Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Antes de nada, es necesario que nos situemos en el mapa. ¿De qué hablamos
cuando hablamos de esperanza? Para el común de los mortales, esperanza es la
creencia firme de que, antes o después, las cosas saldrán bien. Sin pruebas. Sin certezas.
Le genuina creencia de que todo se arreglará en el futuro. Surge ya aquí un problema,
pues podríamos establecer, por lo tanto, que esperanza y optimismo son términos
sinónimos, íntimamente ligados a otro término que se usa especialmente hoy en día: el
positivismo. Para tratar el tema adecuadamente, es necesario delimitar cada una de las
palabras que se aplican, de manera que trataremos de resolver, de entrada, estas
cuestiones.
En primer lugar, el “positivismo” del que tanto se habla hoy no tiene realmente
nada que ver con el tema que estamos tratando aquí. Positivismo es la doctrina
filosófica creada por el francés Auguste Comte (padre de la sociología), que destaca el
papel del método científico en lo referente al conocimiento humano. Es decir, la defensa
de la necesidad de recopilar e interpretar datos “positivos” –esto es, reales, probados–
para conocer la realidad. El positivismo es una filosofía cercana al empirismo, mientras
que el significado que muchos le dan hoy es otra cosa, que podríamos denominar
"pensamiento positivo". No psicología positiva, que también es diferente, pues esa es la
denominación que recibe la parte de la ciencia que investiga la felicidad y el bienestar
de la mente desde un punto de vista científico.
Muchos han sido los filósofos y científicos que han investigado el concepto de
esperanza, especialmente a nivel práctico: ¿cómo afecta esa cualidad a nuestra
vida? ¿La hace mejor? ¿Peor? Qué duda cabe de que, ante dicha pregunta, el 90% de
los interrogados preferirá una vida esperanzada. La desesperanza se asocia a una
experiencia vital vacía, amarga y cargada de sinsabores. Nadie desea una vida así a
menos que sea suicida.
También la ciencia parece estar de acuerdo. Las personas que tienen esperanza o
creencias que puedan sostenerla (éticas o religiosas) se definen como felices en mayor
proporción que aquellas que no. El problema reside en que muchas personas hoy están
“desesperanzadas”. El periodo actual, caracterizado sobre todo por un auge de la
demostración científica y la aceptación únicamente de los datos empíricos contrastados
de manera inductiva, se ha traducido en una considerable dificultad para mantener un
concepto como la esperanza, a menudo barrido y defenestrado por la realidad.
Incluso en nuestra época –la mejor, con los datos en la mano, que ha vivido la
historia–, nuestra biología sigue estando configurada para ir en contra de la
esperanza. Estamos hechos para prestar más atención y recordar más vívidamente los
problemas y los sucesos desagradables que aquellos momentos felices y placenteros, al
menos a corto-medio plazo. Guste o no, la principal preocupación de nuestra naturaleza
es que sobrevivamos, no que seamos felices. Y para eso es necesario que seamos
capaces de prever los posibles peligros, de ahí que aprendamos de los que hemos
sufrido.
No es que todos hayan tenido la esperanza como una virtud, ni mucho menos.
Existen multitud de filósofos bastante críticos con ella. Francis Bacon consideraba
que era “buen desayuno, pero mala cena” y Benjamin Franklin, que “el que vive de
esperanzas corre el riesgo de morirse de hambre”. Friedrich Nietzsche, casi siempre en
contra de todo y todos, se encontraba en este aspecto en una aparente encrucijada, pues
decía, por un lado, que “la esperanza es el peor de los males, pues alarga el sufrimiento
del hombre”; y por otro, que “la esperanza es un estimulante muy superior a la suerte”.
“La esperanza es el peor de los males, pues alarga los sufrimientos del hombre”.
