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PIERRE GRIMAL

CICERON
b
CREDOS
BIBLIOTECA DE ESTUDIOS CLASICOS

¿Acaso es posible decir algo nuevo sobre Cicerón después de todo


lo que ya se ha escrito y publicado? Sin duda intentarlo supone un
reto, pero G rim ai, después de m uchos años enseñando literatura
latina en la Sorbona, lo aceptó y ganó la apuesta. El resultado es
este libro, donde el historiador francés nos descubre a un Cicerón
extraordinariam ente vivo y apasionante, que no es solo el testim o­
nio de una época, sino sobre todo de un hom bre al que sucesivas
generaciones han caricaturizado y desfigurado de mil m aneras.

Cicerón vivió en la época en que Roma se aproxim ó a la filosofía


y elaboró un pensam iento propio. La época en que nació el Im pe­
rio sobre las ruinas de la vieja ciudad-Estado, y en que la cultura,
la elocuencia y el interés por la belleza se convirtieron en los cimien­
tos del Im perio. El artesano de esta creación espiritual y política
fue aquel hom bre al que algunos de sus contem poráneos apelaron
desdeñosam ente «el hom bre de A rpinum ». D esgarrado, co n tra ­
dictorio en ocasiones, hundió sus raíces en la lejana A ntigüedad,
pero lo que ap o rtó al m undo sobreviviría hasta nuestros días.

«El estilo de Grimai es elegante y a menudo elocuente. Es un autor


que sabe exhibir con brillantez su inmensa erudición. Y además, su
entusiasmo es inagotable».
The Classical Review

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1
Imagen de la cubierta: Busto
de Cicerón 106-43 a.C. © Jiri
Hubarka / Age fotostock
Diseño: Luz de la M ora
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Pierre Grimai

CICERON

Ediciones Carlos Lohlé


Buenos Aires - Argentina
T ítulo original: Cicerón, P ierre G rinial
Presses U niversitaires de France,
colección Que sa ¡s-je?, 1984
T raducción, prólogo y notas de H ugo F. Bauza

Edición debidam ente au torizada p o r Presses


U niversitaires d e France.
Q ueda hecho el depósito que previene la ley N ° 11.723,
Prim era edición, abril de 1990.
© 1990, C arlos Lohlé S.A.
Tacuarí 1516, (1139) B uenos A ires
Im preso en la A rgentina
Printed in A rgcnlina
I.S.B.N. 950-539-61-0
PROLOGO

E n cl presente volum en, cl núm ero 2199 de la colección


“Que sais-je?’’, P ierre G rim ai, m iem bro del Institui d e F ra n ­
ce y ex Profesor en la U niversidad de París IV (Sorbonne)
aborda, con el p o d e r de síntesis y la claridad expositiva que
caracterizan a su plum a, la figura y la obra de Cicerón.
La exegesis com ienza por analizar aspectos biográficos
para ver de qué m anera el origen provinciano del orador, y
su pertenencia a una su erte de aristocracia “m en o r”, fueron
determ inan tes cn él respecto de una actitud conservadora li­
gada a la tierra y al culto de las costum bres de los a n tep asa­
dos (el m entado m os maiorum). E sta circunstancia no sólo
lo conform ó cn diferentes aspectos de la vida pública que
desplegaría cn R om a, donde, d u ra n te m uchos años, fue con­
siderado un hom o nouus (un advenedizo en el cam po de la
nobleza, diríam os hoy), sino que, esencialm ente, sirvió para
tem plar en él un carácter que se definió por su encarnizada
defensa d e la res publica, tal com o lo puso siem pre d e m ani­
fiesto, en especial cn sus discursos.
R especto d e C icerón, am en de su probidad — puesta de
m anifiesto cn todos los aspectos de su vida— , G rim ai su b ra­
ya cu atro cualidades: clarividencia, m oderación, justicia y fi­
delidad, que se ensam blan y condensan cn un sentim iento —
auténtico y p ro fu n d o — cn pro de la defensa y engrandeci­
m iento de la patria. T am poco olvida su deseo de gloria.

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E n tre los diferentes aspectos de la vida del biografiado
(C icerón fue, e n tre o tras cosas, o rad o r, estadista, m ilitar,
p oeta), G rim ai se d etien e en co nsiderar la faceta del o rad o r
— parangonable a la de D em ósienes o a la de su co n tem ­
po rán eo H orten sio — , gracias a la cual abogó en el foro en
num erosas circunstancias críticas del ocaso de la R om a re­
publicana, y la del político. En esta últim a condición alcanzó
la senaduría y el consulado y en cuanto al aspecto teórico del
arte de la política, en el fam oso tratado De re pública (Acerca
del estado político), a la som bra de Polibio, analiza co n p arti­
cular m inucia el estado ro m an o fundado en el delicado e q u i­
librio de una constitución “m ixta” en la que, sabiam ente,
están representados los distin to s estam entos de la sociedad.
E m pero , la cualidad d e C icerón que más interesa al p ro ­
fesor G rim ai es la que atañ e a su hum anism o. E n ese ám bi­
to, la clave radica en que el ilu stre estadista “re p ie n sa ” el p a ­
sado, lo asum e, lo reelabora y extrae de él una su e rte de p a ­
radigm a —viviente, p o r cierto, com o lo es el d e to d o a u té n ti­
co hum anism o— , en tan to q u e juzga la historia com o magis­
tra it itac.
F re n te a los que, aferrad o s a una su erte d e nacionalism o
a outrance, han cerrado los ojos a n te la cu ltu ra griega, C i­
cerón, p o r el contrario , se o cu p ó en asim ilar el hum anism o
helénico y tem plarlo a la luz d e los ideales de la rom anidad.
En ese aspecto su ideario — fiel a los postulados q u e sobre el
p articu lar sostuviera el círculo de los E scipiones, al q ue C i­
cerón ad m iró —, o peró una suerte de crisol e n el q u e tuvie­
ron convergencia d ifercnics form as de pensam ien to. U n
ejem plo palpable de ello es que el o rad o r se m o stró p erm ea­
ble a variadas co rrientes filosóficas de cuño griego de las
que, lejos de filiarse a una determ inada, com o u n au téntico
sophós, tom ó de cada una de ellas lo que le pareció más im­
p o rtan te. Hay, en consecuencia, en C icerón, una b ase estoi­
ca, que n o desdeña aspectos del academ icism o, del orfism o,
de la espiritualidad platónica, ciertos ecos del pitagorism o, o
i l m odelo de ataraxia p ro p u e sto por los epicurcístas, p o r ci­
tai sólo los más im portantes.
A lo larp.o ile las páginas d e P ierre G rim ai se aprecia que
i)| ui*o particular de C icerón es el de un ho m b re que, paso a

H
paso, se va ab rien d o cam ino cn la U rbe, a la vez que va cons­
truyendo, con esfuerzo y tesón, y m erced a una inteligencia
privilegiada, un espíritu a te n to a los valores más sublim es.
O tra circunstancia a la q u e alu d e el profesor G rim ai es la
referida al papel que tocó a C icerón cn la consolidación y
despliegue de la lengua latina. C icerón la enriqueció no sólo
com o escritor, sino princip alm en te a través de su labor de
traductor (así, p o r ejem plo, llevó a la lengua latina los Phai-
nomena d e A rato ), con lo que, al igual que su c o n te m ­
porán eo L ucrecio, d o tó al latín de una sem anticidad, rigor y
riqueza hasta entonces inusitados. E n ese aspecto, más que
com o un filólogo adscripto a la letra m uerta, le interesa lo
viviente.
La m anera com o Cicerón recupera el pasado —del que,
en prim era y últim a instancia le interesa el hom bre— hace
que el o ra d o r se im ponga com o uno de los hum anistas más
prom inentes del m undo antiguo.
D estaca tam bién G rim ai una circunstancia paradojal: C i­
cerón es un republicano nato; sin em bargo, su acercam iento
a ciertas doctrinas filosóficas, p referen tem en te del período
helenístico, lo fueron aproxim ando a una concepción
m onárquica respecto de la conducción del E stado político.
Ë n esa dim en sió n , y malgré lui-même, C icerón, com o estadis­
ta, pro p o rcio n ó el fundam ento político-filosófico del P rin ci­
pado que, co n O ctavio — el fu tu ro A ugusto— alboreaba cn
el horizonte de R om a y cn el que él —c n lo personal, un e n ­
carnizado d efen so r de la res publica y un acérrim o enem igo
de los excesos “m onárquicos”— n o podía ten er cabida.
Precisam ente, p o r esa circunstancia, cn situación h arto
trágica, lo so rp re n d ió la m uerte.
C onsidera tam bién el profesor G rim ai, e n tre o tro s aspec­
tos de C icerón, el que atañ e a su correspondencia. La form a
epistolar nos perm ite, am én d e o tra s posibilidades, a d e n tra r­
nos cn el alm a d e un hom bre en m om entos claves d e su exis­
tencia. D e este m odo podem os atisb ar lo q u e pasaba p o r su
m ente d u ra n te el destierro , las lucubraciones sobre los te ­
mas más pro fu n d o s que com peten al hom bre —tal com o los
revela, p o r ejem plo, a A tico y, p o r la mágica tau m atu rg ia de
eso que llam am os literatu ra, a noso tro s— o la angustia y d e­

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sazón que turb aro n su esp íritu al m orir su hija Tulia. J. C ar-
copino, cn un trabajo ya clásico (Les secrets de la correspon­
dance de Cicerón, 2 vols, París, L ’A rtisan du Livre, 1957), ha
espigado con m inucia las entrelineas de esas cartas. G rim ai
ha seguido a su m aestro — el citado C arco p in o — en su p e re ­
grinaje por esa prolífica correspondencia.
E n el últim o cap ítu lo — “Cicerón devant l’h isto ire”— , ex­
plica la fortuna de la o b ra de C icerón a lo largo del dilatado
espacio de dos m ilenios y p o r qué causa C icerón, am én de
se r considerado un hum anista de relieve, es tenido, en gran
m edida, com o el pilar fundam ental de la cu ltu ra de O cciden­
te.
P ierre G rim ai, cn un trabajo m ayor (Cicerón, París, F a­
yard, 1986,478 pp.), publicado con posterio rid ad al volum en
qu e hem os traducido, vuelve a ocuparse de la figura del b ri­
llan te orador. En él nos lo presenta com o “el sím bolo m ism o
d e la rom anidad” y, ju n io a J. César, lo m uestra com o a una
d e las dos personas más im portantes en la historia política
d e R om a cn el trán sito d e la R epública al Principado, sin
duda, uno de los m om entos más profundos y significativos
de la cultura occidental.

H ugo F. Bauza
Universidad de B uenos A ires
A gosto de 1989

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INTRODUCCION

E l nom b re d e C icerón está ligado tan to a la historia del


hum anism o occidental, com o a la R om a. Político, estadista,
es tam bién un o rad o r incom parable y un pensador que ha lo­
grado asum ir cn sí m ism o el m ensaje intelectual y esp iritual
del helenism o; com unicarlo no solam ente a sus co ntem ­
poráneos, sino tam bién a una larga posteridad que n o cono­
ció du ran te m ucho tiem po más que p o r él (o casi p o r él) las
grandes doctrinas de la filosofía y de la retórica de los grie­
gos.
Nos ha sido conservada gran p a rte de su obra.
Sin lugar a dudas, hoy están perdidos algunos d e sus dis­
cursos y su obra poética (de la q u e no se hablaba bien) casi
ha desaparecido totalm ente. P ero poseem os la m ayor parte
de su correspondencia: con sus am igos (especialm ente A ti­
co) y su h erm an o Q uinto. A pesar d e sus lagunas (nos fallan
libros en te ro s de ésta) estas cartas nos perm iten seguir, algu­
nas veces día tras día, su vida y, so b re todo, sus “estados de
ánim o” . F u e n te extrem adam ente preciosa para la historia de
acontecim ientos que en cuentra allí testim onios de prim era
m ano, esta correspondencia ofrece una im agen de Cicerón
que es difícil rechazar. Lo q u e n o ha sido siem pre favorable
al h o m b re d e estado, ni m ás sim plem ente, al h o m b re cn su
vida fam iliar c íntim a. Incluso la abundancia de d o cum entos

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de los que disponem os nos perm ite así fo rm u larn o s juicios
diversos, contradictorios, según uno ponga el acen to sobre
tal o cual hecho, tal o cual tendencia de su carácter.
E s raro que no se le reconozca un inm enso ta le n to o ra to ­
rio: sus discursos persuaden; persuadieron desde el origen,
dado que este abogado, p o r lo com ún ganaba sus causas;
ellos nos em ocionan todavía.
A lgunos aseguran que este abogado “d eslu m b rab a” a los
jueces, que no era sincero, ni tenía o tra preo cu p ació n más
qu e asegu rar su propia gloria, su influencia y su fo rtu n a m a­
terial. P o r o tra parte, d u ra n te m ucho tiem po, se ha repetido
que sus obras filosóficas — p o r ejem plo el tra ta d o D el sumo
bien y del sumo m al (De finibus bonorum et m alorum ),— no
hacían más que reto m ar y resum ir (y co m p ren d ien d o mal)
los m anuales escolares en los que se reflejaban las opiniones
de los filósofos (E picuro, Z e n ó n , A ristóteles, etc.) de los que
jam ás habría leído nada. Lo que es inexacto. Se puede d e­
m ostrar, p o r ejem plo, que tenía un co nocim iento directo de
P latón, y no deberá olvidarse que había escuchado las confe­
rencias que ofrecían, en R om a (en particu lar en casa de su
am igo Lúculo), los filósofos que llegaban a la U rbe, ni tam ­
poco que su viejo m aestro, el estoico D io d o to , vivió largos
años ju n to a 61, en su intim idad, hasta el 60 a.C.; tres años
después del consulado!
La riqueza y diversidad de su obra jam ás ha dejado de so r­
prender. Parece im posible que un solo hom bre d o m in ara a r ­
tes y conocim ientos tan num erosos, y adem ás, d esarrollando
una acción política que hubiera ocupado to ta lm e n te las fu er­
zas de una persona norm al. D e ese m odo u no se esfuerza por
percibir sus límites. Es así q u e se m inim izará alguna vez su
rol de estadista diciendo que, p o r naturaleza, C icerón era
esencialm ente un pensad o r y un artista, aquel q u e había lle­
vado a su apogeo la prosa rom ana, y el Padre de la cultura
greco-rom ana; 1 se afirm ará q u e estuvo d o m inado p or su
sensibilidad, y se explicarán de ese m odo los desm ayos que
uno cree p ercibir en su conducta; se evocarán las “incerti-
dum bres” de la que nos en co n tram o s siendo sus confidentes
gracias a su correspondencia con A tico, en el 49 (en el m o­
m ento de la guerra civil) y he aquí que la riqueza d e nuestra

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docum entación nos lleva a desviar la perspectiva, en la m edi­
da en q u e nos sitúa en la vida cotidiana de C icerón, en el
mismo corazó n de sus deliberaciones consigo mismo. Se le
reprochará tam bién la desesperación de la q u e da prueba en
el m o m en to en que fue enviado al exilio, sin ten er exacta
conciencia d e las condiciones en las que tuvo lugar esta p a r­
tida, ni de la larga to rtu ra m oral q u e la precedió. Incluso, se
lo acusará de am bición, de oportunism o. Se insistirá tam bién
sobre su vanidad, de la que se nos ha dicho que era “inm en­
sa, infectaba sus m ejores cualidades y, m uchas veces, o b nubi­
laba su sutil inteligencia” 2. Se le rep rochará el h ab er servido,
en un m om en to , a los designios de C ésar d u ra n te la guerra
de las G alias, después, el haberse o p u esto a él, b rutalm ente,
al p u n to de ap ro b ar y, quizá, ayudar a sus asesinos.
H ace aproxim adam ente cerca de una trein ten a de años,
Jeró m e C arcopino, h isto riad o r de César, publicaba una obra
revelando “los secretos de la C orrespondencia de C icerón” .
M uestra allí q u e ese co n ju n to , hecho público m uy prob­
ablem ente p o r O ctavio hacia el 33 a.C., había sido realizado
de m anera d e ofrecer del o rad o r, víctim a de las proscripcio­
nes del m ism o O ctavio unos diez años antes, una im agen
desfavorable.
Y tod o eso, a fin de exorcizar su recuerdo e im pedir que
no apareciera com o el m á rtir de la L ibertad perdida. Sus
Cartas, se nos dice, revelan un hom bre volcado al placer,
pródigo y, p o r consiguiente, ávido, sacrificando su vida fami­
liar frente a las exigencias de su carrera, cobarde a n te la ad­
versidad, sirviendo sucesivam ente a muchos am os, com etien­
do graves erro res cn la apreciación de situaciones políticas,
adulando a C ésar en el m o m en to m ism o en que lo o diaba se­
cretam en te, em bustero, d u b ita n te ,y , ante todo, vanidoso.
Esa requisitoria no ha p ro sp erad o .4 Q uizá la in tención de
O ctavio, si b ien es él el responsable de la publicación, era la
que hem os referido. Intención tan ev identem ente m alévola
que la im agen que de ésta resulta no podría ser la de la ver­
dad. E s posible arrib ar a o tro re tra to del viejo o ra d o r, si uno
consiente en com pletar lo q u e nos enseñan las Cartas con lo
q u e nos brindan los discursos — donde el h o m b re n o se reve­
la— . Y si reem plazam os su acción en la serie d e aconteci-

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m íenlos y la com plejidad de una vida política d o n d e las elec­
ciones y las alianzas se hacían m enos según d o ctrin as (en ­
tonces no existían partidos, en el sentido con que hoy los e n ­
tendem os), q u e según las am istades, las regulaciones p erso ­
nales, las exigencias siem pre cam biantes de una estrategia a
corto térm in o — las m agistraturas entonces eran anuales y
los ciudadanos llam ados, sin plazo, a elegir cónsules, p re to ­
res, ediles, cuestores, tribunos; es necesario ganar sus gra­
cias, asegurar su popularidad, ayudar a ésos q u e los ayudarán
más tarde. E s preciso m anejar las facciones q u e existen en el
Senado, los grupos fam iliares, form ados siem p re en to rn o de
uno o dos personajes de prestigio. Todo eso no sabría aco­
m odar posiciones doctrinales dem oradas. E n esa república
agonizante, los negocios de la ciudad son ad m inistrados las
más de las veces día a día, los constantes son confinados a
posiciones sobre todo negativas. Si se desea p articip ar cn el
juego, es m enester m ucha agilidad, habilidad, sutileza, disi­
m ulando el cam ino seguido se o culta aquél q u e se esfuerza
cn seguir, cn secreto, y el h isto riad o r m oderno debe hacer un
¡ esfuerzo de im aginación p o r com prender una m entalidad y
un m edio q u e difieren m ucho d e ése que vem os cn nuestro
tiem po, do n d e las fuerzas que se presentan, son a veces m u­
cho más aprem ian tes y m ucho más diversas, p ero tam bién
m enos “ hum anas”.5
Pero es precisam ente en razón de esas condiciones de la
vida política de R om a, a fines d e la R epública, q u e C icerón
ha podido desplegar todas sus cualidades —q u e acabam os de
rep ro ch arle—, que le han p erm itid o ju g ar un rol de p rim er
plano: su elocuencia, cn p rim er lugar, q u e actu ab a sobre la
sensibilidad d e esos rom anos siem p re p reparados para adm i­
rarla y seguir a un buen o rad o r; su sentido del otro — que es,
él m ism o lo ha dicho, una gran p arte de su elocuencia— , su
afabilidad, q u e lo distinguía de la actitud de los “ n obles” y lo
aproxim aba a la clase media; la agudeza de su inteligencia,
que lo llevaba a exam inar, sistem áticam ente, el p ro y el co n ­
tra, en toda circunstancia, al extrem o algunas veces, cuando
som os adm itidos en sus deliberaciones, de dar, sin razón, la
im presión d e una debilidad incurable, de una incapacidad
enferm iza por tornar una decisión. Y, p o r o tra p arte, incluso,

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una am bición q u e no está fundada en la vanidad (un sen ti­
m iento m o d ern o ) sino sobre el deseo de gloria, esta gloria
que es uno de los móviles más profundos y m ás constantes
del hom bre antiguo — la gloria que hace que se p ro n u n cie su
nom bre d u ra n te siglos, que le dará esta inm ortalidad, que
lleva al h o m b re a su perarse y que, al m enos en R om a, era el
m edio más seguro que se poseía para im ponerse y pesar
fuerte en los destinos del E stado. 6 R om a prefiere siem pre la
libertad a la igualdad; ella jam ás es “niveladora”. Incluso lo
q u e bautizam os com o vanidad e ra visto, con razón, com o el
esfuerzo legítim o de un hom bre que buscaba acrecen tar su
p ropio valor, su “ virtus”, al servicio de su patria. Tal fue Ci­
cerón, que jam ás creyó d eb er m inim izar h ip ó critam ente lo
que pensaba p o d er dar a aquélla, y lo que le da realm ente.

1. M atthias Gelzcr, art. “Tullius (C icero)”, in Real-Encyclopadie, VII, A,


1, col. 1089.

2. J. Carcopino, Les secrets de ta Correspondance de Cicéron, 2 vols.,


París, 1947; Id., César, 5e. éd., París, 1968, p. 144 (juicio tom ado de Plutarco,
Vida de Cicerón),

3. V er nota precedente.

4. V.A. Piganiol, “Cicéron et ses enetnis”, in Revue historique, 1949.

5. C onsultar L. Ross-Taylor, L a politique et les partis à R om e au temps de


César, trad, fr., Paris, 1977.

6. Sobre el roi de la gloria en la vida política, v. H. Drexler, “G loria” in


He/ikon, 1962, p. 3-36; M. Mcslin, L h om m e romain, Paris, 1978, p. 192yss.

15
Capítulo I
LAS RAICES PROFUNDAS

Q u e C icerón haya nacido (el 3 de en ero del 106) en la p e ­


q u eñ a ciudad de A rpino, una aldea m uy antig u a del país d e
los volseos, instalada so b re u n p ro m o n to rio que dom ina el
valle del Liris,* a la a ltu ra de T arracina y a unos cien kilóm e­
tro s (a vuelo de p ájaro ) al sudeste de R om a, eso n o ha sido
sin influencia sobre su esp íritu y, p o r lo ta n to , so b re su ca­
rrera. Se e ra allí m uy sensible a la gloria: a la d e la p a tria ch i­
ca, e n p rim e r lugar, u n a gloria de la q u e u n a m uy antigua
m u ralla ciclópea (que a ú n hoy se ve) atestig u a la antigüedad.
E n los tiem pos de la independencia A rp in o había sido una
plaza fu erte, había ten id o sus reyes, y una tradición fam iliar
q u ería incluso que la gens d e los Tullii, a la cual p ertenecía
C icerón ( Marcus Tullius Cicero), descendía de uno d e ellos.
A rp in o , convertido en m unicipio (es decir, ciudad de d e­
rech o privilegiado), d u ra n te la juventud de C icerón, conocía
u na vida política local m uy activa, y, com o en R om a, podía
allí cub rirse de gloria.
T al h ab ía sido el caso del abuelo del orador, q u e había d e ­
ja d o e n la pequeña ciudad u n recuerdo perdurable: su nieto
cuenta, en efecto, q u e él se había opuesto, su vida en tera, a

* Liris, hoy Garellano. (N. del T.)

17
una proposición de su p ropio cuñado, ten d ien te a introducir
el voio secreto en las asam bleas m unicipales. H asta tal p u n ­
ió (|iie un cónsul Ic había dicho un día: “ ¡Ah, Cicerón! si
sólo hubieses preferido o cuparte, conm igo, de los más altos
intereses del E stado, en lugar de p crm an cccr cn tu m unici­
p io ” 1.
lise abuelo, quedándose, había perm anecido com o un
hom bre de su terru ñ o ; vivía en su p equeña casa de aldeano,
tpie sus hijos no m odernizaron más que después de su m uer-
ic; estaba ligado fuertem ente a las tradiciones, muy enem igo
de las innovaciones llegadas de G recia, diciendo: “N uestras
genios se parecen a los esclavos sirios; cu an to más griego sa­
ben, son más canallas” .2
Un sólido vínculo telúrico con esta “ciociaria” (es el
nom bre que hoy posee la región de A rp in o ), donde vivía una
población rústica, m edio m ontañés, instalada sobre p e ­
queñas propiedades p roductoras de viña, de olivos, un poco
de trigo y de lo que era necesario para la vida de cada fam ilia
(padres, hijos y servidores), ligaba a C icerón a la com arca de
sus antepasados. Su abuelo había resistido a la tentación
(que jam ás tuvo, lo q u e es poco p robable) de em p ren d er una
carrera política cn R om a. No se sabe si para entonces la fa­
milia tenía rango ecuestre. El padre del o ra d o r era, cn efee-
lo, caballero ro m an o y hubiera podido, todavía más legíti­
m am ente, asp irar a las m agistraturas del E stado rom ano, si
su débil salud se lo hubiera perm itido. C ontaba con ilustres
am igos e n tre los nobles rom anos, q u e se rep artían entonces
los cargos públicos, en especial los dos más grandes oradores
de ese tiem po, L. Licinio Craso y M. A n to n io , y u no de los
últim os rep resen tan tes del “círculo de los E scipiones” *, Q.
Esccvola, el augur. El m ism o, dice su hijo, “ pasa su vida en
el estu d io ”, y se esfuerza en dar a sus dos hijos, M arco, el
o rad o r y Q u in to , la m ejor educación posible. Para eso se ins-
laló en R om a, ab an d o n an d o p o r un tiem po A rpino y el cam ­
po. H abía su p erad o m anifiestam ente la aversión que su p a ­
dre experim entaba frente a la cultura griega o, al m enos,

* I’, (iríniiildi analiza con minucia las características filosóficas y políticas


círculo en Le Siècle des Scipions. Rom e et l'liellénisnie au temps des
ilc - i -μ -

i;H(Tivs puniques, Paris, Aubier, 1975. (N. del T.)

IS
pensaba que la educación tradicional, que recibían cn R om a
los jóvenes y que prom etía una carrera brillante, perm itiría a
sus hijos p erm anecer fieles a las tradiciones nacionales y a
sus valores m orales y serviría de an tíd o to a las ideas h elén i­
cas que se expandían irresistiblem ente. La costum bre quería,
en electo, que los jóvenes, cuando, al final de la infancia (h a ­
cia los quince años), lom aban la toga viril, fueran p resen ta­
dos a algún gran personaje, jurisconsulto renom brado, y en
su com pañía conocieran a los notables, los m agistrados, los
senadores influyentes.

U n a vez trasladado a R om a, el joven M arco perm aneció


fiel a sus orígenes cam pesinos. En efecto, conservó siem pre
una sensibilidad de “p ro p ie ta rio ”, para la q u e el dom inio he­
redado era com o una p arte de sí m ism o, y quizá sea necesa­
rio ver en eso una de las razones profundas que le hicieron
siem pre o p o n erse a las “ leyes agrarias”, que ap u n tab an d i­
recta o indirectam ente a trasto car la situación de la p ro p ie ­
dad privada. Pero existen o tras, más inm ediatas, im puestas
p o r su línea política. C icerón no se había deshecho de las
tierras heredadas de su padre; él las hace valer, entendido
com o am o. E xperim enta tam bién cierta tern u ra y alguna vez,
nostalgia, al evocar el paisaje del valle del Liris, cerca d e su
ciudad natal; allí vuelve con gusto, aun cuando a m enudo
prefiera sus otras q uintas, más magníficas, m ás m odernas y
de las que la situación y el esplendor se adaptaban m ejo r a la
posición qu e se había form ado.3 La influencia ejercida p o r la
p atria de A rpino sob re C icerón es, tal vez, de o tra n atu rale­
za, m ás difusa: en ese m unicipio donde vivieron sus a n te p a ­
sados, d o n d e indiscutiblem ente fueron notables, en cuentra
una muy antigua m entalidad q u e había sido, d u ra n te siglos,
aquella de los rom anos d e R o m a, el sentim ien to d e p e rte n e ­
cer a una com unidad cuyos principales jefes de familia eran
responsables, lo q u e e n tra ñ a en ellos la preocupación por
trab a jar en bien de su “rep ú b lica”. Las convicciones “ re p u ­
blicanas” que conform aron una de las constantes de su c o n ­
ducta tienen allí sus raíces. En esas pequeñas ciudades s u b ­
sistía, con más vigor q u e cn R om a, el sistem a de clientes. Se
era, iradicionalm enle, “clien te” de una familia influyente. Se

19
era solidario de todos qucllos que, o bien d ebían so sten er un
proceso, o bien iban a R om a para lograr una m agistratura.
E n su defensa de C neo Plancio —en el 54 a.C.— , C icerón
evoca esta solidaridad, de la que, al igual q u e su herm ano,
había experim entado sus defectos: “E n el m om ento de nues­
tras elecciones — m anifiesta— fuimos apoyados, yo diría casi
p or nuestros cam pos y nuestras m o n tañ as”.4 Es que los arp í­
ñales que habían alcanzado los honores no eran entonces
dem asiado num erosos; tam bién su gloria es entera: “Si tú re ­
tornas a no im porta q u é sitio de A rpino, lo quieras o no,
será necesario que escuches hablar d e noso tro s, quizá, pero
p o r cierto, de C. M ario ”.
Es de este m odo, desde muy tem prano, com o C icerón su ­
po qué era la gloria, y que él la deseaba.
E sta gloria se le presentaba con cretam en te bajo la figura
de C. M ario que, él tam bién, p erten ecien te a una familia
ecuestre, había nacido en una aldea d ep en d ien te de A rpino.
C uando nació el futuro o rad o r, M arco había sido cónsul por
vez prim era (cn el 107), y había alcanzado, él, un sim ple ca­
ballero, eso que los nobles imperatores no habían podido lo­
grar, había puesto fin, p o r m edio de la victoria, a la in te rm i­
nable guerra que R om a llevaba a cabo en A frica contra el
rey núm ida Y ugaría. El había hecho una carrera de soldado
y, gracias a su coraje, se había elevado de m agistratura en
m agistratura, hasta esc consulado al q u e la más noble fac­
ción de R om a, la de los C aecilio M eicllos, hubiera querido
pro hibirle el acceso.
U na suerte de leyenda se había form ado en to rn o de él.
G ustaba considerarlo, cn co ntraste con los nobles rom anos
de la U rbe, com o un cam pesino, vigoroso, infatigable, a p e ­
nas du ro y enem igo de los placeres. E stas e ra n las cualidades
que el viejo C atón, tres cuartos d e siglo antes, reconocía en
la g ente de cam po, cuando afirm aba que R om a les debía sus
conquistas. E l tam bién, com o C atón, se declaraba extraño a
los refinam ientos de los griegos, p ero am aba, p o r sobre to ­
do, la gloria. Y esta pasión debía conducirlo a llevar a cabo
una guerra civil, luego que él hubo, p o r sus victorias co ntra
los u m b río s y los teutones que ento n ces am enazaban Italia,
salvado R om a d e un d año terrible. A h o ra bien, este M ario,
tlcl que Cicerón siendo niño podía seguir sus hazañas, era un

II)
p a rien te p o r alianza, un poco alejada, p o r cierto, pero los la ­
zos de familia en ese tiem po, y sobre todo en A rpino, eran
p articu larm en te sólidos.
Tales eran las influencias que o p e ra ro n sob re M arco y
que contribuyeron a hacer de el lo que fue. Se discierne en
ello una fe muy cerrada en la calidad de su raza; después, el
sentim ien to de que el cuerpo de los ciudadanos rom anos es­
taba co n stitu id o más au tén ticam en te p o r los habitantes de
ciudades itálicas que p o r aquellos de la U rbe, esta plebe que
com enzaba ya a buscar los m edios de vida en los subsidios
rep artid o s p o r los candidatos a las elecciones, y que era fácil
de m aniobrar. E sc sen tim ien to debía lindar con el en san ­
charse de la vida política y el m ism o C icerón, en el m om ento
de su exilio, pudo co n tar con el apoyo de los italianos de los
m unicipios. En esc aspecto sus orígenes han con trib uido a
realizar esta Italia rom ana, que no era ento n ces más que una
esperanza.
C icerón debe tam bién a su pequeña ciudad el sentido de
las jerarqu ías sociales: cada elem ento de la ciudad debe,
según piensa, jugar el rol que le pertenece. Pero esa je ra r­
quías, co n trariam en te a los usos de la “ nobleza” rom ana,
están abiertas a diversos talentos; ellas no están com puestas
de castas cerradas. Está persuadido tam bién de que los d e b e ­
res de los ciudadanos son p roporcionales a su p ropia im p o r­
tancia en la ciudad, pequeña o grande: los más ricos, porque
contribuyen v entajosam ente en la vida económ ica, dando
trabajo a los "tenuiores”, a los hum ildes, y los ayudan de mil
m aneras, son los m ejor situados para tra ta r los negocios co ­
m unes. Se discierne ya, en la sociedad de A rpino, la distin­
ción grata a Cicerón e n tre los “optim ales” y el com ún de los
ciudadanos. Esos optim ates son los pilares sólidos de la p e­
q u eñ a ciudad. Poseen tierras, continúan las antiguas virtudes
rústicas y están, natu ralm en te, inclinados a tem er las innova­
ciones. Cicerón será, él tam bién, un conservador aún cu a n ­
do, p o r m om entos, no a h o rra sus reproches a los m iem bros
del senado y piensa que este orden debe ser renovado p o r el
a p o rte de hom bres nuevos. Se esforzará tam bién p o r e n sa n ­
ch ar esta aristocracia de optim ates, añadiendo a los senado­
res los caballeros, de los q u e la im portancia económ ica en el

21
E stad o había crecido co n siderablem ente después del fin del
siglo II a.C.
Finalm ente, C icerón debe a la m entalidad q u e él había
conocido en A rpino, esa preocupación p o r las personas, que
es una p arte de su hum anitas: los ciudadanos son allí dem a­
siado poco num erosos com o para que todos no se conozcan.
En R om a Cicerón querría que fuese igual, y su herm ano
Q uinto, cn la larga carta que le escribe a com ienzos del 64,
le recuerda que los la /o s con los electores están fundados so­
bre la am istad, que un candidato debe co n o ccr“ pcrsonal-
m cnic” no solo a los personajes influyentes de cada grupo,
sino tam bién a gentes de todas las condiciones. Y Q uinto,
hablando de las “gentes del cam po”, dice q u e aquéllos se
sentían “am igos” de C icerón si éste los llam a p o r su nom bre,
y agrega que los o tro s candidatos, que aspiraban al consula­
do al mism o tiem po que su herm ano, ignoraban esta cate­
goría, en tan to que C icerón la conocía muy bien;5 ésta es una
ventaja que debe a sus orígenes y, al m ism o tiem p o , su n a tu ­
raleza am able, que lo hace acogedor a todos, hace que no se
haya forzado por co n tin u ar siendo, en la inm ensa R om a, lo
que habría podido ser en A rpino.

