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Apunte biobibliográfico de Ricardo Palma

 La vida
o Infancia y bohemia
o Viajes y revoluciones
o La Biblioteca Nacional
o Sereno ocaso
 La obra
o Introducción
o La «tradición»
o La poesía
o La historia

La vida

Infancia y bohemia

Ricardo Palma vivió entre 1833 y 1919, ochenta y seis largos años que le permitieron ser
testigo y no pocas veces actor de muchos acontecimientos y cambios en la vida del país, entre la
inexperta república niña de los rudos caudillos militares y el inicio del autoritario Oncenio de
Augusto B. Leguía. Nació en Lima el 7 de febrero de aquel año y fue bautizado Manuel, pero aún
muy joven prefirió llamarse Manuel Ricardo y, a poco, solo Ricardo. Sus padres fueron Pedro
Palma y Dominga Soriano, peruanos de provincia y condición popular a quienes la vieja capital
de los virreyes españoles y presidentes patriotas había acogido como a otros inmigrantes que
buscaban un mejor destino. Pedro Palma era un pequeño comerciante con talento no sólo para
el negocio sino para litigar y, de ser preciso, defender sus derechos en las páginas de los Commented [MT1]: Litigar:
periódicos citadinos. A sus aspiraciones sociales se debió que el niño recibiera una
competente educación en los reputados colegios particulares de Clemente Noel y Antonio Pleitear, disputar en juicio sobre algo.
Orengo, en los cuales se distinguió por su buen aprovechamiento. Lector asiduo de libros de
historia y literatura, al igual que otros jovencitos se dedicó a escribir versos románticos, publicando Commented [MT2]: Asiduo:
los primeros en el diario El Comercio cuando sólo tenía quince años (el soneto «A la memoria de Frecuente, puntual, perseverante.
la Sra. D.ª Petronila Romero»). Adolescente con inquietud intelectual, se hizo periodista, profesión
que durante la primera mitad de su vida practicó regularmente, convirtiéndose en uno de los
activos miembros de la romántica generación moza -con Manuel Nicolás Corpancho, José Arnaldo
Márquez, Clemente Althaus, Carlos Augusto Salaverry, Manuel Adolfo García, Trinidad
Fernández, entre otros-, la de los nacidos entre las décadas tercera y cuarta del siglo XIX, que
más adelante retrató en el autobiográfico y memorialístico ensayo titulado La bohemia de mi
tiempo. También incursionó, con poco éxito pero mucho entusiasmo, en el teatro, escribiendo
dramas (El Hijo del Sol, La hermana del verdugo, La muerte o la libertad y Rodil) y comedias (Los
piquines de la niña, Criollos y afrancesados, ¡Sanguijuela! y, con el afamado Manuel Ascensio
Segura, El santo de Panchita) que después echó al olvido.
Palma fue alumno irregular del Colegio de San Carlos cuando, dirigido por el sacerdote y
pensador tradicionalista Bartolomé Herrera, era el mejor del país. Su escasa economía y poca
afición al estudio lo determinaron a trabajar, y en 1853 entró a servir al Estado como oficial tercero
del Cuerpo Político de la Armada, la dependencia de la Marina que se ocupaba de las tareas
administrativas, gracias al apoyo de sus amigos y protectores Miguel del Carpio, jurista y
mecenas, y Juan Crisóstomo Torrico, el poderoso Ministro de Guerra y Marina. Como marino tuvo
diversas comisiones; así, durante pocos meses del mismo año vivió embarcado en la goleta de
guerra «Libertad», estacionada en las islas de Chincha para darles seguridad cuando eran el
mayor emporio guanero del país, y en 1855 naufragó a bordo del moderno vapor «Rímac»,
debiendo afrontar un agotador peregrinaje por el desierto antes de obtener ayuda, pero se ganó
una honrosa recomendación por su conducta responsable. Al año siguiente, junto a otros marinos,
se adhirió a la revolución del general Manuel Ignacio de Vivanco, lo que le acarreó sinsabores y
decepción, debiendo sufrir las consecuencias de su fracaso. Ferviente liberal y decidido masón,
el 23 de noviembre de 1860 contribuyó al frustrado asalto al domicilio presidencial que, dirigido
por el tribuno José Gálvez Egúsquiza, buscó derrocar al general Ramón Castilla, lo que determinó
su autoexilio en Chile. En Valparaíso desarrolló fructífera labor literaria y periodística,
especialmente en la Revista de Sud-América, ganándose el aprecio de numerosos intelectuales
con quienes compartía ideales, sentimientos y aficiones.

