Tabla de contenido
Encíclicas de León XIII Sumario........................................................................................................... 8
INSCRUTABILI DEI CONSILIO ................................................................................................................... 20
1. Introducción ................................................................................................................................ 20
2. La autoridad de la Iglesia despreciada ................................................................................. 20
3. La Iglesia y los principios eternos de verdad y de justicia ................................................ 21
4. El verdadero progreso aproxima la humanidad a Dios .................................................... 22
5. El Pontificado y la sociedad civil............................................................................................. 23
6. Italia y el Romano Pontífice ..................................................................................................... 23
7. La soberanía del romano Pontífice ........................................................................................ 24
8. Acercamiento a la Iglesia fuente de autoridad y salvación ............................................. 25
9. La doctrina conforme a la fe católica .................................................................................... 25
10. La corrupción de la familia .................................................................................................... 26
11. La restauración de la familia en Dios .................................................................................. 26
12. Motivos de esperanza ............................................................................................................. 27
13. Conclusión................................................................................................................................. 28
QUOD APOSTOLICI MUNERIS ............................................................................................................ 29
Causa primera de los males: el alejamiento de Dios .............................................................................. 30
Derecho de propiedad ............................................................................................................................ 34
AETERNI PATRIS ..................................................................................................................................... 38
SOBRE LA RESTAURACIÓN DE LA FILOSOFÍA CRISTIANA ........................................................................ 38
CONFORME A LA DOCTRINA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO ................................................................ 38
ARCANUM DIVINAE .............................................................................................................................. 54
I. INTRODUCCIÓN .................................................................................................................................... 54
Restauración de todas las cosas en Cristo ................................................................................ 54
Influencia de la religión en el orden temporal ........................................................................ 54
II. EL MATRIMONIO CRISTIANO .............................................................................................................. 55
Origen y propiedades.................................................................................................................... 55
Corrupción del matrimonio antiguo .......................................................................................... 56
Su ennoblecimiento por Cristo .................................................................................................... 56
Transmisión de su doctrina por los apóstoles ......................................................................... 57
La finalidad del matrimonio en el cristianismo ....................................................................... 57
La potestad de la Iglesia ............................................................................................................... 58
4
católica en
Alemania
21 Quod multum Como muchos Sobre la 22 de agosto de 1886 italian
libertad de la o
Iglesia católica
22 Pergrata Muy grata Sobre la 14 de septiembre de italian
situación de la 1886 o
Iglesia católica
en Portugal
23 Vi è ben noto3 Por vosotros es A los obispos 20 de septiembre de italian
bien conocido italiano sobre el 1887 o
rezo del Santo
Rosario en la
vida cotidiana
24 Officio Con el Sobre la 22 de diciembre de italian
Sanctissimo Santísimo situación de la 1887 o
Oficio Iglesia católica
en Baviera
25 Quod En este Con motivo de 1 de abril de 1888 italian
anniversarius aniversario su jubileo o
sacerdotal pide
que todos los
ordinarios
celebren el
último domingo
de septiembre
una misa por
todos los fieles
difuntos
26 In plurimis Numerosas A los obispos 5 de mayo de 1888 italian
veces de Breasis o
propugnando la
definitiva
abolición de la
esclavitud
27 Saepe Nos Frecuentemente Sobre la 24 de junio de 1888 italian
Nos situación de o
boicot en
Irlanda
12
los respectivos
países
36 Dall'alto Desde la Sede A los obispos, 15 de octubre de 1890 españo
dell'Apostolico Apostólica al clero y al l
Seggio3 pueblo de
Italia, condena
de la masonería
37 Catholicae De la Iglesia Sobre la 20 de noviembre de españo
Ecclesiae católica persistencia de 1890 l
la esclavitud en
tierras de
misión
38 In ipso En el mismo Sobre las 3 de marzo de 1891 italian
asambleas de o
obispos en
Austria
39 Rerum novarum De las cosas Sobre las 15 de mayo de 1891 españo
nuevas relaciones de l
capital y
trabajo
40 Pastoralis De la pastoral Sobre la unidad 25 de julio de 1891 italian
vigilantiae vigilancia de los o
cristianos en
Portugal
41 Octobri mense En el mes de Sobre la 22 de septiembre de españo
octubre devoción al 1891 l
Santo Rosario ,
especialmente
en el mes de
octubre
42 Au Milieu des En medio de las Sobre la 16 de febrero de 1892 francés
sollicitudes4 solicitudes situación de
Iglesia y Estado
en Francia
43 Quarto abeunte A los cuatro Conmemoració 16 de julio de 1892 españo
saeculo5 siglos n del IV l
centenario del
14
descubrimiento
de América
44 Magnae Dei De la gran Sobre la 8 de septiembre de españo
Matris madre de Díos devoción al 1892 l
Santo Rosario
45 Inimica vis La fuerza Dirigida a los 8 de diciembre de 1892 italian
enemíga arzobispos y o
obispos de
Italia sobre la
francmasonería
46 Custodi di Custodios de la Al pueblo de 8 de diciembre de 1892 italian
quella fede3 fe Italia, o
condenando la
masonería
47 Ad extremas Al extremo Sobre los 24 de junio de 1893 italian
[Oriente] seminarios para o
el clero nativo
en los países de
misión
48 Constanti A la constate Dirigida a los 2 de septiembre de italian
Hungarorum [fidelidad] de arzobispos, 1893 o
los húngaros. obispos y
ordenación en
Hungríasobre la
situación de la
Iglesia en ese
país
49 Non mediocri Con no poca A los 25 de octubre de 1893 italian
[atención] arzobispos y o
obispos de
España sobre el
«Colegio
Español» de
Roma
50 Providentissimu Dios Sobre el 18 de noviembre de españo
s Deus providentísimo estudio de las 1893 l
Sagradas
Escrituras
15
ENCÍCLICA
LEÓN XIII
1. Introducción
Pues, desde los primero días de nuestro Pontificado se Nos presenta a la vista el triste
espectáculo de los males que por todas partes afligen al género humano: esta tan
generalmente difundida subversión de las supremas verdades, en las cuales, como en sus
fundamentos, se sostiene el orden social; esta arrogancia de los ingenios, que rechaza
toda potestad legítima; esta perpetua causa de discordias de donde nacen intestinos
conflictos y guerras crueles y sangrientas; el desprecio de las leyes que rigen las
costumbres y defienden la justicia; la insaciable codicia de bienes caducos y el olvido de
los eternos, llevada hasta el loco furor con el que se ve a cada paso a tantos infelices que
no temen quitarse la vida; la poca meditada administración, la prodigalidad, la
malversación del los fondos públicos, así como la imprudencia de aquellos que, cuanto
más se equivocan tanto más trabajan por aparecer defensores de la patria, de la libertad
y de todo derecho; esa especie, en fin, de peste mortífera, que llega hasta lo íntimo de los
miembros de la sociedad humana, y que no la deja descansar, anunciándole a su vez
nuevos acontecimientos y calamitosos sucesos.
Nos, empero, estamos persuadidos de que estos males tienen su causa principal en el
desprecio y olvido de aquélla santa y augustísima autoridad de la Iglesia, que preside al
género humano en nombre de Dios, y que es la garantía y apoyo de toda autoridad
legítima.
Esto lo han comprendido perfectamente los enemigos del orden público, y por eso han
pensado que nada era más propicio para minar los fundamentos sociales, que el dirigir
tenazmente sus agresiones contra la Iglesia de Dios; hacerla odiosa y aborrecible por
medio de vergonzosas calumnias, representándola como enemiga de la civilización;
debilitar su fuerza y su autoridad con heridas siempre nuevas, destruir el supremo poder
del Pontífice Romano, que es en la tierra el guardián y defensor de las normas inmutables
de lo bueno y de lo justo. De ahí es, ciertamente, de donde han salido esas leyes que
quebrantan la divina constitución de la Iglesia católica, cuya promulgación tenemos que
deplorar en la mayor parte de los países; de ahí, el desprecio del poder episcopal; las
trabas puestas al ejercicio del ministerio eclesiástico, la dispersión de las Órdenes religiosas
y la venta en subasta de los bienes que servían para mantener a los ministros de la Iglesia
y a los pobres; de ahí también, el que las instituciones públicas, consagradas a la caridad
y a la beneficencia, se hayan sustraído a la saludable dirección de la Iglesia; de ahí, en fin,
esa libertad desenfrenada de enseñar y publicar todo lo malo, cuando por el contrario se
viola y oprime de todas maneas el derecho de la Iglesia de instruir y educar la juventud.
Ni tiene otra mira la ocupación del Principado civil, que la Divina Providencia ha
concedido hace largos siglos al Pontífice Romano, para que él pueda usar libremente y
sin trabas, para la eterna salvación de los pueblos, de la potestad que le confirió Jesucristo.
Antes bien, esa civilización que choca de frente con las santas doctrinas y las leyes de la
Iglesia, no es sino una falsa civilización, y debe considerársela como un nombre vano y
vacío. Y prueba de esto bien manifiesta son los pueblos que no han visto brillar la luz del
Evangelio; y en los que se han podido notar a veces falsas apariencias de civilización; mas
ninguno de sus sólidos y verdaderos bienes ha podido arraigarse ni florecer en ellos. En
manera alguna, pues, puede considerarse como un progreso de la vida civil, aquel que
desprecia osadamente todo poder legítimo; ni puede llamarse libertad, la que torpe y
miserablemente cunde por la propaganda desenfrenada de los errores, por el libre goce
de perversas concupiscencias, la impunidad de crímenes y maldades, y la opresión de los
buenos ciudadanos, cualquiera que sea la clase a la que pertenecen. Siendo como son
estos principios, falsos, erróneos y perniciosos, seguramente no tienen la virtud de
perfeccionar la naturaleza humana y engrandecerla, porque el pecado hace a los
hombres desgraciados (Proverbios 14, 24); sino que es consecuencia absolutamente
lógica, que, corrompidas las inteligencias y los corazones, por su propio peso precipiten a
los pueblos en un piélago de desgracias, debiliten el buen orden de cosas, y de esa
manera hagan venir tarde o temprano la pérdida de la tranquilidad pública y la ruina del
Estado.
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¿Y qué puede haber más inicuo, si se contemplan las obras del Pontificado Romano, que
el negar cuánto y cuán bien han merecido los Papas de toda la sociedad civil?
Ciertamente, Nuestros predecesores procurando el bien de los pueblos, nunca titubearon
en emprender luchas de toda clase, sobrellevar grandes trabajos, y, puestos los ojos en el
cielo, no inclinaron jamás la frente ante las amenazas de los impíos, ni consintieron en
faltar con vil condescendencia bajamente a su misión movidos por adulaciones o
promesas. Esta Sede Apostólica fue la que recogió y unió los restos de la antigua
desmoronada sociedad. Ella fue la antorcha amiga, que hizo resplandecer la civilización
de los tiempos cristianos; ella fue el áncora de salvación en las rudísimas tempestades que
azotaron el humano linaje; ella, el vínculo sagrado de concordia, que unió unas con otras
a las naciones lejanas entre sí y de tan diversas costumbres; ella, el centro común,
finalmente, de donde partía así la doctrina de la Religión y de la fe como los auspicios y
consejos en los negocios y la paz. ¿Para qué más? ¡Grande gloria es para los Pontífices
Máximos la de haberse puesto constantemente, como baluarte inquebrantable, para que
la sociedad no volviera a caer en la antigua superstición y barbarie!
¡Ojalá que esta saludable autoridad nunca hubiera sido olvidada y rechazada! De seguro
que ni el Principado civil hubiera perdido aquel esplendor augusto y sagrado que la
Religión le había impreso, único que hace digna y noble la sumisión, ni hubieran estallado
tantas sediciones y guerras, que enlutaron de estragos y calamidades la tierra, ni los
reinos, en otro tiempo florecientes, hubieran caído al abismo desde lo alto de su grandeza
arrastrados por el peso de toda clase de desventuras. De esto son ejemplo también los
pueblos de Oriente; que rompiendo los suavísimos vínculos que les unían a esta Sede
Apostólica, vieron eclipsarse el esplendor de su antiguo rango, y perdieron, a la vez, la
gloria de las ciencias y de las artes y la dignidad de su imperio.
Los insignes beneficios que se derivaron de la Sede Apostólica a todos los puntos del
globo, los ponen de manifiesto los ilustres monumentos de todas las edades; pero se
dejaron sentir especialmente en la región italiana, la cual cuanto más cercana a dicha
Sede Apostólica estaba, tanto más abundantes frutos recogió de ella. Italia debe
reconocerse, en gran parte, deudora a los Romanos Pontífices de su verdadera gloria y
grandeza, con que se elevó sobre las demás naciones. Su autoridad y paternal
benevolencia le han protegido no sólo una vez contra los ataques de sus enemigos, y le
han prestado la ayuda y socorro necesarios para que la fe católica fuese siempre
conservada en toda su integridad en los corazones de los italianos.
24
Apelamos especialmente, para no ocuparnos de otros, a los tiempos de San León Magno,
de Alejandro II, de Inocencio III, de San Pío V, de León X y de otros Pontífices, con cuyo
auxilio y protección Italia se libró del horrible exterminio con que la amenazaban los
bárbaros, conservó incorrupta su antigua fe, entre las tinieblas y miserias de un siglo
menos culto, nutrió y mantuvo viva la luz de las ciencias y el esplendor de las artes.
Apelamos a esta, Nuestra augusta ciudad, Sede del Pontificado, la cual sacó de ellos el
mayor fruto y la singularísima ventaja de llegar a ver, no sólo el inexpugnable alcázar de
la fe, sino también el asilo de las bellas artes, morada de la sabiduría, admiración y envidia
del mundo. Por el esplendor de tales hechos, que la historia nos ha trasmitido en
imperecederos monumentos, fácil es reconocer que sólo por voluntad hostil y por indigna
calumnia, a fin de engañar a las muchedumbres, se ha podido insinuar, de viva voz y por
escrito, que la Sede Apostólica sea obstáculo a la civilización de los pueblos ya a la felicidad
de Italia.
Si todas las esperanzas, pues, de Italia y del mundo universo descansan en esa influencia
saludabilísima para el bien y utilidad común de la que goza la Autoridad de la Sede
Apostólica, y en los lazos muy íntimos que todos los fieles mantienen con el Romano
Pontífice, razón demás hay para que Nos ocupemos con el más solícito cuidado en
conservar incólume e intacta la dignidad de la Cátedra Romana, y en asegurar más y más
la unión de los miembros con la Cabeza, de los hijos con el Padre.
Por lo tanto, para amparar ante todo y del mejor modo que podamos los derechos de la
libertad de esta Santa Sede, no dejaremos nunca de esforzarnos para que Nuestra
autoridad sea respetada; para que se remuevan los obstáculos que impiden la plena
libertad de Nuestro ministerio y de Nuestra potestad; y que se Nos restituya a aquel estado
de cosas en que la Sabiduría divina desde tiempos antiguos, había colocado a los
Pontífices de Roma. No Nos mueve a pedir este restablecimiento, Venerables Hermanos,
un vano deseo de dominio y de ambición; sino que así lo exigen Nuestros deberes y los
solemnes juramentos que Nos atan; y además, porque no sólo es necesario este
principado para tutelar y conservar la plena libertad del poder espiritual, sino también
porque es evidentísimo que, cuando se trata del Principado temporal de la Sede
Apostólica, se trata a la vez la causa del bien y de la salvación de la familia humana.
De aquí que nos, en cumplimiento de Nuestro encargo, por el que venimos obligados a
defender los derechos de la Iglesia, de ninguna manera podemos pasar en silencio las
declaraciones y protestas que Nuestro Predecesor Pío IX, de feliz memoria, hizo
repetidamente, ya contra la ocupación del principado civil, ya contra la violación de los
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derechos de la Iglesia Romana, las mismas que Nos por estas Nuestras letras
completamente renovamos y confirmamos.
Y al mismo tiempo dirigimos nuestra voz a los Príncipes y supremos Gobernantes de los
pueblos, y una y otra vez les rogamos, en el nombre augusto del Dios Altísimo, que no
repudien el apoyo, que en estos peligrosos tiempos les ofrece la Iglesia; que se agrupen
en común esfuerzo, en torno a esta fuente de autoridad y salud; que estrechen cada vez
más con ella íntimas relaciones de amor y observancia. Haga Dios que ellos, convencidos
de estas verdades, y reflexionando sobre la doctrina de Cristo, al decir de San Agustín, si
se observa, es la gran salvación del Estado (S. Agustín, Epist. 138, alias 5 ad Marcellinum
n. 15) y que en la conservación y respeto de la Iglesia están basadas la salud y prosperidad
públicas, dirijan todos sus cuidados y pensamientos a aliviar los males con que se ven
afligidas la Iglesia y su Cabeza visible; y el resultado sea tal, que los pueblos que ellos
gobiernan, conducidos por el camino de la justicia y de la paz, vengan a disfrutar en
adelante una nueva era de prosperidad y gloria.
Y a fin de que sea cada vez más firme la unión de toda la grey católica con el Supremo
Pastor, Nos dirigimos ahora a vosotros, con afecto muy especial, Venerables Hermanos, y
encarecidamente os exhortamos, a que, con todo el fervor de vuestro celo sacerdotal y
pastoral solicitud, procuréis inflamar en los fieles que os están confiados el amor a la
Religión, que les mueva a unirse más fuertemente a esta Cátedra de verdad y de justicia,
a recibir de ella con sincera docilidad de inteligencia y de voluntad todas las doctrinas, y
a rechazar en absoluto aquellas opiniones, por generalizadas que estén, que conozcan
ser contrarias a las enseñanzas de la Iglesia.
A este propósito los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, y últimamente Pío IX,
principalmente en el Concilio Ecuménico Vaticano, teniendo en vista las palabras de San
Pablo: Estad sobre aviso, que ninguno os engañe con filosofías y vanos sofismas, según
la tradición de los hombres, según los elementos del mundo, y no según Cristo
(Colosenses, 2, 8 ), no dejaron de reprobar, cuando fue necesario, los errores corrientes,
y señalarlos con la Apostólica censura. Y Nos, siguiendo las huellas de Nuestros
Predecesores, desde esta Apostólica Cátedra de verdad, confirmamos y renovamos todas
estas condenaciones rogando con instancia al mismo tiempo al Padre de las luces que,
perfectamente conformes con todos los fieles en un solo espíritu y en un mismo sentir,
piensen y hablen como Nos. Es. empero, de vuestro encargo, Venerables Hermanos,
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emplearos con todas vuestras fuerzas para que la semilla de las celestes doctrinas sea
esparcida con mano pródiga en el campo del Señor, y para que, desde muy temprano, se
infundan en el alma de los fieles las enseñanzas de la fe católica, echen en ella profundas
raíces, y sean preservadas del contagio del error. Cuanto más se afanan los enemigos de
la Religión por enseñar a los ignorantes, y especialmente a la juventud, doctrinas que
ofuscan la inteligencia y corrompen las costumbres, tanto mayor debe ser el empeño para
que no sólo el método de la enseñanza sea apropiado y sólido, sino principalmente para
que la misma enseñanza sea completamente conforme a la fe católica, tanto en las letras
como en la ciencia, muy principalmente en la filosofía de la cual depende en gran parte
la buena dirección de las demás ciencias, y que no tienda a destruir la revelación divina,
sino que se complazca en allanarle el camino y defenderla de los que la impugnan, como
nos ha enseñado con su ejemplo y con sus escritos el gran Agustín, el Angélico Doctor y
los demás maestros de la sabiduría cristiana.
Pero la buena educación de la juventud, para que sirva de amparo a la fe, a la Religión, y
a la integridad de las costumbres, debe empezar desde los más tiernos años en el seno de
la familia, la cual, miserablemente trastornada en nuestros días, no puede volver a su
dignidad perdida, sino sometiéndose a las leyes con que fue instituida en la Iglesia por su
divino Autor. El cual, habiendo elevado a la dignidad de Sacramento el matrimonio,
símbolo de su unión con la Iglesia, no sólo santificó el contrato nupcial, sino que
proporcionó también eficacísimos auxilios a los padres y a los hijos para conseguir
fácilmente, con el cumplimiento de sus mutuos deberes, la felicidad temporal y eterna.
Mas después que leyes impías, desconociendo el carácter sagrado del matrimonio, le han
reducido a la condición de contrato meramente civil, siguióse desgraciadamente por
consecuencia que, profanada la dignidad del matrimonio cristiano, los ciudadanos vivan
en concubinato legal, como si fuera matrimonio; que desprecien los cónyuges las
obligaciones de la fidelidad, a que mutuamente se obligaron; que los hijos nieguen a los
padres la obediencia y el respeto; que se debiliten los vínculos de los afectos domésticos,
y, lo que es de pésimo ejemplo y muy dañoso a la honestidad de las públicas costumbres,
que muy frecuentemente un amor malsano termine en lamentable y funestas
separaciones.
la santidad del matrimonio cristiano y obedezcan las leyes con que la Iglesia regula los
deberes de los cónyuges y de su prole.
Conseguiríase también con esto otro de los más excelentes resultados, la reforma de cada
uno individualmente porque, así como de un tronco corrompido brotan rama viciadas y
frutos miserables, así la corrupción, que contamina las familias, viene a contagiar y a viciar
desgraciadamente a cada uno de los ciudadanos. Por el contrario, ordenada la sociedad
doméstica conforme a la norma de la vida cristiana, poco a poco se irá acostumbrando
cada uno de sus miembros a amar la Religión y la piedad, a aborrecer las doctrinas falsas
y perniciosas, a ser virtuosos, a respetar a los mayores, y a refrenar ese estéril sentimiento
de egoísmo, que tanto enerva y degrada la humana naturaleza. A este propósito
convendrá mucho regular y fomentar las asociaciones piadosas, que, con grandísima
ventaja de los intereses católicos, han sido fundadas, en nuestros días sobre todo.
Grande son ciertamente y superiores las fuerzas del hombre, Venerables Hermanos, todas
estas cosas objeto de Nuestra esperanza y de Nuestros votos; empero, habiendo hecho
Dios capaces de mejoramiento a las naciones de la tierra, habiendo instituido la Iglesia
para salvación de las gentes, y prometiéndole su benéfica asistencia hasta la consumación
de los siglos, Nos abrigamos gran confianza de que, merced a los trabajos de vuestro celo,
los hombres ilustrados con tantos males y desventuras, han de venir finalmente a buscar
la salud y la felicidad en la sumisión a la Iglesia y al infalible magisterio de la Cátedra
apostólica.
Entre tanto, Venerables Hermanos, antes de poner fina estas Nuestras Letras, no
podemos menos de manifestaros el júbilo que experimentamos por la admirable unión y
concordia en que vivís unos con otros y todos con esta Sede Apostólica; cuya perfecta
unión no sólo es el baluarte más fuerte contra los asaltos del enemigo, sino un fausto y
feliz augurio de mejores tiempos para la Iglesia; y así como Nos consuela en gran manera
esta risueña esperanza, a su vez convenientemente Nos reanima para sostener alegre y
varonilmente en el arduo cargo que hemos asumido, cuantos trabajos y combates sean
necesarios en defensa de la Iglesia.
Tampoco Nos podemos separar de los motivos de júbilo y esperanza que hemos
expuesto, las demostraciones de amor y reverencia, que en estos primeros días de Nuestro
Pontificado, Vosotros, Venerables Hermanos, y juntamente con vosotros han dedicado a
Nuestra humilde persona, innumerables Sacerdotes y seglares, los cuales, por medio de
reverentes escritos, santas ofrendas, peregrinaciones y otros piadosos testimonios, han
28
puesto de manifiesto que la adhesión y afecto que tuvieron hacia Nuestro dignísimo
Predecesor, se mantienen en sus corazones ten firmes, íntegros y estables, que nada
pierden de su ardiente fuego en la persona de su sucesor, tan inferior en merecimientos
para sucederle en la herencia. Por estos brillantísimos testimonios de la piedad Católica,
humildemente alabamos la benigna clemencia del Señor, y a vosotros, Venerables
Hermanos, y a todos aquellos amados Hijos de quienes los hemos recibido, damos fe
públicamente y de lo íntimo del corazón de Nuestra inmensa gratitud, plenamente
confiados, en que, en estas circunstancias críticas y en estos tiempos difíciles, jamás ha de
faltarnos vuestra ardiente adhesión y el afecto de todos los fieles. Ni dudamos que tan
excelentes ejemplos de piedad filial y de virtud cristiana tendrán gran valor para mover el
corazón de Dios clementísimo a que mire propicio a su grey, y a que de a la Iglesia la paz
y la victoria. Y porque Nos esperamos que más pronta y fácilmente serán concedidas esa
paz y esa victoria, si los fieles dirigen constantemente sus votos y plegarias a Dios para
obtenerla, Nos profundamente os exhortamos, Venerables Hermanos, a que excitéis con
este objetos los fervientes deseos de los fieles, poniendo como mediadora para con Dios
a la Inmaculada Reina de los cielos, y por intercesores a San José, patrono celestial de la
Iglesia, a los Santos Príncipes d los apóstoles, Pedro y Pablo, a cuyo poderoso patrocinio
Nos encomendamos suplicante Nuestra humilde persona, los órdenes todos de la
jerarquía de la Iglesia y toda la grey del Señor.
13. Conclusión
Aparte de esto, Nos vivamente deseamos que estos días, en que recordamos
solemnemente la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros,
Venerables Hermanos, saludables y llenos de santo júbilo, y pedimos a Dios benignísimo,
que con la Sangre del Cordero Inmaculado, con la que fue cancelada la escritura de
nuestra condenación, sean lavadas las culpas contraídas, y con clemencia mitigado el
juicio que a ellas nos sujetan.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en el solemne día de Pascua, 21 de abril del año 1878,
primero de Nuestro Pontificado.
LEÓN PP XIII
29
6. Mas esta osadía de tan pérfidos hombres, que amenaza de día en día con las más
graves ruinas a la sociedad, y que trae todos los ánimos en congojoso temblor, toma su
causa y origen de las venenosas doctrinas que, difundidas entre los pueblos como viciosas
semillas de tiempos anteriores, han dado a su tiempo tan pestilenciales frutos.
7. Pues bien sabéis, Venerables Hermanos, que la cruda guerra que se abrió contra la
fe católica ya desde el siglo décimosexto por los Novadores, y que ha venido creciendo
hasta el presente, se encamina a que, desechando toda revelación y todo orden
sobrenatural, se abriese la puerta a los inventos, o más bien delirios de la sola razón.
Semejante error, que vanamente toma de la razón su nombre, al intensificar y agudizar el
innato apetito de sobresalir, desatando el freno a toda clase de codicia, sin dificultad se
ha introducido no sólo en las mentes de muchísimos, sino que ha invadido ya plenamente
toda la sociedad.
8. De aquí que, con una nueva impiedad, desconocida hasta de los mismos gentiles, se
han constituido los Estados sin tener en cuenta alguna a Dios ni el orden por El
establecido. Se ha vociferado que la autoridad pública no recibe de Dios ni el principio, ni
la majestad, ni la fuerza del mando, sino más bien de la masa del pueblo, que, juzgándose
libre de toda sanción divina, sólo ha permitido someterse a aquellas leyes que ella misma
se diese a su antojo. Impugnadas y desechadas las verdades sobrenaturales de la fe como
enemigas de la razón, el mismo Autor y Redentor del género humano es desterrado,
insensiblemente y poco a poco, de las Universidades, Institutos y Escuelas y de todo el
conjunto público de la vida humana.
9. Entregados al olvido los premios y penas de la vida futura y eterna, el ansia ardiente
de felicidad queda limitada al tiempo de la vida presente. Diseminadas por doquier estas
doctrinas, introducida entre todos esta tan grande licencia de pensar y obrar, no es de
admirar que los hombres de las clases bajas, a los que cansa su pobre casa o la fábrica,
ansíen lanzarse sobre las moradas y fortunas de los más ricos; ni tampoco admira que ya
no exista tranquilidad alguna en la vida pública o privada, y que la humanidad parezca
haber llegado ya casi a su última ruina.
31
10. Mas los Pastores de la Iglesia, a quienes compete el cargo de resguardar la grey del
Señor de las asechanzas de los enemigos, procuraron conjurar a su tiempo el peligro y
proveer a la salud eterna de los fieles. Así que empezaron a formarse las sociedades
clandestinas en cuyo seno se fomentaban ya entonces las semillas de los errores que
hemos mencionado, los Romanos Pontífices Clemente XII y Benedicto XIV no omitieron
el descubrir los impíos proyectos de estas sectas y avisar a los fieles de todo el orbe la ruina
que en la oscuridad se aparejaba.
11. Pero después que aquellos que se gloriaban con el nombre de filósofos atribuyeron
al hombre cierta desenfrenada libertad, y se empezó a formar y sancionar un derecho
nuevo, como dicen, contra la ley natural y divina, el Papa Pio VI, de f. m., mostró al punto
la perversa índole y falsedad de aquellas doctrinas en públicos documentos, y al propio
tiempo con una previsión apostólica anunció las ruinas a que iba a ser conducido
miserablemente el pueblo. Mas, sin embargo de esto, no habiéndose precavido por
ningún medio eficaz para que tan depravados dogmas no se infiltrasen de día en día en
las mentes de los pueblos y para que no viniesen a ser máximas públicamente aceptadas
de gobernación, Pío VII y León XII condenaron con anatemas las sectas ocultas y
amonestaron otra vez a la sociedad del peligro que por ellas le amenazaba.
12. A todos, finalmente, es manifiesto con cuán graves palabras y cuánta firmeza y
constancia de ánimo Nuestro glorioso predecesor Pío IX, de f. m., ha combatido, ya en
diversas alocuciones tenidas, ya en encíclicas dadas a los Obispos de todo el orbe, contra
los inicuos intentos de las sectas, y señaladamente contra la peste del socialismo, que ya
estaba naciendo de ellas.
13. Muy de lamentar es el que quienes tienen encomendado el cuidado del bien
común, rodeados de las astucias de hombres malvados, y atemorizados por sus amenaza,
hayan mirado siempre a la Iglesia con ánimo suspicaz, y aun torcido, no comprendiendo
que los conatos de las sectas serían vanos si la doctrina de la Iglesia católica y la autoridad
de los Romanos Pontífices hubiese permanecido siempre en el debido honor, tanto entre
los príncipes como entre los pueblos. Porque la Iglesia de Dios vivo, que es columna y
fundamento de la verdad[44], enseña aquellas doctrinas y preceptos con que se atiende
de modo conveniente al bienestar y vida tranquila de la sociedad y se arranca de raíz la
planta siniestra del socialismo.
14. Empero, aunque los socialistas, abusando del mismo Evangelio para engañar más
fácilmente a incautos, acostumbran a forzarlo adaptándolo a sus intenciones, con todo
hay tan grande diferencia entre sus perversos dogmas y la purísima doctrina de Cristo,
que no puede ser mayor. Porque ¿qué participación puede haber de la justicia con la
iniquidad, o qué consorcio de la luz con las tinieblas?[5]. 5Ellos seguramente no cesan de
vociferar, como hemos insinuado, que todos los hombres son entre sí por naturaleza
4
[4] 1 Tim. 3, 15.
5
[5] 2 Cor. 6, 14.
32
iguales; y, por lo tanto, sostienen que ni se debe honor y reverencia a la majestad, ni a las
leyes, a no ser acaso a las sancionadas por ellos a su arbitrio.
15. Por lo contrario, según las enseñanzas evangélicas, la igualdad de los hombres
consiste en que todos, por haberles cabido en suerte la misma naturaleza, son llamados
a la misma altísima dignidad de hijos de Dios, y al mismo tiempo en que, decretado para
todos un mismo fin, cada uno ha de ser juzgado según la misma ley para conseguir,
conforme a sus méritos, o el castigo o la recompensa. Pero la desigualdad del derecho y
del poder se derivan del mismo Autor de la naturaleza, del cual toma su nombre toda
paternidad en el cielo y en la tierra[6].6
16. Mas los lazos de los príncipes y súbditos de tal manera se estrechan con sus mutuas
obligaciones y derechos, según la doctrina y preceptos católicos, que templan la ambición
de mandar, por un lado, y por otro la razón de obedecer se hace fácil, firme y nobilísima.
17. La verdad es que la Iglesia inculca constantemente a la muchedumbre de los
súbditos este precepto del Apóstol: No hay potestad sino de Dios; y las que hay, de Dios
vienen ordenadas; y así, quien resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; mas
los que resisten, ellos mismos se atraen la condenación. Y en otra parte nos manda que la
necesidad de la sumisión sea no por temor a la ira, sino también por razón de la
conciencia; y que paguemos a todos lo que es debido: a quien tributo, tributo; a quien
contribución, contribución; a quien temor, temor; a quien honor, honor[7]. 7Porque, a la
verdad, el que creó y gobierna todas las cosas dispuso, con su próvida sabiduría, que las
cosas ínfimas a través de las intermedias, y las intermedias a través de las superiores,
lleguen todas a sus fines respectivos.
18. Así, pues, como en el mismo reino de los cielos quiso que los coros de los ángeles
fuesen distintos y unos sometidos a otros; así como también en la Iglesia instituyó varios
grados de órdenes y diversidad de oficios, para que no todos fuesen apóstoles, no todos
pastores, no todos doctores[8], 8así también determinó que en la sociedad civil hubiese
varios órdenes, diversos en dignidad, derechos y potestad, es a saber, para que los
ciudadanos, así como la Iglesia, fuesen un solo cuerpo, compuesto de muchos miembros,
unos más nobles que otros, pero todos necesarios entre sí y solícitos del bien común.