1. Cicerón, Acerca de las Uves, I II 36.

2. Id.,Acerca del orador, I I 265.


3. V.M. líonjour. Tare natale, I’aris, 1975, p. 169 y ss.

4. Cicerón, Defensa de Plancio, 20.

5. Ver la carta de Q. Cicerón a su herm ano sobre la cam paña por el C on­
sulado ■f De petitione consulatus').
Capítulo II
EL NIÑO PRODIGIO

P lutarco, en su Vida de Cicerón, nos ha conservado el re ­


cuerdo de lo que fue la infancia del futuro orador. Esc r e ­
cuerdo estab a, desde la A ntigüedad, m ezclado un poco de le ­
yenda, com o sucedía a m enudo cuando se tratab a de un p e r­
sonaje célebre. Se decía que su nacim iento n o había p ro v o ­
cado ningún dolor a su m adre y que su nodriza había visto
un fantasm a q u e se le apareció y que ese fantasm a le predijo
que el niño q u e ella alim en tab a brindaría grandes servicios a
su patria. P ronto, continúa Plutarco, esos presagios, que al
principio no habían sido tom ados cn serio, se revelaron
exactos. Y, desde sus prim eros estudios, cn la escuela del
gram ático, donde los niños apren d ían entonces los ru d im en ­
tos, n o tard ó en hacerse n o ta r p o r su inteligencia y p o r su fa­
cilidad para aprender. Su rep u tació n llegó a ser muy p ro n to
tan grande que los padres de familia de A rpino asistían a las
elecciones d e la escuela para ver al joven prodigio y escu­
charlo en sus ejercicios. A lgunos, dice Plutarco, los m enos
cultivados y los más rústicos de en tre ellos, no estaban satis­
fechos al co n statar que sus p ro p io s hijos n o e ra n tan b rillan ­
tes y que, lo que parecía más escandaloso todavía, ¡sus com ­
pañeros honraban a C icerón y lo tom aban com o jefe!

23
M ucho m ás tarde, luego de los fracasos que conoció, lue­
go de su exilio, escribía a su h erm a n o que, desde su infancia,
él no había ten id o m ás q u e un deseo, “ser de lejos el p rim e ­
ro, y de alcanzarlo sobre to d o s” . Es significativo que, para
esta confesión, recurra a una cita de la V iada} La g loria a la
que aspiraba era aquella de los conductores d e pueblos.
¿L legaría a ser el p rim ero en R om a, com o lo había sido en la
escuela de A rpino?
Muy curiosam ente, e ste n iñ o prodigio lleva al principio
su interés y sus esfuerzos no sobre el a rte o ra to ria , sino so­
bre la poesía. Se citaba de él un pequeño p oem a titulado
Glauco marino (del que no nos resta ningún fragm ento) y
o tro que se llam aba L os alciones. T odo lo q u e podem os de­
cir sobre ellos, con toda verosim ilitud, es q u e C icerón tra ta ­
ba en ellos leyendas de m atam orfosis: la del pescador G lau­
cus, convertido en in m ortal después de h ab er g ustado una
hierba encontrada p o r azar, y transform ado en un dios m a ri­
no, y, en el o tro poem a, se contaba prob ab lem en te la h isto ­
ria de A lcíone, hija de E olo, el rey de los vientos, que los
dioses convirtieron en pájaro, con su m arido Ceix, el h ijo de
la Estrella de la M añana. T ales leyendas inspiraban a m enu­
do a los poetas griegos de ese tiem po y habían inspirado a
sus predecesores, en el curso de los dos siglos precedentes.
E n R om a no parece que ese gén ero de poesía haya sido
practicado antes de ese m om ento. Cicerón niño fue quizá un
prccursos, an unciando la escuela de esos q u e se llam a los
“ poetas nuevos”, y de la q u e C atu lo es para n o so tro s el más
célebre rep resen tan te. M ás tard e Cicerón no gustará de es­
tos “poetas nuevos” respecto de los cuales dará u n juicio se­
vero. Es p o rq u e sus p ropios ensayos, proseguidos d u ran te
toda su juventud, y hasta su edad m adura, lo o cupaban en
o tras direcciones, p o r un lado hacia la poesía didáctica y, por
el o tro , hacia form as épicas d e tradición rom ana. C om pone,
en efecto, (en una fecha incierta, p ero sin duda m uy tem p ra­
na, quizá hacia el 80) una traducción de los Fenómenos* del
estoico griego A rato, un poem a q u e tratab a sobre la a stro ­
nom ía. Pone allí en evidencia un gran virtuosism o, a juzgar
por algunos fragm entos que poseem os, y q u e p rovienen por

• Tul itltm Ini' Irailuciila luego por Germánico. (N. del T.).
lo general de citas q u e él m ism o ha hecho de éstos cn otras
obras. Se descubre cn ellos una sensibilidad muy extraña al
poem a griego, de una aridez m ás científica. Así, p o r ejem plo,
una descripción de las señales que, sobre el m ar, anuncian
una tem pestad: las anotaciones visuales y sonoras son allí
justas y vivas. C icerón, en este caso, recuerda, p o r cierto, una
tradición del te a tro , de la tragedia cn particular, donde las
descripciones de una tem pestad e ra n muy gustadas p o r los
espectadores. Es de esc m odo que a cuatro versos del o rig i­
nal corresp o n d en , en C icerón, seis versos, densos y p in to res­
cos. E sta traducción de los Fenómenos, muy célebre en la
A ntigüedad, ejerció una influencia cierta sob re L ucrecio y
Virgilio, p ro p o rcio n an d o ejem plos de descripciones de
fenóm enos n atu rales y evocaciones realistas de espectáculos
y de sonidos fam iliares al joven de A rpino. E n el d escubri­
m iento poético de la N aturaleza, la traducción de A rato
marca una etap a im portante.
El o tro g én ero de poesía que fue practicado p o r C icerón
es la epopeya histórica, cn la tradición nacional de E nnio y
de sus Annales. C om pone, en esta vena, un poem a titulado
Marius, consagrado a su ilu stre co m p atrio ta. N o sabem os
con exactitud e n q u é fecha fue com puesta esta pequeña e p o ­
peya, pero tratab a sobre aco ntecim ientos que habían sucedi­
do cn el 87, cu an d o Cicerón no tenía entonces más q u e d ie ­
cinueve años, y q u e golpearon m uy vivam ente su im agina­
ción; C. M arius, expulsado d e R om a, había debido huir bajo
un disfraz y refugiarse cn A frica, p ero había regresado poco
tiem po después.
Cicerón lo m uestra reen co n tran d o su dom inio de A rpino
y cierta encina* centenaria que se llam aba “la encina de M a­
rio”; allí había o currido al fugitivo u n presagio que C icerón
evoca: una serp ien te, salida del tronco, había atacad o a un
águila; el pájaro de Jú p iter rom pe cn pedazos a su enem igo,
luego vuela elevándose hacia el sol. M ario deduce de esto
que su victoria estaba próxima. E stam os aquí a n te una
atm ósfera típ icam en te rom ana, con la creencia en los p re sa ­

* La encina estaba consagrada a Zeus; la mitología memora que en (orno


de ella han acaecido num erosas presagios; Virgilio, en particular, nos p ro d i­
ga algunos ejemplos (N. del Γ.).

25
gios, ligados a los árboles, a los pájaros, a los anim ales fam i­
liares al cam po y a las m on tañ as del Lacio. Y lo q u e de esto
discernim os, es un sen tid o agudo de las fuerzas de la N a tu ra ­
leza, bajo las cuales un ro m an o adivina siem p re la acción de
las divinidades.
La poesía, todos lo sabían cn la A ntigüedad, es u n o de los
cam inos que conducen a la gloria: aquélla de los héroes que
se canta y aquélla del poeta. Cicerón intenta, luego de su
consulado, prodigarse las dos a la vez, co m p o n ien d o un poe­
ma Sobre su consulado, d o n d e volvía al estilo del Marius. No
conocem os de esto más q u e algunos versos, q u e uno juzga
muy arrogantes, como: “H o n ro sa R om a que renace bajo mi
consulado”, y ese o tro verso, que él m ism o gozaba cn repetir
y que expresaba un verdad ero program a político: “ Q ue las
arm as cedan delante de la toga, que el laurel ceda an te la
gloria civil.” Esc poem a, co m p u esto cn tiem pos en que la ac­
ción del consulado estaba expuesta a graves críticas, fue mal
acogido y contribuyó a d ar a C icerón la reputación de un mal
poeta, lo que no es muy justo. N osotros creeríam os, antes
bien, It) que nos dice Plutarco, asegurando que C icerón hu­
biera sido el más grande poeta de R om a, así com o fue el más
grande orador, si no hubiera habido o tros después de él: C a­
tulo, Lucrecio y, sobre lodo, Virgilio. Pero no debe olvidarse
que él contribuyó m ucho para crear esta poesía ro m an a que,
antes de él, estaba todavía cn la infancia.
Lo que rclendrcm os de su poesía, es la sensibilidad de la
que nos da testim onio, una sensibilidad de niño, de adoles­
cente, que dom ina su obra o rato ria tam bién; hay incluso una
cierta gravedad que lo lleva hacia lo sublim e, y, siem pre, la
preocupación por la gloria. Las necesidades de la vida po líli­
ca, las exigencias de los elienies que defendía d ela n te de los
tribunales, le restaron m ucho tiem po y lo alejaro n de la
poesía; pero conservó siem pre por ella un gusto muy vivo;
am a citar versos en sus obras filosóficas, sobre lodo, los su ­
yos, pero tam bién aquéllos de los poetas trágicos, el único
género verd ad eram en te ilorccienie en R om a (ju n to a la co­
m edia) anics de esa época. Es notable, p o r últim o, que el jo ­
ven poeta, que había com enzado im itando a los alejandrinos,
se aleje de éstos poco a poco p ara re e n c o n trar la tradición

26
nacional. Y eso es significativo: R om a está entonces a la c ru ­
zada de los cam inos. El helenism o la im pregna, desde hace
una generación, al m enos; las resistencias que se le oponen
no pueden frenar la flota, p ero contribuyen a transform ar,
asim ilar, esta cultura venida del O riente, y C icerón será uno
de esos qu e se m overán más eficazm ente en esa dirección.
Las elecciones sucesivas, de las que su poesía da testim onio,
prenuncian lo que estará en la sim iente de toda su obra.
En el 62, en el curso del añ o que siguió a su consulado,
Cicerón defendió judicialm ente al poeta griego A rquías, a
quien se acusaba de haber usurpado la ciudadanía rom ana y,
en el exordio, ól dice: “T an lejos com o mi espíritu pueda
echar una m irada sobre el pasado y evocar el recuerdo más
lejano de mi infancia, cuando me rem o n to tan lejos, es a A r­
quías a q u ien veo el prim ero en invitarm e a em p ren d er esos
estudios."” El abogado em bellece p robablem ente ese recuer­
do de infancia, pero, en el co n ju n to , parece cierto que el
poeta A rquías fue uno de los que iniciaron al joven C icerón
en las cosas del espíritu. D u ran te los prim eros años del siglo
I antes de nuestra era, el helenism o estaba en todas partes en
Italia. C icerón nos lo afirm a en ese m ism o discurso: “ Italia
estaba ento n ces llena de artes y de ciencias griegas, y si uno
se ocupaba de ellas en el Lacio con más entusiasm o q u e a h o ­
ra en las m ism as ciudades, y tam bién en R om a, en razón de
la tranquilid ad general, ellas n o eran olvidadas.”3 N o olvida
algunos indicios para apoyar esc propósito: nacim iento de
una a rq u itectu ra inspirada en form as griegas, m odificadas,
adaptadas al espíritu rom ano, desarrollando una escultura
original (especialm ente con los retrato s), pintura decorativa
de un estilo nuevo (el “segundo estilo” pom peyano, en sus
com ienzos). Las actividades literarias iban a la par. Cicerón
cuenta que el orador C raso, q u e ejercía sobre los estudios
del joven una vigilancia discreta, “ hablaba griego tan bien
q ue si se lo escuchaba hubiera podido creerse que no co­
nocía ninguna o tra lengua” ,4 y estaba muy instruido en cuan­
to a to d o lo que concernía a la retórica helénica. A nto n io, el
o tro gran o ra d o r de ese tiem po, no era m enos cultivado. Pe­
ro, agrega C icerón, en efecto, se defendía de las “ novedades”
y d e los tcorizadores, y ósta era una idea recibida que los ro­

27
m anos, sin h aber jam ás ap rendido nada, ten ían “ luces su p e­
riores a las de los griegos.” C icerón está lejos d e com partir
este prejuicio. D esde su adolescencia está p en etrad o de la
convicción de que no se puede arrib ar a la verdadera e lo ­
cuencia, no sólo sin p o seer un m étodo, sino sin estar im preg­
nado de filosofía, bajo todas sus formas.
E stas declaraciones, q u e datan del 55 ó 54, no son vanas
palabras. Sabem os que C icerón en su adolescencia fue oyen­
te de Filón de Larissa, un discípulo de la A cadem ia que
había debido huir de A ten as cn el m om ento en que M itrída-
tcs había levantado los países helénicos c o n tra todo eso que
era rom ano, o favorable a R om a. Eso sucedía cn el 88. C i­
cerón tenía entonces dieciocho años. R om a estaba entonces
plena de turbación, y podía creerse que el funcionam iento de
las instituciones tradicionales estaba definitivam ente aboli­
do. El joven, que aspiraba a suceder a los g o bernantes de esa
época, había visto asesinarlos. En un m o m en to soñó con re ­
nunciar a las am biciones de su infancia y a consagrarse so la ­
m ente, com o lo había hecho su padre, a los “estu d io s”. E s­
tando cn ese estado d e espíritu, se une to talm en te a Filón,
encantado p o r su elocuencia, la brillante/, d e su espíritu, p e ­
ro tam bién por un rasgo al cual fue p articu larm en te sensible
el joven poeta, su ap titu d por citar versos, p o r com ponerlos
a propósito, lograr el ritm o de estos.5 U no im agina la verda­
dera agitación intelectual de ese joven, que com prende a la
luz de las lecciones que escucha, so b re los grandes p ro b le ­
mas hum anos, todo el a p o rte de un a rte que el m ism o ensaya
practicar: es toda la perspectiva del universo espiritual que
se le abre. Y lo que aún era más seductor, es q u e la filosofía
enseñada por F ilón parece p articu larm en te apropiada para
alim entar y justificar la elocuencia. R esu ltab a de esto que el
descubrim iento de la V erdad absoluta no era posible, y que
correspondía al filósofo exam inar sep arad am en te las tesis
presentadas para ap reciar cuál es la más “p ro b ab le”, es d e ­
cir, aquella que parece la más capaz de conducirnos hacia
eso que es el fin de toda filosofía, un ciad o de felicidad. Esa
felicidad puede ser la del filósofo m ism o, puede ser tam bién
la de otros, y, especialm ente, la de la ciudad. Finalm ente, la
tesis elegida será aquélla que se revelará (o p ro m ete ser) la
más útil.

28
U no com prende la atracción de tal filosofía sobre el joven
C icerón; en p rim er lugar ella concedía un largo espacio a las
elecciones afectivas, instintivas, situ an d o en tre los criterios
de la “verdad”, p o r ejem plo, la “belleza” de la conducta que
resultará de la preferencia dada a una tesis. A dem ás, ella d a ­
ba derecho de ciudadanía a la retórica en la vida filosófica.
P lató n había, en o tro tiem po, condenado la retórica com o
fu en te de m entiras. Filón, acordando al discurso el poder de
o rie n ta r las elecciones, debía, necesariam ente, reh ab ilitar la
técnica d e éste, y C icerón nos dice que d u ran te su p erm an en ­
cia en R om a, dividía su tiem po e n tre conferencias sobre la
retórica y conferencias sobre la filosofía,6 p o rq u e considera-
1 ba esas dos disciplinas com o com plem entarias. Y, d u ran te
toda su vida, C icerón lo im itará. D u ran te las estadías que re ­
alizaba en sus villas, ocupaba la m añana cn ejercicios de elo­
cuencia (lo que llam am os declam aciones), y el m edio día en
discusiones (disputationes) en el jardín. D e ese m odo Filón
había concillado, cn el espíritu del joven oyente, tendencias
que a o tro s hubieran parecido inconciliables: el culto de la
belleza verbal (la elocuencia de C icerón se parecerá, a veces,
m ucho a la de la poesía, especialm ente p o r el rilm o de las
frases) y el am o r al p o d er y a la gloria que confiere la palabra
cn la ciudad.
E n verdad Filón no era el prim er filósofo de quien c ijo -
ven C icerón había escuchado sus lecciones. H abía co m enza­
do p o r ser alum no del cpicu reísia F edro, cuyas enseñanzas y
palabra tam bién lo habían seducido; si no hubiese e n c o n tra­
do a F ilón poco después, C icerón se habría convertido cn
cpicureísta, doctrina de la q u e no dejará, en ad elan te, de de­
nunciar el peligro. P ero este entusiasm o p o r un m aestro de
palabra elegante y de gran en can to personal n o podía durar,
porque aq u él cultivaba la doctrin a cpicureísta q u e aleja al
sabio de los asuntos públicos; situ an d o la felicidad so berana
n i el placer, ella predica una vida retirada, lo que n o podía
de ninguna m anera convenir al joven Cicerón. F in alm ente
lucron F ilón y la A cadem ia quienes lo alejaro n de esta dóc­
il ¡na y se h a visto p o r q u é razones.
E n el 90 ó en el 89, dos años antes de e n co n trar a Filón,
< ¡cerón hab ía servido com o soldado en el ejército del cónsul

29
C neo Pom peyo E strabón, q u e luchaba co n tra los itálicos re­
voltosos; después vuelve a unirse al de Sila, q u e operaba en
la C am pania, pero no lenía ningún gusto p o r las actividades
m ilitares; su salud era dem asiado precaria, era muy débil y
las condiciones de la vida en los cqm pos no le convenían. Y
adem ás, pensaba, en esos tiem p o s,' existía o tra m anera, dis­
tinta de la guerra, donde p o d er alcanzar celebridad: la gloria
d d foro le parecía igualar a la otra y, de todos m odos, le era
míís accesible. Las enseñanzas de Filón no hicieron más que
confirm arlo en este pensam iento, cuando las escuchaba, dcs­
puós de su breve experiencia en las arm as.
Si los filósofos le habían revelado el m undo del pensa­
m iento teórico y aqu él d e la técnica o rato ria, los grandes
personajes que había enco n trad o d u ran te su perm anencia
ju n to a Q. M ucio Escévola, el A ugur, le habían dado, p or sus
conversaciones, adem ás de su ejem plo, una prim era form a­
ción política.
E so era antes de que las confusiones del E stado hubiesen
abatido a los más fam osos de esos “líderes”. E n ese círculo
de Escévola sobrevivió al espíritu que había anim ado, una
generación antes, E scipión E m iliano y sus am igos. El tiem po
de E scipión E m iliano (en tre el 150 y el 130 a.C .) había visto
el apogeo de la R epública aristocrática. E ra an tes d e la crisis
desencadenada p o r la reform a de los G racos. Las graves cri­
sis que se habían producido luego hacían más precioso to ­
davía el recuerdo de esos años en que R om a agrandaba su
im perio y donde la sociedad perm anecía tranquila. Y se re­
flexionaba seria y ard ien tem en te, e n tre los sobrevivientes de
esa edad de oro, sobre las causas de las revoluciones y, más
generalm ente, sobre el m ecanism o que regula el devenir de
las ciudades. U n o de los fam iliares de los Esccvola (el A ugur
y gran Pontífice), L. Elio T uberón, q u e había sido com ­
pañero de Cicerón en el ejército, y co n tin u ó siendo su amigo
d u ran te toda su vida, se entregó a investigaciones históricas,
estudios que siem pre p arecieron a C icerón muy útiles para
los hom bres de estado. El declaró, m uchos años más tarde,
que la H istoria era “ luz de verdad”. Eso que él m ism o y sus
amgios, o, antes bien, sus m aestros en política, pensaban
descubrir, en los hechos del pasado, el m odo de aclarar el

30
porvenir. Esas enseñanzas de la H istoria ya habían sido m e­
ditadas p o r E scipión y sus am igos, bajo la influencia, al m e­
nos en p arte, del historiador Polibio, am igo de E scipión des­
de la adolescencia de aquél.
Polibio, en la línea del pensam iento aristotélico, había es­
bozado una teoría de los gobiernos. Si la R epública rom ana
—sostenía— había desafiado el tiem po, si, engran d eciéndo­
se, n o había sucum bido a la ley universal que rige a lodos los
seres vivos y q u e quiere que a todo crecim iento suceda una
decadencia, es, en tre o tras causas, porque ella había realiza­
do la constitu ció n ideal, en la cual los tres m odos posibles de
poder — aquel d e un m onarca, el de la aristocracia y el del
pueblo e n te ro — , estaban represen tad o s y se equilibraban
recíprocam ente. M onarquía, aristocracia, dem ocracia, cuan­
do existían en “estado p u ro ”, tenían tendencia a degenerar,
la m o narq u ía se convertía en tiran ía, la aristocracia favorecía
el orgullo y la arrogancia de una casia, la dem ocracia se con­
vertía en lo q u e Polibio llam aba la oclocracia, nosotros
diríam os “el gobierno d e la plebe.” * Si la historia de las ciu ­
dades griegas ilustra esta teoría, la de la R om a arcaica p ro ­
porcionaba tam bién ejem plos con T arquino el Soberbio. Es-
la evolución faial de los “ regím enes puros” Icnía, p o r conse­
cuencia una pérdida de energía en la ciudad, los tu m ultos,
las luchas, los celos y los odios. T odo eso term inaba p o r p o ­
ner la ciudad a merced de conquistadores extranjeros. P o r el
contrario, cn una ciudad cuyo régim en era una constitución
"m ixta”, las fuerzas se quilibraban, y se podía esperar o b te­
ner por ese m edio una estabilidad que asegurara la duración
no sólo del régim en, sino de la m ism a ciudad. Es de este m o ­
do com o R om a había conservado elem entos de m onarquía
irean d o los cónsules, sucesores de los reyes, p ero p or un
período lim itado (un año) y contro lán d o se m utuam ente; el
senado, p o r su parte, estaba form ado por una aristocracia,
■pie ejercía una función m oderadora respecto de las asam ­
bleas pop u lares que represen tab an la dem ocracia.

* Cicerón alude a la teoría de l a anakyklosis 'recurrencia’ desarrollada


|*<» l’olibio en VI 9, 10; la misma se funda en la Política aristotélica
I t.’W a),ndonde el estagirita nos ilustra sobre "la monarquía, l a aristocracia y
I» Mfniblica, y las tres perversiones de las mismas." (N. del T.)

31
E n su tratado De re publica* (55 a.C .) C icerón retom ará
este análisis, que no era nuevo en ese m o m en to , p ero que se
lo habían enseñado la lectura de Polibio y la práctica de sus
m aestros en política. In ten tarem o s m o strar cóm o ese princi­
p io del régim en m ixto, factor de concordia en el E stado, ins­
pira su conducta en num erosas ocasiones. E so q u e c o n trib u ­
ye a dar la im presión de titubeos, de retrocesos, p ero esas va­
riaciones se explican si u n o n o olvida este ideal, confirm ado
en C icerón p o r el estudio de la historia.
E n m edio de los Escévola vivía todavía la influencia ejer­
cida p o r un filósofo estoico, Panecio de R odas, am igo, él
tam bién y, en cierta m edida, consejero de E scip ió n E m ilia­
no. D espués que hubo escuchado las lecciones de F ilón y
q u e hubo descubierto el valor incluso filosófico d e la re tó ri­
ca, C icerón había ex perim entado aversión resp ecto de los es­
toicos, de los q u e refutaba el estilo seco, fríam en te lógico,
que le parecía la negación misma de la elocuencia. H abía
m edido el peligro de e sto cuando en el 92 había asistido a la
condena de P. R u tilio R ufo, acusado de concusión p or un
personaje dudoso, y, en tan to q u e era in o cen te, condenado a
una m ulta tan o n erosa que, to talm en te a rru in ad o , había d e­
bido exiliarse volu n tariam en te. C icerón p arece h ab er sido
golpeado muy fu ertem en te p o r ese p roceso,9 q u e había d e­
m ostrado que una elocuencia fundada únicam ente sobre la
verdad (aquí, la inocencia evidente del acusado) no podía
dejar de ten er consecuencias desastrosas fren te al pueblo: si
tales discursos podían ten er lugar en una asam blea de sabios,
¡ellos eran ineficaces “e n el fango de R ó m u lo ” !
C on todo C icerón debía conservar, de ese m edio estoico,
una idea im p o rta n te y q u e transm itirá a la g eneración que le
siguió: es que existe, en el universo, un p rin cip io re c to r (lo
que ya afirm aba P lató n ), análogo a aquél q u e dom ina al a l­
ma hum ana; un principio sem ejante debe, tam bién, ejercer
su autoridad en las ciudades, si n o se q u iere q u e se dividan
en tre ellas mism as y sucum ban cn la anarquía. Eso im plicaba
gue los estoicos, cn el m undo helenístico, h abían favorecido
* Tal tratado es traducido com únm ente como La República o Acerca de
la República, lo que se presta a confusión; la traducción más aproximada
sería Acerca del Estado o, con mayor rigor. Acerca de! estado político (N. del
T.)

32
la m onarquía y se habían hecho consejeros de reyes. E n R o ­
m a esta d o ctrin a había con trib u id o a intro d u cir (co n traria­
m ente en p a rte a la tradición nacional) una concepción que
se había afirm ado con E scipión E m iliano: ciertos hom bres,
particu larm en te am ados p o r los dioses, y poseedores de vir­
tudes p rop ias muy próxim as a las del sabio — la prudencia, la
clarividencia, el coraje, el dom inio de sí— , eran más que n a ­
die capaces de conducir los E stados. E sta noción, en R om a,
se encarna en la persona de E scipión, considerado com o el
“princeps”, el prim er perso n aje del E stado, investido no sólo
de una m agistratu ra oficial, sino de una au to rid ad m oral
em inente, una auctoritas que se ejercía sobre los espíritus. Se
estaba muy cerca de la m onarquía.
C icerón acepta esta idea; la retom a y la expone en su
diálogo De re publica. Q uizá en to n ces pensase en Pom peyo,
para ju g ar el rol de “princeps”. T al vez, más joven, se la
había pro m etid o para sí mism o. Sea lo que fuere, esta teoría
hará su cam ino y será uno de los orígenes del régim en im pe­
rial.10
D e ese m odo el joven C icerón, en el m om ento m ism o en
que se vinculaba a Filón y, p o r 61, a la tradición de la A cade­
m ia, recibía la influencia del estoicism o, de una m anera al
principio indirecta, a través de los am igos de Escévola, des­
pués, p ro n to , d irectam cnle p o r D iodoio. C o m parando la
doctrina estoica con aquella q u e 1c había enseñado Filón,
venía a deducir de esto que en el fondo las dos filosofías se
sem ejaban m ucho, que sus diferencias residían sob re todo en
aquellas del lenguaje que cada una em pleaba. El m ism o, al
final d e su vida, se inclina más y m ás hacia el estoicism o de
ese Panecio* q u e había sido el m aestro de E scipión; es Pane-
cio quien estará en la base del tratad o A c o c a de los deberes
y, en esc m o m en to , la filosofía d e C icerón se esforzará por
unir a las ideas venidas, en últim o análisis, de P lató n y de
A ristóteles, la práctica ro m an a d e esas mismas ideas q u e 61
mismo había conocido en sus “años de aprendizaje.”

* Sobre la influencia ile Panecio y del estoicismo en general, en Cicerón,


puede consultarse con provecho E. Elorduy, E l estoicismo, M adrid, Grcdos,
I‘>72, especialm ente tomo II, pp. 53-55. (N. del T.)

33
1. Carlas a su hermano Quinto, III 5,4 (oct.-nov. 54), citando la Iliada VI
208 y XI 784.
2. En defensa de Arqu fas, 1.
3. En defensa de Arqu fas, 5.
4. Acerca del orador, 11 2.
5. Tusculanas, I I 26.
6. Tusculanas, II 9.
7. Acerca de los deberes, 174 y ss.
8. Acerca de! orador, II 36. V er también M. R am baud, Cicéron et l'histoi­
re romaine, París, 1952.
9. Bruto, 113 y ss.; Acerca del orador, 1229.
10. V.J. Berangcr, Recherches sur l'aspect idéologique du principal, Lausan­
ne, 1953; e Id., “Cicéron précurseur politique”, en Principatus, Genève,
1973, pp. 117-134.

34
Capítulo III
LA VIOLENCIA Y LAS ARMAS

Los éxitos m ilitares alcanzados por R om a d u ran te la p ri­


m era m itad del siglo segundo antes de nuestra era habían te­
nido p o r efecto d o ta r a los senadores, cn los rangos en los
cuales se habían en co n trad o los grandes “ generales” vence­
dores, d e un prestigio q u e nadie podía p o n e r cn duda en la
ciudad. Tam bién el senado, hasta el año 133, d u ran te el cual
T iberio G raco ejerció el tribu n ad o , perm aneció com o el jefe
incuestionado de la vida política. Ün núm ero m uy restringi­
do de familias se dividía las m agistraturas y ejercía sobre las
asam bleas populares una su erte d e tutela q u e les perm itía
decidir en todos los asuntos im portantes.
Con los G raco ese p o d e r de hecho se en cu en tra cu estio ­
nado: los dos herm anos, T ib erio y Cayo, q u e pertenecían a
una de las familias m ás nobles y más influyentes, ex perim en­
taron, p o r razones diversas, la necesidad de m odificar ese
sistem a y de o to rg ar un espacio más am plio a los elem entos
“ p o p u lares” de la ciudad. Los “nobles” se aprovecharon de
su autoridad para conservar en sus m anos, o adquirir, el p o ­
der económ ico, es dccir, au m en tar sus bienes y, p o r co n si­
guiente, sus rentas; una ley agraria, que re p a rtía e n tre los
ciudadanos pobres una p a rte del dom inio público (ocupado

35
ilegalm ente por los “n obles”), rem ediaría esta situación y
cam biaría la sociedad. T al fue la idea inicial; p ero esta e n ­
trañaba consecuencias m últiples que ponían fin al equilibrio
político de Rom a. H acia esc tiem po se consolida una nueva
categoría de ciudadanos, los caballeros, que fundan su rique­
za en el com ercio y los co n tra to s públicos (provisión de a r ­
mas, arren d am ien to de im puestos, etc.) y desean participar
en la gestión de los asuntos. Los conflictos e n tre esas dife­
ren tes fuerzas provocaron to d a una serie de pertu rb aciones
que debían envenenar la vida pública d u ran te más de un si­
glo y finalm ente acarrearo n la caída de la república. La in­
fancia y la juventud de C icerón tran scu rriero n en esta
atm ósfera de luchas, a m enudo sangrientas. C uando lom ó la
loga viril (sin duda en los Liberalia* del mes de m arzo, com o
lo quería la costum bre), en el 90, la guerra de los A liados es­
taba a p u n to de explotar, y hem os referido q u e él debía to ­
m ar p arte en ella, pero no tardó en volver a R om a (su voca­
ción no era ser soldado) y asistir a todos los procesos que se
desarrollaban en el foro y a todas las reu n io n es públicas
(icontiones) que tenían los m agistrados, in ten tan d o ganar con
tal o cual causa al pueblo que, finalm ente, votaba las leyes.
Las condiciones políticas todavía no le perm itían efectuar
su presentación. No pertenecía, por su nacim iento, a ningu­
na de las casas “ nobles”, n o podía confiar más que en sus
propias cualidades para alcanzar las m agistraturas, su talen ­
to o ra to rio y tam bién las alianzas que sabría c o n tactar con
personajes considerables, y los servicios que 61 p odría b rin ­
darles. P or instinto, se situó del lado de los senadores: había
sido llevado hasta allí p or las tradiciones de su fam ilia y de
su pequeña patria, adem ás, p o r el hecho de que frecuentaba
el grupo, m uy conservador, de los Eseévola, que vivía en el
recuerdo del tiem po en que los G raco todavía n o habían lle­
vado la turbación a la república. Tam bién fue llevado hasta
allí por sus reflexiones personales y sus lecturas que le m os­
traron que las ciudades griegas habían perecido p o r excesos
com etidos por los dem agogos. E ra preciso ag u ard ar tiem pos
más pacíficos para que le fuera posible presen tarse. Pero él
se abocaba a conocer el estilo d e todos los orad o res, vehe-

* Fiestas en honor de Baco (= L ibcr); ad hoc cf. Cicerón, A n., XIV 101 ;
Ovidio,Fast., Ill 713 o Macrobio, 14, 15. (N. del T.)