Friedrich Nietzsche
Seres “futurizos”
El filósofo español Julián Marías, que dedicó buena parte de su vida al estudio de
la persona, se interesó profundamente por la esperanza, siendo para él la piedra
angular de las cualidades humanas, indispensable para vivir y hacerlo felizmente.
“La vida humana es proyectiva, es futuriza, está orientada al futuro. Es, por
tanto, imaginativa”. Julián Marías
Por otro lado, los seres humanos somos muy dados a no atrevernos a ser felices. La
principal razón de ello es que tenemos una enorme ansia de seguridad. El miedo al
fracaso, al sufrimiento, nos paraliza, nos desespera. Y he ahí el gran error –dice
Marías–, pues “no puede llegar a ser feliz quien no es capaz de arriesgarse a ser infeliz”.
Como los anteriores, Bloch estima que una de las características fundamentales del
ser humano es que somos una especie “deseante”. Nos mantenemos en marcha por
nuestros deseos –insatisfechos, principalmente– y es por ellos que seguimos adelante,
por lo que los perseguimos y queremos, cada vez con mayor ahínco, cumplirlos. Bloch
se dio cuenta de que, en lo referido al ser humano, la historia del conocimiento siempre
había sido hacia atrás, hacia el pasado. No había un lugar para nuestras proyecciones.
Algo curioso siendo el ser humano alguien volcado hacia el porvenir. Esencial es el
estudio y el conocimiento del pasado, pero eso no es motivo para olvidar el futuro. La
filosofía “tiene que tener conciencia moral del mañana y tomar partido por el futuro, por
la esperanza”.
Dada la importancia que tiene la esperanza en la vida y el peso que puede tener, es
normal que no haya sido únicamente la filosofía la que se haya encargado de su
estudio. También la psicología y la psiquiatría han tratado de analizarla, exhibiendo,
como en el punto anterior, un buen número de puntos de vista y perspectivas de lo más
diverso, si bien el interés de estas ramas del saber ha sido bastante reciente. Estudiar el
optimismo ha sido un verdadero reto en estos campos, precisamente porque los
profesionales de la medicina, los psiquiatras, los psicólogos, etc., tenían ya mucho
trabajo ocupándose de investigar todos los males que afligen al ser humano. Prestar
atención a los rasgos saludables de la naturaleza humana, habiendo tanta urgencia por
conocer y combatir nuestros padecimientos, parecía una tarea poco importante, pese a
que sus frutos son realmente útiles.
Como en los casos anteriores, Rojas-Marcos hace una apuesta clara por la
esperanza como un elemento fundamental para la vida feliz, así como su pérdida
una causa de graves problemas mentales, como depresión, ansiedad, etc.
Está científicamente demostrado que las personas optimistas superan mejor las
adversidades que las pesimistas, algo que han revelado cientos de estudios en multitud
de países. La confianza en uno mismo, la capacidad de interpretar los sucesos
positivamente y la esperanza son, objetivamente, herramientas útiles a la hora de
proteger nuestra salud mental de los efectos nocivos de los infortunios.
Rojas Marcos ve en la esperanza “la herramienta más eficaz para superar los
momentos difíciles”, sin embargo, no la coloca en el mismo sitio que Eagleton. Para el
psiquiatra español, la esperanza es uno de los ingredientes –así como su principal arma–
de algo más grande: el tan mencionado optimismo.
Está científicamente demostrado que las personas optimistas superan mejor las
adversidades que las pesimistas
Robert K. Merton fue uno de los sociólogos que investigaron la influencia que las
expectativas de unas personas respecto a otras tenían sobre el comportamiento. Y
los resultados alcanzados fueron sorprendentes.
Una de las más llamativas conclusiones a la que llegó fue la denominada “profecía
autocumplida”, explicada en su libro Teoría social y estructura social. Dicha profecía
sostiene que una definición falsa respecto de una situación concreta despierta un nuevo
comportamiento que termina por lograr que esa falsa concepción inicial se vuelva
verdadera posteriormente. Como resultado, pueden desarrollarse dos vertientes,
denominadas “efecto Pigmalión” y “efecto Golem”. No te preocupes, se entiende mejor
con un ejemplo real.
