problemática temporal que, en última instancia, se encuentra aún más allá de la problemática
levinasiana del otro.
Elemento esencial de su deconstrucción de Husserl es la existencia de sentido del no-concepto “círculo-cuadrado” y la primacía
de una nueva forma de entender la repetición, no sometida ni secundaria respecto a la identidad de lo repetido. Así pues, para
que la posibilidad de la repetición pueda abrirse idealiter al infinito según Husserl haría falta que una forma ideal asegure esta
unidad de lo indefinidamente repetido que sería el presente (la presencia del presente viviente). En cambio, la repetición en tanto
que experiencia pre-originaria de la “huella” —marca de una ausencia en tanto que relación con un pasado que se sustrae a la
memoria y que está en el “origen” mismo del sentido— es según Derrida condición sine qua non para poder conformar la
unidad e identidad de ese mismo presente viviente. En el fondo, la diferencia básica entre Derrida y Husserl a propósito de esta
unidad del presente consiste en la preeminencia o no preeminencia del sentido sobre el lenguaje. Si, como afirma Derrida,
«Husserl cree en la existencia de una capa pre-expresiva y pre-lingüística del sentido» [Derrida 1985: 73], será la originariedad
unívoca de ese mismo sentido la que fundamente el sentido propio del lenguaje, controlando de este modo la diseminación
accidental de la polivocidad lingüística. Si, por otra parte, tal como afirma Derrida, no existe esa capa pre-lingüística del sentido
sino que todo sentido se construye únicamente a partir del discurso y del lenguaje, no hay posibilidad alguna de intentar llegar a
un nivel pre-lingüístico de la realidad racional que fundamente la unidad del concepto.
Respecto al ejemplo del “círculo-cuadrado”, éste es traído a colación por Derrida para romper la supuesta alianza irrenunciable
entre la existencia del sentido y la intencionalidad hacia una presencia plena, pues, para Derrida, el hecho de que el “círculo-
cuadrado” sea una expresión dotada de sentido que, sin embargo, no referencie hacia ningún objeto posible, más allá de ser una
mera paradoja lingüística implica que la experiencia del sentido está atravesada de cabo a rabo por —y únicamente por— la
gramaticalidad del lenguaje, sin que importe la referencia a un objeto inmediatamente presente a sí, exista éste o no. En otras
palabras, para todas aquellas formas de significación no discursivas, como serían las artes no literarias o discursos del tipo
“abracadabra”, Husserl —afirma Derrida— «no negaría la fuerza de significación de tales formaciones, simplemente les
rehusaría la cualidad formal de expresiones dotadas de sentido, es decir, de lógica como relación con un objeto. Lo que viene a
ser reconocer la limitación inicial del sentido al saber, del logos a la objetividad, del lenguaje a la razón» [Derrida 1985: 161].
Punto este donde en la fenomenología la primacía de la presencia a sí mismo —que Derrida bautiza como “fonocentrismo”—
sería a su vez y de manera irremediable, un “logocentrismo”, base de toda la metafísica occidental como metafísica de la
presencia.
De este modo, pese a que Derrida conceda a la fenomenología husserliana el haber constituido la reducción más consistente de
una ontología ingenua en favor de una constitución activa del sentido y del valor, al mismo tiempo, y sin yuxtaponerse de forma
independiente, esta misma fenomenología confirma también la metafísica clásica de la presencia, y marca la pertenencia de la
fenomenología a la ontología clásica. Esto supone, para Derrida, el mito o la persistencia en la ontológica creencia ingenua de la
existencia de un presente que está más allá de mi existencia empírica, de modo que sería «la relación con mi muerte lo que se
esconde en esta determinación del ser como presencia, idealidad, posibilidad absoluta de repetición (…) El aparecer del yo a él
mismo en yo soy es, pues, originariamente, relación con su propia desaparición posible» [Derrida 1985: 104].
Para terminar su deconstrucción de la fenomenología husserliana, Derrida comenta esa supuesta presencia plena de la voz a la
conciencia en la que se basaría el fonocentrismo. Para Derrida, que la simple conciencia no sea inmediata a sí misma sino que
esté mediada por la primacía de la voz —o por la metáfora de la voz si se prefiere— implica que esta consciencia supuestamente
presente de forma inmediata a sí misma no es tal. Por el contrario, al ser presencia de la voz —exterior o interior— a la
conciencia, conlleva el hecho de una auto-afección, y por lo tanto de una división originaria del yo en la misma certeza
cartesiana del sí mismo que duda. Al final, la autoafección como operación de la voz supone que hay una diferencia pura más
allá del origen o pre-originaria, es decir, una diferencia no fundamentada en la variación de dos o más entidades ya idénticas a
sí. Esto es, una diferencia más allá de la ontología, previa a la unidad del concepto y del sentido, que divide éste y difiere su
plenitud sin fin, sin finalidad y sin horizonte teleológico que permita reasumirla dialécticamente en la conciencia. Dicho en sus
propias términos, una différance se interpone y divide irremediablemente el mito de la presencia a sí de lo unitario. Como
consecuencia, «desde que se admite que la auto-afección es la condición de la presencia a sí, ninguna reducción trascendental
pura es posible» [Derrida 1985: 141], de modo que este movimiento de la diferencia no sobreviene a un sujeto trascendental pre-
existente, sino que lo produce.
Por último, si este “habla”, si esta presencia de la voz debía “añadirse” a la conciencia para lograr la presencia de ésta a sí
misma (el “indecidible” suplemento), si el habla debía “añadirse” a la identidad ideal del objeto, es que, en palabras de Derrida,
«la “presencia” del sentido y del habla había comenzado ya a faltarse a ella misma» [Derrida 1985: 146]. Este “añadirse”
originario, previo a la identidad misma de la conciencia, previo pues a la primera identidad de todas las posibles y fundamento
de la metafísica moderna desde Descartes, sería pues el “suplemento” originario, ya que su adición viene a suplir o sustituir una
falta, una no-presencia a sí originaria, de modo que la estructura de la suplementariedad marca irreductiblemente la operación de
un diferir originario, archi-originario, que retarda y fisura a la presencia antes de que esta misma se constituya.
2.4. Gramatología
En el último de sus tres libros publicados en 1967, De la gramatología, Derrida desarrolla todas las consecuencias que sus
análisis de la fenomenología trascendental tienen para la noción de “escritura” en contraposición a la primacía del “habla” en
tanto que fundamento del fonocentrismo, que es la base del logocentrismo. Este último, según el filósofo francés, incluiría
dentro de sí el concepto vulgar de “escritura” como mera re-presentación gráfica de la identidad habla-conciencia, de modo que
predetermina la primacía de la presencia como núcleo esencial de toda la historia de la metafísica, identificada en último lugar
con la lógica. Obtenemos, pues, que lo que hasta ahora se ha denominado “metafísica”, en realidad no sería más que «un
momento de la borradura mundial del significante» [Derrida 2003b: 360]. En otras palabras, toda la historia occidental de la
metafísica como metafísica de la presencia no sería más que una de las posibilidades de desarrollo de ésta que, en aras de
asegurar el sentido propio del lenguaje, «menosprecia la escritura (fonética) porque tiene la ventaja de asegurar un mayor
dominio al borrarse» [Derrida 2003b: 360].
En última instancia, la metafísica de la presencia, antes de ser realmente una ciencia realmente universal o categorial, no es más
que la identificación de lo “natural” con la técnica del “habla” unido a la ilusión de ser realmente “natural”. Por el contrario, una
vez deconstruida la distinción natural-artificial en lo referente a la producción del conocimiento, es decir, una vez aceptada la
imposibilidad de distinción entre lo natural y lo artificial —o lo que es lo mismo, una vez reconocida la necesidad esencial de la
técnica lingüística para el conocimiento—, entonces resulta obvio cómo la elección de la primacía del habla sobre la escritura es
precisamente el intento de olvidar otras posibilidades de la metafísica basadas en la primacía de la ausencia y de la otredad sobre
la presencia, posibilidades que toda la obra de Derrida intentará desarrollar a lo largo de los años:
El privilegio de la phoné (…) responde a un momento de la economía. El sistema del “oírse-hablar” a través de la sustancia
fónica, que se ofrece como significante no exterior, no mundano, por lo tanto no empírico o no contingente, ha debido dominar
durante toda una época la historia del mundo, ha producido incluso la idea de mundo, la idea de origen del mundo a partir de la
diferencia entre lo mundano y lo no mundano, el afuera y el adentro, la idealidad y la no idealidad, lo universal y lo no
universal, lo trascendental y lo empírico, etc. [Derrida 2003b: 13].
Ahora bien, no debemos mezclar la noción vulgar de escritura con el concepto de escritura manejado por Derrida. Para éste la
escritura es una noción más amplia que el lenguaje, cercana al concepto de semiótica o ciencia de los signos y abarcaría el
estudio de todo el inabarcable campo del juego de referencias significantes que en última instancia constituye para él el
lenguaje. Así, «todo sucede como si el concepto occidental de lenguaje se mostrara actualmente como la apariencia o el disfraz
de una escritura primera» [Derrida 2003b: 12-13] o “archiescritura”. Dicha noción de escritura designaría de este modo no
únicamente los gestos físicos de la inscripción literal, pictográfica, o ideográfica, sino también la totalidad de lo que la hace
posible en tanto que sus mismas condiciones de posibilidad.
Esta nueva noción de escritura o semiótica, propiamente hablando “gramatología” será objeto de un primer análisis por parte de
Derrida a partir de los textos de Saussure. Éste, según Derrida, «libera el campo de una gramatología general que no sólo ya no
estaría excluida de la lingüística general, sino que la dominaría y la comprendería» [Derrida 2003b: 57]. Esta noción de
gramatología incluiría, pues, una concepción del lenguaje cuyos significantes no guardarían ningún “vínculo natural” con el
significado de la realidad, sino que este último sería producido precisamente en el juego de diferencias y ausencias que nos
llevarían de unos significantes a otros sin posibilidad de encontrar nunca una identidad pura significante-significado al modo del
habla-conciencia, sino que el movimiento pre-ontológico de la différance produciría un constante remitir de un significante a
otro, movimiento que sería la esencia de la noción de “signo”. Ahora bien, de ninguna de las maneras debe confundirse la no
identidad significante-significado del lenguaje con la idea de que el significado del significante depende de la libre elección del
hablante, pues dicho significado siempre será producido de forma a-personal en el continuo movimiento sígnico que constituye
el lenguaje, de forma que lo único que realmente se hace en todas las investigaciones etimológicas sobre el origen de las
palabras no sería más que seguir la huella que dicho juego de los significantes dejaría a su paso. La “indecidibilidad” originaria
del texto hace que éste no pueda poseer jamás un significado estable, ya sea uno determinado por su autor o por un intérprete
autorizado. Más aún, como ya hemos visto, para Derrida no hay un significado del texto que pueda ser capturado por alguno de
sus lectores. Toda tentativa de comprensión del texto es un acto creativo de sentido que se constituye como nuevo texto
construido sobre el precedente conjunto de signos. Desde la óptica deconstructiva, hablar de la interpretación verdadera o
canónica de un texto —o de su significado último— carece de “sentido”.
De esta manera, asumida la primacía del lenguaje en la formación de la conciencia o el conocimiento, es fácil concluir como «el
campo del ente, antes de ser determinado como campo de presencia, se estructura según las diversas posibilidades, genéticas y
estructurales, de la huella» [Derrida 2003b: 61]. «La huella es, en efecto, el origen absoluto del sentido en general. Lo cual
equivale a decir, una vez más, que no hay origen absoluto del sentido en general. La huella es la diferencia que abre el aparecer
y la significación» [Derrida 2003b: 84].
Por otra parte, es importante hacer notar cómo esta imposibilidad del origen remite directamente al problema del nombre propio
y su propia imposibilidad dada la imposibilidad de acceder a un núcleo originario de la significación y la presencia de la
conciencia a sí misma que sería el “yo”. En realidad, sería el mismo concepto supuestamente originario del “yo” el que sería
producido por la ilusión de la posibilidad de que un significante lingüístico pueda constituir realmente un “nombre propio” con
independencia del juego de diferencias en el que realmente se constituye su significado. Además, esta imposibilidad de origen
de la huella, antes de ser una mera “fenomenología de la escritura” supone precisamente un verdadero más allá de la
fenomenología, un verdadero más allá de lo físico, propiamente hablando, una verdadera meta-física en tanto que “física” de lo
no presente. Por último, Derrida determina este juego de diferencias que constituye la gramatología como el núcleo esencial de
la noción de “suplemento” (relación de sustitución de una presencia supuestamente originaria cuya única razón de ser es intentar
suplir una falta que se afirma que no existe) a partir del análisis presente en los textos de Rousseau. Dicha lógica es resumida
como sigue:
Rousseau dice A y luego interpreta, por razones que debemos determinar, A por B. A, que era ya una interpretación, es
reinterpretada por B. Sin salir del texto de Rousseau y tras haber tomado nota de ello, podemos aislar a A de su interpretación
por B y descubrirle sus posibilidades, recursos de sentido que pertenecen por cierto al texto de Rousseau pero no han sido
producidos o explotados por él. Y a los cuales, por motivos también legibles, él ha preferido acortar, con un gesto ni consciente
ni inconsciente [Derrida 2003b: 185].
Tras esta lógica del suplemento se incluiría no únicamente el fonocentrismo —en tanto que discurso académico de un área
determinada de la filosofía que es la metafísica—, sino que todas las instituciones de la cultura occidental —en tanto que
producidas con conceptos construidos en función de esta lógica fonocéntrica— conllevarían, de un modo u otro, dicha lógica.
Así pues, Derrida analizará nociones como la “educación” en tanto que institución destinada a “suplir lo que falta” y reemplazar
a la naturaleza, la de “representación” legal que constituye una de los pilares fundamentales del Derecho occidental, o,
lógicamente, la institución del habla.
2.5. La metáfora del ser
Una vez llegados a este punto es importante subrayar que de ningún modo hay que confundir la deconstrucción derrideana con
la “retirada del ser” heideggeriana, cosa que el mismo Derrida se encarga de hacer notar. En primer lugar, porque en la medida
en que la pregunta por el ser se une indisolublemente a la pre-comprensión de la palabra ser sin reducirse a ella, la lingüística
que trabaja en la deconstrucción de la unidad constituida de esa palabra no tiene ya que esperar —de hecho o de derecho— que
la pregunta por el ser sea planteada para definir su campo y el orden de su dependencia. Y en segundo, porque para Derrida, de
lo que trata en última instancia la deconstrucción no es tanto de la retirada del ser, un planteamiento para él aún demasiado
ligado a la ontología y la metafísica de la presencia, sino de la retirada de la metáfora, o de la metáfora de “la retirada de la
metáfora”. Nos explicaremos.
Dado que el ser no es un ente, la “retirada del ser” como acto inaugural de la metafísica de la presencia actual del ente no puede
ser deconstruida más que como retirada de la metáfora de la “retirada del ser”, es decir, como retirada de la estructura
metafórica misma que sería la base de la posibilidad conceptual de la “retirada del ser”. Siendo más precisos, la argumentación
última radica en que como «el ser no es nada, como no es un ente, no podrá decirse o nombrarse more metaphorico» [Derrida
1989b: 57]. Y entonces, si con respecto al ser no se puede hablar metafóricamente, tampoco puede hablarse de él propiamente o
literalmente. Del ser se hablará siempre quasi-metafóricamente, según una “metáfora de metáfora”, con la sobrecarga de un
trazo suplementario o de un re-trazo. La gráfica de esta retirada tomaría entonces el aspecto siguiente:

1. Lo que Heidegger llama la metafísica corresponde a una retirada del ser. En consecuencia, la metáfora en cuanto
concepto llamado metafísico corresponde a una retirada del ser.
2. Por ello mismo, el discurso metafísico no puede ser desbordado, en cuanto que corresponde a una retirada del ser, a
menos que lo sea conforme a una retirada de la metáfora en cuanto que concepto metafísico, conforme a una retirada de
lo metafísico, una retirada de la retirada del ser.
Además, resultaría imposible el recurso a una supuesta meta-metaforicidad, es decir, a un “más allá de la metáfora”, puesto que
en última instancia, imposibilitado el acceso a un sentido literal único y determinado del significado del concepto de “ser”,
obtendríamos que única y exclusivamente no existen sino metáforas de metáforas.
2.6. La diseminación
Hasta ahora hemos “escrito” sobre la imposibilidad de identificar o determinar, de cualquiera de las maneras, un sentido propio
que pusiera freno o aniquilara el eterno diferir originario pre-ontológico de la différance. Ahora bien, Derrida no se dedica
únicamente a deconstruir la metafísica de la presencia a partir de sus propios principios y contextos, sino que, además,
desarrolla en varios textos de comienzos de los años 70 las posibilidades de escritura que ofrece la lógica del significante y del
eterno diferir de la différance, en tanto que imposibilidad ya sea del sentido literal como de la estructura metafórica. Objeto de
esta práctica, antes que su paradigmática obra Glas —en la que juega con los injertos de unos textos en otros a lo largo de las
páginas—, serían los textos dedicados a Mallarmé en La diseminación, donde escribe con la propia lógica lingüística
mallarmeana, dando primacía al significante tanto escrito como sonoro antes que al significado.
Ejemplo paradigmático es esta lógica mallarmeana del significante sería la denominada por Derrida marca “y/o”, es decir, el
continuo empleo por parte de Mallarmé de palabras como offre, que puede funcionar y de hecho funciona simultáneamente
como verbo y/o nombre, o parjure, que funciona también simultáneamente como verbo y/o nombre y/o adjetivo. Se obtiene de
esta forma una crisis interna del sentido del texto que sitúa la obra mallarmeana en un ámbito completamente ajeno al del
simbolismo en el que inicialmente se la clasificó. Y esto es así porque, según Derrida, la “indecidibilidad” de estas palabras no
se debe aquí a una multiplicidad de sentidos ni a una riqueza metafórica, sino a un sistema de correspondencias sintáctico-
gramatológicas, de forma que mediante el empleo de la palabra misma se consigue destruir la ilusión ideal de un significado
único y determinado de la propia palabra, que sería la base y fundamento último de la creencia en la existencia de la cosa misma
en tanto que única, determinada e identitaria: «Producción y aniquilamiento de la cosa por el nombre» [Derrida 1997b: 63].
Otro de los ejemplos paradigmáticos propuestos por Derrida a propósito de la obra mallarmeana es el de la palabra “oro”, en
francés “or”, en tanto que significante, de modo que la expresión “su oro”, en francés, son or, suena igual que «sonoro», sonore.
Así pues, ¿es, en estos casos, “or” una o varias palabras? El lingüista y el filósofo dirían quizá que al ser distintos a cada
momento el sentido y la función, debemos leer cada vez una palabra diferente. Y no obstante, esta diversidad se cruza y
reaparece por un simulacro de identidad del que es imprescindible que demos cuenta, pues en última instancia ni siquiera hay
nombre: la cosa misma es (la) ausente y nada es sencillamente nombrado. Y dado que ni siquiera hay nombre, tampoco hay ya
el lugar de éste, su lugar propio dentro de la estructura lingüística. Y por esto no nos estamos refiriendo a un nombre en concreto
sino a la misma estructura del nombre, pues la lógica del significante tal como funcionaba en offre o parjure muestra cómo la
plena intercambiabilidad del offre verbo y del offre nombre, del parjure verbo, del parjure nombre, y del parjure adjetivo,
conduce inexorablemente a la imposibilidad plena de un lugar propio de la estructura-nombre dentro de la gramatología
lingüística de la primacía del significante, de modo que toda sintáctica lingüística se vacía de las estructuras-nombre que serían
la base lingüística del concepto de ente, fundamento a su vez de la metafísica de la presencia.
Quedaría de este modo comprendido el lenguaje como una estructura sintáctica de lugares vacíos sin ninguna relación con la
semántica conceptual, supuestamente referente al modo de la teoría de conjuntos o de la teoría de la información base de la
informática. Es por ello que Derrida puede afirmar a propósito de Mallarmé que «la crisis de la literatura tiene lugar cuando
nada tiene lugar que no sea el lugar, en la instancia en que nadie está allí para saberlo» [Derrida 2007: 422]. Y es de esta
estructura sintáctica vacía, en que consiste el lenguaje significante, que Derrida arguye su indecidible “diseminación”, en tanto
que desencadenamiento. O lo que es lo mismo, en tanto que «1. Puesta en marcha automática de un mecanismo. 2. Todo
dispositivo que, por su posición, detiene o deja producir el movimiento de una máquina. 3. Acción de ponerle en la posición que
permite andar a la máquina» [Derrida 2007: 432].
Ahora bien, dicha crisis de la literatura en tanto que crisis del lugar no pone únicamente en crisis tanto la literatura como el
lenguaje conceptual del significado, sino que va más allá todavía, como consecuencia, porque pone en crisis tanto la posibilidad
misma de la crítica literaria en particular, como la de la crítica en general, kantiana o no. Crítica que siempre desea decidir, por
medio de un juicio, sobre el valor y el sentido de un texto. Y crítica que siempre desea decidir no únicamente sobre el valor y el
sentido, sino también sobre lo bello o hermoso y lo desagradable o feo. Crisis, pues, también, de la retórica y la estética.
Por último, no podemos terminar la referencia a Mallarmé sin hacer hincapié en la profunda unión existente, pese a posibles
apariencias en contrario, entre la lógica diseminante del significante, y la singularidad —que no unicidad ni identidad o
determinabilidad— del acontecimiento, en tanto que temporalidad singular sin repetición posible. Y esto es así porque, si bien
un texto basado en la lógica conceptual del significado del sentido propio podría muy bien repetirse idénticamente —al menos
en teoría— en otro texto que empleara o no la misma distribución lingüística de significantes, por el contrario, un texto basado
en la lógica del significante jamás podrá ser repetido en ningún otro lugar, aunque repitiera la exacta distribución sucesiva de los
significantes empleados en el texto “original”. En última instancia, al no haber un sentido propio y determinado capaz de ser
repetido en un texto posterior, sino que cada lectura del mismo texto supone una significación completamente distinta de la
anterior en función de la “decisión” que van tomando los distintos indecidibles como offre, or, o parjure, finalmente obtenemos
que el texto (sus significantes) no remiten más que a sí mismos, de modo que el texto en su conjunto «señalando su inscripción
y su funcionamiento al tiempo que simulando referirse sin retorno a algo distinto de sí, “se queda sin siquiera un sentido”, como
lo “numérico”» [Derrida 1997b: 60].
2.7. Deconstrucción y psicoanálisis
Desde el comienzo de su carrera, Derrida siempre ha dejado claro que «la deconstrucción del logocentrismo no es un
psicoanálisis de la filosofía» [Derrida 1989a: 271], pues en realidad, aunque en unas primeras lecturas pudiese parecer que la
deconstrucción procede al modo psicoanalítico, tornando consciente lo que habría sido reprimido al inconsciente por la
metafísica de la presencia, Derrida insiste en que los conceptos utilizados por Freud en torno a la represión, «pertenecen todos
ellos, sin excepción, a la historia de la metafísica, es decir, al sistema de represión logocéntrica que se ha organizado para
excluir o rebajar, poner fuera y abajo, como metáfora didáctica y técnica, como materia servil o excremento, el cuerpo de la
huella escrita» [Derrida 1989a: 272].
Es precisamente por ello que el filósofo francés va a evitar siempre hablar del inconsciente, desarrollando para ello la noción de
“archivo”. Dicha noción, implica no tanto la inscripción inconsciente de lo reprimido y olvidado, sino precisamente el acto
consciente de archivar que, para Derrida, únicamente cobra sentido a partir de la posibilidad de un olvido originario que «no se
limita a la represión» [Derrida 1997c: 27]. En su lugar, el archivo va a suponer el suplemento de una memoria que ya no es la
vulgar concepción de una memoria espontánea, sino de una memoria “protética” del soporte técnico.
Así pues, recalca Derrida que esta nueva memoria que surge con la posibilidad de la escritura en sentido amplio, tampoco es una
cuestión del pasado. Es decir, que no se trata de una estructura mnemotécnica que permita volver a traer a la consciencia a modo
de recuerdo un concepto del que ya fuimos consciente en el pasado, sino que, en lugar de ello entraña una cuestión del porvenir,
del futuro, de un futuro posible o de una “promesa”, en la medida en que ese intento de archivar o con-solidar el inexorable paso
del tiempo es evidencia, antes que solución, de la irremediable apertura violenta de un futuro que trastoca toda memoria y toda
lógica causal abriendo la posibilidad a lo imposible de prever. Ese imposible de prever sería lo que Derrida denomina el
“acontecimiento”. Ahora bien, la apuesta de futuro que lleva el archivo dentro de sí es que es precisamente el archivo mismo el
que «produce, tanto como registra, el acontecimiento» [Derrida 1997c: 24], es decir, que es el propio acto de registrar el pasado
el que torna consciente y actualiza la posibilidad de una radical apertura a la imprevisibilidad de un futuro imposible de archivar
pues, para Derrida, sin esta estructura mnémica del archivo ni siquiera seríamos capaces de concebir el mismo concepto de
futuro.
Pero una vez deconstruido el concepto de “represión” mediante el análisis del “archivo”, Derrida dirige sus miras hacia el de
“resistencia”. Este último concepto, normalmente interpretado como la resistencia del psicoanalizado a reconocer la verdad
misma de lo que el análisis psicoanalítico le revela, adquiere en la deconstrucción derrideana la connotación de la resistencia a
la violencia del otro en el interior de uno mismo, como resistencia a la otredad, al resto nunca fenomenológicamente perceptible.
Dicha lectura del concepto de “resistencia” no sería ya propiamente psicoanalítica, es decir, tendiente a otorgar un sentido a los
hechos analizados, sino “anagógica”, en tanto que concierne a la profundidad del sentido.
Por último, es obligado recordar que la discusión de Derrida con el psicoanálisis no concierne únicamente a la deconstrucción
de los textos de Freud, sino también a los de Lacan, y especialmente al famoso “seminario de la carta robada” basado en la
interpretación lacaniana de un texto de E. A. Poe. En dicho seminario, toda la atención de Derrida se basa en el ataque a la
noción lacaniana del “falo” en tanto que «significante trascendental que consolida, según Lacan, un orden simbólico que
(res)guarda al don de la diseminación» [Derrida 1995a: 58]. En el caso concreto de la lectura del texto de Poe, dicho significante
sería una carta que el protagonista envía y que antes de llegar o no a su destino sufre una serie de desvíos y manipulaciones por
parte del resto de los personajes de la trama. Así, si en la lectura lacaniana se proponía que al final y con independencia de que
la carta llegara físicamente o no a las manos del destinatario, una vez enviada, la carta siempre llega, la lectura derrideana
afirmará precisamente lo contrario, a saber, que una vez enviada o incluso sin llegar a enviarla y con independencia de que el
trozo de papel físico llegue a las manos del destinatario, la carta, el mensaje, la posibilidad de la comunicación, la posibilidad
misma del intento del don de la comunicación, en realidad nunca llega.
La razón del argumento de Lacan reside en que la carta en tanto que significante-carta marca siempre una posición, aunque sea
móvil o aunque sea como ausencia, pero una posición, un lugar determinado dentro de una estructura de sentido que se torna
condición, origen y destinación de toda la circulación lingüística o comunicación. En opinión de Derrida, dicha ausencia de
carta en la lectura lacaniana corresponde tanto a su objet petit a como al concepto psicoanalítico de “castración”, ya que, en sus
propias palabras «algo falta en su lugar, pero la falta no falta nunca. Gracias a la castración, el falo permanece siempre en su
lugar, en la topología trascendental de la que hablábamos más arriba» [Derrida 1977: 49].
En cambio para Derrida, siguiendo la misma lógica analítica que empleó en su deconstrucción del concepto de “represión”
mediante la lógica del “archivo”, argumenta que el hecho mismo de que el psicoanálisis haya producido el concepto de
“castración” implica la existencia de una différance pre-psicoanalítica en tanto que huella de una ausencia archi-originaria, sin la
cual el envío inicial de la carta, su misma posibilidad de circulación, ni siquiera habría podido tener lugar: «Sin esa amenaza el
circuito de la carta no habría siquiera comenzado (…) En este punto, la diseminación amenaza la ley del significante y de la
castración como contrato de verdad. Empaña la unidad del significante, es decir, del falo» [Derrida 1977: 53]. O lo que es lo
mismo y a modo de resumen: «Una carta no siempre llega a destino» [Derrida 1977: 109].
2.8. Los acontecimientos lingüísticos
Dentro del ámbito de la filosofía del lenguaje y la teoría literaria, ámbitos en los que Derrida nunca dejó de participar