36
m cnlc cn unos, pacífico cn otros, sulil o apasionado, y tam ­
bién a com p ren d er las razones por las cuales, p o r ejem plo, el
tribuno de la plebe Cayo C urio había visto, luego de una
contio, que su audito rio se iba y lo dejaba solo. Los procesos
que entonces se discutían eran lodos de carácter político;
ellos p o nían en juego la carrera o incluso la vida misma de
los acusados, y el o rad o r que defendía a uno de éstos, o que
lo acusaba, arriesgaba, él tam bién, co rrer la misma suerte.
En el curso de las alternativas que llevaron al p o d er tan to al
partido p o p u lar, heredero de los G raco, tan to a los más in­
transigentes de los senadores, tan to a hom bres q u e se esfor­
zaban por a rrib a r a com prom isos, m uchos oradores célebres
pagaron con su vida su actitud pasada. D e este m odo A n to ­
nio (M. Antonins), del que C icerón hará un in terlo cu to r de
su diálogo Sobre el orador (De om tore), que se había o p uesto
al “ revolucionario” trib u n o A pulcyo S aturnino, fue m asa­
crado cuando, en el 87, los dem agogos M ario y C inna to m a­
ron el poder y, dice C icerón, “a esos mismos R ostros, cu an ­
do, cónsul, él había defendido la república de una m anera
tan firme, y q u e él había decorado... se vio alada esta cabeza,
por la cual tantas cabezas habían sido salvadas”. 1 O tro
político de e ste tiem po, del que Cicerón fue uno de sus oyen­
tes, P. Sulpicio Rufo, tuvo una su e rte análoga. H abiendo co­
menzado su carrera com o defensor del senado, term inó por
unirse a los populares, cuando se abrió, en tre C. M ario y Sila,
una rivalidad para saber cuál de los dos tom aría el com ando
del ejército q u e debía ir al O rie n te a com batir al rey M a ríd a ­
les. Sulpicio, ento n ces trib u n o , p ro p u so leyes de carácter re ­
volucionario, e in ten tó q u itar a Sila su ejército. Sila marcha
sobre R om a, se adueña del poder, y Sulpicio fue puesto fuc-
i.i de la ley. F u e arrestado cn los pantanos de la región de los
I au rentos, cuando huía y estrangulado en el cam po. D e este
modo los “conservadores” n o tenían nada que envidiar a los
populares”. O tras venganzas análogas debían ensang rentar
>I retorno de Sila, que regresaba de Asia victorioso a fines
del año 82. Las proscripciones no se detuvieron más que el
Ih i m ero d e ju n io del año siguiente.
I’sas atrocidades, a las que se agregaron otras, sea cuando
< M ario y C iña, cn ausencia de Sila, tom aron el p o d er por
l¡t liier/a, sea d u ra n te la dictadura de aquel, iiítruycron al jo-
V* h C icerón sobre los peligros d e la elocuencia. El m ism o

37
nos dicc que los políticos ya em barcados cn las luchas del fo­
ro, no sólo estaban am enazados, sino que los d eb u tan tes que
les seguían, corrían los m ism os peligros. Y se com prende
por que C icerón, fam iliar de los Escevola, juzga prudente
guardar silencio, incluso d u ra n te los tres años (del 86 al 84)
d u ran te los cuales, nos lo dice él mismo, no hubo violencia
bajo el gobierno de los “ p o p u lares”.2 Pero los grandes o ra­
dores habían entonces o bien sido enviados a la m uerte, o
bien confinados al exilio. N o había más una “gran voz” cn
Rom a. U nicam ente Q. H o rten sio H ó rtalo , sólo ocho años
m ayor que C icerón, supo to m ar h ábilm ente los prim eros ro ­
les, sin com prom eterse con ningún bando.
La elocuencia, por ella misma, com enzaba a convertirse
en sospechosa a los ojos de los rom anos de la clase s e n a to ­
rial. Si se aceptaba de m uy buen grado q u e los rótores grie­
gos fueran a en señ ar su arte , en su lengua, a R om a, no o c u ­
rrió lo mism o cuando rétores que enseñaban cn latín quisie­
ron ab rir escuelas cn Italia y en la U rbe. Eso ocurría, com o
nos lo enseña el m ism o C icerón, en tiem pos en que él to ­
davía era niño: un cierto L. Plocio G allo im aginó ofrecer
una enseñanza en langua latina, y vio que acudían alum nos
en gran núm ero. C icerón m ism o estuvo te n ta d o por seguir­
lo, pero se abstuvo cn razón de la oposición q u e hicieron a
osla em presa “los personajes más sabios, q u e estim aban que
el espíritu podía ser form ado más eficazm ente p o r ejercicios
en lengua griega”.3 en el 92, el o rad o r L. L icinio Craso, en ­
tonces censor, puso fin a esta enseñanza, y C icerón le hace
explicar las razones de esta prohibición en las conversacio­
nes que le brinda cn ese diálogo Sobre d orador. Craso se de­
fiende de haber querid o im pedir a los jóvenes que ad q u irie­
ran un conocim iento q u e los hubiera calificado para una m e­
jor práctica d e la elocuencia; él asegura, p o r el contrario,
que m ediante una enseñanza cn lengua latina, el espíritu de
los alum nos perd ería su agudeza y no haría con ello más que
fortificar su tendencia n atu ral a la desvergüenza.4 El motivo
a m enudo alegado p o r los historiadores m odernos —la p re o ­
cupación, cn el “conservador” Craso, de reservar la elocuen­
cia a un grupo escogido y de im pedir a los p o p u lares acceder
a ella— no se funda cn nada. Es to ta lm e n te anacrónica: el

38
conocim ento del griego no era entonces un “privilegio so­
cial”; no costaba m enos escuchar las enseñanzas de los réto-
res latinos q u e las de los griegos. C raso era p erfectam ente
consciente del hecho de que las lecciones de éstos tran s­
m itían una cu ltu ra más vasta, form adora d e alm as, que las
mismas no se reducían a la enseñanza de recetas de expre­
sión, al a rte de en red ar al adversario; con ellas era todo el
universo esp iritu al de G recia q u e estaba p uesto a m ano de
los jóvenes rom anos. P o r consiguiente, si se presta fe al
diálogo de C icerón, C raso se alineaba del costado de Isócra-
tes, el m ism o o rad o r y fund ad o r de una retórica orientada
hacia la acción, que creía h ab er resu elto la dificultad que
Platón, quizá después de Sócrates, percibía en la enseñanza
de la elocuencia y respondía a los reproches de insinceridad
y de inm oralidad que eran dirigidos a los rétores de su tiem ­
po.
C icerón, de su lado, había lom ado conciencia de esos p ro ­
blem as, y sus reflexiones, al igual que la experiencia que
tenía de las vicisitudes de la ciudad, en el curso de esos años
convulsionados, lo llevaron a realizar una prim era o b ra que
trataba sobre el a rte o ratoria: son los dos libros Sobre la in­
vención (De inuentione), que datan, p ro b a b le m e n t, de los
alrededores del año 86, cuando R om a estaba enlonces en
m anos de los “p o p u lares”. C icerón tiene alrededor de veinte
años y espera que las condiciones políticas le perm itan p ro ­
bar sus prim eras armas. Com o eso le sucederá m uchas veces
un el fu tu ro , utiliza los meses, o los años, d urante los cuales
la acción le es prohibida consagrándolos al estudio. Lo que
liará luego del exilio, más tarde, luego de la guerra civil, du-
*ante la d ictad u ra de César, él lo hace en tanto que Ciña y
M ario tien en la delantera de la escena. Es el m om ento en
que no so lam en te rcclabora el De inuentione, sino que tradu-
I c al latín el Económico de Je n o fo n te y m uchos diálogos de
I ’latón, e n tre los cuales Protágoras, cuyo tem a versa precisa­
m ente sobre el p oder y los lím ites de la enseñanza tal com o
l;i conciben ró to res y sofistas. Se ve que, para él, com o para
( I orador C raso, la elocuencia debe fundarse en una form a-
I uni intelectual tan vasta cuanto posible, y no debe desdeñar

39
conocim ientos tales com o la filosofía que, a los ojos del
hom bre vulgar, parecen sin vínculo en el a rte de la oratoria.
La introducción al p rim er libro del De ¡nuentione sintetiza
bien el problem a que se ha planteado: saber si la elocuencia
y el gusto por la palab ra han ap o rtad o beneficios o p e rju i­
cios a las ciudades. C icerón constata q u e R o m a ha tenido
que so p o rta r hom bres dem asiado elocuentes (piensa cn los
G raco y cn o radores “p o p u la re s”, salidos de la aristocracia y
hábiles cn el hablar). Pero, reflexionando sob re el origen de
las ciudades, con stata q u e aquellas no p o d rían haber sido
fundadas sin la intervención de hom bres capaces de hacerse
escuchar. Concluye que “ la sabiduría sin la elocuencia no
sirve a las ciudades, p e ro que la elocuencia sin sabiduría era
casi siem pre una calam idad, y que jam ás era ú lil” . Cultivar la
elocuencia por ella misma es por tan to cosa inútil y, a m enu­
do, perniciosa; p ero aquél que se vale de la elocuencia com o
arm a, no para atacar a su patria, sino para ser capaz de lu ­
char en su favor, aquél es digno de lodos los elogios. La e lo ­
cuencia debe ser la voz de la sabiduría y, b ajo esa palabra, es
preciso en ten d er a la vez el em pirism o ro m an o y lo ad quiri­
do de la sabiduría griega. El orador, hom bre de estado, debe
ser capaz de discernir cada vez, cn cualq u ier causa que sos­
tenga, lo que está conform e al interés general y lo que le
sería contrario. D espués Cicerón arriba a una exposición
técnica, que no podem os resum ir aquí. Se tra ía prcfcrcnle-
m ente de la elocuencia judicial, y de la m anera cómo a b o r­
dar distintos tipos de causas. Se sien te aq u í la experiencia
adquirida ju n to a los Escevola y la influencia del derecho ro ­
mano. Cicerón se esfuerza p o r m ostrar cóm o, a p artir de
fórm ulas p u ram en te judiciales, el o ra d o r digno de ese nom ­
bre dem ostrará su tesis y, además, y sobre lodo, la hará ve­
rosím il y hará que sea aceptada por los jurados. R ecurre a la
dialéctica de la que, m ás tarde, dirá cn el Brutus (donde ex­
pone la historia de la elocuencia en R o m a), que es “cn algu­
na m edida una elocuencia com prim ida y resu m id a”, idea que
debe a su am igo, el estoico D idoto. D e P la tó n a Isócrales, de
éste a A ristóteles, Cicerón utiliza, p ara elab o rar su propia
concepción de la elocuencia, lodos los recursos del p ensa­
m iento antiguo, los jurisconsultos rom anos le p roporcionan

40
cl rigor d e la dem ostración, los filósofos griegos las d istin ­
ciones y clasificaciones y la definición, cada vez, del fin que
se persigue. U na reflexión a la que atenderá d u ra n te toda su
vida y q u e en co n trará su m ejor expresión, treinta años más
tarde, cn la trilogía de los diálogos sobre la retórica: cl Bru­
nis, el D e oratore y el Orator.
E n tre ta n to , C icerón no podía diferir sin tregua el m o ­
m ento de h acer su presentación. N o sabem os si ha defendido
algún a su n to antes del re to rn o de Sila. El m ism o parece su ­
gerirlo, p ero nada es m enos seguro. E n el De oratore, evoca
los años cn q u e R om a estuvo som etida bajo la tiranía de los
“ru in e s” q u e habían dado m u erte a los estadistas m ás e lo ­
cuentes, y eso es para agregar seguidam ente que “la victoria
de la gente honesta” fue, estuvo, ella tam bién, acom pañada
de masacres."' La gente honesta, es decir Sila y quienes lo se­
guían, Sila, de quien se esperaba desde hacía m ucho tiem po
que volviera del O rien te y restableciera, p o r la fuerza, el p o ­
der de los “n obles”.
U na vez term inadas las proscripciones, C icerón acepta (a
fines del 81) la defensa de P. Q uinctio. Se tratab a d e una
causa civil, que no tenía, p o r sí misma, ningún carácter
político, au n cuando el adversario, Sexto N evio, co n tab a con
relaciones influyentes e n tre los seguidores de Sila. Los h e­
chos son h a rto com plejos, las dos partes libran una tortuosa
guerra de procedim iento q u e deja al lecior m oderno muy
desguarnecido. En su origen, el litigio trataba so b re los b ie ­
nes de una sociedad, form ada p o r un cierto C. Q u in ctio y un
antiguo pregonero público, Sexto Nevio. E l o b jeto de la so­
ciedad era la explotación d e una tierra situada en la G alia
C isalpina y la com ercialización de sus productos. A la m u er­
te de C. Q uinctio, su herm ano, P. Q uinctio, se co nvirtió en
heredero y quiso que se le rindiera cuenta de la situ ación en
la que se en co n trab a la sociedad. Nevio le o puso toda clase
de obstáculos y lo hizo de tal m odo que el infeliz aventura la
confiscación y la venta de todos sus bienes cn subasta p ú bli­
ca. Lo que significaba p ara él no sólo pobreza sino tam bién
deshonra. Tal es la situación del proceso. E n su peroración*,

* Peroratio, úllima parle del discurso en que se hace" la enum eración de


I■in pruebas y que se trata de mover con más eficacia el ánim o del auditorio,
c I. Cicerón, Or., 130; Br. 127 (N. del T.)

41
C icerón no se olvida de hacer v a le r este argum ento, no sin
cierta búsqueda de patetism o, co m o lo q u ería la tradición:
¡loda una vida de h o n o r (Q u in ctio ten ía sesenta años) sería
arru in ad a por la avidez y habilidad em b ro llad o ra de un Sex­
to Nevio!
E l acusador de Q u in ctio era Q. H o rte n sio , ya célebre, y
parece que P. Q u in ctio n o se d irig ió a C icerón a falta de h a­
b e r encontrado un abogado m ás conocido, sino p orque p o ­
seía gran crédito e n tre los am igos de Sila. N ada sabem os
acerca de cóm o concluyó este p roceso. Se cree que C icerón
debe haber ganado, p ero sólo p o rq u e se co n jetu ra que, si h u ­
biese perdido, no habría publicado el discurso.
A lentado p o r ése q u e fue, p ro b a b le m e n te su p rim er éxito,
quiso ser el defensor en un asu n to crim inal que tenía im pli­
cancias más d irectam en te políticas. Los hechos son relativ a­
m ente simples: un cierto Sexlo R o scio , ciudadano rico e in ­
fluyente cn la pequeña ciudad etru sca de A m eria*, había si­
do asesinado cn R om a, d u ran te el v e ran o del 81. El culpable
no había sido enco n trad o , p ero p ro n to surgió que el crim en
había sido com etido p o r instigación de dos prim os de R o s­
cio, y a beneficio de éstos. El hijo d el m u e rto se había visto
privado de una fo rtu n a considerable, q u e habría debido
constituir su herencia. En efecto, com o la suposiciones lo ­
m aban consistencia, los dos cóm plices habían ido a buscar a
un liberto de Sila q u e conocían, C risó g o n o , y le ofrecen una
p a rle del bolín, si aceptaba hacer figurar al difunto cn la lisia
de los proscriptos, que estaba cerrad a desde hacía algún
tiem po. C risógono acepta, se p ro ced e a la venta de los b ie ­
nes del m uerto y el hijo de R oscio se en cu en tra arruinado,
en tanto que los dos prim os tom an cada uno, con C risógono,
una p a rte de las trece prop ied ad es c n o tro tiem po poseídas
p o r Roscio. El joven Roscio, en su desesp eració n , m archa a
R om a y solicita asilo a una dam a d e alcu rn ia, Cecilia, cuñada
del cónsul A pio Claudio Pulcro. C risó g o n o y sus cóm plices,
inquietos, acusan al infortunado d e ser el asesino d e su p a ­
dre. E speraban que n adie osara defen d erlo . C icerón tuvo esa
audacia. Pero ¿cóm o alacar a u n favorilo del d ictador? E l
orad o r se esfuerza en establecer una distinción en tre aquél y
* Hoy Amelia. (N. del T.)

42
los servidores que em picaba y afirm a ab iertam en te sus sim ­
p atías p o r el partid o de la nobleza y por el m ism o Sila. La
p ero ració n de su discurso es una verdadera profesión de fe
política, que no da lugar a ser considerada falsa: la sociedad
se le presenta com o una jerarq u ía donde los honores y las
cargas son repartidas con equidad. E ste estado había sido
trastocado p o r los “ p o p u lares”. Sila ha restablecido lo que
debía ser, pero —agrega— “si se ha hecho todo eso, si se ha
tom ado las arm as sólo para perm itir a los personajes m ás
bajos enriq u ecerse a expensas de o tro s (...), entonces esta
guerra no ha devuelto vida y fuerza al pueblo rom ano, sino
que lo ha som etido y reducido a la esclavitud.” ’
A l h ablar de este m odo, ¿el o rad o r era ingenuo o fingía
serlo? el tribunal oslaba com puesto de senadores; estos a b ­
solvieron al joven Roscio, rom piendo los lazos, de este m o ­
do, con Sila. Se ha sostenido que este proceso había sido
querido p o r los Cecilio, la más intransigente de las olig ar­
quías, para advertir a Sila que no se le dejaría nuís, desde
ahora en adelante, las m anos libres.7 Sin duda eso es verdad.
Puede deducirse de esto que Cicerón haya aceptado la causa
nada más que para d isponer de protectores influyentes? Lo
que entrevem os de sus opiniones perm ite pen sar que a él no
le disgustaba, quienquiera que el joven fuera, estigm atizar
un régim en que perm itía tales violencias y tales iniquidades,
ni, tam poco, m ostrar que la palabra podía en d erezar las in ­
justicias d e las arm as. Esa sería, más tarde, una de sus ideas
más queridas.
Luego de Plutarco8 se rep ite que Cicerón, tem iendo m u ­
cho la cólera del d ictador, en razón del proceso, pretextó su
m ala salud para m archarse a G recia. P ero se sabe que, en vi­
da de Sila, defendió m uchos asuntos,9 y la razón alegada por
P lu tarco respecto de la p artid a al O rien te es prob ab lem ente
inexacta. El viaje duró dos años, del 79 al 77. C icerón volvió
a A tenas, donde siguió, d u ran te seis meses, la enseñanza de
A ntíoco de Ascalón, ento n ces escolaren* de la A cadem ia,
que venía a reforzar en él lo que había ap rendido en R om a
ju n to a Filón. Al m ismo tiem po C icerón escuchaba las lec­
ciones d e los rétores com o D em etrio de Siria. P ro n to m ar-
* Escolarca, jefe o director de escueta (N. del T.)

43
cha al Asia que era entonces, p o r excelencia, la región de la
retórica. Frecuenta a M enipo de E stratonice y, especialm en­
te, a D ionisio de M agnesia; pero, sobre todo, quiso volver a
en co n tra r a A polonió M olón, el ilustre o ra d o r de Rodas,
que había conocido cn R om a, cuando aquél había llegado cn
una em bajada de su patria. Según testim onio del m ism o C i­
cerón, M olón le corrige los defectos de su juventud, una
cierta cxhuberancia, a la vez, cn el tono y en el estilo. Le e n ­
seña a forzar m enos su voz para hacerse escuchar m ejor, has­
ta tal p u n to que, a su regreso, C icerón, que andaba p o r los
treinta años, se había —según su expresión— , “ no sólo p er­
feccionado, sino casi m etam orfoscado.” 10
C uando volvió a R om a, C icerón no había sido olvidado y
las causas n o lardaron en llegarle, causas im p o rtan tes, dice
C icerón, y sin duda aprovechables, dado que los publicanos*
le pidieron que defendiera sus intereses: 61 se colm ará de
gloria, en el 70, al habérsele encom endado este a su n to “d es­
pués de largos años” y de tener, respecto de esta clase, “ la
más grande consideración” . Los com entaristas m odernos h a ­
cen observar que, por su familia, C icerón es caballero (lo
que son, p o r lo general, los publicanos) y que eso puede ex­
plicar las relaciones privilegiadas en tre él y este orden. Pero
los publicanos no se co n v in iero n en sus clientes más que
cuando hubo alcanzado celebridad.
Y esas relaciones im plican entonces que el joven abogado
se coloca deliberadam ente del lado de un g ru p o social que
está en condicto laten te con los “nobles” y los “ u ltra s” en tre
los senadores, y de quienes las leyes de Sila habían quebrado
la influencia. Si el joven C icerón fue dócil al llam ado de los
Cecilio M ételo cuando atacó a Crisógono, parece haberse li­
berado de esa tutela luego de su regreso desde el A sia. E n la
confrontación, tradicional, e n tre los senadores y los p o p u la­
res, eligió una vía m edia: ¿es p o r am bición perso n al? E m p e­
ro, la alianza con los “ ultras” , en la R om a conservadora que
Sila acababa de reorganizar, hubiera sido sin duda más ven­
tajoso. ¿Es p o r am o r al d in ero ? Tocam os aq u í un p unto muy
controvertido. U na ley prohibía a los abogados recibir, por

* Publicano, entre los romanos, el arrendador de los impuestos o rentas


públicas y de las mismas del Estado. (N. del T.)

44
sus servicios, ni dinero, ni presentes; pero a m enudo ella no
era respetada. P lutarco afirm a que Cicerón jam ás recibió n a­
da de sus clientes; pero parece que esta afirm ación es d em a­
siado categórica y sabem os que, al final de su carrera, C i­
cerón no desdeña los provechos m ateriales, bajo form a, por
ejem plo, de préstam os clandestinos. Lo que sí es cierto es
que C icerón, cuya fortuna fam iliar era escasa, term ina por
poseer qu in tas y m ansiones cuyo valor era considerable. No
se lo podría agraviar p o r esto cn una sociedad donde el d in e ­
ro jugaba un rol tan im p o rtan te, tan to por la acción polílica
cuanto para asegurarse, p o r su tren de vida, la consideración
de sus pares. Pero la codicia de la ganancia no explica toda la
conducta de Cicerón: su carrerra polílica le im p o rta más que
su fortuna, y ésta, sobre todo, en la medida cn que favorece
la prim era. En efecto, se puede pensar que C icerón, cons­
ciente de las fuerzas que tenía presentes, espera agruparse
cn torno de osla “ tercera fu c r/a ”, que son los caballeros;
m ientras que los senadores fundan su fortuna sobre la pose­
sión de la tierra conform e a una tradición secular, reafirm a­
da todavía con ocasión de las leyes de los G raco, los caballe­
ros son, an tes que nada, hom bres de negocios, que hacen cir­
cular el d in ero de todo el Im perio. En tanto que el senado
parece deten id o cn una su erte de inmovilidad, la orden
ecuestre, p o r los agentes que m antiene en las-provincias, por
la com plejidad de las sociedades financieras form adas cn su
seno, aparece com o una fuerza viva, más flexible q u e las m a­
gistraturas oficiales, más próxim a a la vida y a la realidad de
las provincias, capaz, tam bién, de ejercer una acción durable,
a la inversa de los prom agistrados, cuyo gobierno es pasaje­
ro. P o r todas esas razones, se co m p ren d e que Cicerón se ha­
ya volcado a defender los intereses de los caballeros, que h a ­
ya esp erad o de estos el apoyo necesario para su carrera
política y, sobre lodo, que haya querido con trib u ir a hacer
cesar la división en dos parles inconciliables de la ciudad ro ­
m ana.
Sea lo q u e fuere, cuando llegó la edad legal para Cicerón
com o para solicitar la cuestura (veintinueve años después de
las reform as de Sila), fue elegido “en tre los p rim ero s”, re u ­
niendo los sufragios de todas las cen tu rias:11 debía es la una-

45
nim idad no a su raza ni a sus ancestros, sino — dirá m ás ta r­
de, sin m o d e s tia ,/e ro con toda verdad— , a su m érito p e rso ­
nal, a su talen to ue ahogado y, agreguém osle, a la* relaciones
que 61 había sabido enlazar, a la imagen de sí m ism o que
había podido dar. Ingresa en el cargo el 5 de diciem bre del
76. H o rten sio , en esc m ism o año, obtenía la edilidad. H o r­
tensio y C icerón eran los o rad o res más adm irados; el p rim e ­
ro era h om b re del senado; el segundo, de los caballeros; sus
debates y su diálogo iban a proseguir hasta la m ucrK de
H ortensio, en el 50, en vísperas de la guerra civil.

1. Acerca del orador, III 10.

2. ¡intuís, 308.

3. Suetonio, Acerca de los oradores, 2 (citando una carta de C icerón a un


tal Tilinio)

4. Acerca del orador, I I I 93 ss.

5. Acerca deI orador, III 12.

6. En defensa de Sexto Roscio de Ameria, 137.

7. J. Carcopino, Sylla ou la monarquie manquée, 12c. éd., París, 1950.

8. Vida de Cicerón, 3, 6 y ss.

9. En defensa de Cecina, 97; ¡inm is, 312-314.

10. Bntttts, 31<5.

11. Contra Pisón, 2.

46
Capítulo IV
DE LAS VERRINAS AL
CONSULADO

E n tre los procesos que defiende C icerón cn el curso de


los años q u e preceden a su cuestura, muchos nos son desco­
nocidos. U n o sólo de esos discursos ha sido (parcialm ente)
conservado, aquél que pronu n cia cn favor de O . R oscio, cl
m uy fam oso actor. Es todavía una cuestión de d inero, in tere­
sa n te p o rq u e nos inform a so b re el m undo de los negocios.
U n tal C. F an n io Q u crca tenía un esclavo llam ado Panurgo,
q u e juzgaba d olado para el teatro . Piensa confiarlo a R oscio
a fin de q u e le enseñe el oficio d e actor y, p a ra eso, form a
con R oscio una sociedad cn b ien y debida form a, cuyo o b jeto
era la explotación del talen to de Panurgo; el d in ero ganado
p o r éste, cuando se hubiera convertido cn profesional, p e rte ­
necería, com o lo quería la ley, a su dueño, quien se e n ca r­
garía de dar una p arte a R oscio.
La sociedad funciona algún tiem po con provecho para los
dos asociados, hasta el día cn q u e Panurgo fue m u cto p o r un
tal Q. Flavio de T arquinia. R oscio persigue al asesino, no en
razón de su crim en, sino p o rq u e la m uerte d e Panurgo re p re ­
sentaba para 61 cierto d añ o y ruega a Fannio q u e actú e por él

47
en el proceso. E n tre tan to , R oscio concluía una transacción
con Flavio. P or el m om ento la cosa resta tal cual, p e ro h e
ahí que doce años más tard e F an n io reclam a a R oscio una
parte de la indem nización transaccional destinada al acto r
p o r el asesino. Lo que im plica u n p roceso em brollado e n tre
los dos hom bres. D efendiendo a R oscio, C icerón se m uestra
'com o un ju rista hábil: la enseñanza que 61 ha recibido de
M ucio Escevola n o ha sido en vano.
P ero las elecciones del 76 han d ado al orador, q u e — tal
com o lo refiere él m ism o— esperaba la m adurez de su ta le n ­
to, su prim era m agistratura. D espués de las reform as d e Sila
hay veinte cuestores: unos ejercían su cargo cn R om a, com o
“ad m inistrad o res” ju n to a los cónsules, o íro s iban a las p ro ­
vincias, para tareas análogas. Se tiraba en su erte p ara decidir
los destinos. C icerón es enviado a Sicilia, en la circu n scrip­
ción de Lilibeo (la actual región d e M arsala y P alerm o), al
oeste de la isla. Al frente de ésta estaba u n p re to r, q u e re ­
sidía cn Siracusa, la antigua capital de los reyes. El últim o de
éstos había sido H ierón II, aliado fiel d e los rom anos hasta
su m uerte, d u ran te la segunda g uerra púnica. C uando, luego
de la victoria sob re A níbal, los rom anos transfo rm aro n S ici­
lia en provincia, conservaron el sistem a fiscal establecido
p o r el rey. E se sistem a (la Ley de Hierón) tenía p o r base un
im puesto establecido sobre la producción de trigo, q u e era la
principal riqueza de la isla. E sta tasa, la décim a p a rle de la
recolección anual, era pagada en esa especie p o r los cultiva­
dores; una segunda décim a p arte era com prada según una ta ­
rifa fijada p o r las autoridades. R o m a tenía gran necesidad de
ese trigo y, p o r esta razón, había m antenido cn vigor la Ley
de H ierón. E l cu esto r de Lilibeo estaba m uy especialm ente
encargado de asegurar su tra n sp o rte hasta R om a. Y esta m i­
sión explica que Sicilia haya tenido dos cuestores, cu an d o no
existía más que uno en las otras provincias. Se co m p rende,
en esas condiciones, la im portancia d e la tarea de la q u e es­
ta b a encargado C icerón. A hora bien, en el año en q u e éste se
cpnvirLió e n cuestor, en R o m a faltaba trigo; tam bién, desde
su arribo, el nuevo m agistrado exige que los envíos fuesen
hechos sin dilación y con exactitud. Esa situación com enzó
por dirigir los provincianos con tra él, pero —dice P lu tarco —

48
ellos constataro n muy ráp id am en te que los trataba con ju sti­
cia y que d esaparecieron las exacciones que se podía re p ro ­
char a sus predecesores. T am bién lo tuvieron cn alta estim a.
E l mism o C icerón ha dicho de qué m anera y con quó
espíritu había ab o rd ad o su m agistratura, y sus palabras, in ­
clusive si ellas p ueden ser consideradas com o palabras de
abogado, m ás q u e expresión de la verdad, no dejan de ser
significativas: “ N om brado cuestor, refiere, he estim ado que
esta m isión me ha sido m er t 'd a d a q u e confiada, com o una
deu d a o un d ep ó sito .” 1
N obles palabras, p o r cierto, y de las que no se p odría d u ­
d ar si ellas no estuviesen in m ediatam ente atem peradas por
una confesión no desprovista de hum or: “C uando obtuve mi
cuestura cn la provincia de Sicilia, m e dije que todos los ojos
estaban puestos so b re mí, he creído que mi cuestura y yo
m ism o, nos en co n tráb am o s situados cn alguna m edida sobre
un escenario, d ela n te del universo en tero , y rehusó gozar, yo
no digo esas pasiones desm esuradas que vem os (en V erres),
sino placeres n atu rales y necesarios.” C uando aboga p or h a ­
ber creído ser el c e n tro del universo, C icerón no confiesa
una vanidad ingenua; 61 hacc alusión a una anécdota célebre,
que cuenta Plutarco, y q u e él la ha referido, algunos años
más tarde cn el discurso cn defensa de C neo Plancio:
“M e im aginaba q u e cn Rom a no se hablaba más que de
mi cuestura. Y o había enviado una gran cantidad de trigo cn
un m om ento cn q u e e ra m uy preciado; cortés respecto de los
negociantes, ju sto con los interm ediarios, escrupuloso con
los aliados, había aparecido a los ojos d e todos com o un m o­
delo de conciencia en toda mi adm inistración; se pensó in-
«Iuso, en tre los sicilianos, de hacerm e aco rd ar honores sin
precedentes. A dem ás abandonaba mi cargo con esperanzas
«pie m e persuadían de q u e el pueblo ro m an o me ofrecería,
jim sí m ism o, todos los honores. Pero, cn el curso del viaje
que m e hacía volver d e mi provincia, estan d o por llegar a
Γη/./u o li d urante el p erío d o cn el que num erosa gente de la
nuts alta sociedad tien e costum bre de p erm an ecer en esa re­
glón, caí de mi asom bro, jueces, cuando alguien me preguntó
qui· día había ab an d o n ad o R om a, y si había algo de nuevo. Y
lo m o yo le respondí q u e venía de mi provincia: “O h, por

49
H ércules, dijo, es del A frica, n o es así?” S obre lo cual, deci­
d idam ente en cólera, le resp o n d í con un a ire desdeñoso:
“ ¡No, de Sicilia!”. E ntonces, o tro individuo, d án d o se aire de
saberlo todo añadió: “¿C ó m o ? ¿T ú n o sabes q u e era cuestor
cn Siracusa?”. E n síntesis, calm é mi cólera y m e m ezclé con
la m ultitu d de ésos q u e h abían ido a bañarse.”2
E ste relato, d estinado a e n tre te n e r a los jueces, nos hace
co m p ren d er muy bien el estad o de ánim o de C icerón, no
sólo de entonces, sino tambi<V d i p o sterio r fre n te a la acción
política. Piensa que cn la ciudad de R om a, com o cn la p e ­
q u eña villa de A rpino, todo d ep ende de sus relaciones perso ­
nales, de la estim a q u e se le brinda a ésos q u e deseaban ocu­
parse de los asuntos públicos y de la abnegación de los m a­
gistrados respecto de sus electores. N ociones com o aquéllas
d e p artid o o de program a, n o e n tra n cn juego. H ay líderes, a
los que se sigue sea p o r sim patía personal, sea en virtud de
alianzas tradicionales (ciertas familias form an gru p o), sea
p o r o tra s razones, porque, p o r ejem plo, reco n fo rta elegir a
los descendientes (y p o r consiguiente, h ered ero s m orales) de
personajes que han b rin d ad o grandes servicios. C icerón es­
pera m ostrarse de e ste m o d o a la aten ció n y a la benevolen­
cia de los ciudadanos q u e acuerdan las m agistratu ras com o
beneficios (beneficia), com o regalos q u e recom pensan el
m érito o la gloria.
E n un sistem a tal la “gloria” es una condición esencial del
éxito. Hay muchas m aneras de o b ten er esta gloria; cuando
ésta no os ha sido dada p o r vuestros antep asad o s, es necesa­
rio adquirirla p o r servicios prestados a los ciudadanos.
A lgunos am biciosos (cada vez más n u m ero so s con los
años) cuen tan con sus liberalidades; distribuyen ayuda en el
in te rio r d e su tribu, lo que es tolerado, p ero tam b ién p ro m e ­
ten dinero si se vota p o r ellos: eso estaba p ro h ib id o por las
leyes “sobre el ám b ito e le c to ra l” (de am bitu), p e ro ese pue­
blo de ju rista s ha im aginado los m edios de cam biar la defen­
sa, y las leyes sobre el ám bito electoral deben se r p erm an en ­
tem en te renovadas, form uladas de d iferentes m aneras para
escapar a las evasivas, p e ro el mal es sin rem edio. C icerón,
in stru id o p o r el pasado, pide a su ta le n to o ra to rio lo q u e
o tro s piden a su fo rtu n a. H em os visto qu e, e n los asuntos d e

50
los que se encarga, es defensor, lo que le hace granjearse n u ­
m erosos reconocim ientos. E stá al servicio de lo d o el m undo
y espera que m uchos ciudadanos se pongan a su servicio.
El deseo de ser conocido y apreciado que se constata en
C icerón, eso que uno m uchas veces llam a su “ insoportable
vanidad”, ya había golpeado a Plutarco, quien escribe, a
p ropósito d e la cu estu ra de Lilibco y del desgraciado arribo
a Pozzuoli: “El vivo placer que experim entaba al recibir e lo ­
gios y su pasión p o r la gloria persistieron en él hasta cl lin y
m uchas veces p u siero n en jaq u e a sus m ejores razo n am ien­
tos.”3
Lo que p a re c e verosím il es que tenía no sólo el deseo de
ser alabado, sino tam bién el de ser estim ado y am ado. Lo
q ue era una necesidad en la vida política, era una exigencia
de su sensibilidad. La aprobación que deseaba, que esperaba
en los otros, lo ayudaba a vencer en sí m ism o una cierta ten ­
dencia a la indecisión, a o p o n er indefinidam ente el pro y el
conira, una tendencia que la enseñanza q u e había recibido
de sus m aestros de la Nueva A cadem ia no había hecho más
que reforzar. H ay en él muchos p ersonajes que no siem pre
están de acuerdo: el h o m b re de acción, ávido de responsabi­
lidades políticas, después el filósofo im buido de la idea de
q u e el Bien m oral sólo es la más alta virtud del hom bre, y de­
scoso de descubrir, en cada caso, d ó n d e se en cuentra ese
Bien y cuál es, a fin de m ostrarlo a todos y d e conducirlo h a­
cia él; allí, d o n d e el p olítico debiera elegir, rápido, sin volver
hacia atrás, el filósofo se em brolla y titubea.
Todavía se dejan entrev er otros aspectos de su personali­
dad: su am or p o r la belleza, la arm onía de las palabras y de
las frases, que son p a ra él, por cierto, m edios de a rre b atar
los espíritus y los corazones, p ero qu e, al m ism o tiem po, lo
satisfacen a sí m ism o, y le crean un m undo del q u e es am o, y
d o n d e se m ueve a gusto. Belleza d e las frases y de los
períodos, belleza tam bién de las cosas d e las q u e se rodea,
ob ras de arte , ja rd in e s que distribuye en sus quintas y que
son com o la recom pensa por su éxito. Existe tam bién el
m undo de su poesía, q u e no es sólo aq u élla d e sus poem as,
sin o tam bién aq u élla d e los m itos que im agina, a la m anera
d e Platón, para expresar su concepción ideal del Universo.

