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Esperanza: ¿salvavidas o autoengaño?

¿De qué hablamos cuando hablamos de esperanza?

La esperanza ha sido objeto de estudio de múltiples áreas del


conocimiento, con posturas tanto a favor como en contra, y definida de
las maneras más diversas. En este capítulo se tratará la esperanza
desde los diversos enfoques que le han brindado la filosofía, la
psicología y otras ramas del conocimiento que se han dedicado a su
análisis e investigación.

Antes de nada, es necesario que nos situemos en el mapa. ¿De qué hablamos
cuando hablamos de esperanza? Para el común de los mortales, esperanza es la
creencia firme de que, antes o después, las cosas saldrán bien. Sin pruebas. Sin certezas.
Le genuina creencia de que todo se arreglará en el futuro. Surge ya aquí un problema,
pues podríamos establecer, por lo tanto, que esperanza y optimismo son términos
sinónimos, íntimamente ligados a otro término que se usa especialmente hoy en día: el
positivismo. Para tratar el tema adecuadamente, es necesario delimitar cada una de las
palabras que se aplican, de manera que trataremos de resolver, de entrada, estas
cuestiones.

En primer lugar, el “positivismo” del que tanto se habla hoy no tiene realmente
nada que ver con el tema que estamos tratando aquí. Positivismo es la doctrina
filosófica creada por el francés Auguste Comte (padre de la sociología), que destaca el
papel del método científico en lo referente al conocimiento humano. Es decir, la defensa
de la necesidad de recopilar e interpretar datos “positivos” –esto es, reales, probados–
para conocer la realidad. El positivismo es una filosofía cercana al empirismo, mientras
que el significado que muchos le dan hoy es otra cosa, que podríamos denominar
"pensamiento positivo". No psicología positiva, que también es diferente, pues esa es la
denominación que recibe la parte de la ciencia que investiga la felicidad y el bienestar
de la mente desde un punto de vista científico.

Tampoco es correcto para ciertos autores el identificar esperanza con optimismo


(ni con optimalismo, doctrina que sostiene un punto medio en que se fusionan el
optimismo con el realismo), si bien en este caso las opiniones, como se verá a lo largo
del texto, difieren. Puede que el mejor resumen de la cuestión acerca de esta confusión
fuera el que dio no un filósofo o psicólogo, sino un político, el checo Václav Havel: “La
esperanza no es la convicción de que algo va a salir bien, sino la certeza de que algo
tiene sentido, independientemente de cómo resulte”.

“La esperanza no es la convicción de que algo va a salir bien, sino la certeza de


que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte”.Václav Havel

La esperanza en la vida diaria, motivo de estudio

Muchos han sido los filósofos y científicos que han investigado el concepto de
esperanza, especialmente a nivel práctico: ¿cómo afecta esa cualidad a nuestra
vida? ¿La hace mejor? ¿Peor? Qué duda cabe de que, ante dicha pregunta, el 90% de
los interrogados preferirá una vida esperanzada. La desesperanza se asocia a una
experiencia vital vacía, amarga y cargada de sinsabores. Nadie desea una vida así a
menos que sea suicida.

También la ciencia parece estar de acuerdo. Las personas que tienen esperanza o
creencias que puedan sostenerla (éticas o religiosas) se definen como felices en mayor
proporción que aquellas que no. El problema reside en que muchas personas hoy están
“desesperanzadas”. El periodo actual, caracterizado sobre todo por un auge de la
demostración científica y la aceptación únicamente de los datos empíricos contrastados
de manera inductiva, se ha traducido en una considerable dificultad para mantener un
concepto como la esperanza, a menudo barrido y defenestrado por la realidad.

Incluso en nuestra época –la mejor, con los datos en la mano, que ha vivido la
historia–, nuestra biología sigue estando configurada para ir en contra de la
esperanza. Estamos hechos para prestar más atención y recordar más vívidamente los
problemas y los sucesos desagradables que aquellos momentos felices y placenteros, al
menos a corto-medio plazo. Guste o no, la principal preocupación de nuestra naturaleza
es que sobrevivamos, no que seamos felices. Y para eso es necesario que seamos
capaces de prever los posibles peligros, de ahí que aprendamos de los que hemos
sufrido.

La principal preocupación de nuestra naturaleza es que sobrevivamos, no que


seamos felices
Esto tiene un grave problema y es que difícilmente podremos aspirar a una vida
feliz. Si vivimos aprisionados por la realidad, siempre poniéndonos en lo peor,
preocupados por dar el paso correcto y no caer en el error, la existencia termina por
convertirse en algo insoportable. Nuestro inconsciente se nutre de nuestra consciencia, y
si esta está permanentemente atemorizada por los sucesos (reales o probables) de la
realidad, podemos sumirnos en una prisión de la que suele ser muy difícil escapar. La
esperanza puede entenderse como la herramienta para lograrlo.

La esperanza en el mundo de la filosofía

La esperanza ha sido un tema recurrente en la historia de la filosofía; han sido


muchos los pensadores que han prestado su atención a este fenómeno, si bien no desde
el mismo punto de vista. Aristóteles, por ejemplo, afrontó la cuestión como un motor
para la acción, para la persecución de nuestros objetivos. El estagirita no quiere
fantasías vanas que se quedan en meros sueños incumplidos, sino expectativas que nos
impulsen, que nos pongan en marcha y nos motiven a la persecución de las metas que
nos hemos marcado. Es de esa manera como el filósofo entiende la esperanza: como el
fenómeno que impulsa del “acto” a la “potencia”, lo que podría llegar a ser.

Aristóteles entiende la esperanza como el fenómeno que nos impulsa del


“acto” a la “potencia”

Baruch Spinoza, en cambio, ve la esperanza de un modo diferente al estar


íntimamente ligada al miedo. No pueden existir uno sin el otro según el filósofo
holandés. La esperanza tiene su arranque en la alegría, mientras que el miedo lo tiene en
la tristeza. Pero la esperanza no deja de ser “una alegría inconstante que brota de la idea
de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo”.

Otros filósofos ven la esperanza como una cualidad “proyectiva”, si podemos


llamarla así. Uno de los primeros en ver esto es el empirista escocés David Hume, que
defiende que el ser humano, como ser racional, siempre se encuentra “a la espera” de
conseguir la felicidad en su vida, y ello repercute en toda su actividad. La felicidad,
como fin al que siempre tendemos, ocupa todas nuestras vivencias. Es lo que determina
cómo organizamos nuestra vida, por qué hacemos lo que hacemos, buscamos lo que
buscamos y perseguimos lo que perseguimos.

No es que todos hayan tenido la esperanza como una virtud, ni mucho menos.
Existen multitud de filósofos bastante críticos con ella. Francis Bacon consideraba
que era “buen desayuno, pero mala cena” y Benjamin Franklin, que “el que vive de
esperanzas corre el riesgo de morirse de hambre”. Friedrich Nietzsche, casi siempre en
contra de todo y todos, se encontraba en este aspecto en una aparente encrucijada, pues
decía, por un lado, que “la esperanza es el peor de los males, pues alarga el sufrimiento
del hombre”; y por otro, que “la esperanza es un estimulante muy superior a la suerte”.
“La esperanza es el peor de los males, pues alarga los sufrimientos del hombre”.
Friedrich Nietzsche

Seres “futurizos”

El filósofo español Julián Marías, que dedicó buena parte de su vida al estudio de
la persona, se interesó profundamente por la esperanza, siendo para él la piedra
angular de las cualidades humanas, indispensable para vivir y hacerlo felizmente.

La felicidad es lo que denomina Marías “el imposible necesario”. Imposible porque


somos pluralidad y, sin embargo, cada elección que hacemos, cada paso que damos
supone el fin de todas las demás posibles trayectorias vitales, todos los caminos que
“podrían haber sido”. La vida nos obliga a despojarnos de ellas para avanzar en un
sentido concreto, de ahí que sea imposible. No obstante, pese a esa imposibilidad,
perseguimos la felicidad de manera incansable. Y esto es así porque no podemos no
hacerlo, no es algo que podamos abandonar de manera consciente. Es la meta de la vida.
¿Qué nos queda entonces? La esperanza.

La felicidad es el premio que surge de la persecución y logro de los propios


proyectos y valores. Nos levantamos cada mañana con expectativas. Le pedimos a la
vida, confiamos en el día siguiente. Esto sucede porque el ser humano es, como
decíamos antes, “proyectivo”. Actúa en presente, pero con la vista siempre en el futuro.
Lo que hacemos y pensamos mira al mañana, donde debería estar esa felicidad que
buscamos. Precisamente esa esperanza de lograrlo es lo que ya nos permite
experimentar la felicidad: “La persona es algo orientado hacia el futuro. Es futuriza, que
quiere decir orientado al futuro, proyectado hacia el futuro. No es futuro, es presente.
Estamos aquí, ahora, en el presente. Sí, pero estamos anticipando al futuro, proyectados
hacia el futuro (…) pensando que vamos a hacer luego cosas más interesantes, mañana
o dentro de un año o dentro de cincuenta años. Es decir, la vida humana es proyectiva,
es futuriza, está orientada hacia el futuro. Es, por tanto, imaginativa”.

“La vida humana es proyectiva, es futuriza, está orientada al futuro. Es, por
tanto, imaginativa”. Julián Marías

Por otro lado, los seres humanos somos muy dados a no atrevernos a ser felices. La
principal razón de ello es que tenemos una enorme ansia de seguridad. El miedo al
fracaso, al sufrimiento, nos paraliza, nos desespera. Y he ahí el gran error –dice
Marías–, pues “no puede llegar a ser feliz quien no es capaz de arriesgarse a ser infeliz”.

También Bertrand Russell –probablemente uno de los filósofos más famosos y


prolíficos del siglo XX– apuntó a la esperanza como requisito necesario para alcanzar
la felicidad, la cual, en opinión del galés, debería estar al alcance de cualquier persona
(al menos entre aquellos que no viven bajo situaciones escandalosamente adversas).
Para alcanzar dicha felicidad es necesario un justo medio entre esfuerzo y
resignación. Y dentro de esta última es donde encontramos la esperanza. Habla Russell
de dos tipos de resignación, una mala y una buena: la desesperanza y la esperanza
“inalcanzable”, caracterizada por ser algo grande, no personal. Las esperanzas
puramente personales pueden fracasar, lo cual nos hace infelices. Por el contrario, si los
objetivos que perseguimos son grandes, si van más allá de nosotros mismos y afectan a
la humanidad entera, nunca supondrá nuestro fracaso una derrota completa.