Viajes y revoluciones

De vuelta en Lima (octubre 1862) y dueño ya de cierto prestigio


intelectual logrado con esfuerzo, su cercanía al régimen del general Juan Antonio Pezet le ganó
el nombramiento de Cónsul del Perú en el Pará (Belén), importante puerto brasileño en la
desembocadura del Amazonas. En tránsito a su destino, viajó a Europa y visitó Londres, París y
otras ciudades que impresionaron fuertemente su sensibilidad tanto como agotaron sus recursos,
de suerte que cuando llegó al Brasil no pudo asumir el citado cargo y tuvo que retornar al Perú
previa escala en Nueva York en días del asesinato del presidente Lincoln. Una vez en la patria,
se plegó a la revolución nacionalista suscitada por el tratado que el Gobierno había firmado con
España, y el 2 de mayo de 1866 fue uno de los cercanos colaboradores del secretario de guerra
José Gálvez, la más ilustre víctima del glorioso combate naval de ese día. Poco después su labor
opositora lo llevó al exilio en el Ecuador, haciendo la campaña revolucionaria que colocó en el
poder al coronel José Balta, cuya secretaría desempeñó, convirtiéndose a poco, además, en
senador por el departamento de Loreto. Nunca llegó a mayor altura en las esferas del poder. Su
caso es uno de los más notables de ascenso social decimonónico, fundado no sólo en el talento,
sino en la actividad política y en las leyes igualitarias de la joven República.
En 1872 publicó su primer libro de Tradiciones, al que siguieron otros, todos ellos
recopilaciones de sus apreciados relatos histórico-literarios salidos previamente en periódicos y
revistas (La Revista de Lima, El Correo del Perú, La Broma, etc.), sustento de su creciente fama
en el mundo hispanoamericano. Igualmente, a partir de ese año fue dejando poco a poco la política
activa para dedicarse con más fuerza a la literatura. En 1876 cambió su apreciada soltería por el
estado matrimonial al casarse con Cristina Román, limeña como él, en quien tuvo larga
descendencia. A poco, provocó una sonada y continental polémica por sus audaces e iconoclastas
revelaciones sobre las violentas muertes de Bernardo Monteagudo y José Sánchez Carrión (que
comprometía, esta última, nada menos que a Simón Bolívar). En 1878 fue nombrado miembro
correspondiente de la Real Academia Española. La Guerra con Chile lo sorprendió en plena
producción intelectual y le ocasionó la irreparable pérdida de su vivienda y valiosa biblioteca,
archivo epistolar y obras inéditas en el incendio del pueblo de Miraflores, donde se había
establecido con su familia; no le fue fácil superar tan dolorosa contingencia. Sus despachos de
corresponsal, publicados en periódicos extranjeros, le atrajeron las sospechas y represalias del
enemigo en los trágicos días de la ocupación de Lima. Fue invitado a viajar a Buenos Aires para
trabajar en el gran diario La Prensa, pero obtuvo del presidente de la República general Miguel
Iglesias el ansiado nombramiento de Director de la Biblioteca Nacional del Perú, destruida por los
chilenos, a poco de hacerse la paz (noviembre 1883).

La Biblioteca Nacional
Convertido en Director de la primera biblioteca del país, Palma
se propuso reabrirla en ceremonia pública que hiciera ver la voluntad nacional de levantarse de
la ruina. Entonces apeló a todas sus fuerzas y recursos para reconstruir el saqueado centro de
cultura, no dudando en llamarse «bibliotecario mendigo» al demandar la donación de libros a
numerosas e importantes personas e instituciones de cultura peruanas, americanas y españolas,
gracias a lo cual pudo reabrir su querida Biblioteca el 28 de julio de 1884, dándole al país una
señal de vitalidad en ese tiempo de convalecencia y desmoralización. Dirigió la Biblioteca durante
el largo periodo de veintinueve años, viendo el paso de numerosos gobiernos y gobernantes,
señal de que, finalmente, en el país se respetaban los méritos intelectuales, como también de la
madurez política que, en medio de sus limitaciones, tuvo el tiempo de la posguerra y la República
Aristocrática.
En atención a su prestigio y bien ganada autoridad intelectual, la Academia Española le
encargó organizar la correspondiente Academia Peruana, docta institución que vio instalarse en
1887 con un personal de sobresalientes escritores nacionales. Por la misma época fue
severamente cuestionado por Manuel González Prada, adalid de la juventud y promotor radical
de la renovación profunda del país en todos los órdenes. En celebrados discursos públicos, Prada
lo atacó sin mencionarlo afirmando que las tradiciones constituían una literatura servil, retrógrada,
arcaizante. Palma sufrió mucho y nunca logró reconciliarse con toda la generación nueva. En
realidad, se enfrentaron dos formas distintas de entender el objeto de la literatura. Palma, que
siempre tuvo verdadera pasión historicista, resultaba en ese contexto un hombre del pasado, un
servidor del Virreinato, cuando lo que hacía falta era un ser renovador y progresista. Las
circunstancias y la odiosidad que le tenía Prada se dieron la mano para condenarlo a un lugar,
aunque aún digno, secundario. Con el paso del tiempo, sin embargo, su figura adquirió nuevo
relieve, y la juventud, lejos de la etapa iconoclasta de la posguerra, vio en él al mago creador de
las tradiciones que siempre quiso ser.

