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Tan pronto como te percates de que has nacido como un ser humano,
tienes ante ti todo tipo de temores; y no parece existir escapatoria alguna.
No importa cuantas precauciones adoptes, siempre habrá algún riesgo,
en alguna forma. Tu única seguridad yace en Dios. Ya sea que te
encuentres en la jungla africana, en la guerra, o atacado por las
enfermedades y la pobreza, simplemente dile al Señor, y cree en lo que
afirmas: “Estoy atravesando el campo de batalla de esta vida en el interior
del carro blindado de tu presencia. Estoy protegido”. No existe ninguna
otra forma de seguridad. Haz uso del sentido común, y confía plenamente
en Dios.
¿No aporta, acaso, una gran libertad mental el saber que la muerte no
puede acabar con nosotros? Cuando viene la enfermedad y el cuerpo
cesa de funcionar, el alma piensa: “¡He perecido!” Pero el Señor la sacude
y le dice: «¿Qué te sucede? No estás muerta. ¿Acaso no estás pensando
todavía?” Mientras camina, el cuerpo de un soldado es alcanzado y
destrozado por una bomba. Su alma clama: “¡He muerto, Señor!” Y Dios le
dice: “¡Por supuesto que no! ¿No me estás hablando? Nada puede
destruirte, hijo mío. Estás sólo soñando” Entonces el alma comprende lo
siguiente: «Esto no es tan terrible. No era sino esta mundana conciencia
temporal mía -según la cual soy sólo un cuerpo físico- la que me indujo a
creer que el perderlo sería mi fin. Había olvidado que soy el alma eterna”.