El principio esperanza de Bloch

Puede que el autor que más a fondo se ha dedicado al estudio de la esperanza


desde el punto de vista de la filosofía sea el alemán Ernst Bloch (Ludwigshafen am
Rhein, 1885–Tubinga, 1977), autor de El principio esperanza, un tratado exhaustivo de
tres tomos y 1.500 páginas donde analiza este tema en todos los campos pertinentes:
arte, política, religión, ciencia, etc.

La esperanza que defiende Bloch es racional. Surge de la razón y, por lo tanto,


requiere de reflexión y compromiso. Debe ser cultivada y tiene como principal
característica que reconoce el error, el fracaso y la pérdida (como el optimalismo que
citábamos al principio). Lo cual no significa que capitule ante ellos.

El componente más importante de la esperanza de Bloch es el futuro. Es allí hacia


donde vuela el ser humano con la esperanza, hacia “lo que podrá ser”. Por tanto,
implica tener fe en el futuro, que es el momento en que se materializarán todos esos
sueños que tenemos en el presente. El problema estriba en que la tensión que se produce
entre ambos mundos, el real y el que soñamos y queremos, nos produce dolor, ansiedad
y frustración, cuando nuestras expectativas no se ven cumplidas frente a los hechos de
la realidad.

Como los anteriores, Bloch estima que una de las características fundamentales del
ser humano es que somos una especie “deseante”. Nos mantenemos en marcha por
nuestros deseos –insatisfechos, principalmente– y es por ellos que seguimos adelante,
por lo que los perseguimos y queremos, cada vez con mayor ahínco, cumplirlos. Bloch
se dio cuenta de que, en lo referido al ser humano, la historia del conocimiento siempre
había sido hacia atrás, hacia el pasado. No había un lugar para nuestras proyecciones.
Algo curioso siendo el ser humano alguien volcado hacia el porvenir. Esencial es el
estudio y el conocimiento del pasado, pero eso no es motivo para olvidar el futuro. La
filosofía “tiene que tener conciencia moral del mañana y tomar partido por el futuro, por
la esperanza”.

La esperanza, para Bloch, es racional. Surge de la razón y requiere reflexión y


compromiso

Más allá de la filosofía

Dada la importancia que tiene la esperanza en la vida y el peso que puede tener, es
normal que no haya sido únicamente la filosofía la que se haya encargado de su
estudio. También la psicología y la psiquiatría han tratado de analizarla, exhibiendo,
como en el punto anterior, un buen número de puntos de vista y perspectivas de lo más
diverso, si bien el interés de estas ramas del saber ha sido bastante reciente. Estudiar el
optimismo ha sido un verdadero reto en estos campos, precisamente porque los
profesionales de la medicina, los psiquiatras, los psicólogos, etc., tenían ya mucho
trabajo ocupándose de investigar todos los males que afligen al ser humano. Prestar
atención a los rasgos saludables de la naturaleza humana, habiendo tanta urgencia por
conocer y combatir nuestros padecimientos, parecía una tarea poco importante, pese a
que sus frutos son realmente útiles.

Terry Eagleton, filósofo y profesor de literatura inglesa en la Universidad de


Lancaster, en su obra Esperanza sin optimismo, traza una gruesa línea para
separar ambos conceptos, estando el optimismo, en su opinión, más cerca de la
confianza que de la esperanza. Para Eagleton, el optimismo no es ninguna virtud
especial, sino una forma de temperamento, más impuesta que decidida, dependiente en
buena parte de nuestra genética. El optimismo es por tanto un fatalismo, igual que el
pesimismo. Puede permanecer intacto a pesar de que todo a nuestro alrededor nos haga
creer que estamos equivocados. Se trata de una cualidad, como la altura o la salud. Algo
que somos, no algo que escogemos ser. Por su parte, la esperanza es algo diferente, pues
ha de estar dotada de razones. No puede permanecer intacta sin hechos que la
justifiquen.

Por parte de la psiquiatría y la psicología, la esperanza ha sido un tema con un


profundo impacto, especialmente desde el surgimiento de la literatura de
autoayuda, aunque no exclusivamente. También profesionales de estas disciplinas han
dedicado muchas obras a la misma. Uno de los más vendidos en los últimos tiempos ha
sido el psiquiatra y divulgador español Luis Rojas Marcos (profesor de Psiquiatría en la
Universidad de Nueva York, miembro de la Academia de Medicina de la misma ciudad
y de la Asociación Americana de Salud Pública, además de director del Sistema
Psiquiátrico Hospitalario Municipal de Nueva York), quien ha hablado del tema en
muchos de sus libros, todos ellos best sellers: Nuestra felicidad, La fuerza del
optimismo, La autoestima, Los secretos de la felicidad, etc.

Como en los casos anteriores, Rojas-Marcos hace una apuesta clara por la
esperanza como un elemento fundamental para la vida feliz, así como su pérdida
una causa de graves problemas mentales, como depresión, ansiedad, etc.

Está científicamente demostrado que las personas optimistas superan mejor las
adversidades que las pesimistas, algo que han revelado cientos de estudios en multitud
de países. La confianza en uno mismo, la capacidad de interpretar los sucesos
positivamente y la esperanza son, objetivamente, herramientas útiles a la hora de
proteger nuestra salud mental de los efectos nocivos de los infortunios.

Rojas Marcos ve en la esperanza “la herramienta más eficaz para superar los
momentos difíciles”, sin embargo, no la coloca en el mismo sitio que Eagleton. Para el
psiquiatra español, la esperanza es uno de los ingredientes –así como su principal arma–
de algo más grande: el tan mencionado optimismo.
Está científicamente demostrado que las personas optimistas superan mejor las
adversidades que las pesimistas

En medio de privaciones y sufrimientos, todos buscamos promesas de alivio.


Intentamos animarnos pensando en que, tarde o temprano, lo que nos aflige terminará
pasando y volveremos a ser felices. Y es destacable –dice Rojas Marcos– cómo esta
tendencia ha alimentado durante siglos la confianza en la espiritualidad. La fe en un más
allá placentero y seguro, en un Dios o destino que rige nuestra vida, son ideas que
ayudan a tolerar el sufrimiento, razón esta por lo que se vienen dando desde la
Antigüedad, en todos los rincones del planeta, creencias en algo superior a nuestra
realidad. Trataremos más en profundidad esta vertiente teológica más adelante.

La esperanza, muy útil social y políticamente

Tras la filosofía y la psicología, nos ocupamos de otra rama que se ha interesado


por el concepto de la esperanza: la sociología. Y es que, más allá de su papel a nivel
personal, la esperanza es también una herramienta útil a nivel social, como demuestra el
hecho de que haya sido usada continuamente a lo largo de la historia. No son pocos los
líderes políticos y sociales que se han aprovechado de la esperanza como elemento para
movilizar y manipular a las masas.

Robert K. Merton fue uno de los sociólogos que investigaron la influencia que las
expectativas de unas personas respecto a otras tenían sobre el comportamiento. Y
los resultados alcanzados fueron sorprendentes.

Una de las más llamativas conclusiones a la que llegó fue la denominada “profecía
autocumplida”, explicada en su libro Teoría social y estructura social. Dicha profecía
sostiene que una definición falsa respecto de una situación concreta despierta un nuevo
comportamiento que termina por lograr que esa falsa concepción inicial se vuelva
verdadera posteriormente. Como resultado, pueden desarrollarse dos vertientes,
denominadas “efecto Pigmalión” y “efecto Golem”. No te preocupes, se entiende mejor
con un ejemplo real.

En 1968, el psicólogo Robert Rosenthal y la directora de un colegio, Lenore


Jacobson, decidieron llevar a cabo un estudio respecto a este tema, cuyos resultados
fueron publicados en el artículo titulado Pigmalión en el aula. Hicieron una selección
de alumnos e informaron a los profesores de cuáles de ellos eran los más brillantes. La
realidad del experimento es que esa premisa era falsa: habían sido escogidos al azar, no
por ser más inteligentes que el resto.

La sorpresa llegó cuando se analizaron los resultados y los alumnos catalogados


como brillantes (sin serlo) terminaron obteniendo las mejores calificaciones y
aumentando su rendimiento escolar. ¿Por qué? Porque la expectativa previa de los
profesores había mejorado su relación con los mismos y, con ello, habían sido,
indirectamente, más y mejor estimulados. La profecía de Merton se había cumplido: al
darles información (aunque fuera falsa) de que ciertos estudiantes eran más inteligentes
que otros, sus profesores se habían comportado inconscientemente de manera que el
éxito de estos estudiantes se viera facilitado.

Del mismo modo se desarrolló una versión negativa –el citado efecto Golem– del
experimento, al establecer una mala expectativa sobre un individuo o grupo,
terminaron por desarrollar comportamientos y actitudes que mermaron su capacidad y
autoestima. En definitiva, estos experimentos confirmaron una de las citas más famosas
de la historia, de la mano del exitoso empresario estadounidense Henry Ford: “Tanto si
crees que puedes como si crees que no puedes, en ambos casos estás en lo cierto”.

Palabras de esperanza

“Esperanza es el sueño de los que están despiertos”. Aristóteles


“Un barco no debería navegar con una sola ancla, ni la vida con una sola esperanza”.
Epicteto
“Sin esperanza se encuentra lo inesperado”. Heráclito
“La esperanza es como el sol: arroja todas las sombras detrás de nosotros”. Samuel Smile
“En la adversidad, las personas son salvadas por la esperanza”. Menandro

Divina esperanza

La esperanza está íntimamente ligada a la espiritualidad y la fe: a


creer y tener certezas sin pruebas. En este capítulo afrontamos la
esperanza desde el punto de vista religioso y teológico, buscando cuál
es su naturaleza y las posibilidades que ofrece desde esta perspectiva.