51
Todas esas facetas de su espíritu n o co n fo rm an siem pre una
im agen coh eren te, y, en 61 m ism o, se contradicen. Sufre por
esto y su conducía no p résen la la bella rectitu d de aquólla de
un C atón, el vencido de Utica; pero, ¡cóm o ella es más h u ­
m ana, y cóm o su visión de las cosas es más m atizada y, final­
m ente, más fecunda!
E n Sicilia, a m edida que se desarrolla su juventud, so r­
p rende po r todos los aspectos de su actividad: adm in istrador
íntegro y eficaz, en cu en tra tiem po para defender, ju n to al
preto r, en Siracusa, la causa de los jóvenes nobles rom anos
acusados de cobardía e indisciplina. V isita las ciudades y sus
m onum entos, se traslada a Segesta y se hace m o strar la e sta ­
tua de A rtem is en treg ad a a los segestianos p o r Escipión
Em iliano, con el botín hecho cn C artago; adm ira, cn S iracu­
sa, los retratos de los tiran o s de Sicilia que figuran en el tem ­
plo de A tenea; descubre, en Siracusa, d ela n te de la p u erta de
A grigento, la tum ba de A rquím cdes, cu b ierta p o r zarzas.4
No se con ten ta con cum plir escrupu lo sam en te sus deberes
de cuestor, quiere conocer todo y hacerse am ar. A l abando-
nar Lilibeo, pronuncia delante del pueblo un gran discurso
(hoy perdido) en el que rinde cuenta de su gestión: uso quizá
inspirado cn la “rendición de cu en tas” a la cual estaban obli­
gados los m agistrados de las dem ocracias griegas, que él re ­
tom ará al fin de su consulado, con el poco éxito que vere­
mos.
D e regreso cn R om a form a p a rte del senado com o a n ti­
guo cuestor, y, adem ás, retom a sus actividades de abogado.
Pero piensa en el futuro de su carrera y se lanza a conocer
personalm ente al mayor núm ero posible de ciudadanos, de
saber sus nom bres, el dom icilio de la ciudad donde habitan,
las propiedades q u e poseen fuera de R om a, los amigos que
frecuentan. Por lo general lodo eso era confiado a un no­
menclátor, u n secretario, esclavo o liberto, q u e acom pañaba
a su señor cuando éste aparecía cn público y le soplaba, a
tiem po, el nom bre de las personas con las que se encontraba.
C icerón rehúsa esta hipocresía. Ella era co n traria a su ética,
tal com o hem os creído poder definirla.
E n tre los discursos que pron u n ció en este período, sólo
nos ha sido conservado (en p arte) aquel q u e pronunció en

52
defensa de u n hom ónim o, Μ. T ulio (pro Tullio). Se trataba
de un asu n to de violencia, com etido p o r los esclavos de un
cierto F abio, co n tra aquéllos de un p ro p ietario de T u rio (so­
bre el golfo de T aren to ), M. T ulio, a p ropósito de la d elim i­
tación de sus dom inios respectivos. H abía habido d estru c­
ción de edificios y m uertes. P ero com o las víctim as eran e s ­
clavos, el p roceso llevado a cabo p o r M. T ulio no tenía por
objeto más que la reparación de los dom inios. Los o tro s p ro ­
cesos cn los cuales apareció C icerón en tre su regreso de Sici­
lia y la acción contra V erres n o son, p ara n osotros, más que
títulos sin conten id o , con excepción de la defensa que lleva a
cabo de un cierto E scam andro, acusado de h ab er in ten tad o
envenenar a un h abitante de la p equeña ciudad de L arino,
cn la A pulia; estam os un poco m ejor inform ados sobre este
asunto (al final del cual el cliente de Cicerón fue c o n d en a­
do), porqu e los mismos personajes reaparecen cn o tro p ro ­
ceso, que C icerón debía defender, en el año de su p retu ra
(cn el 66), y p o r el cual pronuncia el discurso en favor de A.
C luentio (pro Cluentio). El discurso (perdido) cn favor de L.
V areno (pro Vareno), que p ertenecía al m ismo período, en ­
cerraba tam bién un proceso crim inal p o r actos de pillaje co ­
m etidos po r los dom ésticos de un cierto L. V areno, a quien
defiende C icerón, que no pudo o b le n c r el pago de su cliente,
probable instigador de lodo el asu n to , cn el curso del cual
uno de sus p aricn les había en co n trad o la m uerte.
Si las violencias com etidas p o r los esclavos se d aban de
m anera tan num erosa d u ra n te esos años, es que una guerra
servil agita a Italia; es cn el 73 que com ienza la calaverada de
E spartaco, p ro n to una verdadera guerra, donde fueron des­
hechos dos ejércitos consulares, y no pudo ser ganada m ás
que después d e dos años de luchas. Es posible que los a su n ­
tos defendidos p o r Cicerón sean los corolarios d e esas tu rb a ­
ciones, sea q u e los mismos esclavos hayan jugado allí el p ri­
m er rol, sea q u e sus am os hayan aprovechado de la situación
general para u sa r de la violencia hacia sus enem igos p erso ­
nales. Sea lo q u e fuere, es evidente que se había recurrido a
Cicerón para defender a acusados com prom etidos en esos
procesos capitales.

53
P o r o tra parte, la cuestura de Sicilia había creado lazos
e n tre 61 y los sicilianos; 61 aparecía com o p ro te c to r de éstos;
las prom esas que les había hccho en sus discursos, cuando se
despidió de los hab itan tes d e Lilibeo, p ero tam bién el re ­
cuerdo dejado p o r su adm inistración y su rep u ta c ió n que se
engrandecía, tuvieron p o r efecto q u e todo siciliano e n ­
contrándo se en peligro fuese hacia 61. Es de ese m odo com o
defendió al siciliano E stenio, ciudadano de T erm as (donde
se había establecido g ente d e H im era, luego de la d estru c­
ción de su ciudad), despojado p o r V erres y a quien éste p e r­
seg u ía , bajo un p retexto falso, p o rq u e había rehusado daríc
las estatuas que perten ecían al pueblo de T erm as. E stenio se
arriesgó a la pena capital. P o r eso huyó a R o m a, sin co m p a­
recer delan te del p reto r, que el sabía decidido a condenarlo.
En R om a, E stenio in te n tó influir sob re los senadores, para
que im pidieran que V erres prosiguiera su venganza; el padre
de V erres escribió a su hijo para ponerlo en guardia contra
la ilegalidad que co m etería co ndenando a E stenio. N ada h i­
zo en eso; el p re to r condenó al acusado en su ausencia. Lo
que privó a E stenio del derech o de residir en R om a, en vir­
tud de una decisión de los tribunos de no p erm itir la p erm a­
nencia en la Ciudad d e nadie que estuviese condenado por
un crim en capital. Y fue Cicerón quien, d e la n te del colegio
de los tribunos, expuso la causa del in fo rtu n ad o , y obtuvo,
p o r unanim idad, q u e se lo au to rizara a p erm anecer. E so
ocurría e n el 72, y ya C icerón se en co n trab a en oposición de
aquél a quien 61 ha convertido en sím bolo de los g o b ernado­
res crim inales, quien, con la com plicidad del senado, despo­
jaba y ensangrentaba las provincias.5
El asunto d e V erres era, ya en sí mismo, sim bólico. D esde
la m uerte de Sila, en el 78, la legislación q u e él había esta ­
blecido era com batida desde diversos ángulos. El dictador
había dism inuido la im portancia de los trib u n o s de la plebe.
Se esfuerza por restablecerlos en sus a n te rio re s derechos (lo
que será hccho en el 70). Sila había suprim ido la censura. Se
la confiere por vida. Pero sobre todo, la atrib u ció n de los tri­
bunales form ados exclusivam ente de senadores, que eran un
pu n to esencial de la legislación de Sila, aparecía cada vez
más intolerable: esos tribunales habían com etid o dem asia­

54
das injusticias irritan tes com o p ara que fuera posible conser­
varlos. Los caballeros, sobre todo, cuyos negocios e ra n co n ­
trolados p o r los tribunales, se sen tían am enazados. U na co­
rrien te poderosa se bosquejaba p ara o to rg a r a otro s, más
que a los senadores, el derecho de form ar p arte en los trib u ­
nales. U no de los personajes más visibles, Cn. Pom peyo, en
o tro tiem po al servicio de Sila, después enviado a E spaña,
donde había puesto fin a la revuelta de S ertorio y q u e había,
finalm ente, logrado la d e rro ta d e los hom bres de E spartaco,
declara cn la reunión que 61 tuvo, cn el 71, com o cónsul d e­
signado, “q u e las provincias eran arrasadas y m altratadas,
que los ju icios eran escandalosos, p ero que 61 velaría por
cam biar to d o e so ”.6 P or todas esas razones C icerón n o titu ­
bea cn a c e p ta r la m isión que acaban de ofrecerle los sicilia­
nos, cn ese m ism o año 71. El p ro ceso iniciado p o r los sicilia­
nos a V erres sería una prueba. E l mism o C icerón lo declara
en la prim era acción: “Bien se verá, a p ropósito de este p er­
sonaje, qu e aú n con senadores p o r jueces, un ho m b re tan
ev identem en te culpable y tam bién rico puede ser c o n d en a­
do.”7
V erres procedía de una fam ilia d e rango senatorial, pro b ­
ab lem en te d e origen etrusco. E n el 82, cuando era cu esto r en
las filas d e los p artidarios de C. M ario, él había v uelto a re u ­
nirse con Sila; después había seguido a Cn. D olabella, pro-
p re to r de Sila en Cilicia, y, en esta ocasión, había vendido a
dos personajes dudosos, p ro b ab lem en te en colusión con el
rebelde S e rto rio , un navio q u e n o le pertenecía. C om o p re ­
to r urbano, cn el 74, se había m ostrad o prevaricador, lleno
de desprecio p o r los hum ildes, “a quienes apenas ve com o
hom bres libres” , y que se había d ejado gobernar p o r los ca­
prichos d e su com pañera, Chelidon (G olondrina). D espués,
en el 73, se le había encargado gobernar Sicilia com o p ro ­
pretor. P erm an eció allí dos años, pillando, cn p articu lar las
obras de arte, tan num erosas en la isla, falseando las in stitu ­
ciones fiscales, p ara otorg arse sum as a las cuales n o tenía d e ­
recho, u san d o de sus p o deres judiciales para c o n d en ar a
m uerte a todos ésos que in ten tab an oponérsele o que h u b ie­
ran podido hacerlo. E l pedido de los sicilianos, reclam ando
reparación resp ecto d e todas las injusticias q u e ellos habían

55
soportado , no podía ser rechazado; pero los senadores y los
am igos de V erres in te n ta ro n sofocar el asunto. Los sicilianos
habían p ro p u esto a C icerón para que fuera el acusador de
V erres; los consejeros de éste, tem iendo m ucho la elocuen­
cia de Cicerón, eligieron a H o rten sio para aseg u rar la defen­
sa de V erres y, al m ism o tiem po, encargaron secretam ente a
uno de los suyos, un antiguo cuestor de V erres, Q. Cecilio
N iger, jug ar el rol de acusador: corresp o n d ería al tribunal
decidir quien, si C icerón o Cecilio, acusaría a V erres. E l ju i­
cio que se lleva a cabo lleva el nom bre de “adivinación”
(diuinatio). C icerón pronuncia, para hacerse reconocer co­
mo acusador, un discurso, conservado, la Adivinación contra
Cecilio (Diuinatio in Caecilium). El tribunal decide en su fa­
vor. Sin duda se tem ía, si se elegía a Cecilio, hom bre poco
elocuente y sin inllucncia, crear un escándalo todavía más
grande.
C icerón partió para Sicilia cn el mes de e n e ro del 70, a fin
de reu n ir las p ruebas y los testim onios necesarios para el
proceso. E so no m archaba sin dificultad, le ten d iero n tra m ­
pas tan to cn tierra com o cn mar; e incluso, ese añ o fue muy
frío, especialm ente cn Sicilia, en A grigento. P ero el recibi­
m iento de los sicilianos fue tal que en cincuenta días el o ra ­
do r pudo reunir un expediente abrum ador. P ero los amigos
de V erres co n tin u aro n provocando dificultades; tuvieron
éxito al retard ar la ap ertu ra del proceso, que no tuvo lugar
más que a com ienzos del mes de agosto. D u ra n te ese tiem po
C icerón había sido elegido edil, p o r unanim idad de sufra­
gios, cn tan to que H orten sio obtenía el consulado.
El tribunal estaba com puesto p o r hom bres d e quienes
podía esperarse una decisión justa. N o o cu rriría lo m ism o al
año siguiente, en que V erres sería defendido p o r un cónsul,
H ortensio, y p odría co n tar con la n eu tralid ad afable del
o tro, y don d e el p residente del tribunal sería un Cecilio M é­
telo, am igo del acusado. Es p o r esa causa q u e la defensa in ­
tenta dem o rar las cosas, aprovechando la serie de fiestas que
ocupan los meses de agosto, de setiem bre y de octubre. Pero
C icerón pudo o b te n e r que el proceso se iniciara y se lim ita a
pronunciar el discurso designado con el no m b re de “p rim era
acción”, que poseem os; cita a los testigos, p ro d u ce los d o c u ­

56
m entos, y n o sc conlcn la con evocar los crím enes de V erres,
sino que m uestra la im portancia política de un proceso a
pro p ó sito del cual podría p robarse la honestidad de los ju e ­
ces senatoriales. Son los mism os fundam entos del Im perio
los que están en cuestión. C icerón cree sinceram ente q ue es­
te Im perio n o reposa sobre la fuerza, sino sobre el derecho:
aquél que se le reconoce a las provincias de a rra stra r hasta la
justicia a los m alos gobernadores.
Los testim onios, los docum entos presentados a los jueces
m uestran la culpabilidad de V erres con tal evidencia que V e­
rres aband o n a R om a sin e sp erar el fallo. Su condena fue
pronunciada el 14 de agosto: debería pagar a los sicilianos, a
título de indem nización, la sum a de 40 m illones de sester-
cios. Pero, p o r su exilio vo lu n tario , había podido salvar la
mayor p a rte de su inm ensa fortuna, y su colección de b ro n ­
ces preciosos, que term inaron p o r causar su perdición; com o
había rehu sad o entregarlos a M arco A ntonio, éste lo puso
en la lista de los proscriptos, en el 43, y lo hizo m atar. M urió
pocos días después que C icerón conociera la misma suerte.
C icerón, habiendo obten id o la condena de V erres en el
térm ino d e la “prim era acción”, no redacta de ningún m odo
los discursos en forma, sino ficticios, lo que habría debido
p ro n u n ciar si una “segunda acció n ” le hubiera sido obligada.
Hay cinco de éstos, de los q u e cada uno concierne a un as­
pecto p articu lar de los crím enes com etidos p o r el acusado:
d u ran te su pretura urbana, d u ran te la pretura de Sicilia, con-
cern ien le a la provisión de trigo (de frum ento), las obras de
arte robadas fde signis), las ejecuciones arbitrarias (de suppli­
ciis). E stos cinco discursos, esparcidos pronto e n tre el p ú b li­
co, constitu y ero n una req uisitoria tan to más eficaz que, es­
tando cerrad o el proceso, la defensa no podía resp o n d er en
61. Esos pan fleto s contribuyeron en gran medida a la m odifi­
cación del sistem a judicial: en ad elan te los tribunales e stu ­
vieron form ados por un tercio de senadores, un tercio de ca­
balleros y u n tercio de “ tribunos del te so ro ”, un o rd en sobre
el cual ignoram os la definición exacta. Cicerón había trab a­
jado pues co n tra el senado, o, al menos, contra una cierta
concepción d e ese orden, que hacía de éste un feudo al m ar­
gen de las leyes; medida de salubridad política y, se pensaba,

57
de equilibrio e n tre los elem en to s “ responsables” de la ciu­
dad. P or un m om ento R o m a venció cn una atm ósfera de
concordia, de reconciliación e n tre las órdenes. E l tem plo de
Jú p ite r C apitolino, sím bolo d e la fuerza rom ana, destruido
p o r un incendio luego de la tom a de la ciudad p o r Sila, fue
reconstruid o y consagrado nuevam ente, p o r Q. L utacio C a­
tulo, que edificó al m ism o tiem po el tabularium, los A rchi­
vos del E stado, cuyos arcos todavía p ueden verse y que sir­
vieron d e basam ento al C ap ito lio de M iguel Angel.
P o r una ironía del d estino, u no de los prim eros p erso n a­
jes acusado de concusión (de repetundis, es decir, de recupe­
ración d e sum as robadas) d ela n te de los nuevos tribunales
fue un cierto M. F o n teio , g obernador de la G alia N arb o n en ­
se,* q u e tuvo a C icerón p o r defensor. F o n teio había aplicado
en su gobernación m étodos sim ilares a los d e V erres, y C i­
cerón, defendiéndolo, parecía retractarse. El se justifica de
esto cn un pasaje de su discurso, hoy perdido. Los provincia­
nos confiados a F o n teio son m uy diferentes d e los sicilianos;
son bárbaros que no co m prenden más que la fuerza y no, c o ­
mo esos griegos, los más civilizados de los hum anos. La paci­
ficación, por Pom peyo, de esas regiones era recien te y era a
través de ellas que pasaba la ruta estratégica que conducía
hacia las provincias de E spaña. No sabem os si la razón de
E stado la fundaba sob re la equidad y si F o n te io fue o no
condenado.
C om o edil C icerón da, cn el 69, tres series de juegos y dis­
tribuye al pueblo cargas de trigo que le enviaron los sicilia­
nos com o reconocim iento. C onvertido cn p o p u lar, fue elegi­
do fácilm ente p re to r p o r el año 66. En este añ o defendió, e n ­
tre otros, a A. C luencio H áb ito , de L arino,** acusado de h a ­
ber hecho envenenar a su suegro, O ppiánico. A su n to muy
oscuro al cual había servido de prólogo, en el 74, el proceso
de E scam andro, acusado p o r el m ism o C luencio de haber in ­
tentado envenenarlo. E sc discurso p resenta una imagen h o ­
rrorosa de la alta burguesía d e L arino, d o n d e los intereses
sórdidos se m ezclan con las luchas políticas arrastrados por
aquéllas de R om a. El discurso term ina con el elogio de los
* Es decir, la galia Transpadana. (N. del T.)
** I-arino, ciudad del Samnio, en el país de los Freíanos; cf. Cic .Au., 7
Π , 7, (Ν. del T.)

SH
caballeros, q u e han Icnido, ellos solos, el m érito de oponerse
a las m aniobras facciosas de livio D ruso, que había p rovoca­
do la guerra social.
La p arte conservada de la Correspondencia com ienza con
una carta a A tico del 23 de noviem bre del 68. E m pecem os
por p en e tra r más p rofundam ente cn la vida del orador. D e
esta Coirespondencia poseem os dieciséis libros a A tico, die­
ciséis a sus am igos (Ad fam iliares), tres a su herm ano Q u in ­
to, veinticinco cartas a M. B ruto (había de éstas al m enos
nueve libros), y sabem os q u e d e éstas existían o tras a O c ta ­
vio, a Axio, a Pom peyo, etc. C iertas recopilaciones fueron
publicadas p o r T irón, el liberto, secretario de Cicerón; otras,
quizá, a instigación de A ugusto, q u e habría, se nos dice, de­
seado a rru in a r el prestigio del o rad o r, víctim a de las p ro s­
cripciones.8
E ntre ta n to , la vida política estaba dom inada p o r los
acontecim ientos del O riente. D esde el 74, se había rcinicia-
do la guerra co n tra el rey del P o n to , M itrídates, vencido en
o tro tiem p o p o r Sila. U n senador, L úculo, había sido e n car­
gado de conducirla, pero, luego de brillantes éxitos, sufrió
una serie d e reveses. En el 67, y especialm ente bajo la p re ­
sión de los caballeros, fue reem plazado. La influencia de los
senadores fue puesta en duda. U n antiguo lu g arten ien te de
Sila, Cn. Pom peyo, cónsul cn el 70, parece el único capaz de
restablecer la situación, y, cn p rim er lugar, de d esp ejar los
m ares d e p iratas. Un tribuno, A. G abinio, p ro p o n e una ley
instituyendo un com ando único so b re lodos los m ares, por
tres años. La ley fue votada en beneficio de Pom peyo, y a pe­
sar de la op o sició n del senado. C icerón no había dicho nada;
tal vez la m edida le parecía necesaria, pero le repugnaba vol­
ver a unirse a los “p o p u lares”, desenfrenados con tra el sen a­
do. Pom peyo logró, en el 67, restab lecer la paz cn los m ares
y, concecuencia lógica, cn el 66, el tribuno M anilio presentó
una ley co n v in ie n d o a Pom peyo cn el jefe de las fuerzas ro ­
manas que o p e ra b a n en O riente. E sta vez Cicerón pronuncia
un discurso en favor de la ley p ro p u esta (pro Lege M anilia),
su prim er discurso p ro p iam en te político. Se dirige al pueblo,
desde lo a lto de los R ostros,* so b re el foro. H ace el elogio
* Rostros: tribuna desde donde se arengaba al pueblo, adornada con los
espolones (rostrum, plural: rosira) de las naves tom;i<Jas al enemigo. (N. del
T.)

59
de Pom pcyo, de sus cualidades pero tam bién de su buena
fortuna en esas em presas (cualidad divina!). Insiste sobre las
consecuencias económ icas de una guerra que, si se p ro lo n g a­
ba, arru in aría al E stado. P atrio tism o e in terés aq u í se enco n ­
traban aliados.
Se ha criticado la posición de C icerón, que habría c o n tri­
buido a conm over la república y p reparado el cam ino a los
am biciosos. Pero tam bién puede pensarse que, a p a rtir de
ese m om ento, C icerón ha elab o rad o la concepción de la ciu­
dad que expondrá en De república, más de diez años más lar­
de: a la cabeza del E stado, un princeps, un “d ire c to r”, desig­
nado por su prestigio y su gloria. Así, en o tro tiem po, Esci-
pión el A fricano. E sc princeps en carna el principio
m onárquico de la co nstitución mixta elab o rad o p o r Polibio.
Pom pcyo iba, efectivam ente, a restablecer el im perio de R o ­
ma, a agrandarlo m ediante sus conquistas de donde el
O rien te iba a resultar pacificado y rom ano. AI m ism o tiem ­
p o Cicerón fortalecía su p ro p io puesto, situ án d o se in m edia­
tam ente al lado del princeps, y reduciendo el rol (juzgado ex­
cesivo) de la aristocracia tradicional.
D u ran te esc tiem po, la situación in te rio r perm anecía tu r­
bada en el curso de los años que separaban a C icerón del
consulado (del 64 al 63). C om o en el 66 los cónsules elegidos
no agradaban a los senadores, se obtuvo su condena por in­
trigas, lo que entrañ a su destitución. Los o tro s dos cónsules
fueron sustituidos. Se form a una conspiración p ara asesinar­
los el día de su entrada en funciones, el 1° de e n e ro del 65.
U n o d e los conjurados era L. Sergio C atilina, en o tro tiem ­
po, adicto a Pom peyo. El proyecto fracasa, p ero los “ conser­
vadores” eran conscientes de las am enazas y sen tían necesi­
dad de ganar aliados fuera de la nobleza tradicional. C i­
cerón, candidato en el 64, o rad o r célebre, q u erid o p o r los ca­
balleros, podía ser de gran utilidad. Se lo sabía íntegro; si o b ­
tenía el consulado, no se serviría d e é ste p ara urdir intrigas
tortuosas ni provocar confusiones sociales, sería un mal m e­
nor. El recuerdo de Sila y de las violencias com etidas en el
curso de los años precedentes le servirían: él era el hom bre
de la paz. El se afirm ó y de este m odo fue elegido cónsul el
29 de julio del 64, p o r unanim idad de las centurias. Su co le­
ga era C. A n to n io H ybrida, hijo del o rad o r A n to n io y quien
60
se había involucrado en las intrigas de los últim os meses; en
o tro tiem po p artid ario de Sila, esperaba de su m agistratura
los m edios de re cu p erar una fortuna que había dilapidado y,
estando listo p ara p actar con cualquiera, p reparaba un golpe
de E stado del que ¿1 mismo podría recoger algún beneficio.
E n el curso de esos años, la Correspondencia nos m uestra
un C iccrán feliz, en su vida fam iliar. Casado desde el 77 (tal
vez desde el 79, antes de su partida hacia G recia) con T ercn-
cia, una joven noble rom ana, y parece que muy rica, había te­
ñido con ósla una hija, T ulia, nacida al com ienzo de su casa­
m iento, y un hijo, M arco, nacido hacia el fin del 67. A fines
del 67 Tulia fue com prom etida con C. C alpurnio Pisón F ru ­
gi, un joven de la alta nobleza; el casam iento tuvo lugar en el
64. El herm an o m en o r de C icerón, Q u in to , se había casado
con Pom ponia, la herm ana de A tico, el condiscípulo y am igo
de siem pre; p ero el m atrim onio tuvo dificultades; Pom ponia
es violenta y Q u in to no se en tien d e con ella. Preocupación
m enor en el m o m en to en que el o ra d o r va a ejercer el consu­
lado y cum plir, de ese modo, su más querida am bición.

1. Veninas, II 5, 35.

2.Pro Plancio, 64-65.

3. Plutarco, Vida de Cicerón, 6,5.

4. Tusculanas, V, 64 -66.

5. Asum o de T erm o, in Veninas, II 2, 82-J 18.

<>. Verrinas, A clioprim a, 45.

7. Veninas, A ctio prima, 47.

8. J. Carcopino, Les secrets de la Correspondance... t. II.

61
Capítulo V
DEL CONSULADO AL EXILIO

D esde su ingreso en el cargo, el Io de en ero del 63, C i­


cerón ap areció com o el defensor de la aristocracia. El p a rti­
do popular, que no había podido hacer elegir en el consula­
do más que lo m ás desacreditado de e n tre sus candidatos, C.
A ntonio H ybrida, había hecho p ro p o n er, desde el 10 de d i­
ciem bre del 64, p o r uno de los trib u n o s, P. Servilio R ulo, un
proyecto d e ley agraria: se elegiría un colegio de diez m iem ­
bros que, d u ra n te cinco años, serían inveslidos de p oderes
considerables, financieros y judiciales, y encargados de fun­
dar colonias so b re el suelo itálico y, en especial, en la C am ­
pania. Para p ro cu rarse las sumas necesarias, se vendería una
gran p arte d e los dom inios públicos, d e igual m odo q u e los
dom inios reales q u e habían pertenecido a los soberanos de
territorios anexados y otros bienes raíces en Sicilia, en E s­
paña, en A frica, etc. T odo el d in ero p roveniente del bolín de
guerra, y qu e no había sido em picado d e distinto m odo, sería
girado a los decenviros.* E se proyecto, si era ad o ptado,
debía im plicar una turbación total en la sociedad ro m an a y
* Los decenviros eran magistrados rom anos en número de diez que, nom ­
brados en el año 304 de Roma, compusieron las leyes de las Doce Tablas.
I ;.ran tam bién los encargados de custodiar los Libros sibilinos, de consultarlos
V de cumplir los sacrificios necesarios (cf. T. Livio, 25, 12,11). (N. del T.)

63
en los vínculos del E slad o con los de las provincias y los alia­
dos. La ley reto m ab a las intenciones de los G raco, p ero con
una envergadura todavía más grande. Servilio R ulo no era
jn á s que el in stru m en to del que se servían dos hom bres muy
decididos a ad u eñ arse del poder, C raso y César. La in stitu ­
ción de los decenviros, los poderes que se les reconocía iban
a paralizar el senado, y la recuperación del te rrito rio de la
C am pania, en gran p a rte ocupado sin d erech o por los g ra n ­
des propietarios, perjudicaba en gran m edida a los Padres.*
El mismo Pom peyo estaba am enazado pues n o podía ser e le ­
gido decenviro más que si estaba p resen te en R om a. A hora
bien, Pom peyo se encontraba en el O rien te, donde acaba sus
conquistas en lo que restaba de los reinos.
C ontra esa ley, el I o de enero, C icerón pronuncia en el s e ­
nado un discurso del q u e no tenem os m ás que una débil p a r­
le. Al o tro día se dirige al pueblo. R ulo resp o n d e y C icerón
replica m ediante u n tercer discurso; poseem os éste al igual
que el que lo había precedido. Sobre el cual, un trib u n o de la
plebe, L. C ecilio, declara que si la p ro p u esta no era retirada,
le opondría su veto. C icerón había sabido d ar la im presión
de que la ley conlcnía una am enaza de tiranía. H abiendo a l­
canzado la m agistratura suprem a, sabía bien cóm o d o m inar
la vida polílica. Los argum entos que em plea no son verdade­
ram ente cxcelenies; apuntan, a m enudo, a tocar la sensibili­
dad más que la razón y se dirigen a los prejuicios y a la p ere­
za de los ciudadanos que no consideraban con entusiasm o la
idea de trasladarse a lejanas provincias para cultivar la tie­
rra, en lugar de vivir tran q u ilam en te e n tre los placeres de la
C iudad. Pero ésos no son, p ara el o rad o r, m ás que m edios d e
acción y no la expresión de una convicción polílica.
E n realidad, lo q u e quiere C icerón es m antener un equili­
b rio social que sien te muy inestable. La som bra de Sila con­
tinúa en el horizonte. Se cuestiona m ucho, en los discursos
sobre la ley agraria, a los colonos establecidos por el d icta­
dor y a los bienes adquiridos p o r los que aprovecharon de las
proscripciones. C icerón no olvida que el rango social de los
senadores estaba ligado a su fortuna en tierras; em p o b recer­
los tendía a ro m p er el equilibrio social al cual él estaba liga­

* Paires conscripti "Padres constrilos" = Senadores (N. del T.)