académicamente, son referencias indiscutibles en la obra del filósofo francés los textos de John Austin y Paul de Man. Respecto
al primero, Derrida toma de él la teoría de los speech acts en general, y la distinción fundamental entre actos de habla ilocutivos
(aquellos en los que se describe lingüísticamente un hecho, acontecimiento, o entidad dada como por ejemplo en el enunciado
“La mesa es de color verde”) de los actos de habla perlocutivos (aquellos en los que es precisamente el acto de habla
pronunciado o escrito el que crea el propio hecho, acontecimiento, o entidad dada como por ejemplo en el enunciado “Queda
inaugurado el XXVIII Congreso Internacional de Filosofía del Lenguaje”).
Dentro de esta distinción, Derrida se interesa especialmente por la referencia interna o autoreferencia de los enunciados
perlocutivos, ya que este determinado “uso” del lenguaje no implica una distinción entre un “núcleo duro” del sentido, esto es,
un sentido propio, y un referente externo al lenguaje, fuera este un concepto o un ente físico-material. Lo interesante de los
enunciados perlocutivos para la deconstrucción derrideana es que en éstos, de forma especialmente clara, el lenguaje mismo
produce o transforma una situación que no existe en modo alguno sin él. Para ello, aclara Derrida, «Austin ha debido sustraer el
análisis del performativo a la autoridad del valor de verdad, a la oposición verdadero/falso, al menos bajo su firma clásica y
sustituido por el valor de fuerza, de diferencia de fuerza» [Derrida 2006a: 363]. De este modo, la teoría del performativo de
Austin rompe radicalmente con toda teoría anterior de la comunicación, ya fuera ésta puramente semiótica, estructural, o
simbólica, porque el enunciado perlocutivo es una comunicación que no se limita a transportar un contenido semántico ya
constituido y vigilado por un valor de verdad (un sentido propio) que no se debe perder.
Dicha noción del perlocutivo va a ser el fundamento teórico que permita a Jacques Derrida buscar en la obra de Paul de Man lo
que él ha denominado la teoría del “acontecimiento lingüístico” o “literario”, pues, si el acontecimiento es precisamente aquello
radicalmente imposible de prever o calcular, únicamente mediante la faceta completamente creadora que abren los enunciados
perlocutivos se podrá superar el uso convencional, radicalmente formal y determinado y, en última instancia, mecánico, que
supone el empleo de un lenguaje altamente fonetizado. Es este mismo ámbito lingüístico que abre el análisis performativo del
lenguaje el que va a permitir a Derrida redirigir la deconstrucción desde el inicial ámbito de la fenomenología lingüístico-
trascendental hacia nuevas experiencias existenciales del ser humano altamente influenciadas por los acontecimientos
lingüísticos como son la promesa, la firma, el don, la muerte, o la mentira. Acontecimientos lingüísticos que, en su forma
literaria (escrita), precisamente por constituirse como acontecimientos literarios, tendrán una dimensión temporal irreductible
tanto de “archivación” de un pasado (sea éste concebido como fuere) en un presente, o de un presente hacia un futuro.
Obtenemos de este modo que todo acontecimiento literario será siempre un doble acontecimiento en tanto que siempre implicará
una archivación.
La irreductible adventicidad del acontecimiento en cuestión, que debe ser, por consiguiente, retenido, inscrito, trazado, etc.,
puede ser también la cosa misma que se archiva de esa forma, pero debe ser igualmente el acontecimiento de la inscripción. Al
consignar, ésta produce un nuevo acontecimiento, afectando así al acontecimiento presuntamente primario que ella, al parecer,
retiene, engarma, consigna, archiva. Está el acontecimiento que se archiva, el acontecimiento archivado y está el acontecimiento
archivante, la archivación [Derrida 2003a: 75].
Ahora bien, como ya hemos visto, la concepción derrideana de la deconstrucción en general y la del acontecimiento, incluido
también el acontecimiento lingüístico y literario, en particular, implica la imposibilidad de una primacía del sujeto como núcleo
emisor de un sentido pre-constituido al lenguaje mismo, esto es, al acontecimiento lingüístico mismo, de forma que se produce
la denominada por Derrida “paradójica antinomia de la realizatividad y del acontecimiento”. En ésta, afirma Derrida, el
enunciado perlocutivo o “realizativo” que produce el acontecimiento lingüístico no guarda relación alguna con un “yo puedo”
que lo fundamente, sino que «a lo que sucede, por definición, a lo que adviene de forma imprevisible y singular, le importa un
bledo el realizativo» [Derrida 2003a: 112].
Así pues, la deconstrucción derrideana de la teoría de los speech acts austiniana se encamina a intentar mostrar cómo no sólo
cada enunciado ilocutivo conlleva irremediablemente una potencia perlocutiva que permite deconstruir todo referente externo al
lenguaje como base de un sentido propio, sino que además, el mismo acontecimiento lingüístico sería también interno al propio
lenguaje de modo que estos mismos acontecimientos no dependieran de ningún sujeto que emplee el lenguaje, sino que se
constituyan como acontecimientos lingüísticos internos al lenguaje en el que este sería simultáneamente sujeto y objeto, es
decir, nuevamente, indecidible.
Es debido a esta connotación de la falta de sujeto inherente a la noción de acontecimiento lingüístico que Derrida habla de la
“materialidad” del acontecimiento textual, en contraposición al componente puramente formal de toda gramática. Una
materialidad que no hay que confundir con la concepción ni de un materialismo mecanicista ni de un concepto metafísico de
materia. En su lugar, el concepto demaniano de materialidad sería, en palabras de Derrida, «la nominación artefactual de una
figura artefactual que no disociaré de la firma realizativa», [Derrida 2003a: 120], de la que hablaremos poco más adelante.
Y es desde esta materialidad del acontecimiento, en tanto que resistencia al puro materialismo a la par que al puro idealismo,
desde su deconstrucción de todo lo previsible del lenguaje, que en teoría estaría garantizado por su alfabetización perfectamente
determinada y fonetizada, es decir, desde esa siempre imprevisibilidad en el fondo traumática («un acontecimiento es traumático
o no sucede» [Derrida 2003a: 127]) que Derrida comenzará a hablar de la deconstrucción en tanto que devenir posible de lo
imposible o en tanto que identificación entre las condiciones de posibilidad que simultáneamente son condiciones de
imposibilidad. Es decir, que la noción misma de acontecimiento lingüístico implica que aquello que la hace posible, a saber, la
gramática perfectamente determinada del lenguaje, es aquello que, en un sentido estricto, es a su vez su misma condición de
imposibilidad. Y además, que precisamente por ello, es esa misma condición de imposibilidad de que ocurra el acontecimiento
lingüístico, a saber, la propia gramaticalidad del lenguaje, la que precisamente por ello posibilita que ocurra en tanto que
condición de posibilidad de la aparición de lo imposible, definido como tal por la propia gramaticalidad. En palabras de Derrida
«el devenir posible de lo imposible como imposible. La inapropiabilidad de lo otro» [Derrida 2003a: 127].
Es dentro de esta problemática de la imposibilidad posibilitante del horizonte de aparición de la posibilidad misma del
acontecimiento en tanto que imposible, que se introduce la problemática de la firma y del nombre propio que lleva asociada.
Firma en tanto que garantía de la singularidad absoluta necesaria para que todo acontecimiento pueda ser determinado como tal,
pero que a la vez —y aquí reside nuevamente la indecidibilidad de la propia firma— se constituye como firma que garantiza la
reproductibilidad pura de un acontecimiento puro. Para funcionar, es decir, para que sea legible, una firma debe poseer una
forma repetible, iterable, imitable; debe poder desprenderse de la intención presente y singular de su producción. Y es por esto
que su condición de absoluta singularidad es esa misma “mismidad” que, alterando su identidad y singularidad, le permite
constituirse como acontecimiento diseminador y diseminado: «La condición de posibilidad de estos efectos es simultáneamente,
una vez más, la condición de su imposibilidad, de la imposibilidad de su pureza rigurosa» [Derrida 2006a: 371].
2.9. La Deconstrucción como posibilitante no onto-teleo-lógico de la metafísica
Una vez llegados a este punto estamos en condiciones para comprender cómo la deconstrucción puede llegar a ser vista —y de
hecho lo ha sido por un gran número de especialistas— como una nueva forma de realizar la metafísica en particular, y la
filosofía en general. Así, más allá de las vacuas apologías sobre “la muerte de la metafísica” realizadas en los años 80, en
realidad, propiamente hablando, la deconstrucción sería la posibilidad misma de la apertura a una nueva forma de ejercer la
metafísica. Una metafísica no ya basada en la presencia e inmediatez del ser a sí mismo sino en la huella de su ausencia. Una
metafísica que, en sentido estricto, prescindiría completamente del significado determinista y determinante de nociones como
“esencia”, “sujeto”, “objeto”, “sustancia” o “naturaleza” y que de ninguna manera podría desarrollarse ni por “categorías”, ni
por “principios”, sino únicamente mediante la práctica diseminante de las lecturas de otros “textos”. Una noción, por tanto, que
impediría tanto los conceptos de “origen” o “fin” entendidos de un modo absoluto.
Además, esta nueva posibilidad en tanto que otro modo de ser (o) más allá de la esencia que abriría la deconstrucción buscaría el
irrenunciable germen, fundamento, o “subyectil” deconstructivo presente en todo intento de asentar la metafísica de la
presencia. De este modo, esta nueva metafísica deconstructiva siempre estará desarrollada como una lectura intencionalmente
dirigida a buscar dentro de un texto todos los sentidos y posibilidades presentes y no seguidas por el texto mismo, todo lo que el
“sentido propio” ha expulsado fuera de su unidad para poder constituirse como tal y que late en su fondo como posibilidad
misma de toda deconstrucción, de forma que ya desde este primer momento vemos cómo la diferencia y la multiplicidad son
condición de posibilidad de la unidad, y que esta última únicamente puede constituirse como tal en tanto que acto violento
segundo sobre la diferencia originaria primera, o différance. Ahora bien, para ser precisos y en contra de lo que en alguna
ocasión se ha afirmado, hay que aclarar aquí que la deconstrucción:
No es una “teología negativa”, en la medida en que dicha teología pertenece aún al espacio predicativo o judicativo del discurso,
es decir, sigue presa de las estructuras lingüísticas (sujeto/predicado, verbo=acción/sustantivo=entidad, …) puramente
proposicionales y privilegia además la “unidad indestructible de la palabra” y la “autoridad del nombre” en tanto que concepto
unitario. Además, la teología negativa supone una especie de “hiperesencialidad” más allá del ser mismo. En cambio en la
deconstrucción, la différance como diferencia primera originaria antes de la unidad misma del concepto y del nombre sería
“antes” del concepto y de la palabra misma, sería, en palabras del mismo Derrida, «algo que no sería nada, que no dependería ya
del ser, de la presencia o de la presencia del presente, ni siquiera de la ausencia, todavía menos de alguna hiperesencialidad»
[Derrida 1997b: 18].
No es un análisis, puesto que el desmontaje de la estructura no está orientado hacia el descubrimiento de unos supuestos
elementos simples y unitarios como fundamento de un origen uno, simple, e indescomponible. La deconstrucción, por el
contrario, supone la imposibilidad misma de un origen único y definitivo en una especie de “análisis interminable” siempre
funcionando y siempre en movimiento de re-originación.
No es una crítica, al menos en el sentido kantiano, dado que etimológicamente, la palabra-concepto crítica, del griego krinein =
crisis, supone siempre una instancia decisoria de elección o juicio por parte de un sujeto que realiza dicha crítica. Para la
deconstrucción, en cambio, esta no es realizada por parte de un sujeto, no es una crítica que un sujeto realiza a un texto de forma
externa o exterior a él, sino que, en última instancia, todo está ya ahí, es el mismo texto el que se deconstruye a sí mismo en la
medida en que el lenguaje en el que está escrito no puede no deconstruirse, es decir, que no puede expulsar toda la ambigüedad
del lenguaje mismo en aras de construir un discurso absolutamente unívoco y determinado en el que únicamente se expresara el
sentido propio de aquello que un supuesto sujeto querría expresar. «Ello se deconstruye (…) Y en el “se” del “deconstruirse”,
que no es la reflexividad de un yo o de una conciencia, reside todo el enigma» [Derrida 1997a: 26].
No es un método, si entendemos este como un acto repetitivo puramente técnico y formalista que pueda ser aplicado a cualquier
contenido semántico material por parte de un sujeto exterior. En su lugar, la deconstrucción no es ni siquiera un “acto”, sino,
propiamente hablando, un “acontecimiento”, puesto que, como ya hemos dicho, no corresponde a un sujeto que tome la
iniciativa de ella y la aplique sobre un objeto, sino que es un acontecimiento intra-textual que no espera la deliberación, la
conciencia o la organización del sujeto; precisamente aquello absolutamente singular e imposible de prever que supone la
misma noción de acontecimiento. Obtenemos, pues, la imposibilidad de una enseñanza teórico-académica de la deconstrucción
a la par que su propia reflexividad práctica: Todo discurso lingüístico se deconstruye a sí mismo de forma única e irrepetible.