A menudo el principal problema que nos encontramos a la hora de desarrollar la


esperanza es la propia realidad de la vida. Por mucho que soñemos, que deseemos,
que anhelemos, la mayoría de las veces nuestras expectativas tienen que enfrentarse al
duro golpe de la realidad, que acostumbra a hacer añicos aquello que queríamos para el
porvenir. Nos guste o no, existe el sufrimiento en el mundo, nos van a pasar cosas malas
y no siempre vamos a triunfar. ¿Cómo sostener esa confianza en el porvenir partiendo
de semejantes certezas?

Por ello, para poder mantener una esperanza plena e inquebrantable, se hace
necesario algo más allá de la realidad, algo que supere el mundo sensible en el que
vivimos. Podemos llamarlo Dios, logos, Tao, destino, etc., pero el hilo conductor es que
hemos de tener “algo” superior en que poder poner nuestra confianza, en lo que
podamos creer a pesar de no tener ninguna prueba. Ese es el principal concepto de la fe.
Es por esto por lo que la esperanza (y con ella la fe) son consideradas la mayoría de
las veces como fenómenos religiosos o espirituales. Mediante estas creencias podemos
desarrollar certezas acerca del ideal futuro, pues de modo contrario nos sentiríamos
sujetos a los datos físicos a nuestro alcance. Ya lo dijo Jean-Paul Sartre en El ser y la
nada: “El hombre está condenado a ser libre”. El esfuerzo cotidiano del vivir día tras
día, vigilando y controlando nuestros pasos para lograr metas futuras, nos agota si no
está iluminado por la esperanza. La responsabilidad de nuestra vida supone en no pocas
ocasiones un exceso de equipaje, y si solo podemos esperar lo posible en cada
momento, lo que nuestro contexto nos ofrece, lo más probable es que la esperanza se
pierda más pronto que tarde por el camino.

Para poder mantener la esperanza plena e inquebrantable se hace necesario


algo más allá de la realidad

La esperanza, como tal, consiste en esperar, sea cual sea nuestra situación
presente, que algo bueno terminará por suceder, que alcanzaremos nuestra meta, que
por doloroso y traumático que sea nuestro contexto, las cosas terminarán por
enderezarse. Ese tipo de creencia-certeza no puede darse si no están bajo el paraguas de
algo superior, que es en lo que encontramos los ánimos y la fortaleza para actuar y
continuar. Tal y como la define Tomás de Aquino: “Virtud infusa que capacita al
hombre para tener confianza y plena certeza de conseguir la vida eterna y los medios,
tanto sobrenaturales como naturales, necesarios para alcanzarla apoyado en el auxilio de
Dios.” Es decir, la persona por sí misma no puede lograr tener esperanza. Necesita
ayuda externa, divina.

Vivir en el futuro para vivir realmente

Muchas filosofías, movimientos artísticos y literarios han apostado por la vida en el


presente como manera de alcanzar realmente la plenitud. Vivir en el hoy, aceptando
que lo pasado pasado está y que el futuro es un enigma y, por tanto, fantástico. Es lo que
defendían los estoicos bajo su creencia en una existencia determinista, o los hedonistas
con su carpe diem, “aprovecha el momento”.

Sin embargo, no son pocos los pensadores que también han encontrado en esta
mentalidad un error, así como una fuente de dolor para la vida. Michel de
Montaigne destacaba la imposibilidad de vivir en el presente, porque no es más que la
línea ínfima que separa el pasado del futuro. No podemos vivir en el presente porque es
demasiado escaso, por su inmediatez. Solo podemos vivir mirando al pasado o mirando
al futuro. De tal manera, quienes hablan de vivir “en el presente” en realidad hablan de
vivir en el pasado, que es algo acabado y definitivo. Terminado para siempre. Siendo
así, hemos de aceptar que bajo esa mirada es imposible que hallemos la libertad. Es por
esto por lo que muchos filósofos han destacado la otra opción: vivir mirando hacia el
futuro.
Miguel de Unamuno, quien abordó el tema de la esperanza y la fe en múltiples
obras, novelas y ensayos (El sentimiento trágico de la vida, San Manuel Bueno,
mártir, La fe), recomendaba apostar por la resignación frente a todos esos sucesos
del pasado ya vividos. El olvido del ayer para poder buscar el mañana. Sustituir los
recuerdos por la esperanza. Esa es la única manera en que la existencia se libera de todo
su equipaje anterior y se proyecta hacia un futuro libre, no determinado. El futuro es
para Unamuno el reino de la libertad, puesto que no es más que un ideal. Se trata de una
libertad que se proyecta sobre todas las futuras posibilidades, y es precisamente en ellas
que surge la esperanza: en alguna de esas posibilidades puede ser que nuestras metas y
anhelos se vean cumplidos. Solo la esperanza tiene el poder de liberar al hombre.

Esperanza y fe

Esperanza es el concepto que mejor se ajusta a lo que entendemos por fe. Tanto es
así que en la propia Biblia aparecen ambos términos a menudo como sinónimos.
Las primeras comunidades cristianas vivían en la fe, en la esperanza del porvenir que
les traería la vida eterna. Y es de esa manera que, esperando, la vivían de antemano. El
acto de fe –dice Unamuno– “es un acto de existir que salva la vida de toda caída en el
mundo real, porque nos proyecta continuamente hacia un ideal que está por llegar”. La
esperanza cristiana se ilustra así como un puente entre la llamada de Dios al ser humano
y la promesa de salvarlo.

Esperanza es el concepto que mejor se ajusta a lo que entendemos por fe.


Ya en la Biblia aparecen como sinónimos

Repasando la obra del filósofo vasco, es necesario admitir que su relación con la fe
tuvo numerosos altibajos, precisamente por la creencia de que sabemos
únicamente que vamos a morir. Por suerte, Unamuno, aparte de filósofo, fue el gran
escritor en castellano de su siglo, y fue capaz de mostrar su visión de la esperanza en
una de sus grandes novelas: San Manuel Bueno, mártir. La historia del párroco de
pueblo destinado a la santidad para sus feligreses que, sin embargo, ha perdido la fe.
Don Manuel tiene miedo a morir, miedo a no resucitar, miedo a que el pueblo –que lo
adora– conozca la verdad. Sin embargo, su temor a que no exista nada más después de
la vida no evita que siga cumpliendo valerosamente su función: dar esperanza a sus
conciudadanos. Manuel Bueno (que es el alter ego de Unamuno) no renuncia a su labor
religiosa, porque sabe que sin ella los fieles perderían la esperanza, la red de seguridad
de sus vidas. Miente, sí, pero lo hace porque considera que es mejor el fin que se logra
con la mentira que el pecado que comete mintiendo. Como bien dice uno de los
fragmentos más famosos del libro, “sí, ya sé que uno de esos caudillos de lo que llaman
revolución social dice que la religión es el opio del pueblo. Sí, démosle opio. Y que
duerma, y que sueñe…”. Mejor una vida engañada, pero con esperanza, que una vida
cierta (o no) sin ella.

Unamuno, sobre la fe

Las siguientes frases, del libro San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno.

“Creer en Dios es, en cierto modo, crearlo”.


“Jamás desesperes, aun estando en las más sombrías aflicciones, pues de las nubes
negras cae agua limpia y fecundante”.
“La fe es la fuente de la realidad, porque creer es crear”.
“Lo cierto es que creer en Dios es hoy (…) querer que Dios exista”.
“¿Racionalizar la fe? Quise hacerme dueño y no esclavo de ella y así llegué a la
esclavitud en lugar de llegar a la libertad en Cristo”.
“Hasta un ateo necesita a Dios para negarlo”.
“Yo no aseguro ni puedo asegurar que hay otra vida; no estoy convencido de que
la haya; pero no me cabe en la cabeza que un hombre de verdad no sólo se resigne
a gozar más que de esta vida, sino que renuncie a la otra, y hasta la rechace”.
“Los que reniegan de Dios es por desesperación de no encontrarlo”.

Spe Salvi, la esperanza vista por Benedicto XVI

Uno de los más importantes teólogos de las últimas décadas dedicó buena parte de
su tiempo al estudio de la fe, y con ella, de la esperanza. Nos referimos a Joseph
Ratzinger, el hoy papa emérito Benedicto XVI. De hecho, dedicó una encíclica al
tema, concretamente la segunda de su papado: Spe Salvi (30 de noviembre de 2007). Y
es que Benedicto XVI considera que la esperanza es una de las palabras claves de la fe
bíblica.

Valiéndose de las cartas de San Pablo, el papa emérito recorre sus escritos, en los
que el apóstol de los gentiles cuenta cómo antes de llegar a Cristo “vivía sin
esperanza y sin Dios”. Ya en el capítulo undécimo de la carta a los hebreos, Pablo
muestra una relación clara entre fe y esperanza. La primera no es solamente la tendencia
de una persona hacia lo que ha de venir, ni tampoco está, como tal, ausente en el
presente. La fe nos da “algo” ya en el ahora, en el presente: una prueba de lo que está
por venir. Una muestra del futuro posible.

Como ya se vio anteriormente, en el pensamiento de Julián Marías o Bloch, la


clave de la esperanza para Ratzinger es el futuro, principalmente por el papel que
juega en nuestro presente. Solo cuando el futuro es cierto, como realidad positiva, puede
hacerse llevadero el presente. Quien tiene esperanza, quien cree, vive de una manera
distinta, con certeza y propósito, pues sabe a dónde encamina sus pasos. Pero para que
esta esperanza este justificada –dice Benedicto XVI–, ha de estar apoyada en algo, y ese
algo es la fe: el hombre necesita a Dios, porque sin él su esperanza no puede sostenerse.
La esperanza –la fe– atrae el futuro al hoy y hace que este “exista” de alguna
manera en el presente, alterándolo. Por lo tanto, el presente está marcado por la
realidad futura, que es capaz de transformarlo; pero también ocurre a la inversa, esto es,
que el presente condiciona el futuro. Surge así la nueva vida que ofrece la esperanza:
pensando en el futuro, anhelándolo, se dan las circunstancias en el presente para que nos
encaminemos hacia ese objeto que deseamos. La fe, pues, otorga a la vida una base
nueva. Le da un nuevo fundamento capaz de sustentarla.

