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Imagen y sonido, un matrimonio imposible

introducción del libro “el sonido en el cine”


Laurent Jullier

Todos los espectáculos de imágenes animadas que se conocen en el


transcurso de la historia se desarrollaron con acompañamiento sonoro.
Desde las marionetas indonesias al praxinoscopio, por hablar sólo de
los ancestros del espectáculo cinematográfico, siempre hubo música,
palabras o sonidos, acaso para suavizar la extrañeza del espectáculo de
espectros. Máximo Gorki hablaba del cine como del reino de sombras,
y cuando lo descubrieron, los chinos lo definieron como sombras
eléctricas, una fórmula un tanto frankensteiniana; el mundo de lo
sonoro, más conocido, más familiar, contribuía a aceptar el lado
fantástico de las proyecciones.

Este matrimonio exitoso es, sin embargo, imposible. En primer lugar,


nuestro cuerpo no percibe del mismo modo la imagen y el sonido.
Podemos seguir el recorrido del sonido, pero la luz es demasiado
rápida para nuestros ojos. No poseemos una capa protectora en las
orejas que nos permita, como los párpados, suspender el flujo de
percepciones. Aún más, taparse las orejas atenúa los sonidos en el
registro de agudos pero no les impide pasar. Además, vemos lo que
tenemos delante, no detrás; en cambio escuchamos en 3 60'. Así pues,
el fuera de campo visual existe, pero no el fuera de campo sonoro: tan
sólo hay sonidos demasiado débiles para ser escuchados. Cuando en el
cine un gato invisible maúlla en el fuera de campo, es el gato el que
permanece fuera de campo, no el maullido. Por último, a menudo
cerramos los párpados, no las orejas: por lo tanto, soportamos los
incesantes cambios de plano en el cine porque se parecen a los
pequeños “cuts” que provocamos al cerrar brevemente los ojos, pero
nuestro oído acusa la más mínima ruptura en la banda sonora.

La propia materia audiovisual es heteróclita: para representar los


objetos y los seres vivos, el cine utiliza la luz (cambio de materia),
mientras que para representar los sonidos recurre a sonidos (no hay
cambio) . La tecnología tampoco brinda los mismos servicios: para
analizar tranquilamente la secuencia de un filme podemos detener la
imagen en un lector de DVD, pero no <detener el sonido>... Para
coronar el asunto, con nuestro oído somos mucho menos competentes
que con la visión. Todo el mundo sabe diferenciar a simple vista entre
dos perros o dos coches, pero cuando se trata de hacerlo entre dos
ladridos o el rugido de dos motores... Manifiestamente, no sabemos
sacarle partido a las informaciones sonoras, en todo caso no tanto
como a las visuales, y ninguna cultura en el mundo parece
especialmente decidida a luchar contra ello, lo que ha permitido existir
a los encargados de producir sonidos, incluso en espectáculos en
directo como el circo o el teatro. Como consecuencia de esta situación,
la práctica amateur de la grabación de sonidos está mucho menos
extendida que las prácticas de fotógrafo u operador de cámara: es
extraño volver de las vacaciones con sonidos grabados, y más extraño
aún reunir a los amigos para que los escuchen.

Sin embargo, es necesario que el sonido y la imagen se hermanen. Para


Rick Altman, la explicación hay que buscarla en los ventrílocuos. El cine
sonoro ofrece una impresión de unidad audiovisual porque da a
entender que los sonidos proceden de los objetos luminosos en la
pantalla, como el ventrílocuo nos hace creer que la voz procede de la
marioneta que anima. El cine desvía nuestra atención ocultando los
altavoces detrás de la pantalla como el ventrílocuo disimula los
movimientos de su boca con un bigote o una pipa. En la vida diaria
estamos acostumbrados a asociar los objetos y sus sonidos, y
fácilmente aceptamos eludir el aspecto imposible del artificio una vez
transpuesto al cine. Porque en realidad los objetos luminosos no
pueden producir sonidos: debido a esta mentira Marguerite Duras
hablaba del <cine que engaña> y prefería, siempre que fuera posible,
los filmes en los que la banda sonora no coincide con lo que ocurre en
la pantalla.

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