Una nueva posibilidad de metafísica que, en última instancia, se basaría en la imposibilidad de diferenciación y delimitación
precisa entre lo “natural” y lo “artificial”, entre lo “ontológico” y lo meramente (en apariencia) “tecnológico” o “cultural”. Una
metafísica que no partiría del ser de las cosas sino del cómo el intelecto, radicalmente finito y por tanto fragmentario y
absolutamente incapaz de percibir la totalidad de la presencia, llega a ellas. Razón por la cual, esta nueva posibilidad de la
metafísica es considerada por el propio Derrida como el desarrollo ineludible de la fenomenología trascendental.
3. Tiempo, política y acontecimiento: la deconstrucción como imposibilidad posibilitante
En numerosas ocasiones y entrevistas, Jacques Derrida siempre ha afirmado que la deconstrucción, «si la hay, tiene lugar como
experiencia de lo imposible» [Derrida 1997d: 82]. Una caracterización que, a menudo, ha conllevado la identificación de un
“primer Derrida” más centrado en torno a la intersección de la filosofía del lenguaje con la fenomenología trascendental, y un
supuesto “segundo Derrida” que llevó su deconstrucción lingüística a ámbitos más propiamente existenciales y políticos
mediante la noción de acontecimiento que acabamos de vislumbrar. Una distinción que, pese a haber sido siempre rechazada por
el mismo Derrida, ha continuado manteniendo una gran presencia en el mundo académico, al desplazar la temática preferente
desde lo que hasta ahora ha entrado dentro de campos más puramente especulativos como la gnoseología, la ontología o la
metafísica, hacia otros más clásicamente determinados como ética o política, donde toma primacía el aspecto práctico o activo
de la praxis humana o social. Un ámbito donde va a jugar un papel clave la noción de “don” en tanto que nuevo indecidible
entre lo posible y lo imposible, encaminado a deconstruir toda la estructura de intercambio de la economía o ley-razón de lo
privado, de la οικος νομος. Deconstrucción para la cual volverá a ser imprescindible el recurso a cierta filosofía de la historia u
ontología temporal como base de la noción de acontecimiento.
3.1. Dar el tiempo
La referencia a la temporalidad ha sido una presente constante en todos los textos derrideanos desde el inicio de su actividad
deconstructora. Así por ejemplo, se afirmaba ya en 1967 cómo «la diferencia es la articulación del espacio y el tiempo» en tanto
que «otra estratificación del tiempo» [Derrida 1989a: 301] que supere la conceptualización espacial del mismo en la que
consiste todo tipo de crono-logía. Esta preeminencia de la cuestión temporal en la obra derrideana depende, ya lo hemos
anunciado, de la primacía del otro sobre el yo en la constitución del mundo de modo que toda metafísica y ontología clásica
centrada en la inmediata presencia del yo a sí mismo habría ocultado, incapaz de dar cuenta de ello, toda la problemática
temporal como tal por la espacialización o cronologización del tiempo.
Al no pensar lo otro, no tienen el tiempo. Al no tener el tiempo, no tienen la historia. La alteridad absoluta de los instantes, sin la
que no habría tiempo, no puede producirse en la identidad del sujeto o del existente. Aquella viene al tiempo por el otro (…)
Incapaces de responder a lo otro en su ser y en su sentido, fenomenología y ontología serían, pues, filosofías de la violencia
[Derrida 1989a: 124].
Lechos de Procusto a parte, la cuestión de la temporalidad como consecuencia en el yo a la vez que condición de posibilidad de
aparición de lo otro, guarda una relación directa con la cuestión —tanto husserliana como levinasiana— de la conceptualización
de la presencia en tanto que presente viviente, ya fuera del yo a sí mismo o del otro en el yo, pues, en el momento mismo en que
se entiende el presente como presencia de este a sí mismo, «la presencia del presente y el presente de la presencia son
originariamente y para siempre violencia» de modo que «la metafísica de Levinas presupone en un sentido la fenomenología
trascendental que pretende poner en cuestión» [Derrida 1989a: 179].
Pero si en lugar de acercarnos a la temporalidad partiendo de la inmediatez de la presencia del presente a sí mismo, partimos de
la différance pre-originaria que pre-existiría a este “presente” presente a sí mismo, veríamos cómo por el simple proceso por el
que se produce, por “generación espontánea”, el ahora viviente, este, para ser un ahora, debe «retenerse en otro ahora, afectarse
él mismo, sin recurso empírico, de una nueva actualidad originaria en la que llegará a ser no-ahora como ahora pasado, etc., un
proceso así es una auto-afección pura en la que lo mismo no es lo mismo más que afectándose de lo otro, llegando a ser lo otro
de lo mismo» [Derrida 1985: 143]. En otras palabras, jamás existirá la posibilidad de conceptualizar siquiera la inmediatez de un
presente, de un ahora presente, sin la diferencia pre-originaria que se crea en la relación con lo otro no presente. O lo que es lo
mismo, sin la diferencia entre pasado y presente no podría existir el presente como tal, siempre y cuando no concibamos el
pasado como un presente ya pasado que vuelve a ser presente a la conciencia, sino como estructura pre-ontológica del tiempo
que le constituye.
En esta estructura referente de la différance, que necesita de lo otro para conformar lo mismo —es decir, que necesita de lo
ausente para conformar lo presente, de lo no-presente (ya sea pasado o futuro) para conformar lo presente— radica la estructura
temporal del lenguaje en tanto que signo. Una estructura que, ya lo hemos dicho, entraría en relación con los acontecimientos en
tanto que aquellos imposibles posibilitados por sus propias condiciones de imposibilidad posibilitantes de que se dé lo imposible
como tal, y que desplazaría la concepción del lenguaje, de mero instrumento encaminado a la reapropiación de la presencia,
hacia la de ámbito propio de la desposesión de sí en tanto que privación de una presencia plena como condición sine qua non de
toda experiencia.
Con estas premisas de la no-primacía del presente, de lo presente a sí mismo, es decir, con este giro copernicano que va desde
entender el presente como aquello a partir de lo cual se cree poder pensar el tiempo hacia entenderlo precisamente a partir del
tiempo como diferencia, Derrida comienza a acercarse a las estructuras no lineales y no circulares del tiempo. Concretamente, se
acerca a la posibilidad de un “don” pleno y absoluto que renuncie a cualquier retorno, a cualquier cálculo de la deuda o, más allá
incluso, a cualquier posibilidad de intercambio, ya sea éste monetario o no. Una problemática pues, ésta del don puro, que tiene
que ver, no ya con la ausencia del otro en mí, sino con el puro envío al otro desde mí. Un envío que no podría plantearse si
quiera dentro de una temporalidad como presencia inmediata del presente a sí mismo, sino que únicamente es posible dentro de
una temporalidad del eterno diferir de cada acto de constitución del mismo presente. Una concepción del don pues, que, como
Lacan dice del amor, “da lo que no tiene”, concretamente, eso no presente a sí, esa parte no presente del presente. En palabras de
Derrida, «ese resto de tiempo que le queda y que no puede dar» [Derrida 1995a: 14]. Y es así precisamente porque para poder
dar verdaderamente al otro, a lo otro ausente de lo presente a mí mismo, siempre habría que darle precisamente ese resto no
presente en mi presencia que precisamente para que sea no presente es lo que no puedo dar.
Razón por la cual afirma Derrida que «el “presente” del don ya no se puede pensar como un ahora, a saber, como un presente
encadenado a la síntesis temporal» [Derrida 1995a: 19], pues si eso sucediera, lo dado no estaría dado de verdad, no constituiría
propiamente hablando un “acontecimiento” del don, sino que sería el efecto mecánico de un cálculo contable con vistas a una
futura restitución y/o beneficio: «Si hay don, lo dado del don no debe volver al donante. No debe circular, no debe
intercambiarse, en cualquier caso no debe agotarse, como don, en el proceso del intercambio (…) el don debe seguir siendo an-
económico» [Derrida 1995a: 17]. Es únicamente a condición de esa fractura en la linealidad circular del tiempo como podría
haber don.
Pero más allá incluso, esta ética absoluta del don exige el no-re-conocimiento, pues en último extremo, es preciso que el
donatario no reconozca el don como don ya que si lo reconoce como tal, «si el don se le aparece como tal, si el presente le
resulta presente como presente, este simple reconocimiento basta para anular el don. ¿Por qué? Porque este devuelve, en el
lugar, digamos, de la cosa misma, un equivalente simbólico» [Derrida 1995a: 22]. Es en este sentido que todas las técnicas
humanas de archivación o “temporalización” del tiempo (memoria, presente, anticipación, retención, protensión, inminencia del
futuro, éxtasis, etc.) conllevan en sí mismas el proceso de una destrucción del don.
Ahora bien, para poder pensar la temporalidad del don es preciso que no partamos de la inmediatez de la presencia a sí del ahora
sino de la diferencia que constituye el tiempo, del tiempo como diferencia. Principio que en la problemática concreta del don se
traduce en pasar de pensar las condiciones de posibilidad temporales del don en tanto que condiciones temporales de su
imposibilidad, punto paradójico por seguir la lógica de la preeminencia del tiempo sobre el don, a comenzar a pensar el don a
partir del tiempo, ya sea éste en la modalidad verdadera del don, o en el de la deuda y/o intercambio.
El don no es un don, no da sino en la medida en que da tiempo (…) Allí donde hay don, hay tiempo (…) Es preciso que la cosa
no sea restituida inmediatamente ni al instante. Es preciso el tiempo, es preciso que dure (…) el tiempo como ritmo, un ritmo
que no le adviene a un tiempo homogéneo sino que lo estructura originariamente. El don da, requiere y se toma tiempo. La cosa
da, requiere o toma tiempo [Derrida 1995a: 47].
Invertiríamos de este modo no únicamente la concepción de lo que verdaderamente es dar y su relación con el tiempo, sino,
además, todo el sistema de valoración económica, actualmente basado en el mito liberal de la oferta y la demanda, de modo que
no se regalarían cosas precisamente porque son valiosas, sino que precisamente porque se dan, otorgan valor, otorgan tiempo,
otorgan tiempo como diferencia, intrusión impredecible de una otredad desconocida en tu mundo sin fin ni exigencia ninguna
que marcaría el punto indiscutible de un acontecimiento, de modo que, en última instancia, todo comenzaría por el don en tanto
que “envío” de la otredad hacia el presente a sí mismo.
3.2. Dar la muerte
Por otra parte, si en última instancia la différance es una cuestión temporal en tanto que diferenciarse de un presente en realidad
nunca presente plenamente en cuanto tal, si es este “retraso” o “pro-yección” temporal constitutivo la temporalidad prioritaria en
la relación con el otro, y si, finalmente, es única y realmente esta relación con el otro a través de un don no económico el que
otorga verdadero valor a las cosas, deberá existir un nuevo indecidible archi-originario temporal que de valor al conjunto de la
vida. Dicho indecidible no sería sino la muerte, y su principal problemática estaría en torno a cómo ser capaces, ya no de
aceptarla, sino de darla, de enviarla, de entablar una relación con la otredad más otra de todas, que sería la muerte, del otro, en
última instancia, completamente trascendente, «de la persona como otro trascendente» [Derrida 2006b: 37].
Un envío además que nos sumergiría de pleno en una «nueva figura de la responsabilidad, la de otra muerte» para la cual «es
necesario tener en cuenta la unicidad, la singularidad irreemplazable del yo: aquello por lo cual, y esto es la aproximación a la
muerte, la existencia se sustrae a toda sustitución posible» [Derrida 2006b: 52]. La muerte, pues, como la lógica más pura del
don cuya absoluta singularidad e irremplazabilidad tornaría verdaderamente imposible cualquier acercamiento económico.
Únicamente porque soy mortal soy irremplazable. Únicamente porque soy irremplazable me siento llamado a mi
responsabilidad, únicamente mía y de imposible transferencia. Responsabilidad imposible como nuevo indecidible, pues, para
que dicha responsabilidad fuera realmente tal necesitaríamos nuevamente dos exigencias contradictorias: Por una parte, ser
conscientes de nuestra singularidad irremplazable en tanto que percepción de la irrenunciabilidad de mi responsabilidad, por la
otra, el necesario olvido ya mencionado de lo que damos para que de este modo no pueda existir el retorno de una compensación
de lo que damos en tanto que tornarnos “buenas personas” a modo de compensación simbólica.
Además, justo en el límite de la lógica del don que supone la muerte, Derrida lleva la noción de la singularidad del
acontecimiento lingüístico hasta su extremo, que no es otro que el silencio, de modo que esta mi responsabilidad infinita por el
otro únicamente puede estar ligada al silencio y al secreto en tanto que características propias del misterio. Una deconstrucción
llevada al límite que es capaz de deconstruirse a sí misma hasta la nueva paradoja del silencio como única posibilidad-
imposibilidad de un acontecimiento lingüístico. Y una deconstrucción no únicamente de la deconstrucción misma o del
indecidible del acontecimiento, sino también una deconstrucción de la ética como mandato genérico, «ya que, desde el momento
en que se habla y se entra en el medio del lenguaje, se pierde, pues, la singularidad (…) la responsabilidad infinita con el
silencio y con el secreto» [Derrida 2006b: 73].
Tenemos por tanto la noción de secreto, de no-saber consciente, mejor dicho, de saber que hay un saber que no se sabe, y que
sería lo que propiamente toda metafísica de la presencia no sabe, a saber, que hay un secreto archi-originario inconmensurable