Para los cristianos, su fe es la llave de su vida eterna. Precisamente en eso consiste el


sacramento del bautismo: la esperanza de que a través del rito se les ofrezca la
inmortalidad espiritual. En este sentido –dice Benedicto XVI– obtenemos la salvación
porque se nos ha dado la esperanza, “gracias a la cual podemos afrontar nuestro
presente. Aunque sea fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva a una meta que sea tan
grande que merezca la pena el esfuerzo”.

Históricamente, para los cristianos, hasta el siglo XV, la recuperación de “aquello”


que el ser humano había perdido al ser expulsado del paraíso, se esperaba que
volviera por la fe en Jesucristo. Es lo que se denomina “redención”: la salvación de
todo el género humano llevada a cabo por la pasión y muerte de Jesús de Nazaret. Pero
tras esa fecha, con el desarrollo de la praxis, la cosa cambió. La humanidad empezó a
perder esa tendencia a buscar la recuperación del paraíso (la esperanza) en la fe y
comenzó a depositar su esperanza en otra cosa: en la ciencia. Es lo que Francis Bacon
denomina, en el siglo XVI, “fe en el progreso”.

Es esta visión programática la que ha determinado los tiempos modernos, en


especial la crisis actual de la fe/esperanza cristiana, debido principalmente a los
éxitos paulatinos de la ciencia, cuyos adelantos han ido ganando terreno, confirmando
la fe en el progreso. Sin embargo, como ya hemos hablado en el comienzo, la esperanza
no puede sustentarse únicamente con los datos de la experiencia. Necesita de algo más.
Es por eso por lo que, aún hoy, ese intento por lograr recuperar la esperanza impulse a
muchos hacia la fe religiosa. Personas que, hastiadas y frustradas, abandonan las
sustancias materiales de la existencia para poner su esperanza en lo metafísico: en Dios,
el destino, la ley natural, el Tao, el logos, etc.

Es natural en Occidente, por cultura y tradición, que el cristianismo se observe


como una vía rápida para alcanzar el objetivo, habida cuenta de que tiene su propia
herramienta para lograrlo: la oración. San Agustín, en su homilía sobre la primera carta
de San Juan, la define como “el ejercicio del deseo” y nos explica en qué se fundamenta
esa esperanza cristiana: Cuando ya nadie nos escucha, Dios lo hace. Cuando no nos
queda nadie a quien acudir, podemos acudir a él. Cuando no tenemos a quien pedir
consejo o ayuda, siempre podemos apelar a Dios. Nunca se siente solo o perdido del
todo quien tiene fe.

Es, curiosamente, igual que el pensamiento estoico de Epicteto, filósofo no cristiano


pero que apela de modo similar a la divinidad: “Cuando de noche te halles en tu
habitación, a oscuras y cerrada la puerta, no creas por ello estar solo; no te figures
jamás, estés donde estés y por completa que sea la soledad que te rodea, que estás solo,
porque no es así. Nunca se está solo”.
Solo cuando el futuro es cierto, como realidad positiva, puede hacerse
llevadero el presente

La fe (¿útil?) de Blaise Pascal

Si bien Blaise Pascal (Clermont Ferran, 1623-París, 1662) es principalmente


conocido por su labor como matemático y científico, fue también, en los últimos
años de su vida, un verdadero filósofo que investigó como pocos el concepto de la
fe. Prueba de ello es su obra magna, Pensamientos, una apología del cristianismo en la
que, si bien no trata de desprestigiar la razón, sí argumenta acerca de la necesidad de la
fe religiosa para que el hombre pueda alcanzar la grandeza y dignidad que, por su propia
condición, no posee.

No deja de ser curiosa esta defensa airada de la religión en Pascal, quien recuperó la
misma tras dos sucesos vitales que fueron, en su propia opinión, milagrosos. El primero
fue la curación de su sobrina, enferma de una fístula lagrimal (que ningún médico había
sido capaz de curar y que se daba por imposible) al entrar en contacto con la reliquia de
la Santa Espina del monasterio de Port Royal. El segundo, cuando salió sin un rasguño
de un grave accidente en el que, con toda probabilidad, debía haber perdido la vida. Tras
esto Pascal dedicará sus últimos años de vida a estudiar la salvación de la humanidad
por la vía de la fe.

Y es que el filósofo francés es uno de los primeros en referirse a la necesidad de


salvar al ser humano del “abismo de la existencia”, presentimiento permanente que
aboca a la angustia: “Ardemos en deseo de hallar asiento firme y una última base
constante sobre la cual edificar una torre que se alce al infinito, pero todo nuestro
fundamento se desmorona…”.

Solo hay una cosa que pueda salvarnos del abismo de la existencia –según Pascal–
y no es otra que la gracia divina. La certidumbre de la fe en Dios. Pascal defiende la
actividad de la fe, consciente de la reducción al absurdo de la que puede ser víctima la
razón por sí misma (“Muy débil es la razón si no llega a comprender que hay muchas
cosas que la sobrepasan”). La salvación humana, para Pascal, solo es posible a través de
la religión cristiana –para más señas–, pues sin la presencia “luminosa” de Cristo es
imposible para el hombre alcanzar el instrumento necesario para mantener la esperanza:
la fe. Y es que “en el corazón de todo hombre existe un vacío que tiene la forma de
Dios. Este vacío no puede ser llenado por ninguna cosa creada”. Es por todo esto que
Pascal defiende la fe, no solo por considerarla verdadera y moral, sino por ser, también,
útil: “Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe que equivocarme no
creyendo en un Dios que existe, porque si después no hay nada, nunca lo sabré; pero si
hay algo, tendré que dar cuenta de mi rechazo”.

“Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe que equivocarme no


creyendo en un Dios que existe”. Blaise Pascal
¿Podemos escoger? ¿Nos estamos autoengañando?

A estas alturas, algún lector estará pensando: sí, muy bonito todo. Pero la realidad
es que creer o no creer, tener esperanza o no tenerla, no es una cosa que uno
controle. No se puede tener fe solo por la voluntad de tenerla. Y estará en lo cierto al
100%. En esa misma tesitura se encontró Ludwig Wittgenstein (y muchos otros antes
que él), plenamente convencido de que no era posible conseguir la felicidad y la
plenitud en vida sin la estabilidad y la certeza de la fe, pero, por otro lado, seguro de que
él jamás podría disfrutarla por su radical apuesta por la mente y la razón.

Muchos piensan que estas esperanzas basadas en la espiritualidad y la metafísica


no son más que una manera de vivir en las nubes y engañarnos a nosotros mismos.
Un consuelo barato. Una engañifa. Y quizá tengan razón. Ahora bien, ante la disyuntiva
de vivir la vida de la mejor manera posible, puede que quien niegue la fe y viva con ello
una existencia “real” pero pesimista y descorazonada –solo en el caso de que esto
último le ocurra–, ¿está en el mejor camino?

Científicamente, los datos dicen que aquellas personas que “creen” (en algo, sea lo
que sea, no necesariamente Dios) tienen una mejor calidad de vida. Se enfrentan
mejor a las circunstancias que encuentran en su trayecto, sienten que tienen un destino,
que su vida goza de sentido y encuentran un apoyo cuando la realidad se vuelve, a todas
luces, insufrible. Es comprensible que muchos hayan encontrado en ella la solución a
sus pesares, enfermedades, adicciones o traumas; como lo es que tanto la ética filosófica
como la psicología la hayan investigado y aplicado a lo largo de la historia. La
fe/esperanza, tiene unas consecuencias prácticas y útiles que sí son demostrables,
aunque la creencia en un ser superior no lo sea necesariamente. Así lo explicó Pascal:
“Con ella, si ganas, ganas todo. Y si pierdes, no pierdes nada”.

Y es que, como dijo alguien, “eso de Dios... da que pensar”.

Esperanza sin Dios

La religión siempre ha sido un contenido de referencia a la hora de


hablar de la esperanza, pero superada la Edad Media, se vio que otra
esperanza era posible: una esperanza que miraba hacia el futuro –eso
siempre– y lo revestía de progreso, de utopía, de ciencia, de felicidad
personal o de política. Este es un repaso por algunas de esas otras
esperanzas sin dioses y sin Dios.

Si mañana mismo se anunciara con fecha concreta la catástrofe más formidable


jamás sobrevenida sobre la faz de la tierra, es muy posible que cada uno de nosotros
pensara en la posibilidad de que quedase algún superviviente. En ese caso, lo que sí
tendríamos claro es que ese superviviente iba a ser cada uno de nosotros. A esto que
Eduard Punset ha llamado “el optimismo atávico del ser humano”, y lo es, se le podría
llamar también esperanza. “Alguien ha dicho –señala el teólogo Manuel Fraijó, quien ha
hecho de este tema una de las líneas argumentales de su trayectoria– que la esperanza es
tan esencial al ser humano que entró con los judíos en las cámaras de gas”.

Se llame como se llame ese sentimiento o estado de ánimo, pariente del deseo, que
nos hace pensar como alcanzables diversos objetivos (más o menos posibles, más o
menos viables, más o menos locos), parece haber acompañado al ser humano desde
siempre. Su estudio ha dependido del contenido que se ha insuflado a esa esperanza, del
grado de posibilidad de la aspiración, de la acción que sea capaz de suscitar en la
persona esperanzada. Si en el artículo anterior se ha tratado el “relleno” de la esperanza
desde un punto de vista religioso, en este se revisan autores o corrientes que han hecho
de ella un contenido laico, volcado como es necesario sobre el futuro, pero sin
necesidad de trascendencia. También de quienes desmontan el automatismo, heredado
del concepto cristiano, que presenta la esperanza con un halo de bondad. No, no siempre
fue así. De hecho, comenzó no siendo así.