Del mismo modo se desarrolló una versión negativa –el citado efecto Golem– del
experimento, al establecer una mala expectativa sobre un individuo o grupo,
terminaron por desarrollar comportamientos y actitudes que mermaron su capacidad y
autoestima. En definitiva, estos experimentos confirmaron una de las citas más famosas
de la historia, de la mano del exitoso empresario estadounidense Henry Ford: “Tanto si
crees que puedes como si crees que no puedes, en ambos casos estás en lo cierto”.
Palabras de esperanza
Divina esperanza
Por ello, para poder mantener una esperanza plena e inquebrantable, se hace
necesario algo más allá de la realidad, algo que supere el mundo sensible en el que
vivimos. Podemos llamarlo Dios, logos, Tao, destino, etc., pero el hilo conductor es que
hemos de tener “algo” superior en que poder poner nuestra confianza, en lo que
podamos creer a pesar de no tener ninguna prueba. Ese es el principal concepto de la fe.
Es por esto por lo que la esperanza (y con ella la fe) son consideradas la mayoría de
las veces como fenómenos religiosos o espirituales. Mediante estas creencias podemos
desarrollar certezas acerca del ideal futuro, pues de modo contrario nos sentiríamos
sujetos a los datos físicos a nuestro alcance. Ya lo dijo Jean-Paul Sartre en El ser y la
nada: “El hombre está condenado a ser libre”. El esfuerzo cotidiano del vivir día tras
día, vigilando y controlando nuestros pasos para lograr metas futuras, nos agota si no
está iluminado por la esperanza. La responsabilidad de nuestra vida supone en no pocas
ocasiones un exceso de equipaje, y si solo podemos esperar lo posible en cada
momento, lo que nuestro contexto nos ofrece, lo más probable es que la esperanza se
pierda más pronto que tarde por el camino.
La esperanza, como tal, consiste en esperar, sea cual sea nuestra situación
presente, que algo bueno terminará por suceder, que alcanzaremos nuestra meta, que
por doloroso y traumático que sea nuestro contexto, las cosas terminarán por
enderezarse. Ese tipo de creencia-certeza no puede darse si no están bajo el paraguas de
algo superior, que es en lo que encontramos los ánimos y la fortaleza para actuar y
continuar. Tal y como la define Tomás de Aquino: “Virtud infusa que capacita al
hombre para tener confianza y plena certeza de conseguir la vida eterna y los medios,
tanto sobrenaturales como naturales, necesarios para alcanzarla apoyado en el auxilio de
Dios.” Es decir, la persona por sí misma no puede lograr tener esperanza. Necesita
ayuda externa, divina.
Sin embargo, no son pocos los pensadores que también han encontrado en esta
mentalidad un error, así como una fuente de dolor para la vida. Michel de
Montaigne destacaba la imposibilidad de vivir en el presente, porque no es más que la
línea ínfima que separa el pasado del futuro. No podemos vivir en el presente porque es
demasiado escaso, por su inmediatez. Solo podemos vivir mirando al pasado o mirando
al futuro. De tal manera, quienes hablan de vivir “en el presente” en realidad hablan de
vivir en el pasado, que es algo acabado y definitivo. Terminado para siempre. Siendo
así, hemos de aceptar que bajo esa mirada es imposible que hallemos la libertad. Es por
esto por lo que muchos filósofos han destacado la otra opción: vivir mirando hacia el
futuro.