con el saber, el conocimiento y la objetividad, un secreto dentro de mí y para mí y que Derrida no duda en afirmar que ésta y no
otra «es la historia de Dios y el nombre de Dios como historia del secreto, que es una historia a la vez secreta y sin secreto»
[Derrida 2006b: 121]. Ahora bien, que nadie se mueva a engaño, pues, afirma Derrida, «este silencio no es exterior al lenguaje»
[Derrida 1997e: 33], con lo cual, obtenemos la ya clásica relación, sea o no a través de la noción de “verbo”, entre Dios y el
lenguaje.
Una historia de Dios como secreto y silencio absoluto de una muerte y un tiempo en tanto que condiciones de posibilidad-
imposibilidad del acontecimiento puro absolutamente singular e imprevisible, garantía de una auténtica y radical exigencia de
responsabilidad por el otro en toda su violencia sobre mi mismidad. Una nueva forma de percibir el tiempo más allá de la
presencia del presente a sí mismo que, al modo de los grandes místicos de la historia, y con independencia de si fueran creyentes
o ateos, culmina en la apología de la embriaguez como única salida del tiempo cronológico-económico. Una embriaguez plena,
da igual si de gracia o de droga («la droga, fuerte o blanda, “de vino, de poesía o de virtud” es la salvación frente al Tiempo»
[Derrida 1995a: 105]), donde lo único que se podría dar es el tiempo mismo embriagado en la experiencia del acontecimiento
pleno. Un tiempo imposible de medir, puro acontecimiento fuera de Cronos, pura creación de tiempo que no sería ni presente ni
ausente, donde «dar (el) tiempo vendría, pues, a consistir en anularlo» [Derrida 1995a: 105]. Afirmación, se supone, con
idénticas conclusiones para el caso extremo de la muerte.
3.3. Justicia y revolución permanente
Toda esta nueva lógica indecidible de lo posible-imposible que yace en la estructura temporal del don y la muerte también está
presente, de una forma u otra, en la deconstrucción derrideana de la política, a través de aquello que Montaigne ya denominaba
«el fundamento místico de la autoridad» como momento instituyente —propiamente hablando, poder constituyente—, de modo
que «hay un silencio encerrado en la estructura violenta del acto fundador» [Derrida 1997e: 33] como condición de la
experiencia del Abgrund propia de toda institución. Este silencio, este propiamente más allá de la positividad mecánico-
gramatológica del derecho sería, no la ley, sino la justicia, en tanto que experiencia de la alteridad absoluta. Justicia que
amenaza la estabilidad del derecho en tanto que su mismo origen y exigencia simultánea y siempre sin fin del “derecho” al
derecho o del “derecho a tener derechos”.
Una justicia incalculable, an-económica, que precisamente por esa misma inconmensurabilidad es capaz de deconstruir el
derecho como principio de equivalencia y forma “civilizada” de la venganza y de la ley del talión. Una justicia pues como in-
calculabilidad originaria que antes que simbolizarse con la imagen de la balanza en equilibrio propia de la metafísica de la
presencia quedaría marcada por todos aquellos que aún no están o ya no están ahí, próximos y presentes. Una justicia que antes
de ser la exigencia de la rectificación de una dirección hacia el camino recto, hacia el camino derecho, diritto, o droit
absolutamente necesario dado el out of joint en que se encuentra el mundo, debería ser la infinita, disimétrica y no equilibrada
apertura de la relación con el otro no presente. Una nueva noción de justicia como différance que, antes que «reparar la
injusticia» vendría a «re-articular como es debido la dis-yunción del tiempo presente» [Derrida 2003c: 38].
Una violencia de la justicia como respeto y responsabilidad por la otredad del otro en tanto que otro vendría entonces a sustituir
la violencia o la fuerza de ley del poder constituyente, igual de mística e inexplicablemente incalculable que esta justicia de lo
no equilibrado que, precisamente en su respeto por la otredad del otro, mantiene y consolida el derecho a la diferencia y dis-
simetría del otro. Una exigencia de mantenimiento de la diferencia que, en palabras de Derrida, implica una «revolución
permanente [que] supone la ruptura de lo que liga la permanencia a la presencia sustancial» [Derrida 2003c: 46]. Una
permanencia garantizada, en tanto que status quo, por la autonomía mecánica de lo jurídico como fundamento de los Estados-
nación.
Frente a dicha tendencia a la permanencia calculable del derecho y los Estados-nación, Derrida mantiene desde la exigencia de
la responsabilidad radical por el acontecimiento del otro en tanto que otro la necesidad de una nueva ética de la hospitalidad sin
restricciones en tanto que experiencia originaria del vínculo social, que deconstruya plenamente el actual Derecho Internacional
articulado como cálculo y control de una deuda. Frente a dicho cálculo, afirma Derrida cómo esta ética de la hospitalidad
«ordena, hace incluso deseable una acogida sin reserva ni cálculo, una exposición sin límite arribante» [Derrida 2003a: 239].
Una hospitalidad que daría lugar a una “nueva internacional” más allá del mero cosmopolitismo y de la fraternidad entre
naciones como base para un nuevo concepto de “humanidad”. Ahora bien, este nuevo concepto de humanidad requiere, según el
filósofo francés, una nueva articulación de la relación amigo-enemigo y, más allá incluso, del concepto mismo de amistad.
Tarea que emprende en Políticas de la amistad.
3.4. Hacia un nuevo horizonte de la amistad
En Políticas de la amistad, Derrida emprende la deconstrucción de la mayor parte de los textos políticos en donde se establecen
las relaciones que tradicionalmente han unido el concepto de amistad al de proximidad (solo se puede ser amigo de personas que
tienen un contacto íntimo y próximo con uno) o al de cantidad (únicamente se puede ser amigo auténtico y verdadero de un
número muy reducido de personas). Dichas relaciones serían el punto de partida de los posteriores conceptos de “pueblo” o
“nación” por una parte (en tanto que agrupaciones de personas supuestamente naturales basadas en un nexo común cultural,
producción primera de los vínculos de proximidad), y de “Estado” por otra (en tanto que cálculo, regulación, y administración
del número máximo de personas con las que poder mantener estas relaciones de proximidad: referencia a la limitación del
derecho de hospitalidad a los inmigrantes).
Como ámbito primario de esta fundamentación de la política occidental, el concepto tradicional de “amigo” aparecería siempre
ligado al núcleo más próximo de relación social, que sería la familia: «La figura del amigo parece que forma parte
espontáneamente de una configuración familiar, fraternalista y en consecuencia androcentrada de lo político» [Derrida 1998a:
12]. Frente a esta apariencia a deconstruir, Derrida se preguntará por la posibilidad misma de una política “más allá del principio
de fraternidad”, de una política del otro lejano que viene e irrumpe, una política al fin y al cabo que no admita nunca un “estar
en casa” próximo-familiar («Un secreto ni pertenece, ni admite jamás a un “estar en casa”» [Derrida 1995a: 104]), una política
no de lo dado y lo presente, sino precisamente de lo que viene y del futuro, propiamente hablando, una política de la promesa,
pues como el mismo Derrida afirma: «No hay amigo sin el tiempo».
Una relación temporal que, como ya sabemos, puede ser entendida en tanto que circulación y retorno de una deuda, como
cumplimiento del deber y la deuda instaurada por la promesa (concepción tradicional de la amistad según Derrida), pero que
también puede y debe ser concebida como el sí incondicional de la apertura hacia lo completamente imposible de preveer que
supone el acontecimiento y la venida de lo otro. Una nueva amistad de la lejanía, concretamente “amigos de la soledad” es la
expresión que toma Derrida de Blanchot, en tanto que «pertenecen conjuntamente, y ésa es su semejanza, al mundo de la
soledad, del aislamiento, de la singularidad, de la no-pertenencia» [Derrida 1998a: 62]. Un concepto de la amistad que, como no
podía ser de otra manera, pone en cuestión nuestro mismo sentido común, nuestras certezas ontológicas adquiridas sobre la
proximidad y la lejanía, nuestras certezas mismas acerca de lo común, de lo Uno-común y la com-unidad sobre la que fundar la
política, pues de lo que en última instancia se trata aquí es de cómo fundar una “política de la separación”. Propuesta para lo
cual, Derrida, recurre y cita explícitamente los textos de Blanchot:
Tenemos que renunciar a conocer a aquellos a quienes nos liga algo esencial; quiero decir que tenemos que acogerlos en la
relación con lo desconocido en donde ellos a su vez nos acogen también, en nuestra lejanía. La amistad (…) pasa por el
reconocimiento de la extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino tan sólo hablarles, no hacer de ellos
un tema de conversación (o de artículos), sino el juego del entendimiento en el que, al hablarnos, aquéllos reservan, incluso la
mayor familiaridad, la distancia infinita, esta separación fundamental a partir de la cual aquello que separa se convierte en
relación [Derrida 1998a: 325].
Una concepción de la amistad también presente en la “amistad del solitario por el solitario” por la que clamaba el Zaratustra de
Nietzsche, basada en el “sin reciprocidad” y la “desproporción” necesarias para romper la lógica de la deuda y no economizar la
amistad. Una amistad además que exigiría la eliminación de toda fusión o con-fusión entre el “tú” y el “yo” en aras de garantizar
la separación que diera razón y respeto de la otredad del otro en cuanto otro. Lo cual implicaría una responsabilidad mucho
mayor que la de garantizar el retorno de lo prometido en la promesa. Pero una amistad también que, paradójicamente, debe ir
más allá aún de la cuestión de la promesa sin retorno, del envío, o del don, y que guardaría ya únicamente relación con la
muerte.
La amistad no es un don, una promesa, la generosidad genérica. Relación inconmensurable del uno con el otro, es el afuera
relanzado en su ruptura y su inaccesibilidad. El deseo, puro deseo impuro, es la llamada a franquear la distancia, llamada a morir
en común mediante la separación [Derrida 1998a: 328].
Una noción de amistad por tanto que únicamente se cumpliría cuando muere toda posibilidad de una com-unidad viviente.
Nueva condición de imposibilidad posibilitante, el concepto de separación, de fin de relación, sería entonces la condición de
posibilidad para que pudiera existir una verdadera amistad no economizada, pero también no relacionada siquiera con la idea de
una posible relación que no sea sino la de la misma separación fundante. Ser amigo de alguien sería entonces dejarle ir,
separarse de él en la muerte de toda relación-proximidad entre ambos, una estructura testamentaria en la que únicamente se
puede ser amigo de lo muerto.
De este modo, «una vez que se ha señalado bien que lo común no era lo común de una comunidad dada sino el polo o el fin de
una llamada» [Derrida 1998a: 328], de una llamada sin esperanza de que sea contestada por otro próximo, o lejano en proceso
de ser próximo, sino de una llamada a la lejanía tan extremadamente lejana, tan imposible de cercanía que se identificaría con la
muerte, una vez que se tiene claro, pues, que la amistad como llamada a la otredad como ausencia no se produce de ninguna de
las maneras para que esta venga a la presencia efectivamente, una vez, pues, que la amistad como llamada a la otredad ausente
es para mantener ésta en la ausencia de su otredad, una vez hecho esto, decimos, podremos por fin comprender cuál es la
verdadera respuesta de Derrida al ¿Qué hacer? de Lenin cuando contesta «pensar lo que viene» [Derrida 1997a: 29], cuando
identifica precisamente la pregunta del ¿Qué hacer? con la pregunta del “ven”. Un sí incondicional a la ética de la hospitalidad
como hospitalidad de lo ausente y lo otro, de la otredad como ausencia que, propiamente hablando, “decide” políticamente
como fundación primordial del acontecimiento del otro en mí. Algo decide entonces el sí que me obliga a la venida de la
ausencia, iniciando de este modo una política de la amistad no fundada ni en el “yo”, ni en el “sujeto”, ni en la “presencia” o
“proximidad”. Pensar la venida sería, pues, la aceptación de la obligación impuesta por el otro ausente que dio origen a toda la
crítica a la fenomenología trascendental de Husserl, la aceptación de la obligación impuesta por lo otro del sí a la ética de la
hospitalidad de lo ausente como ausente. Una relación tan fuerte con el otro esta de la separación en la que ya ni siquiera es el
“yo” quien decide establecerla sino, precisamente, el otro, verdadera figura instituyente de toda fenomenología posible:
La decisión: ésta debe interrumpir, marca un comienzo absoluto. Significa, pues, lo otro en mí, que decide y desgarra. La
decisión pasiva, condición del acontecimiento, es siempre en mí, estructuralmente, otra decisión, una decisión desgarradora
como decisión del otro [Derrida 1998a: 89].
***
La voluntad de llevar los presupuestos de la fenomenología trascendental hasta sus últimas consecuencias por parte de la
propuesta derridiana ha generado encendidas polémicas en el mundo académico. Sus detractores denuncian una contradicción
interna de sus planteamientos, acusándolo de irracionalidad. A lo que responden sus seguidores poniendo de relieve el
planteamiento logocéntrico de esas mismas acusaciones. Al final la discusión se convierte en un diálogo de sordos, precisamente
por considerar sus detractores fuera de discusión todo cuestionamiento de la noción de verdad, mientras que la deconstrucción
niega un valor decisivo a las argumentaciones de sus detractores si éstos no plantean una problematización del concepto mismo
de verdad.
4.3. Entrevistas a Jacques Derrida