En 1892 viajó a España como delegado oficial del Perú a las


celebraciones del cuarto centenario del acontecimiento colombino, ocasión que le permitió asistir
a muchos congresos, hacer intensa vida social en los salones madrileños, comprobar el aprecio
que le habían ganado sus obras, así como vigilar la publicación de sus Tradiciones peruanas por
la afamada casa editorial Montaner y Simón de Barcelona. El diario limeño El Comerciopublicó
sus reportajes de atento corresponsal viajero. Las ocurrencias del periplo, realizado con sus hijos
Angélica y Ricardo, darían lugar al sabroso libro Recuerdos de España (1897). Nuevamente en
Lima volvió a sus tareas habituales al frente de la Biblioteca, pero también a sus investigaciones
y pesquisas, y a la edición de libros propios -más series de tradiciones y artículos críticos- y ajenos
-valiosos manuscritos histórico-literarios guardados en ese repositorio.

Sereno ocaso
El paso de los años afectó su labor física e intelectual. Los
médicos le ordenaron limitar al máximo su trabajo literario. Por ello, requerido una y otra vez por
propios y extraños, tuvo que negarse a brindar su colaboración a numerosas publicaciones que
deseaban contarlo entre sus mentores.
Un grave desacuerdo con el primer gobierno de Leguía por la justa defensa de sus fueros le
hizo renunciar la jefatura de la Biblioteca Nacional en 1912, lo que motivó el homenaje y la protesta
de la ciudadanía por boca de prestigiados escritores jóvenes en concurrida velada realizada en el
Teatro Municipal. Anciano y valetudinario, se retiró por segunda y definitiva vez a Miraflores, desde
donde todavía pudo recomponer la Academia Peruana en 1917 y escribir algunas páginas de
remembranza y versos. Murió, rodeado de hijos y nietos, en su casa convertida hoy en museo, el
6 de octubre de 1919.

La obra

Introducción

Palma escribió desde antes de los quince años y hasta prácticamente los últimos de su larga
existencia de ochenta y seis calendarios. Hombre que tuvo que ganarse el pan con su trabajo
administrativo, periodístico y, sobre todo, literario, debió desempeñarse en muchos medios
laborales, pero sobre todo en las redacciones de los periódicos y las revistas, y, cuando su fama
de tradicionista se afianzó, en la soledad de su gabinete, ambiente propicio a las sutiles creaciones
del espíritu.
La obra literaria de Palma es vasta y diversa; se compone de poesía, teatro y prosa, y en
cuanto a ésta de artículos críticos, ensayos y, sobre todo, «tradiciones». También incursionó en
la historia y, como tantos intelectuales del siglo XIX, en el periodismo. Por otro lado, su
preocupación nacionalista le impuso la tarea de recopilar voces provinciales -americanismos,
peruanismos, limeñismos, etc.- que publicó en sendos volúmenes probatorios de su interés
lingüístico -Neologismos y americanismos (1896) y Dos mil setecientas voces que hacen falta en
el Diccionario. Papeletas lexicográficas (1903); además, fue un caudaloso y entretenido
epistológrafo.