19. Y para que los gobernantes de los pueblos usas en de la potestad que les fue
concedida para edificación y no para destrucción, la Iglesia de Cristo oportunamente
amonesta también a los príncipes con la severidad del supremo juicio que les amenaza; y
tomando las palabras de la divina Sabiduría, en nombre de Dios clama a todos:
Prestad oído, vosotros, los que domináis la muchedumbre y os jactáis de mandar turbas
de pueblos: el Señor os ha dado el poderío; y las manos del Altísimo, el imperio. El hará
6
[6] Eph. 3, 15.
7
[7] Rom. 13, 1-7
8
[8] 1 Cor. 12, 27.
33
20. Y si alguna vez sucede que los príncipes ejercen su potestad temerariamente y fuera
de sus límites, la doctrina de la Iglesia católica no consiente sublevarse particularmente y
a capricho contra ellos, no sea que la tranquilidad del orden sea más y más perturbada, o
que la sociedad reciba de ahí mayor detrimento; y si la cosa llegase al punto de no
vislumbrarse otra esperanza de salud, enseña que el remedio se ha de acelerar con los
méritos de la cristiana paciencia y las fervientes súplicas a Dios.
21. Pero si los mandatos de los legisladores y príncipes sancionasen o mandasen algo
que contradiga a la ley divina o natural, la dignidad y obligación del nombre cristiano y
el sentir del Apóstol, exigen que se ha de obedecer a Dios antes que a los hombres[10].10
22. Por lo tanto, la virtud saludable de la Iglesia que redunda en el regimen más
ordenado y en la conservación de la sociedad civil, la siente y experimenta
necesariamente también la misma sociedad doméstica, que es el principio de toda
sociedad y de todo reino. Porque sabéis, Venerables Hermanos, que la recta forma de
esta sociedad, según la misma necesidad del derecho natural, se apoya primariamente en
la unión indisoluble del varón y de la mujer, y se complementa en las obligaciones y
mutuos derechos entre padres e hijos, amos y criados. Sabéis también que por los
principios del socialismo esta sociedad casi se disuelve, puesto que, perdida la firmeza que
obtiene del matrimonio religioso, es preciso que se relaje la potestad del padre hacia la
prole, y los deberes de la prole hacia los padres.
23. Por lo contrario, el matrimonio digno de ser por todo tan honroso[1111], y que en
el principio mismo del mundo instituyó Dios mismo para propagar y conservar la especie
humana, y decretó fuese inseparable, enseña la Iglesia que resultó más firme y más
sagrado por medio de Cristo, que le confirió la dignidad de sacramento y quiso que
representase la forma de su unión con la Iglesia.
24. Por lo tanto, según advertencia del Apóstol[12], 12como Cristo es Cabeza de la
Iglesia, así el varón es cabeza de la mujer; y como la Iglesia está sujeta a Cristo, que la
estrecha con castísimo y perpetuo amor, así enseña que las mujeres estén sujetas a sus
maridos y que éstos a su vez las deban amar con afecto fiel y constante.
25. De la misma manera la Iglesia establece la naturaleza de la potestad paterna y
dominical, de suerte que pueda contener a los hijos y a los criados en su deber, pero sin
9
[9] Sap. 6, 3 ss.
10
[10] Act. 5, 29.
11
[11] Hebr. 13, 4.
12
[12] Eph. 5, 23.
34
por ello salirse de sus justos límites. Porque, según las enseñanzas católicas, la autoridad
del Padre y Señor celestial se extiende a los padres y a los amos; y por ello dicha autoridad
toma de El necesariamente, no sólo su origen y su eficacia, sino también su naturaleza y
su carácter. Y así el Apóstol exhorta a los hijos a obedecer a sus padres en el Señor y
honrar a su padre y a su madre, que es el primer mandamiento en la promesa[13]. 13Y
también manda a los padres: Y vosotros no queráis provocar a ira a vuestros hijos, sino
educadlos en la ciencia y conocimiento del Señor[14].14
26. También a los siervos y señores se les propone, por medio de mismo Apóstol, el
precepto divino de que aquéllos obedezcan a sus señores carnales como a Cristo,
sirviéndoles con buena voluntad como al Señor; mas a éstos, que omitan las amenazas,
sabiendo que el Señor de todos está en los cielos y que no hay acepción de personas ante
Dios[15].15
27. Todas las cuales cosas, si se guardasen con todo cuidado, según el beneplácito de
la voluntad divina, por todos aquellos a quienes tocan, seguramente cada familia
representaría la imagen del cielo, y los preclaros beneficios que de aquí se seguirían, no
estarían encerrados entre las paredes domésticas, sino que emanarían abundantemente
a las mismas repúblicas.
Derecho de propiedad
28. La prudencia católica bien apoyada sobre los preceptos de la ley divina y natural,
provee con singular acierto a la tranquilidad pública y doméstica por las ideas que adopta
y enseña respecto al derecho de propiedad y a la división de los bienes necesarios o útiles
en la vida. Porque mientras los socialistas, presentando el derecho de propiedad como
invención humana contraria a la igualdad natural entre los hombres; mientras,
proclamando la comunidad de bienes, declaran que no puede conllevarse con paciencia
la pobreza, y que impunemente se puede violar la posesión y derechos de los ricos, la
Iglesia reconoce mucho más sabia y útilmente que la desigualdad existe entre los
hombres, naturalmente desemejantes por las fuerzas del cuerpo y del espíritu, y que esta
desigualdad existe también en la posesión de los bienes; por lo cual manda, además, que
el derecho de propiedad y de dominio, procedente de la naturaleza misma, se mantenga
intacto e inviolado en las manos de quien lo posee, porque sabe que el robo y la rapiña
han sido condenados en la ley natural por Dios, autor y guardián de todo derecho; hasta
tal punto, que no es lícito ni aun desear los bienes ajenos, y que los ladrones, lo mismo
que los adúlteros y los adoradores de los ídolos, están excluidos del reino de los cielos.
13
[13] Ibid. 6, 1-2.
14
[14] Ibid. 6, 4.
15
[15] Ibid. 6, 5-7.
35
No por eso, sin embargo, olvida la causa de los pobres, ni sucede que la piadosa Madre
descuide el proveer a las necesidades de éstos, sino que, por lo contrario, los estrecha en
su seno con maternal afecto, y, teniendo en cuenta que representa a la persona de Cristo,
el cual recibe como hecho a sí mismo el beneficio hecho por cualquiera al último de los
pobres, les honra grandemente y les alivia por todos los medios, levanta por todas partes
casas y hospicios, donde son recogidos, alimentados y cuidados; asilos, que toma bajo su
tutela.
30. Obliga a los ricos con el grave precepto de que den lo superfluo a los pobres, y les
amenaza con el juicio divino, que les condenará a eterno suplicio, si no alivian las
necesidades de los indigentes. Ella, en fin, eleva y consuela el espíritu de los pobres, ora
proponiéndoles el ejemplo de Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros[16],
16ora recordándoles las palabras con que los declaró bienaventurados, prometiéndoles la
eterna felicidad.
31. ¿Quién no ve cómo aquí está el mejor medio de arreglar el antiguo conflicto surgido
entre los pobres y los ricos? Porque, como lo demuestra la evidencia de las cosas y de los
hechos, si este medio es desconocido o relegado, sucede forzosamente que, o se verá
reducida la mayor parte del género humano a la vil condición de esclavos, como en otro
tiempo sucedió entre los paganos, o la sociedad humana se verá envuelta por continuas
agitaciones, devorada por rapiñas y asesinatos, como deploramos haber acontecido en
tiempos muy cercanos.
32. Por lo cual, Venerables Hermanos, Nos, a quien actualmente está confiado el
gobierno de toda la Iglesia, así como desde el principio de Nuestro pontificado mostramos
a los pueblos y a los príncipes, combatidos por fiera tempestad, el puerto donde pudieran
refugiarse con seguridad; así ahora, conmovidos por el extremo peligro que les amenaza,
de nuevo les dirigimos la apostólica voz, y en nombre de su propia salvación y de la del
Estado les rogamos con la mayor instancia que acojan y escuchen como Maestra a la
Iglesia, a la que se debe la pública prosperidad de las naciones, y se persuadan de que las
bases de la Religión y del imperio se hallan tan estrechamente unidas, que cuanto pierde
aquella, otro tanto se disminuye el respeto de los súbditos a la majestad del mando, y que
conociendo, además, que la Iglesia de Cristo posee más medios para combatir la peste del
socialismo que todas las leyes humanas, las órdenes de los magistrados y las armas de los
soldados, devuelvan a la Iglesia su condición y libertad, para que pueda eficazmente
desplegar su benéfico influjo en favor de la sociedad humana.
33. Y vosotros, Venerables Hermanos, que conocéis bien el origen y la naturaleza de
tan inminente desventura, poned todas vuestras fuerzas para que la doctrina católica
llegue al ánimo de todos y penetre en su fondo.
16
[16] 2 Cor. 8, 9.
36
Procurad que desde la misma infancia se habitúen a amar a Dios con filial ternura,
reverenciando a su Majestad; que presten obediencia a la autoridad de los príncipes y de
las leyes; que refrenada la concupiscencia, acaten y defiendan con solicitud el orden
establecido por Dios en la sociedad civil y en la doméstica.
34. Poned, además, sumo cuidado en que los hijos de la Iglesia católica no den su
nombre ni hagan favor ninguno a la detestable secta; antes al contrario, con egregias
acciones y con actitud siempre digna y laudable hagan comprender cuán próspera y feliz
sería la sociedad si en todas sus clases resplandecieran las obras virtuosas y santas.
35. Por último, así como los secuaces del socialismo se reclutan principalmente entre
los proletarios y los obreros, los cuales, cobrando horror al trabajo, se dejan fácilmente
arrastrar por el cebo de la esperanza y de las promesas de los bienes ajenos, así es
oportuno favorecer las asociaciones de artesanos y obreros que, colocados bajo la tutela
de la Religión, se habitúen a contentarse con su suerte, a soportar meritoriamente los
trabajos y a llevar siempre una vida apacible y tranquila.
36. Dios piadoso, a quien debemos referir el principio y el fin de todo bien, secunde
Nuestras empresas y las vuestras. Por lo demás, la misma solemnidad de estos días, en los
que se celebra el nacimiento del Señor, Nos eleva a la esperanza de oportunísimo auxilio,
pues Nos hace esperar aquella saludable restauración que al nacer trajo para el mundo
corrompido y casi conducido al abismo por todos los males, y nos prometió también a
nosotros aquella paz que entonces, por medio de los ángeles, hizo anunciar para los
hombres. Ni la mano del Señor está abreviada de suerte que no pueda salvar, ni sus oídos
se han cerrado de tal modo que no puedan oír[17].17
Por lo tanto en estos días de tanta alegría, y al desearos, Venerables Hermanos, a vosotros
y a los fieles todos de vuestra Iglesia, toda clase de prosperidades, con instancia rogamos
al Dador de todo bien que de nuevo aparezcan a los hombres la benignidad y adulzura
de Dios, Nuestro Salvador[18], 18que, sacándonos de la potestad de nuestro implacable
enemigo, nos elevó a la nobilísima dignidad de Hijos suyos.
37. Y para que Nuestros deseos se cumplan perfecta y rápidamente, elevado vosotros
también, Venerables Hermanos, con Nos, fervorosas oraciones al Señor, y junto a El
interponed el patrocinio de la bienaventurada Virgen María, Inmaculada desde el
principio; de su esposo San José y de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, en
cuya intercesión ponemos Nos la máxima confianza. Y entre tanto, como prenda de la
17
[17] Is. 59, 1.
18
[18] Tit. 3, 4.
37
divina gracia, y con todo el afecto del corazón, a vosotros, Venerables Hermanos; a
vuestro Clero y a todos vuestros pueblos, concedemos en el Señor la Bendición
Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, a 28 de diciembre de 1878, año primero de Nuestro
Pontificado.
38
EPÍSTOLA ENCÍCLICA
AETERNI PATRIS
LEÓN XIII
Venerables Hermanos:
Salud y bendición apostólica.
El Hijo Unigénito del Eterno Padre, que apareció sobre la tierra para traer al humano linaje
la salvación y la luz de la divina sabiduría hizo ciertamente un grande y admirable
beneficio al mundo cuando, habiendo de subir nuevamente a los cielos, mandó a los
apóstoles que «fuesen a enseñar a todas las gentes» (Mt 28,19), y dejó a la Iglesia por él
fundada por común y suprema maestra de los pueblos. Pues los hombres, a quien la
verdad había libertado debían ser conservados por la verdad; ni hubieran durado por
largo tiempo los frutos de las celestiales doctrinas, por los que adquirió el hombre la salud,
si Cristo Nuestro Señor no hubiese constituido un magisterio perenne para instruir los
entendimientos en la fe. Pero la Iglesia, ora animada con las promesas de su divino autor,
ora imitando su caridad, de tal suerte cumplió sus preceptos, que tuvo siempre por mira
y fue su principal deseo enseñar la religión y luchar perpetuamente con los errores. A esto
tienden los diligentes trabajos de cada uno de los Obispos, a esto las leyes y decretos
promulgados de los Concilios y en especial la cotidiana solicitud de los Romanos
Pontífices, a quienes como a sucesores en el primado del bienaventurado Pedro, Príncipe
de los Apóstoles, pertenecen el derecho y la obligación de enseñar y confirmar a sus
hermanos en la fe. Pero como, según el aviso del Apóstol, «por la filosofía y la vana falacia»
(Col 2,18)suelen ser engañadas las mentes de los fieles cristianos y es corrompida la
sinceridad de la fe en los hombres, los supremos pastores de la Iglesia siempre juzgaron
ser también propio de su misión promover con todas sus fuerzas las ciencias que merecen
tal nombre, y a la vez proveer con singular vigilancia para que las ciencias humanas se
enseñasen en todas partes según la regla de la fe católica, y en especial la filosofía, de la
cual sin duda depende en gran parte la recta enseñanza de las demás ciencias. Ya Nos,
venerables hermanos, os advertimos brevemente, entre otras cosas, esto mismo, cuando
por primera vez nos hemos dirigido a vosotros por cartas Encíclicas; pero ahora, por la
gravedad del asunto y la condición de los tiempos, nos vemos compelidos por segunda
vez a tratar con vosotros de establecer para los estudios filosóficos un método que no solo
39
corresponda perfectamente al bien de la fe, sino que esté conforme con la misma
dignidad de las ciencias humanas.
En primer lugar, la filosofía, si se emplea debidamente por los sabios, puede de cierto
allanar y facilitar de algún modo el camino a la verdadera fe y preparar convenientemente
los ánimos de sus alumnos a recibir la revelación; por lo cual, no sin injusticia, fue llamada
19
[1] De Trin. lib. XIV, c. 1.
40
por los antiguos, «ora previa institución a la fe cristiana»[220], «ora preludio y auxilio del
cristianismo»[3], 21«ora pedagogo del Evangelio»[4].22
Y en verdad, nuestro benignísimo Dios, en lo que toca a las cosas divinas no nos manifestó
solamente aquellas verdades para cuyo conocimiento es insuficiente la humana
inteligencia, sino que manifestó también algunas, no del todo inaccesibles a la razón, para
que sobreviniendo la autoridad de Dios al punto y sin ninguna mezcla de error, se
hiciesen a todos manifiestas. De aquí que los mismos sabios, iluminados tan solo por la
razón natural hayan conocido, demostrado y defendido con argumentos convenientes
algunas verdades que, o se proponen como objeto de fe divina, o están unidas por ciertos
estrechísimos lazos con la doctrina de la fe. «Porque las cosas de él invisibles se ven
después de la creación del mundo, consideradas por las obras criadas aun su sempiterna
virtud y divinidad» (Rom 1, 20), y «las gentes que no tienen la ley... sin embargo, muestran
la obra de la ley escrita en sus corazones» (Rom 11. 14, 15). Es, pues, sumamente oportuno
que estas verdades, aun reconocidas por los mismos sabios paganos, se conviertan en
provecho y utilidad de la doctrina revelada, para que, en efecto, se manifieste que
también la humana sabiduría y el mismo testimonio de los adversarios favorecen a la fe
cristiana; cuyo modelo de obrar consta que no ha sido recientemente introducido, sino
que es antiguo, y fue usado muchas veces por los Santos Padres de la Iglesia. Aun más:
estos venerables testigos y custodios de las tradiciones religiosas reconocen cierta norma
de esto, y casi una figura en el hecho de los hebreos que, al tiempo de salir de Egipto,
recibieron el mandato de llevar consigo los vasos de oro y plata de los egipcios, para que,
cambiado repentinamente su uso, sirviese a la religión del Dios verdadero aquella vajilla,
que antes había servido para ritos ignominiosos y para la superstición. Gregorio
Neocesarense[5] 23alaba a Orígenes, porque convirtió con admirable destreza muchos
conocimientos tomados ingeniosamente de las máximas de los infieles, como dardos casi
arrebatados a los enemigos, en defensa de la filosofía cristiana y en perjuicio de la
superstición. Y el mismo modo de disputar alaban y aprueban en Basilio el Grande, ya
Gregorio Nacianceno[624], ya Gregorio Niseno[725], y Jerónimo le recomienda
grandemente en Cuadrato, discípulo de los Apóstoles, en Arístides, en Justino, en Ireneo
y otros muchos[8]. 26Y Agustín dice: «¿No vemos con cuánto oro y plata, y con qué
vestidos salió cargado de Egipto Cipriano, doctor suavísimo y mártir beatísimo? ¿Con
cuánto Lactancio? ¿Con cuánto Victorino, Optato, Hilario? Y para no hablar de los vivos,
¿con cuánto innumerables griegos?»[9]27. Verdaderamente, si la razón natural dio tan
ópima semilla de doctrina antes de ser fecundada con la virtud de Cristo, mucho más
20
[2] Clem. Alex. Strom. lib. 1, c. 16; l. VII, c. 3.
21
[3] Orig. ad Greg. Thaum.
22
[4] Clem. Alex., Strom. I, c. 5.
23
[5] Orat. paneg. ad Origen.
24
[6] Vit. Moys.
25
[7] Carm. 1, Iamb. 3.
26
[8] Epist. ad Magn.
27
[9] De doctr. christ. I. 11, c. 40.
41
Puestos así estos solidísimos fundamentos, todavía se requiere un uso perpetuo y múltiple
de la filosofía para que la sagrada teología tome y vista la naturaleza, hábito e índole de
verdadera ciencia. En ésta, la más noble de todas las ciencias, es grandemente necesario
que las muchas y diversas partes de las celestiales doctrinas se reúnan como en un cuerpo,
para que cada una de ellas, convenientemente dispuesta en su lugar, y deducida de sus
propios principios, esté relacionada con las demás por una conexión oportuna; por
último, que todas y cada una de ellas se confirmen en sus propios e invencibles
argumentos. Ni se ha de pasar en silencio o estimar en poco aquel más diligente y
abundante conocimiento de las cosas, que de los mismos misterios de la fe, que Agustín
y otros Santos Padres alabaron y procuraron conseguir, y que el mismo Concilio
Vaticano[1129] juzgó fructuosísima, y ciertamente conseguirán más perfecta y fácilmente
este conocimiento y esta inteligencia aquellos que, con la integridad de la vida y el amor
28
[10] Const. dogm. de Fid. Cath., cap. 3.
29
[11] Const. dogm. de Fid. Cath. cap. 4.
42
a la fe, reúnan un ingenio adornado con las ciencias filosóficas, especialmente enseñando
el Sínodo Vaticano, que esta misma inteligencia de los sagrados dogmas conviene
tomarla «ya de la analogía de las cosas que naturalmente se conocen, ya del enlace de
los mismos misterios entre sí y con el fin último del hombre»[1230].
Por último, también pertenece a las ciencias filosóficas, defender religiosamente las
verdades enseñadas por revelación y resistir a los que se atrevan a impugnarlas. Bajo este
respecto es grande alabanza de la filosofía el ser considerada baluarte de la fe y como
firme defensa de la religión. Como atestigua Clemente Alejandrino, «es por sí misma
perfecta la doctrina del Salvador y de ninguno necesita, siendo virtud y sabiduría de Dios.
La filosofía griega, que se le une, no hace más poderosa la verdad; pero haciendo débiles
los argumentos de los sofistas contra aquella, y rechazando las engañosas asechanzas
contra la misma, fue llamada oportunamente cerca y valla de la viña»[13]. 31Ciertamente,
así como los enemigos del nombre cristiano para pelear contra la religión toman muchas
veces de la razón filosófica sus instrumentos bélicos; así los defensores de las ciencias
divinas toman del arsenal de la filosofía muchas cosas con que poder defender los
dogmas revelados. Ni se ha de juzgar que obtenga pequeño triunfo la fe cristiana, porque
las armas de los adversarios, preparadas por arte de la humana razón para hacer daño,
sean rechazadas poderosa y prontamente por la misma humana razón.
Esta especie de religioso combate fue usado por el mismo Apóstol de las gentes, como lo
recuerda San Jerónimo escribiendo a Magno: «Pablo, capitán del ejército cristiano, es
orador invicto, defendiendo la causa de Cristo, hace servir con arte una inscripción
fortuita para argumento de la fe; había aprendido del verdadero David a arrancar la
espada de manos de los enemigos, y a cortar la cabeza del soberbio Goliat con su
espada»[1432]. Y la misma Iglesia no solamente aconseja, sino que también manda que
los doctores católicos pidan este auxilio a la filosofía. Pues el Concilio Lateranense V,
después de establecer que «toda aserción contraria a la verdad de la fe revelada es
completamente falsa, porque la verdad jamás se opuso a la verdad»[15 33], manda a los
Doctores de filosofía, que se ocupen diligentemente en resolver los engañosos
argumentos, pues como testifica Agustino, «si se da una razón contra la autoridad de las
Divinas Escrituras, por más aguda que sea, engañará con la semejanza de verdad, pero
no puede ser verdadera»[1634].
30
[12] Ibíd.
31
[13] Strom. lib. 1, c. 20.
32
[14] Epist. ad Magn.
33
[15] Bula Apostolici regiminis.
34
[16] Epist. 143 (al 7) ad Marcellin., n. 7.
43
Mas para que la filosofía sea capaz de producir los preciosos frutos que hemos recibido,
es de todo punto necesario que jamás se aparte de aquellos trámites que siguió la
veneranda antigüedad de los Padres y aprobó el Sínodo Vaticano con el solemne sufragio
de la autoridad. En verdad está claramente averiguado que se han de aceptar muchas
verdades del orden sobrenatural que superan con mucho las fuerzas de todas las
inteligencias, la razón humana, conocedora de la propia debilidad, no se atreve a aceptar
cosas superiores a ella, ni negar las mismas verdades, ni medirlas con su propia capacidad,
ni interpretarlas a su antojo; antes bien debe recibirlas con plena y humilde fe y tener a
sumo honor el serla permitido por beneficio de Dios servir como esclava y servidora a las
doctrinas celestiales y de algún modo llegarlas a conocer. En todas estas doctrinas
principales, que la humana inteligencia no puede recibir naturalmente, es muy justo que
la filosofía use de su método, de sus principios y argumentos; pero no de tal modo que
parezca querer sustraerse a la divina autoridad. Antes constando que las cosas conocidas
por revelación gozan de una verdad indisputable, y que las que se oponen a la fe pugnan
también con la recta razón, debe tener presente el filósofo católico que violará a la vez los
derechos de la fe y la razón, abrazando algún principio que conoce que repugna a la
doctrina revelada.
Sabemos muy bien que no faltan quienes, ensalzando más de lo justo las facultades de la
naturaleza humana, defiendan que la inteligencia del hombre, una vez sometida a la
autoridad divina, cae de su natural dignidad, está ligada y como impedida para que no
pueda llegar a la cumbre de la verdad y de la excelencia. Pero estas doctrinas están llenas
de error y de falacia, y finalmente tienden a que los hombres con suma necedad, y no sin
el crimen de ingratitud, repudien las más sublimes verdades y espontáneamente
rechacen el beneficio de la fe, de la cual aun para la sociedad civil brotaron las fuentes de
todos los bienes. Pues hallándose encerrada la humana mente en ciertos y muy estrechos
límites, está sujeta a muchos errores y a ignorar muchas cosas. Por el contrario, la fe
cristiana, apoyándose en la autoridad de Dios, es maestra infalible de la verdad, siguiendo
la cual ninguno cae en los lazos del error, ni es agitado por las olas de inciertas opiniones.
Por lo cual, los que unen el estudio de la filosofía con la obediencia a la fe cristiana,
razonan perfectamente, supuesto que el esplendor de las divinas verdades, recibido por
el alma, auxilia la inteligencia, a la cual no quita nada de su dignidad, sino que la añade
muchísima nobleza, penetración y energía. Y cuando dirigen la perspicacia del ingenio a
rechazar las sentencias que repugnan a la fe y a aprobar las que concuerdan con ésta,
ejercitan digna y utilísimamente la razón: pues en lo primero descubren las causas del
error y conocen el vicio de los argumentos, y en lo último están en posesión de las razones
con que se demuestra sólidamente y se persuade a todo hombre prudente de la verdad
de dichas sentencias. El que niegue que con esta industria y ejercicio se aumentan las
riquezas de la mente y se desarrollan sus facultades, es necesario que absurdamente
pretenda que no conduce al perfeccionamiento del ingenio la distinción de lo verdadero
y de lo falso. Con razón el Concilio Vaticano recuerda con estas palabras los beneficios
que a la razón presta la fe: «La fe libra y defiende a la razón de los errores y la instruye en
44
Por el contrario, los primeros Padres y Doctores de la Iglesia, que habían entendido muy
bien que por decreto de la divina voluntad el restaurador de la ciencia humana era
también Jesucristo, que es la virtud de Dios y su sabiduría (1Cor 1,24), y «en el cual están
escondidos los tesoros de la sabiduría» (Col 2,3), trataron de investigar los libros de los
antiguos sabios y de comparar sus sentencias con las doctrinas reveladas, y con prudente
elección abrazaron las que en ellas vieron perfectamente dichas y sabiamente pensadas,
enmendando o rechazando las demás. Pues así como Dios, infinitamente próvido, suscitó
para defensa de la Iglesia mártires fortísimos, pródigos de sus grandes almas, contra la
crueldad de los tiranos, así a los falsos filósofos o herejes opuso varones grandísimos en
sabiduría, que defendiesen, aun con el apoyo de la razón el depósito de las verdades
reveladas. Y así desde los primeros días de la Iglesia la doctrina católica tuvo adversarios
muy hostiles que, burlándose de dogmas e instituciones de los cristianos, sostenían la
pluralidad de los dioses, que la materia del mundo careció de principio y de causa, y que
el curso de las cosas se conservaba mediante una fuerza ciega y una necesidad fatal y no
era dirigido por el consejo de la Divina Providencia. Ahora bien; con estos maestros de
disparatada doctrina disputaron oportunamente aquellos sabios que llamamos
Apologistas, quienes precedidos de la fe usaron también los argumentos de la humana
sabiduría con los que establecieron que debe ser adorado un sólo Dios, excelentísimo en
todo género de perfecciones, que todas las cosas que han sido sacadas de la nada por su
omnipotente virtud, subsisten por su sabiduría y cada una se mueve y dirige a sus propios
fines. Ocupa el primer puesto entre estos San Justino mártir, quien después de haber
recorrido las más célebres academias de los griegos para adquirir experiencia, y de haber
35
visto, como él mismo confiesa a boca llena, que la verdad solamente puede sacarse de las
doctrinas reveladas, abrazándolas con todo el ardor de su espíritu, las purgó de
calumnias, ante los Emperadores romanos, y en no pocas sentencias de los filósofos
griegos convino con éstos. Lo mismo hicieron excelentemente por este tiempo Quadrato
y Aristides, Hermias y Atenágoras. Ni menos gloria consiguió por el mismo motivo Ireneo,
mártir invicto y Obispo de la iglesia de Lyón, quien refutando valerosamente las perversas
opiniones de los orientales diseminadas merced a los gnósticos por todo el imperio
romano,«explicó, según San Jerónimo, los principios de cada una de las herejías y de qué
fuentes filosóficas dimanaron»[1836]. Todos conocen las disputas de Clemente
Alejandrino, que el mismo Jerónimo, para honrarlas, recuerda así: «¿Qué hay en ellas de
indocto? y más, ¿qué no hay de la filosofía media?»[1937]. El mismo trató con increíble
variedad de muchas cosas utilísimas para fundar la filosofía de la historia, ejercitar
oportunamente la dialéctica, establecer la concordia entre la razón y la fe. Siguiendo a
éste Orígenes, insigne en el magisterio de la iglesia alejandrina, eruditísimo en las
doctrinas de los griegos y de los orientales, dio a luz muchos y eruditos volúmenes para
explicar las sagradas letras y para ilustrar los dogmas sagrados, cuyas obras, aunque como
hoy existen no carezcan absolutamente de errores, contienen, no obstante, gran
cantidad de sentencias, con las que se aumentan las verdades naturales en número y en
firmeza. Tertuliano combate contra los herejes con la autoridad de las sagradas letras, y
con los filósofos, cambiando el género de armas filosóficamente, y convence a éstos tan
sutil y eruditamente que a las claras y con confianza les dice: «Ni en la ciencia ni el arte
somos igualados, como pensáis vosotros»[2038].
Arnobio, en los libros publicados contra los herejes, y Lactancio, especialmente en sus
instituciones divinas, se esfuerzan valerosamente por persuadir a los hombres con igual
elocuencia y gallardía de la verdad de los preceptos de la sabiduría cristiana, no
destruyendo la filosofía, como acostumbran los académicos[2139], sino convenciendo a
aquellos, en parte con sus propias armas, y en parte con las tomadas de la lucha de los
filósofos entre sí[2240].
Las cosas que del alma humana, de los divinos atributos y otras cuestiones de suma
importancia dejaron escritas el gran Atanasio y Crisóstomo el Príncipe de los oradores, de
tal manera, a juicio de todos, sobresalen, que parece no poderse añadir casi nada a su
ingeniosidad y riqueza. Y para no ser pesados en enumerar cada uno de los apologistas,
añadimos el catálogo de los excelsos varones de que se ha hecho mención, a Basilio el
Grande y a los dos Gregorios, quienes habiendo salido de Atenas, emporio de las
36
[18] Epis. ad Magn.
37
[19] Ibíd.
38
[20] Apologet. §46.
39
[21] Inst. VII, cap. 7.
40
[22] De opif. Dei, cap. 21.
46
Enseguida los Doctores de la Edad Media, llamados escolásticos, acometieron una obra
magna, a saber: reunir diligentemente las fecundas y abundantes mieses de doctrina,
refundidas en las voluminosas obras de los Santos Padres, y reunidas, colocarlas en un
solo lugar para uso y comodidad de los venideros. Cuál sea el origen la índole y excelencia
de la ciencia escolástica, es útil aquí, Venerables hermanos, mostrarlo más difusamente
con las palabras de sapientísimo varón, nuestro predecesor, Sixto V: «Por don divino de
Aquél, único que da el espíritu de la ciencia, de la sabiduría y del entendimiento, y que
enriquece con nuevos beneficios a su Iglesia en las cadenas de los siglos, según lo reclama
la necesidad, y la provee de nuevos auxilios fue hallada por nuestros santísimos mayores
la teología escolástica, la cual cultivaron y adornaron principalísimamente dos gloriosos
Doctores, el angélico Santo Tomás y el seráfico San Buenaventura, clarísimos Profesores
de esta facultad... con ingenio excelente, asiduo estudio, grandes trabajos y vigilias, y la
legaron a la posteridad, dispuesta óptimamente y explicada con brillantez de muchas
maneras. Y, en verdad, el conocimiento y ejercicio de esta saludable ciencia, que fluye de
las abundantísimas fuentes de las diversas letras, Sumos Pontífices, Santos Padres y
Concilios, pudo siempre proporcionar grande auxilio a la Iglesia, ya para entender e
interpretar verdadera y sanamente las mismas Escrituras, ya para leer y explicar más
segura y útilmente los Padres, ya para descubrir y rebatir los varios errores y herejías; pero
en estos últimos días, en que llegaron ya los tiempos peligrosos descritos por el Apóstol,
y hombres blasfemos, soberbios, seductores, crecen en maldad, errando e induciendo a
otros a error, es en verdad sumamente necesaria para confirmar las dogmas de la fe
católica y para refutar las herejías.»[23]41
41
[23] Bula Triumphantis, an. 1588.
47
Palabras son éstas que, aunque parezcan abrazar solamente la teología escolástica, está
claro que deben entenderse también de la filosofía y sus alabanzas. Pues las preclaras
dotes que hacen tan temible a los enemigos de la verdad la teología escolástica, como
dice el mismo Pontífice «aquella oportuna y enlazada coherencia de causas y de cosas
entre sí, aquel orden y aquella disposición como la formación de los soldados en batalla,
aquellas claras definiciones y distinciones, aquella firmeza de los argumentos y de las
agudísimas disputas en que se distinguen la luz de las tinieblas, lo verdadero de lo falso,
las mentiras de los herejes envueltas en muchas apariencias y falacias, que como si se les
quitase el vestido aparecen manifiestas y desnudas»[2442]; estas excelsas y admirables
dotes, decimos, se derivan únicamente del recto uso de aquella filosofía que los maestros
escolásticos, de propósito y con sabio consejo, acostumbraron a usar frecuentemente aun
en las disputas filosóficas. Además, siendo propio y singular de los teólogos escolásticos
el haber unido la ciencia humana y divina entre sí con estrechísimo lazo, la teología, en la
que sobresalieron, no habría obtenido tantos honores y alabanzas de parte de los
hombres si hubiesen empleado una filosofía manca e imperfecta o ligera.