 Posiciones, Pretextos, Valencia 1977.


 No escribo sin luz artificial, Cuatro ediciones, Madrid 1999.
 Aprender por fin a vivir. Entrevista con Jacques Birnbaum, Amorrortu editores, Buenos Aires 2006.
4.6. Sitios en Internet dedicados a Derrida

 Derrida en castellano (Sitio creado por Horacio Potel): http://www.jacquesderrida.com.ar/


 DERRIDEX (index des mots de l'oeuvre de Jacques Derrida): http://www.idixa.net/Pixa/pagixa-0506091008.html
 Autour de Derrida, dossier de Sens public, 11 abril de 2008: http://www.sens-public.org/spip.php?article545&lang=fr
 Site Jacques Derrida: http://www.derrida.ws/

El pensamiento arquitectónico por Jacques Derrida

Queremos interrogarle sobre las posibles consecuencias de su filosofía en la arquitectura: ¿qué supone esta actividad en el ámbito
de la deconstrucción?, ¿puede haber cierta síntesis entre arquitectura y pensamiento que supere las limitaciones convencionales?,
¿existe, por expresarlo en sus propios términos, un nuevo pensamiento «arquitectónico»?
Consideremos el problema del pensamiento arquitectónico. Con ello no pretendo plantear la arquitectura como una técnica extraña
al pensamiento y apta quizá, entonces, para representarlo en el espacio, para constituir casi su materialización, sino que intento
exponer el problema arquitectónico como una posibilidad del pensamiento mismo… Ya que alude a una separación entre teoría y
práctica podemos comenzar preguntándonos cuándo comenzó esta división del trabajo. Pienso que, en el momento en que se
diferencia entre theoría y praxis, la arquitectura se percibe como una mera técnica, apartada del pensamiento. No obstante, quizá
pueda haber un camino del pensamiento, todavía por descubrir, que pertenecería al momento de concebir la arquitectura, al deseo,
a la invención.
Pero si la arquitectura se concibe como una metáfora y en consecuencia, remite siempre a la necesidad de materialización del
pensamiento, ¿cómo reintroducir la arquitectura en el pensamiento de un modo no metafórico? ¿Quizá no centrándonos en esa
materialización sino permaneciendo siempre en el camino, en un laberinto, por ejemplo?
Luego hablaremos del laberinto. Previamente, me gustaría bosquejar cómo la tradición filosófica ha utilizado el modelo
arquitectónico como metáfora de un tipo de pensamiento que, en sí mismo, no puede ser arquitectónico. En Descartes encontramos,
por ejemplo, la metáfora de los fundamentos de la ciudad, y se supone que tales cimientos son los que propiamente han de soportar
al edificio, la construcción arquitectónica, la misma ciudad. Existe, por lo tanto, un tipo de metáfora urbana en la filosofía.
Las Meditaciones y el Discurso del método están plagados de estas metáforas arquitectónicas que, además, tienen siempre una
relevancia política.
Cuando Aristóteles quiere poner un ejemplo de teoría y práctica, cita al architekton, al que conoce el origen de las cosas: es un
teórico que también puede enseñar y que tiene bajo sus órdenes a trabajadores que son incapaces de pensar de forma autónoma.
De este modo se establece una jerarquía política. La arquitectónica se define como un arte de sistemas; como un arte, por lo
tanto, idóneo para la organización racional de las ramas del saber en su integridad. Es evidente que la referencia arquitectónica es
útil para la retórica, para un lenguaje que en sí mismo no ha conservado ningún carácter arquitectónico. Por ello me pregunto
cómo pudo haber existido una forma de pensamiento relacionada con el hecho arquitectónico antes de la separación entre teoría
y práctica, entre pensamiento y arquitectura.
Si cada lenguaje sugiere una espacialización -cierta disposición en un espacio no dominable sino sólo accesible por
aproximaciones sucesivas- entonces es posible compararlo con una especie de colonización, con la apertura de un camino. Una
vía no a descubrir sino que debe crearse. Y la arquitectura no es en absoluto ajena a tal creación. Cada espacio arquitectónico,
todo espacio habitable, parte de una premisa: que el edificio se encuentre en un camino, en una encrucijada en la que sean posibles
el salir y el retornar. No hay edificio sin caminos que conduzcan a él o que arranquen de él, ni tampoco hay edificios sin recorridos
interiores, sin pasillos, escaleras, corredores o puertas. Pero si el lenguaje no puede controlar la accesibilidad de esos trayectos,
de esos caminos que llegan a este edificio y que parten de él, únicamente significa que el lenguaje está implicado en estas
estructuras, que está en camino,«de camino al habla» [Unterwegs zur Sprache], decía Heidegger, en camino para alcanzarse a
sí mismo. El camino no es un método; esto debe quedar claro. El método es una técnica, un procedimiento para obtener el control
del camino y lograr que sea viable.
Y ¿qué sería, entonces, el camino?
Vuelvo a referirme a Heidegger, quien señala que ódos, el camino, no es el méthodos; que existe una senda que no se puede
reducir a la definición de método. La definición del camino como método fue interpretada por Heidegger como una época en la
historia de la filosofía que tuvo su inicio en Descartes, Leibniz y Hegel, y que oculta el «ser camino» del camino, sumiéndolo en
el olvido, mientras que de hecho, tal «ser camino» indica la infinitud del pensamiento: el pensamiento es siempre un camino. Por
tanto, si el pensamiento no se eleva sobre el camino o si el lenguaje del pensamiento o el sistema lingüístico pensante no se
entienden como un metalenguaje sobre el camino, ello significa que el lenguaje es un camino y que, por lo tanto, siempre ha tenido
una cierta conexión con la habitabilidad. Y con la arquitectura. Este constante estar en camino, esta habitabilidad del camino que
no nos ofrece salida alguna, nos atrapa en un laberinto sin escapatoria; o, de un modo más preciso, en una trampa, en un artificio
deliberado como el laberinto de Dédalo del que habla Joyce.
La cuestión de la arquitectura es de hecho el problema del lugar, de tener lugar en el espacio. El establecimiento de un lugar que
hasta entonces no había existido y que está de acuerdo con lo que sucederá allí un día: eso es un lugar. Como dice Mallarmé, ce
qui a lieu, c’est le lieu. En absoluto es natural. El establecimiento de un lugar habitable es un acontecimiento. Y obviamente tal
establecimiento supone siempre algo técnico. Se inventa algo que antes no existía; pero al mismo tiempo hay un habitante, hombre
o Dios, que desea ese lugar, que precede a su invención o que la causa. Por ello, no se sabe muy bien dónde situar el origen del
lugar. Quizá haya un laberinto, ni natural ni artificial, en el seno de la historia de la filosofía greco-occidental, que es donde afloró
el antagonismo entre naturaleza y tecnología, y en él habitamos. De esta oposición surge la distinción entre los dos laberintos.
Pero volvamos al lugar, a la espacialidad y a la escritura. Durante algún tiempo se ha ido estableciendo algo parecido a un
procedimiento deconstructivo, un intento de liberarse de las oposiciones impuestas por la historia de la filosofía,
como physis / téchne, Dios / hombre, filosofía / arquitectura. Esto es, la deconstrucción analiza y cuestiona parejas de conceptos
que se aceptan normalmente como evidentes y naturales, que parece como si no se hubieran institucionalizado en un momento
preciso, como si careciesen de historia. A causa de esta naturalidad adquirida, semejantes oposiciones limitan el pensamiento.
Ahora, el propio concepto de deconstrucción resulta asimilable a una metáfora arquitectónica. Se dice, con frecuencia, que
desarrolla una actividad negativa. Hay algo que ha sido construido, un sistema filosófico, una tradición, una cultura, y entonces
llega un deconstructor y destruye la construcción piedra a piedra, analiza la estructura y la deshace. Esto se corresponde a menudo
con la verdad. Se observa un sistema platónico-hegeliano, se analiza cómo está construido, qué clave musical o que ángulo musical
sostienen al edificio, y entonces uno se libera de la autoridad del sistema… Sin embargo, creo que ésta no es la esencia de la
deconstrucción. No es simplemente la técnica de un arquitecto que sabe cómo deconstruir lo que se ha construido, sino que es una
investigación que atañe a la propia técnica, a la autoridad de la metáfora arquitectónica y, por lo tanto, deconstituye su personal
retórica arquitectónica.