La «tradición»

Perfil y esencia

Muchos estudiosos -críticos y lingüistas de diversa formación e


interés- han abordado el estudio de la «tradición» de Palma, destacando casi todos ellos su
originalidad y lo singular que se ofrece en el universo de la literatura en español. Así, se ha dicho
que tiene de leyenda, cuento y novela, sin serlo del todo. Palma las consideraba novelas en
miniatura, «novelas homeopáticas». Vistas sus principales características, se trata de un relato
más bien breve de fondo usualmente histórico que refiere algún suceso, anécdota, hecho
misterioso o legendario, ocurrencia, etc., que casi siempre tuvo lugar durante la Conquista y el
Virreinato del Perú, contado usualmente con humor criollo y un dominio del lenguaje excepcional,
a través de un estilo muy singular en el que la oralidad tiene un papel fundamental.
Sin duda, la «tradición» de Palma es producto de muchas influencias ideológicas, literarias y
estilísticas, como el romanticismo y el liberalismo, el costumbrismo y los maestros del Siglo de
Oro español. Pero a la vez es fruto de una psicología colectiva, de una forma de ser y mirar el
mundo propia de cierto sector social peruano, surgido en la costa, especialmente en Lima, para
el cual los hechos y las cosas tienen un lado gracioso, pícaro y burlesco que resulta materia
aprovechable por la literatura. Por lo mismo, el genio creador de Palma -limeño de origen popular-
es el referente forzoso, lo que da pie para afirmar que la «tradición» palmina es creación suya y
resultado de su profunda pasión historicista. En efecto, el amor al pasado peruano, alentado por
sus románticas emociones y experiencias, lo puso en condiciones de facturar el nuevo subgénero,
el cual, a medio camino entre la historia y la ficción, es una mezcla personalísima en que la
fantasía del autor tanto como su cultura, personalidad y estética operan de un modo irrepetible.
Un crítico actual, Julio Ortega, advierte así esta problemática:
El discurso de la historia es incorporado por el discurso de la narración. La «tradición» es, en todo
sentido, la transición de los discursos; la ida y vuelta entre la fábula y la historia, entre el pasado
y el presente, entre la experiencia y la conciencia, entre los paradigmas fabulosos y las secuencias
históricas, entre la oralidad y la escritura, entre el saber común y el conocer crítico, entre la
sabiduría popular y la ironía moderna, entre la cultura como tradición y la nación como identidad...
Desplazada siempre en esa condición mediadora, intermediaria, la «tradición» promedia también
entre los nuevos discursos latinoamericanos. En ese sentido, es un género, otra vez,
intergenérico; un híbrido producto intertextual.
Por cierto, Palma bebió cuanto pudo en los autores hispanos que más se aproximaban a sus
particulares aficiones, y a partir de sus enseñanzas y modelos creó su propia fórmula. Mucho le
sirvió en esa alquimia el conocimiento directo del pueblo limeño, de sus costumbres, fiestas,
lenguaje, sociabilidad, etc., lo que le alcanzó un perfecto dominio de la psicología criolla y de sus
matices pícaros y satíricos. Con tales instrumentos, sumados a su origen popular y propensión
antropológica, plasmó la obra más notable de la literatura y del nacionalismo peruanos del siglo
XIX.
Originalidad y evolución