Miguel de Unamuno, quien abordó el tema de la esperanza y la fe en múltiples
obras, novelas y ensayos (El sentimiento trágico de la vida, San Manuel Bueno,
mártir, La fe), recomendaba apostar por la resignación frente a todos esos sucesos
del pasado ya vividos. El olvido del ayer para poder buscar el mañana. Sustituir los
recuerdos por la esperanza. Esa es la única manera en que la existencia se libera de todo
su equipaje anterior y se proyecta hacia un futuro libre, no determinado. El futuro es
para Unamuno el reino de la libertad, puesto que no es más que un ideal. Se trata de una
libertad que se proyecta sobre todas las futuras posibilidades, y es precisamente en ellas
que surge la esperanza: en alguna de esas posibilidades puede ser que nuestras metas y
anhelos se vean cumplidos. Solo la esperanza tiene el poder de liberar al hombre.
Esperanza y fe
Esperanza es el concepto que mejor se ajusta a lo que entendemos por fe. Tanto es
así que en la propia Biblia aparecen ambos términos a menudo como sinónimos.
Las primeras comunidades cristianas vivían en la fe, en la esperanza del porvenir que
les traería la vida eterna. Y es de esa manera que, esperando, la vivían de antemano. El
acto de fe –dice Unamuno– “es un acto de existir que salva la vida de toda caída en el
mundo real, porque nos proyecta continuamente hacia un ideal que está por llegar”. La
esperanza cristiana se ilustra así como un puente entre la llamada de Dios al ser humano
y la promesa de salvarlo.
Repasando la obra del filósofo vasco, es necesario admitir que su relación con la fe
tuvo numerosos altibajos, precisamente por la creencia de que sabemos
únicamente que vamos a morir. Por suerte, Unamuno, aparte de filósofo, fue el gran
escritor en castellano de su siglo, y fue capaz de mostrar su visión de la esperanza en
una de sus grandes novelas: San Manuel Bueno, mártir. La historia del párroco de
pueblo destinado a la santidad para sus feligreses que, sin embargo, ha perdido la fe.
Don Manuel tiene miedo a morir, miedo a no resucitar, miedo a que el pueblo –que lo
adora– conozca la verdad. Sin embargo, su temor a que no exista nada más después de
la vida no evita que siga cumpliendo valerosamente su función: dar esperanza a sus
conciudadanos. Manuel Bueno (que es el alter ego de Unamuno) no renuncia a su labor
religiosa, porque sabe que sin ella los fieles perderían la esperanza, la red de seguridad
de sus vidas. Miente, sí, pero lo hace porque considera que es mejor el fin que se logra
con la mentira que el pecado que comete mintiendo. Como bien dice uno de los
fragmentos más famosos del libro, “sí, ya sé que uno de esos caudillos de lo que llaman
revolución social dice que la religión es el opio del pueblo. Sí, démosle opio. Y que
duerma, y que sueñe…”. Mejor una vida engañada, pero con esperanza, que una vida
cierta (o no) sin ella.
Unamuno, sobre la fe
Las siguientes frases, del libro San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno.
Uno de los más importantes teólogos de las últimas décadas dedicó buena parte de
su tiempo al estudio de la fe, y con ella, de la esperanza. Nos referimos a Joseph
Ratzinger, el hoy papa emérito Benedicto XVI. De hecho, dedicó una encíclica al
tema, concretamente la segunda de su papado: Spe Salvi (30 de noviembre de 2007). Y
es que Benedicto XVI considera que la esperanza es una de las palabras claves de la fe
bíblica.
Valiéndose de las cartas de San Pablo, el papa emérito recorre sus escritos, en los
que el apóstol de los gentiles cuenta cómo antes de llegar a Cristo “vivía sin
esperanza y sin Dios”. Ya en el capítulo undécimo de la carta a los hebreos, Pablo
muestra una relación clara entre fe y esperanza. La primera no es solamente la tendencia
de una persona hacia lo que ha de venir, ni tampoco está, como tal, ausente en el
presente. La fe nos da “algo” ya en el ahora, en el presente: una prueba de lo que está
por venir. Una muestra del futuro posible.