64
do. C o m p ren d e que la “co n stitu ció n ” republicana está am e­
nazada, qu e en todo m om ento p u ede ensom brecerse si uno
de los elem en to s que la com p o n en prevalece. E ste exam en
explica lo q u e se llam a las inccrtidum bres y contradicciones
de su política. U no tiene p o r sín to m a de esto la lista de los
discursos q u e él mism o llam a, n o sin un orgullo teñido de
hum or, sus “arengas consulares ”,1 que son: los tres discursos
sobre la ley agraria, el que p ro n u n cia en favor de L. O thon,
que había hech o ap ro b ar una ley reservando a los caballeros
las cato rce prim eras filas del te a tro , una m edida que había
m olestado al pueblo; luego, la defensa de R ab irio (pro Rabi­
rio), sobre el q u e volverem os; m ás tarde el discurso sobre los
hijos d e los p roscriptos (para m an ten er una m edida tom ada
por Sila, pro h ib ien d o a los hijos de los hom bres a quienes se
había p ro scrip to alcanzar alguna m agistratura; esto a fin de
evitar las posibles venganzas y m a n tcn err la serenidad); en la
arenga pronunciada “renuncia a su provincia” (dejándola a
su colega A n to n io M acedonia, a quien le había sido a trib u i­
da, y que p ro m etía b rin d ar m ás provecho que la Cisalpina,
que A n to n io había o btenido); después de esto vienen las
cu atro Catilinarias (una d elan te del senado, las dos siguien­
tes d ela n te del pueblo, la últim a al senado).
E n tre sus arengas consulares C icerón no incluye el d iscur­
so en favor de M urena, acusado de intrigar, y q u e defendió
con éxito, po rq u e, a sus ojos, n o cucnlan en favor de su glo­
ria com o cónsul más q u e los discursos de carácter político;
los o tro s, los discursos jurídicos, “sienten dem asiado el e n re ­
d o ”. E n verdad, incluye e n sus discursos consulares el pro
Rabirio, defensa en favor d e u n acusado; p ero él tenía en cla­
ro que ese proceso había sido provocado para influir sobre la
opinión, com o lo había sido an ies, en o tro sen tid o , el de V e­
rres.
C. R ab irio , un anciano, fue acusado por T. L abicno (am i­
go d e C esar y de su fu tu ro lugarteniente) de perduellio (es
decir, d e alta traición) p o rq u e e n el 100 a.C. había m atado
con sus p ro p ias m anos al trib u n o faccioso L. A puleyo S a tu r­
nino. P o r esta razón, había sido perseguido en m uchas c ir­
cunstancias p o r los populares, b ajo diferentes pretextos. E n
el 63, a instigación de César, su proceso fue reab ierto , m enos

65
co n tra él m ism o que p ara p ro h ib ir en el fu tu ro al senado re ­
c u rrir al procedim iento utilizado con tra S atu rn in o , el "sena­
tus consultum ultim um ” * decreto del sen ad o q u e rem itía a
los cónsules la preocupación de en frentar, p o r tod o s los m e­
dios, una situación de crisis. Ese senado-consulto “ ú ltim o”
confería a los cónsules el derecho de reclu tar tro p as, tom ar
m edidas en o tro s tiem pos contrarias a los privilegios de los
ciudadanos. C ésar, acusando a R abirio, cuestio n ab a al se n a ­
do el derecho de recu rrir a eso en esa circunstancia, lo que
hacía posible llevar c o n tra él una política q u e n o tropezara
con ese obstáculo. C icerón, del lado de H o rten sio , defendió
a R ab irio delante de los com icios. R abirio, sin d uda hubiera
sido condenado p o r el p ueblo, si el p re to r C ecilio M etelo
Celer, enarbolando sob re el Janiculo el e sta n d a rte que co n ­
vocaba a los ciudadanos a su form ación m ilitar, n o hubiera,
p o r este golpe, d etenido el procedim iento. A l final de su dis­
curso C icerón había d em o strad o que la resistencia a las a stu ­
cias d e S aturnino no había sido un hecho só lo d e R ab irio y
de un puñado de asesinos, sino que el p ueblo e n te ro , sena­
dores, caballeros, no hacía más que obed ecer a la autoridad
de los cónsules. Y, m uy hábilm ente, invoca la au to rid ad de
C. M ario, que había provocado la caída de S atu rn in o . C. M a­
rio, de A rpino, no era acaso el patrón p o lítico de C ésar, de
quien Sila había dicho q u e veía en él “ m uchos M arios”, y
que había restablecido, p o r un golpe de audacia, los “ m onu­
m entos d e M ario ”, destruidos p o r el régim en p recedente?
E so era d ar vuelta la situación.
El discurso en favor de R abirio tendía a conservar al se ­
nado una d e sus prerrogativas esenciales: aseg u rar la salva­
guardia suprem a del E stado. P ronto, él m ism o iba a usar de
ésta. Sergio C atilina, que ya en dos o p o rtu n id a d e s se había
p resen tad o a las elecciones consulares con u n program a
“ p o p u lar”, y que había fracasado, resolvió ad u e ñ a rse del p o ­
d er p o r la fuerza; para eso form a una co n ju ració n con un
'grupo de nobles y de h om bres abrum ados p o r las deudas, al­
gunos burgueses de los m unicipios, qu e tem ían m ucho el o r ­
den establecido. E n E tru ria , muy especialm ente, se había
* Senatusconsultum, decreto o decisión del Senado, que tiene fuerza eje­
cutiva; diferente de la auctoritas, simple decisión del Senado, que no la tiene
(N. del T .)

66
vinculado a los veteranos de Sila que no habían sabido con­
servar las tierras q u e les habían sido dadas p o r su general.
Las elecciones consulares q u e habían rechazado a C atili­
na habían ten id o lugar en el mes de setiem bre del 63. Poco
tiem po después C atilina decide pasar a la acción; envía a un
cierto n úm ero de sus cóm plices a p rep arar el levantam iento
de las ciudades provinciales y a que in ten taran e n ro la r a los
gladiadores, q u e se los guardaba en dom inios alejados de
R om a, especialm ente en la C am pania. P ero el secreto no
pudo ser guardado; una joven m ujer llam ada F ulvia, q ue e n ­
contraba a su am an te Q. C urio poco generoso, le escuchó
asegurar q u e p ro n to sería rico, y, haciéndole preguntas, no
tardó en e n te ra rse de todo. D e inm ediato va a ver a C icerón
y lo advierte del peligro. El 23 d e setiem b re el cónsul revela
el com plot a los senadores, que no lo tom an en serio. C atili­
na decide proseguir su em presa; idea un plan que im plica el
asesinato de C icerón, un levantam iento m ilitar y la o cu p a­
ción de P reneste,* a veinte m illas de R om a.
Craso, que hasta entonces había apoyado a C atilina,
rehúsa patro cin ar hasta el fin esa conjuración y, en la noche
del 20 al 21 de o ctubre, se dirige hasta lo de C icerón y le en ­
trega m uchas cartas, depositadas en su casa p o r un descono­
cido. E sas cartas advertían a su d estin atario que aban d onara
Rom a lo m ás rápid am en te posible, en razón d e graves incon­
venientes que allí no tardarían en estallar.
Al o tro día el cónsul convoca al senado y m uestra las ca r­
tas. E sta vez no podía haber allí duda: se confirm aba que las
ciudades d e E tru ria estaban agitándose. Los Padres votaron
el senado-consulto extrem o. O tro C atilina h ubiera re n u n c ia­
do. El, por el co n trario , decidió proseguir y, al principio, m a­
lar al cónsul dem asiado alerta; p ero Cicerón fue advertido
por sus inform âm es y los asesinos, que fueron a su casa, al
alba del 8 de noviem bre, no pudieron en trar. A la m añana el
cónsul re ú n e al senado y p ronuncia la p rim era Catilinaria. A
la tarde C atilina abandona R om a con destino a E lru ria, y lo
m ismo hace el ejército de su cóm plice M anlio.
Al o tro día el cónsul da cuenta al pueblo, en u n segundo
discurso, de su conducía. La m ayor p a rle de los conjurados

* Iloy Palestrina (N. del T.)

«1
todavía se en co n trab a en la C iudad; C icerón los am enaza
con condenarlos a m uerte, si se am otin ab an ; p o r el c o n tra ­
rio, prom ete que la sangre no será d erram ada sob re el suelo
de la Ciudad, si todo vuelve a ordenarse. C atilina se repliega
encontrán d o se en Faesulae (F iésole) y asum iendo oficial­
m ente el m ando del ejército rebelde. C atilina fue entonces
declarado “enem igo público” p o r el senado que moviliza
fuerzas contra 61, bajo el com ando del o tro cónsul, C. A n to ­
nius (A ntonio).
En ese m o m en to se agregan a C icerón nuevas p re o cu p a­
ciones. D ebe abogar en un proceso en el cual el cónsul desig­
nado en el 62, L. Licinio M urena, estab a acusado de intrigar.
Sin atender a las circunstancias trágicas creadas p o r la co n ju ­
ración de C atilina, C atón (aquél q u e debía m orir en U tica),
acusa a M urena en virtud de una ley que el m ism o C icerón
acababa de hacer votar (lex Tullia de ambitu)·, ap a re n te m en te
no se había puesto en ella más q u e el interés su p erio r de la
“ m oral” política (C atón era un esto ico serio y estricto). En
la defensa de M urena (pro M urena), C icerón o p o n e a los
principios m orales la oportunidad: no conviene, fren te a la
am enaza de una guerra civil, que la “gen te h o n esta” se divi­
da y discuta. M ás allá de esta causa se o p o n en dos co n cep ­
ciones de la vida m oral: el rigor estoico debe dism inuirse,
pues no se adap ta a la realidad de la vida política, que no a d ­
m ite un ideal sobrehum ano. M urena fue liberado. El fue, d u ­
rante el año 62, un aliado seguro.
Pero las indicaciones dadas a C icerón entrañ ab an un gra­
ve daño. Los cóm plices de C atilina q u e habían p erm anecido
en R om a decidieron desencadenar la insurrección in c e n ­
diando la C iudad, d urante la noche del 16 al 17 de setiem bre,
asesinando a C icerón y librando a R o m a al ejército de su j e ­
fe. Sin em bargo, faltaba al cónsul u n a prueba decisiva. El
azar socorrió al cónsul. Una em bajada d e los alóbroges, que
h jb ja ido a p ro te sta r contra sus g o bernadores, no había p o ­
dido hacerse escuchar en el senado. Volvían d escontentos
cuando el p re to r L éntulo, uno d e los conjurados, los aborda
y les prom ete m ontes y maravillas, si sum inistraban caballe­
ros para el ejército rebelde. E l a su n to llega a oídos de C i­
cerón, quien les aconseja poner p o r escrito el pacto p ro p u es-

68
to; lo que fue hecho. A dem ás, al alba del 3 de diciem bre, los
em bajadores que se dirigían a su país, fueron arrestados en
el p u e n te Milvio; se en cu en tra en sus equipajes la prueba es­
crita de la traición. E n to n ces el cónsul hizo arre sta r a los
culpables, ord en a que se registren sus casas, y los traslada
frente al senado al que le m uestra la prueba d e sus crím enes
que, en adelante, van acum ulándose. Los conjurados son
pu estos en custodia en las casas de los senadores encargados
de vigilarlos, y C icerón, una vez más, rinde cu entas al pueblo
de lo que había pasado; ése es el objeto de la tercera Catili­
naria.
E n esa misma larde, las m ujeres celebraban la fiesta de la
B ona D ea, en la casa del cónsul, com o lo quería la costum ­
bre. Y he aquí que, de im proviso, el fuego brota de los car­
bones, sobre el altar, cuando se lo creía extinguido. Las ves­
tales in terp retan el presagio y ordenan a T e re n d a ir a buscar
a su m arido e inform arle que los dioses a p ru eb an una acción
enérgica.^ C icerón duda y se pregunta si debía condenar a
m u erte a los conjurados, o sólo encarcelarlos. El día 5, en el
cu rso de una sesión del senado, consulta a los Padres (cuarta
Catilinaria). La m ayoría se inclina a volar p o r la condena a
m uerte; pero C icerón o b jeta que esta pena era contraria a
las garantías tradicionales reservadas a los ciudadanos y m u­
chos senadores lo ap ro b aro n . E ntonces intervino C alón y los
senadores se declararon en favor de la ejecución inm ediata.
E sto tuvo lugar esa misma larde en la prisión del C apitolio.
El cónsul la anuncia a la m ultitud congregada sobre el foro
con una sola palabra: “ellos han vencido” (uixenmt), que ha
sido célebre. R om a, q u itándose un peso, aclam a a Cicerón.
H aciend o ejecutar a los conjurados, C icerón h ubiera con­
citado contra sí lodos los odios y dado a sus enem igos el m e­
dio de paralizar su acción; se le rehúsa, en p rim er lugar, el
d erech o de p ronunciar su p ro p io panegírico al ab an d o nar el
cargo, después uno se im agina puesto contra cl a Pom pcyo,
qu e se dem oraba en el O rien te y de quien se esperaba el re ­
greso. Cicerón le escribe una larga carta para p ro p o n erle
una alianza. La vanidad d e Pom peyo, cubierto d e gloria, se
irritó a causa de esto; p o r cierto, él deseaba, com o lo sugiere
C icerón, ser considerado com o el prim er ciudadano, el prin-

(V
ceps, pero esperaba serlo solo, sin ten er al o ra d o r com o con­
sejero!
La posición de C icerón fue todavía sacudida, en el 62 y en
el 61, p o r el escándalo de las D a m ia * la fiesta de la Bona
Dea celebrada ese año en la casa de C ésar, q u e era pretor.
U n joven, P. Clodio, se había introducido en ella, p ara reu ­
nirse —se decía— con su am ada, la m ujer de César.** F ue
so rp ren d id o y los senadores no se disgustaron en ab ru m ar a
Clodio, uno de los jefes de los populares, y proteg ido de,
César. En el curso del proceso dirigido con tra el joven, Ci­
cerón ap o rta un testim onio que hubiera podido ac a rrear la
condena, si los jueces no hub ieran sido com prados. C lodio,
absuelto, se convirtió a p a rtir d e ese m om ento e n el enem igo
ju rad o de C icerón.
A lgunas cartas conservadas que datan de ese p e río d o nos
m uestran las dificultades de C icerón, que ha co m prado por
3.500.000 sestcrcios una casa magnífica sobre el P alatino y
que dom ina el F oro ;.él ha co n traíd o deudas y se m urm ura
que es ésa la razón por la cual ha aceptado defen d er en el 62
a P. C ornelio Sila, sin duda, sobrino del dictador. E ste p erso­
naje estaba acusado de h ab er participado en la conjuración
de C atilina; d urante toda su carrera había sido aliado de los
populares, habiéndose beneficiado de todo esto con las p ro s­
cripciones. H abía sido uno d e los cónsules acusados e n el 66.
Fue defendido p o r H o rten sio y p o r C icerón (Pro Sulla). Este-
encu en tra aquí la ocasión de hacer el elogio de su acción y,
sobre lodo , de defenderse co n tra la acusación de h a b e r o b ra ­
do com o tirano y siente, en to rn o de sí, m o n tar el odio que
p ro n to iba a estallar.
Tam bién en el 62, lo hem os referido, d efiende al poeta
griego A rquías. M ás allá de la m ism a causa, el pro Archia d e ­
fiende aquélla de la cultura y una exaltación d e su ro l en la
acción política. Poeta, A rquías es servidor de la gloria, que
sus versos tienen el poder de conferir. Esta gloria debe ser la
m eta de los hom bres que se ponen por m isión tra b a ja r en
bien de su ciudad. Y C icerón aboga que es ésta la p reocupa-
* Damia sacrificia, eran los sacrificios en honor de Cibeles; Damia era
también el sobrenom bre de esa diosa. Cf. P. Fest. 68,8. (N. del T.)
** D icho episodio eslá narrado con minucia por Plutarco, Vida de Ci­
cerón, 28. (N. del T.)

70
ción de su p ro p ia gloria que lo anim aba cuando luchaba co n ­
tra los conjurados en el año an terio r. N o lo dice en su dis­
curso, pero sabem os que com ponía en ese m om ento (o al
año siguiente), un poem a en tres libros consagrado a su c o n ­
sulado. D e éste n o tenem os m ás q u e fragm entos, el más lar­
go incluido en su tra ta d o Sobre la adivinación, pero dos ver­
sos, aislados, han perm anecido p articu larm en te célebres:
“Feliz R om a nacida bajo m i consulado” (éste era com o una
nueva fundación), y el otro: “Q ue las arm as cedan a la toga,
que se b o rre el lau rel delante del m érito ”, que, se dice, exas­
peró a Pom peyo haciéndole creer q u e el o rad o r se conside­
raba su perio r a él. E n efecto, C icerón quería decir que las le­
yes y la paz eran preferibles a la guerra, au n q u e ella fuera
victoriosa.
D espués de su consulado, C icerón esperaba ser ten ido e n ­
tre los prim eros en el senado y en el esp íritu d e todos. P ero
p ro n to los grandes asuntos fueron tratad o s p o r o tro s antes
que por él. A su regreso del O rien te Pom peyo había licen­
ciado a su ejército; sin ser terrible, estuvo expuesto a la h o s­
tilidad de los senadores que no le p erd o n ab an su com ando
extraordinario. A u n cuando, para recom pensar a sus v e te ra ­
nos, debió buscar la alianza con C ésar, q u e volvía de su p re ­
tura en España, y, con Craso, los tres ju n to s, form aron en j u ­
lio del 60, una su e rte de com plot p ara rep artirse el poder.
E se fue el p rim er triunvirato, del cual el prim er efecto fue la
elección d e C ésar en el consulado para el añ o 59. U n a carta
de C icerón a A tico (de fines d e diciem bre del 60) hace a lu ­
sión al rum bo q u e él mismo espera seguir. C ésar ha hecho
saber que p ro p o n d rá, desde el com ienzo de su consulado, un
proyecto de ley agraria. ¿Cicerón lo com batirá? ¿G uardará
silencio o h ab lará en su favor? C ésar cuenta con él, C ésar se
lo ha adelantado, le ha p ropuesto asociarlo a Pom peyo y a
Craso, lo que le aseguraba la tranquilidad, sin faltar a su h o ­
nor. Cicerón estuvo tentado, pero p iensa que si sucum bía a
esta tentación, neg aría toda su vida pasada, y rehúsa. E n ese
m om ento lee todas las obras griegas sobre la política que p u ­
do procurarse, las Constituciones de Palene,* de A tenas y de
C orinto, del p erip atético D icearco, y u n tratad o Sobre ¡a am-
* Palene, ciudad de Macedonia sobre el golfo Term aico (cf. Plinio, 4, 36).
(N. del T.)

71
bidón, de T eofrasto, que pide p restad o a su herm an o Q u in ­
to. Reflexión teórica y acción, en 61, jam ás están separadas.
Q u in to C icerón entonces se enco n trab a en A sia, com o
gobernado r p o r el tercer año consecutivo y su h erm an o le
envía, al com ienzo del año, una larga carta ^ en la q u e le ex­
pone su concepción de un g o b iern o provincial, al m enos en
un país helenizado. U n g o b ern ad o r debe ser a la vez sabio y
hum ano; debe tam bién p o n er fren o a la avidez de sus c o n ­
ciudadanos y, naturalm ente, a la suya propia: la virtu d de la
temperantia es la prim era que debe practicar un b u en g o b e r­
nador. Escucham os aquí com o ecos lejanos de las Veninas.
La ley agraria de César fue v otada p o r el pueblo, a pesar
de las resistencias que le habían o p u esto los senadores, en
p articular C atón. C icerón no había dicho nada. C ésar, que lo
adm iraba y que sabía que él tenía autoridad en el sen ad o y
en el pueblo, le ofreció form ar p a rte de los veinte com isarios
encargados de aplicar la ley. C icerón rehúsa. Luego del p ro ­
ceso abierto co n tra C. A n to n io H ybrida (A nto n io ), el o tro
cónsul del 63, que se había m o strad o incapaz en su p ro c o n ­
sulado de M acedonia, Cicerón se convierte en su d efensor y,
en su discurso, ataca v io len tam en te a César. E ste se resien te
por el insulto y decide a b a tir a aquél que parecía ser un
obstáculo a su am bición. Para eso tom a com o in stru m en to a
P. C lodio, a quien no guardaba rencor por su vínculo con
Pom peya. El mismo día en que C icerón lo atacó en su d is­
curso en favor de A ntonio, él procedía a la ad o p ció n d e P.
C lodio por un joven plebeyo: lo que le perm itía a C lodio so ­
licitar el tribunal de la plebe, donde fue elegido sin dificultad
en ese m ism o año.
C icerón com prende fácilm ente lo que significaba p ara él
la adopción de P. Clodio. A dem ás, inm ediatam ente después
de la condena de A ntonio, q u e su elocuencia no había p o d i­
do salvar, aban d o n a R om a, al com ienzo de abril, y p e rm a n e ­
ce ausente d u ra n te tres m eses, retirad o en sus q u in tas de
A n d o , de F orinia y de Pom peya. Planea diversos proyectos
para el futuro, considera una em bajada a Egipto, d o n de se
plantea el problem a de saber si es necesario o n o re sta u ra r al
rey, P iolom eo A uletes, en dificultades con sus súbditos. C i­
cerón piensa que “están cansados d e é l”, pero q u e si e stá au-

72
sen te algún tiem po, se lo extrañará. M as esta em bajada no le
es perm itida. P erm anece entonces en sus propiedades, p a ­
sando de una a o tra, proyectando m uchas obras, que p ro n to
abandona, inquieto p o r lo que pasa en R om a y so p o rtan d o
dem asiado mal su alejam iento. Al final, no pudiendo so p o r­
ta r más, vuelve a la C iudad a fines de julio y, en el final del
verano, em prende la defensa de uno de sus am igos, L. Flaco,
q u e habfa sido p re to r m ientras él era cónsul y había jugado
un rol activo contra los conjurados. E ra 61 q u ien había d e te ­
nido a los alóbroges, la noche del 2 de diciem bre. D espués,
se había asegurado el gobierno de la provincia de Asia, d o n ­
d e tuvo a Q. C icerón com o sucesor. E n el 60 fue acusado de
repetundis, en razón de exacciones que, se decía, había com e­
tid o en Asia. El asunto había sido m ontado en secreto por
C ésar y Pom peyo, quienes a través de Flaco, advirtieron a
C icerón a fin de m o strarle que su au to rid ad no servía más
para pro teg er a sus am igos. H ortensio y C icerón asum ieron
ju n to s la defensa; la causa no parece haber sido muy buena,
p e ro Flaco fue ab su elto p o r un tribunal en el cual dom inaba
la influencia de los “conservadores” , deseoso de testim oniar
su reconocim iento a C icerón. E ste lodavía aguarda realizar
lo que luego, d u ran te m ucho tiem po, será su ideal, el acuer­
d o d e las “gentes h o n estas” (concordia bonorum) contra las
fuerzas de la subversión. U n a fórm ula que p ro n to va a tran s­
form arse en la “concordia de las ó rd en es”, la unión de los
senadores, de los caballeros y de las otras clases de la socie­
dad p o r la paz y el m an ten im ien to del equilibrio social.
La satisfacciáon que recibió Cicerón con la absolución de-
Flaco no fue míís que pasajera. César, que había o b ten ido el
gobierno de las G alias, n o podía dejar d etrás de sí a un h o m ­
bre q u e se revelaba com o su adversario. L e ofreció designar­
lo com o lugarteniente en su provincia, pero C icerón rehúsa,
a diferencia de su h erm an o Q uinto quien, a p artir del 54, se
llenaría de gloria al servicio de Cesar, d u ran te la guerra de
las G alias. A C ésar no le quedaba más que d ejar a C lodio la
preocupación de a b a tir al cónsul del 63.
Los tribunos de la p lebe entraban en funciones el 10 de
diciem bre. A p a rtir de esa fecha P. C lodio había presentado'
proyectos de ley dem agógicos a los cuales C icerón no se

73
o p o n e, persu ad id o p o r C lodio m ism o, de q u e a ese p recio no
debía inquietarse. P ero C lodio no m antuvo la p rom esa que
había hecho y p resenta o tro proyecto titulado “ acerca de la
cabeza de los ciudadanos” (de capite ciuium), en el q u e Ci­
cerón no estaba n om brado, p ero que lo señalaba a b ie rta ­
m ente: tod o ciudadano q u e hubiese m atad o ilegalm ente a
o tro sería “prohibido del fuego y del agua”, es decir, a p a rta­
do d e la com unidad cívica. Si la ley era votada, eso significa­
ba el exilio para C icerón, el fin de su carrera, la ru in a m ate­
rial e incluso la dislocación de su familia. E ra preciso, a todo
precio, im pedir que la ley fuera votada. A dem ás inicia una
cam paña en to rn o de esos q u e pensaba que eran sus am igos.
A su instigación, un gran n ú m ero de caballeros se reu n ió en
el C apitolio, m anifestando e n su favor e im p lo ran d o a los
cónsules A. G abinio y L. Pisón que la vetaran. G ab in io era
un seguidor de Pom peyo, de quien había sido su lu g a rten ie n ­
te, L. Pisón el suegro de C ésar, éste se había casado con su
hija C alpurnia. Ellos reh u saro n actuar. A dem ás, G abinio
sanciona la intervención de los caballeros, alejan d o d e R om a
al joven L. Elio Lam ia, q u e se en co n trab a a la cabeza de
éstos. C icerón se resigna a ir a A lba a e n co n trar a Pom peyo
en su casa de cam po; pero Pom peyo n o quiso recibirlo. La
acción d e los cónsules estaba apoyada p o r la presencia, en el
C am po d e M arte, de los soldados de C ésar, d estin ados al
ejército d e las Galias. Esas negociaciones llevaron m ucho
tiem po (hubo, en ese año, la intercalación de un m es), y el
v o to no se dio, en verdad, más q u e el 12 de m arzo .5 La víspe­
ra de ese día C icerón ab an d o n ab a R om a en direcció n hacia
el Sud, después de haber consagrado en el C ap ito lio una es­
ta tu a a M inerva P rotectora, p o r quien tenía una devoción
particular.
La votación de la ley n o hab ía fundado m ás q u e u n p rin c i­
pio. Para abatir a C icerón e ra necesario hacer v o ta r o tra ley;
lo que C lodio no tarda en hacer proponiendo una ley “sobre
el exilio d e C icerón” (de exilio Ciceronis), sin duda del 13 de
abril. E se día los bienes de C icerón fueron saqueados: su ca­
sa de Túscuio,* en particu lar; en cuanto a su casa d el P a la ti­
no, fue incendiada. C on to d o , él n o perdía coraje. Se había

* Túscuio, hoy Frascati (N. del T.)

74
alejado para evitar graves turbaciones, p ero esperaba que el
pueblo rechazara la ley que lo condenaba al exilio. C om o la
votación n o podía suceder más q u e a fines del mes de abril,
perm aneció cerca de la C iudad, aguardaba que los p retores,
que le eran favorables, pudieran im pedirla. Pero los cónsules
no lo p erm itiero n , y poco a poco C icerón fue p erdiendo las
esperanzas; pensó suicidarse, y lo hubiera hecho, según p a re ­
ce, si A tico no h ubiera estado cerca de él. Pero éste, p o r a l­
guna razón, debió abandonarlo y es com p letam en te solo, en
adelante co nocedor de la su erte q u e le esperaba, com o p ro ­
sigue su viaje. E speraba en co n trar asilo en la propiedad de
su am igo Sica, en V ibo V alentia,* en la costa de la Lucania,
pero la ley exigía q u e se alejara a más de 500 m illas del suelo
itálico. A b an d o n an d o V ibo rápidam ente, llega a B rindis,
donde se em barca el 29 de abril con la in tención de dirigirse
a Tesalónica y de allí a Cícico. E n realidad no va a p asar de
Tesalónica, d o n d e es protegido de Cn. Plancio, un am igo
fiel, que se enco n trab a allí com o cuestor, y q u e había ido a
recibirlo cuando desem barcó en D irraquio.**
Poseem os m uchas cartas que d atan de ese período. A su
m ujer y a sus hijos les confiesa h ab er d erram ado m uchas
lágrim as cuando lee sus cartas y, a lo largo de los siglos, se le
ha reprochado m ucho esas lágrimas; buen pretexto de ejerci­
cio de rótores, de los que Plutarco y D ión Casio nos ap o rtan
los ecos. Sin em bargo, al leer estas cartas con atención, se
percibe que verdad eram en te no ha perdido la esperanza:
piensa en un reto rn o , encarga a T erencia organizar en secre­
to el rescate d e sus bienes confiscados. E n el fondo de su do­
lor, prepara el fu tu ro ,6 escribe a Pom peyo y se reconforta
con optim ism o del q u e da prueba a A tico en sus cartas.
E n el curso de los meses que siguieron, la evolución de la
vida política p erm itía, en efecto, conservar alguna esperanza.
César se en co n trab a en la G alia y, en su ausencia, P. C lodio,
osó atacar con esto a Pom peyo, a quien ofende cn diversas
ocasiones. T am bién, en respuesta y a instigación de P o m pe­
yo, el I o de ju n io , u n trib u n o de la plebe, L. N inio C uadrado,
introdujo cn el senado una m oción pidiendo la v u d ta de Ci-

* Hoy Bivona. (N . del T.)


** Hoy Durazzo (N . del Γ.)

75
ccrón. O tro tribuno opuso su veto y, p o r el m om ento, las co­
sas quedaron allí. N inio in ten ta p ro p o n er al consejo de la
plebe una ley de llam ado. Las violencias de C lodio y de sus
gentes im pidieron que fuera votada. R especto d e lo cual, los
senadores respondieron declarando que n o tra ta ría n más
asuntos.
L a idea de llam ar a Cicerón progresaba. U n tribuno de­
signado para el año 57, P. Sestio, m archó hasta César y o b tu ­
vo el consentim iento d e aquél. César podía eslim ar que Ci­
c e r ó n , vuelto del exilio, no ocuparía jam ás el lugar en el E s­
tado que había tenido en o tro tiem po; el fin buscado estaba
alcanzado. P or o tra p arte, los cónsules del 57 e ra n favorables
a Cicerón. El llam ado fue llevado a cabo, juríd icam en te po­
sible por una ley votada en los comicios centuriales. Esa vo­
tación tuvo lugar el 4 d e agosto, gracias a una mayoría de
ciudadanos llegados de los m unicipios itálicos, a pedido de
Pom peyo, que, en una sesión solem ne del sen ad o , había con­
cedido a Cicerón el título de “salvador de la p a tria ”. Cicerón
se em barca en D irraq u io el 4 de agosto, cuando conoció la
votación. Al o tro día desem barcó en Brindis, y el 8 recibía la
notificación oficial de su reintegro a la ciudad. El reto rn o a
R om a fue un viaje triunfal; de todas partes, las gentes de las
aldeas y de las ciudades iban a saludarlo y form aban fila a su
paso. Llega a R om a recién el 4 de setiem bre, u n a fecha ele ­
gida expresam ente p o rq u e esc día com enzaban los Juegos
rom anos, que m arcaban la fundación del C ap ito lio , donde él
había consagrado su M inerva.
Siguió por la Vía sacra, en m edio de una gran m ultitud
que lo aclam aba, y llegó al tem plo de Jú p ite r, com o si cele­
brara un triunfo privado. Tres días más tard e, e n el senado,
C icerón, que había retom ado su puesto, hacía v o ta r u n sena­
do-consulto confiando a Pom peyo el cuidado de reorganizar
y revitalizar la Ciudad. Pom peyo lo deseaba vivam ente. Ese
fue el agradecim iento de Cicerón.

1. Λ A niais, II 1,3.