La deconstrucción no es sólo -como su nombre parecería indicar- la técnica de una «construcción trastocada», puesto que es capaz
de concebir, por sí misma, la idea de construcción. Se podría decir que no hay nada más arquitectónico y al mismo tiempo nada
menos arquitectónico que la deconstrucción. El pensamiento arquitectónico sólo puede ser deconstructivo en este sentido: como
intento de percibir aquello que establece la autoridad de la concatenación arquitectónica en la filosofía.

En este punto podemos volver a lo que vincula la deconstrucción a la escritura: su espacialidad, el pensamiento del camino, de
esa apertura de una senda que va inscribiendo sus rastros sin saber a dónde llevará. Visto así, puede afirmarse que abrir un camino
es una escritura que no puede atribuirse ni al hombre ni a Dios ni al animal, ya que remite a un sentido muy amplio que excede al
de esta clasificación: hombre / Dios / animal. Tal escritura es en verdad laberíntica, pues carece de inicio y de fin. Se está siempre
en camino. La oposición entre tiempo y espacio, entre el tiempo del discurso y el espacio de un templo o el de una casa carece de
sentido. Se vive en la escritura… Escribir es un modo de habitar.

Me gustaría mencionar la forma de escribir del arquitecto. Desde la creación de la proyección ortogonal, planta, alzado y sección
se han vuelto medios de representación básicos de la arquitectura, y transmiten a su vez los principios que la definen. En los planos
de Palladio, Bramante o Scamozzi se puede leer el paso de una concepción del mundo teocéntrica a una concepción
antropocéntrica; la forma en cruz se abre en cuadrados y rectángulos platónicos, para, finalmente, disgregarse por completo. La
modernidad, por su lado, se distingue por criticar esta actitud humanística. La Maison Dom-ino de Le Corbusier es paradigmática
al respecto: un tipo de construcción hecha mediante elementos prismáticos, de techos planos y grandes ventanales, articulado de
un modo racional y carente de ornamentos. Una arquitectura, pues, que no representa ya al hombre, que en sí misma -como dice
Peter Eisenman- se vuelve signo autorreferente… Pero una arquitectura que se explica por sí misma suministra información sobre
lo que le es propio. Refleja una relación básicamente nueva entre hombre y objeto, entre casa y habitante. Una posibilidad de
representar este tipo de arquitectura es la axonometría: una guía para la lectura de un edificio que no presupone su habitabilidad.
Me parece que en esta reflexión de la arquitectura sobre la arquitectura se dibuja una crítica profunda sobre la perspectiva del
método, inclusive filosófico, y que se puede relacionar con su deconstrucción. Si la casa, aquella que se siente como «la casa
propia», se hace accesible a la imitación e inesperadamente entra en la realidad, entonces surge una nueva concepción del construir,
no como realización sino como condición del pensamiento. ¿Sería pensable que la concepción del mundo teocéntrica y
antropocéntrica, a la que se añade el propio «tener lugar», se transformara en una nueva, distinta red de relaciones?
Lo que se perfila en esta reflexión puede ser entendido como la apertura de la arquitectura, como el inicio de una arquitectura no
representativa. En este contexto podría ser interesante recordar el hecho de que, en sus comienzos, la arquitectura no era un arte
de representación, mientras que la pintura, el dibujo y la escultura siempre pueden imitar algo de cuya existencia se parte. Me
gustaría recordarle de nuevo a Heidegger, y sobre todo «El origen de la obra de arte» [en Holzwege], en donde se hace referencia
al Riß (trazo, hendidura). Es este un Riß que debe considerarse en un sentido original, independientemente de ciertas
modificaciones como Grundriß (plano, planta), Aufriß (alzado) o Skizze (esquicio, boceto). En la arquitectura hay una imitación
del Riß, del grabado, la acción de hendir. Esto hay que asociarlo con la escritura.
De aquí deriva el intento por parte de la arquitectura moderna y posmoderna de crear una forma distinta de vida, que se aparte de
las antiguas convenciones, donde el proyecto no busque la dominación y el control de las comunicaciones, la economía y el
transporte, etc. Está surgiendo una relación completamente nueva entre lo plano -el dibujo-, y el espacio -la arquitectura-. El
problema de dicha relación ha sido siempre central.

Para hablar de la imposibilidad de una objetivación absoluta, vamos a ir desde el laberinto hasta la torre de Babel. También ahí
debe conquistarse el cielo en un acto de eponimia,acto que permanece aun indisociablemente ligado a la lengua materna. Una
estirpe, los semitas, cuyo nombre significa un nombre –una estirpe, pues, que se llama un nombre [Sem, su epónimo]-, quiere
construir una torre para alcanzar el cielo, para -así está escrito- «lograr un nombre». Esta conquista del cielo, ese logro de un punto
de observación [rosh: cabeza, jefe, inicio] significa darse un nombre; y con esta grandeza, la grandezas el nombre, de la
superioridad de una metalengua, pretende dominar a las restantes estirpes, a las otras lenguas: colonizarlas. Pero Dios desciende
del cielo y desbarata esta empresa pronunciando una palabra: Babel. Y dicha palabra es un nombre propio similar a una voz que
significa confusión [debalal, confundir]; y con ella condena a los hombres a la multiplicidad de lenguas. Ellos deben renunciar a
un proyecto de dominio mediante una lengua universal.
El hecho de que esa intervención en la arquitectura, en una construcción -y ello supone también en
una deconstrucción– represente el fracaso o la limitación impuesta en un lenguaje universal para desbaratar el plan de un dominio
político y lingüístico del mundo, nos informa entre otras cosas de la imposibilidad para dominar la multiplicidad de los lenguajes.
Es imposible la existencia de una traducción universal. También significa que la construcción en arquitectura siempre será
laberíntica. No se trata de renunciar a un punto de vista en favor de otro, que sería el único y absoluto, sino de considerar la
multiplicidad de posibles puntos de vista.
Si la torre de Babel se hubiera concluido, no existiría la arquitectura. Sólo la imposibilidad de terminarla hizo posible que la
arquitectura así como otros muchos lenguajes tengan una historia. Esta historia debe entenderse siempre con relación a un ser
divino que es finito. Quizá una de las características de la corriente posmoderna sea tener en cuenta este fracaso. Si el movimiento
moderno se distingue por el esfuerzo para conseguir el control absoluto, el movimiento posmoderno podría ser la realización o la
experiencia de su final, el fin del proyecto de dominación. Entonces el movimiento posmoderno podría desarrollar una nueva
relación con lo divino, que ya no se manifestaría en las formas tradicionales de las deidades griegas, cristianas u otras, sino que
indicaría aún las condiciones para el pensamiento arquitectónico. Quizá el pensamiento arquitectónico no exista; pero si tuviera
que haber uno, sólo se podría expresar con las dimensiones de lo elevado, lo supremo y lo sublime. Vista así, la arquitectura no
es una cuestión de espacio, sino una experiencia de lo supremo que no sería superior sino, en cierto modo, más antigua que el
espacio y, por tanto, es una espacialización del tiempo.
¿Podría concebirse esta especialización como una concepción posmoderna de un proceso que envuelve al sujeto en su maquinaria
de modo tal que no se reconoce ya en ella? ¿Cómo puede entenderse ésta como técnica si no implica ya una conquista, una
dominación?
Todo lo que hemos hablado hasta ahora reclama atención sobre el problema de la doctrina, y ésta sólo puede situarse en un
contexto político. Por ejemplo, ¿cómo es posible desarrollar una nueva facultad inventiva que permita utilizar al arquitecto las
posibilidades de la nueva tecnología sin, por ello, aspirar a una uniformidad, sin pretender desarrollar modelos para todo el
mundo?, ¿cómo es posible una capacidad de invención de la diferencia arquitectónica, esto es, que se pueda generar un tipo nuevo
de multiplicidad, con otros límites, con distintas heterogeneidades, sin reducirse a una técnica panificadora?

En el Collége International de Philosophie se ha constituido un seminario en el que trabajamos conjuntamente filósofos y


arquitectos, ya que parece evidente que su programación debe ser también una empresa arquitectónica. El Collége no puede
encontrar su sitio si no encuentra un lugar, una forma arquitectónica adecuada a lo que quiera ser pensado. El Collége debe ser
habitable de tal modo que le distinga sustancialmente de la Universidad. Hasta ahora no existe ningún edificio para el Collége. Se
toma un espacio de aquí, una sala de allá; pero, como arquitectura, el Collége no existe aún y quizá no exista nunca. Existe
un deseo informe de otras formas. El deseo de un lugar nuevo, de unas galerías, unos corredores, de un nuevo modo de habitar,
de pensar.
Esto es una promesa. Y si he dicho que el Collége no existe aún como arquitectura, ello significa que quizá no exista aún la
comunidad necesaria para lograrla, y que por tal motivo no se establece el lugar. Una comunidad debe asumir la promesa y
empeñarse hasta lograr un pensamiento arquitectónico. Se dibuja una relación nueva entre lo singular y lo múltiple, entre el
original y la copia. Pensemos, por ejemplo, en China y en Japón donde los templos se construyen con madera, y se ven renovados
por completo periódicamente sin que la originalidad se pierda, ya que no se mantiene por su corporeidad sensible sino por algo
muy diferente. Esto también es Babel: la multiplicidad de las relaciones con el hecho arquitectónico entre una cultura y otra. Saber
que hay lugar para una promesa, aunque luego no surja en su forma visible. Lugares en los que el deseo pueda reconocerse a sí
mismo, en los cuales pueda habitar.
Jacques Derrida Febrero de 1986
TECNNE | Arquitectura + contextos
Frases de Jacques Derrida para reflexionar
En este artículo os vamos a orientar sobre el pensamiento del autor argelino con algunas de sus frases más célebres.