No deja de ser curiosa esta defensa airada de la religión en Pascal, quien recuperó la
misma tras dos sucesos vitales que fueron, en su propia opinión, milagrosos. El primero
fue la curación de su sobrina, enferma de una fístula lagrimal (que ningún médico había
sido capaz de curar y que se daba por imposible) al entrar en contacto con la reliquia de
la Santa Espina del monasterio de Port Royal. El segundo, cuando salió sin un rasguño
de un grave accidente en el que, con toda probabilidad, debía haber perdido la vida. Tras
esto Pascal dedicará sus últimos años de vida a estudiar la salvación de la humanidad
por la vía de la fe.
Solo hay una cosa que pueda salvarnos del abismo de la existencia –según Pascal–
y no es otra que la gracia divina. La certidumbre de la fe en Dios. Pascal defiende la
actividad de la fe, consciente de la reducción al absurdo de la que puede ser víctima la
razón por sí misma (“Muy débil es la razón si no llega a comprender que hay muchas
cosas que la sobrepasan”). La salvación humana, para Pascal, solo es posible a través de
la religión cristiana –para más señas–, pues sin la presencia “luminosa” de Cristo es
imposible para el hombre alcanzar el instrumento necesario para mantener la esperanza:
la fe. Y es que “en el corazón de todo hombre existe un vacío que tiene la forma de
Dios. Este vacío no puede ser llenado por ninguna cosa creada”. Es por todo esto que
Pascal defiende la fe, no solo por considerarla verdadera y moral, sino por ser, también,
útil: “Prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe que equivocarme no
creyendo en un Dios que existe, porque si después no hay nada, nunca lo sabré; pero si
hay algo, tendré que dar cuenta de mi rechazo”.
A estas alturas, algún lector estará pensando: sí, muy bonito todo. Pero la realidad
es que creer o no creer, tener esperanza o no tenerla, no es una cosa que uno
controle. No se puede tener fe solo por la voluntad de tenerla. Y estará en lo cierto al
100%. En esa misma tesitura se encontró Ludwig Wittgenstein (y muchos otros antes
que él), plenamente convencido de que no era posible conseguir la felicidad y la
plenitud en vida sin la estabilidad y la certeza de la fe, pero, por otro lado, seguro de que
él jamás podría disfrutarla por su radical apuesta por la mente y la razón.
Científicamente, los datos dicen que aquellas personas que “creen” (en algo, sea lo
que sea, no necesariamente Dios) tienen una mejor calidad de vida. Se enfrentan
mejor a las circunstancias que encuentran en su trayecto, sienten que tienen un destino,
que su vida goza de sentido y encuentran un apoyo cuando la realidad se vuelve, a todas
luces, insufrible. Es comprensible que muchos hayan encontrado en ella la solución a
sus pesares, enfermedades, adicciones o traumas; como lo es que tanto la ética filosófica
como la psicología la hayan investigado y aplicado a lo largo de la historia. La
fe/esperanza, tiene unas consecuencias prácticas y útiles que sí son demostrables,
aunque la creencia en un ser superior no lo sea necesariamente. Así lo explicó Pascal:
“Con ella, si ganas, ganas todo. Y si pierdes, no pierdes nada”.
Se llame como se llame ese sentimiento o estado de ánimo, pariente del deseo, que
nos hace pensar como alcanzables diversos objetivos (más o menos posibles, más o
menos viables, más o menos locos), parece haber acompañado al ser humano desde
siempre. Su estudio ha dependido del contenido que se ha insuflado a esa esperanza, del
grado de posibilidad de la aspiración, de la acción que sea capaz de suscitar en la
persona esperanzada. Si en el artículo anterior se ha tratado el “relleno” de la esperanza
desde un punto de vista religioso, en este se revisan autores o corrientes que han hecho
de ella un contenido laico, volcado como es necesario sobre el futuro, pero sin
necesidad de trascendencia. También de quienes desmontan el automatismo, heredado
del concepto cristiano, que presenta la esperanza con un halo de bondad. No, no siempre
fue así. De hecho, comenzó no siendo así.