2. Plutarco, Vicia de Cicerón, 20,1 y ss.

3. A Alticus, II 3, 3 y ss.
4. A sit hermano Quinto, I 1.

5. V er Grimai, Elúdesele chronologie cicéronienne, Paris, 1967.

6. Por ejem plo A d familiares, XIV 4.

77
Capítulo VI
DEL RETORNO DEL EXILIO
A LA GUERRA CIVIL

D esde su re to rn o , C icerón expresa su reconocim iento al


senado y al pueblo en dos discursos que nos han sido conser­
vados: al senado, el 5 d e setiem bre, al pueblo, parece, al o tro
día. D elan te del senado expresa su indignación y su cólera
co n tra los dos cónsules del 58, que p erm itiero n que se lo exi­
liara, y, n atu ralm en te, contra Clodio. E n los dos discursos
elogia a Pom peyo, a q u ien califica de “p rim ero ” (princeps)
d e todos los hum anos, p o r su valor, su sabiduría y su gloria.
¡Lo que no iba sin dism in u ir a César! D e ese m odo, de un
golpe, Cicerón esboza u n a política ten d ien te a ro m p er el
triunvirato , estableciendo en tre Pom peyo y C ésar u n a situ a ­
ción de rivalidad, de donde, finalm ente, saldrá la guerra civil.
!Pero no se puede achacar a C icerón la responsabilidad de
ésta. O tras causas, q u e n o dependieron de él, la hacían inevi­
table. D e hecho, no había elección; sus acto s y sus palabras
n o podían ir más q u e en el sentido q u erid o p o r C ésar y P o m ­
peyo.
P o r o tra p arte, debía, bien que m al, re u n ir lo q u e quedaba
d e su fortuna y, en p rim e r lugar, reconstruir su casa del P a la ­

79
tino, dem olida p o r Clodio, q u e había consagrado u n a parte
del te rre n o a la diosa L ibertad. D ebió para eso lib rar una b a ­
talla jurídica para o btener una indem nización suficiente y,
sobre todo, hacer reco n o cer que esta p reten d id a consagra­
ción, decretada ilegalm ente, sin ningún m andato, ni del pue­
blo ni de los pontífices, carecía de valor. F in alm en te obtuvo
la victoria pero no sin dificultades; C lodio aprovechó de un
incidente (estruendos su b terrán eo s y ruidos d e arm as escu­
chados en el Lacio, un tem b lo r de tierra en el Piceno) y la
consulta a los arúspices q u e de esto se deducía, denunciando
m uchos sacrilegios que habían provocado la có lera de los
dioses, para declarar que la desacralización del suelo sobre
el que se elevaba la casa de C icerón era uno d e ésos. C icerón
debió resp o n d er en abril del 56, según parece, m ediante un
discurso frente al senado (Sobre la respuesta de los arúspi­
ces), que puso fin a la ruin q uerella levantada p o r el ex trib u ­
no que, ese año, ejercía la edilidad. A esas preocupaciones
viene a añadirse un duelo, la m u erte de Pisón Frugi, m arido
de Tulia, cuya unió n había sido feliz.
E se año 56 fue para C icerón un período de g ran actividad;
•el 11 d e febrero, había defendido con éxito a L. C alpurnio
Bestia, acusado de intrigas d u ra n te su can d id atu ra a la pre­
tura, en el año precedente. E sc discurso se p erdió. Al c o ­
m ienzo del mes sig u ien te defendió a P. Sestio, qu ien , tribuno
en el 57, había terciado en favor de 61 ju n to a C ésar, según
hem os visto, y q u e se lo acusaba ahora de intriga y de violen­
cias. Esa fue la ocasión para el orad o r de h acer u n extenso
com entario sobre sí m ism o y las condiciones en las cuales
iidbía sido exiliado. En el curso de ese proceso, fue llevado a
pronunciar un violento a ta q u e contra P. V atinio, el tribuno
que había hecho o b te n e r a C ésar su com ando en la G alia
(Interrogatio in Vatinium, conservado). El Pro Sestio, mal que
pesen sus silencios, o antes bien, en razón de eso q u e no se
dice, o p o n e C icerón a los triunviros. R ecu erd a, sin insistir
en ello, que la situación creada en el 58 p o r C lodio habría
obligado a los triunviros a intervenir p o r la fuerza si el o ra ­
d o r hubiera inten tad o resistir a la ley d e C lodio. A tribuye su
actitud a calum nias, p o r una actitud q u e no persuade. P. Ses­
tio fue absuelto el 11 de m arzo, lo que e ra u n éxito para

80
Pom peyo, q u e C loüio había tom ado p o r blanco y lo hacía in­
sultar públicam ente.
E l 4 d e abril C icerón p ronuncia un discurso para defender
al joven M. C elio R ufo (pro Caelio, conservado). Celio había
sido su alum no, com o él m ism o lo había sido de M ucio
Escévola. H abía frecuentado u n poco a C atilina, después se
había convertido en el acusado de C. A n to n iu s (A n to n io), el
colega de Cicerón cn el consulado, y fue condenado, a pesar,
com o lo hem os visto, de la defensa pronunciada p o r C icerón
de su ex colega. En el m ism o año C elio inicia con C lodia, la
herm ana de P. Clodio, una relación escandalosa seguida de
una pelea no m enos estruendosa. P ara vengarse de él, Clodia
lo acusa de violencias contra los em bajadores egipcios y
agrega que él in ten tó envenenarla. C elio fue absuello.
A p a rtir del día siguiente, C icerón apoyó, cn el senado,
una p ro p u e sta tendiente a revisar la ley agraria de C ésar, d e ­
teniendo la partición de la C am pania, que éste había hecho
agregar a las disposiciones del texto prim itivo. E speraba, tal
vez, disociar el triunvirato, lo q u e perm anecía com o su deseo
más querido. Pero la am enaza pareció dem asiado grave a
Pom peyo, q u e se aprestaba a reen co n trar cn Lucca (cn la
fro n tera d e la G alia C isalpina), a C ésar y a Craso: el 15 de
abril u n nuevo acuerdo concluye e n tre los tres asociados,
que se re p a rte n el m undo. C raso y Pom peyo serían cónsules
en el 55, después que el prim ero obtuviera la provincia de
Siria y el segundo el proconsulado de las dos provincias de
E spaña; C ésar sería m antenido p o r o tro s cinco años en su
proconsulado d e las Galias. C icerón no había sido prevenido
de lo q u e iba a pasar cn Lucca, y es evidente q u e ese ce rra­
m iento del triunvirato era una precaución contra sus m anio­
bras y la influencia que m ostraba al p u n to d e volver a p re ­
sentarse en el senado.
En una carta a C ornelio L éntulo, el cónsul del 57 que
había co n trib u id o m ucho a su llam ado, C icerón explica cuál
fue su política en ese m o m en to :1 Pom peyo, d esco n ten to con
los ataq u es c o n tra César, había prevenido p erso n alm ente a
Q uinto C icerón, a quien había reen co n trad o en C erdeña,
después de la entrevista d e Lucca, q u e su herm ano debía te r­
m inar allí. Y C icerón, q u e se en contraba entonces “d e v a c a ­

81
ciones” e n sus fincas, resolvió cam biar d e actitud. R efle­
xionó que, después de todo, los triunviros no e ra n “m alos
ciudadanos” , que César se cub ría de gloria, com o lo había
hecho Pom peyo, y que quizá era m ás peligroso in te n ta r rom -
p er su un ió n q u e reforzarla. N o se dem ora en m an ifestar sus
nuevas intenciones p ro n u n cian d o el discurso Sobre las pro­
vincias consulares, p ro b ab lem en te en el m es de ju n io . E n él
se pronuncia en favor del m an ten im ien to de C ésar en la G a-
lia y añ ad e u n elogio m agnífico de la obra cum plida p o r el
procónsul. Pero, al m ism o tiem p o , ataca con vigor a sus dos
enem igos, los cónsules del 58, G ab in io y Pisón, q u e g o b ier­
nan uno Siria, el o tro , M acedonia, y que no están allí d em a­
siado felices. A lgún tiem po m ás tard e, el o ra d o r tuvo oca­
sión de po nerse al servicio, a la vez, de César y de Pom peyo,
defendiendo L. C ornelio B albo (pro Balbo), un h o m b re de
Cádiz, am igo y protegido, incluso agente d e u n o y d e o tro ,
acusado de h aber usurpado el derech o de ciudadanía. Craso
y Pom peyo, ellos m ism os, estu v iero n e n tre los defensores,
quienes estim aro n necesario asociarse a C icerón y haciendo,
respecto d e ese proceso, la m anifestación pública del a c u e r­
do celebrado e n tre ellos y él contra los senad o res q ue se
ponían en enem igos irreductibles.
E ste acuerdo no im plicaba q u e Cicerón n o p u d iera v en ­
garse d e los hom bres que no lo h abían defendido e n el m o ­
m en to del exilio (Pom peyo y C ésar, dejados ap arte). Se lo
había visto bien luego del discurso Sobre las provincias con ­
sulares (qu e C icerón llam a su “p alin o d ia”), d o n d e había a ta ­
cado a los dos cónsules del 58. L uego de ese discurso Pisón
había sido llam ado d e M acedonia y, llegado a R o m a (sin d u ­
da en el curso del mes de ju lio ), p ronuncia con tra C icerón,
en el senado, una violenta arenga, a la que C iceró n re sp o n ­
de con un Contra Pisón (in Pisonem), que poseem os. D iscu r­
so d e circunstancia, de tono vivo y a veces agradable, c o n tie ­
ne sarcasm os q u e n o h a n d ejado e n su víctima ren co r p uesto,
que, pro n to , volverem os a e n c o n tra r a ese m ism o P isó n co ­
mo am igo y aliado del orador.
C icerón, p o r o tra parte, pasa m ucho tiem po en sus fincas,
donde encu en tra un placer q u e le estaba p ro h ib id o desde
hacía largo tiem po; se dedica a escribir. E n p rim e r lugar un

82
poem a Sobre m is circunstancias (De temporibus m eis), en tres
libros, e n te ra m e n te perdido, que era la continuación del
poem a Sobre m i consulado. Y, sobre todo, com pone los tres
libros del D e oratore (Sobre el orador), escritos, nos dice,
“según el m éto d o de A ristó teles”. Lee, en consecuencia, las
obras de éste, que el hijo de Sila, su vecino en Cum as, ha
traído a R om a, obras esotéricas, com o se las llam a, es decir,
destinadas a los alum nos del M aestro, sólo las obras ex otéri­
cas (perdidas hoy), destinadas al público en general, e ran e n ­
tonces conocidas.
El D e oratore es el p rim ero de una serie de diálogos.que
nos presen tan , en un cuadro agradable, com placientem ente
descripto, a personajes que realm en te han existido, o que
vivían todavía, y que rep resen tan los p untos de vista y las d i­
ferentes op in io n es sobre el tem a tratad o .2 E sta vez son los
hom bres que fueron sus m aestros, los o radores A n to n io y
Craso, y Q . M ucio Escévola, el A ugur, y m uchos jóvenes: P.
Sulpicio R ufo y C. A urelio C ota, cuyos nom bres habían q u e ­
dado vinculados a los acontecim ientos sangrientos del tiem ­
po de Livio D ru so y de Sila. C icerón, que acaba de so b re p a­
sar la cincuentena, se inclina con un placer evidente sobre lo
que habían sido las preocupaciones de su adolescencia. Elige
como fecha (ficticia) del diálogo el com ienzo de setiem bre
del 91, algunos días antes d é la m u e rte de C raso, y el añ o que
precede las turbaciones provocadas p o r D ruso. T iem po de
calma relativa y que, en la perspectiva del futuro, parecían
los “días de alció n ”.* ¿H a presen tid o C icerón que su ocio, a
él tam bién, p ro n to le sería in terru m p id o ?
E l problem a considerado es saber qué género de conoci­
m iento debe p o seer u n o rad o r p ara sobresalir en la e lo cu en ­
cia, y, p o r o ra d o r, es preciso e n te n d e r no sólo u n abogado si­
no, especialm ente, u n estadista. Problem a ya tratad o por
Platón, reto m ad o p o r Isócralcs y A ristóteles, y discutido, lo
hem os visto, al com ienzo del siglo a p ro p ó sito de los rétores
latinos. C raso sostiene que el o ra d o r digno de ese nom bre
debe sab erlo to d o , puesto que debe ten er que h ab lar d e to ­
do. A n to n io responde que es éste un ideal im posible, y que

* E n la mitología el alción era un pájaro marino fabuloso, cuyo encuentro


era un presagio de calma y de paz. (N . del T.)

83
la elocuencia consiste en expresar claram ente lo q u e otros
saben y qu e el o rad o r consu ltará a m edida que lo vaya nece­
sitando. D espués de esas declaraciones generales, q u e fijan
las posiciones, el diálogo, cn el libro II, trata d e problem as
técnicos, p ero no sin ten er siem pre p resente lo esencial, que
es la naturaleza y el fin del a rte de la o ratoria: éste tien e un
trip le fin, dem ostrar, con la ayuda de argum entos, en cantar
(atraerse la buena voluntad de los oyentes) y, finalm ente,
conm over. E n la búsqueda de argum entos (la inuentio), son
esas tres preocupaciones las q u e no se deben p e rd e r de vista.
El libro e n te ro está confiado a A ntonio, q u ien se ocu p a tam ­
bién de las o tras dos partes tradicionalm ente reconocidas cn
la elocuencia: de la disposición, es decir el o rd en q u e debe
observarse cn el discurso y luego, con brevedad, de la m em o­
ria. R efiere que el verdadero o ra d o r no debe re c u rrir a n o ­
tas, sino entregarse todo en te ro , con toda su personalidad,
frente a su público y poseer perfectam ente todos los detalles
de la causa que defiende o el asu n to del que trata.
El tercer libro está consagrado a una exposición a Craso
que habla de la elocución, es decir la elección y el em pleo de
las palabras y, respecto de ello, vuelve a co n sid erar los lazos
en tre la elocuencia y la filosofía, entendida ésta com o una
reflexión sob re el ser del m undo, del que la palab ra no es
más que u n reflejo. E ra así en tiem pos muy antiguos, pero,
constata C raso, poco a poco, los “intelectu ales” (griegos) se
han dejado confundir en los com ienzos, se h an p restad o al
juego y se han alejado d e los fines d e la verdadera cu ltu ra, la
que concierne a la vida social y política, y ya n o sab rían se p a ­
rar el pensam iento y la acción.
E n tre ta n to , las presiones de los triunviros se hacían más
num erosas. E n el 54 C icerón es llevado p o r ellos a defender
a V atinio, acusado de intriga electoral y, com o se sabe, agen­
te y proteg id o de C ésar. Los ataq u es dirigidos co n tra el m is­
mo V atinio dos años antes, so n olvidados, y C icerón experi­
m enta necesidad de justificar lo que considera co m o u n re ­
to rn o ;' h a cedido a Pom peyo y a Craso y, adem ás, h a q u eri­
do o p o n e r V atinio a C lodio (au sen te por fructuosas m isio­
nes en el O rien te). E n e ste a ñ o incluso defiende a G abinio,
su viejó enem igo, q u e h ab ía efectuado una expedición a

84
E gipto, es dccir, fuera de su provincia (61 g obernaba Siria)
p ara restablecer a P to lo m eo A uletes en el tro n o de A le­
jandría. G abinio es acusado de haber faltado a la “m ajestad”
del pueblo rom an o y, al m ism o tiem po, de haber sido com ­
p rado p o r el rey. A pedido de Pom peyo, C icerón pronunció
un discurso (Pro Gabinio), hoy perdido, que no persuadió a
los jueces. A este asunto de E g ip to se vincula el discurso en
favor de C. R ab irio P o stu m o (que poseem os): R abirio, hijo
adoptivo de C. R abirio, a quien Cicerón había defendido en
o tro tiem po, era un h o m b re de negocios quien había so steni­
do, e n tre los últim os, al rey P tolom eo, entonces refugiado en
R om a. Para recobrar su crédito, se había hecho nom b rar por
el rey, luego de su restauración, m inistro de finanzas de
E gipto; p ero p ronto debió aban d o n ar el país y volvió a Ita ­
lia, decía, arruinado; los que acusaban a G abinio se dirigie­
ron entonces contra él para in te n ta r recu p erar la m ulta que
G abinio estab a im posibilitado de pagar. R ab irio tenía en fa­
vor d e sí a C ésar, que había im pulsado a G abinio a m ontar
todo el asu m o . C icerón, por su parte, tenía obligaciones con
R abirio, qu e le había p restado d in ero en el m om ento del exi­
lio. La nueva o rientación polílica del o rad o r se concilia aquí
con sus deberes de reconocim iento. Es probable que R abirio
fuera absuclto.
H ubo o tro s dos procesos en los que intervino C icerón en
ese año, el d e Cn. Plancio y el de M. E m ilio E scauro, co ncer­
nientes a los candidatos a las elecciones: a la edilidad curul,
por el prim ero y al consulado, p o r el segundo. T antas luchas
donde se a n u d a n intrigas com plicadas. Al intervenir cn favor
de Plancio, C icerón recom pensaba al joven cuestor que lo
había p roteg id o d urante el exilio. En cu an to a E scauro, las
razones que llevaron a C icerón a defenderlo son m enos cla­
ras. Su discurso no nos ha llegado sino muy m utilado.
C icerón no se hace ninguna ilusión sobre la evolución de
la vida política. Sabe que las instituciones tradicionales no
funcionan m ás, que cn todas p artes hay corrupción e intriga,
que el senado ha perdido su influencia, que el pueblo está
dom inado p o r consideraciones sórdidas: el gusto p o r el ju e ­
go, el d eseo de recibir subsidios cada vez m ás ab u n d an tes d e
p arte d e los candidatos. Incluso no es seguro que los dos

85
triunviros perm aneciendo en escena (C raso se enco ntraba
entonces en Siria, donde halló la m uerte) hayan ten id o una
línea de conducta co h eren te. Julia, la hija de C ésar y esposa
de Pom peyo, acababa de m orir, lo que exponía a d eb ilitar la
alianza de los dos hom bres. E n R om a se habla de u n a dicta­
dura, que sería confiada a Pom peyo. C icerón está inquieto.
Q uizá p o r d ar cuerpo a las reflexiones que hace entonces so­
bre la vida política y las fuerzas que la conducen, se po n e a
elab o rar su diálogo Sobre la República. Su redacción será
proseguida d u ran te largos m eses. C icerón lo co nsidera com o
una obra im portante, capaz de ejercer alguna influencia so­
b re los acontecim ientos que se prep aran . R eto m a el m odelo
aristotélico y, al igual q u e p ara el diálogo Sobre el orador, re­
tro tra e la escena en el tiem po, hasta los últim os meses de
Escipión E m iliano. Los in terlo cu to res son el m ism o Esci-
pión, su am igo Lclio, Q. M ucio Escévola y o tro s personajes
de su en to rn o . Cicerón finge h ab er escuchado e l diálogo de
la boca de P. R u tilio R ufo, a quien había conocido d urante
su viaje al Asia. E n un m om ento, p o r consejo d e u n amigo,
consideró la posibilidad de m eterse él m ism o en escena, con
su herm ano Q uinto y, quizá, A tico. P ero estim a q u e un re­
troceso de tres cuartos de siglo y la autoridad q u e se vincula
a los nom bres de E scipión y de sus amigos serían m ás a p ro ­
piadas para persuadir.
D u ran te m ucho tiem po el texto del De república había d e­
saparecido; fue reen co n trad o en 1822 por A ngelo M ai, en un
m anuscrito palim psesto del V aticano.* P ero lo q u e h a p o d i­
do ser descifrado, no form a m ás q u e una p a rle relativam ente
restringida del conju n to , q u e com prendía seis libros. P o see­
mos de éstos (con algunas lagunas) los tres prim eros; los li­
bros IV y V son muy fragm entarios; del libro V I tenem os,
transm itid o por M acrobio, el m ito final, conocido bajo el
n o m b re de “sueño d e E scip ió n ’’.
La obra es una reflexión sob re la naturaleza de las ciuda­
des, que define com o “ un con ju n to de h om bres asociados
por una m ism a com placencia a un derecho y p o r la com uni-
* Palimpsesto es un m anuscrito antiguo que conserva liLiellas de una es­
critora anterior borrada artificialm ente. En el caso del De re pública, éste es­
taba en uncial, debajo del Comentario a los salinos de San Agustín, también
en uncial. (N. d e lT .)

86
dad de sus in tereses”, y atribuye a un in stin to in n ato en tre
los seres hum anos esa necesidad de form ar sociedades. D es­
pués, a p a rtir de esto distingue las form as diversas que p u e ­
den to m a r las instituciones, y C icerón reto m a entonces la
teo ría d e Polibio a la cual jam ás había renunciado, la idea d e
qu e las m ejores instituciones son aquéllas q u e p articipan a la
vez de la m onarquía, de la aristocracia y d e la dem ocracia. Es
éste el viejo equilibrio que él m ism o siem pre había in te n ta ­
do realizar y que veía destruirse con la puesta en m archa del
triu nvirato , el p o d er m onárquico, p ro visoriam ente e n tre las
m anos de César y de Pom peyo, p ero en u n fu tu ro próxim o
acaparado p o r un dictador.
L a feliz fortuna de R om a procede de q u e n o ha sido im a­
ginada, de un solo golpe, p o r u n legislador, sino que sus in s­
tituciones se han form ado len tam en te, cn el curso de siglos,
extrayendo beneficios de experiencias sucesivas, llegando d e
este m odo a un resultado q u e el esp íritu de un solo hom bre
n o hab ría podido concebir. C icerón subraya así la distancia
que tom a co n relación a la República de Platón, donde todo
se deduce de proposición en proposición, a p artir de p o stu ­
lados m uy inciertos. El pragm atism o rom ano rehúsa las
construcciones abstractas.
E l fundam ento de toda política debe ser la justicia, es d e ­
cir, la atrib u ció n a cada uno de eso que le p erten ece en v ir­
tud de su “d erech o ”, de su status jurídico y que en justicia no
p u ede serle negado.
F in alm en te, todo se su sten ta, en la práctica, en el m a n te ­
nim ien to d e las tradiciones y las costum bres, sin las cuales
las leyes n o tien en poder. Son ellas las que definen, e n el
uso, los “d erechos” de cada ciudadano y las qu e, p o r consi­
guiente, aseguran la estabilidad y la continuidad d e la c iu ­
dad. Las leyes no son m ás que la in terp retació n , paso a paso
de las necesidades (en p articu lar fren te a las desviaciones y a
los abusos), de esos “derechos” . Pero todo el edificio, q u e
constituye la ciudad, culm ina con personajes cuya función es
llevar a su perfección todas las “virtudes” (es decir, las exce­
lencias) d e inteligencia, de pruden cia, d e coraje, d e justicia y
d e dom inio de sí, sin las cuales es im posible realizar lo q u e
es la m eta d e las sociedades: la felicidad de los que la com po-

87
ncn. Esos altos personajes son los “p ríncipes”, los prim eros
d e la ciudad. Su recom pensa es la gloria, la consideración
q ue los rodea d u ran te su vida te rre stre y la consagración que
les espera, después de su m u erte, e n tre las alm as venturosas.
Y el libro term inaba, com o C icerón lo veía en P lató n , con un
m ito. Éscipión E m iliano cuen ta u n sueño q u e había tenido
en A frica, cuando había ido a visitar al viejo rey M asinisa; el
alm a de su abuelo adoptivo, E scipión el A fricano, se le había
aparecido y le había m o strad o el universo desde las alturas
de la Vía Láctea; le enseña q u e sólo el cuerpo de los hum a­
nos es m ortal, pero q u e el alm a no lo es. Y, al igual que un
dios rige el universo, de igual m odo esta alm a nos rige. Las
alm as de los hom bres virtuosos ascienden al cielo, las que se
han m ancillado cn los placeres y en la injusticia van errando
d u ra n te siglos, hasta que son purificadas.
U n sentim iento late a lo largo de todo el diálogo: el odio
a los tiranos, que “confiscan” la ciudad y destruyen incluso la
idea de república, en la m edida cn que ésta es cosa com ún de
todos los ciudadanos. M uchas vcccs, cn el curso de los años
que siguieron, C icerón diría: “N o tenem os m ás rep ú b lica”
(respública), nada q u e sea digno de esc nom bre. Y esc se n ti­
m iento será tan fuerte cn él que lo llevará a d esear realm en ­
te la m uerte de C ésar cu an d o aquél se h u b iera convertido cn
am o de todo eso que, cn derecho, p ertenece a los diferentes
m iem bros de la com unidad, cada uno según su ubicación cn
el edificio. Y, sin em bargo, cn el 54, cuando com enzaba el
diálogo Sobre la república, en la misma carta en q u e lo an u n ­
cia a su herm ano, habla de C ésar con m ucha am istad. D e to ­
dos los hom bres, le dice, es el único “que m e q u iere tanto
com o yo a él”. C urioso d estin o de esos dos ho m b res, los dos
más grandes genios d e su tiem po, que se aprecian y se esti­
m an y que, sin em bargo, se hicieron tan to m al, C ésar ap o ­
yando a Clodio, C icerón, deseando la m u erte del dictador y,
quizá, ayudando a los conjurados. A m bos, p o r lo que ellos
creían que era el bien de R om a.
El año 53 tran scu rre en desorden. E sc añ o Cicerón fue
adm itido cn el colegio d e los augures; se con v ertía de esc
m odo cn uno de los p ro tecto res de las creencias trad iciona­
les, una experiencia que se trasluce, una decena de años más

88
tarde, en su tratad o Sobre la adivinación. C ree posible devol­
ver a la aristocracia una p a rte de su fuerza, gracias a T. A nio
M ilón quien, usando las mism as arm as q u e C lodio, o ponía a
ésta sus propias bandas de esclavos y de gladiadores. Los dos
se libran a sus violencias, en el F o ro y en el C am po de M a r­
te. La ap u esta de su com bate era, para Clodio, la p retu ra,
para M ilón, el consulado. P ero o curre que el 20 de e n e ro del
52 M ilón y C lodio se en cu en tran en la vía A ppia. El com bate
se lleva a cabo en tre sus gentes y C lodio fue m uerto. Esa
mism a tarde, en torno del cadáver de C lodio com ienza una
velada fúnebre que, al o tro día, degenera en u n alb o ro to; los
partidario s de C lodio quem an su cuerpo c incendian la C u­
ria. Los senadores respon d iero n decretando el senado-con­
sulto extrem o; Pom peyo fue el encargado de restablecer el
orden. P ro n to recibió el títu lo de cónsul, sin colega, y, de
acuerdo con C ésar, form a, p ara juzgar a M ilón, un tribunal
de excepción, en el q u e el tiem po de hab lar era estrictam en ­
te lim itado. El proceso tuvo lugar el 4 d e abril. Cicerón h a­
bla solo p o r la defensa, pero p o r la presencia de soldados
qu e rodeab an el tribunal, y viendo las arm as que se agrega­
ban a la confusión que siem pre se apoderaba de él en el m o ­
m ento de defender, no pudo p ronunciar más que una arenga
inform e, a la que sustituyó m ás tarde p o r el discurso En f a ­
vor de Milón (pro Milone) que nos ha sido transm itido.
M ilón fue condenado y p artió en exilio a M arsella.
La defensa en favor de M ilón es una de las obras m aestras
de C icerón, m odelo de “ n arració n ” y de argum entación; el
o ra d o r ataca en ella, p o r últim a vez, a C lodio, que había tu r­
bado tan p rofundam ente la vida política, al servicio de
César, luego c o n tra Pom peyo, trabajando, quizá, para sí m is­
mo, revolviendo todo, contribuyendo fu ertem ente a d estruir
las institucio n es de la república: un hom bre a quien Cicerón,
m ás allá de sus enconos personales, tenía mil razones para
odiar.
Pom peyo, d u ran te ese consulado del 52, había hecho vo­
la r una ley que ordenaba que los m agistrados (cónsules y
p re to re s) que no habían ejercido gobierno provincial, al te r­
m inar sus cargos debían recibir una provincia: a C icerón
tocó en su erte la Cilicia, provincia difícil q u e im plicaba el

89
com ando de un ejército en operaciones activas. N o le desa­
gradaba, p o r cierto, ser gobern ad o r de una p arle del Im pe­
rio, pero tem ía estar au sen te de R om a cn un m om ento im ­
p o rtan te , cuando su presencia podría, tal vez, evitar la grave
crisis que vislum braba cuando fuera inevitable reem plazar a
César. Y adem ás, estaba inquieto p o r el lem a de T ulia, su h i­
ja , que vuelta a casar con Fu rio C rassipcs cn el 56, se había
divorciado en el 51. T ulia no podía p erm an ecer sola, era ne­
cesario en co n trarle u n nuevo esposo. D u ra n te su proconsu­
lado d e Cilicia, el p roblem a no cesa de preo cu p arlo , examina
m uchos posibles yernos y, finalm ente, p o r com placer a T e­
re n tia y a la misma T ulia, escoge a P. C ornelio D olabela, un
cesariano, p ersonaje am bicioso, agitado, que llevaba una vi­
da disipada pero, parece, seductor. El casam iento tuvo lugar
en agosto del 50.
E n tre ta n to C icerón se ponía en ru ta p ara la Cilicia, ad o n ­
d e llegó el 31 de julio; a p artir del 3 de ju lio m archaba a reu ­
n ir su ejército en Iconio. E n tra cn batalla a com ienzos de oc­
tu b re y tiene algunas victorias, a p a re n te m en te fáciles, con
m ontañeses rebeldes. A fin de ese mes, sitió una plaza llam a­
da Pindcniso, a la que dom in ó luego de 57 días. N arra esta
cam paña e n una larga carta dirigida a C a tó n ,4 con la espe­
ranza de que el senado vote, com o agrad ecim ien to a los dio­
ses después de tales sucesos, m uchos días d e acción de g ra­
cias. ¿V anidad de C icerón? A ntes bien, deseo de tom ar una
revancha resplandeciente, de restau rar su prestigio y de ha­
cer olvidar su exilio.
E n el curso de su gobierno C icerón tuvo que arreglar
asuntos financieros com plicados en los cuales estaba im pli­
cado su am igo B ruto, que había prestad o din ero , por in te r­
m edio de testaferros, a la ciudad de Salam ina (de Chipre, la
isla form aba p a rte d e la provincia de Cilicia). R echazando
p o r sí mism o el d in ero que se le ofrecía, llegó a reducir los
intereses pedidos p o r las gentes d e B ruto, sin autorizar, no
o b stan te, a los de Salam ina a liberarse d e su d e u d a .5 Por el
contrario, tuvo éxito e n hacer que los m agistrados de diver­
sas ciudades griegas que habían robado el teso ro de su ciu­
dad lo restituyeran y, en conjunto, su ad m inistración fue
buena para la provincia. Pero lo q u e C icerón deseaba antes

90
que nada, era n o ser m an ten id o cn su cargo más allá del año
obligatorio. Q uería volver a R om a, tem ía que las am enazas
de los Partos, que im agina sobre las fronteras de Siria, tuvie­
sen com o consecuencia la prolongación de su com andancia.
D espués de alternativas de esperanza y de inquietud, dejó
por fin su provincia y se em barcó para R om a el I o de o c tu ­
bre. V iaja cn pequeñas travesías, pasa p o r A tenas, reto m a el
m ar en Patrás y llega finalm ente a Brindis el 24 de noviem ­
bre, pero no está en R om a más que el 4 de en ero , en el m o ­
m en to en que la guerra civil va a estallar.
P o r noticias recibidas desde hacía m eses, sabía que el c o n ­
flicto estab a laten te e n tre Cesar y Pom peyo; 61 se sitúa al la ­
do del segundo, aconsejándole m o d e ra c ió n 6 Pero los acon­
tecim ientos se p recipitan y el 7 de en ero se vota el senado-
consulto “ últim o”, que ponía a Cósar p rácticam ente fuera de
la ley. El 12 de enero éste franquea el R ubicón, lím ite de su
provincia, y com ienza la guerra. Pom peyo, que ha recibido el
com ando, abandona R om a y con los cónsules y el senado se
instala en la C am pania, a d o n d e C icerón lo sigue. No a p ru e ­
ba el p lan de Pom peyo, que se p ro p o n e ab andonar Italia y
m ovilizar, cn O rien te, las fuerzas del Im perio. E l m ism o se
establece cn su finca d e Form ics; Pompeyo le encarga un co ­
m ando m ilitar (61 es siem pre, oficialm ente, imperator), con
m isión de efectuar reclutam ientos en tre la población y de
p ro teg er la frontera del mar. Pero n o tiene éxito cn la p rim e ­
ra ta rc a y, respecto d e la segunda, ninguna operación m aríti­
ma parece, p o r el m om ento, posible.
P oseem os de este perío d o una a b u n d an te co rresp o n d en ­
cia que nos perm ite seguir las alternancias d e esperanza y de
pesim ism o que atraviesa C icerón. Su m u jer y su hija son
arrestad as en R om a, con A tico, que las ayuda financiera­
m ente y las protege, gracias a sus am istades cn el cam po ce-
sariano. El mismo espera todavía organizar un acuerdo e n tre
C 6sa r y Pom peyo y, cn tan to q u e Pom peyo vuelve a B rindis
para atravesar el A driático con su ejército, hom bres devotos
a Cesar, especialm ente C ornelio Balbo, le hacen prom esas, y
C ésar le escribe que cuenta con su presencia cn R om a, cu an ­
do instale allí un nuevo senado. P ero Cicerón en tien d e que
no d eb e enrolarse. El honor y la am istad lo vinculan a P om -

91
pcyo. Con todo, acepta en c o n tra r a César, q u e le ha escrito
haciéndole alusión a la abnegación de D olabela, lo que sitúa
a C icerón en una situación muy falsa, puesto que D olabela
es su yerno y, al m ism o tiem po, un agente activo do Cesar. El
en cu en tro tuvo lugar luego q u e Cesar, volviendo de Brindis,
se dirigó hacia Rom a. C icerón rechazó afianzar, p o r su pre­
sencia en el senado, la prosecución de la guerra civil, y los
dos hom bres se retiraro n descontentos u no del o tr o .' D es­
pués de h ab er titubeado largo tiem po, Cicerón decide final­
m ente reunirse con Pom peyo, cn tan to que C ésar había p a r­
tido hacia E spaña, d o n d e se encontraban dos legados de
Pom peyo. E l había, desde hacía algún tiem po, hecho p re p a ­
ra r un navio cn G aeta; sueña un m om ento con trasladarse a
Sicilia, o bien a M alta, p ara enco n trarse cn un te rre n o n e u ­
tral, p ero com prende que no puede perm an ecer fuera del
conflicto y, el 7 de junio, tom a el mar. El sen ad o pom peya-
no, el único que reconoció C icerón, silia a T esalónica. Allí
encuentra, en tre otro s, a C atón, que lo tom a a p a rte y lo cen ­
sura p o r haber seguido a Pom peyo; ¡hubiera rendido más
servicios, dice, p erm aneciendo en Rom a!
D u ra n te el fin del añ o 49 y la prim era p a rle del 48, se lo
ve e rra r cn el cam po, el a ire som brío, b ro m ean d o aquí o allá,
rehusando recibir com andancia alguna. El día de Farsalia, el
9 de agosto, está enferm o y no participa de la batalla. Pero,
después de la d erro ta y la huida de Pom peyo, C aló n le p ro ­
p o n e tom ar la cabeza de las fuerzas que aún restab an a los
pom peyanos. D eclina e ste ofrecim iento y estuvo a punto de
m orir a m anos del hijo m ayor de Pom peyo y sus am igos, que
10 acusaron de traición. F u e salvado p o r C alón, q u e lo hizo
salir del cam po de batalla y le p ro p o rcio n ó los m edios como
para regresar a Italia. Llegado a Italia esperab a allí la deci­
sión que, respecto de él, tom aría César. La espera d u ra hasta
el 25 de setiem bre del 47, cuando C ésar, volviendo del
O rien te, desem barca en T aren to . Cicerón va a su encuentro;
cuando Cesar lo ve, desciende d e su carro y, m archando uno
al costado del o tro, m antuvieron una larga conversación
am istosa de la que el viejo cónsul salió reconfortado. La ruta
a R om a le estaba abierta. Volvía hacia allí a com ienzos del
mes siguiente.