 La política es el sucio juego de la discriminación entre amigos y enemigos


Así describía el autor su manera de ver la política. Vivió en sus propias carnes esa discriminación.
 La traducción misma es escritura. Se trata de una escritura productiva inspirada por el texto original
Para Derrida, la traducción no era copiar literalmente a otro idioma, sino enriquecer el texto original.
 Hay que olvidar la lógica maniquea de verdad y mentira, y centrarlos en la intencionalidad de quienes mienten
Esta frase supuso una revolución conceptual entre el el arte de la mentira y la bondad de la verdad.
 Cada vez más se está traicionando la singularidad del otro al que se interpela
Denunciaba así la interpretación y manipulación que se hacía de las personas al analizar sus ideas.
 He comprobado que las críticas frontales terminan siendo siempre apropiadas por el discurso que se pretende combatir
A veces las personas son así de incoherentes y cínicas, criticando aquello que a menudo defendemos.
 El método es una técnica, un procedimiento para obtener el control del camino y lograr que sea viable
Toda estructura necesita de unas pautas y directrices a seguir, si quiere ser bien entendido.
 Cada libro es una pedagogía destinada a formar su lector
Los libros no son únicamente entretenimiento, también una manera de aprender.
 La cuestión de la arquitectura es de hecho el problema del lugar, de tener lugar en el espacio
El espacio es limitado y la arquitectura es la técnica para organizarlo y redistribuirlo.
 Sabemos que el espacio político es el de la mentira por excelencia
Derrida siempre vio en la política una implacable herramienta de manipulación y contraria a la verdad.
 La deconstrucción no es sólo la técnica de una "construcción trastocada", puesto que concibe la idea de construcción
Así defendía el autor su terminología, que muchos malinterpretaron por su espíritu crítico.
 Si el traductor no copia ni restituye un original es porque éste sobrevive y se transforma
Una reflexión sobre la literatura.
 Lo relevante en la mentira no es nunca su contenido, sino la finalidad del mentiroso
Jacques ponía énfasis siempre en el objetivo final de la mentira.
 La mentira no es algo que se oponga a la verdad, sino que se sitúa en su finalidad
Una vez más, con esta frase justificaba el uso de la mentira según su intencionalidad.
 La traducción será en realidad un momento de su propio crecimiento, él se completará en ella creciendo
La técnica de traducir no sólo está basada en copiar literalmente el original a otro idioma, se usa también para
enriquecerlo.
 Lo decisivo es el perjuicio que ocasiona en el otro, sin el cual no existe la mentira
Derrida era un pensador y analítico entre las relaciones del uno con el otro, y en cómo se ven afectadas.
 Se podría decir que no hay nada más arquitectónico y al mismo tiempo nada menos arquitectónico que la
deconstrucción
La deconstrucción era un concepto controvertido y polémico. No era definido de una única manera. Pecaba de aquello
que criticaba por igual.
 El establecimiento de un lugar que hasta entonces no había existido y que está de acuerdo con lo que sucederá allí un
día: eso es el lugar
El lugar como un fenómeno inventado de la mano del hombre, y consensuado a la vez.
 Cuando el original de una traducción reclama un complemento, es que originariamente no estaba allí sin carencias,
lleno, completo, total
A menudo los textos originales son mal traducidos debido a su mala expresión lingüítica o gramatical.
 La mentira política moderna ya no esconde nada tras de sí, sino que se basa en lo que todo el mundo
Las mentiras políticas reflejan las mentiras de los conciudadanos.
 Las producciones en masa no forman a los lectores, sino que presuponen de manera fantasmática un lector ya
programado
Con esta frase jacques Derrida criticaba la estructura y jerarquización de las editoriales de libros, como herramienta
adoctrinadora.
 El camino no es un método; esto debe quedar claro
El camino a seguir no es un método, la técnica que sigue el camino, sí.
 Cada espacio arquitectónico, todo espacio habitable, parte de una premisa: que el edificio se encuentre en un camino
Esta es la relación que hace Jacques entre el camino y lo arquitectónico, como técnica para conseguirlo
 La dificultad de definir la palabra deconstrucción procede de que todas las articulaciones sintácticas que parecen
prestarse a esa definición son asimismo desconstruibles
Incluso el concepto mismo de deconstruir se puede desmontar e invalidar fácilmente
 No hay edificio sin caminos que conduzcan a él, ni tampoco hay edificios sin recorridos interiores, sin pasillos,
escaleras, corredores o puertas
Todo edificio tiene múltiples caminos, sean para entrada, salida u orientación.
 La deconstrucción no es ni un análisis ni una crítica, y la traducción debería tener esto en cuenta
Derrida insistía en la poca confrontación que pretendía su teoría, y así la malinterpretaron muchos adeptos.
 No basta con decir que la deconstrucción no puede reducirse a una mera instrumentalidad metodológica, a un conjunto
de reglas
Tan difusa y compleja era la definición misma del término deconstrucción
 Es preciso, asimismo, señalar que la deconstrucción no es siquiera un acto o una operación
Así intentaba definir Derrida su deconstructivismo, como algo abstracto.
 La instancia misma de la crisis (decisión, elección, juicio, discernimiento) es uno de los objetos esenciales de la
deconstrucción
Una vez más, el autor destacaba el sentido crítico de su tesis
 El deseo de un lugar nuevo, de unas galerías, unos corredores, de un nuevo modo de habitar, de pensar. Es una promesa
El lugar físico es un conjunto de deseos y promesas que, hasta que no se cumplen, no es efectiva.
 Los lugares son que el deseo pueda reconocerse a sí mismo, en los cuales pueda habitar
Como se ha dicho reiteradas veces, un lugar es algo consensuado y pactado entre una comunidad determinada para
poder convivir.
 Toda deconstrucción tiene lugar; es un acontecimiento que no espera la deliberación, la organización del sujeto, ni
siquiera de la modernidad
Más que una técnica, Derrida se refería a la deconstrucción como un evento literario.
 Una comunidad debe asumir y lograr un pensamiento arquitectónico
La arquitectura como técnica de construcción social.
 No existe nada que sea presente a sí mismo con independencia del otro en la constitución del mundo
La interdependencia humana era otro de los temas que apasionaban al filósofo.
 Estoy en guerra contra mí mismo
Derrida era el primero en reconocer y asumir contradicciones, y a menudo hacía autocrítica de sí mismo.
 Lloré cuando llegó el momento de volver a la escuela poco después tuve la edad suficiente para avergonzarse de tal
comportamiento
A Jacques Derrida no siempre le gustó ir a la escuela y aprender.
 Escribí algo de mala poesía que he publicado en revistas del norte de África, pero mientras me retiraba en esta lectura,
también me llevó la vida de un tipo de joven hooligan
Siempre mantuvo una actitud de autocrítica en todo lo que hacía, y así lo reconocía.
 Yo soñaba con escribir y ya modelos fueron instruyendo el sueño, una determinada lengua gobiernan
Derrida afirmaba así que todos, desde que empezamos a soñar, se nos dice cómo tenemos que hacerlo.
 Todo está dispuesto para que sea de esta manera, esto es lo que se llama cultura
La cultura y valores como algo impuesto, algo que debemos aceptar para poder sobrevivir.
 Si me preguntan en qué creo, no creo en nada
A menudo se mostraba difuso y con ideas poco esclarecedoras.
 Hago todo lo posible o aceptable para escapar de esta trampa
Jacques no era ningún ilusionista. No hacía nada que no se pudiera demostrar o refutar empíricamente.
 Nunca hago las cosas por el mero hecho de complicarlas, ello sería ridículo
Siempre tenía un fin a la hora de analizar las cosas. Como un camino que nos guía hasta un lugar determinado.
 El problema de los medios es que no publican las cosas tal y como son, sino lo amoldan a lo políticamente aceptable
Jacques también era un detractor del lenguaje que usan los medios de comunicación, siempre adecuándolo según sus
intereses.
 No importa cómo salga la foto. Es la mirada del otro el que le dará valor
La interpretación, incluso de una imagen, es puramente subjetiva. Todo depende de cómo se mire.
 Si un trabajo es amenazante, es que es bueno, competente y lleno de convicción
Así destacaba la reacción de cuando una obra suya era vetada y/o criticada con firmeza.
 Mis críticos organizan una serie de culto obsesivo con mi personalidad
Algunos colegas académicos de Derrida se fijaban más en su persona que en sus obras.
 Todo discurso, poético u oracular, lleva consigo un sistema de reglas que definen una metodología
Todo está dispuesto y predispuesto para que lo digamos de una manera concreta.
 No creo en la pureza de los idiomas
Para este autor los idiomas eran una herramienta de comunicación, no un símbolo identitario.
 Mis más acérrimos oponentes creen que soy demasiado visible, demasiado vivo y demasiado presente en los textos
Algunas veces Derrida sacaba de quicio a sus críticos, ya que les desmontaba muchas de sus obras.
 Nadie se enfada con un matemático o con un físico al que no entienden. Uno sólo se enfada cuando lo insultan en su
propio idioma
Una curiosidad que vio el autor argelino y que pocos destacamos.
 Todos somos mediadores, traductores
Siempre interpretamos lo que se nos dice, lo que queremos decir o lo que nos explican.
 Siempre y cuando exista un idioma, entrarán en escena las generalidades
Era la gran crítica que hacía Jacques como lingüista.
 ¿Quién dice que hayamos nacido una sola vez?
A menudo espetaba frases que iban más allá de la lógica.
 Algunos autores se ofenden conmigo porque dejan de reconocer su campo, su institución
Así explica el comportamiento de algunos colegas que tanto le llegaron a criticar.
 Siempre he tenido problemas para reconocerme en el lenguaje político institucionalizado
Quizás sea el mejor momento para mencionarlo: Derrida era un hombre políticamente incorrecto, siempre se escapaba
de lo que los otros esperaban de él.
 A día de hoy, sigo dando clases sin haber pasado la barrera física. Mi estómago, mis ojos y mi ansiedad, juegan un
papel. No he dejado la escuela aún
Para Derrida lo físico también cuenta. A parte de un ser emocional, tenía muy en cuenta la parte física para explicar el
comportamiento humano
 Mis años en la Ecole Normale eran dictatoriales. Nada se me dejaba hacer
Vuelve a denunciar lo sistemático y jerárquico que es todo, especialmente la enseñanza.
 Los años de internado fueron un período duro para mí. Siempre andaba nervioso y con problemas de todo tipo
Fue injustamente tratado por ser judío y por sus orígenes árabes.
 Lo que no puedo ver de mí mismo, puede que lo vea el Otro
El otro es todo lo demás después del yo, de lo nuestro, y no podemos desprendernos de ello.
 Todo aquello que echo de menos de mí, soy capaz de observarlo en los demás
Siempre fue un filósofo humanista, y tenía como referencia a los demás a la hora de buscar sus carencias.
 Debemos esperar que el Otro venga como justicia y si queremos tener posibilidades de negociar con él, debemos
hacerlo con la justicia como guía
Jacques Derrida era, por encima de cualquier cosa, un hombre justo y equitativo.
 Dios no da la ley sino que solo le da un sentido a la justicia
Así interpreta el autor los mandamientos divinos
 Aquellos a quienes se nos confía el poder, tenemos que enmarcarnos dentro de una justicia responsable
La justicia social es uno de los principios básicos para una sociedad cohesionada.
 La filosofía, hoy en día, corre el grave peligro de ser olvidada
Una frase que sigue vigente.

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