Surgida como última gran escuela de filosofía del mundo griego, el estoicismo
alcanzó su esplendor con los representantes romanos: Séneca, Epicteto y Marco
Aurelio. No le tenían mucho aprecio a la esperanza por la dosis que esta lleva
incorporada de futuro y de deseo. Y el estoicismo con esos ingredientes no se llevaba
nada bien. Estoicismo es filosofía de aquí y de ahora, de soportar el presente con sus
dichas y desdichas. El futuro no lo quieren ni ver más que como un presente continuo;
son los “cholistas” de la filosofía, solo que en vez de ir partido a partido, van día por
día. El futuro no les cabe. La esperanza no les representa.
Poco más o menos se puede decir de la spes de los romanos, si bien es cierto que
esta sí fue objeto de culto formal, conociéndose varios templos dedicados a la diosa
Spes. Se solía representar bajo la forma de una mujer joven con flores en una mano,
mientras que con la otra se sostenía el vestido.
La esperanza de un hombre-dios
Curioso que, cuatro décadas más tarde, Baruch Spinoza, ya en pleno racionalismo,
considerara en tándem la idea de la esperanza pegadita a la de miedo (Montaigne
también había relacionado ambos conceptos) hasta el punto de emplear la misma
definición solo que cambiando una palabra. Así, en su Ética demostrada según el orden
geométrico (1677) describe la esperanza como “una alegría inconstante, que brota de la
idea de una cosa futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo”. El
miedo, por el contrario, es “una tristeza inconstante, que brota de la idea de una cosa
futura o pretérita, de cuya efectividad dudamos de algún modo”. Spinoza no concibe
esperanza sin miedo ni miedo sin esperanza, para él ambos conceptos están
intrínsecamente relacionados. Y, sobre todo, deteniéndose en las definiciones se llega a
la conclusión de que ambos fenómenos son fruto de un proceso mental: una idea que
alguien valora, sopesa y produce –o no– cierta alegría. Todo el proceso lo realiza el ser
humano con su cerebro y sus emociones. No hay rastro de divinidad en esta manera de
entender la esperanza (y el miedo). Esta se ha hecho absolutamente “humana” y ha
dejado de ser el regalo de Dios o de los dioses que había sido anteriormente, la virtud
infusa de la que hablaba Santo Tomás. Moderno en tantas ocasiones, Spinoza vuelve a
serlo de nuevo: con él, en esto de la esperanza, la persona ya es autosuficiente.
La fe en el progreso se desata
Puede parecer que esta es la época donde el gobierno del “todo es posible” y “todo
va ir bien” ha tocado techo, pero eso solo es fruto de estar dentro de ella. A poco que
se mira a la historia, la Ilustración aparece como un huracán de optimismo irrefrenable
y, quizá, un poco devastador, como suele ocurrir con estos fenómenos naturales. La
época de las Luces, mediante la varita mágica del progreso, se atrevía a defender que el
conocimiento humano vencería a la ignorancia, la superstición, la tiranía y construiría
un mundo mejor de seres humanos libres y felices. Casi nada. En La espera y la
esperanza, Laín Entralgo entra en detalles: “No hubo dominio en la realidad (…) al cual
no llegase, prometedora y fascinante, la recién nacida esperanza progresista: la moral, la
inteligencia, la convivencia política, la existencia biológica, todo en el ser humano habla
de recibir los inagotables beneficios del progreso. En el orden moral, el hombre iría
pasando de la desgracia a la felicidad: nunca esta palabra ha sido más frecuentemente
usada que en el siglo XVIII. En el ejercicio de su inteligencia, la humanidad, obediente
al Sapere aude que para Kant era la suma consigna de la Ilustración, conseguirá
sucesivamente todo el saber de que la naturaleza humana es capaz. La convivencia
política, sometida al recto imperativo de la razón, será pronto la mejor garantía de la
ventura humana. La enfermedad desaparecerá del planeta, y la vida del hombre
alcanzará edades cada vez más altas, hasta limites insospechables”. Curiosamente en la
actualidad se vuelve a hablar con insistencia –y visos de realidad– de alargar la vida e
incluso abolir la muerte.