Ahora bien: entre los Doctores escolásticos brilla grandemente Santo Tomás de Aquino,
Príncipe y Maestro de todos, el cual, como advierte Cayetano, «por haber venerado en
gran manera los antiguos Doctores sagrados, obtuvo de algún modo la inteligencia de
todos»[2543]. Sus doctrinas, como miembros dispersos de un cuerpo, reunió y congregó
en uno Tomás, dispuso con orden admirable, y de tal modo las aumentó con nuevos
principios, que con razón y justicia es tenido por singular apoyo de la Iglesia católica; de
dócil y penetrante ingenio, de memoria fácil y tenaz, de vida integérrima, amador
únicamente de la verdad, riquísimo en la ciencia divina y humana, comparado al sol,
animó al mundo con el calor de sus virtudes, y le iluminó con esplendor. No hay parte de
la filosofía que no haya tratado aguda y a la vez sólidamente: trató de las leyes del
raciocinio, de Dios y de las substancias incorpóreas, del hombre y de otras cosas sensibles,
de los actos humanos y de sus principios, de tal modo, que no se echan de menos en él,
ni la abundancia de cuestiones, ni la oportuna disposición de las partes, ni la firmeza de
los principios o la robustez de los argumentos, ni la claridad y propiedad del lenguaje, ni
cierta facilidad de explicar las cosas abstrusas.
Añádese a esto que el Doctor Angélico indagó las conclusiones filosóficas en las razones
y principios de las cosas, los que se extienden muy latamente, y encierran como en su
seno las semillas de casi infinitas verdades, que habían de abrirse con fruto abundantísimo
por los maestros posteriores. Habiendo empleado este método de filosofía, consiguió
haber vencido él solo los errores de los tiempos pasados, y haber suministrado armas
42
[24] Ibíd.
43
[25] In 2ª, 2ª, q. 148, a. 4, in fin.
48
invencibles, para refutar los errores que perpetuamente se han de renovar en los siglos
futuros. Además, distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, y asociándolas,
sin embargo amigablemente, conservó los derechos de una y otra, proveyó a su dignidad
de tal suerte, que la razón elevada a la mayor altura en alas de Tomás, ya casi no puede
levantarse a regiones más sublimes, ni la fe puede casi esperar de la razón más y más
poderosos auxilios que los que hasta aquí ha conseguido por Tomás.
Por estas razones, hombres doctísimos en las edades pasadas, y dignísimos de alabanza
por su saber teológico y filosófico, buscando con indecible afán los volúmenes inmortales
de Tomás, se consagraron a su angélica sabiduría, no tanto para perfeccionarle en ella,
cuanto para ser totalmente por ella sustentados. Es un hecho constante que casi todos
los fundadores y legisladores de las órdenes religiosas mandaron a sus compañeros
estudiar las doctrinas de Santo Tomás, y adherirse a ellas religiosamente, disponiendo que
a nadie fuese lícito impunemente separarse, ni aun en lo más mínimo, de las huellas de
tan gran Maestro. Y dejando a un lado la familia dominicana, que con derecho
indisputable se gloria de este su sumo Doctor, están obligados a esta ley los Benedictinos,
los Carmelitas, los Agustinos, los Jesuitas y otras muchas órdenes sagradas, como los
estatutos de cada una nos lo manifiestan.
Y en este lugar, con indecible placer recuerda el alma aquellas celebérrimas Academias y
escuelas que en otro tiempo florecieron en Europa, a saber: la parisiense, la salmanticense,
la complutense, la duacense, la tolosana, la lovaniense, la patavina, la boloniana, la
napolitana, la coimbricense y otras muchas. Nadie ignora que la fama de éstas creció en
cierto modo con el tiempo, y que las sentencias que se les pedían cuando se agitaban
gravísimas cuestiones, tenían mucha autoridad entre los sabios. Pues bien, es cosa fuera
de duda que en aquellos grandes emporios del saber humano, como en su reino, dominó
como príncipe Tomás, y que los ánimos de todos, tanto maestros como discípulos,
descansaron con admirable concordia en el magisterio y autoridad del Doctor Angélico.
Pero lo que es más, los Romanos Pontífices nuestros predecesores, honraron la sabiduría
de Tomás de Aquino con singulares elogios y testimonios amplísimos. Pues Clemente
VI[2644], Nicolás V [2745], Benedicto XIII [2846] y otros, atestiguan que la Iglesia universal
es ilustrada con su admirable doctrina; San Pío V [2947], confiesa que con la misma
doctrina las herejías, confundidas y vencidas, se disipan, y el universo mundo es libertado
cotidianamente; otros, con Clemente XII[3048], afirman que de sus doctrinas dimanaron a
44
[26] Bula In ordine.
45
[27] Breve ad fratres. ord. Praedicat. 1451.
46
[28] Bula Pretiosus.
47
[29] Bula Mirabilis.
48
[30] Bula Verbo Dei.
49
la Iglesia católica abundantísimos bienes, y que él mismo debe ser venerado con aquel
honor que se da a los Sumos Doctores de la Iglesia Gregorio, Ambrosio, Agustín y
Jerónimo; otros, finalmente, no dudaron en proponer en las Academias y grandes liceos
a Santo Tomás como ejemplar y maestro, a quien debía seguirse con pie firme. Respecto
a lo que parecen muy dignas de recordarse las palabras del B. Urbano V: «Queremos, y
por las presentes os mandamos, que adoptéis la doctrina del bienaventurado Tomás,
como verídica y católica, y procuréis ampliarla con todas vuestras fuerzas»[31 49].
Renovaron el ejemplo de Urbano en la Universidad de estudios de Lovaina Inocencio
XII[3250], y Benedicto XIV[33], 51en el Colegio Dionisiano de los Granatenses. Añádase a
estos juicios de los Sumos Pontífices, sobre Tomás de Aquino, el testimonio de Inocencio
VI, como complemento: «La doctrina de éste tiene sobre las demás, exceptuada la
canónica, propiedad en las palabras, orden en las materias, verdad en las sentencias, de
tal suerte, que nunca a aquellos que la siguieren se les verá apartarse del camino e la
verdad, y siempre será sospechoso de error el que la impugnare»[3452].
También los Concilios Ecuménicos, en los que brilla la flor de la sabiduría escogida en todo
el orbe, procuraron perpetuamente tributar honor singular a Tomás de Aquino. En los
Concilios de Lyón, de Viene, de Florencia y Vaticano, puede decirse que intervino Tomás
en las deliberaciones y decretos de los Padres, y casi fue el presidente, peleando con
fuerza ineluctable y faustísimo éxito contra los errores de los griegos, de los herejes y de
los racionalistas. Pero la mayor gloria propia de Tomás, alabanza no participada nunca
por ninguno de los Doctores católicos, consiste en que los Padres tridentinos, para
establecer el orden en el mismo Concilio, quisieron que juntamente con los libros de la
Escritura y los decretos de los Sumos Pontífices se viese sobre el altar la Suma de Tomás
de Aquino, a la cual se pidiesen consejos, razones y oráculos.
49
[31] Const. 5ª dat die 3 Aug. 1368 ad Cancell. Univ. Tolos.
50
[32] Litt. in form. Brer., die 6 Febr. 1694.
51
[33] Litt. in form. Brer., die 21 Aug. 1752.
52
[34] Serm. de S. Tom.
53
[35] Beza Bucerus.
50
Por esto, venerables hermanos, siempre que consideramos la bondad, la fuerza y las
excelentes utilidades de su ciencia filosófica, que tanto amaron nuestros mayores,
juzgamos, que se obró temerariamente no conservando siempre y en todas partes el
honor que le es debido; constando especialmente que el uso continuo, el juicio de
grandes hombres, y lo que es más el sufragio de la Iglesia, favorecían a la filosofía
escolástica. Y en lugar de la antigua doctrina presentóse en varias partes cierta nueva
especie de filosofía, de la cual no se recogieron los frutos deseados y saludables que la
Iglesia y la misma sociedad civil habían anhelado. Procurándolo los novadores del siglo
XVI, agradó el filosofar sin respeto alguno a la fe, y fue pedida alternativamente la
potestad de escogitar según el gusto y el genio de cualesquiera cosas. Por cuyo motivo
fue ya fácil que se multiplicasen más de lo justo los géneros de filosofía y naciesen
sentencias diversas y contrarias entre sí aun, acerca de las cosas principales en los
conocimientos humanos. De la multitud de las sentencias se pasó frecuentísimamente a
las vacilaciones y a las dudas, y desde la lucha, cuán fácilmente caen en error los
entendimientos de los hombres, no hay ninguno que lo ignore. Dejándose arrastrar los
hombres por el ejemplo, el amor a la novedad pareció también invadir en algunas partes
los ánimos de los filósofos católicos, los cuales, desechando el patrimonio de la antigua
sabiduría, quisieron, mas con prudencia ciertamente poco sabia y no sin detrimento de
las ciencias, hacer cosas nuevas, que aumentar y perfeccionar con las nuevas las antiguas.
Pues esta múltiple regla de doctrina, fundándose en la autoridad y arbitrio de cada uno
de los maestros, tiene fundamento variable, y por esta razón no hace a la filosofía firme,
estable ni robusta como la antigua, sino fluctuante y movediza, a la cual, si acaso sucede
que se la halla alguna vez insuficiente para sufrir el ímpetu de los enemigos, sépase que
la causa y culpa de esto reside en ella misma. Y al decir esto no condenamos en verdad a
aquellos hombres doctos e ingeniosos que ponen su industria y erudición y las riquezas
de los nuevos descubrimientos al servicio de la filosofía; pues sabemos muy bien que con
esto recibe incremento la ciencia. Pero se ha de evitar diligentísimamente no hacer
consistir en aquella industria y erudición todo o el principal ejercicio de la filosofía. Del
mismo modo se ha de juzgar de la Sagrada Teología, la cual nos agrada que sea ayudada
e ilustrada con los múltiples auxilios de la erudición; pero es de todo punto necesario que
sea tratada según la grave costumbre de los escolásticos, para que unidas en ella las
fuerzas de la revelación y de la razón continúe siendo «defensa invencible de la fe»[3654].
Con excelente consejo no pocos cultivadores de las ciencias filosóficas intentaron en estos
últimos tiempos restaurar últimamente la filosofía, renovar la preclara doctrina de Tomás
de Aquino y devolverla su antiguo esplendor.
Hemos sabido, venerables hermanos, que muchos de vuestro orden, con igual deseo han
entrado gallardamente por esta vía con grande regocijo de nuestro ánimo. A los cuales
54
[36] Sixtus V, Bull. cit.
51
Los motivos que nos mueven a querer esto con grande ardor son muchos. Primeramente,
siendo costumbre en nuestros días tempetuosos combatir la fe con las maquinaciones y
las astucias de una falsa sabiduría, todos los jóvenes, y en especial los que se educan para
esperanza de la Iglesia, deben ser alimentados por esto mismo con el poderoso y robusto
pacto de doctrina, para que, potentes con sus fuerzas y equipados con suficiente
armamento se acostumbren un tiempo a defender fuerte y sabiamente la causa de la
religión, dispuesto siempre, según los consejos evangélicos, «a satisfacer a todo el que
pregunte la razón de aquella esperanza que tenemos» (1Pet 3,15), y «exhortar con la sana
doctrina y argüir a los que contradicen» (Tit 1,9). Además, muchos de los hombres que,
apartando su espíritu de la fe, aborrecen las enseñanzas católicas, profesan que para ella
es sólo la razón maestra y guía. Y para sanar a éstos y volverlos a la fe católica, además del
auxilio sobrenatural de Dios, juzgamos que nada es más oportuno que la sólida doctrina
de los Padres y de los escolásticos, los cuales demuestran con tanta evidencia y energía
los firmísimos fundamentos de la fe, su divino origen, su infalible verdad, los argumentos
con que se prueban, los beneficios que ha prestado al género humano y su perfecta
armonía con la razón, cuanto basta y aun sobra para doblegar los entendimientos, aun
los más opuestos y contrarios.
La misma sociedad civil y la doméstica, que se halla en el grave peligro que todos
sabemos, a causa de la peste dominante de las perversas opiniones, viviría ciertamente
más tranquila y más segura, si en las Academias y en las escuelas se enseñase doctrina
más sana y más conforme con el magisterio de la enseñanza de la Iglesia, tal como la
contienen los volúmenes de Tomás de Aquino. Todo lo relativo a la genuina noción de la
libertad, que hoy degenera en licencia, al origen divino de toda autoridad, a las leyes y a
su fuerza, al paternal y equitativo imperio de los Príncipes supremos, a la obediencia a las
potestades superiores, a la mutua caridad entre todos; todo lo que de estas cosas y otras
del mismo tenor es enseñado por Tomás, tiene una robustez grandísima e invencible para
echar por tierra los principios del nuevo derecho, que, como todos saben, son peligrosos
para el tranquilo orden de las cosas y para el público bienestar. Finalmente, todas las
ciencias humanas deben esperar aumento y prometerse grande auxilio de esta
restauración de las ciencias filosóficas por Nos propuesta. Porque todas las buenas artes
acostumbraron tomar de la filosofía, como de la ciencia reguladora, la sana enseñanza y
el recto modo, y de aquélla, como de común fuente de vida, sacar energía.
52
Una constante experiencia nos demuestra que, cuando florecieron mayormente las artes
liberales, permaneció incólume el honor y el sabio juicio de la filosofía, y que fueron
descuidadas y casi olvidadas, cuando la filosofía se inclinó a los errores o se enredó en
inepcias. Por lo cual, aún las ciencias físicas que son hoy tan apreciadas y excitan singular
admiración con tantos inventos, no recibirán perjuicio alguno con la restauración de la
antigua filosofía, sino que, al contrario, recibirán grande auxilio. Pues para su fructuoso
ejercicio e incremento, no solamente se han de considerar los hechos y se ha de
contemplar la naturaleza, sino que de los hechos se ha de subir más alto y se ha de
trabajar ingeniosamente para conocer la esencia de las cosas corpóreas, para investigar
las leyes a que obedecen, y los principios de donde proceden su orden y unidad en la
variedad, y la mutua afinidad en la diversidad. A cuyas investigaciones es maravillosa
cuanta fuerza, luz y auxilio da la filosofía católica, si se enseña con un sabio método.
Acerca de lo que debe advertirse también que es grave injuria atribuir a la filosofía el ser
contraria al incremento y desarrollo de las ciencias naturales. Pues cuando los
escolásticos, siguiendo el sentir de los Santos Padres, enseñaron con frecuencia en la
antropología, que la humana inteligencia solamente por las cosas sensibles se elevaba a
conocer las cosas que carecían de cuerpo y de materia, naturalmente que nada era más
útil al filósofo que investigar diligentemente los arcanos de la naturaleza y ocuparse en el
estudio de las cosas físicas mucho y por mucho tiempo. Lo cual confirmaron con su
conducta, pues Santo Tomás, el bienaventurado Alberto el Grande, y otros príncipes de
los escolásticos no se consagraron a la contemplación de la filosofía, de tal suerte, que no
pusiesen grande empeño en conocer las cosas naturales, y muchos dichos y sentencias
suyos en este género de cosas los aprueban los maestros modernos, y confiesan estar
conformes con la verdad. Además, en nuestros mismos días muchos y muy insignes
Doctores de las ciencias físicas atestiguan clara y manifiestamente que entre las ciertas y
aprobadas conclusiones de la física más reciente y los principios filosóficos de la Escuela,
no existe verdadera pugna.
Nos, pues, mientras manifestamos que recibiremos con buena voluntad y agradecimiento
todo lo que se haya dicho sabiamente, todo lo útil que se haya inventado y escogitado
por cualquiera, a vosotros todos, venerables hermanos, con grave empeño exhortamos a
que, para defensa y gloria de la fe católica, bien de la sociedad e incremento de todas las
ciencias, renovéis y propaguéis latísimamente la áurea sabiduría de Santo Tomás.
Decimos la sabiduría de Santo Tomás, pues si hay alguna cosa tratada por los escolásticos
con demasiada sutileza o enseñada inconsideradamente; si hay algo menos concorde
con las doctrinas manifiestas de las últimas edades, o finalmente, no laudable de cualquier
modo, de ninguna manera está en nuestro ánimo proponerlo para ser imitado en nuestra
edad. Por lo demás procuren los maestros elegidos inteligentemente por vosotros,
insinuar en los ánimos de sus discípulos la doctrina de Tomás de Aquino, y pongan en
evidencia su solidez y excelencia sobre todas las demás. Las Academias fundadas por
53
vosotros, o las que habéis de fundar, ilustren y defiendan la misma doctrina y la usen para
la refutación de los errores que circulan, Mas para que no se beba la supuesta doctrina
por la verdadera, ni la corrompida por la sincera, cuidad de que la sabiduría de Tomás se
tome de las mismas fuentes o al menos de aquellos ríos que, según cierta y conocida
opinión de hombres sabios, han salido de la misma fuente y todavía corren íntegros y
puros; pero de los que se dicen haber procedido de éstos y en realidad crecieron con
aguas ajenas y no saludables, procurad apartar los ánimos de los jóvenes.
Muy bien conocemos que nuestros propósitos serán de ningún valor si no favorece las
comunes empresas, Venerables hermanos, Aquel que en las divinas letras es llamado
«Dios de las ciencias» (I Reg 2, 3) en las que también aprendemos «que toda dádiva buena
y todo don perfecto viene de arriba, descendiendo del Padre de las luces» (Iac. 1, 17). Y
además; «si alguno necesita de sabiduría, pida a Dios que da a todos abundantemente y
no se apresure y se le dará» (Iac 1, 5).
También en esto sigamos el ejemplo del Doctor Angélico, que nunca se puso a leer y
escribir sin haberse hecho propicio a Dios con sus ruegos, y el cual confesó cándidamente
que todo lo que sabía no lo había adquirido tanto con su estudio y trabajo, sino que lo
había recibido divinamente; y por lo mismo roguemos todos juntamente a Dios con
humilde y concorde súplica que derrame sobre todos los hijos de la Iglesia el espíritu de
ciencia y de entendimiento y les abra el sentido para entender la sabiduría. Y para percibir
más abundantes frutos de la divina bondad, interponed también delante de Dios el
patrocinio eficacísimo de la Virgen María, que es llamada asiento de la sabiduría, y a la
vez tomad por intercesores al bienaventurado José, purísimo esposo de la Virgen María,
y a los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, que renovaron con la verdad el universo mundo
corrompido por el inmundo cieno de los errores y le llenaron con la luz de la celestial
sabiduría.
Por último, sostenidos con la esperanza del divino auxilio y confiados en vuestra diligencia
pastoral, os damos amantísimamente en el Señor a todos vosotros, Venerables hermanos,
a todo el Clero y pueblo, a cada uno de vosotros encomendado, la apostólica bendición,
augurio de celestiales dones y testimonio de nuestra singular benevolencia.
LEÓN PP XIII
54
ARCANUM DIVINAE
CARTA ENCÍCLICA DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN XIII
SOBRE LA FAMILIA
I. INTRODUCCIÓN
2. Mas, aunque esta divina restauración de que hemos hablado toca de una manera
principal y directa a los hombres constituidos en el orden sobrenatural de la gracia, sus
preciosos y saludables frutos han trascendido, de todos modos, al orden natural
ampliamente; por lo cual han recibido perfeccionamiento notable en todos los aspectos
tanto los individuos en particular cuanto la universal sociedad humana. Pues ocurrió, tan
pronto como quedó establecido el orden cristiano de las cosas, que los individuos
humanos aprendieran y se acostumbraran a confiar en la paternal providencia de Dios y
a alimentar una esperanza, que no defrauda, de los auxilios celestiales; con lo que se
consiguen la fortaleza, la moderación, la constancia, la tranquilidad del espíritu en paz y,
finalmente, otras muchas preclaras virtudes e insignes hechos. Por lo que toca a la
sociedad doméstica y civil, es admirable cuánto haya ganado en dignidad, en firmeza y
55
3. Pero no es nuestro propósito tratar ahora por completo de cada una de estas cosas;
vamos a hablar sobre la sociedad doméstica, que tiene su princípio y fundamento en el
matrimonio.
Origen y propiedades
4. Para todos consta, venerables hermanos, cuál es el verdadero origen del matrimonio.
Pues, a pesar de que los detractores de la fe cristiana traten de desconocer la doctrina
constante de la Iglesia acerca de este punto y se esfuerzan ya desde tiempo por borrar la
memoria de todos los siglos, no han logrado, sin embargo, ni extinguir ni siquiera debilitar
la fuerza y la luz de la verdad. Recordamos cosas conocidas de todos y de que nadie duda:
después que en el sexto día de la creación formó Dios al hombre del limo de la tierra e
infundió en su rostro el aliento de vida, quiso darle una compañera, sacada
admirablemente del costado de él mismo mientras dormía. Con lo cual quiso el
providentísimo Dios que aquella pareja de cónyuges fuera el natural principio de todos
los hombres, o sea, de donde se propagara el género humano y mediante
ininterrumpidas procreaciones se conservara por todos los tiempos. Y aquella unión del
hombre y de la mujer, para responder de la mejor manera a los sapientísimos designios
de Dios, manifestó desde ese mismo momento dos principalísimas propiedades,
nobilísimas sobre todo y como impresas y grabadas ante sí: la unidad y la perpetuidad. Y
esto lo vemos declarado y abiertamente confirmado en el Evangelio por la autoridad
divina de Jesucristo, que atestiguó a los judíos y a los apóstoles que el matrimonio, por su
misma institución, sólo puede verificarse entre dos, esto es, entre un hombre y una mujer;
que de estos dos viene a resultar como una sola carne, y que el vínculo nupcial está tan
íntima y tan fuertemente atado por la voluntad de Dios, que por nadie de los hombres
puede ser desatado o roto. Se unirá (el hombre) a su esposa y serán dos en una carne. Y
así no son dos, sino una carne. Por consiguiente, lo que Dios unió, el hombre no lo
separe(2).
56
5. Pero esta forma del matrimonio, tan excelente y superior, comenzó poco a poco a
corromperse y desaparecer entre los pueblos gentiles; incluso entre los mismos hebreos
pareció nublarse y oscurecerse. Entre éstos, en efecto, había prevalecido la costumbre de
que fuera lícito al varón tener más de una mujer; y luego, cuando, por la dureza de
corazón de los mismos(3), Moisés les permitió indulgentemente la facultad de repudio, se
abrió la puerta a los divorcios. Por lo que toca a la sociedad pagana, apenas cabe creerse
cuánto degeneró y qué cambios experimentó el matrimonio, expuesto como se hallaba
al oleaje de los errores y de las más torpes pasiones de cada pueblo.
Todas las naciones parecieron olvidar, más o menos, la noción y el verdadero origen del
matrimonio, dándose por doquiera leyes emanadas, desde luego, de la autoridad pública,
pero no las que la naturaleza dicta. Ritos solemnes, instituidos al capricho de los
legisladores, conferían a las mujeres el título honesto de esposas o el torpe de concubinas;
se llegó incluso a que determinara la autoridad de los gobernantes a quiénes les estaba
permitido contraer matrimonio y a quiénes no, leyes que conculcaban gravemente la
equidad y el honor. La poligamia, la poliandria, el divorcio, fueron otras tantas causas,
además, de que se relajara enormemente el vínculo conyugal. Gran desorden hubo
también en lo que atañe a los mutuos derechos y deberes de los cónyuges, ya que el
marido adquiría el dominio de la mujer y muchas veces la despedía sin motivo alguno
justo; en cambio, a él, entregado a una sensualidad desenfrenada e indomable, le estaba
permitido discurrir impunemente entre lupanares y esclavas, como si la culpa dependiera
de la dignidad y no de la voluntad(4). Imperando la licencia marital, nada era más
miserable que la esposa, relegada a un grado de abyección tal, que se la consideraba
como un mero instrumento para satisfacción del vicio o para engendrar hijos.
Impúdicamente se compraba y vendía a las que iban a casarse, cual si se tratara de cosas
materiales(5), concediéndose a veces al padre y al marido incluso la potestad de castigar
a la esposa con el último suplicio. La familia nacida de tales matrimonios necesariamente
tenía que contarse entre los bienes del Estado o se hallaba bajo el dominio del padre, a
quien las leyes facultaban, además, para proponer y concertar a su arbitrio los
matrimonios de sus hijos y hasta para ejercer sobre los mismos la monstruosa potestad de
vida y muerte.
Su ennoblecimiento por Cristo
7. Cuanto por voluntad de Dios ha sido decretado y establecido sobre los matrimonios,
sin embargo, nos lo han transmitido por escrito y más claramente los apóstoles,
mensajeros de las leyes divinas. Y dentro del magisterio apostólico, debe considerarse lo
que los Santos Padres, los concilios y la tradición de la Iglesia universal han enseñado
siempre(8), esto es, que Cristo Nuestro Señor elevó el matrimonio a la dignidad de
sacramento, haciendo al mismo tiempo que los cónyuges, protegidos y auxiliados por la
gracia celestial conseguida por los méritos de El, alcanzasen en el matrimonio mismo la
santidad, y no sólo perfeccionando en éste, admirablemente concebido a semejanza de
la mística unión de Cristo con la Iglesia, el amor que brota de la naturaleza(9), sino
también robusteciendo la unión, ya de suyo irrompible, entre marido y mujer con un más
fuerte vínculo de caridad. «Maridos —dice el apóstol San Pablo—, amad a vuestras mujeres
igual que Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla... Los
maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos.., ya que nadie aborrece
jamás su propia carne, sino que la nutre y la abriga, como Cristo también a la Iglesia;
porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el
hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán dos en una carne.
Sacramento grande es éste; pero os lo digo: en Cristo y en la Iglesia(10). Por magisterio
de los apóstoles sabemos igualmente que Cristo mandó que la unidad y la perpetua
estabilidad, propias del matrimonio desde su mismo origen, fueran sagradas y por
siempre inviolables. «A los casados —dice el mismo San Pablo— les mando, no yo, sino el
Señor, que la mujer no se aparte de su marido; y si se apartare, que permanezca sin
casarse o que se reconcilie con su marido»(11). Y de nuevo: «La mujer está ligada a su ley
mientras viviere su marido; y si su marido muere, queda libre»(12). Es por estas causas que
el matrimonio es «sacramento grande y entre todos honorable»(13), piadoso, casto,
venerable, por ser imagen y representación de cosas altísimas.
La potestad de la Iglesia
9. Cristo, por consiguiente, habiendo renovado el matrimonio con tal y tan grande
excelencia, confió y encomendó toda la disciplina del mismo a la Iglesia. La cual ejerció
en todo tiempo y lugar su potestad sobre los matrimonios de los cristianos, y la ejerció de
tal manera que dicha potestad apareciera como propia suya, y no obtenida por concesión
de los hombres, sino recibida de Dios por voluntad de su fundador. Es de sobra conocido
por todos, para que se haga necesario demostrarlo, cuántos y qué vigilantes cuidados
haya puesto para conservar la santidad del matrimonio a fin de que éste se mantuviera
incólume. Sabemos, en efecto, con toda certeza, que los amores disolutos y libres fueron
condenados por sentencia del concilio de Jerusalén(18); que un ciudadano incestuoso
de Corinto fue condenado por autoridad de San Pablo(19); que siempre fueron
rechazados y combatidos con igual vigor los intentos de muchos que atacaban el
matrimonio cristiano: los gnósticos, los maniqueos y los montanistas en los orígenes del
cristianismo; y, en nuestros tiempos, los mormones, los sansimonianos, los falansterianos
y los comunistas. Quedó igualmente establecido un mismo y único derecho imparcial del
matrimonio para todos, suprimida la antigua diferencia entre esclavos y libres(20);
igualados los derechos del marido y de la mujer, pues, como decía San Jerónimo, entre
nosotros, lo que no es lícito a las mujeres, justamente tampoco es lícito a los maridos, y
una misma obligación es de igual condición para los dos (21); consolidados de una
59
10. No faltan, sin embargo, quienes, ayudados por el enemigo del género hurmano,
igual que con incalificable ingratitud rechazan los demás beneficios de la redención,
desprecian también o tratan de desconocer en absoluto la restauración y elevación del
matrimonio. Fue falta de no pocos entre los antiguos haber sido enemigos en algo del
matrimonio; pero es mucho más grave en nuestros tiempos el pecado de aquellos que
tratan de destruir totalmente su naturaleza, perfecta y completa en todas sus partes. La
causa de ello reside principalmente en que, imbuidos en las opiniones de una filosofía
falsa y por la corrupción de las costumbres, muchos nada toleran menos que someterse
y obedecer, trabajando denodadamente, además, para que no sólo los individuos, sino
también las familias y hasta la sociedad humana entera desoiga soberbiamente el
mandato de Dios. Ahora bien: hallándose la fuente y el origen de la sociedad humana en
el matrimonio, les resulta insufrible que el mismo esté bajo la jurisdicción de la Iglesia y
tratan, por el contrario, de despojarlo de toda santidad y de reducirlo al círculo
verdaderamente muy estrecho de las cosas de institución humana y que se rigen y
administran por el derecho civil de las naciones. De donde necesariamente había de
seguirse que atribuyeran todo derecho sobre el matrimonio a los poderes estatales,
negándoselo en absoluto a la Iglesia, la cual, si en un tiempo ejerció tal potestad, esto se
debió a indulgencia de los príncipes o fue contra derecho. Y ya es tiempo, dicen, que los
gobernantes del Estado reivindiquen enérgicamente sus derechos y reglamenten a su
arbitrio cuanto se refiere al matrimonio. De aquí han nacido los llamados matrimonios
civiles, de aquí esas conocidas leyes sobre las causas que impiden los matrimonios; de
60
aquí esas sentencias judiciales acerca de si los contratos conyugales fueron celebrados
válidamente o no. Finalmente, vemos que le ha sido arrebatada con tanta saña a la Iglesia
católica toda potestad de instituir y dictar leyes sobre este asunto, que ya no se tiene en
cuenta para nada ni su poder divino ni sus previsoras leyes, con las cuales vivieron durante
tanto tiempo unos pueblos, a los cuales llegó la luz de la civilización juntamente con la
sabiduría cristiana.
11. Los naturalistas y todos aquellos que se glorían de rendir culto sobre todo al numen
popular y se esfuerzan en divulgar por todas las naciones estas perversas doctrinas, no
pueden verse libres de la acusación de falsedad. En efecto, teniendo el matrimonio por
su autor a Dios, por eso mismo hay en él algo de sagrado y religioso, no adventicio, sino
ingénito; no recibido de los hombres, sino radicado en la naturaleza. Por ello, Inocencio
III(29) y Honorio III(30), predecesores nuestros, han podido afirmar, no sin razón ni
temerariamente, que el sacramento del matrimonio existe entre fieles e infieles. Nos dan
testimonio de ello tanto los monumentos de la antigüedad cuanto las costumbres e
instituciones de los pueblos que anduvieron más cerca de la civilización y se distinguieron
por un conocimiento más perfecto del derecho y de la equidad: consta que en las mentes
de todos éstos se hallaba informado y anticipado que, cuando se pensaba en el
matrimonio, se pensaba en algo que implicaba religión y santidad. Por esta razón, las
bodas acostumbraron a celebrarse frecuentemente entre ellos, no sin las ceremonias
religiosas, mediante la autorización de los pontífices y el ministerio de los sacerdotes. ¡Tan
gran poder tuvieron en estos ánimos carentes de la doctrina celestial la naturaleza de las
cosas, la memoria de los orígenes y la conciencia del género humano! Por consiguiente,
siendo el matrimonio por su virtud, por su naturaleza, de suyo algo sagrado, lógico es que
se rija y se gobierne no por autoridad de príncipes, sino por la divina autoridad de la
Iglesia, la única que tiene el magisterio de las cosas sagradas. Hay que considerar después
la dignidad del sacramento, con cuya adición los matrimonios cristianos quedan
sumamente ennoblecidos. Ahora bien: estatuir y mandar en materia de sacramentos, por
voluntad de Cristo, sólo puede y debe hacerlo la Iglesia, hasta el punto de que es
totalmente absurdo querer trasladar aun la más pequeña parte de este poder a los
gobernantes civiles. Finalmente, es grande el peso y la fuerza de la historia, que
clarísimamente nos enseña que la potestad legislativa y judicial de que venimos hablando
fue ejercida libre y constantemente por la Iglesia, aun en aquellos tiempos en que torpe
y neciamente se supone que los poderes públicos consentían en ello o transigían. ¡Cuán
increíble, cuán absurdo que Cristo Nuestro Señor hubiera condenado la inveterada
corruptela de la poligamia y del repudio con una potestad delegada en El por el
procurador de la provincia o por el rey de los judíos! ¡O que el apóstol San Pablo declarara
ilícitos el divorcio y los matrimonios incestuosos por cesión o tácito mandato de Tiberio,
de Calígula o de Nerón! Jamás se logrará persuadir a un hombre de sano entendimiento
que la Iglesia llegara a promulgar tantas leyes sobre la santidad y firmeza del
61
matrimonio(31), sobre los matrimonios entre esclavos y libres(32), con una facultad
otorgada por los emperadores romanos, enemigos máximos del cristianismo, cuyo
supremo anhelo no fue otro que el de aplastar con la violencia y la muerte la naciente
religión de Cristo; sobre todo cuando el derecho emanado de la Iglesia se apartaba del
derecho civil, hasta el punto de que Ignacio Mártir(33), Justino(34), Atenágoras(35) y
Tertuliano(36) condenaban públicamente como injustos y adulterinos algunos
matrimonios que, por el contrario, amparaban las leyes imperiales. Y cuando la plenitud
del poder vino a manos de los emperadores cristianos, los Sumos Pontífices y los obispos
reunidos en los concilios prosiguieron, siempre con igual libertad y conciencia de su
derecho, mandando y prohibiendo en materia de matrimonios lo que estimaron útíl y
conveniente según los tiempos, sin preocuparles discrepar de las instituciones civiles.