92
E sta larga espera en Brindis había estado todavía en so m ­
brecida p o r preocupaciones fam iliares: su m ujer, T erencia,
que, diez años antes, recibía de 61 cartas patéticas, no recibe
más —se lo ha subrayado —,8 que muy cortos billetes, sin
ninguna señal de afección. Parece que T erencia no ha p e rd o ­
nado a su m arido su partida hacia el ejército de Pom peyo y
que, adm inistrando los bienes de su m arido ausente, ha ex­
traído sum as para su uso personal. A p artir de entonces no
habrá, e n tre ellos, ninguna confianza. P or o tra p arte Q uinto,
el herm an o de C icerón, está m uy am argado y tam bién le r e ­
procha su actitu d política. En cuanto a Tulia, abandonada
p o r D olabela, enferm a, va a Brindis en el nies de ju n io , y
perm anece allí d u ran te dos m eses; ju n to a su padre tom a c o ­
raje, in ten ta rá reconciliarse con su m arido. U n añ o más la r­
de, se divorciaba. E s el m om ento en que C icerón y T erencia
deciden separarse. Todavía más de lo que había hecho el exi­
lio, la calavereada am orosa de Cicerón en el cam po de los
pom peyanos ío aleja de los suyos y de casi todo lo q u e para
61 era la vida misma. P or cierto, había conservado sus bienes,
había salvado su vida, y si bien no había perdido su prestigio
de o ra d o r, había perdido, al m enos, la posibilidad de usarlo
al servicio de una república que, a sus ojos, no existía más.

1 A d familiares, I 9.

2. Miclicl Rucli, L e p roaniw n philosophique chez Cicéron, Strasbourg,


1958.

3./1 d familiares, I 9.

4.A d familiares, X V 4.

5. A Atticus, V 21.

6. A Atticus, VII 3.

7. A Atticus, IX 18.

8. J. Carcopino, L e ssccrcts..., I, p. 322 y ss.

93
Capítulo VII
DE LA GUERRA CIVIL
A LA PROSCRIPCION

M ientras C ésar proseguía la g u erra civil después de su re ­


to rn o del O rien te, abatía la resistencia en Africa en el mes
de abril del 46, celebraba cu atro triunfos en los meses de
agosto y setiem bre, después volvía a E spaña p ara liquidar el
ejército q u e hasta allí había llevado C nco Pom peyo, el hijo
m ayor del vencido de Farsalia; Cicerón vivía en R om a. No
estaba asignado a residencia fija y podía circular librem ente,
d e una de sus fincas a la otra, p ero tem ía, al ab an d o n ar la
C iudad, dar m otivo de calum nia, haciendo supo n er que in­
ten tab a re u n ir a los pom peyanos o, al m enos que no podía
so p o rtar ver a los v en ced o res1. Poco a poco se va h abituando
a una vida retirad a, consagrada en teram en te al estudio; a n ­
tes, señala, aquél era una fuente d e placer, ah o ra es u n m e­
dio de asegurar su protección. Está p rep arad o p ara m archar
en defensa del E stad o si se lo solicita, a contribuir a una re ­
construcción política; de lo contrario, escribirá, leerá, hará
conocer su pensam ien to , con fines útiles. E ntrevem os que,
d u ran te este p erío d o , m uchos espíritus reflexionan sobre lo
que habrán d e ser las instituciones q u e saldrán de la revolu­
ción cesariana.

95
En torno de C ésar so piensa en una realeza e n la cual los
nobles, ridiculizados, jug arían el rol de consejeros, y se v u e l­
ve hacia el antiguo hom b re de E stad o ,2 q u e se estim a com o
tenido “en reserva”. A siste a las sesiones del senado, pero
jju a rd a silencio. U na vez lo rom pe, en el mes de setiem bre
del 46, cn favor de M. C laudio M arcelo, el cónsul del 51, que
se había m ostrado, entonces, muy hostil a César. P ero no se
había reunido en el cam po de los pom peyanos, ni p articipa­
d o activam ente cn la g u erra civil; se había retirad o a M ilile-
ne, c n la isla de Lesbos y allí vivía ro deado d e filósofos grie­
gos. So confinaba en un exilio voluntario.
E n el curso de una sesión del senado, en setiem b re del 46,
el cónsul del 49, C. M arcelo, ridiculizado p o r C ésar, im plora
se perm ita el re to rn o d e su prim o, M arco. C ésar no se o p o ­
ne. R especto de lo cual Cicerón p ro n u n cia el discurso que
llam am os Pro M arcelo, cn realidad ag radeciendo a C ésar por
esta gracia. Se ve en e sto com o el nacim iento de un nuevo
o rd en político, fundado sobre la “clem encia” del vencedor,
convertido cn “p rín cip e”, después de h ab er “vencido a su
v ictoria”. M arcelo no puso ninguna prisa cn reto m ar el ca­
m ino de R om a; él estaba en el Pirco el 26 de mayo del 45;
entonces, uno de los “am igos” que lo ro d eab a le asesta un
golpe de puñal, y se suicida. D ram a m isterioso, epílogo
trágico del discurso de C icerón. ¿M arcelo habría preferido
recibir la m uerte de m anos de uno de sus allegados antes que
volver a ver a C ésar y, com o lo hacía C icerón, de consentir
eso que saldría de la guerra civil?
T res meses m ás tarde, Cicerón p ronuncia un discurso en
favor de otro pom peyano, Q. Ligario, q u e el vencedor m an­
tenía exiliado cn A frica. Parece que C ésar estuvo a punto de
aco rd ar esa gracia cu an d o Ligario, en su ausencia, fue acusa­
d o de alta traición p o r uno de sus enem igos, Q . E lio T u-
berón. Ligario estaba acusado de h ab er p actad o con el rey
núm ida Juba, y p rep arad o con él, el d esm em bram iento del
Im perio. El proceso fue ventilado delante d e C ésar, entonces
dictador, y no delante de un tribunal, com o lo habría exigido
la legislación republicana. Tuvo lugar a fines del m es de se­
tiem bre, antes de la p artid a de César p ara E spaña. Cicerón
aboga m ostrando que, cn el curso de la guerra, al m enos has-

96
ta Farsalia, la legitim idad pertenecía a Pom peyo y al senado.
A hora bien, es d u ran te este período q u e Ligario ha obedeci­
do a quienes pertenecía esa autoridad. César no podría vitu­
perarlo p o r esto. César que, delante del proceso, parecía d e­
term inado a co ndenar a Ligario, fue llevado p o r el discurso
de C icerón hasta el absurdo, y Ligario pudo volver. César,
vencedor p o r las arm as, com enzaba a pensar com o jefe de
E stado y a reconocer que, cn una ciudad regida p o r las leyes,
la obediencia a éstas debe im ponerse sobre todas las formas
de subversión. E l p ro Ligario obra pues, cn el sentido de una
reconstrucción de la res publica.
U n año m ás tarde, cn noviem bre del 45, C icerón defiende
al rey D cyótaro, tam bién esta vez delante de C ésar y en la
misma casa de éste. El rey había sido colm ado de bienes por
Pom peyo, q u e había acrecentado sus E stados. T am bién
había sido pom peyano al com ienzo de la guerra civil; des­
pués se había volcado a César, p ero n o había perdido con es­
to una gran p arte de sus E stados. Esta vez era acusado por
su p ro p io n ieto de haber querido asesinar a C ésar cuando
éste era su huésped, d u ran te la cam paña al O rien te, cn el 47.
No parece q u e César haya tom ado una decisión sobre este
asunto, que el m ism o C icerón ju/.ga “ ligero” : D cyótaro era
un viejo aliad o y un “am igo” de C icerón, quien no estaba
persuadido de que su causa fuese defendible.·'
Son éstos los tres últim os discursos de C icerón, p ro n u n ­
ciados delan te de un ju ez que, cn todos los casos, era César.
Es a través de sus escritos com o va, cn este m ism o período, a
in ten tar pro seg u ir su acción. Un tratad o Sobre las leyes (De
legibus), iniciado antes de la partida hacia Cilicia, debía com ­
pletar el diálogo Sobre la República D e este tratado no p o ­
seem os más que alred ed o r d e la m itad, tres libros so b re los
seis que, quizá, com portaba. Una diferencia capital con el De
re publica: los personajes de este diálogo no son más figuras
del pasado, sin o él mismo, su h erm ano Q u in to y su am igo
Atico. Al com ienzo de la obra, el deseo de ubicar el c o n ju n ­
to d e leyes q u e com porta la jurisp ru d en cia rom ana cn un sis­
tem a co h eren te, pone de relieve una lógica genera!. E sta era
una idea qu e lo inquietaba ya cuando escribía el De Oratore :4
discernir bajo la variedad infinita de casos particulares, los

97
principios generales q u e los co m prenden a todos. Se advier­
te aq u í la influencia del pen sam ien to clasificador de
A ristóteles, él mism o in spirado, en últim o análisis, en la m a­
tem ática platónica. D e m odo paralelo, C icerón em pieza por
p ro p o n e r una definición y una justificación d e la m isma n o ­
ción de derecho. E n su D e re pública había declarado que
existía una “ley v erdadera, que era la razón en su uso recto,
en arm onía con la n atu raleza, p resen te en tod o s los h o m ­
bres, invariable, e te rn a ”,5 fórm ula cuya inspiraciáon estoica
es evidente, puesto q u e hace intervenir la idea de una p re ­
sencia universal de la razón y, finalm ente, g aran tizar por
D ios el o rd en de los E stados: éste es, o debe ser, el reflejo de
lo que se ve en el universo.
L a reflexión com ienza p o r establecer una diferencia en tre
las leyes que resp o n d en realm en te a la “razón re c ta ” y aq u e­
llas que no son más q u e expedientes im aginados, día a día,
po r hom bres am biciosos o perversos en vistas a fines m ate­
riales. El pasado recien te de R om a p ro p o rcio n a buenos
ejem plos d e esas leyes, q u e no m erecen ese nom bre, y que no
son más que actos de violencia im puestos c o n tra ria m en te a
esa justicia, que es (lo hem os visto) el fu n d am en to de toda
¡ sociedad hum ana. Se piensa en las “leyes” de P. C lodio. La
verdadera ley, p o r el c o n trario , está inspirada p o r el instinto
que im pulsa a los hom bres a conducirse según el bien, ley no
escrita, sino sentida. Las leyes escritas no d eb en ser más que
la puesta en form a, ad ap tad a a las circunstancias, q u e son en
n ú m ero infinito, de este im perativo universal.
A la luz de esas consideraciones generales, C icerón des­
pliega una crítica constructiva de las leyes existentes, espe­
cialm ente en R om a, p ero tam bién en diversas ciudades, lla­
m adas aquí a testim oniar la utilidad o la in u tilid ad de tal o
cual prescripción: leyes concernientes a la religión, a los ju e ­
gos, a las sepulturas, p e ro tam bién el e sta tu to d el senado, el
de los m agistrados. Al pasar, los problem as recien tes dan lu­
gar a discusiones e n tre C icerón y su herm ano, así, a p ro p ó si­
to del tribuno de la plebe, vivam ente atacad o p o r Q u into y
defendido con m esura p o r M arco. Es seg u ram en te p o r eso
que de tales acontecim ientos sea posible q u e C iceró n haya
pu esto en escena a p erso n ajes co n tem poráneos: una refle-

98
xión sobre la vida política recien te o co n tem p o rán ea convie­
ne a un diálogo sem ejante, en tan to que el retro ced er en el
pasado y la au to rid ad de un E scipión E m iliano arm onizan
m ejor con una reflexión sobre la “larga d u ració n ” de la his­
toria, o b jeto del diálogo Sobre la república.
R especto del suicidio de C atón, cn U tica, C icerón co m ­
puso un Elogio de Catón, to talm en te perdido.* C ésar res­
pondió con u n Anticatón, en dos libros, que concedía, según
parece, a C atón sus virtudes, pero juzgándolo, p o r lo demás,
to talm en te inhum ano, y rindiendo hom enaje, al pasar, a la
elocuencia d e C icerón, in finitam ente superior, decía, a su
propio estilo, q u e era el de un m ilitar. Intercam bios de c o r­
tesía, y polém ica sin am argura, ya que el acuerdo era una
cierta concepción de la vida cívica.
La gran o b ra de se año 46, escrita m ientras C ésar guerrea- y /
ba en A frica, es cl Brutus, un diálogo e n tre él y sus amigos,
A tico y B ru to , que traza la historia de la elocuencia en R o ­
ma, desde sus orígenes hasta la época contem p o rán ea. A quí
incluso el lím ite cronológico im ponía elegir personajes vi­
vientes. La o b ra se inicia con el elogio fúnebre d e H ortensio:
tan opuesto , a m enudo, a Cicerón cn num erosos procesos,
era sin em bargo un am igo, cn lo político y en lo personal. Al
m argen del cuadro histórico, el Brutus p resen ta una estética
de la elocuencia, que p roporciona un am plio espacio a la
búsqueda d e la belleza, com o elem ento de persuasión, pero
tam bién p o r sí misma. Cicerón inscribe tam bién aquí la con­
veniencia e n tre lo exterior de lo que habla y la n aturaleza de
sus propósitos: conveniencia que, cn una perspectiva fi­
losófica, es u n a virtud. El aspecto político, cn fin, está siem ­
pre presente: la historia d e la elocuencia en G recia m uestra
que ésta está ligada a la vicisitudes de la ciudad, y ocurría lo
mismo en R o m a, pero con una am plitud m ayor, a m edida
que la elocuencia salía de las escuelas de los rétores para
m anifestarse en la gran luz del foro.
Poco después del Bnttits Cicerón co m p o n e un pequeño
tratado so b re Las paradojas de los estoicos, dedicado al mis-

* Sobre el particular puede consultarse con provecho Yolande Grisé, L e


suicide dans fa Rome· antique, Monlreal/Paris, collection nocsis, 1982, espcc.
p. 201 y ss. (N. d e lT .)

99
mo B ruto y destinado a conciliar cl estoicism o m ás o rto d o ­
xo, tal com o lo practicaba C alón, el tío de B ruto, y el a rte de
persuadir. T om ando una a una las “p arad o jas” estoicas (por
ejem plo “que el único bien es el bien m o ral”, “ que la virtud
basta para la dicha”, “q u e todas las faltas son iguales”, “que
sólo el sabio es rico”, etc.), 61 las transform a cn opiniones
generalm ente aceptables (o "loci communes", de los que n o ­
sotros hem os hecho “ lugares com unes”, pero con un sentido
diferente). Y, poco a poco, se ve que estas m áxim as secas y
rudas florecen y se m u estran gratas. U ltim o h o m en aje rendi­
do a C atón, pero tam bién .respecto de sí m ism o, prim eros
pasos hacia un estoicism o de acción que anim ará cn sus ú lti­
mos diálogos.
En el final del verano C icerón ha term inado la tercera de
sus grandes obras consagradas a la elocuencia, E l orador
(Orator). Lo que no es más u n diálogo, sino un tratad o técni­
co, una ars, dedicado a B ruto, a quien considera com o la jo ­
ven esperanza de la elocuencia, en la R om a d e C ésar, des­
pués de el. Las ideas expuestas cn las obras preced en tes son
retom adas allí, y a m enudo precisadas (p o r ejem plo, respec­
to de la noción de “conveniencia” o resp eto de los lazos, ju z­
gados esenciales, en tre elocuencia y filosofía).
A l trata d o sobro el o ra d o r es preciso agregar, com o una
suerte de corolario, una obra pequeña, Acerca del mejor
genero de oradores, de la que no se sabe cuándo fue publica­
da, ni tam poco si lo fue, p ero que debía servir d e in tro d u c­
ción a la traducción por p arte del misino C icerón, de dos dis­
cursos, uno de D cm óstencs y el otro de E squines (el Contra
Ciesifón del segundo y el discurso Sobre la corono del prim e­
ro). Se encuentra ilustrada cn esa obra la concepción que C i­
cerón se hace del o rad o r ideal, encarnada cn D cm óstencs.
Lo que prolonga, p o r ejem plo, la polém ica introducida cn el
Orator contra el gusto, que se extiende en tre los jóvenes o ra­
dores, d e un aticism o estrecho, juzgado descarnado p or Ci­
cerón, que se atribuía a Lisias.
El conju n to de obras de C icerón consagradas a la retórica
se com pleta con las Divisiones del arre oratoria, manual
técnico, destinado a su hijo M arco, cn el m o m en to en que
aquél partía para A tenas, a fines del 46, y, dos añ o s m ás ta r­

100
de, los Tópicos, redactados a pedido de un am igo de Cicerón,
el ju riscon su lto T rebacio, que había sido lu g arten iente de
C ésar en G alia. E ste pequ eñ o tratad o fue escrito por C i­
cerón d u ra n te la travesía que efectuaba, en el mes de julio
del 44, e n tre Velia y R eggio de C alabria, en el m om ento en
que tenía intención de trasladarse a A tenas. Esos Tópicos
son una ad aptación a la elocuencia rom ana del tratado
hom ónim o de A ristóteles, que es un a rte de e n c o n tra r argu­
m entos, e n todas las situaciones que puedan presen társele al
orador.
En el añ o 45 ocurría el divorcio de Cicerón y de T erencia
y antes del final de ese m ism o año, C icerón se casaba con su
joven pupila, Publilia; la diferencia de edades sorprendió y
escandalizó un poco. T erencia acusa a su m arido de haber
cedido a los encantos de la joven. T irón, el fiel secretario,
asegura qu e las razones (q u e ól juzga excelentes) fueron de
o rden financiero. C asándose con Publilia, C icerón habría
evitado re n d ir cuentas a ésta y, p o r consiguiente, se habría
conducido com o “buen pad re de fam ilia”. ¡Tanto p ueden va­
riar los im perativos de la m oral según los tiem pos!
D u ra n te fines del 45 y com ienzos del 46, C icerón va de
finca en finca, bastan te feliz, parece, con su trabajo d e escri­
tor. Pero he ahí que Tulia, su hija, está a p u n to de dar a luz.
Esc será el peq u eñ o Lóntulo, hijo de D olabela, de q u ien está
separada. E l niño n o vivió, sin duda, más que algunos meses
y, a m ediados de febrero, Tulia m oría. E so fue para Cicerón
una desesperación inm ensa. D u ran te algún tiem po no tuvo
coraje com o para abocarse al trabajo, pero, desde com ienzos
de m arzo, había redactado, en parte, una Consolación (per­
dida), que se había dirigido a sí mismo. Lo que lo lleva a vol­
ver a la filosofía: ésta le enseña que el alm a n o es m ortal, y
que en la m u erte encuentra su carácter divino. E so es lo que
le enseñaban Platón y los estoicos, una d octrina que da fun­
dam ento al m ito final de su diálogo Sobre la República. Por
una parte se ocupa en elevar a la m u erte un fan im i, u n “ tem ­
p lo ”, com o a una divinidad, y, por otra, rom piendo con P u ­
blilia, de quien suponía q u e había experim entado alegría con
la m uerte de Tulia (en co n tró bien, entonces, rendir cuentas,
lo que no iba sin dificultades ni sacrificios), prosigue la re­

101
dacción de to d o un corpus filosófico, com enzado en el 46 y
term inado sólo en el 44. E ste com ienza p o r una Exhortación
a la filosofía, u n diálogo conocido tam bién bajo el títu lo de
Hortensius, del que no tenem os m ás que fragm entos y n u m e­
rosas citas, especialm ente d e San A gustín. Los p ersonajes
son C icerón, H orten sio , L úculo y L utacio C atulo, todos
ellos del p a rtid o de los aristócratas, reunidos en u n a finca de
Lúculo. C icerón se inspira en el Protréptico d e A ristó teles.
E n éste, com o en aquél, el p ro b lem a es saber si se d eb e filo­
sofar, aun cuando la filosofía no tenga ninguna utilidad
práctica. C icerón resp o n de qu e la práctica, consciente, de las
virtudes de contem plación y de acción es un cam ino hacia la
realización de nuestro d estin o divino. Incluso si no podem os
alcanzar la verdad, la búsqueda q u e hacem os d e ésta es el
fundam ento d e toda n uestra felicidad .6
E l Hortensius fue seguido p o r las Primeras A cadém icas,
dos libros llam ados, uno Catulus, el o tro, Lucullus, del nom ­
b re d e los interlo cu to res (poseem os solam ente el Lucullus,
que trata de la teo ría del conocim iento, en la q u e o p o n e a
los dogm áticos y a los escépticos “relativos”, para quienes el
único conocim iento posible es la opinión verosím il). E sta
prim era redacción estuvo seguida inm ed iatam en te de una
segunda, e n cu atro libros, en la cual la persona d e V arró n
(entonces con vida) es su stituida p o r la de L úculo. D e esta
redacción (Académicas posteriores) no poseem os en to tal
más q u e el p rim er libro. En esta nueva versión, la discusión
se hace esencialm ente histórica, para saber si conviene situ a r
a P latón e n tre los escépticos o los dogm áticos. C icerón se es­
fuerza p o r volver a trazar las grandes corrientes de la filo­
sofía helenística, reduciendo las opiniones de las escuelas,
p ara llegar a un acuerdo e n tre ellas, sobre lo que no p uede
ser negado y constituye cn consecuencia una base sólida.
Al m ism o tiem po que redacta las A cadém icas posteriores,
en m ayo del 45, escribía el diálogo D el sumo bien y d el sum o
m al (De finibus bonorum et m alorum ), en cinco libros. El
problem a es el del “ fin” de la vida hum ana, es decir, el del
valor más a lto deseable para aseg u rar la plenitud del se r h u ­
m ano. L os filósofos helenísticos habían dado m uchas so lu ­
ciones al problem a. Cicerón no discute aquí m ás q u e los fi-

102
nes p ro p u esto s p o r las tres grandes escuelas vivientes en su
época: el placer, p o r los epicúreos, la belleza m oral, p o r los
estoicos, un equilibrio en tre los bienes del cu erp o y los del
alm a, p o r los filósofos de la A ntigua A cadem ia, re p re ­
sentada aq u í p o r Pisón, el cónsul del 61, que había sido co ­
m o C icerón oyente, en A tenas, de A ntíoco de A scalón, el
re p resen ta n te de esta escuela, en la que se unían el p lato n is­
m o y la en señ an za de A ristóteles. La posición ep icureísta es
expuesta p o r el joven L. M anlio T orcuato, q u e había sido el
acusador de L. Sila, en el 62, cuando había sido defendido
p o r C icerón. T o rcu ato es un epicureísta y habla con el calor
d e la doctrina. E l segundo libro está consagrado a la crítica
que hace C iceró n del epicureism o: la noción d e p lacer es os­
cura, y buscarlo im plica el riesgo de fun d ar la vida m oral so ­
bre un principio muy relativo, ligado a los sentidos. Los ú n i­
cos criterio s del bien absoluto son aquellos que p ro p o n e la
razón; las más altas excelencias del alm a n o tienen jam ás el
placer p o r fin: ni la prudencia, ni la justicia, ni el coraje, ni el
dom inio de sí.
E l tercer lib ro com prende u n resum en, p o r C atón, del es­
toicism o. C ató n coloca en el cen tro de la doctrin a el conoci­
m iento e n tre to d o eso que se p roduce de todo eso que es
conform e a la naturaleza. El alm a se eleva, p o r la razón, has­
ta la esencia m ism a de esta “ n atu raleza”, q u e es la nuestra y,
al m ism o tiem po, la del universo. Y el libro se clausura con
un re tra to m o ral del sabio estoico, re tra to seg u ram en te ca r­
gado de sen tid o en la boca de ese C atáon que, en tiem pos en
que escribía C icerón, acababa de suicidarse en U tica para
afirm ar qu e el único bien m oral era el valor suprem o.
C icerón, en el libro IV, retom a la palabra p ara defender
las tesis d e los académ icos y de los peripatéticos. Insiste en la
idea d e qu e los estoicos han reto m ad o la d octrina de sus an­
tecesores, m utilándola; subraya que el ser hum ano no es sólo
un espíritu, sin o tam bién un cuerpo y, p o r consiguiente, el
valor su p rem o debe tam bién vincularse con los bienes del
cuerpo. E l ú ltim o libro se desarrolla en los jard in es de A ca­
dem o, en A ten as, el lugar donde en señaba P latón. La d octri­
na de la A ntigua A cadem ia está expuesta y, a p esar de algu-

103
nas críticas form uladas p o r C icerón, es a la que, finalm ente,
todos se adhieren.
Los cinco libros de las Tusculanas (Tusculanae disputatio­
nes) fueron com puestos c n ju n io y ju lio del 45, in m ed iata­
m ente después del D e finibus. E sta vez son conferencias p ro ­
nunciadas por C icerón d elan te de am igos reunidos en su fin­
ca de Túsculo. C ada u no p resen ta la d em ostración d e una te ­
sis, según el m étodo seguido p o r los profesores griegos de fi­
losofía. Ellas son, libro p o r libro: la m uerte no es un mal, el
dolor no es el más grandes de los males, el sabio n o tiene a c ­
ceso a la tristeza (entendam os la “d ep resió n ” m o ral), el sa ­
bio dom in a las pasiones, el sabio está siem p re co m p letam en­
te feliz. Cicerón p resenta d e este m odo los principales co n o ­
cim ientos adquiridos de los filósofos helenísticos, des­
pojándolos de la arm ad u ra lógica y dialéctica q u e los acom ­
paña. E spera h ab er d em o strad o que los valores m orales se
im ponen p o r sobre las vicisitudes de la F o rtu n a: “La virtud
se eleva p o r encim a de to d o eso que puede a b atirse sobre la
condición hum ana, ella lo contem pla desde lo alio y d esp re­
cia los infortunios q u e atañ en a los h u m an o s ”,7 e, incluso
aquí, está evocada la figura de Catón.
E n tre ta n to el “ reinado” de C ésar proseguía y C icerón lo
toleraba cada vez más difícilm ente. A p artir del libro V de
las Tusculanas cl retrato que traza del tirano a p ro p ó sito de
D ioniso de Siracusa, está dirigido contra la “ tira n ía” del
César. Concluye que el tira n o es un ser enferm o, y que el
único rem edio consiste cn m a la rio 8 El, p ro b ab lem en te, no
estuvo al corriente de la conjuración que a b a tió a C ésar el 15
de marzo; B ruto y Casio no se preocu p aro n cn asociar a su
proyecto a un hom bre que juzgaban viejo y n atu ra lm e n te du-
b ita n te frente a la acción. P ero él se regocijó al ver que ter­
m inaba un “rein o ”, ta n to más pernicioso, p o r su m ism a d u l­
zura, que “acostum braba a la ciudad a la esclavitud .”9 Se
p u ed e pensar tam bién que tal página de las Tusculanas sirvió
para reforzar, en tre los conjurados, el sen tim ien to de una
m isión a cumplir.
En tanto que la idea d e un asesinato de C ésar tomaba
cuerpo, Cicerón escribía, d u ra n te los dos prim eros meses del
44, un tra ta d o en tres libros, Acerca de 1a naturaleza de los

104
dioses, es dccir, sobre la clase de realidad que pertenecía a
las divinidades, un problem a que se planteaba luego de las
dem ostraciones precedentes, del De finibus y de las Tuscula­
nas. P orque, si, com o había sostenido C icerón, el alm a es de
n aturaleza divina, ¿qué es preciso en ten d er en eso? el p ri­
mer libro co n tien e el resum en, p o r C. Velleyo, trib u n o de la
plebe cn el 90, de las tesis cpicureístas, que niegan la in te r­
vención de los dioses en la m archa del m undo, p ero no su
existencia, q u e está garantizada p o r la creencia universal, in ­
nata en el espíritu hum ano, en ios seres inm ortales, perfec­
tos y felices. E l segundo libro está confiado a Q. Lucilio Bal­
bo, muy versado cn el estudio del estoicism o y oyente de P o ­
sidonio de R odas, cuando éste había ido a R o m a en una e m ­
bajada. C on los estoicos, Balbo sostiene en p rim er lugar que
los dioses existen, que o p eran so b re la m archa del m undo y
que su providencia tiene cn cu enta a los seres hum anos. E n
el tercer libro, es C. A urelio C ola, el cónsul del 75, quien ex­
pone el p u n to de vista de los académ icos, y el hecho de que
haya sido pontífice da a su exposición una gravedad muy p a r­
ticular. C ota refuta los argum entos de los filósofos sobre la
existencia d e la naturaleza de los dioses, y se m uestra
escéptico so b re las acciones de la providencia. U na gran p a r­
te de su discurso se ha perdido. P ero una alusión al destino
bienaventu rad o de D ioniso, el tiran o de Siracusa, indica que
ese pesim ism o estaba sugerido p o r la feliz fortuna d e César.
Es evidente q u e la im piedad y el crim en no son castigados
p o r los dioses.
E l diálo g o cn dos libros Sobre ¡a adivinación fue com ­
puesto d u ra n te los períodos que precedieron y siguieron en
forma inm ediata a la m uerte de César. Los dos personajes
son C icerón y su herm ano Q u in to ; el escenario, la villa de
Tusculo. E sc diálogo continúa al D e natura deorum. Q u in to ,
cn el p rim e r libro, sostiene q u e la adivinación, practicada
por todos los pueblos, p erm ite realm ente conocer el futuro,
y, en apoyo de su tesis, cita textos literarios y hechos re u n i­
dos un poco p o r todas parles: p o r ejem plo, cóm o el rey
D eyólaro había sido advertido, p o r el vuelo de un pájaro,
que la m orada donde iba a residir iba a hundirse. Q u in to re ­
cuerda el ejem plo de Sócrates, q u e prueba q u e un “d em o ­

105
n io ” *, en cada uno de n osotros, es capaz de indicarnos los
peligros que nos am enazan; p ero existen o tro s m edios para
adivinar el porvenir; d e ese m odo desenvuelve to d o un arte,
a través de arúspices y augures. La adivinación depende, en
últim a instancia, del D estino, del que, con los estoicos,
Q u in to afirm a su existencia.
M arco, en el segundo libro, com bate, in spirándose en el
“escéptico” C arneades, las proposiciones enunciadas por
Q uinto. T odo eso q u e es fortuito, dice, escapa a la adivina­
ción; adem ás, si, com o p ensaban los estoicos, to d o está so ­
m etido al destino, entonces el futuro es in m u tab le, y la divi­
nidad inútil. E n cu an to a los m edios utilizados p o r los adivi­
nos, Cicerón m uestra su falta extrem a de certeza. C onviene,
en consecuencia, resp etan d o el culto de los dioses, necesario
para la estabilidad d e las sociedades, ev itar todas las formas
de superstición y, al m enos, suspender su juicio, com o res­
pecto de eso p ro p o n e la filosofía salida d e C arneades.
C om o la adivinación depende, en últim o análisis, de la
existencia o no de un D estino y de los lím ites en los cuales se
m anifiesta, C icerón com pleta sus obras so b re la naturaleza
de los dioses y sob re la adivinación p o r u n tra ta d o sobre el
D estino (De fo to ), q u e escribió en su finca d e Pozzuoli, poco
tiem po después de la m u erte de C ésar, y q u e n o se conserva
m ás que en parte. Se trata de un diálogo e n tre C icerón y A.
H ircio, el lu g arten ien te d e C ésar, en el cual C icerón so stie­
ne, contra los estoicos, la existencia d e una libertad hum ana.
M as, se apresura ya a acabar su corpus filosófico p ara p o d er
consagrarse a las tareas políticas que lo esp e ra n e n una liber­
tad reencontrada.
Sin em bargo, en c u e n tra todavía ocio,en ese m ism o año
44, com o p ara c o m p o n er m uchos libros de filosofía, Catón el
Antiguo o Acerca áe la vejez, luego el Laelius o Acerca de la
am istad, finalm ente L o s deberes, en tres libros; o tro , Sobre la
gloria, en dos libros, se h a perdido.
* P. Grim ai traduce el térm ino griego dafmon p o r démon. Hemos transli-
terado démon por 'dem onio’, haciendo la salvedad de que éste rem ite al
daímon referido (‘una divinidad’ o bien una clase de dioses inferiores entre
el theós y el héros, com o se ve en Platón, Ley., 738 d.). En su intelección d e ­
bemos desprendem os del sentido que dicho térm ino adquire con el cristia­
nismo. (N. del T.)

106
Catón el Antiguo, com enzado antes de la m u erte de César,
fue publicado cn el mes de mayo. La escena se sitúa en el
año 150 a.C., un año antes de la m u erte d e viejo censor,
principal in terlo cu to r del diálogo. A su lado, E scipión E m i­
liano y Lelio, tam bién personajes del De re publica. E ste cor­
to diálogo, en el estilo d e Jen o fo n te (se piensa en el
Económ ico),* m uestra un C alón idealizado, com o lo era el
C iro de Jen o fo n te cn la Ciropedia·,** está construido sobre
los rasgos de un “ labriego” lleno de sabiduría y de h u m an i­
dad, lo que, sin duda, no lo había sido, p ero Cicerón proyec­
ta so b re 61 com o la luz de su juventud en A rpino; C atón re ­
p resen ta aquí esta burguesía cam pesina de la q u e V irgilio,
un poco m enos de diez años m ás tarde, cantará la felicidad y
las virtudes en las Geórgicas.***
El Laelius nos lleva veinte años más tarde: E scipión E m i­
liano acaba de m orir; cn to rn o de su am igo L elio están re u ­
nidos los dos yernos, M ucio Escévola, el A ugur, (uno de los
“ m aestros” de C icercón) y F annio E strabón, au to r de una
obra de carácter histórico. La am istad era un sentim iento
que jugaba un gran ro l en la vida social, pero tam bién e n la
polílica, tan to cn G recia com o en R om a. Los filósofos
habían inten tad o hacer la teoría de ésta, unos, com o los
epicúreos, la fundaban sob re la am istad, otros, com o los e s­
toicos y tam bién los p eripatéticos, la vinculaban con un in s­
tin to casi anim al que nos vuelve queridos a esos que nos p a ­
recem os. Alico, el am igo d e siem pre, había insistido a fin de

* V er especialmente XV, 1-20 donde el elogio de la agricultura se vincula


con una postura tradicional que ve la práctica de las labores campesinas co­
mo una pravis pura el engrandecim iento de la espiritualidad tanto del hom ­
bre como de la polis. (N. del T.)
** La Ciropedia ‘la educación de C iro’, es, cn verdad, una “ pedagogía del
príncipe"; se trata de una suerte de novela histórica que distorsiona la verdad
en varias circunstancias; así, por ejemplo, en el pasaje en que relata la muerte
del em perador persa (Ciro m ucre en combate; Jenofonte lo hace m orir en­
ferm o en su lecho para darle ocasión de pronunciar ante los suyos significati­
vo discurso de despedida). (N. del T.)
*** 1’. Grimai alude a la Géorg. II, 458-540, el conocido pasaje d e las lau­
des agricolae ‘las alabanzas del agricultor’, (en especial los versos 490-494) y
que Virgilio reelabora en el del saiac Corycias ‘el anciano de Coricia’
(iGeórg., IV, 116-148) sobre cuya exógesis sugerimos el prolijo estudio de A.
La Penna (“Sc/ier Corycius”, in A lti del Covegno virgitiano sut bimiltenaria de­
tte “Georgiche”. Napoli, 1977, pp. 37-66. (N. del T.)