Este artículo se centra en la esperanza con contenido volcado, como es necesario,


sobre el futuro, pero sin necesidad de trascendencia

Ni griegos ni romanos le prestaron demasiada atención a la esperanza y, si se la


prestaban, era para mirarla con cierto recelo. El crítico de la cultura y ensayista
británico Terry Eagleton, en su libro Esperanza sin optimismo, editado por Taurus,
comentaba: “En general, para los antiguos griegos la esperanza era más una calamidad
que una bendición. Eurípides la llama maldición de la humanidad. Platón nos advierte
en el Timeo que la esperanza puede extraviarnos (…)”. Y es que lo de la “virtud” de la
esperanza vino luego, porque para los pensadores de Grecia y Roma no dejaba de ser
más que una circunstancia o característica de la vida, algo inevitable, inexorable como
el paso del tiempo con el que guarda relación. En el libro clásico sobre la materia, La
espera y la esperanza, de Pedro Laín Entralgo, se puede leer: “En la mente de un griego
clásico, elpis significaba a la vez esperanza, espera, previsión, conjetura, preocupación y
temor. Era, en suma, la actitud o el sentimiento del alma humana frente a un evento
futuro y probable, fuese éste feliz o desdichado. Más que a nuestra ‘esperanza’, la elpis
griega equivaldría a nuestra ‘espera’, espera complacida y confiada unas veces,
temerosa y preocupada otras”.

Griegos y romanos vs la esperanza

La aportación griega más importante al campo de la esperanza fue el mito de


Pandora que recoge el poeta Hesiodo en su obra Trabajo y días. Allí narra al
creación de la mujer como castigo a los hombres –atentos quienes veían en el relato
bíblico el summum del machismo y la misoginia– por haber robado el fuego. Pandora es
una especie de novia que avanza hacia Epimeteo, en palabras del filólogo y helenista
García Gual, “el hermano tonto de Prometeo”, llevando en sus manos una prometedora
ánfora o tinaja. Tiene pinta de regalo, pero cuando en un momento dado la mujer abre el
recipiente, de allí comienzan a salir todos los numerosos males que asolan a la
humanidad. Escaparon todos menos uno: la esperanza. De ahí su ambigua connotación:
¿es un mal que se presenta disfrazado de bien? ¿O un bien que puede ser fuente de
mucho dolor y frustración? Esto último es lo que parece haber calado en la mentalidad
estoica.

Surgida como última gran escuela de filosofía del mundo griego, el estoicismo
alcanzó su esplendor con los representantes romanos: Séneca, Epicteto y Marco
Aurelio. No le tenían mucho aprecio a la esperanza por la dosis que esta lleva
incorporada de futuro y de deseo. Y el estoicismo con esos ingredientes no se llevaba
nada bien. Estoicismo es filosofía de aquí y de ahora, de soportar el presente con sus
dichas y desdichas. El futuro no lo quieren ni ver más que como un presente continuo;
son los “cholistas” de la filosofía, solo que en vez de ir partido a partido, van día por
día. El futuro no les cabe. La esperanza no les representa.

Griegos y romanos miraban a la esperanza con desconfianza. En especial los


estoicos que vivían pegados al día a día: la esperanza no les representa

Poco más o menos se puede decir de la spes de los romanos, si bien es cierto que
esta sí fue objeto de culto formal, conociéndose varios templos dedicados a la diosa
Spes. Se solía representar bajo la forma de una mujer joven con flores en una mano,
mientras que con la otra se sostenía el vestido.

El cambio sustancial sobrevino en la Edad Media, después de que el emperador


Teodosio convirtiera el cristianismo en la religión oficial del Imperio romano.
Transformada así en main stream de obligado cumplimiento en Occidente, la esperanza
se llena de contenido religioso y se deposita a menudo en una vida futura que consuela
de las penalidades de esta terrenal. Los grandes filósofos de esta época son teólogos y
santos (San Agustín, Santo Tomás), y se encargan de todos los detalles.

La esperanza de un hombre-dios

El primer superhombre de la historia no es el que parió Nietzsche cuando acuñó el


término y el famoso concepto. El primer superhombre de la historia es hijo del
Renacimiento. No ha abandonado a Dios, ni mucho menos, lo tiene muy presente sobre
su cabeza, pero el ser humano en esa época tiene unos pies bien grandes y bien
plantados sobre la tierra, como el David de Miguel Ángel… De Deus in terris, habla el
sacerdote católico, filólogo, médico y filósofo Marsilio Ficino, protegido en la Florencia
de los Médici. Un poco más tarde, Leibniz usará el término de “pequeño Dios” y en el
Romanticismo un desatado Novalis gritará: “¡Somos Dios!” Y ¿cómo es la esperanza de
este ser humano ambicioso y con ínfulas divinas? En un movimiento inverso, pero
lógico y equivalente, si lo que quiere el ser humano es asaltar los cielos, la esperanza
baja para colonizar la tierra, para impulsar a sus habitantes en su desarrollo, en su
potencial, para ayudarles a conseguir sus objetivos aquí y ahora.

Con el Renacimiento la esperanza comienza a colonizar la tierra, a impulsar a


sus habitantes a conseguir sus objetivos aquí y ahora
Los primeros movimientos son sutiles, aparentemente temerosos, pero resueltos.
Los protagonizan dos figuras de lindes entre épocas, entre mentalidades: Michel de
Montaigne (1533-1592) y Baruch Spinoza (1632-1677). En cuanto al primero, Laín
Entralgo, señala que “vivió y murió como católico sincero, pero impregnado hasta el
tuétano del alma por su mentalidad de ‘hombre moderno’, llegando a extremos muy
poco compatibles con la ortodoxia católica” . En su obra cumbre, los Ensayos, habla en
estos términos de la esperanza: “El temor, el deseo, la esperanza nos proyectan hacia el
futuro, y nos arrebatan el sentimiento y la consideración de aquello que es, para que nos
ocupemos de aquello que será, incluso cuando ya no estaremos”. Montaigne parece
deslegitimar o lamentar esa esperanza como mirada volcada en el porvenir, como ardid
que distorsiona o desvirtúa nuestra apreciación sobre lo que pueda presentarnos un
presente reducido al mínimo, al que echa en falta.

Curioso que, cuatro décadas más tarde, Baruch Spinoza, ya en pleno racionalismo,
considerara en tándem la idea de la esperanza pegadita a la de miedo (Montaigne
también había relacionado ambos conceptos) hasta el punto de emplear la misma
definición solo que cambiando una palabra. Así, en su Ética demostrada según el orden
geométrico (1677) describe la esperanza como “una alegría inconstante, que brota de la
idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo”. El
miedo, por el contrario, es “una tristeza inconstante, que brota de la idea de una cosa
futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo”. Spinoza no concibe
esperanza sin miedo ni miedo sin esperanza, para él ambos conceptos están
intrínsecamente relacionados. Y, sobre todo, deteniéndose en las definiciones se llega a
la conclusión de que ambos fenómenos son fruto de un proceso mental: una idea que
alguien valora, sopesa y produce –o no– cierta alegría. Todo el proceso lo realiza el ser
humano con su cerebro y sus emociones. No hay rastro de divinidad en esta manera de
entender la esperanza (y el miedo). Esta se ha hecho absolutamente “humana” y ha
dejado de ser el regalo de Dios o de los dioses que había sido anteriormente, la virtud
infusa de la que hablaba Santo Tomás. Moderno en tantas ocasiones, Spinoza vuelve a
serlo de nuevo: con él, en esto de la esperanza, la persona ya es autosuficiente.

Con Spinoza la esperanza deja de ser un don de Dios o de los dioses. En su


definición habla de sentimientos, dudas y valoraciones... Procesos y
procedimientos humanos

La fe en el progreso se desata

Puede parecer que esta es la época donde el gobierno del “todo es posible” y “todo
va ir bien” ha tocado techo, pero eso solo es fruto de estar dentro de ella. A poco que
se mira a la historia, la Ilustración aparece como un huracán de optimismo irrefrenable
y, quizá, un poco devastador, como suele ocurrir con estos fenómenos naturales. La
época de las Luces, mediante la varita mágica del progreso, se atrevía a defender que el
conocimiento humano vencería a la ignorancia, la superstición, la tiranía y construiría
un mundo mejor de seres humanos libres y felices. Casi nada. En La espera y la
esperanza, Laín Entralgo entra en detalles: “No hubo dominio en la realidad (…) al cual
no llegase, prometedora y fascinante, la recién nacida esperanza progresista: la moral, la
inteligencia, la convivencia política, la existencia biológica, todo en el ser humano habla
de recibir los inagotables beneficios del progreso. En el orden moral, el hombre iría
pasando de la desgracia a la felicidad: nunca esta palabra ha sido más frecuentemente
usada que en el siglo XVIII. En el ejercicio de su inteligencia, la humanidad, obediente
al Sapere aude que para Kant era la suma consigna de la Ilustración, conseguirá
sucesivamente todo el saber de que la naturaleza humana es capaz. La convivencia
política, sometida al recto imperativo de la razón, será pronto la mejor garantía de la
ventura humana. La enfermedad desaparecerá del planeta, y la vida del hombre
alcanzará edades cada vez más altas, hasta limites insospechables”. Curiosamente en la
actualidad se vuelve a hablar con insistencia –y visos de realidad– de alargar la vida e
incluso abolir la muerte.

Condorcet (1743-1794) fue el pensador que mejor representó esta esperanza


desatada: “La naturaleza no ha puesto término alguno a nuestras esperanzas...”,
afirma en su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. El
problema de la Ilustración es que convirtió sus esperanzas en fe, en fe ciega además. No
es que algunos de sus protagonistas tuvieran esperanza o creyeran en las bondades que
el futuro traería de la mano del progreso, es que no admitían que esto no fuera así.
Trazaron una línea que desembocaba donde querían ir a parar y fuera de ella no
concebían otras posibilidades: con la Ilustración la esperanza en el progreso se
transformó en fundamentalismo.