Nadie ignora cuántas instituciones, frecuentemente muy en desacuerdo con las
disposiciones imperiales, fueron dictadas por los prelados de la Iglesia sobre los
impedimentos de vínculo, de voto, de disparidad de culto, de consanguinidad, de crimen,
de honestidad pública en los concilios Iliberitano(37), Arelatense(38), Calcedonense(39),
Milevitano I I(40) y otros. Y ha estado tan lejos de que los príncipes reclamaran para sí la
potestad sobre el matrimonio cristiano, que antes bien han reconocido y declarado que,
cuanta es, corresponde a la Iglesia. En efecto, Honorio, Teodosio el Joven y Justiniano(41)
no han dudado en manifestar que, en todo lo referente a matrimonios, no les era lícito
ser otra cosa que custodios y defensores de los sagrados cánones. Y si dictaminaron algo
acerca de impedimentos matrimoniales, hicieron saber que no procedían contra la
voluntad, sino con el permiso y la autoridad de la Iglesia(42), cuyo parecer acostumbraron
a consultar y aceptar reverentemente en las controversias sobre la honestidad de los
nacimientos(43)., sobre los divorcios(44) y, finalmente, sobre todo lo relacionado de
cualquier modo con el vínculo conyugal(45). Con el mejor derecho, por consiguiente, se
definió en el concilio Tridentino que es potestad de la Iglesia establecer los impedimentos
dirimentes del matrimonio(46) y que las causas matrimoniales son de la competencia de
los jueces eclesiásticos(47).
12. Y no se le ocurra a nadie aducir aquella decantada distinción de los regalistas entre
el contrato nupcial y el sacramento, inventada con el propósito de adjudicar al poder y
arbitrio de los príncipes la jurisdicción sobre el contrato, reservando a la Iglesia la del
sacramento. Dicha distinción o, mejor dicho, partición no puede probarse, siendo cosa
demostrada que en el matrimonio cristiano el contrato es inseparable del sacramento.
Cristo Nuestro Señor, efectivamente, enriqueció con la dignidad de sacramento el
matrimonio, y el matrimonio es ese mismo contrato, siempre que se haya celebrado
legítimamente. Añádese a esto que el matrimonio es sacramento porque es un signo
sagrado y eficiente de gracia y es imagen de la unión mística de Cristo con la Iglesia. Ahora
bien: la forma y figura de esta unión está expresada por ese mismo vínculo de unión suma
con que se ligan entre sí el marido y la mujer, y que no es otra cosa sino el matrimonio
62
mismo. Así, pues, queda claro que todo matrimonio legítimo entre cristianos es en sí y por
sí sacramento y que nada es más contrario a la verdad que considerar el sacramento como
un cierto ornato sobreañadido o como una propiedad extrínseca, que quepa distinguir o
separar del contrato, al arbitrio de los hombres. Ni por la razón ni por la historia se prueba,
por consiguiente, que la potestad sobre los matrimonios de los cristianos haya pasado a
los gobernantes civiles. Y si en esto ha sido violado el derecho ajeno, nadie podrá decir,
indudablemente, que haya sido violado por la Iglesia .
13. ¡Ojalá que los oráculos de los naturalistas, así como están llenos de falsedad y de
injusticia, estuvieran también vacíos de daños y calamidades! Pero es fácil ver cuánto
perjuicio ha causado la profanación del matrimonio y lo que aún reportará a toda la
sociedad humana. En un principio fue divinamente establecida la ley de que las cosas
hechura de Dios o de la naturaleza nos resultaran tanto más útiles y saludables cuanto se
conservaran más íntegras e inmutables en su estado nativo, puesto que Dios, creador de
todas las cosas, supo muy bien qué convendría a la estructura y conservación de las cosas
singulares, y las ordenó todas en su voluntad y en su mente de tal manera que cada cual
llegara a tener su más adecuada realización. Ahora bien: si la irreflexión de los hombres
o su maldad se empeñara en torcer o perturbar un orden tan providentísimamente
establecido, entonces las cosas más sabia y provechosamente instituidas o comienzan a
convertirse en un obstáculo o dejan de ser provechosas, ya por haber perdido en el
cambio su poder de ayudar, ya porque Dios mismo quiera castigar la soberbia y el
atrevimiento de los mortales. Ahora bien: los que niegan que el matrimonio sea algo
sagrado y, despojándolo de toda santidad, lo arrojan al montón de las cosas humanas,
éstos pervierten los fundamentos de la naturaleza, se oponen a los designios de la divina
Providencia y destruyen, en lo posible, lo instituido. Por ello, nada tiene de extrañar que
de tales insensatos e impíos principios resulte una tal cosecha de males, que nada pueda
ser peor para la salvación de las almas y el bienestar de la república.
14. Si se considera a qué fin tiende la divina institución del matrimonio, se verá con toda
claridad que Dios quiso poner en él las fuentes ubérrimas de la utilidad y de la salud
públicas. Y no cabe la menor duda de que, aparte de lo relativo a la propagación del
género humano, tiende también a hacer mejor y más feliz la vida de los cónyuges; y esto
por muchas razones, a saber: por la ayuda mutua en el remedio de las necesidades, por
el amor fiel y constante, por la comunidad de todos los bienes y por la gracia celestial que
brota del sacramento. Es también un medio eficacísimo en orden al bienestar familiar, ya
que los matrimonios, siempre que sean conformes a la naturaleza y estén de acuerdo con
63
los consejos de Dios, podrán de seguro robustecer la concordia entre los padres, asegurar
la buena educación de los hijos, moderar la patria potestad con el ejemplo del poder
divino, hacer obedientes a los hijos para con sus padres, a los sirvientes respecto de sus
señores. De unos matrimonios así, las naciones podrán fundadamente esperar
ciudadanos animados del mejor espíritu y que, acostumbrados a reverenciar y amar a
Dios, estimen como deber suyo obedecer a los que justa y legítimamente mandan amar
a todos y no hacer daño a nadie.
15. Estos tan grandes y tan valiosos frutos produjo realmente el matrimonio mientras
conservó sus propiedades de santidad, unidad y perpetuidad, de las que recibe toda su
fructífera y saludable eficacia; y no cabe la menor duda de que los hubiera producido
semejantes e iguales si siempre y en todas partes se hubiera hallado bajo la potestad y
celo de la Iglesia, que es la más fiel conservadora y defensora de tales propiedades. Mas,
al surgir por doquier el afán de sustituir por el humano los derechos divino y natural, no
sólo comenzó a desvanecerse la idea y la noción elevadísima a que la naturaleza había
impreso y como grabado en el ánimo de los hombres, sino que incluso en los mismos
matrimonios entre cristianos, por perversión humana, se ha debilitado mucho aquella
fuerza procreadora de tan grandes bienes. ¿Qué de bueno pueden reportar, en efecto,
aquellos matrimonios de los que se halla ausente la religión cristiana, que es madre de
todos los bienes, que nutre las más excelsas virtudes, que excita e impele a cuanto puede
honrar a un ánimo generoso y noble? Desterrada y rechazada la religión, por
consiguiente, sin otra defensa que la bien poco eficaz honestidad natural, los matrimonios
tienen que caer necesariamente de nuevo en la esclavitud de la naturaleza viciada y de
la peor tiranía de las pasiones. De esta fuente han manado múltiples calamidades, que
han influido no sólo sobre las familias, sino incluso sobre las sociedades, ya que, perdido
el saludable temor de Dios y suprimido el cumplimiento de los deberes, que jamás en
parte alguna ha sido más estricto que en la religión cristiana, con mucha frecuencia
ocurre, cosa fácil en efecto, que las cargas y obligaciones del matrimonio parezcan apenas
soportables y que muchos ansíen liberarse de un vínculo que, en su opinión, es de
derecho humano y voluntario, tan pronto como la incompatibilidad de caracteres, o las
discordias, o la violación de la fidelidad por cualquiera de ellos, o el consentimiento mutuo
u otras causas aconsejen la necesidad de separarse. Y si entonces los códigos les impiden
dar satisfacción a su libertinaje, se revuelven contra las leyes, motejándolas de inicuas, de
inhumanas y de contrarias al derecho de ciudadanos libres, pidiendo, por lo mismo, que
se vea de desecharlas y derogarlas y de decretar otra más humana en que sean lícitos los
divorcios.
fuerzas, de la mencionada perversidad de los hombres; hay, por tanto, que ceder a los
tiempos y conceder la facultad de divorcio. Lo mismo que la propia historia testifica.
Dejando a un lado, en efecto, otros hechos, al finalizar el pasado siglo, en la no tanto
revolución cuanto conflagración francesa, cuando, negado Dios, se profanaba todo en la
sociedad, entonces se accedió, al fin, a que las separaciones conyugales fueran ratificadas
por las leyes. Y muchos propugnan que esas mismas leyes sean restablecidas en nuestros
tiempos, pues quieren apartar en absoluto a Dios y a la Iglesia de la sociedad conyugal,
pensando neciamente que el remedio más eficaz contra la creciente corrupción de las
costumbres debe buscarse en semejantes leyes.
17. Realmente, apenas cabe expresar el cúmulo de males que el divorcio lleva consigo.
Debido a él, las alianzas conyugales pierden su estabilidad, se debilita la benevolencia
mutua, se ofrecen peligrosos incentivos a la infidelidad, se malogra la asistencia y la
educación de los hijos, se da pie a la disolución de la sociedad doméstica, se siembran las
semillas de la discordia en las familias, se empequeñece y se deprime la dignidad de las
mujeres, que corren el peligro de verse abandonadas así que hayan satisfecho la
sensualidad de los maridos. Y puesto que, para perder a las familias y destruir el poderío
de los reinos, nada contribuye tanto como la corrupción de las costumbres, fácilmente se
verá cuán enemigo es de la prosperidad de las familias y de las naciones el divorcio, que
nace de la depravación moral de los pueblos, y, conforme atestigua la experiencia, abre
las puertas y lleva a las más relajadas costumbres de la vida privada y pública. Y se advertirá
que son mucho más graves estos males si se considera que, una vez concedida la facultad
de divorciarse, no habrá freno suficientemente poderoso para contenerla dentro de unos
límites fijos o previamente establecidos. Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es
mayor la de las pasiones: con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los
divorcios, cundiendo más de día en día, invada los ánimos de muchos como una
contagiosa enfermedad o como un torrente que se desborda rotos los diques.
18. Todas estas cosas son ciertamente claras de suyo; pero con el renovado recuerdo
de los hechos se harán más claras todavía. Tan pronto como la ley franqueó seguro
camino al divorcio, aumentaron enormemente las disensiones, los odios y las
separaciones, siguiéndose una tan espantosa relajación moral, que llegaron a
arrepentirse hasta los propios defensores de tales separaciones; los cuales, de no haber
buscado rápidamente el remedio en la ley contraria, era de temer que se precipitara en la
ruina la propia sociedad civil. Se dice que los antiguos romanos se horrorizaron ante los
primeros casos de divorcio; tardó poco, sin embargo, en comenzar a embotarse en los
65
19. Hay que reconocer, por consiguiente, que la Iglesia católica, atenta siempre a
defender la santidad y la perpetuidad de los matrimonios, ha servido de la mejor manera
al bien común de todos los pueblos, y que se le debe no pequeña gratitud por sus públicas
protestas, en el curso de los últimos cien años, contra las leyes civiles que pecaban
gravemente en esta materia(48); por su anatema dictado contra la detestable herejía de
los protestantes acerca de los divorcios y repudios(49); por haber condenado de muchas
maneras la separación conyugal en uso entre los griegos(50); por haber declarado nulos
los matrimonios contraídos con la condición de disolverlos en un tiempo dado(51);
finalmente, por haberse opuesto ya desde los primeros tiempos a las leyes imperiales que
66
El poder civil
20. Siendo las cosas así, los gobernantes y estadistas, de haber querido seguir los
dictados de la razón, de la sabiduría y de la misma utilidad de los pueblos, debieron
preferir que las sagradas leyes sobre el matrimonio permanecieran intactas y prestar a la
Iglesia la oportuna ayuda para tutela de las costumbres y prosperidad de las familias, antes
que constituirse en sus enemigos y acusarla falsa e inicuamente de haber violado el
derecho civil.
21. Y esto con tanta mayor razón cuanto que la Iglesia, igual que no puede apartarse
en cosa alguna del cumplimiento de su deber y de la defensa de su derecho, así suele ser,
sobre todo, propensa a la benignidad y a la indulgencia en todo lo que sea compatible
con la integridad de sus derechos y con la santidad de sus deberes. Por ello jamás
dictaminó nada sobre matrimonios sin tener en cuenta el estado de la comunidad y las
condiciones de los pueblos, mitigando en más de una ocasión, en cuanto le fue posible,
lo establecido en sus leyes, cuando hubo causas justas y graves para tal mitigación.
Tampoco ignora ni niega que el sacramento del matrimonio, encaminado también a la
conservación y al incremento de la sociedad humana, tiene parentesco y vinculación con
cosas humanas, consecuencias indudables del matrimonio, pero que caen del lado de lo
civil y respecto de las cuales con justa competencia legislan y entienden los gobernantes
del Estado.
El poder eclesiástico
22. Nadie duda que el fundador de la Iglesia, nuestro Señor Jesucristo, quiso que la
potestad sagrada fuera distinta de la civil, y libres y expeditas cada una de ellas en el
67
desempeño de sus respectivas funciones; pero con este aditamento: que a las dos
conviene y a todos los hombres interesa que entre las dos reinen la unión y la concordia,
y que en aquellas cosas que, aun cuando bajo aspectos diversos, son de derecho y juicio
común, una, la que tiene a su cargo las cosas humanas, dependa oportuna y
convenientemente de la otra, a que se han confiado las cosas celestiales. En una
composición y casi armonía de esta índole se contiene no sólo la mejor relación entre las
potestades, sino también el modo más conveniente y eficaz de ayuda al género humano,
tanto en lo que se refiere a los asuntos de esta vida cuanto en lo tocante a la esperanza
de la salvación eterna. En efecto, así como la inteligencia de los hombres, según hemos
expuesto en anteriores encíclicas, si está de acuerdo con la fe cristiana, gana mucho en
nobleza y en vigor para desechar los errores, y, a su vez, la fe recibe de ella no pequeña
ayuda, de igual manera, si la potestad civil se comporta amigablemente con la Iglesia, las
dos habrán de salir grandemente gananciosas. La dignidad de la una se enaltece, y yendo
por delante la religión, jamás será injusto su mandato; la otra obtendrá medios de tutela
y de defensa para el bien común de los fielés.
23. Nos, por consiguiente, movidos por esta consideración de las cosas, con el mismo
afecto que otras veces lo hemos hecho, invitamos de nuevo con toda insistencia en la
presente a los gobernantes a estrechar la concordia y la amistad, y somos Nos el primero
en tender, con paternal benevolencia, nuestra diestra con el ofrecimiento del auxilio de
nuestra suprema potestad, tanto más necesario en estos tiempos cuanto que el derecho
de mandar, cual si hubiera recibido una herida, se halla debilitado en la opinión de los
hombres. Ardiendo ya los ánimos en el más osado libertinaje y vilipendiando con criminal
audacia todo yugo de autoridad, por legítima que sea; la salud pública postula que las
fuerzas de las dos potestades se unan para impedir los daños que amenazan no sólo a la
Iglesia, sino también a la sociedad civil.
24. Mas, al mismo tiempo que aconsejamos insistentemente la amigable unión de las
voluntades y suplicamos a Dios, príncipe de la paz, que infunda en los ánimos de todos
los hombres el amor de la concordia, no podemos menos de incitar, venerables
hermanos, exhortándoos una y otra vez, vuestro ingenio, vuestro celo y vigilancia, que
sabemos que es máxima en vosotros. En cuanto esté a vuestro alcance, con todo lo que
pueda vuestra autoridad, trabajad para que entre las gentes confiadas a vuestra vigilancia
se mantenga íntegra e incorruptible la doctrina que enseñaron Cristo Nuestro Señor y los
apóstoles, intérpretes de la voluntad divina, y que la Iglesia católica observó
religiosamente ella misma y mandó que en todos los tiempos observaran los fieles
cristianos.
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25. Tomaos el mayor cuidado de que los pueblos abunden en los preceptos de la
sabiduría cristiana y no olviden jamás que el matrimonio no fue instituido por voluntad
de los hombres, sino en el principio por autoridad y disposición de Dios, y precisamente
bajo esta ley, de que sea de uno con una; y que Cristo, autor de la Nueva Alianza, lo elevó
de menester de naturaleza a sacramento y que, por lo que atañe al vínculo, atribuyó la
potestad legislativa y judicial a su Iglesia. Acerca de esto habrá que tener mucho cuidado
de que las mentes no se vean arrastradas por las falaces conclusiones de los adversarios,
según los cuales esta potestad le ha sido quitada a la Iglesia. Todos deben igualmente
saber que, si se llevara a cabo entre fieles una unión de hombre con mujer fuera del
sacramento, tal unión carece de toda fuerza y razón de legítimo matrimonio; y que, aun
cuando se hubiera verificado convenientemente conforme a las leyes del país, esto no
pasaría de ser una práctica o costumbre introducida por el derecho civil, y este derecho
sólo puede ordenar y administrar aquellas cosas que los matrimonios producen de sí en
el orden civil, las cuales claro está que no podrán producirse sin que exista su verdadera
y legítima causa, es decir, el vínculo nupcial.
Importa sobre todo que estas cosas sean conocidas de los esposos, a los cuales incluso
habrá que demostrárselas e inculcárselas en los ánimos, a fin de que puedan cumplir con
las leyes, a lo que de ningún modo se opone la Iglesia, antes bien quiere y desea que los
efectos del matrimonio se logren en todas sus partes y que de ningún modo se perjudique
a los hijos. También es necesario que se sepa, en medio de tan enorme confusión de
opiniones como se propagan de día en día, que no hay potestad capaz de disolver el
vínculo de un matrimonio rato y consumado entre cristianos y que, por lo mismo, son
reos de evidente crimen los cónyuges que, antes de haber sido roto el primero por la
muerte, se ligan con un nuevo vínculo matrimonial, por más razones que aleguen en su
descargo. Porque, si las cosas llegaran a tal extremo que ya la convivencia es imposible,
entonces la Iglesia deja al uno vivir separado de la otra y, aplicando los cuidados y
remedios acomodados a las condiciones de los cónyuges, trata de suavizar los
inconvenientes de la separación, trabajando siempre por restablecer la concordia, sin
desesperar nunca de lograrlo. Son éstos, sin embargo, casos extremos, los cuales sería
fácil soslayar si los prometidos, en vez de dejarse arrastrar por la pasión, pensaran antes
seriamente tanto en las obligaciones de los cónyuges cuanto en las nobilísimas causas del
matrimonio, acercándose a él con las debidas intenciones, sin anticiparse a las nupcias,
irritando a Dios, con una serie ininterrumpida de pecados. Y, para decirlo todo en pocas
palabras, los matrimonios disfrutarán de una plácida y quieta estabilidad si los cónyuges
informan su espíritu y su vida con la virtud de la religión, que da al hombre un ánimo
fuerte e invencible y hace que los vicios dado que existieran en ellos, que la diferencia de
costumbres y de carácter, que la carga de los cuidados maternales, que la penosa solicitud
de la educación de los hijos, que los trabajos propios de la vida y que los contratiempos
se soporten no sólo con moderación, sino incluso con agrado.
Matrimonios con acatólicos
69
26. Deberá evitarse también que se contraigan fácilmente matrimonios con acatólicos,
pues cuando no existe acuerdo en materia religiosa, apenas si cabe esperar que lo haya
en lo demás. Más aún: dichos matrimonios deben evitarse a toda costa, porque dan
ocasión a un trato y comunicación vedados sobre cosas sagradas, porque crean un
peligro para la religión del cónyuge católico, porque impiden la buena educación de los
hijos y porque muchas veces impulsan a considerar a todas las religiones a un mismo
nivel, sin discriminación de lo verdadero y de lo falso. Entendiendo, por último, que nadie
puede ser ajeno a nuestra caridad, encomendamos a la autoridad de la fe y a vuestra
piedad, venerables hermanos, a aquellos miserables que, arrebatados por la llama de las
pasiones y olvidados por completo de su salvación, viven ilegalmente, unidos sin legítimo
vínculo de matrimonio. Empeñad todo vuestro diligente celo en atraer a éstos al
cumplimiento del deber, y, directamente vosotros o por mediación de personas buenas,
procurad por todos los medios que se den cuenta de que han obrado pecaminosamente,
hagan penitencia de su maldad y contraigan matrimonio según el rito católico.
V. CONCLUSIÓN
27. Estas enseñanzas y preceptos acerca del matrimonio cristiano, que por medio de
esta carta hemos estimado oportuno tratar con vosotros, venerables hermanos, podéis
ver fácilmente que interesan no menos para la conservación de la comunidad civil que
para la salvación eterna de los hombres. Haga Dios, pues, que cuanto mayor es su
importancia y gravedad, tanto más dóciles y dispuestos a obedecer encuentren por todas
partes los ánimos. Imploremos para esto igualmente todos, con fervorosas oraciones, el
auxilio de la Santísima Inmaculada Virgen María, la cual, inclinando las mentes a
someterse a la fe, se muestre madre y protectora de los hombres. Y con no menor fervor
supliquemos a los Príncipes de los Apóstoles, San Pedro y San Pablo, vencedores de la
superstición y sembradores de la verdad, que defiendan al género humano con su
poderoso patrocinio del aluvión desbordado de los errores.
28. Entretanto, como prenda de los dones celestiales y testimonio de nuestra singular
benevolencia, os impartimos de corazón a todos vosotros, venerables hermanos, y a los
pueblos confiados a vuestra vigilancia, la bendición apostólica.
Dada en Roma, junto a San Pedro, a 10 de febrero de 1880, año segundo de nuestro
pontificado.
Notas
70
1. Ef 1,9-10.
2. Mt 19,5-6.
3. Ibíd., 8.
6. Jn c.2
7. Mt 19,9.
10. Ef 5,25ss.
12. Ef 5,39.
14. Ef 2,19.
16. Ef 5,23-24.
17. Ef 6,4.
27. C.3.5.8 De sponsal. et matrim.; Concilio Tridentino, ses.24 c.3 De reform. matrim.
48. Pío VI, epístola al obispo lucionense, de 28 de mayo de 1793; Pío VII, encíclica de
17 de febrero de 1809 y constitución de fecha 19 de julio de 1817; Pío VIII, encíclica de
29 de mayo de 1829; Gregorio XVI, constitución del 15 de agosto de 1832; Pío IX,
alocución de 22 de septiembre de 1852.
52. San Jerónimo, Epist. 79, ad Ocean; San Ambrosio, 1.8 sobre el c.16 de San Lucas,
n.5; San Agustín, De nuptiis c.10.
73
GRANDE MUNUS
ENCYCLICAL OF POPE LEO XIII
ON SS. CYRIL AND METHODIUS
The great duty of spreading the Christian name was entrusted in a special way to Peter,
the head of the apostles, and to his successors. It urges the popes to send messengers of
the Gospel to the various peoples of the earth, as the affairs of the merciful God demand.
For this reason they sent Augustine to the Britons, Patrick to the Irish, Boniface to the
Germans, and Willebrord to the Flemish, Dutch, and Belgians. Often they sent other men
to other peoples to care for their souls. So in the exercise of their apostolic duty, they
commissioned the holy men Cyril and Methodius to go to the Slavic people. Through their
presence and more especially through their labors, those people have seen the light of
the Gospel and have been led from their barbarian ways to a humane and civilized
culture.
2. All Slovenia has continued to celebrate the work of Cyril and Methodius, well-known
peers of the apostles, and the Roman Church has honored both of them with just as much
fervor. The Church honored both of them in many ways while they lived, and in death it
did not want to be without the remains of one of them. The Bohemians, Moravians, and
Croatians were accustomed to celebrating religious feasts annually on March 9. Since
1863 Pius IX granted them permission to hold their feasts on July 5 and to discharge due
prayers in memory of Cyril and Methodius. Not long after that, when the great council
was held at the Vatican, many bishops humbly requested from this Apostolic See that
their cult and appointed feast be extended to the whole Church. Until now the matter
has been under study. But because of the change in the status of the government in those
areas over the years, it seems like an excellent opportunity to help the people of Slovenia,
whose well-being and salvation greatly concern Us. Therefore, We shall not allow Our
paternal love to fail. We wish to promote and increase the devotion to these most holy
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men who once spread the Catholic faith and recalled the Slavic people from ruin to
salvation. They now serve as our heavenly advocates and will powerfully defend us.
Moreover, in order to bring out more fully what kind of men We propose for the
veneration and worship of the Catholic world, We wish to give a brief history of their
deeds.
3. The brothers Cyril and Methodius, born in Thessalonica, went as boys to Constantinople
in order to study the humanities in the chief city of the East. The spark of genius already
discerned in these young men soon became apparent. They both advanced quickly,
especially Cyril, who became so distinguished in learning that he won for himself the title
of "The Philosopher." Soon after this, Methodius undertook the monastic life. Under the
influence of the Patriarch Ignatius, the Empress Theodora commissioned Cyril to teach
the Christian faith to the Khazer tribes who dwelt beyond the Chersonese. These people
had asked that suitable priests might be sent to them from Constantinople. Cyril accepted
the mission willingly and departed for Tauric Chersonese so that, as some relate, he could
study the language of the people. It was at this time that he had the good fortune to
discover the remains of Pope Clement I. This courageous martyr was thrown into the sea
by order of the Emperor Trajan and was afterwards buried with the anchor to which he
had been fastened. The anchor, together with the ancient tradition, made it very easy to
identify the remains. With this priceless treasure, Cyril went into the towns and homes of
the Khazars. In a short time, after abolishing many superstitions, he won for Jesus Christ
these people, who were taught by his word and moved by the spirit of God. To the new
Christian community Cyril gave an example of self control and charity by refusing all the
gifts offered to him by the inhabitants, except the slaves whose liberty he restored to them
when they embraced Christianity. He soon returned to Constantinople to enter the
monastery of Polychronius, which Methodius had entered.
4. Meanwhile, reports of the great events happening among the Khazars reached
Rastislav, Prince of Moravia. Aroused by their example, he negotiated with the Emperor
Michael III for an evangelizing mission to be sent from Constantinople, and his wish was
granted. Thus, the great worth of Cyril and Methodius as seen in their previous
accomplishments, together with their zeal for helping their neighbors, caused their
selection for the Moravian mission.
5. As they began their journey through Bulgaria, which had already been converted to
Christianity, they let pass no opportunity for increasing the faith. Upon reaching Moravia,
they were met by a large crowd who had come with great desire and joy to greet them.
Without delay the apostles strove to penetrate their minds with the doctrines of
Christianity and to raise their hopes to heavenly things. They did this with so much force
75
and with such energetic zeal that in a very short rime the Moravian people gave
themselves to Jesus Christ.
6. Much of their success was due to Cyril's knowledge of the Slavic language, which he
had acquired earlier. The influence of the Old and New Testaments as translated by him
into the vernacular was also considerable. The whole Slavic people owe much to the man
who gave them the Christian faith and with it the advantages of civilization. Cyril and
Methodius were also the inventors of the alphabet which afforded the Slavic tongue the
means for a written language, and they are even looked upon as having formed the
language.
Journey to Rome
7. Another report from these remote provinces announced to Dome the glory of their
deeds. And so, when Pope Nicholas I ordered the brothers to Rome, they obeyed without
hesitation. They began their Roman journey quickly, bringing with them the remains of
St. Clement. At this news Adrian II, who was elected to replace the late Pope Nicholas,
went out with the clergy and the people to greet the illustrious visitors. The body of St.
Clement was brought with great portents into the basilica constructed at the time of
Constantine, in the very tracks of the ancestral home of that invincible martyr.
8. Cyril and Methodius then recounted to the Supreme Pontiff and his clergy the apostolic
mission they had fulfilled with so much holiness and labor. They were accused of acting
in opposition to ancient customs and contrary to holy rites in making use of the Slavic
language for religious matters. However, they pleaded their cause with such indisputable
and noble reasoning that the pope and all the clergy praised them and approved their
course of action. Both then took an oath in the Catholic manner and swore that they
would remain in the faith of St. Peter and of the popes. After that they were created
bishops and consecrated by Adrian himself, and many of their disciples were raised to
different grades in Holy Orders.
Death of Cyril
9. However, it was divine foresight that Cyril should die on February 14, 869, more mature
in virtue than in age. After a splendid public funeral like that given to popes, he was buried
with honors in a tomb which Adrian had built for himself. Because the Roman people
could not bear to send the holy corpse to Constantinople though his grieving parent
asked for it, it was brought to the basilica of St. Clement and buried near him whom Cyril
had held in reverence for so many years. As he was taken through the city among festal
songs and psalms - not so much in the manner of a funeral as that of a triumph - the
Roman people made offerings of heavenly honor to the holy man.
10. After these things had taken place, Methodius returned under Papal orders to Moravia
as bishop. In that province, having become a spiritual model for his flock, he began to
serve Catholicism more keenly every day. He strongly resisted the factions of reform, lest
the Catholic name fall through unsound thinking. He educated prince Svatopluk, who
succeeded Rastislav in religious matters. He warned him about shirking his duties,
rebuked him, and finally excommunicated him. For these reasons he incurred the anger
of that revolting and wicked tyrant; then he was sent into exile. He was recalled a short
time later, and his efforts produced a change of heart in the prince and an understanding
that he should return to a new purity of life.
11. It is remarkable that Methodius' vigilant love had crossed the borders of Moravia and
reached the Liburnians and Serbs, since he was Cyril's successor. Now it reached the
Pannonians, whose prince, Kocel, he disposed to the Catholic religion and retained in his
duties. It also reached the Bulgarians, whom he confirmed in the faith along with their
leader Boris. Then he dispensed the gifts of heaven to the Dalmatians. Finally, he worked
strenuously that the Carinthians might be brought to the knowledge and the worship of
the one true God.
12. But this became a source of trial to Methodius. Some members of the new Christian
community became jealous of his accomplishments and virtue. They accused him, to Pope
John VIII, Adrian's successor, of being unsound in faith, though he was innocent. They
also accused him of violating the traditions of the Fathers who used only the Latin or
Greek languages in discharging their religious duties. Wanting to preserve the integrity
of the faith and to maintain the ancient traditions, the pope then summoned Methodius
to Rome to justify himself. Methodius appeared before Pope John, several bishops, and
the Roman clergy in 880, for he was ever ready to obey and confident in the testimony
of his conscience. He obtained an easy victory by proving that he had followed Catholic
teachings himself. He showed that he had always taught others the faith which he had
sworn on the tomb of St. Peter, the prince of the Apostles, an oath given in the presence
of Adrian and with his approval. If he had used the Slavic language in the celebration of
the sacraments, he had done so for good reasons, since he had the special permission of
Pope Adrian himself and the Holy Scriptures did not forbid it. Methodius freed himself so
completely from every suspicion of guilt that the pope embraced him then and there and
confirmed his archiepiscopal jurisdiction and his mission to the Slavs. Methodius returned
to Moravia in the company of several bishops who were to be his coadjutors, with letters
of recommendation and freedom of action in his work.
Return to Moravia
13. To confirm those things, the pope sent letters to Methodius so that he would not
again become subject to the envy of his detractors. For this reason, Methodius performed
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his assigned duties more vigilantly, confident that he was joined to the pope and to the
whole Roman church in a close bond of faith and love. His labor soon produced an
exceptional harvest. With the assistance of a priest, he converted prince Boriwoj of
Bohemia, then his wife Ludmilla, and before long Christianity spread throughout that
land. At the same time he brought the light of the Gospel to Poland; he penetrated
Galicia, where he established the episcopal see of Lwdw. Then, as some report, he
penetrated into Muscovy and established the episcopal See of Kiev.
Death of Methodius
14. Having crowned himself with imperishable laurels, he returned to Moravia and his
own people. He felt his death approaching and named his successor, and his last words
exhorted the clergy and people to practice virtue. He departed in peace from this life,
which had been the path to heaven for him. As Rome mourned Cyril, so Moravia mourned
the loss of Methodius, showing its grief by giving his burial every honor.
15. Venerable brothers, the memory of these events causes Us great joy. We are deeply
moved by the magnificent association of the Slavic nation and the Roman church, an
association with the noblest beginnings. Though these two apostles of the Christian faith
went from Constantinople to preach to people in foreign lands, it was from this Apostolic
See, the center of Catholic unity, that they received the investiture of their mission or, as
happened more than once, its solemn approbation. Truly it was here in this city of Rome
that they rendered an account of their mission and answered their accusers. It was here
at the tombs of Peter and Paul that they swore to keep the Catholic faith. It was here that
they received episcopal consecration and the power to establish the sacred hierarchy,
while observing in it the distinction of each order. Finally, it was here that they sought
and obtained permission to use the Slavic language in holy rites. This year, ten centuries
will have passed since Pope John VIII wrote to prince Svatopluk of Moravia: "It is right that
we praise the Slavic language, which re-echoes with the praises due to God. We ordain
that the proclamations and works of our Lord Jesus Christ should be said in that language.