107
que C icerón tratara ese tem a, que tom aba una im portancia y
una actualidad particulares en el m o m en to e n el que, desa­
parecido César, volvía a aparecer la vida política y con ella,
el juego de las alianzas y, cn especial, las am istades e n tre los
grandes personajes. Y C icerón, pensando cn C ésar, lam enta
q ue ciertos hom bres, muy num erosos, sacrifiquen la am istad
por la búsqueda de los honores.
E l tratad o Sobre la gloria se ha perdido casi enteram ente;
sólo podem os co n jetu rar q u e C icerón hacía allí el elogio del
deseo que de ésta ten ían los hom bres listos a consagrarse
p o r su patria o, m ás com únm ente, p o r o tro s hom bres, y re ­
cuerda que los dioses n o habían sido en o tro tiem po, mas
que seres hum anos, benefactores a los que el reconocim ien­
to había divinizado.
La últim a obra, el tratad o Acerca de los deberes, está dedi­
cada a su hijo M arco; fue com puesta en el o to ñ o del 44 y p a ­
rece destinada a p resen tar un cuadro de la acción política
q u e estuviese de acuerdo con los im perativos m orales esta­
blecidos p o r los filósofos. Para eso se inspira en cl estoicis­
m o, descartando, cn una m ateria que concicrnc a la acción y
no a las especulaciones teóricas, las incerlidnm bres de los
académ icos; pero de un estoicism o rom anizado, aquel de Pa-
nccio, el consejero de E scipión Em iliano. Los officio, de los
que aquí se trata, son las acciones üe las que se p u ed e “ re n ­
d ir cuenta m ediante la ra z ó n ”, apoyándose so b re los princi­
pios fundam entales de la vida m oral. R econociendo, ju n io
con los m aestros del estoicism o, que el v erd ad ero sabio no
es frecuente, que nacé, quizá, uno p o r siglo (cn Rom a no
había habido más que uno, C alón). N o afirm a con esto la n e ­
cesidad, para los o tro s hom bres, ésos que aspiran a la sabi­
duría, sin alcanzarla, de referirse, respecto de cada una de
sus acciones, a una m oral que justifique cada vez la solución
elegida. E l valor su p rem o es la “belleza m o ra l”; se pregun­
tará, para to m ar una decisión en cada circunstancia, si la ac­
ción llevada a cabo está conform e, o no, a aq u élla. L a belleza
m oral adopta num erosas form as; ellas son enum eradas y
analizadas cn el p rim er libro. El segundo libro concierne a lo
útil, es decir esencialm ente a la vida social; el tercero m ues­

li l.N
tra que no existe conflicto verdadero en tre lo bello y lo útil, y
que las dos nociones, en la práctica, se confuden.
E n m uchos sitios, en los prefacios que ha colocado al co­
m ienzo d e sus obras filosóficas, Cicerón insiste en la idea de
que no los habría escrito si hubiera podido desem peñar en la
vida política el rol para el cual estaba preparado. E se rol,
crcyó p o d e r retom arlo luego de la m uerte de César. ¿B ruto,
golpeando al “tiran o ”, no había p ronunciado acaso el n o m ­
bre de C icerón? E ste era el sím bolo de la “ lib ertad ”. Pero
p ro n to debió constatar que no era fácil volver al antiguo es­
tado. A n to n io , cónsul él solo, enten d ía co n tin u ar a César. El
acuerdo llevado a cabo e n tre é ste y los asesinos, el 17 de
m arzo, no restablecía la calm a. Cicerón deja pasar el verano
sin ap arec er en R om a. E speraba que com enzara el consula­
do de los dos cónsules designados, que eran sus am igos, H ir-
cio y Pansa. La situación general se degradaba al p u n to de
que tuvo intención de volver a A tenas para pasar el fin de
ese año; se p uso en cam ino el 17 de julio y es en el curso de
esa travesía —a lo largo de las costas tirrénicas—, que escri­
bió los Tópicos. Pero n o llegó más allá de Reggio de C ala­
bria, luego de una corla estancia en Siracusa. E n la p rim era
Filípica* (llam a con este nom bre a la serie de diecisiete o
dieciocho discursos —catorce solam ente conservados— que
pronuncia en el curso de este período, donde se esfuerza por
im pedir qu e A ntonio reviva la “ tira n ía ” de César), da las r a ­
zones de su regreso: las noticias de R om a que le llegan luego
de una escala en L eucopetra**, n o lejos de Reggio, le p a re ­
cieron tan alentadoras (A n to n io se disponía a ren d ir su a u ­
toridad al senado) que decidió volver lo más ráp id am ente
posible .10 P ero no llegó a R o m a sino el 31 d e agosto, cuando
el p u eblo lo recibió con beneplácito. A n to n io había convo­
cado al senado para el día siguiente, Io de setiem bre. C i­
cerón tem ía algún aten tad o c o n tra su persona, perm aneció
en su casa invocando com o excusa la fatiga del viaje. Eso
irritó m ucho a A nto n io y las relaciones e n tre am bos se enve­

* Situada en el prom ontorio de Reggio. I loy cabo del Armi, cf. Cic.,
Filip., 17. (N . del T.)
** El nom bre Filípicas procede por cicrtu similitud con las que pronun­
cié D em óslenes contra Filipoile M acedonia (N. del T.)

109
nenaron. A l o tro día, en el senado (donde A n to n io , esta vez,
estaba ausente), C icerón pronuncia la p rim era Filípica, un
discurso todavía conciliante, con el cual se esforzaba en re s­
tablecer la concordia. A n to n io se irritó con esto p orque
sen tía que la elocuencia de su adversario era cap az de levan­
ta r co ntra él a un senado vacilante. A p a rtir d e ese m om en­
to, eso fue una guerra declarada en tre am bos, q u e term inó
p o r la proscripción y la m u erte de Cicerón.
Casi todas las Filípicas fuero n pronunciadas en el senado;
p ero la segunda, cn la cual responde a una invectiva d e A n ­
tonio, a continuación de la prim era, sólo fue escrita y larga­
m en te difundida hacia fines del m es de o ctubre. C icerón d e ­
fiende cn ella su acción política y, de m odo p aralelo , ataca a
A n to n io con vigor, al igual q u e a su familia; se en sañ a con su
vida privada, denuncia sus intem perancias, sus vicios, sus
deudas, sus negocios de to d a clase. E n tre ta n to , la situación
evoluciona. O ctavio, el so b rin o nieto de C ésar, q u e entonces
se encontrab a en A p o lo n ia, donde debía reu n irse con el
ejército que César prep arab a para una expedición co n tra los
P artos, había vuelto a Italia. Se había e n terad o de q u e había
sido ado p tad o por César y q u e era su principal heredero.
D ecide reivindicar su herencia y se convierte en rival de A n ­
tonio. A m bos se disponen a llam ar a su servicio a los v e tera­
nos d e C ésar instalados cn sus colonias. AI ver q u e A ntonio
se había atraído la hostilidad de C icerón, O ctavio decide p e ­
dirle su apoyo. El 20 de diciem bre, con la tercera Filípica, C i­
cerón tom ar p arte p o r O ctavio, y hace v o tar un senado-con­
su lto declarando ilegales las astucias d e A n to n io y felicitan­
do a O ctavio por su actitud. Esa misma tard e C icerón, en
una cuarta Filípica, volcaba d elan te del p u eb lo las conse­
cuencias del discurso del m edio día, ¡tal com o lo había h e ­
cho en el tiem po de las Catilinariasl Se ap resu ra a rendir
cuenta a B ruto, que era cónsul designado, p recisan d o que su
sola presencia le había atra íd o a él, C icerón, en la sesión del
senado, una m ultitud de sen ad o res .11
A pesar de los discursos de Cicerón la g u erra se desen­
volvía en to rn o de M ódena, sostenida p o r D. B ruto, cn nom ­
bre del senado, y A n to n io q u e pretendía el g obierno de la
Galia. Los com bates se d esarrollaban con éxitos variables;

110
un día A n to n io triunfaba, al o tro día era vencido. L a vida
misma del viejo o rad o r estaba en juego: u n a victoria de A n ­
tonio m arcaría el fin de aquel q u e sus enem igos co n tin uaban
llam ando el “ tira n o de A rp in o ”. La d erro ta de A n to n io d e ­
lante de M ó d en a no fue explotada p o r los seguidores del se ­
nado con una rapidez y una energía suficientes, y fue final­
m ente O ctavio (a quien algunos senadores esperaban des­
cartar) quien ju g ó su p ropio juego. T om a posesión d e los
ejércitos del senado y m archa sobre R om a, donde exige y o b ­
tiene el consulado. C ontra ese golpe de E stado, los discursos
de Cicerón quedan sin fuerza. E sta vez “las arm as prevalecen
sobre las togas” . E l segundo triunvirato, form ado p o r O cta ­
vio, A n to n io y L épido, no tenía sitio p ara él. A im itación de
Sila (lo q u e C ésar siem pre había rehusado), los tres hom bres
redactaron una lista de proscripciones. O ctavio quería p e r­
donar a C icerón, pero A nto n io se opuso a esto o b stin ad a­
mente.*
C icerón, en ta n to que los tres generales se ocupaban en
B olonia so b re este tem a, se en co n trab a con Q u in to en
Túscuio. A n te el anuncio de la proscripción, p artiero n para
la finca de A stu r, con la intención de em barcarse p ara M ace­
donia, d o n d e se en contraba B ru to con un ejército. Q uinto,
con todo, decid e retard ar su partid a. N o tardó en ser traicio ­
nado por sus servidores, y fue m asacrado, al igual q u e su h i­
jo. M arco, desp u és de haber desem barcado, se hizo dejar
cerca de M o n te Circeo, y, lleno d e turbación y de incerti-
dum bre, llegó hasta la q u in ta d e G aeta. El 17 de diciem bre
los soldados se presentaron. C icerón había sido conducido
en litera p o r fieles servidores, en dirección hacia el m ar, con
el pro p ó sito d e salvarse. P ero u n joven liberto de Q uinto,
Filólogo, lo traiciona, y un cen tu rió n , llam ado H eren io, en
o tro tiem po defendido por Cicerón co n tra una acusación de
parricidio, alcanza la litera en los bosques. V iéndolo venir,
Cicerón lo m iró fijam ente, y m u rió con coraje. H eren io le
corta la cabeza y las manos, com o lo había ordenado A n to ­
nio, y esos trofeos fueron fijados e n los R ostros, so b re el fo­
ro, según una costum bre instaurada en los peores m om entos

• Sobre el particular véase el prolijo relato de Plutarco, op. cit., 46. (N.
del T.)

111
de las guerras civiles, a com ienzos del siglo. A n to n io declara
solam ente que, una vez m u erto C icerón, se podía p o n e r fin a
las proscripciones, a tal p u n to estaba persuadido de que la
elocuencia del viejo cónsul, ella sola, podía enderezar delan­
te de sí obstáculos insuperables y de que, de ella sola, d e ­
pendía la Libertad.*

* Recientem ente P. Grimai ha retom ado el terna de la “libertad” en Les


erreurs de la Liberté (París, Belles-Lettres, 1989). En dicha obra el estudioso
luego de analizar in extenso la noción de “libertad" según la lente de diferen­
tes escuelas filosóficas, sintetiza la cuestión refiriendo que "la véritable L i­
berté tic s'est toujours accomplie pleinement que dans la Mort. ” (N. del T.)

1. Carta de V arrón de abril del 46 (A d familiares, IX, 2).

2. V er P. Grimai, “ Le ‘bon roi’ de Pliilodème et la royauté de César”, in


Revue des Etudes Latines, XLVI, 1966, pp. 154-285.

3. Carta a D o la b e la ^ d familiares, IX 12, 2.

4. Acerca del orador, I 188 ss.; I I 133 ss.

5 .D e re publica, 111 33.

6. Reconstitución convincente del diálogo, M. Ruch, L ’l lortensius de


Cicéron, Paris, 1958.

7. Tusculanas, V 4.

8. P. Grimai, “ Cicerón et les tyrans de Sicile”, in A tti del I V Colloquium


Tullianum, Palermo, 1979 (publicadas en Roma, 1980), pág. 67 y ss.

9. Filípicas, I I 116.

10. Filípicas, 18.

11 .A d Familiares, X I 6,2·

112
Capítulo VIII
CICERON FRENTE A LA
HISTORIA

Cicerón , en su tiem po, ha ocupado, lo hem os visio, un lu ­


gar considerable cn el curso de los acontecim ientos que han
acom pañad o el fin de la R epública y, luego de la m uerte de
Cósar, prep arad o el advenim iento del régim en que, final­
m ente, desem bocó cn el Im perio. Su actitud p ersonal a m e­
nu do ha sido criticada p o r los h istoriadores q u e le re p ro ch a ­
ron h ab er desconocido las causas profundas de una ev o lu ­
ción convertida cn fatal y d e haber, de esc m odo, contribuido
a d ram atizar el fin de u n m undo que estaba, desde hacía la r­
go tiem po , condenado. A veces u no se inclina a soñar la
política qu e C icerón hubiera elaborado cn com ún con César,
y que hubiese ah o rrad o a R o m a m edio siglo (o casi) de gue­
rras civiles. E sc m ismo su eñ o , que una imagina cn el p en sa­
m iento de tal o cual h isto riad o r m oderno, no hizo más que
sacar a luz la im portancia, p ara la historia de su tiem po, del
cónsul d e A rp in o . Pero es necesario recordar q u e C icerón
jam ás tuvo una total libertad de acción: a pesar de toda su
elocuencia, no logró siem pre p ersuadir a los sen ad o res de
tom ar las m edidas q u e él deseaba. R ehusando recurrir a la

113
violencia (aceptada p o r o tro s políticos q u e le e ra n co n tem ­
p o ráneos, ab iertam en te o secretam ente, p o r C ésar, u tilizan­
d o las bandas de C lodio, p o r Pom peyo, no d esdeñando los
auxilios de M ilón), C icerón siem p re quiso m an ten erse en la
legalidad, lo que, fre n te a los triunviros, tres hom bres de
guerra, lo ponía en estad o de inferioridad. E l m ism o no dejó
una m ala im agen en su provincia y supo lo g rar éxitos m ilita­
res, al p u n to de h a b e r p o d id o esperar o b te n e r un triunfo, del
q u e conservó la esperanza d u ran te m ucho tiem po, incluso
cuando César o cupaba R om a, y al q u e no ren u n ció sin una
verdadera pena. P ero siem pre piensa, conform e a la tra d i­
ción del derech o público, q u e el uso d e la fuerza debe estar
reservada al exterior, c o n tra los enem igos del E stado, pero
q ue en el in terio r las form as legales, ellas solas, d ebían bas­
ta r para m an ten er la paz e n tre los ciudadanos. E l azar de las
circunstancias hizo q u e ese problem a se le p lan teara, en el
curso de su consulado, com o si la F o rtu n a h u b iera querido
experim entar, p o r últim a vez, la resistencia d e la vieja cons­
titución frente a las fuerzas que in ten tab an destru irla. F inal­
m ente, el cónsul resolvió so m eter a m u e rte a los conjurados
y hacer declarar a C atilina enem igo público, p ero eso n o fue
sin un verdadero dram a de conciencia: si co n su lta al senado
respecto de la su erte q u e convenía reservarles, no fue p or te ­
m or de sus responsabilidades, sino p o rq u e un senado-con-
su lto im plicaba al senado to d o entero y creab a u n p reced en ­
te jurídico, que tenía p o r efecto reforzar eso q u e hoy llam a­
dos el “p o d er ejecutivo.”
M.ás tarde, en el tra ta d o Sobre la república, C icerón sacará
a luz la necesidad p a ra R om a de disponer, en su co n stitu ­
ción, de un órgano de carácter m onárquico. La ciudad tenía
sus cónsules, que rep resen tab an , precisam en te, una a u to ri­
dad d e carácter real. P e ro C icerón n o se en g añaba respecto
de lo q u e ese p o d er com p o rtab a d e debilidad: com partido,
mes a mes, p o r dos h om bres que tenían, u no sob re el o tro,
derecho de veto, y que, de hecho, veían q u e su p o d er y su efi­
cacia real dism inuía una vez que, d u ra n te la segunda m itad
del año, habían sido elegidos los cónsules d el añ o siguiente;
ese p o der era azotado e n d etrim en to p o r los agitadores cuya
acción no era co ntenida p o r las leyes, en un p e río d o de tiem ­

114
p o determ in ad o , y q u e p onían, a m enudo, a los cónsules en
tutela.
E ra necesario, en consecuencia, in stitu ir una autoridad
su p erio r, que garantizara el libre funcionam iento de las le­
yes. P ara eso, C icerón recu rrió a la tradición que, desde el fi­
nal d e las guerras púnicas, conocía p ara cada generación uno
o dos estadistas colocados, p o r sus m éritos personales y su
gloria (¡sobre to d o m ilitar!), p o r encim a de la pelea. Esos
hom bres (E scipión E m iliano, m ás tarde, P om peyo) ejercían
un m agisterio de razón, p u ram en te m oral, y gozaban del
consentim ien to de todos los ciudadanos.
Im aginando un sistem a tal, C icerón se apoyaba a la vez en
la tradición rom ana de la auctoritas (el crédito acordado a
un p erso n aje prestigioso, considerado com o un “p a d re”), y
en la de los filósofos griegos que, desde P latón, se ingenia­
ro n en descubrir en el U niverso, una justificación de la m o ­
n arquía. P ero, cuando se tra ta de tran sp o rtar esas ideas a la
práctica, Cicerón se en cu en tra muy desguarnecido. H em os
visto cóm o Pom peyo, después C ésar, lo sacrificaron al re se n ­
tim ien to d e C lodio; luego, después d e la d e rro ta de los pom -
peyanos, cóm o C ésar rehúsa perm itirle el reto rn o a los ju e ­
gos en los que se había com placido el an tig u o senado. C i­
cerón descubrió entonces q u e este hom bre, hacia el q u e le
llevaba una sim patía n atu ral, se había transform ado poco a
poco e n “ tira n o ”, cn esc m o n stru o d eshonrado p o r todos los
filósofos, p o rq u e considera la com unidad de los ciudadanos
com o su b ien privado y una herencia de la que él es el único
dueño. E l tira n o es suprim ido de la com unidad hum ana. La
realeza con la que sueña C icerón es aquélla que A ristóteles
llam a la realeza “lacónica ”,1 una m onarquía cn la q u e su jefe
se so m e te a la ley.
Siguiendo a A ristóteles, C icerón constata que las so cieda­
des políticas se encu en tran fre n te a una contradicción: cn
principio, p o r cierto, todos los ciudadanos p articip an del
m ism o status jurídico, pero algunos dan testim onio de una
excelencia superior, y esos hom bres excepcionales no sabrían
e sta r som etidos a la au to rid ad de los otro s, q u e no lo valen.
Lo que im plica que esos seres excelentes m erecen ser reyes
de p o r vida. Tal era la teoría q u e C icerón en co n trab a c n los

115
filósofos cuyo p cnsam ienlo le era fam iliar. P ero no podía di­
sim ular las dificultades q u e atañ en la p uesta en práctica de
tal sistem a. A ristóteles estaba al servicio del rey de M acedo­
nia. C icerón era uno de los m agistrados que, a lo largo de to ­
da su carrera, tenía la carga de dirigir la ciudad. N o ignoraba
que los R om anos eran sensibles a la gloria m ilitar, y que la
victoria aureolaba al q u e la llevaba con un carism a p articu ­
lar. No puede tom arse a la ligera eso que ha dicho a p ro p ó si­
to del valor y del éxito m ilitares en su discurso Sobre los p o ­
deres de Pompeyo y en su defensa Pro Murena', más allá de los
argum entos inherentes a la causa (y que, p o r esta razón, se
los puede pensar más o m enos sofísticos), resta que se p re ­
g untara p o r la dignitas adquirida en los cam pos de batalla:
aquélla, po r ejem plo, q u e p ertenece a Pom peyo, cuando re ­
gresaba del O riente, y aquélla que reclam aba César, al térm i­
no de su proconsulado de la Galia. Sabía tam bién que los
antiguos soldados de esos generales victoriosos pesaban
fuertem en te en la ciudad: instalados en tierras que les
habían sido atribuidas en nom bre del E stado, form aban gru­
pos electorales poderosos, y podían, si la ocasión se p resen­
taba, ser convocados a las arm as por su antiguo jefe, al que
lo vinculaban lazos ú c p d e s e incluso de pietas. E jem plos re ­
cientes estaban allí p ara recordárselo — así el caso de los ve­
teran o s d e Sila— , y la guerra e n tre C ésar y P om peyo proveía
un buen núm ero de estos ejem plos. Es p o r eso q u e Cicerón
hace tantos esfuerzos p o r hacer discernir el títu lo d e impera-
to ra los tres jefes que habían com batido en M ód cn a y lo que
él dice sobre ellos q u e “ p o r su valor, su se n tid o estratégico y
su buena fortuna” , han salvado la rep ú b lica .2 D el mismo
m odo, Cicerón en o tro tiem p o había evocado “ la buena fo r­
tu n a ” (felicitas) de Pom peyo en todas sus cam pañas.
D e e ste m odo se e n cu en tra bosquejada la figura de los
grandes “conductores” , a quienes Cicerón esp era u n día ver
a la cabeza del E stado rom ano. En su tra ta d o Acerca de los
deberes, m uestra que los verdaderos hom bres d e E stado de­
ben ser “orad o res”, inspirados por las v irtudes q u e son la ex­
celencia de los hom bres: la prudencia, la justicia, el coraje, la
m oderación. E sta im agen, q u e 61 dedica a su hijo M arco no
era enn to d o suficiente a sus ojos com o p ara q u e un hom bre

116
que las poseyera lodas (em pero, cn efecto, ellas son indivisi­
bles, y los estoicos le m ostrab an que cualquiera q u e practica­
ra una d e ellas, practicaba todas, al m enos, en potencia) se
convierta en un jefe incucstionado del Estado. El carism a de
la victoria es tam bién necesario.
Se reco rd ará que él m ism o tuvo deseos de esta consagra­
ción luego d e sus cam pañas de Cilicia: si hubiera podido c e ­
lebrar su triunfo, se hubiera convertido cn ese ho m b re de
E stcado acabado, capaz de conducir a los R om anos, y respe­
tado p o r todos. En ese punto, el discípulo de los filósofos
helenísticos se m uestra realista y sensible al “subconsciente”
de R om a, asignando su p arte a lo irracional, a lo casi religio­
so, en la ciudad.
A h o ra bien, es cierto q u e este equilibrio cn la mezcla de
virtudes, de talentos y de “e n c a n to ” será uno de los m odelos,
o m ejor, incluso el m odelo cn el cual se inspirará O ctavio
para instalar el régim en del principado. O ctavio había sido,
al com ienzo de su carrera, cn alguna m edida el pupilo
(indócil, p o r cierto) y alum no d e Cicerón. Más tarde, h o n ­
rará su m em oria y lo considerará com o un “ gran p a trio ta ”.
En verdad no pued e pensarse que Cicerón haya im aginado,
en to d o su m ecanism o y cn todos sus aspectos, el régim en
del principado. Tal com o éste funcionó después del 27 a.C.,
él lo h u biese condenado, com o había condenado la dictadura
de C ésar, p ero es forzoso co n statar que ese régim en ponía
en práctica valores de los que él m ism o había sido u no de los
prim eros cn reclam ar para sí. Es él quien, al an tig u o prag­
m atism o integral practicado hasta entonces, sustituye una
política fundada cn la razón, al m enos teóricam ente, que se
refería a las ideas elaboradas p o r los filósofos; es tam bién él
quien establece un lazo, cn ad elan te indisoluble, e n tre el p o ­
der y la “v irtu d ”. Esta idea del ho m b re de E stad o (converti­
do, bajo la presión de las circunstancias, en el P ríncipe), que
se identifica con el Sabio, se im pondrá poco a poco. L atente
bajo los Julio-C laudianos, d o n d e dom inará el carácter divino
de la dinastía, influirá en Séneca, que in tentará llevar la filo­
sofía al p o d er. A nim ará tam bién a la oposición sen atorial
contra N eró n , y la conjura de Pisón se afirm ará finalm ente
de m anera o stentosa con G alba, q u e elige “al más digno” p a ­

117
ra que se convierta p o r adopción, en su h ijo y su sucesor, y
triunfará con el célebre Panegírico de Trajano, pronunciado
p o r Plinio y q u e fija, d u ra n te m uchos siglos, la im agen de los
“buenos” em peradores. P o r consiguiente, incluso si en su ac­
ción política C icerón figura e n tre los vencidos, su pensa­
m iento perm anecerá vivo d u ran te ta n to tiem p o com o haya
em peradores cn R om a.
Cicerón ha creado u n universo esp iritu al q u e ha renovado
a R om a y, a través de ella, al m undo: en m ateria de elo cu en ­
cia, en la vida filosófica y, acabam os d e verlo, en la vida
política, nada, después de C icerón fue sem ejan te a com o lo
había sido antes de él. L a imagen q u e h ab ía d ado del o rad o r
en sus tratados teó rico s y su p ro p io ejem p lo , fueron objeto
d e estudio p ara las generaciones q u e le sucedieron. P o r cier­
to , su elocuencia fue algunas veces criticada y, en tiem pos de
N erón y de los Flavios, conoció un cierto descrédito, cuyo
testim onio es el Diálogo de los oradores de T ácito. Los críti­
cos habían com enzado desde el siglo I o a.C. Q u in tiliano los
ha record ad o ,3 y, b ien considerado, declara q u e C icerón, si
no ha alcanzado una perfección, q u e es im posible, es al m e­
nos aquel que m ás se le ha aproxim ado, y e sto en virtud de
su estilo, pero, sob re todo, p o rq u e fue un “hom bre ho n es­
to ”. C ualesquiera fueran sus defectos, incluso, si se quiere,
las ridiculeces que se le puedan rep ro ch ar, C icerón se im p o ­
n e com o m odelo. A dem ás, Q u in tilian o lo dice expresam en­
te: “m antengam os los ojos fijos so b re él, q u e nos sirva de
ejem plo. Y es p reciso saber que se h ab rá avanzado cuando
C icerón agrade .”4 Q u in tilian o se expresa de ese m odo para
luchar contra las tendencias nuevas, el gusto (que juzga p e r­
v ertido) p o r un estilo q u e no adm ite los largos períodos cice­
ronianos, aqu él d e Séneca y de sus im itadores. Finalm ente,
e s C icerón quien ha triunfado.
C uando P etrarca lo descubre, son las arm onías de sus
períodos, la dulzura de su estilo las q u e lo seducen. E sta d u l­
zura, este encanto, al q u e él era, a. s u f r a n pesar, pro funda­
m ente sensible, hiciero n q u e sa^i Je ró n im o se acusara com o
d e un grave pecado al ser más “Ciceroniano” q u e cristian o .5
C icerón, en efecto, había construido su te o ría d e la elo cu en ­
cia sobre dos nociones: probare y delectare — a rra stra r la ad­

118
hesión del espíritu y d e aq u ello q u e Pascal llam a el co­
razó n — , lo racional y lo irracional. La austeridad d e J e ró n i­
m o lo hacía reh u sar un irracionalism o q u e n o fuera el de
C risto; p ero lo im itó m ucho. Las form as literarias ilustradas
p o r C icerón fueron aceptadas p o r Boecio, M inucio Félix, y
p o r m uchos otros. A dem ás, san, A m brosio p id e al De officiis
un a inspiración directa p ara su tra ta d o Acerca de los deberes
d e los clérigos. Se sabe tam bién que la lectura del Hortensio
crea, en el espíritu de A gustín,jentonces e stu d ian te en C arta-
go, eso q u e u n o llam a sir “ p rim era em oción intelectu al ”.6
Seducido p o r esta lectura, A gustín que, hasta entonces,
creía q u e C icerón era ad m irab le p o r su estilo, y no p o r su
pensam ien to , descubre q u e el filósofo pagano ya había te n i­
d o la experiencia del ren u n ciam ien to a los valores del m u n ­
d o y, p o r consiguiente, d e esta conversión q u e debía, más
tard e, in co rp o ra r a A gustín a las sendas del cristianism o. Es
p o r C icerón, en consecuencia, que la tradición de la esp iri­
tualidad y tam bién de to d o eso que percibe el espíritu más
allá del velo de la carne, q u e to d o ese m undo, salido del p la ­
tonism o, confirm ado p o r el estoicism o, reelab o rad o p o r los
filósofos rom anos, ha sido transm itido al d o cto r de H ippo-
na. E sta página d e las Confessiones ha co n lrib u id o m ucho,
p o r cierto , p ara que la o b ra de C icerón haya sido conserva­
da, p o r los copistas d e la E d ad M edia, hasla el R enacim ien­
to , del q u e ella se convirtió en Biblia.
La h isto ria d e la supervivencia de C icerón resta todavía
p o r escribirse; p ero el nú m ero infinito de pensadores q u e ha
insp irad o y de las obras q u e llevan su sello, evidencian, hasta
el presen te, que el o rad o r d e A rp in o es u n o de aquéllos que
ha co n trib u id o podero sam en te a co n stru ir el pensam iento
d e O ccidente.

1. A ristóteles, Política, III 1 4 ,3 ,1285a. V er P. Grimai, “Du ‘De repúbli­


ca’ au ‘D e clem entia’ ”, in Mélanges de l ’E cole française de R om e (Antiquité),
91,1979, p. 676 y ss.

2. Cicerón, Filípicas, X IV 28 (J. Béranger, Cicéron précurseur... op. cit., p.


124 y ss.)

3. Institución oratoria, X I I 1 ,1 4 y ss.

119
4. Ibid., X ), 112; cf Plinio el Joven, Cartas, IV 8,4.

5. M.-J. Chaum arat, “Sur Erasm e et Cicerón”, in Présence de Cicéron,


Paris, 1984, p. 117 y ss.

6. San Agustín, Confesiones, cil. y trad, de P. de Labriolle, Paris, 1944; cf.


M. Tcstard, Saint Agustín et Cicéron, 1.1., Paris, 1958.

120
BIBLIOGRAFIA SUMARIA

A dem ás de las obras citadas cn las notas de! texto, rem i­


tirse a:
C laude N icolct et A lain M ichel, Cicerón, París, 1960 (co ­
lección “ Ecrivains de to u jo u rs”), con buena bibliografía.
E. C iaceri, Cicerone e i suoi tem pi, 2 vols. M ilano, 1941.
A. M ichel, Rhétorique et philosophie chez Cicerón·, essai sur
les fondem ents philosophiques de l'art de persuader, Paris,
1961.
P. Boyanc&, Etudes sur le “Songe de Scipion”, Paris, 1936
M. G elzer, R. Philippson, VV. K roll, artícu lo “ M. Tullius
C icero” , in Real-Encyclopddie, A, VII, I, col. 827 y ss., que es
una sum a de nuestros conocim ientos sobre cl hom bre y su
obra.
S.A. M itchell, Cicero. The ascending years, New Haven,
1979.
W.K. Lacey, Cicero and the end o f the Roman Republic,
New Y ork, 1978.
P. Bovancé, Etudes sur l'humanisme cicéronien, Bruxelles,
1970.
Pero se leerán especialm ente los textos (publicados con
sus respectivas traducciones) en la “Collection des U n iv er­
sités de F ra n c e ” (Paris, Les B elles-L ettres); cada uno de
ellos está precedido de una introducción. No todos los dis­

121
cursos han desaparecido; las obras so b re retó rica están casi
com pletas; las obras d e filosofía tam bién lo están (con todo,
los tratad o s Sobre la naturaleza de los dioses y Sobre la adivi­
nación faltan todavía). La co rrespondencia (o las cartas, cla­
sificadas p o r o rd en cronológico) está en vías d e ser p u b lica­
da.
A ddenda: E n n u estro m edio E diciones A naconda (B ue­
nos A ires, 1946), rep ro d u jo en una edición en seis v o lú m e­
nes las Obras completas de Marco Tulio Cicerón, que re p ro ­
duce los diecisiete tom os corresp o n d ien tes a la obra de C i­
ceró n editados p o r la B iblioteca Clásica d e M adrid, traduci­
da p o r diferentes estudiosos y con p rólogo de M arcelino
M enéndez y Pelayo. (N . del T.).

122
INDICE

Prólogo 7
Introducción 11
C apítulo I,- Las raíces profundas 17
C apítulo II.- El niño prodigio 23
C apítulo III,- La violencia y las arm as 35
C apítulo IV.- D e las Veninas al C onsulado 47
C apítulo V.- D el C onsulado al exilio 63
C apítulo V I.- Del reto rn o del exilio a la guerra civil 79
C apítulo V II.- D e la guerra civil a la proscripción 95
C apítulo V III.- C icerón fren te a la historia 113
Bibliografía Sum aria 121
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