Un caso atípico fue el de Kant (1724-1804). Teórico de la Ilustración –gracias a su


conocido ensayo ¿Qué es la ilustración?– no responde al sistema inflexible y
simplista que se acaba de ver. Para Kant ni el futuro ni el progreso iban a ser la
panacea de todos los males: el mal radical seguiría existiendo y planteando una
dicotomía irresoluble entre el ser y el deber ser. Las cosas son como son; imperfectas,
reguleras, y deberían ser de otra manera. Eso es lo que pasa en este mundo. Quién sabe
en otros… Pero Kant no es un escéptico. Él cree en la inmortalidad del alma y la
existencia de Dios como ser donde se aúnan el ser y el deber ser. Las ve necesarias, de
modo que, para Kant, la respuesta a lo que debo esperar es la religión: creer en la
inmortalidad del alma y la existencia de Dios como postulados de la razón práctica.
¿Que no se pueden demostrar? Bueno, casi es lo de menos. Hay que hacer como que sí.
Tener esa esperanza revestida de religión y marchando.

La trampa de la esperanza

Camino ya del siglo XX, al tipo duro que era Nietzsche (1844-1900) le debía
horrorizar ese tal Kant, que después de levantar un sistema muy complejo y bien
armado, a la pregunta final se le ocurría responder con un guiño a la esperanza en la
vida eterna y en Dios. Sin escuela, sin compromisos, sin destino más que la locura y la
posteridad, un Nietzsche capaz de decretar la muerte de Dios, no podía ver en la
esperanza más que una engañifa. Por eso recuperó la visión escéptica de los griegos y la
pasó por el filtro de su vehemencia. ¿Resultado? Su concepción de la esperanza como el
peor de los males.
Un mal con pinta de bien

No es un secreto la admiración que Nietzsche sentía por los griegos. Les dedicó su
obra La filosofía en la época trágica de los griegos y, cuando la terminó, escribió a un
amigo: “Me reafirmo en la importancia de lo que son y fueron los griegos. El camino
que va de Tales a Sócrates tiene algo de prodigioso”. Pero su recuperación del mito de
Pandora, con su maldita caja, lo plasmó en Humano, demasiado humano. Allí se
encontraban todos los males, aunque el ser humano en su ignorancia y credulidad
creyera que lo que contenía era la felicidad:

“Pandora trajo la caja llena de males y la abrió. Era el regalo de los dioses a los
hombres, un hermoso regalo de aspecto fascinante llamado la ‘caja de la felicidad’.
Al abrirla, todos los males, que eran seres vivos con alas, salieron volando; desde
entonces revolotean a nuestro alrededor y nos atormentan día y noche a los hombres.
Sólo uno de los males se quedó dentro de la caja. Pandora cerró la caja por voluntad
de Zeus y lo dejó dentro. Ahora el hombre posee para siempre la caja de la felicidad y
piensa maravillas del tesoro que encierra; dispone de la caja y se sirve de ella cuando
quiere, porque no sabe que la caja que trajo Pandora es la de los males y que piensa
que el mal que guarda en el fondo es la mayor de las felicidades: se trata de la
esperanza. Efectivamente, Zeus quería que, por grandes que fueran los tormentos que
le causaran los otros males, el hombre no rechazara la vida y siguiera dejándose
atormentar siempre. Por eso dio al hombre la esperanza que es, en realidad, el peor
de los males, ya que prolonga el tormento de los hombres”.

Si Nietzsche recupera la visión de las civilizaciones clásicas a la hora de lidiar con


la esperanza, los existencialistas, ya en el XX, adoptaron la visión de Nietzsche
respecto a la misma como tormento y, sobre todo, como engaño. Sartre, fundador o
figura aglutinadora de un movimiento muy disperso (y muy rico en su dispersión),
hablaba de la “sucia esperanza”. No le quedaba mucho hueco a la esperanza en una
corriente que tenía como uno de sus lemas el “a las cosas” importado de la
fenomenología. Pues sí, a las cosas, a las decisiones y a las posibilidades de estas para
conquistar la libertad y para combatir la angustia de vivir. Así era básicamente el
existencialismo, pero es que el existencialismo era tan variado como los existencialistas.
Otra de sus figuras representativas, que llegó a ser premio Nobel de literatura, Albert
Camus, afirmaba: “Lo importante es pensar con claridad y abandonar toda esperanza”.
Para Camus, no basta con ignorarla, hay que combatirla porque la esperanza “es una
ilusión peligrosa” como sostiene en su obra El mito de Sísifo.
de los límites
La esperanza
dentro de mi
montaña condición”. Luego va más allá. Camus advierte de que la
abajo
esperanza no es inocua, es un peligro y hay que combatirla, erradicarla por lo que
Camusde
aporta también tiene layesperanza
perturbación en al
sufrimiento baja
serestima y también
humano. vuelve
Duro con ella. a los griegos para
explicar en su obra El mito de Sísifo uno de los conceptos clave de su pensamiento:
la sensibilidad del absurdo. ¿En qué consiste? Se entiende bien con una imagen, la
de Sísifo empujando la roca montaña arriba una y otra vez como castigo de los
dioses para que inevitablemente una y otra vez, llegada a la cumbre, esta cayera
montaña abajo. Y vuelta a empezar… eternamente. ¿Qué lugar queda en esta
secuencia para la esperanza? En concreto, él constata y se pregunta: “Lo que toco, lo
que me resiste, eso es lo que comprendo (...). ¿Qué otra verdad puedo reconocer sin
mentir, sin hacer que intervenga una esperanza que no tengo y que no significa nada

La esperanza es útil

También dentro del mismo existencialismo, pero dentro del existencialismo


cristiano, Gabriel Marcel recupera la esperanza bajo una perspectiva básicamente
utilitarista: “Esperar es llevar dentro de sí cierta seguridad íntima de que, a pesar de las
apariencias, la situación intolerable en que me encuentro no puede ser definitiva”,
afirma en El misterio del ser. Para Marcel, la vida sin esperanza sería imposible o
insoportable. Y la esperanza es una herramienta para la vida, de modo que hay que
esperar cualquier cosa, hasta lo más improbable, porque lo importante es esperar y tener
esperanza: “Gabriel Marcel –explica Terry Eagleton en Esperanza sin optimismo–
sostiene que se puede esperar cualquier cosa con tal de que no sea imposible, de forma
que una gran improbabilidad no invalida la esperanza de que algo llegue a ocurrir. Es
irracional esperar lo imposible, pero no lo extremadamente improbable. La esperanza
requiere menos justificación que la convicción: puede ser racional esperar que ocurra
algo, pero irracional creer que sucederá”.

Y mientras en Francia pasaba el existencialismo y de ahí se exportaba a medio


mundo, el mundo pasaba a través de la figura enorme que para el pensamiento
supuso Bertrand Russell. Hombre de su tiempo, fue brillante matemático, filósofo,
divulgador y escritor. Ganó el Premio Nobel de Literatura, pero podía haber ganado
otros, hasta el de la Paz. Conocido activista, no dejó de meterse en todos los “jardines”
–inclúyase un paso por prisión– donde le llevaba la expresión libre y desprejuiciada de
sus opiniones. Y ¿qué tenía que decir Bertrand Russell sobre la esperanza? ¿Un
conocido y reconocido ateo que había escrito un libro titulado Por qué no soy cristiano?
Curiosamente (o no) Russell daba mucha importancia a la esperanza. Para él estaba
relacionada con la felicidad y, de hecho, se ocupó de ella, de manera significativa, en el
libro La conquista de la felicidad. Allí realiza una defensa encendida de la esperanza:
esperanza contra el ego, contra el egoísmo, contra la mezquindad. Esperanza, por el
contrario, a favor de algo grande, grandioso, compartido, común. Esperanza incluso
como garante de la salud y como antídoto de la tontería: “Gran parte de la fatiga
nerviosa se puede combatir de este modo. Lo que hacemos no es tan importante como
tendemos a suponer; nuestros éxitos y fracasos, a fin de cuentas, no importan gran cosa.
Se puede sobrevivir incluso a las grandes penas; las aflicciones que parecía que iban a
poner fin a la felicidad para toda la vida se desvanecen con el paso del tiempo hasta que
resulta casi imposible recordar lo intensas que eran. Pero por encima de estas
consideraciones egocéntricas está el hecho de que el ego de una persona es una parte
insignificante del mundo. El hombre capaz de centrar sus pensamientos y esperanzas en
algo que le trascienda puede encontrar cierta paz en los problemas normales de la vida,
algo que le resulta imposible al egoísta puro”.

Amigo de lo concreto, como buen matemático, un poco después Russell concreta a


qué se refiere con eso de “esperanza en algo que le trascienda”. Este es su ejemplo:
“Sean cuales fueren mis actividades personales, puedo ser derrotado por la muerte o por
ciertas enfermedades; puedo ser vencido por mis enemigos; puedo descubrir que he
seguido un camino equivocado que no puede conducir al éxito. Las esperanzas
puramente personales pueden fracasar de mil maneras, todas inevitables; pero si los
objetivos personales formaban parte de un proyecto más amplio, que afecte a la
humanidad, la derrota no es tan completa cuando se fracasa. El hombre de ciencia que
desea hacer grandes descubrimientos puede que no lo consiga (…) pero si su mayor
deseo es el progreso de la ciencia y no solo su contribución personal a dicho objetivo,
no sentirá la misma desesperación que sentiría un hombre cuyas investigaciones
tuvieran motivos puramente egoístas (…). Si lo que le interesa es el futuro de la
humanidad y no su propia participación en él, no por eso se hundirá en la desesperación
absoluta”.

Según Russell, “las esperanzas puramente personales pueden fracasar de mil


maneras, todas inevitables; pero si los objetivos personales formaban parte de
un proyecto más amplio (...) la derrota no es tan completa cuando se fracasa”

Es decir, para Russell el tamaño sí importa: él quiere una esperanza grande,


enorme hasta el punto de ser o parecer inalcanzable, subraya. Porque al depositarla en
un objetivo y un esfuerzo que nos superen se difumina el fracaso, no hay frustración que
valga: una esperanza vanidosa, de triunfo personal, “chiquitita” te destroza a fuerza de
sinsabores, pero una inmensa, que se pueda compartir, esquiva el fracaso, es una
herramienta decisiva para la felicidad, si no la felicidad misma.