Nothing in true faith, or doctrine forbids us to sing the Mass in the Slavic language, or to
read the Gospel lessons (correctly translated and interpreted) in it, or to chant in it the
Divine Hours." After many changes, Pope Benedict XIV sanctioned this custom in an
apostolic letter dated August 25, 1754. Whenever the rulers of the peoples evangelized
by Cyril and Methodius asked them, the popes gave generously of their humanity in
teaching, kindness in giving advice, and singular good will wherever possible. Above all,
Rastislav, Svatopluk, Kocel, Saint Ludmilla, and Boris have experienced the remarkable
love of Our predecessors.
16. The paternal concern of the popes for the Slavic people did not stop with the death
of Cyril and Methodius. Rather, it has always shone forth in preserving among them the
78
holiness of religion and public prosperity. In fact, Nicholas I sent priests from Rome to the
Bulgarians to educate the people, and he also sent the bishops of Populonia and Ostia to
govern the new Christian community. He gave a loving response in the frequent
controversies of the Bulgarians concerning holy law. In this matter, even those who do
not favor the Roman Church praise and admire its prudence. After this calamitous
disagreement, We must praise Innocent III for reconciling the Bulgarians with the Catholic
Church, and We must praise Gregory IX, Innocent IV, Nicholas IV, and Eugene IV for
preserving them in reconciled grace. Similarly the love of Our predecessors shines forth in
their contacts with the Bosnians and Erzevovinenses, who were deceived by evil opinions.
We make special note of Innocent III and Innocent IV, who eradicated this spiritual error,
and of Gregory IX, Clement VI, and Pius II who were eager to establish firmly the levels of
sacred authority in those areas. Innocent III, Nicholas IV, Benedict XI, and Clement V
conferred neither the last nor the least of their cares on the Serbs, who cunningly
prepared deceptions to harm religion, deceptions which the popes prudently contained.
The Dalmatians and the Liburnians received singular favor because of the constancy of
their faith and their changing duties. John X, Gregory VII, Gregory IX, and Urban IV held
them up as examples for all. Finally, there are many evidences of the good will of Gregory
IX and Clement XIV toward the church of Sirmium, which was destroyed in the sixth
century by barbarians and later rebuilt through the care of St. Stephen I, king of Hungary.
Papal Decree
17. For this reason, We thank God for giving Us this suitable occasion to thank the Slavic
people and to effect a common benefit for them. Indeed We do this no less eagerly than
Our predecessors. Certainly We foresee and desire that the Slavic nation should learn from
the great abundance of bishops and priests. May they be strengthened in the profession
of the true faith, in true obedience to the Church of Jesus Christ. May they understand
more each day how great a force of good comes from the customs of the Catholic Church
in family life and in all the orders of government. Certainly those churches vindicate the
many great cares We showed toward them. There is nothing We desire more than to take
the appropriate measures for their comfort and prosperity and to have all their relations
with Us be in perpetual harmony. This is the greatest and the best bond of safety. It
remains that God, who is rich in mercy, might look upon Our plans and favor what We
have begun. Meanwhile, We have Cyril and Methodius, the teachers of Slovenia, as
intercessors with Him. As We wish to promote their veneration, so We trust in their future
heavenly patronage.
18. Therefore, We decree that July 5 be set aside in the calendar of the universal Roman
Church, as Pius IX ordained. On this day the feast of Sts. Cyril and Methodius shall be
celebrated annually with the office and mass proper to a double minor rite, as approved
by the holy council.
19. And We entrust to all of you, venerable brothers, the publication of this letter. Order
every priest who celebrates the divine office according to the rites of the Roman Church
to observe everything that is prescribed in this letter in each church, province, city,
79
diocese, and monastery. We persuade and encourage you to stimulate prayer to Cyril and
Methodius, so that they might intercede with God and watch over Christianity in the East.
May there be constancy in all Catholic men and the will to reconcile all dissidents to the
true Church.
20. We order this to be established and fixed as written above, notwithstanding the
constitutions of Pope St. Pius V and other apostolic documents on the reform of the
breviary and the Roman Missal, or other statutes and customs - even very old ones - or
anything else to the contrary.
21. As a pledge of Our good wishes and of divine favor, venerable brothers, We lovingly
impart Our apostolic blessing to each one of you, to all the clergy, and to each and every
person committed to your care.
Given in Rome, at St. Peter's, on September 30, 1880, in the third year of Our Pontificate.
LEO XIII
The Holy City of God, which is the Church, not being contained within the limits of any
State, has from its Founder this infused power that every day it enlarges more and more
"the place of its tent," and "stretches out the skins of its tabernacles."(1) But this growth of
Christian nations, although it is chiefly caused by the interior breathing and help of the
Holy Spirit, is nevertheless brought about externally by the action of men and in a human
manner; for the wisdom of God demands that all things should be ordered and brought
to their completion in that manner which is fitting to the nature of each. But there is not
one only kind of men or of office, by which is brought about the accession of new citizens
to this terrestrial Sion. For the first place is that of those who preach the Word of God;
Christ taught this by His example and His precepts; the Apostle Paul urged this in these
words: "How shall they believe Him of whom they have not heard? And how shall they
hear without a preacher? . . . . Faith then cometh by hearing and hearing by the word of
Christ."(2) But this office belongs to those who have been duly admitted to minister in
80
sacred things. To them, moreover, those who are wont either to supply help in external
matters or to bring down heavenly graces by prayers poured forth to God afford no little
help and support. Wherefore the women in the Gospel are praised, who when Christ was
preaching the kingdom of God, "ministered unto Him of their substance"(3), and Paul
testifies that to those who preach the Gospel has been granted, by the will of God, that
they should live of the Gospel.(4) In like manner we know that Christ so commanded His
followers and hearers: "Pray ye the Lord of the harvest that he send forth labourers into
His harvest,"(5) and that His first disciples, following the Apostles, were accustomed in this
manner to address God in prayer: "Grant unto Thy servants that with all confidence they
may speak Thy word."(6)
2. These two offices which consist in giving and in praying are both very useful in
extending wider the borders of the Kingdom of heaven, and also have this property, that
they can easily be fulfilled by men of all ranks. For who is there of such slender fortune
that he is hindered from giving at one time or other a small alms, or occupied by so many
things that he cannot pray to God for the messengers of the Holy Gospel? Apostolic men
have ever been accustomed to use helps of this kind, particularly the Roman Pontiffs, on
whom especially devolves the care of propagating the Christian Faith; although the
method of collecting these supplies has not always been the same, but varied and diverse,
according to the variety of places and the diversity of times.
3. When, in Our time, people desire to attempt difficult enterprises with the united counsel
and strength of several persons, we have seen societies everywhere established, of which
some have been formed for this very purpose, viz., to serve for the propagating of religion
in certain countries. Amongst others shines forth the pious association founded about
sixty years ago at Lyons, in France, which has taken the name of the Propagation of the
Faith. Its first object was to carry assistance to certain missions in America: soon, like the
grain of mustard seed, it grew to a large tree, whose umbrageous branches spread far
and wide, so that it affords effectual help to all missions all over the earth. This grand
institution was promptly approved by the Pastors of the Church, and has been honoured
by abundant laudatory testimonials. The Roman Pontiffs Pius VII, Leo XII, Pius VIII, Our
Predecessors, both strongly commended it and enriched it with the gifts of Indulgences.
And Gregory XVI. still more warmly favoured it and embraced it in the fullness of his
paternal charity, since he, in his Encyclical Letters dated the 15th day of August, in the
40th year of this century, spoke of the same in these terms.: "We judge to be most worthy
of the admiration and love of all good men this truly great and most holy work, which by
modest offerings and daily prayers addressed by each associate to God is sustained,
increased and grows strong, and which is occupied in maintaining Apostolic labourers
and in exercising works of Christian charity towards neophytes, as well as in delivering
the faithful from the attack of persecutions. Nor must we think that it is without a peculiar
design of Divine Providence that an institution of so much advantage and utility to the
Church has in these latter times been vouchsafed to her. For whilst all kinds of
machinations of the infernal enemy harrass the beloved spouse of Christ, nothing could
have happened more opportunely for her than that the faithful, influenced by a desire of
propagating Catholic truth, should with united zeal and collected strength endeavour to
gain all men to Christ." With this preface he exhorted the Bishops to apply themselves
with diligence, each in his own diocese, so that so salutary an institution might daily grow
81
and increase. Nor did Pius IX., of glorious memory, depart from the footsteps of his
Predecessor, seeing that he allowed no opportunity to pass by of assisting this most
deserving society, and of promoting its prosperity. Indeed, by his authority more ample
privileges of Pontifical Indulgence were granted to the associates, the piety of Christians
was excited to the sustaining of its work, and the most eminent among the associates,
whose special merits were manifest, were decorated with various insignia of honour;
finally certain external aids which accrued to this institution were by the same Pontiff
honoured with praise and approval.
4. At the same time pious emulation caused the coalition of two other societies one called
"of the Holy Infancy of Jesus Christ," and the other "of the Schools of the East." The first
undertook to rescue and bring up in Christian habits the unhappy children whom their
parents, pressed by idleness or want, exposed inhumanly, especially in China, where this
barbarous custom is most frequent. These children the charity of the Confraternity
embraces tenderly, sometimes redeems them by payment of a sum of money and takes
care that they are washed in the layer of regeneration, so that they may, with the help of
God, be brought up as the hope of the Church, or at least may, in case of their death, be
endowed with the means of acquiring everlasting happiness. The other association which
we have mentioned is occupied with those who are growing up, and strives by every
means to imbue them with sound doctrine, and at the same time is watchful to ward off
from them the dangers of false science to which they are very frequently exposed through
careless eagerness for the acquisition of knowledge.
5. But both of these societies yield support to that older one entitled the Society of the
Propagation of the Faith, and, united with it in a friendly alliance, aim at the same end,
relying on the alms and prayers of the Christian nations: for all have the same purpose in
view, namely, by the diffusion of the Gospel light to bring the largest possible number of
those outside the Church to the knowledge and worship of God and Jesus Christ Whom
He has sent. Hence Our predecessor Pius IX., as We have intimated, has in Apostolic letters
commended these two institutions and liberally enriched them with sacred Indulgences.
6. These three associations, therefore, having flourished with such marked favour of the
Sovereign Pontiffs and having never ceased to pursue each one its work without rivalry,
have produced abundant fruits of salvation, have powerfully assisted Our Congregation
of the Propaganda in discharging the onerous duties of its missions, and have prospered
to such a degree as to give for the future the joyful hope of a richer harvest. But the
numerous and violent storms which have been let loose against the Church in the
countries long illuminated by the light of the Gospel have brought injury on the works
designed to civilize barbarous nations. Many causes, indeed, have combined to diminish
the number and generosity of the associates. And, indeed, when so many perverse
opinions are scattered abroad among the masses, sharpening their appetites for earthly
happiness and banishing the hope of heavenly goods, what can be expected of those
who use their minds to invent pleasures and their bodies to realise them? Do men like
these pour forth their prayers to God that in His mercy he may bring to the Divine light
of the Gospel by His victorious grace the people sitting in the darkness? Do they
contribute subsidies to the priests who labour and do combat for the faith? The
misfortunes of the time also have helped to diminish the generous impulses of pious
82
persons themselves, partly because through the abounding of iniquity the love of many
has waxed cold, and partly because political disturbances (without counting the fear of
still worse times) have rendered the majority of them more bent on economy and less
liberal in giving of their substance.
7. On the other hand many and grave necessities weigh upon and oppress the Apostolic
missions, since the number of sacred labourers decreases every day, nor do We find that
as many or as zealous missionaries replace those whom death has carried off, whom age
has enfeebled, or whom work has broken down. For We see Religious communities,
whence a large number of missionaries came forth, dissolved by iniquitous laws, the
clergy torn away from the altar and obliged to undergo military service, and the goods of
both orders of clergy almost everywhere put up to sale and proscribed.
8. In the meanwhile new routes have been opened, in consequence of more complete
exploration of places and populations, towards countries hitherto accounted
impracticable; numerous expeditions of the soldiers of Christ have been formed, and new
stations have been established; and thus many labourers are now wanted to devote
themselves to these missions, and contribute seasonable help. We pass over in silence the
difficulties and obstacles arising from contradictions. For it often occurs that deceivers,
sowing error, simulate the Apostles of Christ, and, being abundantly furnished with
human resources, interfere with the ministry of Catholic priests, or creep in after their
departure, or raise pulpit against pulpit, thinking it sufficient to render the way of salvation
doubtful to the persons who hear the word of God interpreted in different ways. Would
that their artifices had no success! This is certainly to be regretted, that even those who
are disgusted with such teachers, or have never met with them, and who desire the pure
light of truth, should often have no man at hand to instruct them in wholesome doctrine
and to bring them into the bosom of the Church.
9. Truly the little ones ask for bread, and there is none to break it to them; the regions are
white for the harvest, and the harvest is plenteous, but the labourers are few and will
soon, perhaps, be fewer still.
10. This being so, Venerable Brethren, We consider it Our duty to stimulate the pious
efforts and charity of Christians, so that they may strive, whether by prayer or by
donations, to help the sacred work of missions and to show favour to the propagation of
the faith. The good which it is proposed to secure, and the fruits to be gathered, prove
the importance of this holy enterprise. For this work tends directly to the glory of the
Divine name and to the spread of the Kingdom of Christ upon earth. But it is incredibly
beneficial to those who are called out of the filth of vice and the shadow of death; and
who, being made partakers of eternal life, are also brought out of barbarism and a state
of savage manners into the fulness of civilised life. Moreover, it is highly useful and
advantageous to those who take any part in it, since it procures them spiritual riches,
supplies them with an occasion of merit, and renders, as it were, God himself their debtor.
11. We exhort you, therefore, Venerable Brethren, again and again, - you who are called
to share in Our solicitude - that with one accord you sedulously and earnestly strive to aid
the Apostolic missions, putting your trust in God, and not allowing yourselves to be
83
deterred by any difficulty. The salvation of souls is at stake, for which Our Saviour laid
down His life, and appointed us bishops and priests to the work of the saints, for the
perfecting of His body. Wherefore, while each one remains at the post where God has
placed him, and guards the flock that God has entrusted to him, let us endeavour to the
utmost that the holy missions may be furnished with those supports of which We have
spoken as having been in use since the beginnings of the Church, namely, the preaching
of the Gospel and the prayers and alms of pious men.
12. If, therefore, you know any zealous for the glory of God, and at the same time disposed
and fit to go on these holy expeditions, encourage them, so that, the will of God being
well known and clear, they may listen not to flesh and blood, but rather hasten to
correspond to the call of the Holy Spirit. But from the remaining priests, from the Religious
Orders of both sexes from all the faithful, in short, entrusted to your care, required with
all urgency, that by their unremitting prayers they obtain the Divine assistance for those
who sow the seed of the Word of God. And let them employ as intercessors the Virgin
Mother of God, who has power to destroy all the monsters of error, and her most chaste
Spouse, whom many missions have already taken as their patron and protector, and
whom the Apostolic See has recently given as Patron to the Universal Church. Let them
invoke the Princes of the Apostles and the whole of that company from whom the first
preaching of the Gospel resounded throughout the whole world; and in short all the
others eminent for sanctity, who have spent their strength in the same ministry and
poured forth their life together with their blood. Let almsgiving be added to prayer, for its
efficacy is such that it will render those who are widely separated in place and distracted
with other cares coadjutors of Apostolic men, and will make them their companions both
in labour and merit. The times, indeed, are such that many persons suffer from want at
home; but let no one despond on that account, for the amount required for this purpose
can scarcely be a heavy contribution for any one, although from many small sums added
together tolerably large supplies can be raised. But when you, Venerable Brethren, are
engaged in exhortation, let every one consider that his liberality will not be to him a loss,
but a gain, because he that giveth to the poor lendeth to the Lord, and on that account
the practice of almsgiving has been called the most profitable of all practices. Certainly if,
according to the testimony of Jesus Christ, a cup of cold water given to one of these little
ones will not lose its reward, the most ample reward will await him who shall have spent
even a small sum of money upon sacred missions, and, adding also his prayers, exercises
at the same time many and various offices of charity, and, doing that which the holy
Fathers have said is the most divine of all divine works, becomes a helper of God Himself
for the salvation of his neighbours.
13. We feel assured, Venerable Brethren, that all those who glory in the name of Catholic,
meditating these considerations, and inflamed by your exhortations, will not fail in this
work of piety which We have so much at heart. Nor will they allow their care for the
enlargement of the kingdom of Jesus Christ to be surpassed by the alacrity and industry
of those who strive to propagate the dominion of the prince of darkness. In the
meanwhile, praying God to be propitious to the pious undertakings of Christian nations,
We impart most lovingly in the Lord the Apostolic benediction, as a special pledge of Our
good will, to you, Venerable Brethren, to the clergy, and the people committed to your
watchful care.
84
Given at Rome, at St. Peter's, on the 3rd day of December, 1880, in the 3rd year of Our
Pontificate.
LEO XIII
REFERENCES:
1. Is. XIV, 2.
3. Luke VIII, 3.
Diuturnum
Carta Encíclica de León XIII sobre la Autoridad Política
Las pasiones desordenadas del pueblo rehúsan, hoy más que nunca, todo vínculo de
gobierno. Es tan grande por todas partes la licencia, son tan frecuentes las sediciones y
las turbulencias, que no solamente se ha negado muchas veces a los gobernantes la
obediencia, sino que ni aun siquiera les ha quedado un refugio seguro de salvación. Se
ha procurado durante mucho tiempo que los gobernantes caigan en el desprecio y odio
de las muchedumbres, y, al aparecer las llamas de la envidia preconcebida, en un
pequeño intervalo de tiempo la vida de los príncipes más poderosos ha sido buscada
muchas veces hasta la muerte con asechanzas ocultas o con manifiestos atentados. Toda
Europa ha quedado horrorizada hace muy poco al conocer el nefando asesinato de un
poderoso emperador. Atónitos todavía los ánimos por la magnitud de semejante delito,
no reparan, sin embargo, ciertos hombres desvergonzados, en lanzar a cada paso
amenazas terroristas contra los demás reyes de Europa.
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2. Estos grandes peligros públicos, que están a la vista, nos causan una grave
preocupación al ver en peligro casi a todas horas la seguridad de los príncipes, la
tranquilidad de los Estados y la salvación de los pueblos. Y, sin embargo, la virtud divina
de la religión cristiana engendró los egregios fundamentos de la estabilidad y el orden de
los Estados desde el momento en que penetró en las costumbres e instituciones de las
ciudades. No es el más pequeño y último fruto de esta virtud el justo y sabio equilibrio de
derechos y deberes entre los príncipes y los pueblos. Porque los preceptos y ejemplos de
Cristo Señor nuestro poseen una fuerza admirable para contener en su deber tanto a 1os
que obedecen como a los que mandan y para conservar entre unos y otros la unión y
concierto de voluntades, que es plenamente conforme con la naturaleza y de la que nace
el tranquilo e imperturbado curso de los asuntos públicos. Por esto, habiendo sido puestos
por la gracia de Dios al frente de la Iglesia católica como custodio e intérprete de la
doctrina de Cristo, Nos juzgamos, venerables hermanos, que es incumbencia de nuestra
autoridad recordar públicamente qué es lo que de cada uno exige la verdad católica en
esta clase de deberes. De esta exposición brotará también el camino y la manera con que
en tan deplorable estado de cosas debe atenderse a la seguridad pública.
4. Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar los Estados
pueden ser elegidos, en determinadas circunstancias, por la voluntad y juicio de la
multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta
elección se designa el gobernante, pero no se confieren los derechos del poder. Ni se
entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer.
No se trata en esta encíclica de las diferentes formas de gobierno. No hay razón para que
la Iglesia desapruebe el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal que ese
gobierno sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvada la justicia, no está
prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y
conveniente a su manera de ser o a las intituciones y costumbres de sus mayores.
5. Pero en lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el
poder viene de Dios. Así lo encuentra la Iglesia claramente atestiguado en las Sagradas
Escrituras y en los monumentos de la antigüedad cristiana. Pero, además, no puede
pensarse doctrina alguna que sea más conveniente a la razón o más conforme al bien de
los gobernantes y de los pueblos.
6. Los libros del Antiguo Testamento afirman claramente en muchos lugares que la
fuente verdadera de la autoridad humana está en Dios: «Por mí reinan los reyes...; por mí
mandan los príncipes, y gobiernan los poderosos de la tierra»(1). Y en otra parte:
«Escuchad vosotros, los que imperáis sobre las naciones..., porque el poder os fue dado
por Dios y la soberanfa por el Altísimo»(2). Lo cual se contiene también en el libro del
Eclesiástico: «Dios dio a cada nación un jefe»(3). Sin embargo, los hombres que habían
recibido estas enseñanzas del mismo Dios fueron olvidándolas paulatinamente a causa
del paganismo supersticioso, el cual, así como corrompió muchas nociones e ideas de la
realidad, así también adulteró la genuina idea y la hermosura de la autoridad política. Más
adelante, cuando brilló la luz del Evangelio cristiano, la vanidad cedió su puesto a la
verdad, y de nuevo empezó a verse claro el principio noble y divino del que proviene toda
autoridad. Cristo nuestro Señor respondió al presidente romano, que se arrogaba la
potestad de absolverlo y condenarlo: «No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera
sido dado de lo alto»(4). Texto comentado por San Agustín, quien dice: «Aprendamos lo
que dijo, que es lo mismo que enseñó por el Apóstol, a saber: que no hay autoridad sino
por Dios»(5). A la doctrina y a los preceptos de Jesucristo correspondió como eco la voz
incorrupta de los apóstoles. Excelsa y llena de gravedad es la sentencia de San Pablo
dirigida a los romanos, sujetos al poder de los emperadores paganos: No hay autoridad
sino por Dios. De la cual afirmación, como de causa, deduce la siguiente conclusión: La
autoridad es ministro de Dios(6).
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7. Los Padres de la Iglesia procuraron con toda diligencia afirmar y propagar esta misma
doctrina, en la que habían sido enseñados. «No atribuyamos —dice San Agustín— sino a
sólo Dios verdadero la potestad de dar el reino y el poder»(7). San Juan Crisóstomo reitera
la misma enseñanza: «Que haya principados y que unos manden y otros sean súbditos,
no sucece el acaso y temerariamente..., sino por divina sabiduría»(8). Lo mismo atestiguó
San Gregorio Magno con estas palabras: «Confesamos que el poder les viene del cielo a
los emperadores y reyes»(9). Los mismos santos Doctores procuraron también ilustrar
estos mismos preceptos aun con la sola luz natural de la razón, de forma que deben
parecer rectos y verdaderos incluso a los que no tienen otro guía que la razón.
En efecto, es la naturaleza misma, con mayor exactitud Dios, autor de la Naturaleza, quien
manda que los hombres vivan en sociedad civil. Demuestran claramente esta afirmación
la facultad de hablar, máxima fomentadora de la sociedad; un buen número de
tendencias innatas del alma, y también muchas cosas necesarias y de gran importancia
que los hombres aislados no pueden conseguir y que unidos y asociados unos con otros
pueden alcanzar. Ahora bien: no puede ni existir ni concebirse una sociedad en la que no
haya alguien que rija y una las voluntades de cada individuo, para que de muchos se
haga una unidad y las impulse dentro de un recto orden hacia el bien común. Dios ha
querido, por tanto, que en la sociedad civil haya quienes gobiernen a la multitud. Existe
otro argumento muy poderoso. Los gobernantes, con cuya autoridad es administrada la
república, deben obligar a los ciudadanos a la obediencia, de tal manera que el no
obedecerles constituya un pecado manifiesto. Pero ningún hombre tiene en sí mismo o
por sí mismo el derecho de sujetar la voluntad libre de los demás con los vínculos de este
imperio. Dios, creador y gobernador de todas las cosas, es el único que tiene este poder.
Y los que ejercen ese poder deben ejercerlo necesariamente como comunicado por Dios
a ellos: «Uno solo es el legislador y el juez, que puede salvar y perder»(10). Lo cual se ve
tambíén en toda clase de poder. Que la potestad que tienen los sacerdotes dimana de
Dios es verdad tan conocida, que en todos los pueblos los sacerdotes son considerados y
llamados ministros de Dios. De modo parecido, la potestad de los padres de familia tiene
grabada en sí cierta efigie y forma de la autoridad que hay en Dios, «de quien procede
toda familia en los cielos y en la tierra»(11). Por esto las diversas especies de poder tienen
entre sí maravillosas semejanzas, ya que toda autoridad y poder, sean los que sean,
derivan su origen de un solo e idéntico Creador y Señor del mundo, que es Dios.
inventada y no sirve para dar a la autoridad política la fuerza, la dignidad y la firmeza que
requieren la defensa de la república y la utilidad común de los ciudadanos. La autoridad
sólo tendrá esta majestad y fundamento universal si se reconoce que proviene de Dios
como de fuente augusta y santísima.
9. Es imposible encontrar una enseñanza más verdadera y más útil que la expuesta.
Porque si el poder político de los gobernantes es una participación del poder divino, el
poder político alcanza por esta misma razón una dignidad mayor que la meramente
humana. No precisamente la impía y absurda dignidad pretendida por los emperadores
paganos, que exigían algunas veces honores divinos, sino la dignidad verdadera y sólida,
la que es recibida por un especial don de Dios. Pero además los gobernados deberán
obedecer a los gobernantes como a Dios mismo, no por el temor del castigo, sino por el
respeto a la majestad, no con un sentimiento de servidumbre, sino como deber de
conciencia. Por lo cual, la autoridad se mantendrá en su verdadero lugar con mucha
mayor firmeza. Pues, experimentando los ciudadanos la fuerza de este deber, huirán
necesariamente de la maldad y la contumacia, ya que deben estar persuadidos de que
los que resisten al poder político resisten a la divina voluntad, y que los que rehúsan
honrar a los gobernantes rehúsan honrar al mismo Dios.
10. De acuerdo con esta doctrina, instruyó el apóstol San Pablo particularmente a los
romanos. Escribió a éstos acerca de la reverencia que se debe a los supremos
gobernantes, con tan gran autoridad y peso, que no parece pueda darse una orden con
mayor severidad: «Todos habéis de estar sometidos a las autoridades superiores... Que no
hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas, de suerte que
quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten atraen
sobre sí la condenación... Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino por
conciencia»(12). Y en esta misma línea se mueve la noble sentencia de San Pedro, Príncipe
de los Apóstoles: «Por amor del Señor estad sujetos a toda autoridad humana —
constituida entre vosotros—, ya al emperador, como soberano, ya a los gobernadores,
como delegados suyos, para castigo de los malhechores y elogio de los buenos. Tal es la
voluntad de Dios»(13).
11. Una sola causa tienen los hombres para no obedecer: cuando se les exige algo que
repugna abiertamente al derecho natural o al derecho divino. Todas las cosas en las que
la ley natural o la voluntad de Dios resultan violadas no pueden ser mandadas ni
ejecutadas. Si, pues, sucede que el hombre se ve obligado a hacer una de dos cosas, o
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despreciar los mandatos de Dios, o despreciar la orden de los príncipes, hay que obedecer
a Jesucristo, que manda dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios(14). A
ejemplo de los apóstoles, hay que responder animosamente: «Es necesario obedecer a
Dios antes que a los hombres»(15). Sin embargo, los que así obran no pueden ser
acusados de quebrantar la obediencia debida, porque si la voluntad de los gobernantes
contradice a la voluntad y las leyes de Dios, los gobernantes rebasan el campo de su poder
y pervierten la justicia. Ni en este caso puede valer su autoridad, porque esta autoridad,
sin la justicia, es nula.
12. Pero para que la justicia sea mantenida en el ejercicio del poder, interesa
sobremanera que quienes gobiernan los Estados entiendan que el poder político no ha
sido dado para el provecho de un particular y que el gobierno de la república no puede
ser ejercido para utilidad de aquellos a quienes ha sido encomendado, sino para bien de
los súbditos que les han sido confiados. Tomen los príncipes ejemplo de Dios óptimo
máximo, de quien les ha venido la autoridad. Propónganse la imagen de Dios en la
administración de la república, gobiernen al pueblo con equidad y fidelidad y mezclen la
caridad paterna con la severidad necesaria. Por esta causa las Sagradas Letras avisan a los
príncipes que ellos también tienen que dar cuenta algún día al Rey de los reyes y Señor
de los señores. Si abandonan su deber, no podrán evitar en modo alguno la severidad de
Dios. «Porque, siendo ministros de su reino, no juzgasteis rectamente... Terrible y
repentina vendrá sobre vosotros, porque de los que mandan se ha de hacer severo juicio;
el Señor de todos no teme de nadie ni respetará la grandeza de ninguno, porque El ha
hecho al pequeño y al grande e igualmente cuida de todos; pero a los poderosos
amenaza poderosa inquisición»(16).
13. Con estos preceptos que aseguran la república se quita toda ocasión y aun todo
deseo de sediciones. Y quedan consolidados en lo sucesivo, al honor y la seguridad de los
príncipes, la tranquilidad y la seguridad de los Estados. Queda también salvada la
dignidad de los ciudadanos, a los cuales se les concede conservar, en su misma
obediencia, el decoro adecuado a la excelencia del hombre. Saben muy bien que a los
ojos de Dios no hay siervo ni libre, que hay un solo Señor de todos, rico para todos los
que lo invocan(17), y que ellos están sujetos y obedecen a los príncipes, porque éstos son
en cierto modo una imagen de Dios, a quien servir es reinar(18).
Su realización histórica
14. La Iglesia ha procurado siempre que esta concepción crístiana del poder político no
sólo se imprima en los ánimos, sino que también quede expresada en la vida pública y en
las costumbres de los pueblos. Mientras en el trono del Estado se sentaron los
emperadores paganos, que por la superstición se veían incapacitados para alcanzar esta
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concepción del poder que hemos bosquejado, la Iglesia procuró inculcarla en las mentes
de los pueblos, los cuales, tan pronto como aceptaban las instituciones cristianas, debían
ajustar su vida a las mismas. Y así los Pastores de las almas, renovando los ejemplos del
apóstol San Pablo, se consagraban, con sumo cuidado y diligencia, a predicar a los
pueblos que vivan sumisos a los príncipes y a las autoridades y que los obedezcan(19).
Asimismo, que orasen a Dios por todos los hombres, pero especialmente por los
emperadores y por todos los constituidos en dignidad, porque esto es bueno y grato ante
Dios nuestro Salvador(20). De todo lo cual los antiguos cristianos nos dejaron brillantes
enseñanzas, pues siendo atormentados injusta y cruelmente por los emperadores
paganos, jamás dejaron de conducirse con obediencia y con sumisión, en tales términos
que parecía claramente que iban como a porfía los emperadores en la crueldad y los
cristianos en la obediencia. Era tan grande esta modestia cristiana y tan cierta la voluntad
de obedecer, que no pudieron ser oscurecidas por las maliciosas calumnias de los
enemigos. Por lo cual, aquellos que habían de defender públicamente el cristianismo en
presencia de los emperadores, demostraban principalmente con este argumento que era
injusto castigar a los cristianos según las leyes, pues vivían de acuerdo con éstas a los ojos
de todos, para dar ejemplo de observancia. Así hablaba Atenágoras con toda confianza
a Marco Aurelio y a su hijo Lucio Aurelio Cómmodo: «Permitís que nosotros, que ningún
mal hacemos, antes bien nos conducimos con toda piedad y justicia, no sólo respecto a
Dios, sino también respecto al Imperio, seamos perseguidos, despojados,
desterrados»(21). Del mismo modo alababa públicamente Tertuliano a los cristianos,
porque eran, entre todos, los mejores y más seguros amigos del imperio: «El cristiano no
es enemigo de nadie, ni del emperador, a quien, sabiendo que está constituido por Dios,
debe amar, respetar, honrar y querer que se salve con todo el Imperio romano»(22). Y no
dudaba en afirmar que en los confines del imperio tanto más disminuía el número de sus
enemigos cuanto más crecía el de los cristianos: «Ahora tenéis pocos enemigos, porque
los cristianos son mayoría, pues en casi todas las ciudades son cristianos casi todos los
ciudadanos»(23). También tenemos un insigne testimonio de esta misma realidad en la
Epístola a Diogneto, la cual confirma que en aquel tiempo los cristianos se habían
acostumbrado no sólo a servir y obedecer las leyes, sino que satisfacían a todos sus
deberes con mayor perfección que la que les exigían las leyes: «Los cristianos obedecen
las leyes promulgadas y con su género de vida pasan más allá todavía de lo que las leyes
mandan»(24).
15. Sin embargo, la cuestión cambiaba radicalmente cuando los edictos imperiales y las
amenazas de los pretores les mandaban separarse de la fe cristiana o faltar de cualquier
manera a los deberes que ésta les imponía. No vacilaron entonces en desobedecer a los
hombres para obedecer y agradar a Dios. Sin embargo, incluso en estas circunstancias no
hubo quien tratase de promover sediciones ni de menoscabar la majestad del emperador,
ni jamás pretendieron otra cosa que confesarse cristianos, serlo realmente y conservar
incólume su fe. No pretendían oponer en modo alguno resistencia, sino que marchaban
contentos y gozosos, como nunca, al cruento potro, donde la magnitud de los tormentos
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se veía vencida por la grandeza de alma de los cristianos. Por esta razón se llegó también
a honrar en aquel tiempo en el ejército la eficacia de los principios cristianos. Era cualidad
sobresaliente del soldado cristiano hermanar con el valor a toda prueba el perfecto
cumplimiento de la disciplina militar y mantener unida a su valentía la inalterable fidelidad
al emperador. Sólo cuando se exigían de ellos actos contrarios a la fe o la razón, como la
violación de los derechos divinos o la muerte cruenta de indefensos discípulos de Cristo,
sólo entonces rehusaban la obediencia al emperador, prefiriendo abandonar las armas y
dejarse matar por la religión antes que rebelarse contra la autoridad pública con motines
y sublevaciones.
