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“Es entonces cuando el genio lúcido y feliz muestra a Hölderlin su otra cara, es decir, el

aspecto tenebroso del demonio. Hölderlin, libre de la poesía, cae pesadamente para
estrellarse en la vida cotidiana. Como Faetón, se precipita hacia abajo, para caer, no
sobre la Tierra, sino aún más abajo: sobre el tenebroso mar de la melancolía. Goethe y
Schiller y los demás vuelven de la poesía como de un viaje; podrán volver, si se quiere,
cansados, pero regresan con el alma sana y los sentidos cabales. Pero no así Hölderlin,
que se rompe al caer y queda herido, destrozado y extrañamente ausente de la realidad.
Su despertar del entusiasmo es siempre como una muerte del alma, y entonces, en su
hipersensibilidad, no ve en el mundo más que vulgaridad y grosería: «Los dioses
mueren cuando muere el entusiasmo. Pan muere cuando muere Psique.» La vida vulgar
no merece ser vivida; fuera de los momentos de entusiasmo, todo es insípido y sin
alma.Aquí están las raíces de aquella melancolía peculiar de Hölderlin, que no era, a
decir verdad, una melancolía patológica del espíritu, sino que era como un contrapunto
de la fuerza de exaltación extrema que posee su organismo. Esa melancolía, lo mismo
que su entusiasmo, no procede del exterior, se alimenta de sí misma, pues no hay que
exagerar la importancia del episodio de Diotima. Su melancolía es sólo la reacción que
sigue al éxtasis y por tanto es algo fecundo. Si cuando se elevaba en el éter se sentía
bañado de Infinito, como formando parte de él, en su melancolía, en su esterilidad, se
encuentra terriblemente aislado y ajeno a la existencia. Por eso yo quisiera llamar a esa
melancolía sentimiento de nostalgia, tristeza que ha de despertar en un ángel el recuerdo
del cielo perdido, añoranza infinita de una invisible patria. Hölderlín nunca trató de
apartar de sí esa melancolía, como hicieron Leopardi, Schopenhauer o Byron,
proyectándola hacia un pesimismo mundano. «Soy enemigo de esa enemistad hacia lo
humano que se llama misantropía», nos dice el poeta. Su piedad le impide renegar de
una parte del Todo, por insignificante que esa parte pueda parecer. Lo que sucede es que
se siente ajeno a la vida real, a la vida práctica. No sabe hablar a los hombres más que
cantando (…).
Waiblinger, que lo conoció mucho y lo trató de cerca en los años en que su espíritu
estaba ya velado, lo colocó en una de sus novelas con el nombre de Faetón. Faetón es el
nombre que los griegos dieron a aquel adolescente que montó en un carro de fuego para
marchar a ver a los dioses. Los dioses le dejan aproximarse; su vuelo cruza los cielos
dejando un rastro de luz, pero después se precipita sin piedad en las tinieblas. Los dioses
castigan siempre a aquel que se les aproxima demasiado; destrozan su cuerpo, ciegan su
vista y arrojan al audaz al fondo del abismo del destino. Pero, al mismo tiempo, aman al
temerario que se quema por aproximarse a ellos, y por eso colocan su nombre, como
una figura ideal, a guisa de ejemplo, entre las eternas estrellas.”

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