Otro mundo ¿será posible? Esperanza y utopía

La versión más política de la esperanza habla de paraísos terrenales, de otros


mundos posibles, transformables, pero que están en este. En este sentido es
necesario hacer una reflexión sobre el marxismo, movimiento que acaparó buen número
de esperanzas (¿en qué se mide la esperanza?) sobre todo a lo largo del siglo pasado.
“Científico" era un adjetivo que le ajustaron sus ideólogos, mientras sus detractores, en
mayor medida, le acoplaron el de religioso o seudorreligioso. Es la posición de
Raymond Aron, que veía en el marxismo una traslación del esquema religioso
judeocristiano con un mal original, el capitalismo; una humanidad que debe ser
redimida, el proletariado; un profeta con sus textos sagrados; Marx y sus obras, un
partido-iglesia que manda y regula y un paraíso que será la sociedad sin clases. Sea
como fuere, tanto si se acercaba más a la ciencia como si se parecía más a una religión,
es claro que ambas –tanto la ciencia com la religión– aglutinaron las mayores dosis de
esperanza a lo largo de la historia de la humanidad. El marxismo llevaba de las dos, por
lo que su movilización de la esperanza/expectativas, de una esperanza obviamente sin
Dios, fue formidable.

Pero si hay un nombre que a lo largo del siglo XX dedicó su vida y su trayectoria a
la esperanza y a su estudio, ese fue Ernst Bloch (1885-1977). Fruto de su labor fue el
libro colosal El principio esperanza: tres tomos, unas 1.500 páginas. Bloch se dio
cuenta de un aspecto fundamental: hasta ese momento, la historia del conocimiento, de
la sabiduría o de la filosofía era una historia revisada siempre hacia atrás, que
constataba, o daba fe como un notario, del pasado. ¿Es que el futuro no era importante?
¡Si nos pasamos la vida pensando en mañana, el año que viene y el porvenir en general!
Bloch concluyó que ese saber, tal y como se entendía hasta esa fecha, estaba incompleto
porque el ser humano, aparte de ser y tener pasado, es, sobre todo, proyección hacia el
futuro. Y se pone a la tarea. Y cuando el ser y el deber ser se mezclan con el futuro, el
resultado es una utopía, término medular en El principio esperanza hasta el punto de ser
calificado como una “enciclopedia de las utopías”. También se calificó de “catedral
laica de la esperanza”, concebida esta como la capacidad de actuar y modificar el
presente siempre sin perder de vista el futuro. Por ambas características, Bloch
considera al ser humano una máquina de utopías que él recorre sin prejuicios temáticos
ni estilísticos. Su análisis es muy fresco, moderno, cruzado o transversal, se dice ahora.
Bloch no tiene problema en hablar de lo que ve en las calles –míticas su reflexiones
sobre los escaparates–, sobre el arte, la sociedad, la música, la religión, la ciencia, la
arquitectura, la política, con un lugar destacado para el marxismo en su versión más
utópica y en sus posibilidades de utopía concreta.

Bloch constató que la historia del conocimiento era una historia hecha hacia
atrás, sin tener en cuenta que el ser humano está con un ojo puesto siempre en
el futuro

De modo que, ya sea en la religión –en gran medida– o, fuera de ella, en la política,
la felicidad, la ciencia o el progreso…, el ser humano sí parece haber necesitado o
buscado algo en lo que reposar su mirada cargada de futuro. Como afirma con
rotundidad el teólogo Manuel Fraijó, al que hacíamos referencia al principio de este
artículo, “sin esperanza no sería posible la vida; sin esperanza, sin espíritu utópico, no
se habría inventado ni la bicicleta. A pesar de sus repetidos fracasos, la esperanza
mueve el mundo”. Y reivindica la figura de Bloch, según el cual “lo grande de la
esperanza es que sabe de frustraciones, las conoce, las soporta y las vence”. Quizá en
esto último se peque algo de optimismo, de ese optimismo con el cual se confunde
últimamente una esperanza mal entendida. En todo caso, y para concluir, cabe recordar
la inscripción con la que se topa Dante Alighieri al iniciar el mítico viaje de su libro La
divina comedia: “Abandonad toda esperanza”, lee al alzar los ojos: está en las puertas
del infierno.
Francesc Torralba: "La esperanza es un valor permanente,
no caduca"

¿Es la esperanza una necesidad de agarrarse a un futurible? ¿Una


motivación real o un espejismo? ¿Es un valor actual o anacrónico?
Francesc Torralba, catedrático de la Universitat Ramon Llull de
Barcelona y autor del libro La construcción de la esperanza: edificación
y receptividad, le ha dedicado al tema mucho trabajo y mucha
reflexión. Hablamos con él de la utilidad de la esperanza, su relación
–o no– con el optimismo y el deseo... Para saber más sobre cómo nos
ayuda y hasta qué punto podemos volcar nuestra vida en ella.

La esperanza como virtud humana es esencial para el desarrollo de la persona, de


la familia, del trabajo y de la sociedad, defiende Francesc Torralba (Barcelona,
1967) , doctor en Filosofía y en Teología, catedrático en la Universitat Ramon Llull, de
Barcelona, donde dirige la cátedra Èthos de Ética aplicada. “La esperanza, que es virtud
y motor básicos para la vida humana, es imprescindible para enfrentarse al presente y al
futuro”, afirmaba Torralba en una entrevista publicada en Filosofía&co. Volvemos a él
ahora como autor del libro La construcción de la esperanza: edificación y receptividad
(Edimurtra) para profundizar más en este tema.

Para Torralba, la reflexión sobre la esperanza es una cuestión central de la


filosofía clásica y contemporánea, aunque, en nuestro contexto cultural, este objeto de
reflexiones ha sido sustituido por otros y la esperanza ha ido perdiendo fuelle, quedando
incluso en un plano algo marginal. “Después de la caída masiva de las grandes
ideologías emancipadoras de los siglos XIX y XX, la esperanza ha pasado a ser un valor
romántico y ha sido ahuyentador del discurso filosófico –dice el filósofo en su página
web–. No obstante, la esperanza es una virtud humana capital. El olvido de esta virtud
es una grave pérdida”.

¿Cómo define Francesc Torralba la esperanza y con qué la relaciona? ¿La


considera un valor en alza o con cierto aire caduco y desfasado? Se lo preguntamos para
saber de primera mano si es realmente una necesidad o se puede prescindir de ella y
seguir viviendo sin problema.

Para Aristóteles, “la esperanza es el sueño del hombre despierto”. ¿Qué es la


esperanza para usted?
La esperanza es, ante todo, una virtud, una excelencia del carácter, una disposición
anímica, un modo de estar en el mundo. Se relaciona íntimamente con la confianza y
con el futuro. Uno tiene esperanza cuando cree que un bien arduo puede ser conseguido
en el futuro. La esperanza jamás debe confundirse con la ingenuidad, con la inocencia o
con la frivolidad. El ser humano esperanzado conoce la dificultad, la adversidad, las
contrariedades que existen en el recorrido, pero cree que será posible alcanzar el
horizonte. Jamás solo. Sabe que necesita la ayuda de los demás, la cooperación, la
solidaridad de los otros para poder alcanzar el fin arduo. La esperanza no es una certeza,
ni una evidencia lógico-matemática; es un acto de confianza que le predispone a uno a
actuar, a moverse, a dedicar su esfuerzo y su talento para hacer realidad el objetivo.

“Uno tiene esperanza cuando cree que un bien arduo puede ser conseguido en
el futuro. La esperanza jamás debe confundirse con la ingenuidad, con la
inocencia o con la frivolidad”

¿Es la esperanza un valor actual, anacrónico o eterno?


La esperanza es imprescindible para el desarrollo de cualquier actividad humana. Puede
ser explorada como virtud teologal, pero también como valor humano, como virtud
universal. Todo ser humano que empieza algún proyecto, sea de la naturaleza que sea,
requiere una dosis de esperanza, de confianza en sí mismo, pues, de otro modo, no se
pone a actuar. La acción requiere siempre el prerrequisito de la esperanza. En este
sentido, no me parece un valor anacrónico, ni tampoco actual, sino un valor permanente,
que no caduca. Cuando la esperanza perece, adviene la desesperanza, que es la antesala
del nihilismo y de la desesperación.

¿Qué puede aportar la filosofía a la esperanza y al contrario, qué papel juega la


esperanza en la filosofía?
Lo propio de la actitud filosófica es la interrogación, el examen, la práctica de la crítica.
La filosofía nos permite explorar las razones de la esperanza, los motivos que sostienen
a uno a seguir adelante en sus proyectos. En el mejor de los casos, aporta lucidez,
realismo, claridad, y en este sentido puede ayudar a deconstruir formas de credulidad,
de fideísmo absurdo o de ingenuidad. ¿Qué podemos esperar? He aquí la conocida
pregunta kantiana. No lo sabemos con exactitud, pero debemos hallar argumentos para
poder justificar la materia prima de nuestras esperanzas, especialmente cuando el
demonio de la desesperación crece en la interioridad de nuestro ser y aborta cualquier
proyecto, cualquier iniciativa, cualquier razón para la que luchar y vivir. La principal
finalidad de la filosofía, según Kierkegaard, es edificar y, en este sentido, combatir la
caída en la desesperación.

Ha nombrado a Kierkegaard… Decía el filósofo danés que la esperanza se


fundamenta en la posibilidad, mientras que la desesperación consiste en no ver
posibilidad alguna. ¿La esperanza nos permite vivir abiertos al futuro, o nos
mantiene sujetos a una posible realidad ficticia? ¿Es un autoengaño necesario, el
motor de la ilusión, los cimientos para construir la realidad...?
El concepto de posibilidad es muy relevante en la filosofía existencial de Kierkegaard.
Lo desarrolla en distintas obras, pero particularmente en La enfermedad mortal (1849),
firmada con el pseudónimo Johannes Anticlimacus. En ella se define al ser humano
como una tensión dialéctica entre necesidad y posibilidad. En efecto, todo ser humano
es un cuerpo de necesidades, pero también de posibilidades. Nadie sabe al nacer qué
será de su vida, qué posibilidades latentes atesora su ser, qué proyecto de vida va a
ejecutar. El desesperado no ve posibilidad alguna, por eso se rinde en el nihilismo. No
hay nada que hacer, por lo tanto, sucumbe a la parálisis vital, al quietismo. El ser
esperanzado ve posibilidades, identifica potencias y se esfuerza para hacerlas realidad.
“Todo ser humano es un cuerpo de necesidades, pero también de posibilidades.
Nadie saber al nacer qué será de su vida, qué posibilidades latentes atesora su
ser”

¿Qué relación existe entre deseo y esperanza? ¿Se pueden confundir?