16. Cuando los Estados pasaron a manos de príncipes cristianos, la Iglesia puso más
empeño en declarar y enseñar todo lo que hay de sagrado en la autoridad de los
gobernantes. Con estas enseñanzas se logró que los pueblos, cuando pensaban en la
autoridad, se acostumbrasen a ver en los gobernantes una imagen de la majestad divina,
que les impulsaba a un mayor respeto y amor hacia aquéllos. Por lo mismo, sabiamente
dispuso la Iglesia que los reyes fuesen consagrados con los ritos sagrados, como estaba
mandado por el mismo Dios en el Antigua Testamento. Cuando la sociedad civil, surgida
de entre las ruinas del Imperia romano, se abrió de nuevo a la esperanza de la grandeza
cristiana, los Romanos Pontífices consagraron de un modo singular el poder civil con el
imperium sacrum. La autoridad civil adquirió de esta manera una dignidad desconocida.
Y no hay duda que esta institución habría sido grandemente útil, tanto para la sociedad
religiosa como para la sociedad civil, si los príncipes y los pueblos hubiesen buscado lo
que la Iglesia buscaba. Mientras reinó una concorde amistad entre ambas potestades, se
conservaron la tranquilidad y la prosperidad públicas. Si alguna vez los pueblos incurrían
en el pecado de rebelión, al punto acudía la Iglesia, conciliadora nata de la tranquilidad,
exhortando a todos al cumplimiento de sus deberes y refrenando los ímpetus de la
concupiscencia, en parte con la persuasión y en parte con su autoridad. De modo
semejante, si los reyes pecaban en el ejercicio del poder, se presentaba la Iglesia ante ellos
y, recordándoles los derechos de los pueblos, sus necesidades y rectas aspiraciones, les
aconsejaba justicia, clemencia y benignidad. Por esta razón se ha recurrido muchas veces
a la influencia de la Iglesia para conjurar los peligros de las revoluciones y de las guerras
civiles.
17. Por el contrario, las teorías sobre la autoridad política, inventadas por ciertos autores
modernos, han acarreado ya a la humanidad serios disgustos, y es muy de temer que,
andando el tiempo, nos traerán mayores males. Negar que Dios es la fuente y el origen
de la autoridad política es arrancar a ésta toda su dignidad y todo su vigor. En cuanto a
la tesis de que el poder político depende del arbitrio de la muchedumbre, en primer lugar,
se equivocan al opinar así. Y, en segundo lugar, dejan asentada la soberanía sobre un
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18. Y lo peor de todo es que los príncipes, en medio de tantos peligros, carecen de
remedios eficaces para restablecer la disciplina pública y pacificar los ánimos. Se arman
con la autoridad de las leyes y piensan que podrán reprimir a los revoltosos con penas
severas. Proceden con rectitud. Pero conviene advertir seriamente que la eficacia del
castigo no es tan grande que pueda conservar ella sola el orden en los Estados. El miedo,
como enseña Santo Tomás, «es un fundamento débil, porque los que se someten por
miedo, cuando ven la ocasión de escapar impunes, se levantan contra los gobernantes
con tanta mayor furia cuanto mayor ha sido la sujeción forzada, impuesta únicamente
por el miedo. Y, además, el miedo exagerado arrastra a muchos a la desesperación, y la
desesperación se lanza audazmente a las más atroces resoluciones»(25). La experiencia
ha demostrado suficientemente la gran verdad de estas afirmaciones.
Es necesario, por tanto, buscar una causa más alta y más eficaz para la obediencia. Hay
que establecer que la severidad de las leyes resultará infructuosa mientras los hombres
no actúen movidos por el estímulo del deber y por la saludable influencia del temor de
Dios. Esto puede conseguirlo como nadie la religión. La religión se insinúa por su propia
fuerza en las almas, doblega la misma voluntad del hombre para que se una a sus
gobernantes no sólo por estricta obediencia, sino también por la benevolencia de la
caridad, la cual es en toda sociedad humana la garantía más firme de la seguridad.
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19. Por lo cual hay que reconocer que los Romanos Pontífices hicieron un gran servicio
al bien común cuando procuraron quebrantar la inquieta e hinchada soberbia de los
innovadores advirtiendo el peligro que éstos constituían para la sociedad civil. Es digna
de mención a este respecto la afirmación dirigida por Clemente VII a Fernando, rey de
Bohemia y Hungría: «En la causa de la fe va incluida también la dignidad y utilidad, tanto
tuya como de los demás soberanos, pues no es posible atacar a la fe sin grave ruina de
vuestros propios intereses, lo cual se ha comprobado recientemente en algunos de esos
territorios». En esta misma línea ha brillado la providente firmeza de nuestros
predecesores, especialmente de Clemente XII, Benedicto XIV y León XII, quienes, al ver
cundir extraordinariamente la epidemia de estas depravadas teorías y al comprobar la
audacia creciente de las sectas, hicieron uso de su autoridad para cortarles el paso y evitar
su entrada. Nos mismos hemos denunciado muchas veces la gravedad de los peligros
que nos amenazan. Y hemos indicado al mismo tiempo el mejor remedio para conjurarlos.
Hemos ofrecido a los príncipes y a todos los gobernantes el apoyo de la Iglesia. Hemos
exhortado a los pueblos a que se aprovechen de los bienes espirituales que la Iglesia les
proporciona. De nuevo hacemos ahora a los reyes el ofrecimiento de este apoyo, el más
firme de todos, y con vehemencia les amonestamos en el Señor para que defiendan a la
religión, y en ínterés del mismo Estado concedan a la Iglesia aquella libertad de la cual no
puede ser privada sin injusticia y perdición de todos. La Iglesia de Cristo no puede ser
sospechosa a los príncipes ni mal vista por los pueblos. La Iglesia amonesta a los príncipes
para que ejerzan la justicia y no se aparten lo más mínimo de sus deberes. Pero al mismo
tiempo y de muchas maneras robustece y fomenta su autoridad. Reconoce y declara que
los asuntos propios de la esfera civil se hallan bajo el poder y jurisdicción de los
gobernantes. Pero en las materias que afectan simultáneamente, aunque por diversas
causas, a la potestad civil y a la potestad eclesiástica, la Iglesia quiere que ambas procedan
de común acuerdo y reine entre ellas aquella concordia que evita contiendas desastrosas
para las dos partes. Por lo que toca a los pueblos, la Iglesia ha sido fundada para la
salvación de todos los hombres y siempre los ha amado como madre. Es la Iglesia la que
bajo la guía de la caridad ha sabido imbuir mansedumbre en las almas, humanidad en las
costumbres, equidad en las leyes, y siempre amiga de la libertad honesta, tuvo siempre
por costumbre y práctica condenar la tiranía. Esta costumbre, ingénita en la Iglesia, ha
sido expresada por San Agustín con tanta concisión como claridad en estas palabras:
«Enseña [la Iglesia] que los reyes cuiden a los pueblos, que todos los pueblos se sujeten a
sus reyes, manifestando cómo no todo se debe a todos, aunque a todos es debida la
claridad y a nadie la injusticia»(26).
20. Por estas razones, venerables hermanos, vuestra obra será muy útil y totalmente
saludable si consultáis con Nos todas las empresas que por encargo divino habéis de
llevar a cabo para apartar de la sociedad humana estos peligrosos daños. Procurad y velad
para que los preceptos establecidos por la Iglesia católica respecto del poder político del
deber de obediencia sean comprendidos y cumplidos con diligencia por todos los
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hombres. Como censores y maestros que sois, amonestad sin descanso a los pueblos para
que huyan de las sectas prohibidas, abominen las conjuraciones y que nada intenten por
medio de la revolución. Entiendan todos que, al obedecer por causa de Dios a los
gobernantes, su obediencia es un obsequio razonable. Pero como es Dios quien da la
victoria a los reyes(27) y concede a los pueblos el descanso en la morada de la paz, en la
habitación de la seguridad y en el asilo del reposo(28), es del todo necesario suplicarle
insistentemente que doblegue la voluntad de todos hacia la bondad y la verdad, que
reprima las iras y restituya al orbe entero la paz y tranquilidad hace tiempo deseadas.
21. Para que la esperanza en la oración sea más firme, pongamos por intercesores a la
Virgen María, ínclita Madre de Dios, auxilio de los cristianos y protectora del género
humano; a San José, su esposo castísimo, en cuyo patrocinio confía grandemente toda la
Iglesia; a los apóstoles San Pedro y San Pablo, guardianes y defensores del nombre
cristiano.
Entre tanto, y como augurio del galardón divino, os damos afectuosamente a vosotros,
venerables hermanos, al clero y al pueblo confiado a vuestro cuidado, nuestra bendición
apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio de 1881, año cuarto de nuestro
pontificado.
Notas
1. Prov 8,15-16.
2. Sab 6,3-4.
3. Eclo 17,14.
4. Jn 19,11.
6. Rom 13,1-4.
11. Ef 3,15.
13. 1 Pe 2,13-15.
14. Mt 22,21.
28. Is 32,18.
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LICET MULTA
ENCYCLICAL OF POPE LEO XIII
ON CATHOLICS IN BELGIUM
During these last years the cause of Catholicism has undergone, in Belgium, multiplied
trials. We have, however, found comfort and consolation in the tokens of persistent love
and fidelity which Belgian Catholics have furnished us so abundantly whenever they have
had an occasion. And, above all, what has strengthened us, and still gives us strength, is
your signal attachment to our person, and the zeal which you exert in order that the
Christian people confided to your care may persevere in the sincerity and unity of the
Catholic Faith, and may progress each day in its love for the Church of Christ and his Vicar.
It is pleasant for us to give special praise to your solicitude in encouraging by all the means
possible a good education for the young, and in insuring to the children of the primary
schools a religious education established on broad foundations. Your zeal is applied with
equal watchfulness to all that tends to the advantage of Christian education in the
Colleges and Institutes, as well as to the Catholic University of Louvain.
3. Full of solicitude for this union, we point out the dangers which threaten it arising from
certain controversies concerning public law; a subject which, amongst you, engenders a
98
strong difference of feeling. These controversies have for their object the necessity or
opportuneness of conforming to the prescriptions of Catholic doctrine the existing forms
of government, based on what is commonly called modern law. Most assuredly we, more
than any one, ought heartily to desire that human society should be governed in a
Christian manner, and that the divine influence of Christ should penetrate and completely
impregnate all orders of the State. From the commencement of our Pontificate we
manifested, without delay, that such was our settled opinion; and that by public
documents, and especially by the Encyclical Letters we published against the errors of
Socialism, and, quite recently, upon the Civil Power. Nevertheless, all Catholics, if they wish
to exert themselves profitably for the common good, should have before their eyes and
faithfully imitate the prudent conduct which the Church herself adopts in matters of this
nature: she maintains and defends in all their integrity the sacred doctrines and principles
of right with inviolable firmness, and applies herself with all her power to regulating the
institutions and the customs of public order, as well as the acts of private life, upon these
same principles. Nevertheless, she observes in this the just measure of time and place;
and, as commonly happens in human affairs, she is often constrained to tolerate at times
evils that it would be almost impossible to prevent, without exposing herself to calamities
and troubles still more disastrous.
4. Moreover, in polemical discussions, care should be taken not to overstep those just
limits that justice and charity alike mark out, and not rashly to throw blame or suspicion
upon men otherwise devoted to the doctrines of the Church; and, above all, upon those
who in the Church itself are raised to dignity and power. We deplore that this has been
done in your case, Dear Son, who, in your quality of archbishop, administer the diocese
of Malines; and who, for your signal services to the Church, and for your zeal in defending
Catholic doctrine, have been judged worthy by our Predecessor of blessed memory, Pius
IX., to take a place in the College of most Eminent Cardinals. It is manifest that the facility
with which unfounded accusations are levelled vaguely against one's neighbour, does
injury to the good name of others, and weakens the bonds of charity; and that it outrages
those "whom the Holy Ghost has placed to govern the Church of God." For this reason
do we desire with all our power, and hereby most seriously enjoin, that Catholics abstain
from this conduct. Let it suffice to them to remember that it is to the Apostolic See and to
the Roman Pontiff, to whom all have access, that has been confided the charge of
defending everywhere Catholic truths, and of watching that no error whatsoever,
capable of doing injury to the doctrine of faith and morals, or apparently in contradiction
with it, be spread or propagated in the Church.
5. In what concerns yourselves, Dear Son and Venerable Brethren, use all your vigilance
so that all men of science, and those, most especially, to whom you have confided the
charge of teaching youth, be of one accord, and unanimous in all those questions upon
which the teaching of the Holy See allows no freedom of opinion. And as to points left to
99
the discussion of the learned, may their intellects, owing to your inspiration and your
advice, be so exercised upon them that the divergences of opinion destroy not union of
heart and concord of will. On this subject the Sovereign Pontiff, Benedict XIV., our
immortal predecessor, has left in his Constitution Sollicita ac provides, certain rules for men
of study, full of wisdom and authority. He has even proposed to them, as a model to
imitate in this matter, St. Thomas Aquinas, whose moderation of language and maturity
of style are maintained as well in the combat against adversaries, as in the exposition of
doctrine and the proofs destined for its defence. We wish to renew to learned men the
recommendations of our predecessor, and to point out to them this noble model, who
will teach them not only the manner of carrying on controversy with opponents, but also
the character of the doctrine to be held and developed in the cultivation of philosophy
and theology. On many occasions, Dear Son and Venerable Brethren, we have expressed
to you our earnest desire of seeing the wisdom of St. Thomas reinstated in Catholic
schools, and everywhere treated with the highest consideration. We have likewise
exhorted you to establish in the University of Louvain the teaching of higher philosophy
in the spirit of St. Thomas. In this matter, as in all others, we have found you entirely ready
to condescend to our wishes and to fulfill our will. Pursue then, with zeal, the task which
has been begun, and watch with care that in this same University the fruitful sources of
Christian philosophy, which spring from the works of St. Thomas, be open to students in
a rich abundance, and applied to the profit of all other branches of instruction. In the
execution of this design, if you have need of our aid or our counsels, they shall never be
wanting to you.
6. In the meantime, we pray God, the Source of Wisdom, the Author of Peace, and the
Friend of Charity, to accord you His favourable help in the present conjuncture, and we
ask him for all an abundance of Heavenly gifts. As an augury of these graces, and as a
sign of our special benevolence, we accord, with a loving heart, our Apostolic benediction
to you, Dear Son and Venerable Brethren, to all your Clergy, and to the people confided
to your charge.
Given at Rome, at St. Peter's, the 3rd of August, 1881, the fourth year of Our Pontificate.
LEO XIII
100
PASTORALIS OFFICII
ENCYCLICAL OF POPE LEO XIII ON
THE MORALITY OF DUELING
Mindful of your pastoral duty and moved by your love of neighbor, you wrote to me last
year concerning the frequent practice among your people of a private, individual contest
called dueling. You indicate, not without grief, that even Catholics customarily engage in
this type of combat. At the same time your request that We, too, attempt to dissuade men
from this manner of error. It is indeed a deadly error and not restricted to your country,
but has spread so far that practically no people can be found free from the contagion of
the evil. Hence, We praise your zeal. It is clearly known what Christian philosophy,
certainly in agreement with natural reason, prescribes in this matter; nevertheless,
because the vicious custom of dueling is being encouraged with greatest forgetfulness of
Christian precepts, it will be expedient to briefly review these rules.
2. Clearly, divine law, both that which is known by the light of reason and that which is
revealed in Sacred Scripture, strictly forbids anyone, outside of public cause, to kill or
wound a man unless compelled to do so in self defense. Those, moreover, who provoke
a private combat or accept one when challenged, deliberately and unnecessarily intend
to take a life or at least wound an adversary. Furthermore, divine law prohibits anyone
from risking his life rashly, exposing himself to grave and evident danger when not
constrained by duty or generous charity. In the very nature of the duel, there is plainly
blind temerity and contempt for life. There can be, therefore, no obscurity or doubt in
anyone's mind that those who engage in battle privately and singly take upon themselves
a double guilt, that of another's destruction and the deliberate risk of their own lives.
Finally, there is hardly any pestilence more deadly to the discipline of civil society and
perversive to the just order of the state than that license be given to citizens to defend
their own rights privately and singly and avenge their honor which they believe has been
violated.
3. The Church is the protectress and guardian not only of truth, but also of justice and
honor, in the union of which public peace and order are held together; therefore it has
vehemently condemned and taken pains to punish with the gravest penalties possible
101
those guilty of private combat. The constitutions of Our predecessor Alexander III,
inserted in the books of canon law, condemn and solemnly denounce these private
disputes. The Council of Trent punishes with singular and severe penalties those who
engage in these contests or in any way participate in them. Indeed, above all other
punishments it brands these persons with disgrace; expelled from the bosom of the
Church, they are judged unworthy of the honor of ecclesiastical burial if they die in the
struggle. Our predecessor Benedict XIV in his constitution of November 10, 1752,
Detestabilem, explained in fuller detail the Tridentine sanctions. In most recent times, Pius
IX in his apostolic letter, which opens with Apostolicae Sedis and reduces the number of
latae sententiae censures, clearly declares that not only those who contend in the duel
incur ecclesiastical penalties, but also those who a called patrinos, seconds, and likewise
witnesses and accomplices.
Absurdity of Dueling
4. The wisdom of these regulations is more evident as one examines the absurd
justification or excuses for the inhuman custom of dueling. The generally held argument
that this sort of struggle washes away, as it were, the stains that calumny or insult has
brought upon the honor of citizens surely can deceive no one but a madman. Even if the
challenger of a duel is the victor, all reasonable persons will admit that the outcome simply
proves he is the better man in strength or in handling a weapon, not the better man in
honor. But if he falls in the combat, does he not prove by the same token how absurd is
this way of protecting his honor? Few there are, we believe, who commit this crime
deceived by erroneous opinion. It is, to be sure, the desire of revenge that impels
passionate and arrogant men to seek satisfaction. God commands all men to love each
other in brotherly love and forbids them to ever violate anyone; he condemns revenge as
a deadly sin and reserves to himself the right of expiation. If people could restrain their
passion and submit to God, they would easily abandon the monstrous custom of dueling.
Fallacious Judgments
5. Fear is not a just excuse for those who accept the challenge of a duel. They are afraid
that they will be publicly disgraced as cowards if they refuse. Now if the duties of mankind
are measured by the false opinions of the multitude, not by the eternal norms of rectitude
and justice, there would be no natural distinction between honorable actions and
disgraceful deeds. The pagan philosophers themselves both knew and taught that the
fallacious judgments of the masses must be spurned by a courageous and steadfast man.
It is rather a just and holy fear which prevents a man from committing murder and makes
him solicitous of his own safety and that of his brothers. Truly, he who disdains the
worthless judgments of the mob, who prefers to undergo the scourging of insults rather
102
than abandon duty in any matter, proves himself to be of a far greater and exalted spirit
than he who rushes to arms when provoked by an affront. Yes, indeed, if he wants to be
judged rightly, he is the one in whom solid virtue shines forth. The fortitude is truly called
virtue, and its companion is a glory, that is neither counterfeit nor deceptive. Virtue in a
good man exists in accordance with reason, and unless virtue rests on the judgment of
God's approval, all glory is vain.
Official Condemnation
6. Lastly, the baseness of dueling is so evident, that in our time, despite theapproval and
patronage of many, legislators have felt bound to repress it bypublic authority and
published penalties. What is so perverse and destructive inthis case is that the written laws
for the most part are evaded in substance andin deed; and this often happens with the
knowledge and silence of those whoseduty it is to punish the guilty and see to it that the
laws are enforced. Thusit happens that frequently duels are fought and go unpunished,
mocking the law.
Dueling Laws Apply to Military Too
7. Absurd, certainly, and unworthy of a sensible man is the belief of those whothink that
civilians are to be prevented from these contests, yet recommend thatthey be permitted
to the military because, they maintain, such experiencesharpens military valor. Now, in
the first place, honorable deeds anddisgraceful acts are essentially different; in no way
can they be changed totheir opposites by the different status of persons. Indeed, men in
whatevercondition of life are equally bound by natural and divine law. The
reason,moreover, for such a concession for the military would have to be sought inpublic
benefit which could never be so great so as to silence thevoice of natural and divine law.
What about the obvious deficiency in thisrationale of public advantage? Assuredly, the
incentives to military courage aimat better preparing the state against the enemy. Can
this be accomplished by thepractice of a custom that by its very nature causes the death
of one of theindividual parties of the country's defense whenever dissension arises among
thesoldiers for which, indeed, occasions are by no means rare?
8. Finally, the new age which boasts of far excelling previous ages in a morecivilized
culture and refinement of manners is wont to consider olderinstitutions of little value and
too often reject whatever differs from thecharacter of the new elegance. Why is it that in
its great zeal forcivilization, it does not repudiate the base remnants of an uncouth age
andforeign barbarism that we know as the custom of dueling?
9. It will be your duty, venerable brothers, to impress diligently upon the minds of your
people these points which I have briefly touched upon, that they not rashly follow false
notions concerning dueling, nor allow themselves to be carried away by the judgments
of shallow men. Take particular care that youth at the right time understand that the
103
LEO XIII
ETSI NOS
ON CONDITIONS IN ITALY
Although the authority and extent of Our Apostolic duties cause Us to embrace the whole
Christian Republic and each of the provinces which compose it with all the love and
vigilance which is in Our power, it is Italy which, at the present moment, more especially
attracts Our solicitude and Our thoughts. These thoughts and these solicitudes extend far
above mere temporal concerns, for it is the eternal salvation of souls which occupies Us
and causes Us anxiety-a business which demands all Our zeal, and obliges Us to
concentrate it entirely on that object, in proportion as We see it exposed to greater and
greater perils. If ever these perils were menacing in Italy they are surely so now, at a time
when the condition of the Civil State itself disastrously imperils the freedom of religion.
We are also still more affected by this since an intimate alliance unites Us to Italy, where
God has placed the residence of His Vicar, the Chair of truth and the centre of Catholic
Unity. On other occasions We have urged the nations to take heed, and Christians
104
individually to realize, what duties are incumbent on them in such baleful circumstances.
Nevertheless the evils continue to increase and We desire, Venerable Brethren, to point
them out and commend them to your diligent attention, in order that, having recognized
the tendency of public affairs, you may with greater vigilance strengthen the minds of
your flocks, and surround them with every help, for fear lest that most precious treasure,
the Catholic faith, should be torn from them.
2. A pernicious sect, of which the founders and chiefs neither hide nor even mask their
desires, has established itself for some time back in Italy; after having declared war against
Jesus Christ it is attempting to rob the people of their Christian institutions. As to the
extent to which it has carried its audacity, it is the less necessary for Us to speak, Venerable
Brethren, since the grave injuries and even ruin which morality and religion have to
deplore lie patent before your eyes. In the midst of the populations of Italy, which have
always been so constant and steadfast in the faith of their fathers, the liberty of the Church
is wounded on all sides; everyday efforts are redoubled in order to efface from the public
institutions that Christian stamp and character which has always, and with good reason,
been the seal of the glories of Italy. Religious houses suppressed, the goods of the Church
confiscated, marriages contracted in despite of the laws and without the rites of the
Church, the position of the religious authorities as to the education of the young utterly
ignored-in fine, a cruel and deplorable war without limit and without measure declared
against the Apostolic See, a war on account of which the Church is weighed down by
inexpressible suffering, and the Roman Pontiff finds himself reduced to extreme anguish.
For, despoiled of his Civil Princedom, he has of necessity fallen into the hands of another
Power.
3. More than this; Rome, the most august of Christian cities, is now a place laid open to all
the enemies of the Church; profane novelties defile it; here and there, temples and schools
devoted to heresy are to be found. It is even reported that this year it is about to receive
the deputies and leaders of the sect which is most embittered against Catholicism, who
have appointed this city as the place for their solemn meeting. The reasons which have
determined their choice of such a meeting place are no secret; they desire by this
outrageous provocation to glut the hatred which they nourish against the Church, and
to bring their incendiary torches within reach of the Roman Pontificate by attacking it in
its very seat.
4. The Church, without doubt, will in the end be triumphant and will baffle the impious
conspiracies of men; but it is none the less admitted and certain that their designs aim at
nothing less than the destruction of the whole system of the Church with its Head, and
the abolition, if it were possible, of all religion.
105
5. For those who pretend to be friends of the honour of Italy to dream of such prospects
would seem a thing incredible, for the ruin of the Catholic faith in Italy would dry up the
source of the most precious of goods. If, in truth, the Christian religion has created for the
nations the best guarantees for their prosperity, the sanctity of right and the guardianship
of justice; if by her influence she has everywhere subdued headlong and hasty passions,
she, the companion and protectress of all honesty, of all nobility, of all greatness; if she
has everywhere summoned all classes and every member of society to meet in a lasting
peace and in perfect harmony, Italy has received a richer share of these benefits than any
other nation.
6. It is, in truth, the shame of too many persons that they dare to denounce the Church
as dangerous to public safety and prosperity, and to regard the Roman Pontificate as the
enemy of the greatness of the name of Italy. But the records of the past give the lie to
such slanders and to absurd calumnies of a similar kind. It is to the Church and the Roman
Pontiffs that Italy especially owes gratitude for having spread her glories in all lands, for
never having allowed her to succumb under the repeated incursions of having for
generations preserved in many ways a lawful amount of just and proper liberty, and for
having enriched her cities with numerous and immortal monuments of science and of art.
In truth it is not the least glory of the Roman Pontiffs that they have maintained united in
a common faith the various provinces of Italy, so different in customs and in genius, and
have kept them from most disastrous disagreements. Frequently, in times of trouble and
calamity, the welfare of the State would have been in peril, had not the Roman Pontificate
saved it by exercise of its life-giving power.
7. And its influence will not be less beneficial in the future if the malice of men does not
interfere and hinder its efficacy or stifle its liberty. This beneficial force, which is peculiar
to Catholic institutions, because it flows from them as a natural consequence, is
unchangeable and unceasing. Even as, for the salvation of souls, the Catholic religion
embraces all countries without any limitations of time or space, so does it always and
everywhere stand forth and present itself as the true friend of the civil power.
8. These great advantages are being lost, and are being followed by grave evils; for the
enemies of Christian wisdom, be their rival pretensions what they may, are leading society
to its ruin. Nothing can be more efficacious than their doctrines in the way of kindling in
men's minds the flames of violence and of stirring up the most pernicious passions. In the
sphere of science they are repudiating the heavenly lights of faith; and when once this
torch is put out, the mind of men is usually carried away by errors, no longer sees the
truth, and begins quietly to sink into the lowest depths of a base and shameful
materialism. In the sphere of morals they are disdainfully rejecting the eternal and
unchangeable reasoning, and are despising God-the sovereign Legislator and supreme
106
Avenger and when once these foundations are torn away no sufficient authority remains
for law, and the regulation of life merely depends upon the good pleasure and free will
of man. In society, the liberty without limit which they preach and pursue engenders
license, and this license is very soon followed by the overthrow of order, the most fatal
scourge of the public welfare. Of a truth, it is impossible to see society in a more pitiable
or miserable state than in those places where such men and such doctrines as we have
been describing have gained the upper hand even for a moment. Unless recent examples
had furnished evidence it would have been difficult to believe that men, in a transport of
furious and criminal boldness, could even have cast themselves into excesses of such a
kind, and while retaining as if in mockery the name of liberty, could have given themselves
over to saturnalia of conflagrations and murders. If Italy has not, up to the present time,
experienced a similar reign of terror, we must attribute it first to the especial protection of
God; but the fact must be also recognized-to explain this preservation-that the people of
Italy-the immense majority of whom are still faithful to the Catholic religion-have never
been able to be subdued by the vicious and shameful doctrines We have denounced.
And it must be confessed that if the ramparts erected by religion begin to give way, Italy
also will fall into the same abyss, in which the greatest and most flourishing nations have
in past times lain prostrate as victims. Similar doctrines involve similar consequences, and
since the germs are infected with the same poisons, it cannot be but that they should
produce the same fruits.
9. Moreover Italy would perhaps have to pay yet more dearly for her apostasy, because
in her case perfidy and impiety would be aggravated by ingratitude. It is not by chance
or human caprice that Italy has from the first been a sharer in the salvation won by JESUS
CHRIST, and has contained within her bosom the Chair of Peter, and enjoyed throughout
a long course of ages the incomparable and divine benefits of which the Catholic religion
is the natural source. She ought then greatly to fear for herself the judgment threatened
by the Apostle Paul to ungrateful nations: "The earth that drinketh in the rain which
cometh often upon it, and bringeth forth herbs meet for them by whom it is tilled,
receiveth blessing from God. But that which bringeth forth thorns and briars is reprobate,
and very near unto a curse, whose end is to be burnt."(1)
10. May God avert so terrible a misfortune! May all give a serious consideration to the evils
by which in part we are afflicted, and with which in part we are threatened by those who,
devoted t~ the interests of political sects, not of the public, have sworn to wage a war to
the death against the Church. Unhappy men, if they were wise, if they had a true love for
their country, far from distrusting the Church, and striving, under the influence of
injurious suspicions, to deprive her of her necessary liberty, they would do all in their
power to defend and protect her, and would first of all make provision for the re-
establishment of the Roman Pontiff in the possession of his rights. In fact the more
injurious the war against the Apostolic See is to the Church, the more fatal it is in the cause
107
of Italy. We have elsewhere expressed this thought: "Say that the State in Italy can never
prosper nor become stable and tranquil unless provision be made for the dignity of the
Roman See and the liberty of the Supreme Pontiff, as every consideration of right
requires."
11. And, therefore, as We have nothing more at heart than the safety of Christian
interests, and deeply moved as We are by the peril in which the people of Italy now
stands, We exhort you, Venerable Brethren, more earnestly than ever to unite your care
and loving efforts to Ours, that a remedy for so many evils may be found.
12. And first endeavour to make your people understand of what value the Catholic Faith
is to them, and how they ought to defend it at every cost. But, since the enemies and
assailants of the Catholic name employ a thousand devices and a thousand feints to
seduce those who are not on their guard, it is of the first importance to unmask and drag
into the light of day their secret machinations, so that Catholics, having their eyes opened
to the real aims of these men, may feel their own courage redoubled, and may resolve
openly and intrepidly to defend the Church, the Roman Pontiff, and their own salvation.
13. Up to the present time, whether through unfamiliarity with the new state of things,
or through an imperfect understanding of the extent of the danger, the courage of many
from whom much might have been expected, does not seem to have displayed itself with
all the activity and vigour required for the defence of so great a cause.
14. But now that We have learned by experience in what times We live, nothing could be
more fatal than to endure in cowardly inertness the malice of the wicked which never
tires, and to leave the field open to them to persecute the Church to the full satisfaction
of their hate.
15. More prudent than the children of light, they have been daring in their enterprises;
inferior in numbers, but superior in cunning and in riches, they have soon succeeded in
lighting up amongst us a great conflagration of evils. May all the friends of Catholicity
now, at least, understand that it is time to make some daring effort, and to rouse
themselves at any cost from a languid carelessness, for one is never more easily overcome
than in the sleep of cowardly security. Let them behold how the noble courage of their
ancestors knew no fear and no repose; how by their indefatigable labours, and at the
price of their blood, the Catholic Faith has grown and spread in the world.
108
16. Do you then, Venerable Brethren, awaken the sleeping, stimulate the hesitating; by
your example and your authority train them all to fulfil with constancy and courage the
duties which are the Christian life in action. And in order to maintain and develop this
revived courage, means must be taken to promote the growth, multiplication, harmony,
and fruitfulness of Associations the principal object of which should be to preserve and
excite zeal for the Christian faith and other virtues. Such are the associations of young
men and of workmen; such are the committees organized by Catholics, and meeting
periodically; such are the institutions destined to relieve poverty, to protect the
sanctification of festival days, to instruct the children of the poor, and several others of the
same kind. And since it is of supreme importance to Christian interests that the Roman
Pontiff should be, and should be clearly seen to be, free from all danger, from all vexations,
and from all hindrance in the government of the Church, it is necessary, to attain this end,
that action should be taken, petitions, and every possible means within the limits of the
law should be adopted, and that none should rest until We have restored to Us, in reality
and not in appearance only, that liberty on which, not only the welfare of the Church,
but the prosperity of Italy and the peace of Christian nations depend by a necessary
connection.