La trampa de la esperanza
Camino ya del siglo XX, al tipo duro que era Nietzsche (1844-1900) le debía
horrorizar ese tal Kant, que después de levantar un sistema muy complejo y bien
armado, a la pregunta final se le ocurría responder con un guiño a la esperanza en la
vida eterna y en Dios. Sin escuela, sin compromisos, sin destino más que la locura y la
posteridad, un Nietzsche capaz de decretar la muerte de Dios, no podía ver en la
esperanza más que una engañifa. Por eso recuperó la visión escéptica de los griegos y la
pasó por el filtro de su vehemencia. ¿Resultado? Su concepción de la esperanza como el
peor de los males.
Un mal con pinta de bien
No es un secreto la admiración que Nietzsche sentía por los griegos. Les dedicó su
obra La filosofía en la época trágica de los griegos y, cuando la terminó, escribió a un
amigo: “Me reafirmo en la importancia de lo que son y fueron los griegos. El camino
que va de Tales a Sócrates tiene algo de prodigioso”. Pero su recuperación del mito de
Pandora, con su maldita caja, lo plasmó en Humano, demasiado humano. Allí se
encontraban todos los males, aunque el ser humano en su ignorancia y credulidad
creyera que lo que contenía era la felicidad:
“Pandora trajo la caja llena de males y la abrió. Era el regalo de los dioses a los
hombres, un hermoso regalo de aspecto fascinante llamado la ‘caja de la felicidad’.
Al abrirla, todos los males, que eran seres vivos con alas, salieron volando; desde
entonces revolotean a nuestro alrededor y nos atormentan día y noche a los hombres.
Sólo uno de los males se quedó dentro de la caja. Pandora cerró la caja por voluntad
de Zeus y lo dejó dentro. Ahora el hombre posee para siempre la caja de la felicidad y
piensa maravillas del tesoro que encierra; dispone de la caja y se sirve de ella cuando
quiere, porque no sabe que la caja que trajo Pandora es la de los males y que piensa
que el mal que guarda en el fondo es la mayor de las felicidades: se trata de la
esperanza. Efectivamente, Zeus quería que, por grandes que fueran los tormentos que
le causaran los otros males, el hombre no rechazara la vida y siguiera dejándose
atormentar siempre. Por eso dio al hombre la esperanza que es, en realidad, el peor
de los males, ya que prolonga el tormento de los hombres”.
La esperanza es útil
Pero si hay un nombre que a lo largo del siglo XX dedicó su vida y su trayectoria a
la esperanza y a su estudio, ese fue Ernst Bloch (1885-1977). Fruto de su labor fue el
libro colosal El principio esperanza: tres tomos, unas 1.500 páginas. Bloch se dio
cuenta de un aspecto fundamental: hasta ese momento, la historia del conocimiento, de
la sabiduría o de la filosofía era una historia revisada siempre hacia atrás, que
constataba, o daba fe como un notario, del pasado. ¿Es que el futuro no era importante?
¡Si nos pasamos la vida pensando en mañana, el año que viene y el porvenir en general!
Bloch concluyó que ese saber, tal y como se entendía hasta esa fecha, estaba incompleto
porque el ser humano, aparte de ser y tener pasado, es, sobre todo, proyección hacia el
futuro. Y se pone a la tarea. Y cuando el ser y el deber ser se mezclan con el futuro, el
resultado es una utopía, término medular en El principio esperanza hasta el punto de ser
calificado como una “enciclopedia de las utopías”. También se calificó de “catedral
laica de la esperanza”, concebida esta como la capacidad de actuar y modificar el
presente siempre sin perder de vista el futuro. Por ambas características, Bloch
considera al ser humano una máquina de utopías que él recorre sin prejuicios temáticos
ni estilísticos. Su análisis es muy fresco, moderno, cruzado o transversal, se dice ahora.