El deseo es consustancial a la vida humana. El erotismo está incrustado en nuestra
naturaleza más íntima. Anhelamos lo que no somos, deseamos lo que no tenemos,
codiciamos lo que poseen los demás. Vivir es desear y, en este sentido, sufrir, pues no
siempre es posible alcanzar el objeto de deseo. Por lo general, el deseo permanece como
deseo, jamás se hace realidad, y cuando se convierte en posesión, adviene el
aburrimiento y la frustración. Uno debe examinar a fondo la hondura de sus deseos, la
calidad de los mismos, la verosimilitud de los mismos y, a la vez, analizar qué deseos
pueden hacerse realidad y cuáles pertenecen al reino de la fantasía, a la carne de los
sueños.

¿Y esperanza y optimismo? ¿Son equivalentes?


Existen equivalencias, pero no se deben confundir. Existe un optimismo pueril y frívolo,
incapaz de abordar las contrariedades, incapaz de identificar los obstáculos porque se
funda en un análisis epidérmico. La esperanza parte del conocimiento de los obstáculos,
pero los trasciende a partir de la fe. La esperanza es una conquista, el fruto de un trabajo
interior, mientras que el optimismo es una disposición natural del carácter, un modo de
mirar la realidad que le es dada al sujeto, sin hacer esfuerzo alguno. Estamos llamados a
cultivar la esperanza contra toda desesperanza. Solo cuando uno es derrotado por el
nihilismo, por la apatía, por la desesperación, sucumbe al cinismo, que es la peor de las
posibilidades humanas. El cínico ya no cree en nada, ni siquiera en sí mismo; vive
únicamente para conservarse en el poder.

“Cuando uno es derrotado por la apatía, la desesperación, sucumbe al cinismo,


que es la peor de las posibilidades humanas. El cínico ya no cree en nada, ni
siquiera en sí mismo”

Cuando la esperanza muere

La desesperanza es la antesala de la desesperación y aparece cuando la esperanza


muere, nos ha dicho Torralba. Ana Carrasco Conde se mueve con soltura y
devoción en el lado oscuro de la filosofía. Sí, lo hay. Y sí, resulta que hay personas a
las que les atrae investigarlo. Ana Carrasco, “la filósofa del mal”, es una de esas
personas, si no una de las más destacadas. En el portal Filosofía&co., se puede seguir
su blog. Allí, esta profesora de Filosofía Moderna y Contemporánea en la Universidad
Complutense de Madrid y autora de libros como Infierno horizontal, La limpidez del
mal o Presencias irreales (Plaza y Valdés) va desgranando esas pasiones negativas que
al común de los mortales inquietan o, directamente, atemorizan: odio, envidia, egoísmo,
crueldad... De cada una de ellas la experta analiza su porqué ayudándonos a entender al
ser humano también en esta dimensión, la menos amable pero completamente real.
¿Será porque conociendo al enemigo se le puede atacar mejor? Y ¿qué pasa con la
desesperanza? Sin esperanza no hay vida, nos dicen los expertos, ¿y sin desesperanza la
vida sería mejor?

“A la esperanza como alegría inconsistente de un bien probable se opone la


desesperanza como tristeza fundamentada de un mal del que no cabe duda alguna
–explica Ana Carrasco–. No es por ello la incertidumbre, como sostuvo Descartes en el
Tratado de las pasiones del alma e incluso Hume en su Tratado de la naturaleza
humana, la que conduce a la desesperanza, sino la certidumbre de que no hay nada que
esperar, la certeza de que no hay salida, la seguridad de que es imposible siquiera
reparar el daño, de que no hay forma –ni ganas– de intentarlo. No hay manera de
adquirir lo que se desea, ni de evitar el mal que aflige que se padece o habrá de
padecerse. Sin salida y sin camino, quien se hunde en ella no puede dar un paso hacia
delante, recordando la arriesgada (y falsa) propuesta etimológica de Paschasius
Radbertus en el siglo XI, para el que esperanza (spes) viene de pie (pes) porque quien
desespera pierde el pie que le posibilita avanzar hasta su objetivo (De fide, spes et
caritate). Puede haber tristeza en la seguridad, pese a lo afirmado por Spinoza en la
Ética, del mismo modo que la inseguridad puede albergar un brillo en lo oscuro por el
que se filtre la esperanza”.

Según Francesc Torralba: “Estamos llamados a cultivar la esperanza contra toda


desesperanza”

La desesperanza se experimenta en soledad aunque afecte a toda una comunidad,


según explica Ana Carrasco. “La desesperanza significa claudicar ante la realidad y
dejarse arrastrar por ella. Es una visión gris de un mundo del que no hay nada que
esperar, donde todo está cerrado, donde poco importa la presencia de un otro que nos
ayude –no hay ayuda posible– ni al que podamos ayudar –toda ayuda es un engaño que
demora inútilmente el funesto final que se sabe con seguridad que llegará. Sobra mundo
o sobra, quizá, el propio yo que no encuentra salidas ni caminos nuevos, que sabe que lo
que está por venir incidirá en la agonía de una espera sin sentido y sin final. Todo está
cerrado. Escapar de la propia piel cuando no se ven salidas ante una situación compleja,
dolorosa o injusta implica ya una acción, una llama, un resquicio de luz: la indignación,
el enfado, la búsqueda irreflexiva de una forma de sortear las circunstancias adversas
pueden conducir a consecuencia fatales, pero estas emociones provocan una moción
(lat. motio), es decir, una acción y un movimiento impulsados por el intento, en el límite
de las fuerzas, de salvar la propia vida, de luchar por lo propio, de combatir por lo que
se cree. Esta constituye la fuerza última característica de la desesperación. Es ella la que
inyecta, aun cuando nada se espera y la batalla se considera ya perdida, un estímulo de
lucha para derruir a golpes los muros que se elevan frente al sujeto en la búsqueda de un
nuevo camino, de una posibilidad remota de alcanzar la meta. En la desesperanza, sin
embargo, no hay fuerza alguna. Todo indicio de ella se ha desvanecido. Podría no haber
muros siquiera: no hay ganas, ni deseo, ni voluntad”.

“Podría aporrear –escribe la poeta austriaca Ingeborg Bachmann en uno de sus no muy
numerosos textos narrativos El caso Franza– todas las puertas de la ciudad, pero nadie
abre, todo está cerrado, y a nadie le resulta extraño que lo esté”. No hay nada que hacer,
ni tan siquiera desesperarse. Para qué. ¿Desesperación y desesperanza, entonces, no son
lo mismo? “No –explica Ana Carrasco–. Si en la primera queda, en el límite último, la
voluntad de querer algo y la imposibilidad de conseguirlo altera y rebela, en la
desesperanza ya no hay nada que querer ni estertor último que empuje a la acción. En la
desesperanza reina el silencio, en la desesperación el grito, el espasmo, el llanto. Un
silencio negro que se suma a la negrura de una segunda oscuridad, la del ocaso. 'Que la
boca entera quede en la sombra', escribe Bachmann en No sé de ningún mundo mejor”.

Hablando de esperanza y desesperanza con los grandes filósofos

Ana Carrasco Conde hace un breve recorrido de la mano de grandes nombres de la historia
de la filosofía para hablar de la esperanza y la desesperanza. “Si, de creer a Diógenes
Laercio, la esperanza era para Aristóteles el sueño del hombre despierto, la desesperanza
puede ser entendida como la pesadilla interminable del hombre insomne que ya ni espera ni
desespera. Su aparición supone la renuncia a toda acción y a todo intento de escapada. Ni
nada se espera ni nada se genera o se construye. Un pasión sin pathos o una pasión que no
mueve a la acción de la enmienda, que ni siquiera implica la rabia del que no tiene
esperanza, sino pura pasividad, es decir, la transformación de un sujeto en el objeto azotado
por las circunstancias. La desesperanza significa claudicar ante la realidad y dejarse
arrastrar por ella”.

“Si es verdad, como decía Kierkegaard en La enfermedad mortal, que la posibilidad es lo


único que salva, la desesperanza nace de la creencia en la oclusión de todo horizonte de
posibilidad. No se trata de una mera renuncia a un tiempo mejor por venir –del peor de los
males tachará Nietzsche a la esperanza–, sino de la pasión del hundimiento, la que arrastra a
la inacción, la del agotamiento sin victoria, la de abandono. En la desesperación se
desespera, en la desesperanza ya no hay acción porque no hay sujeto. Solo queda una espera
en la que ‘no hay razón para dudar del resultado de la cosa’ (Spinoza)”.

Equipo Filosofía&co. (Jaime Fernández-Blanco Inclán, Pilar Gómez Rodríguez, Amalia

Mosquera)
Bibliografía

Breve tratado de la ilusión, de Julián Marías. Alianza Editorial.

La autoestima, de Luis Rojas Marcos. Booket, Planeta.

La felicidad humana, de Julián Marías. Alianza Editorial.

La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell. Alianza Editorial.

El principio esperanza, de Ernst Bloch. Trotta.

Esperanza sin optimismo, de Terry Eagleton. Taurus.

La fuerza del optimismo, Luis Rojas Marcos. Punto de lectura.

Teoría y estructura sociales, de Robert K. Merton. FCE.

Del sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno. Alianza Editorial.

San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno. Feedbooks.

Spe Salvi, 2ª encíclica de Benedicto XVI. Palabra.

Escatología, de Joseph Ratzinger. Herder.

Pensamientos, de Blaise Pascal. Cátedra.

La espera y la esperanza, de Pedro Laín Entralgo. Alianza Universidad.

Humano, demasiado humano, de Nietzsche. Edaf.

El mito de Sísifo, de Albert Camus. Alianza Editorial.

La construcción de la esperanza: edificación y receptividad, de Francesc Torralba.

Edimurtra.

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