Esto último merece una ampliación. Las «tradiciones» fueron el


resultado de una búsqueda consciente de originalidad, que determinó toda una etapa de ensayo
y preparación que duró muchos años. De ahí que las primeras «tradiciones» fueran relatos
fuertemente románticos y convencionales, en los cuales apenas si se perciben algunas trazas
originales, las cuales, con el paso del tiempo y la maduración literaria de su autor, cobrarán mayor
relieve y plasmarán resultados maduros en los que el lastre del pasado es poco perceptible. Es
claro, pues, que la «tradición» palmina sufrió una fuerte evolución, desde las primeras (1853), que
en realidad fueron novelitas románticas, hasta las más logradas de los años setenta y ochenta,
cuyo perfil advierte claramente el logro de un resultado acabado en estilo, estructura, ligereza,
gracia, humor, etc. Por otro lado, debe tenerse en cuenta que Palma siempre tuvo especial
empeño en ofrecer productos muy elaborados, resultado de un proceso creador y perfeccionista
que en realidad nunca dio por concluido, pues incluso introducía nuevos elementos -adiciones,
supresiones, modificaciones, etc.- en versiones más de una vez publicadas. «Pulir la frase» fue
para él una constante a lo largo de toda su carrera de escritor. En busca de un estilo
inconfundiblemente suyo, Palma fue sin duda un escritor profesional consciente de su valía y
celoso de su reputación, y por ello no pocas veces desechó obras por considerarlas indignas de
su prestigio.
Sentido nacionalista e historicidad
La «tradición» palmina surgió en una etapa de la evolución intelectual del Perú republicano
en la que un sector de la élite movido por claras ambiciones nacionalistas buscó la originalidad
del país incluso en materia literaria. Uno de los mentores de la generación romántica, el citado
Miguel del Carpio, aconsejaba así a sus jóvenes amigos:
Sabrá Ud., señor [Manuel Nicolás] Corpancho, que siempre he deseado que en todo género de
cosas tenga el Perú lo suyo, lo propio, lo exclusivo, lo que no es, ni pueda, ni deba ser de nadie,
para que en esto se parezca nuestra patria a otras cultas naciones, las cuales tienen un carácter
señalado, un genio con tendencias privativas, una literatura especial, y, en fin, una cosa que no
se parece a la de los otros pueblos de la tierra. Consecuente a este deseo, he aconsejado siempre
a los jóvenes que me han honrado con su amistad, que escriban sobre argumentos nacionales, y
no permitan que se pierdan entre la oscuridad de los tiempos, episodios poéticos de la mayor
importancia que ofrece la historia del imperio peruano, y rasgos admirables de patriotismo y de
entusiasmo que se han verificado en la guerra gloriosa de nuestra independencia.
Palma siguió el consejo y, sin duda, fue el que mejores frutos obtuvo. Por lo mismo, su obra
tiene también el sentido de una literatura fundacional, pues en más de un sentido -cronológica y
espiritualmente- «funda» la producción literaria peruana al darle, en efecto, un carácter no sólo
peculiar sino propio, un sentido, una identidad. Palma buscó empeñosamente ese resultado pues,
desde muy joven, entendió que estaba haciendo obra nacional.
También fue original y pionero en su actitud ante el pasado, ya que no desdeñó la época del
Virreinato para situar sus relatos y emplearla como venero inagotable de argumentos (lo que le
exigió no poca labor de archivo y rebusca de información documental). Su generación sufrió la
tremenda limitación psicológica de considerar la época colonial, al igual que la generación anterior
que le transmitió la imagen, como un tiempo tenebroso y de oprobio, indigno de ser recordado y
menos recreado. A pesar de ese discurso, Palma descubrió en ella muchos elementos
rescatables, y no dudó en explotar su singular riqueza histórica para sus fines literarios. Desde
luego, siempre le acompañaron una serie de prejuicios anticoloniales y antihispánicos, pero a
pesar de ellos acometió la tarea de rescatar del olvido los tres siglos virreinales, no en sus grandes
acontecimientos sino en sus páginas más prosaicas, cotidianas y domésticas de la vida diaria.
Por ello, y porque era un hombre a quien recrear la historia apasionaba profundamente, su obra
brilla ante nuestros ojos como el mejor y más vital fresco del largo periodo colonial, lo que ha dado
lugar a acusarlo de pasadista, evasivo y cultor del Virreinato, aunque no le han faltado defensores
que, por el contrario, recuerdan su claro espíritu crítico, su pasión liberal, su prédica y hábitos
republicanos, su ironía y su sátira aplicadas a las costumbres y hábitos coloniales, etc.
Oralidad y escuela