Bloch no tiene problema en hablar de lo que ve en las calles –míticas su reflexiones
sobre los escaparates–, sobre el arte, la sociedad, la música, la religión, la ciencia, la
arquitectura, la política, con un lugar destacado para el marxismo en su versión más
utópica y en sus posibilidades de utopía concreta.
Bloch constató que la historia del conocimiento era una historia hecha hacia
atrás, sin tener en cuenta que el ser humano está con un ojo puesto siempre en
el futuro
De modo que, ya sea en la religión –en gran medida– o, fuera de ella, en la política,
la felicidad, la ciencia o el progreso…, el ser humano sí parece haber necesitado o
buscado algo en lo que reposar su mirada cargada de futuro. Como afirma con
rotundidad el teólogo Manuel Fraijó, al que hacíamos referencia al principio de este
artículo, “sin esperanza no sería posible la vida; sin esperanza, sin espíritu utópico, no
se habría inventado ni la bicicleta. A pesar de sus repetidos fracasos, la esperanza
mueve el mundo”. Y reivindica la figura de Bloch, según el cual “lo grande de la
esperanza es que sabe de frustraciones, las conoce, las soporta y las vence”. Quizá en
esto último se peque algo de optimismo, de ese optimismo con el cual se confunde
últimamente una esperanza mal entendida. En todo caso, y para concluir, cabe recordar
la inscripción con la que se topa Dante Alighieri al iniciar el mítico viaje de su libro La
divina comedia: “Abandonad toda esperanza”, lee al alzar los ojos: está en las puertas
del infierno.
Francesc Torralba: "La esperanza es un valor permanente,
no caduca"
“Uno tiene esperanza cuando cree que un bien arduo puede ser conseguido en
el futuro. La esperanza jamás debe confundirse con la ingenuidad, con la
inocencia o con la frivolidad”
“Podría aporrear –escribe la poeta austriaca Ingeborg Bachmann en uno de sus no muy
numerosos textos narrativos El caso Franza– todas las puertas de la ciudad, pero nadie
abre, todo está cerrado, y a nadie le resulta extraño que lo esté”. No hay nada que hacer,
ni tan siquiera desesperarse. Para qué. ¿Desesperación y desesperanza, entonces, no son
lo mismo? “No –explica Ana Carrasco–. Si en la primera queda, en el límite último, la
voluntad de querer algo y la imposibilidad de conseguirlo altera y rebela, en la
desesperanza ya no hay nada que querer ni estertor último que empuje a la acción. En la
desesperanza reina el silencio, en la desesperación el grito, el espasmo, el llanto. Un
silencio negro que se suma a la negrura de una segunda oscuridad, la del ocaso. 'Que la
boca entera quede en la sombra', escribe Bachmann en No sé de ningún mundo mejor”.
Ana Carrasco Conde hace un breve recorrido de la mano de grandes nombres de la historia
de la filosofía para hablar de la esperanza y la desesperanza. “Si, de creer a Diógenes
Laercio, la esperanza era para Aristóteles el sueño del hombre despierto, la desesperanza
puede ser entendida como la pesadilla interminable del hombre insomne que ya ni espera ni
desespera. Su aparición supone la renuncia a toda acción y a todo intento de escapada. Ni
nada se espera ni nada se genera o se construye. Un pasión sin pathos o una pasión que no
mueve a la acción de la enmienda, que ni siquiera implica la rabia del que no tiene
esperanza, sino pura pasividad, es decir, la transformación de un sujeto en el objeto azotado
por las circunstancias. La desesperanza significa claudicar ante la realidad y dejarse
arrastrar por ella”.
Mosquera)
Bibliografía
Edimurtra.