17. Then it is of very great importance that writings of a healthy character should be
published and circulated far and wide. Those who, with a deadly hatred, dissent from the
Church, are wont to contend by means of publications, and to make use of these as the
arms best adapted for inflicting injury. Hence a most evil deluge of books, hence the
turbulent and wicked journals whose malevolent attacks neither the laws avail to bridle,
nor modesty to restrain. Whatsoever in these latter years has been wrought by sedition
and mobs, that they maintain to have been lawfully done; they dissimulate or corrupt the
truth; they pursue the Church and the Supreme Pontiff with daily maledictions and false
accusations; nor are there any opinions so absurd and pestiferous that they are not eager
every where to disseminate them. The violence of this so great evil, which is daily
spreading wider, must be diligently arrested; you must severely and gravely lead the
people to be carefully on their guard, and to be willing most religiously to exercise a
prudent choice in their reading. Moreover, writings must be opposed by writings, so that
the same art which can effect most for the destruction, may in turn be applied to the
salvation and benefit of mankind, and remedies be supplied from that source whence evil
poisons are now obtained. And to this end it is to be wished that, at any rate in every
province, there should be established some method of publicly demonstrating what and
how great are the duties of all Christians towards the Church, by frequent, and, as far as
possible, daily publications with this object. But in the first place, let there be kept in sight
the conspicuous deserts of the Catholic religion in regard to all nations; let it be verbally
explained how its influence, both in private and public affairs, is most benign and salutary;
let it be shown of how great importance it is that the Church should promptly be
established in that place of dignity in the State, which both its Divine grandeur and the
public advantage of the nations absolutely required. For these reasons it is necessary that
109
those who have devoted themselves to writing should observe further that they all keep
the same end in view, that they should clearly ascertain what is most expedient and carry
it out; they omit none of those things the knowledge of which seems useful and desirable;
that, with gravity and moderation of speech, they reprove errors and vices; in such a way,
however, that their reproof may be without bitterness, and with respect for the
individuals; lastly that they use a plain and clear manner of speech, which the multitude
can easily understand. But let all other persons, who truly and ex ammo desire that
religion and society, defended by human intellect and literature, should flourish, let them
study by their liberality to guard and protect these productions of literature and intellect;
and let everyone, in proportion to his income, support them by his money and influence.
For to those who devote themselves to writing we ought by all means to bring helps of
this kind; without which their industry will either have no results, or uncertain and
miserable ones.-And in all these things if any inconvenience falls upon our friends, if there
is any conflict to be sustained, let them still dare to be brave, since to the Christian there
can be no cause for endurance or labour more just than that of not suffering religion to
be attacked by the wicked. For the Church has not brought forth or educated her sons
with this idea, that, when time and necessity compel, she should expect no assistance
from them, but rather that they should all prefer the salvation of souls and the well-being
of religion to their own ease and their own private interests.
18. But your chief cares and thoughts, Venerable Brethren, must have for their object the
due appointment of fitting ministers of God. For if it be the office of Bishops to use very
much labour and zeal in properly training the whole of their youth, they ought to spend
themselves far more on the clerics who are growing up as the hope of the Church, and
are to be some day sharers in the most sacred duties. Indeed, grave reasons, common to
all times, demand in priests many and great graces; but this time in which we live
demands that they should be even more and greater. In truth the defence of the Catholic
Faith, in which the industry of priests ought specially to be employed, and which is in
these days so very necessary, demands no common nor ordinary learning, but that which
is recondite and varies; which embraces not only sacred, but even philosophical studies,
and is rich in the treatment of physical and historical discoveries. For the error which has
to be eradicated is multiform, and saps all the foundations of Christian wisdom; and very
often a battle has to be waged with adversaries well prepared, pertinacious in disputing,
who astutely draw confirmation from every kind of science. Similarly, since in these days
there is great and far extended corruption of morals, there is need in priests of singular
excellence of virtue and constancy. They can by no means avoid associating with men;
by the very duties of their office, indeed, they are compelled to have intimate relations
with the people; and that in the midst of cities where there is hardly any lust that has not
permitted and unbridled license. From which it follows that virtue in the clergy ought at
this time to be strong enough peacefully to guard itself, and both conquer all the
blandishments of desire and securely overcome dangerous examples. Besides a paucity
of clerics has everywhere followed the laws which have been enacted to the injury of the
110
Church, so plainly, that it is necessary for those who by the grace of God are being trained
to Holy Orders, to give double attention, and by increased diligence, zeal, and devotion
to compensate for the sparse supply. And, indeed, they cannot do this advantageously
unless they possess a soul resolute of purpose, mortified, incorrupt, ardent with charity,
ever prompt and quick in undertaking labours for the salvation of men. But for such tasks
a long and diligent preparation must be made; for one is not accustomed to such great
things easily and quickly. And they indeed will pass their time in the priesthood holily and
purely, who have exercised themselves in this way from their youth, and have so
advanced in discipline that they seem not so much to have been instructed to those
virtues, of which We have spoken, as to have been born to them.
19. For these reasons, Venerable Brethren, the Seminaries of clerics demand a very great
portion of your zeal, care, and vigilance.
20. As to virtue and morals, it does not escape your wisdom with what precepts and
instruction the youth of clerics must be surrounded. In graver studies Our Encyclical
Letters, Aeterni Patris, have pointed out the best way and course. But since in such a
condition of mental activity many things have been wisely and usefully discovered, which
it is not fitting to ignore especially when wicked men are accustomed to turn, as new
weapons, against divinely revealed truths, every addition of this kind which the day
brings-take care, Venerable Brethren, as far as lies in your power, that the young clerics
be not only better instructed in natural sciences, but also properly educated in those arts
which have connection with the interpretation or authority of the Sacred Scriptures. Of
this surely we are not ignorant, that many things are needful for perfection in the highest
studies, the means for which in the religious seminaries of Italy hostile laws are taking
away or diminishing. But in this also the time demands that by their bounty and
munificence Our children should strive to merit well of the Catholic religion. The pious
and beneficent goodwill of our ancestors had admirably provided for necessities of this
kind; and this the Church had been able by prudence and economy to accomplish, so
that she had no necessity whatever to recommend to the charity of her children the care
and preservation of sacred property. But her legitimate and sacred patrimony, which the
attacks of former ages had spared, the tempest of our times has dissipated; so that there
is again a reason why those who love the Catholic name should be induced to renew the
liberality of their ancestors. Illustrious indeed are the proofs of munificence on the part of
Frenchmen, Belgians, and others in a cause not very dissimilar from this munificence most
worthy the admiration not only of contemporaries, but also of posterity. Nor do We doubt
but that the Italian people, moved by the consideration of their common circumstances,
will, in proportion to their means, act so as to show themselves worthy of their father, and
will imitate the example of their brethren.
111
21. In these things, of which We have spoken, We have the greatest hope of consolation
and security. But since in all designs, and especially in those which are undertaken for the
sake of public safety, it is necessary to add always to human instruments the aid of
Almighty God, in Whose power are the wills of individual men no less than the course
and fortunes of Empires, therefore we must invoke God by instant prayers, and beseech
Him to look upon Italy, which has been enriched and increased by so many of His benefits,
and, having taken away every suspicion of peril, ever to preserve in her the Catholic Faith,
which is the chief good. For this self same reason let us devoutly implore the Immaculate
Virgin Mary, the great Mother of God, the prompter and helper of good counsels,
together with her most holy spouse Joseph, the guardian and patron of Christian nations.
And with like care we must beseech the great Apostles, Peter and Paul, to guard safely in
the Italian people the fruit of their labour, and to keep holy and inviolate amongst their
latest posterity the Catholic name which they begot for our fathers with their own blood.
22. Confiding in the celestial patronage of all these, as a pledge of divine favours, and a
proof of Our particular good will, We most lovingly in the Lord bestow on you all,
Venerable Brethren, and on the flocks committed to your care, the Apostolic Benediction.
Given at Rome, at St. Peter's, on the 15th day of February, in the year of Our Lord 1882,
and of Our Pontificate the fourth.
LEO XIII
REFERENCES:
1. Heb. vi. 7, 8.
112
AUSPICATO CONCESSUM
A happy circumstance enables the Christian world to celebrate, at a not far distant
interval, the memory of two men who, having been called to receive in heaven the eternal
reward of their holiness, have left on earth a crowd of disciples, the ever-increasing off
spring from their virtues. For, after the centenary solemnities in honour of St. Benedict,
the father and law-giver of the monks of the West, the opportunity of paying public
honours to St. Francis of Assisi will likewise be furnished by the seventh centenary of his
birth. It is not without reason that We see therein a merciful intention of Divine
Providence. For, by calling on men to celebrate the birthdays of these illustrious Fathers,
God would seem to wish that they should be induced to keep in mind their signal merits,
and at the same time to understand that the Religious Orders they founded ought on no
113
account to have been the objects of such unbefitting acts of violence, least of all in those
States where the seeds of civilization and of fame were cast by their labour, their genius
and their zeal.
2. We are confident that these solemn feasts will not prove fruitless to the Christian world,
which has always, and rightly, deemed the Religious Orders its friends; and thus, having
honoured as it has with love and gratitude the name of St. Benedict, it will strive with
equal ardour, by public festivities and by numerous acts of piety, to revive the memory of
St. Francis. Nor is the field whereon this noble rivalry in devotion will be displayed
bounded by the limits of the region where this great saint first saw the light, nor by those
of the neighbouring territories enlightened by his presence, but it extends to every part
of the earth, wherever the name of Francis has become known and his institutions
flourish.
3. Certainly We, of all others, approve of this zeal for so excellent an object, especially
because We have been accustomed from Our youth to admire Francis of Assisi and to
pay him a particular veneration; because We glory in being on the roll of the Franciscan
family; and because, more than once, We have, out of devotion, climbed with eagerness
and joy the sacred heights of Alvernia; there the image of that great man presented itself
to Us wherever We trod, and that solitude teeming with memories held Our spirit rapt in
silent contemplation.
4. But, however praiseworthy this zeal may be, it is not enough; it must be understood
that the honours in preparation for St. Francis will be especially pleasing to him who is
honoured, if they who pay them derive profit therefrom. Now their solid and lasting fruit
is in the attaining some likeness to him whose eminent virtue is an object of admiration,
and in endeavouring to improve by imitating him. If, with the help of God, this practice is
zealously followed, an opportune and extremely efficacious remedy will have been found
for the evils of the present time.
5. And therefore it is that We wish, venerable brethren, not only that these Letters should
convey to you the public testimony of Our devotion to St. Francis, but that they should,
moreover, excite your charity to labour with Us for the salvation of men by means of the
remedy We have just pointed out.
6. Jesus Christ, the Liberator of mankind, is the everlasting and ever flowing source of all
the good things that come to us from the infinite bounty of God; so that He who has once
saved the world is he who will save it throughout all ages; "for there is no other name
114
under heaven given to men whereby We must be saved."(1) If then the human race fall
into sin, either through its natural propensities or through the faults of men, it is absolutely
indispensable to have recourse to Jesus Christ and to recognize in Him the most powerful
and the most sure means of salvation. For so great and so efficacious is its divine virtue
that it is at once a refuge from all dangers and a remedy for all evils. And the cure is
certain, if mankind returns to the profession of Christian doctrine and to the rules of life
laid down by the Gospel.
7. When the evils We have spoken of arise, as soon as the providentially appointed hour
of help has struck, God raises up a man, not one of the common herd, but eminent and
unique, to whom he assigns the salvation of all. Such is what came to pass at the end of
the twelfth century and in the few subsequent years; St. Francis was the agent in this
great work.
8. That period is sufficiently well known, and its character of mingled virtues and vices.
The Catholic faith was deeply rooted in men's souls, and it was a glorious sight to see
multitudes in flamed by piety set forth for Palestine, resolved to conquer or to die. But
licentiousness had greatly impaired popular morality, and nothing was more needed by
men than a return to Christian sentiments. Now the perfection of Christian virtue lies in
that disposition of soul which dares all that is arduous or difficult; its symbol is the Cross,
which those who would follow Jesus Christ must carry on their shoulder. The effects of
this disposition are a heart detached from mortal things, complete self-control, and a
gentle and resigned endurance of adversity. In fine, the love of God and of one's
neighbour is the mistress and sovereign of all other virtues: such is its power that it wipes
away all the hardships that accompany the fulfilment of duty, and renders the hardest
labours not only bearable, but agreeable. There was a dearth of such virtue in the twelfth
century; for too many among men, enslaved by the things of this world, either coveted
madly honours and wealth, or lived a life of luxury and self-gratification. All power was
centred in a few, and had almost become an instrument of oppression to the wretched
and despised masses; and those even who ought by their profession to have been an
example to others, had not avoided defiling themselves with the prevalent vices. The
extinction of charity in divers places was followed by scourges manifold and daily; envy,
jealousy, hatred, were rife; and minds were so divided and hostile that on the slightest
pretext neighbouring cities waged war amongst themselves, and individuals armed
themselves against one another.
9. In this century appeared St. Francis. Yet with wondrous resolution and simplicity he
undertook to place before the eyes of the aging world, in his words and deeds, the
complete model of Christian perfection.
115
10. And even as at that period the blessed Father Dominic Guzman was occupied in
defending the integrity of heavensent doctrine and in dissipating the perverse errors of
heretics by the light of Christian wisdom, so was the grace granted to St. Francis, whom
God was guiding to the execution of great works, of inciting Christians to virtue, and of
bringing back to the imitation of Christ those men who had strayed both long and far. It
was certainly no mere chance that brought to the ears of the youth these counsels of the
gospel: "Do not possess gold, nor silver, nor money in your purses; nor scrip for your
journey, nor two coats, nor shoes, nor a staff."(2) And again, "If thou wilt be perfect, go
sell what thou hast, and give to the poor... and come, follow Me."(3) Considering these
words as directed personally to himself, he at once deprives himself of all, changes his
clothing, adopts poverty as his associate and companion during the remainder of his life,
and resolves to make those great maxims of virtue, which he had embraced in a lofty and
sublime frame of mind, the fundamental rules of his Order.
11. Thenceforth, amidst the effeminacy and over-fastidiousness of the time, he is seen to
go about careless and roughly clad, begging his food from door to door, not only
enduring what is generally deemed most hard to bear, the senseless ridicule of the crowd,
but even to welcome it with a wondrous readiness and pleasure. And this because he
had embraced the folly of the cross of Jesus Christ, and because he deemed it the highest
wisdom. Having penetrated and understood its awful mysteries, he plainly saw that
nowhere else could his glory be better placed.
12. With the love of the cross, an ardent charity penetrated the heart of St. Francis, and
urged him to propagate zealously the Christian faith, and to devote himself to that work,
though at the risk of this life and with a certainty of peril. This charity he extended to all
men; but the poorest and most repulsive were the special objects of his predilection; so
that those seemed to afford him the greatest pleasure whom others are wont to avoid or
over-proudly to despise.
13. Therefore has he deserved well of that brotherhood established and perfected by
Jesus Christ, which has made of all mankind one only family, under the authority of God,
the common Father of all.
14. By his numerous virtues, then, and above all by his austerity of life, this irreproachable
man endeavoured to reproduce in himself the image of Christ Jesus. But the finger of
Providence was again visible in granting to him a likeness to the Divine Redeemer, even
in externals.
116
15. Thus, like Jesus Christ, it so happened that St. Francis was born in a stable; a little child
as he was, his couch was of straw on the ground. And it is also related that, at that
moment, the presence of angelic choirs, and melodies wafted through the air, completed
this resemblance. Again, like Christ and His Apostles, Francis united with himself some
chosen disciples, whom he sent to traverse the earth as messengers of Christian peace
and eternal salvation. Bereft of all, mocked, cast off by his own, he had again this great
point in common with Jesus Christ,-he would not have a corner wherein he might lay his
head. As a last mark of resemblance, he received on his Calvary, Mt. Alvernus (by a miracle
till then unheard of the sacred stigmata), and was thus, so to speak, crucified.
16. We here recall a fact no less striking as a miracle than considered famous by the voice
of hundreds of years. One day St. Francis was absorbed in ardent contemplation of the
wounds of Jesus crucified, and was seeking to take to himself and drink in their exceeding
bitterness, when an angel from heaven appeared before him, from whom some
mysterious virtue emanated: at once St. Francis feels his hands and feet transfixed, as it
were, with nails, and his side pierced by a sharp spear. Thenceforth was begotten an
immense charity in his soul; on his body he bore the living tokens of the wounds of Jesus
Christ.
17. Such miracles, worthy rather of the songs of angels than of the lips of men, show us
sufficiently how great was this man, and how worthy that God should choose him to
bring back his contemporaries to Christian ways. It was undoubtedly a super-human voice
that bade St. Francis, when near the church of St. Damian, "Go thou and uphold my
tottering house." Nor is the heavenly vision which presented itself to the gaze of Innocent
III less worthy of admiration, wherein it seemed to him that St. Francis was supporting on
his shoulders the falling walls of the Lateran Basilica. The object and meaning of such
manifestations are evident; they signified that St. Francis was to be in those times a
steadfast protector and pillar of Christendom. Nor, in truth, did he delay about his task.
18. Those twelve disciples who had been the first to place themselves under his
government were like a small seed, which by the grace of God, and under the fostering
care of the Sovereign Pontiff, quickly became an abundant harvest. After having holily
instructed them in the school of Christ, he allotted to them for the preaching of the Gospel
the various parts of Italy and of Europe; and some he sent even as far as Africa. There was
no delay; poor, ignorant, unrefined, they mingled with the people: in the highways and
in the public squares, with no preparation of place or pomp of rhetoric, they set
themselves to exhort men to despise earthly things and to think of the time to come. It is
marvellous to see the fruits produced by the enterprise of such workers, apparently so
inadequate. Crowds gathered round them, eager to hear them: faults were bitterly
117
bewept, injuries were forgotten, and sentiments of peace were reintroduced by the
appeasing of discords.
19. It is impossible to express the enthusiasm with which the multitude flocked to St.
Francis. Wherever he went he was followed by an immense concourse; and in the largest
cities as in the smallest towns, it was a common occurrence for men of every state of life
to come and beg of him to be admitted to his rule.
20. Such were the reasons for which the Saint determined to institute the brotherhood of
the Third Order, which was to admit all ranks, all ages, both sexes, and yet in no way
necessitate the rupture of family or social ties. For its rules consist only in obedience to
God and His Church, to avoid factions and quarrels, and in no way to defraud our
neighbour; to take up arms only for the defence of religion and of one's country; to be
moderate in food and in clothing, to shun luxury, and to abstain from the dangerous
seductions of dances and plays.
21. It is easy to understand what immense advantages must have flowed from an
institution of this kind, as salutary in itself as it was admirably adapted to the times. That it
was opportune is sufficiently established by the foundation of so many similar associations
which issued from the family of St. Dominic and from the other Religious Orders, and by
the facts themselves of history. In fact, from the lowest ranks to the highest, there
prevailed an enthusiasm and a generous and eager ardour to be affiliated to this
Franciscan Order. Amongst others, King Louis IX, of France, and St. Elizabeth of Hungary,
sought this honour; and, in the course of centuries, several Sovereign Pontiffs, Cardinals,
Bishops, Kings, and Princes have not deemed the Franciscan badges derogatory to their
dignity. The associates of the Third Order displayed always as much courage as piety in
the defence of the Catholic religion; and if their virtues were objects of hatred to the
wicked, they never lacked the approbation of the good and wise, which is the greatest
and only desirable honour. More than this, Our Predecessor, Gregory IX, publicly praised
their faith and courage; nor did he hesitate to shelter them with his authority, and to call
them, as a mark of honour, "Soldiers of Christ, new Maccabees;" and deservedly so. For
the public welfare found a powerful safeguard in that body of men who, guided by the
virtues and rules of their founder, applied themselves to revive Christian morality as far as
lay in their pourer and to restore it to its ancient place of honour in the State. Certain it is,
that to them and their example it was often due that the rivalries of parties were
quenched or softened, arms were torn from the furious hands that grasped them, the
causes of litigation and dispute were suppressed, consolation was brought to the poor
and the abandoned; and luxury, that gulf of fortunes and instrument of corruption, was
subdued. And thus domestic peace, incorrupt morality, gentleness of behaviour, the
legitimate use and preservation of private wealth, civilization and social stability, spring as
118
from a root from the Franciscan Third Order; and it is in great measure to St. Francis that
Europe owes their preservation.
22. Italy, however, owes more to Francis than any other nation whatever; which, as it was
the principal theatre of his virtues, so also most received his benefits; and, indeed, at a
time when many were bent on multiplying the sufferings of mankind, he was always
offering the right hand of help to the afflicted and the cast down; he, rich in the greatest
poverty, never desisted from relieving others' wants, neglectful of his own. In his mouth
his native tongue, new-born, sweetly uttered its infant cries; he expressed the power of
charity and of poetry with it in his canticles composed for the common people, and which
have proved not unworthy of the admiration of a learned posterity. We owe to the mind
of Francis that a certain breath and inspiration nobler than human has stirred up the
minds of our countrymen so that, in reproducing his deeds in painting, poetry and
sculpture, emulation has stirred the industry of the greatest artists. Dante even found in
Francis matter for his grand and most sweet verse; Cimabue and Giotto drew from his
history subjects which they immortalised with the pencil of a Parrhasius; celebrated
architects found in him the motive for their magnificent structures, whether at the tomb
of the Poor Man himself, or at the Church of St. Mary of the Angels, the witness of so many
and so great miracles. And to these temples men from all parts are wont to come in
throngs in veneration for the father of Assisi of the poor, to whom, as he had utterly
despoiled himself of all human things, so the gifts of the divine bounty largely and
copiously flowed. Hence it is clear that from this one man a host of benefits has flowed
into the Christian and civil republic. But since that spirit of his, thoroughly and surpassingly
Christian, is wonderfully fitted for all times and places, no one can doubt that the
Franciscan institutions would be specially beneficial in this our age. And especially for this
reason, that the tone and temper of our times seem for many reasons to be similar to
those; for as in the 12th century divine charity had grown cold, so also is it now; nor is the
neglect of Christian duties small, whether from ignorance or negligence; and, with the
same bent and like desires, many consume their days in hunting for the conveniences of
life, and greedily following after pleasures. Overflowing with luxury, they waste their own,
and covet the substance of others; extolling indeed the name of human fraternity, they
nevertheless speak more fraternally than they act; for they are carried away by self love,
and the genuine charity towards the poorer and the helpless is daily diminished. In the
time We are speaking of, the manifold errors of the Albigenses, by stirring up the masses
against the power of the Church, had disturbed society and paved the way to a certain
kind of Socialism. And in Our day, likewise, the favourers and propagators of Materialism
have increased, who obstinately deny that submission to the Church is due, and hence
proceeding gradually beyond all bounds, do not even spare the civil power; they approve
of violence and sedition among the people, they attempt agrarian outbreaks, they flatter
the desires of the proletariat, and they weaken the foundations of domestic and public
order.
119
23. In these many and so great miseries, you well know, venerable brethren, that no small
alleviation is to be found in the institutes of St. Francis, if only they are brought back to
their pristine state; for if they only were in a flourishing condition, faith and piety, and
every Christian virtue would easily flourish; the lawless desire for perishing things would
be broken; nor would men refuse to have their desires ruled by virtue, though that seems
to many to be a most hateful burthen. Men bound together by the bonds of true fraternal
concord would mutually love each other, and would give that reverence which is
becoming to the poor and distressed, as bearing the image of Christ. Besides, those who
are thoroughly imbued with the Christian religion feel a conviction that those who are in
legitimate authority are to be obeyed for conscience' sake, and that in nothing is anyone
to be injured.
24. Than this disposition of mind nothing is more efficacious to extinguish utterly every
vice of this kind, whether violence, injuries, desire for revolution, hatred among the
different ranks of society, in all which vices the beginnings and the weapons of socialism
are found. Lastly, the question that politicians so labouriously aim at solving, viz., the
relations which exist between the rich and poor, would be thoroughly solved if they held
this as a fixed principle, viz., that poverty is not wanting in dignity; that the rich should be
merciful and munificent, and the poor content with their lot and labour; and since neither
was born for these changeable goods, the one is to attain heaven by patience the other
by liberality.
25. For these reasons it has been long and specially Our desire that everyone should, to
the utmost of his power, aim at imitating St. Francis of Assisi; therefore, as hitherto We
have always bestowed special care upon the Third Order of St. Francis, so now, being
called by the supreme mercy of God to the office of Sovereign Pontiff since thereby We
can most opportunely do the same, We exhort Christian men not to refuse to enroll
themselves in this sacred army of Jesus Christ. Many are those who everywhere of both
sexes have already begun to walk in the footsteps of the Seraphic Father with courage
and alacrity, whose zeal We praise and specially commend, so that, Venerable Brethren,
We desire that by your endeavours especially it may be increased and extended to many.
And the special point which We commend is that those who have adopted the insignia
of Penance shall look to the image of its most holy founder, and strive to imitate him,
without which the good that they would expect would be futile. Therefore take pains
that the people may become acquainted with the Third Order and truly esteem it; provide
that those who have the cure of souls sedulously teach what it is, how easily anyone may
enter it, with how great privileges tending to salvation it abounds, what advantages,
public and private, it promises; and in so doing all the more pains are to be taken because
the Franciscans of the First and Second Order, having been struck recently with a heavy
blow, are in a most piteous condition. God grant that they, defended by the patronage
of their Father, may emerge, youthful and flourishing, from so many disasters; may he also
120
grant that Christian people may rend towards the discipline of the Third Order with the
same alacrity and the same numbers as formerly from all parts they threw themselves into
the arms of St. Francis himself with a holy emulation.
26. We ask it above all and with yet more reason of the Italians, from whom community
of country and the particular abundance of benefits received demand a greater devotion
to St. Francis, and also a greater gratitude. Thus, at the end of seven centuries, Italy and
the entire Christian world would be brought to see itself led back from disorder to peace,
from destruction to safety, by the favour of the Saint of Assisi. Let us especially in these
days beg this grace, in united prayer to Francis himself; let Us implore it of Mary, the Virgin
Mother of God, who always rewarded the piety and the faith of her client by heavenly
protection and by particular gifts.
27. And now, as a pledge of celestial favours and in proof of Our special good will, We
impart most lovingly in the Lord to you, Venerable Brethren, and to all the clergy and the
flock committed to each of you, the Apostolic Benediction.
Given at Rome, at St. Peter's the 17th day of September, 1882, and in the fifth year of Our
Pontificate.
LEO XIII
REFERENCES:
CUM MULTA
Venerable Brethren and Beloved Sons, Health and the Apostolic Benediction.
Many are the points in which the noble and generous Spanish nation has shown itself
preeminent; but above all others, and worthy of the highest praise, is their preservation,
through so varied a succession of men and of events, of that love of the Catholic faith
with which the prosperity and greatness of Spain have always appeared to be bound up.
Of this affection various proofs might be mentioned, but the chief one is that peculiar
devotion to this Apostolic Chair of which Spaniards have given such repeated and striking
testimony by all manner of manifestations, by letters, by their liberality, and by their
pilgrimages. The recollection must still be fresh of that recent period when Europe beheld
their courage and their piety, at a time when the Holy See became a victim of dire and
unfortunate circumstances.
122
2. In all this, Beloved Sons and Venerable Brethren, We recognize not only a special grace
from God but the fruit of your zeal, and likewise the all-praiseworthy disposition of the
people itself, which in these times, so hostile to Catholic interests, clings with the greatest
watchfulness to the religion of its fathers as to an inheritance, and does not hesitate to
oppose itself to the greatness of the danger with an equal greatness of resolution.
Nothing can be more hopeful for Spain, if only these dispositions be quickened by charity
and strengthened by a lasting harmony.
3. But on this point We cannot suppress the truth; when We mark the conduct which
some Spaniards deem themselves justified in pursuing, We experience a feeling akin to
that anxious solicitude of the Apostle St. Paul for the Corinthians. The perfect union of
Catholics among themselves, and especially with their Bishops, had ever been secure and
undisturbed in Spain, and led Our predecessor, Gregory XVI, to address to the Spanish
people the well-merited eulogium that "the immense majority had persevered in its
ancient reverence towards the Bishops and the inferior clergy canonically instituted."(1)
But now, owing to party rivalry, signs are showing themselves of dissensions which are
dividing minds, as it were, into different camps, and greatly disturbing even societies
founded for a purely religious object. It happens often that in discussions as to the best
manner of defending Catholic interests the authority of the Bishops has not that weight
which should belong to it. Sometimes even, if a Bishop recommends or decrees
something in virtue of his power, there are people who will submit to it but ill, or even
openly criticize it, assuming that he has wished thereby to favour some or hinder others.
4. Yet it is easy to see how important it is that unity should exist among the minds of men,
and all the more so that, amid the unfettered prevalence everywhere of error and in the
war so violently and insidiously waged against the Catholic Church, it is absolutely
necessary that all Christians would unite their wills and powers in resistance, for fear that
separately they may be crushed by the cunning and violence of their foes.
5. Moved, therefore, by the thought of such dangers, We have addressed these Letters to
you, Beloved Sons, Venerable Brethren; and We most earnestly call upon you to be the
interpreters of Our salutary warning, and to employ your wisdom and your authority in
the maintenance of concord.
6. Here, however, it will be fitting to recall the mutual relations of the spiritual and of the
temporal order, for many minds on this matter fall into a two-fold error. There are some,
for instance, who are not satisfied with distinguishing between politics and religion but
separate and completely isolate the one from the other; they wish them to have nothing
in common, and imagine that the one should exercise no influence over the other. Such
men, in truth, differ but little from those who desire the exclusion of God, the Creator and
Sovereign of all things, from the constitution and administration of the State; and the error
they profess is the more pernicious that they thereby rashly debar the State from its most
abundant source of prosperity. The moment religion is removed, those principles are of
necessity shaken on which the public welfare most of all rests, and which drive their
greatest force from religion, among the first of which are government with justice and
moderation, obedience from a sense of duty, the submission of the passions to the yoke
of virtue, to render to each his due, to leave untouched that which is another's.
7. But, though this opinion is to be avoided, the contrary error must likewise be shunned
of those who identify religion with some one political party and confound these together
to such a degree as to look on all of another party as undeserving any longer of the name
of Catholic. This is an intrusion of political factions into the August realm of the Church; it
is an attempt to break the union of brothers, and to open the gate and give access to a
multitude of grievous troubles.
8. The spiritual and temporal orders being, therefore, distinct in their origin and in their
nature, should be conceived and judged of as such. For matters of the temporary order -
however lawful, however important they be - do not extend, when considered in
themselves, beyond the limits of that life which we live on this our earth. But religion, born
of God, and referring all things to God, takes a higher flight and touches heaven. For her
will, her wish, is to penetrate the soul, man's best part, with the knowledge and the love
of God and to lead in safety the whole human race to that City of the Future which we
seek for.
9. It is, then, right to look on religion, and whatever is connected by any particular bond
with it, as belonging to a higher order. Hence, in the vicissitudes of human affairs, and
even in the very revolutions in States, religion, which is the supreme good, should remain
intact; for it embraces all times and all places. Men of opposite parties, though differing in
all else, should be agreed unanimously in this: that in the State the Catholic religion should
be preserved in all its integrity. To this noble and indispensable aim, all who love the
Catholic religion ought, as if bound by a compact, to direct all their efforts; they should
be somewhat silent about their various political opinions, which they are, however, at
perfect liberty to ventilate in their proper place: for the Church is far from condemning
such matters, when they are not opposed to religion or justice; apart and removed from
124
all the turmoil of strife, she carries on her work of fostering the common weal, and of
cherishing all men with the love of a mother, those particularly whose faith and piety are
greatest.
10. The fundamental principle of this concord of which We speak is at once the same in
religion and in every rightly constituted State; it is obedience to the lawful authority which
orders, forbids, directs, legislates, and thus establishes harmonious union amid the diverse
minds of men. We shall here have to repeat some well-known truths, which, however,
ought not to be the subjects of mere speculative knowledge, but should become rules
applicable to the practice of life.
11. Now, even as the Roman Pontiff is the Teacher and Prince of the Universal Church, so
likewise are Bishops the rulers and chiefs of the Churches that have been duly intrusted
to them. Each has within his own jurisdiction the power of leading, supporting, or
correcting, and generally of deciding in such matters as may seem to affect religion. For
they share in the power which Christ Our Lord received from the Father, and transmitted
to His Church: and therefore Gregory IX., Our Predecessor, said of Bishops, "We do not
hesitate to declare that the Bishops called on to share Our cares are the representatives
of God"(2) This power has been given to Bishops for the supreme benefit of those over
whom it is exercised; it tends by its very nature to the building up of the Body of Christ;
and makes of each Bishop and bond which unites in faith and charity the Christians under
his guidance at once with one another and with the Supreme Pontiff, as members with
the head. Here is a weighty expression of St. Cyprian's: "The Church is the people united
with its pastors, and the flock that follows its Shepherd: "(3) and another, still more
weighty: "Know ye, that the Bishop is in the Church, and the Church in the Bishop: and if
any one be not with the Bishop, the same is not in the Church"(4) Such, unchangeable
and everlasting, is the constitution of the Christian commonwealth; if it be not religiously
maintained, a disturbance of rights and duties ensues as a necessary consequence of the
broken association of the members whose perfect union constitutes the body of the
Church, that body which "by joints and bands being supplied with nourishment and
compacted, groweth unto the increase of God"(5 )We see, therefore, that Bishops should
have paid to them that respect which the eminence of their charge exacts, and receive in
all matters within their office a perfect obedience.
12. In face of the passions that at this moment are troubling the minds of so many in
Spain, We exhort, nay, We conjure, all Spaniards to recall this so important duty and to
fulfil it with all zeal. Let those, especially, who are of the clergy, and whose words and
example exercise such potent influence, scrupulously apply themselves to observe
moderation and obedience. For be it known to them that their toil in the fulfilment of
their duties will be most profitable to themselves and efficacious to their neighbour, when
they follow in full submission the guidance of him who is placed over them as head of
the diocese. Assuredly it is not conduct consonant with the duties of the priesthood to
give oneself up so entirely to the rivalries of parties as to appear more busy with the things
of men than with those of God.
13. They must, therefore, studiously avoid overstepping the reserve imposed on them by
their office. If they only observe this rule faithfully, We are convinced that the Spanish
clergy will render daily by their virtues, their wisdom, and their labours the greatest
services at once to the salvation of souls and to the interests of the State.