Una de las claves del éxito de Palma fue la fuerte oralidad de


sus relatos. Oralidad en cuanto a la fuente -el pueblo anónimo, una abuela, la «tía Catita», algún
viejo, etc.- y en cuanto a la presencia del rumor callejero con sus voces diversas y anónimas, y,
cómo no, al desarrollo mismo del argumento, en el cual son frecuentes los diálogos que Palma
nos deja escuchar por boca de sus bien caracterizados personajes. Los diálogos son sabrosos,
salpimentados, ricos en matices humorísticos, fluidos y agudos, de suerte que la fuerte vitalidad
que transmiten envuelve al lector al hacerle sentirse parte de la escena y ganarse su familiaridad.
La extraordinaria agudeza criolla de Lima, con sus componentes negros e indios, suele expresarse
libre y audaz a través no sólo de la oralidad sino de toda la argumentación de las «tradiciones».
Palma tuvo muchos imitadores hispanoamericanos que, como él, escribieron «tradiciones»,
aunque pocos en verdad lograron el difícil equilibrio del modelo. En todos los países surgieron
«tradicionistas» empeñados en rescatar del olvido toda laya de consejas, leyendas,
anécdotas, etc., animados también por la pasión historicista y motivados, unos más que otros, en
un trabajo nacionalista y fundacional. En el Perú, escribieron tradiciones contemporáneos de
Palma tales como Manuel Atanasio Fuentes (el Murciélago), José Antonio de Lavalle, Clorinda
Matto de Turner, Eleazar Boloña, Aníbal Gálvez, Mariano Ambrosio Cateriano, Celso Víctor
Torres, entre otros. Matto de Turner, Cateriano y Torres escribieron «tradiciones» de sus
respectivos terruños, el Cuzco, Arequipa y Ancash, respectivamente, lo que prueba que la receta
-y la necesidad- de escribir «tradiciones» también fue asimilada por las élites intelectuales
provincianas. Al igual que en el Perú, más allá de las fronteras nacionales se reconoció el liderazgo
y magisterio de Palma, a quien se tuvo -y se tiene- como escritor insuperable y modelo acabado
del género.
Inventario y ordenación
La gran mayoría de «tradiciones» -alrededor de quinientas, incluidos textos que, sin serlo, se
aproximan o alejan del género- fueron publicadas por Palma en sucesivas recopilaciones o series
que vieron la luz entre 1872 y 1910. Desde entonces no han cesado de editarse total o
parcialmente, habiendo sido agrupadas por series, épocas, antigüedad de los hechos referidos,
temas, etc. Sin embargo, la edición más recomendable es la que sus hijas prepararon y realizó la
casa editorial española Espasa-Calpe, en seis volúmenes, aunque la de la casa Aguilar es la más
manuable por constar de uno solo.
Ciertamente, en un corpus tan grande se observan muchas variantes. Unas obedecen al
tiempo en que fueron facturadas, pues la «tradición», como hemos visto, sufrió una evolución, a
decir verdad un perfeccionamiento; otras a la mayor o menor extensión o trascendencia del
argumento, otras a su oralidad y carácter coloquial, otras al tratamiento de las fuentes y a su
historicidad, etc.

La poesía

Palma escribió poesía desde antes de los quince años y hasta


los últimos de su vida. Fue un fácil versificador que produjo infinidad de composiciones amorosas,
religiosas, políticas, humorísticas, necrológicas, de circunstancia, etc., las cuales reunió en varios
poemarios: Poesías (1855), Armonías (1865), Pasionarias(1870), Verbos y
gerundios (1877), Traducciones de Enrique Heine y otros poetas
(1886), Poesías (1887), Filigranas (1892) y Poesías completas (1911). Sin embargo, su poesía es
inferior a su prosa, cosa que él supo, no obstante lo cual siempre estimó sus «renglones rimados»,
por más que expresara lo contrario. Dotado de condiciones para la poesía festiva, ligera,
zumbona, acertó a aprovecharlas y plasmó un conjunto nada despreciable de composiciones que
ciertamente no merecen el olvido, siendo sin duda de lo más rescatable del género en la vastísima
producción poética del siglo XIX. Junto a Felipe Pardo y Aliaga, Manuel Ascensio Segura, Pedro
Paz Soldán y Unanue (Juan de Arona) y Acisclo Villarán, representa la cima del espíritu criollo en
los muy trajinados predios poéticos.

La historia
Palma pretendió ser historiador en varias ocasiones. Así, en el
temprano folleto en el que recogió esbozos de algunos héroes de la Independencia, Corona
patriótica (1853), en sus trabajos sobre la Inquisición limeña, reunidos en el libro Anales de la
Inquisición de Lima (1863), en el ensayo sobre el misterio que a su modo de ver envolvía las
muertes de dos prohombres de la Independencia, Monteagudo y Sánchez Carrión (1877), y en
los apuntes memorialísticos con los que trazó su trayectoria y la de otros románticos de su
generación, La bohemia de mi tiempo (1886). Salvo en el primer y último casos, en los otros su
imaginación le hizo ir más allá de los documentos y de la verdad probada. No pudo contener su
inclinación a la ficción, y el resultado fue la inexactitud e incluso la superchería. Sin embargo, debe
recordarse en su descargo que fue pionero en tales investigaciones, realizadas muchas veces
con pobre sustento documental, y que en ocasiones acertó en la pintura de la época. Además,
buen comunicador social, tuvo el cuidado de recoger un sinfín de versiones de los sobrevivientes
que habían sido testigos de tal o cual suceso, incorporándolas a sus estudios, recurso que le sirvió
también en la construcción de las «tradiciones».

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