14. We deem those associations peculiarly fitted to aid them in this work which are, so to
speak, the auxiliary forces destined to support the interests of the Catholic religion; and
We approve, therefore, their object and the energy they display; We ardently desire that
they may increase in number and in zeal, and that from day to day their fruits may be
more abundant. But since the object of such societies is the defence and encouragement
of Catholic interests, and as it is the Bishops who, each in their proper diocese, have to
watch over those interests, it naturally follows that they should be controlled by their
Bishops, and should set great value on their authority and commands. In the next place
they should with equal care apply themselves to preserving union, first because on the
agreement of men's wills all the power and influence of any human society depends; and
next, because in the societies of which We speak that mutual charity should especially be
found which necessarily accompanies good works and is the characteristic trait of those
whom Christian discipline has moulded. Now as it may easily happen that the members
may differ on politics, they should recall to themselves the aim of all Catholic associations,
and thereby prevent political partisanship from disturbing their cordial unity. In their
discussions the members ought to be so completely penetrated by the thought of the
purpose they united for as to seem of no party, remembering the words of the Apostle St.
Paul: "For as many of you as have been baptized in Christ have put on Christ. There is
neither Jew nor Greek; there is neither bond nor free.... For you are all one in Christ
Jesus"(6). Such rules of conduct will lead not only to amiable and friendly relations among
the several members of these societies, but also between societies of a similar character,
an object extremely desirable. Thus, by the exclusion of party rivalries, the principal
sources of dispute will be avoided; and all will be enlisted in the service of the one cause,
126
the highest and noblest, about which no disagreement can exist among Catholics worthy
of the name.
15. Lastly it is most important that those who defend the interests of religion in the press,
and particularly in the daily papers, should take up the same attitude. We are aware of
the objects they strive to attain and the intentions with which they have entered the
arena, and We cannot but concede to them well-earned praise for their good service to
the Catholic religion. But so lofty, so noble, is the cause to which they have devoted
themselves, that it exacts from the defenders of truth and justice a rigorous observance
of numerous duties which they must not fail to fulfil; and in seeking to accomplish some
of these, the others must not be neglected. The admonitions, therefore, which we have
given to associations, We likewise give to writers; We exhort them to remove all
dissensions by their gentleness and moderation, and to preserve concord amongst
themselves and in the people, for the influence of writers is great on either side. But
nothing can be more opposed to concord than biting words, rash judgments, or
perfidious insinuations, and everything of this kind should be shunned with the greatest
care and held in the utmost abhorrence. A discussion in which are concerned the sacred
rights of the Church and the doctrines of the Catholic religion should not be acrimonious,
but calm and temperate; it is weight of reasoning, and not violence and bitterness of
language, which must win victory for the Catholic writer.
16. These rules of conduct will be, in Our judgment, of great use in removing the causes
which impede perfect concord. It will be your task, Beloved Sons, Venerable Brethren, to
explain Our thoughts to the people and to endeavour to the utmost of your power to
make all conform their lives to the rules We have here laid down.
17. We are confident that the faithful of Spain will embrace them of their own accord, as
well from their tried devotion to this Apostolic Chair, as from a sense of the benefits which
are rightly to be expected from concord. Let them recall the facts of their own history; let
them recognize that the glorious exploits of their ancestors at home and abroad could
not have been achieved had their forces been scattered by dissensions, and were only
possible owing to their perfect union. Animated by brotherly love and all inspired by the
same sentiments, they triumphed over the haughty domination of the Moors, over heresy,
and over schism. Let the faithful of Spain imitate the example of those from whom they
have inherited faith and fame, and show that they inherit not only their ancestors' name
but their virtues also.
127
18. We believe, moreover, Beloved Sons and Venerable Brethren, that to promote union
and uniformity in discipline, it will be well that the Bishops of each province should often
deliberate among themselves and with their Archbishop, consult about one another's
interests, and, when circumstances require it, address themselves to that Apostolic See
whence flow the integrity of faith, the power of discipline, and the light of truth. The
numerous pilgrimages which are being projected in Spain will afford a most favourable
opportunity. Nothing can, indeed, be more fit to allay dissensions and to decide
controversies than the voice of him whom Our Lord Jesus Christ has constituted the Vicar
of His power, and the wealth of heavenly graces which flow in streams from the tomb of
the Apostles.
19. But, since all "our strength is of God," join yourselves with Us in fervent prayer to God
that He may give efficacy to Our teaching and render the people ready to receive it with
docility. May the august Mother of God, the Immaculate Virgin Mary, Patroness of Spain,
deign to favour Our common efforts! May We also be helped by the Apostle St. James
and St. Teresa of Jesus, the virgin law-giver and great light of Spanish wisdom, in whom
the love of concord, affection for her country, and perfect Christian obedience were
equally conspicuous.
20. In the meanwhile, as a pledge of Heavenly gifts and in token of Our fatherly good-
will, We here lovingly bestow on you in the Lord, Beloved Sons, Venerable Brethren, and
on all the people of Spain, Our Apostolic Benediction.
Given in Rome, at St. Peter's, on the 8th day of December, 1882, in the fifth year of Our
Pontificate.
LEO XIII
REFERENCES:
4. Ibid.
Supremi Apostolatus
De LEÓN XIII
El apostolado supremo que Nos está confiado y las circunstancias difíciles por las que
atravesamos, Nos advierten a cada momento e imperiosamente Nos empujan a velar con
tanto más cuidado por la integridad de la Iglesia cuanto mayores son las calamidades que
la afligen.
Por esta razón, a la vez que Nos esforzamos cuanto sea posible en defender por todos los
medios los derechos de la Iglesia y en prevenir y rechazar los peligros que la amenazan y
asedian, empleamos la mayor diligencia en implorar la asistencia de los divinos socorros,
con cuya única ayuda pueden tener buen resultado Nuestros afanes y cuidados.
Y creemos que nada puede conducir más eficazmente a este fin, que, con la práctica de
la Religión y la piedad hacernos propicia a la excelsa Madre de Dios, la Virgen María, que
es la que puede alcanzarnos la paz y dispensarnos la gracia, colocada como está por su
129
Divino Hijo en la cúspide de la gloria y del poder, para ayudar con el socorro de su
protección a los hombres que en medio de fatigas y peligros se encuentran en la Ciudad
Eterna.
Por esto, y próximo ya el solemne aniversario que recuerda los innumerables y grandes
beneficios que ha reportado al pueblo cristiano la devoción del Santo Rosario de María,
Nos queremos que en el corriente año esta devoción sea objeto de particular atención en
el mundo católico, a fin de que por la intercesión de la Virgen María obtengamos de su
Divino Hijo venturoso alivio y término a Nuestros males. Por lo mismo hemos pensado,
Venerables Hermanos, dirigiros estas Letras, a fin de que, conocido Nuestro propósito,
excitéis con vuestra autoridad y con vuestro celo la piedad de los pueblos para que
cumplan con él esmeradamente.
Mas esta piedad tan grande y tan llena de confianza en la Reina de los cielos, nunca a
brillado con más resplandor que cuando la violencia de los errores, el desbordamiento de
las costumbres, o los ataques de adversarios poderosos, han parecido poner en peligro la
Iglesia de Dios.
La historia antigua y moderna, y los fastos más memorables de la Iglesia recuerdan las
preces públicas y privadas dirigidas a la Virgen Santísima, como los auxilios concedidos
por Ella; e igualmente en muchas circunstancias la paz y tranquilidad pública, obtenidas
por su intercesión. De ahí estos excelentes títulos de Auxiliadora, Bienhechora y
Consoladora de los cristianos; Reina de los ejércitos y Dispensadora de la paz, con que se
la ha saludado. Entre todos los títulos es muy especialmente digno de mención el de
130
Santísimo Rosario, por el cual han sido consagrados perpetuamente los insignes
beneficios que le debe la cristiandad.
Contra tan terribles enemigos, Dios suscitó en su misericordia al insigne Padre y fundador
de las Orden de los Dominicos. Este héroe, grande por la integridad de su doctrina, por
el ejemplo de sus virtudes y por sus trabajos apostólicos, se esforzó en pelear contra los
enemigos de la Iglesia Católica, no con la fuerza ni con las armas, sino con la más
acendrada fe en la devoción del Santo Rosario, que él fue el primero en propagar, y que
sus hijos han llevado a los cuatro ángulos del mundo. Preveía, en efecto, por inspiración
divina, que esta devoción pondría en fuga, como poderosa máquina de guerra, a los
enemigos, y confundiría su audacia y su loca impiedad. Así lo justificaron los hechos.
Gracias a este modo de orar, aceptado, regulado y puesto en práctica por la Orden de
Santo Domingo, principiaron a arraigarse la piedad, la fe y la concordia, y quedaron
destruidos los proyectos y artificios de los herejes; muchos extraviados volvieron al recto
camino y el furor de los impíos fue refrenado por las armas católicas empuñadas para
resistirle.
La Soberana Señora así rogada, oyó muy luego sus preces, pues que, empeñado el
combate naval en las Islas Equínadas, la escuadra de los cristianos, reportó, sin
experimentar grandes bajas, una insigne victoria y aniquiló las fuerzas enemigas.
Por este motivo, el mismo Santo Pontífice, en agradecimiento a tan señalado beneficio,
quiso que se consagrase con una fiesta en honor de María de las Victorias, el recuerdo de
ese memorable combate, y después Gregorio XIII sancionó dicha festividad con el nombre
de Santo Rosario.
Así, pues, demostrado que esta forma de orar es agradable a la Santísima Virgen y tan
propia para la defensa de la Iglesia y del pueblo cristiano, como para atraer toda suerte
de beneficios públicos y particulares, no es de admirar que varios de Nuestros
Predecesores se hayan dedicado a fomentarla y recomendarla con especiales elogios.
Urbano IV aseguró que el rosario proporcionaba todos los días ventajas al pueblo
cristiano; Sixto V dijo que ese modo de orar cedía en mayor honra y gloria de Dios, y que
era muy conveniente para conjurar los peligros que amenazaban al mundo; León X,
declaró que se había instituido contra los heresiarcas y las perniciosas herejías, y Julio III
le apellidó loor de la Iglesia. San Pío V dijo también del Rosario que, con la propagación
de estas preces, los fieles empezaron a enfervorizarse en la oración y que llegaron a ser
hombres distintos a lo que antes eran; que las tinieblas de la herejía se disiparon, y que la
luz de la fe brilló en su esplendor. Por último, Gregorio XIII declaró que Santo Domingo,
había instituido el Rosario para apaciguar la cólera de Dios e implorar la intercesión de la
bienaventurada Virgen María.
Además no sólo conocéis Nuestra difícil situación y Nuestras múltiples angustias, sino que
vuestra caridad os lleva a sentir con Nos cierta unión y sociedad; pues es muy doloroso y
lamentable ver a tantas almas rescatadas por Jesucristo, arrancadas a la salvación por el
torbellino de un siglo extraviado y precipitadas en el abismo y en la muerte eterna. En
nuestros tiempos tenemos tanta necesidad del auxilio divino como en la época en que el
gran Domingo levantó el estandarte del Rosario de María, a fin de curar los males de su
época. Ese gran Santo, iluminado por la luz celestial, entrevió claramente que, para curar
a su siglo, ningún medio podía ser tan eficaz como el atraer a los hombres a Jesucristo,
que es el camino, la verdad y la vida, impulsándolos a dirigirse a la Virgen, a quien está
concedido el poder de destruir todas las herejías.
La fórmula del Santo Rosario la compuso de tal manera Santo Domingo, que en ella se
recuerdan por su orden sucesivo los misterios de Nuestra salvación y en este ejercicio de
meditación se incorpora la mística corona, tejida de la salutación angélica; intercalándose
la oración dominical a Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Nos, que buscamos un
remedio a males parecidos, tenemos derecho a creer que, valiéndonos de la misma
oración que sirvió a Santo Domingo para hacer tanto bien, podremos ver desaparecer
asimismo las calamidades que afligen a nuestra época.
Por lo cual no sólo excitamos vivamente a todos los cristianos a dedicarse pública o
privadamente y en el seno de sus familias a recitar el Santo Rosario y a perseverar en este
santo ejercicio, sino que queremos que el mes de Octubre de este año se consagre
enteramente a la Reina del Rosario. Decretamos por lo mismo y ordenamos que en todo
el orbe católico se celebre solemnemente en el año corriente, con esplendor y con pompa
la festividad del Rosario, y que desde el primer día del mes de Octubre próximo hasta el
segundo día del mes de Noviembre siguiente, se recen en todas las iglesias curiales, y si
los Ordinarios lo juzgan oportuno, en todas las iglesias y capillas dedicadas a la Santísima
133
Virgen, al menos cinco decenas del Rosario, añadiendo las Letanías Lauretanas.
Deseamos asimismo que el pueblo concurra a estos ejercicios piadosos, y que se celebre
en ellos el santo sacrificio de la Misa, o se exponga el Santísimo Sacramento a la adoración
de los fieles, y se de luego la bendición con el mismo. Será también de Nuestro agrado,
que las cofradías del Santísimo Rosario de María lo canten procesionalmente por las calles
conforme a la antigua costumbre. Y donde por razón de la circunstancias, esto no fuere
posible, procúrese sustituir con la mayor frecuencia a los templos y con el aumento de
las virtudes cristianas.
En gracia de los que practicaren lo que queda dispuesto, y para animar a todos, abrimos
los tesoros de la Iglesia, y a cuantos asistieron en el tiempo antes designado a la recitación
pública del Rosario y las Letanías, y orasen conforme a Nuestra intención, concedemos
siete años y siete cuarentena de indulgencias por cada vez. Y de la misma gracia
queremos que gocen los que legítimamente impedidos de hacer en público dichas
preces, las hicieren privadamente. Y a aquellos que en el tiempo prefijado practicaren al
menos diez veces en público o en secreto, si públicamente por justa causa no pudieren,
las indicadas p reces, y purificada debidamente su alma, se acercaren a la Sagrada
Comunión les dejamos libres de toda expiación y de toda pena en forma de indulgencia
plenaria.
Concedemos también plenísima remisión de sus pecados a aquellos que, sea en el día de
la fiesta del Santísimo Rosario, sea en los ocho días siguientes, purificada su alma por
medio de la confesión se acercaren a la Sagrada Mesa y rogaren en algún templo, según
Nuestra intención, a Dios y a la Santísima Virgen, por las necesidades de la Iglesia.
¡Obrad pues, Venerables Hermanos! Cuanto más os intereséis por honrar a María y por
salvar a la sociedad humana, más debéis dedicaros a alentar la piedad de los fieles hacia
la Virgen Santísima, aumentando su confianza en ella. Nos consideramos que entra en
los designios providenciales el que en estos tiempos de prueba para la Iglesia florezca más
que nunca en la inmensa mayoría del pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.
Quiera Dios que excitadas por Nuestras exhortaciones e inflamadas por vuestros
llamamientos las naciones cristianas, busquen, con ardor cada día mayor, la protección
de María; que se acostumbren cada vez más al rezo del Rosario, a ese culto que Nuestros
134
antepasados tenían el hábito de practicar no sólo como remedio siempre presente a sus
males, sino como noble adorno de la piedad cristiana. La celestial Patrona del género
humano escuchará esas preces y concederá fácilmente a los buenos el favor de ver
acrecentarse sus virtudes, y a los descarriados el de volver al bien y entrar de nuevo en el
camino de salvación. Ella obtendrá que el Dios vengador de los crímenes, inclinándose a
la clemencia y a la misericordia, restituya al orbe cristiano y a la sociedad, después de
eliminar en lo sucesivo todo peligro, el tan apetecible sosiego.
Bendición Apostólica
Alentado por esta esperanza Nos suplicamos a Dios por la intercesión de aquélla en quien
ha puesto la plenitud de todo bien, y le rogamos con todas Nuestras fuerzas, que derrame
abundantemente sobre vosotros, Venerables Hermanos, sus celestiales favores. Y como
prenda de Nuestra benevolencia, os damos de todo corazón a vosotros, a vuestro Clero
y a los pueblos confiados a vuestros cuidados, la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el primero de septiembre de 1883, año sexto de
Nuestro Pontificado. León XIII
135
NOBILISSIMA
GALLORUM GENS
ENCYCLICAL OF POPE LEO XIII
ON THE RELIGIOUS QUESTION IN FRANCE
of an untempered liberty, to reject the authority the Church, its downward course has
been rapid and precipitate. For when the mortal poison of false doctrines had penetrated
manners and customs themselves, society, to a great extent, came to fall away from
Christianity. And in France the propagation of this plague was not a little promoted by
certain philosophers in the last century, professors of a foolish wisdom, who set
themselves to root up the foundations of Christian truth, and started a system of
philosophy calculated the more vehemently to inflame the desires after unlimited licence
which had been already enkindled. Nor was the help of these wanting whom an
impotent hatred of religion binds together in unhallowed bonds, and daily renders more
eager in the persecution of Catholics; and whether emulation in this evil work was greater
in France than anywhere else, nobody, Venerable Brethren, can be a better judge than
yourselves.
2. For these reasons, therefore, the fatherly love We bear to all the nations of the world,
and which impelled Us to recall the peoples of Ireland, Spain, and Italy to their duty, when
the need arose, by Our letters to their Bishops - has induced Us to turn Our attention and
thought to France. The designs of which We have just spoken are injurious, not only to
religion, but are also harmful and fatal to the State; for it is impossible that prosperity
should follow a State in which the influence of religion is extinguished. The moment man
ceases to be in fear of God, he is deprived of the most necessary basis of justice, without
which - even in the opinion of the Pagan philosophers-society cannot exist; the authority
of rulers will lose its weight, and the laws of the land their force. Self-interest will weigh
more with every man than high principles, and the integrity of rights will be threatened,
for the fear of punishment is but a bad guarantee for the fulfilment of duty; those who
rule will easily be led to exceed the proper limits of their authority, and those who obey
seduced into sedition and revolt. Moreover, as there is nothing good in nature which is
not to be referred to the Divine goodness, every human society which does its utmost to
exclude God from its laws and its constitution, rejects the help of this Divine beneficence,
and deserve, also, that help should be denied it. Rich, therefore, and powerful as it
appears, that society bears within itself the seeds of death, and cannot hope for a lengthy
existence. It is, indeed, with Christian peoples as with individuals; it is safety to follow the
counsels of God, it is danger to fall away from them; and it often happens that when
nations jealously retain their fidelity to God and the Church, they arrive, almost naturally,
at the highest pitch of natural prosperity; but that when they fall away from it they perish.
These facts are to be found in history; and We could cite to you more recent instances,
even in your own country, had We the time to recall the events seen by a previous
generation, when the impiety of the mob shook France to its very foundations, and
Church and State perished in the same destruction. But, on the other hand, these certain
causes of the State's ruin are easily removed, if, in the constitution and ruling of the family
and of society, the precepts are observed of the Catholic religion, for these are most
eminently fitted to preserve order and the welfare of the State.
137
3. And first, as regards family life, it is of the highest importance that the offspring of
Christian marriages should be thoroughly instructed in the precepts of religion; and that
the various studies by which youth is fitted for the world should be joined with that of
religion. To divorce these is to wish that youth should be neutral as regards its duties to
God; a system of education in itself fallacious, and particularly fatal in tender years, for it
opens the door to atheism, and closes it on religion. Christian parents must, therefore, be
careful that their children receive religious instruction as soon as they are capable of
understanding it; and that nothing may, in the schools they attend, blemish their faith or
their morals. Both the Divine and the natural law impose this duty on them, nor can
parents on any ground whatever be freed from this obligation. The Church, guardian of
the integrity of the Faith-which, in virtue of its authority, deputed from God its Founder,
has to call all nations to the knowledge of Christian lore, and which is consequently
bound to watch keenly over the teaching and upbringing of the children placed under
its authority by baptism-has always expressly condemned mixed or neutral schools; over
and over again she has warned parents to be ever on their guard in this most essential
point. To obey the Church in this is to obey the requirements of social utility, and to serve
in the most excellent manner the common welfare. Those, indeed, whose early days were
not enlightened by religious instruction, grow up without any knowledge whatever of
the greatest truths, which alone can nourish in man the love of virtue, and repress in him
his evil passions; such as, for instance, the ideas of God the Creator, of God the Judge and
Avenger, of the rewards and punishments in another life, of the heavenly help offered to
us by Jesus Christ of the conscientious and holy fulfilment of our duties. Where these are
unknown, all intellectual culture will prove unhealthy; young people, unaccustomed to
the fear of God, will not endure the restraint of an upright life, they will not venture even
to deny anything to their passions, and will easily be seduced into troubling the State.
4. Next, as regards those most beneficial and real principles relating to civil society and
the reciprocal rights and duties of the sacred and the political powers. For, as there are
on earth two principal societies, the one civil, the proximate end of which is the temporal
and worldly good of the human race; the other religious, whose office it is to lead
mankind to that true, heavenly, and everlasting happiness for which we are created; so
these are twin powers, both subordinate to the eternal law of nature, and each working
for its own ends in matters concerning its own order and domain. But when anything has
to be settled which for different reasons and in a different way concerns both powers,
necessity and public utility demand that an agreement shall be effected between them,
without which an uncertain and unstable condition of things will be the result, totally
inconsistent with the peace either of Church or State. When, therefore, a solemn public
compact has been made between the sacred and the civil power, then it is as much the
interest of the State as it is just that the compact should remain inviolate; because, as each
power has services to render to the other, a certain and reciprocal advantage is enjoyed
and conferred by each.
138
5. In France, at the beginning of this century, after the previous public commotions and
terrors had subsided, the rulers themselves understood that they could not more
effectually relieve the State, wearied with so many ruins, than by the restoration of the
Catholic religion. In anticipation of future advantages, Our predecessor, Pius VII,
spontaneously acceded to the desire of the First Consul, and acted as indulgently as was
consistent with his duty. And when an agreement was reached as regarded the principal
points, the bases were laid, and a safe course marked out for the restoration and gradual
establishment of religion. Many prudent regulations, indeed, were made at that and at
subsequent times for the safety and honour of the Church. And great were the
advantages derived therefrom, which were all the more to be valued in consequence of
the state of prostration and oppression into which religion had been brought in France.
With the restoration of public dignity to religion, Christian institutions manifestly revived;
and it was wonderful what an increase of civil prosperity was the result. For when the
State had scarcely emerged from the tempestuous waves and was anxiously looking for
firm foundations on which to base tranquillity and public order, it found the very thing
which it desired opportunely offered to it by the Catholic Church, so that it was apparent
that the idea of effecting an agreement with the latter was the outcome of a prudent
mind and a true regard for the people's welfare. Wherefore, if there were no other
reasons for it, the same notice which led to the work of pacification being undertaken,
ought now to operate for its maintenance. For-now that the desire of innovation has
been enkindled everywhere, and in the existing uncertainty as to the future-to sow fresh
seeds of discord between the two powers, and by the inter-position of obstacles to fetter
or delay the beneficial action of the Church, would be a course void of wisdom and full
of peril. And yet we are troubled and grieved to see that perils of this kind are at the
present time arising, for certain things opposed to the well-being of the Church have been
and are being done, in consequence of the aroused mistrust and hatred of hostile minds
against Catholic institutions, which have been wont to represent them as the enemies of
the State. We are also no less concerned and anxious at the designs of these who, with
the object of dividing the interests of Church and State, would wish to break, more or else
rapidly, the salutary compact concluded with the Apostolic See.
6. In this state of affairs We have neglected nothing which the times seemed to call for.
Each time that it has appeared necessary to Us, We have ordered our Nuncio to make
representations to the rulers of the State, which they declared they received in a spirit
disposed to do justice. We Ourselves, on the law being passed for the suppression of the
religious orders, made known Our sentiments in a letter addressed to Our dear Son,
Cardinal of the Holy Roman Church and Archbishop of Paris. Similarly, in a letter of June
last, to the President of the Republic, We complained of certain acts injurious to the
salvation of souls and infringing the rights of the Church. We have acted in this manner
for the double reason that it was the duty of Our Apostolic office, and that we ardently
desire that France should preserve, with pious and inviolate fidelity, the religion it received
from its fathers and ancestors. In the same manner, with the same firmness and the same
139
steadfastness, We will never cease to defend the Catholic interests of France. In the
carrying out of that just and strict duty, You have all, Venerable Brethren, been Our
strenuous supporters. Compelled to deplore the lot of the religious orders, You have
nevertheless done all that lay in Your power to prevent the fall of those who deserved as
well of the State as they had done of the Church. At present, as far as the laws allow, You
are applying your most earnest care and attention to procure for youth numerous
facilities for a good education, nor are You backward in demonstrating how pernicious
to the State itself are the plans which some men entertain against the Church. No one,
therefore, will have the right to accuse You of yielding to human considerations or of
warring against the established order of things; fot, when God's honour, when the
salvation of souls are endangered, the duty of your office is to take up the protection and
defence of all such matters. Continue, therefore, to fulfil with prudence and firmness, the
duties of your episcopal ministry; teaching the precepts of heavenly doctrine, and
pointing out to Your people the path to follow amid the great wickedness of the times.
There must be a perfect union of mind and will, and where the cause is the same, the
mode of action should likewise be the same. See that schools are never wanting in which
the young may be carefully imbued with the ideas of the rewards of heaven and of their
duties to God; and in which they may obtain accurate knowledge of the Church and learn
submission to her teaching, so that they may understand and feel that they should be
ready to brave all risks for it.
7. France is rich in instances of eminent men who have not feared to face, for the Christian
faith, all misfortunes and even the loss of life. In the social upheaval of which We spoke
just now, many men of unconquerable faith were to be met with who maintained the
honour of their country with courage and their blood. We see virtue worthily maintaining
itself, with God's help, in the midst of snares and perils. The clergy are attached to their
duty, and fulfil it with the charity ever ready and apt to help our neighbour, which is
proper to the priest. Large numbers of laymen openly and boldly profess the Catholic
faith; they rival one another in the multiplication and variety of the testimonies of their
devotion to the Holy See: they provide, at great cost and at great trouble, for the
education of youth; and they come forward in aid of public needs with admirable
liberality and munificence.
8. All this good, which affords the best hopes for the future of France, must not only be
preserved, but increased by united efforts and constant watchfulness. Above all, care
must be taken that the ranks of the clergy shall be more and more filled with worthy and
capable men. Let the authority of their Bishops be sacred to the priest; let the latter be
convinced that their ministry will be neither holy, nor profitable, nor respected, if it be not
exercised under the guidance of their Bishops. The prominent laymen also, those devoted
to Our common Mother the Church, and who are able to render useful service to the
Catholic religion by their word and by their pen, must multiply their efforts in the defence
140
of the Church. To obtain these results, it is an absolute necessity that wills should be in
harmony, and the action unanimous. There is certainly nothing more wished for by Our
adversaries than dissensions between Catholics, who should avoid nothing with greater
care than any disagreement, mindful of the Divine words: "Every kingdom divided against
itself shall be made desolate."
9. But if any one is compelled, so that union may be preserved, to renounce his own
private opinion, let him do it cheerfully for the common good. Catholic writers must spare
no effort to preserve this harmony in all things; let them prefer that which is of general
utility to their own private interests. Let them favour common action; let them willingly
submit to those "whom the Holy Ghost has set as Bishops to rule over the Church of God;"
let them respect their authority and never undertake anything against the will of those
they should look on as their leaders in the battle for Catholic interests.
10. Finally, following the invariable custom of the Church in times of difficulty, let all the
faithful, under your direction, unceasingly pray and beseech God to look down on France
that His mercy may overcome his wrath. The unbridled license of speech and of the press,
has many times outraged the Majesty of God; men are not wanting who not only
ungratefully repudiate the benefits of Jesus Christ, the Saviour of the world, but even go
so far in their impiety as to glory in not believing in the existence of God. To Catholics will
fall the duty of making reparation by a great spirit of faith and piety for these perverse
aberrations of mind and deed, and of publicly proving that they have nothing more at
heart than the glory of God, nothing dearer than the religion of their forefathers. Those
especially, whose life is passed in more intimate union with God in the cloister, should
excite themselves to more and more generous charity, and strive to appease the Lord by
their humble prayers, voluntary self denials, and offering of self. And thus, with the help
of the Divine Mercy, we are confident that the strayed will come to repentance, and the
name of France will regain its ancient greatness.
11. In all that We have hitherto said, Venerable Brethren, You will see the fatherly love
and deep affection which We bear to the whole of France. We doubt not that this
testimony of Our most keen anxiety will tend to strengthen and tighten the necessary
bond between France and the Holy See - a union which has ever been at all times a source
of mutual, numerous, and important advantages.-Gladdened with this thought,
Venerable Brethren, We implore for You and your faithful the greatest abundance of
heavenly graces; and We grant You most lovingly in the Lord as a pledge and testimony
of Our especial good-will, to You and to the whole of France, the Apostolic Benediction.
Given at Rome, at St. Peter's the 8th day of February, 1884, in the sixth year of Our
Pontificate. LEO XIII
141
HUMANUM GENUS(I)
LEON XIII
Nuestros antecesores los Romanos Pontífices, velando solícitamente por la salvación del
pueblo cristiano, conocieron la personalidad y las intenciones de este capital enemigo
tan pronto como comenzó a salir de las tinieblas de su oculta conjuración. Los
Romanos Pontífices, previendo el futuro, dieron la señal de alarma frente al peligro
y advirtieron a los príncipes y a los pueblos para que no se dejaran sorprender por las
artimañas y las asechanzas preparadas para engañarlos. El Papa Clemente XII, en 1738,
fue el primero en indicar el peligro. Benedicto XIV confirmó y renovó la Constitución del
anterior Pontífice. Pío VII siguió las huellas de ambos. Y León XIII, incluyendo en
su Constitución Apostólica Quograviora toda legislación dada en esta materia por
los Papas anteriores, la ratificó y confirmó para siempre. Pío VIII, Gregorio XVI y
reiteradamente Pío IX hablaron en el mismo sentido.(4) En efecto, tan pronto como una
serie de indicios manifiestos -instrucción de proceso, publicación de las leyes, ritos y anales
masónicos, el testimonio personal de muchos masones- evidenciaron la naturaleza y los
propósitos de la masonería, esta Sede Apostólica denunció y proclamó abiertamente que
la masonería, constituida contra todo derecho divino y humano, era tan perniciosa para
el Estado como para la religión cristiana. Y amenazando con las penas más graves
que suele emplear la Iglesia contra los delincuentes, prohibió terminantemente a
todos inscribirse en esta sociedad. Los masones, encolerizados por esta prohibición,
pensaron que podrían evitar, o debilitar al menos, en parte con el desprecio y en
parte con las calumnias, la fuerza de estas sentencias, y acusaron a los Sumos Pontífices
que las decretaron de haber procedido injustamente o de haberse excedido en su
competencia. De esta manera procuraron eludir la grave autoridad de las
Constituciones Apostólicas de Clemente XII, Benedicto XIV, Pío VII y Pío IX. No
faltaron, sin embargo, dentro de la misma masonería quienes reconocieron, aun a
pesar suyo, que las disposiciones tomadas por los Romanos Pontífices estaban de
acuerdo con la doctrina y la disciplina de la Iglesia Católica. En este punto muchos
Príncipes y Jefes de Gobierno estuvieron de acuerdo con los Papas, ya acusando a la
masonería ante la Sede Apostólica, ya condenándola por sí mismos, promulgando leyes
a este efecto. Así sucedió en Holanda, Austria, Suiza, España, Baviera, Saboya y otros
Estados de Italia.(5) Pero lo más importante es ver cómo la prudente previsión de
nuestros antecesores quedó confirmada con los sucesos posteriores. Porque sus
providentes y paternales medidas no siempre, ni en todas partes, tuvieron el éxito
deseado. Fracaso debido, unas veces, al fingimiento astuto de los afiliados a la
masonería, y otras veces, a las inconsiderada ligereza de quienes tenían la grave
obligación de velar con diligencia en este asunto. Por esto, en el espacio de siglo
y medio la masonería ha alcanzado rápidamente un crecimiento superior a todo lo que
se podía esperar, e infiltrándose de una manera audaz y dolosa en todos los órdenes del
Estado, ha comenzado a tener tanto poder, que casi parece haberse convertido en dueña
143
de los Estados. A este tan rápido y terrible progreso se ha seguido sobre la Iglesia, sobre
el poder de los príncipes y
sobre la misma salud pública la ruina prevista ya mucho antes por nuestros
antecesores. Porque hemos llegado a tal situación, que con razón debemos temer
grandemente por el futuro, no ciertamente por el futuro de la Iglesia, cuyo
fundamento es demasiado firme para que pueda ser socavado por el solo esfuerzo
humano, sino por el futuro de aquellas naciones en las que ha logrado una influencia
excesiva la secta de que hablamos u otras semejantes que están unidas a ella como
satélites auxiliares.(6) Por estas causas, tan pronto como llegamos al gobierno de
la Iglesia, comprendimos claramente la gran necesidad de resistir todo lo posible a
una calamidad tan grave, oponiéndole para ello nuestra autoridad. Aprovechando
repetidas veces la ocasión que se nos presentaba, hemos expuesto algunos de los
puntos doctrinales más importantes que habían sufrido influjo mayor de los perversos
errores masónicos. Así, en nuestra Encíclica Quod Apostolici muneris hemos
demostradocon razones convincentes las utópicas monstruosidades de los socialistas y
de los comunistas. Más tarde, en otra Encíclica,Arcanum, hemos defendido y explicado
la verdadera y genuina noción de la sociedad doméstica, cuya fuente y origen es el
matrimonio. Por último, en la Encíclica Diuturnum hemos desarrollado la estructura del
poder político, configurado según los principios de la filosofía cristiana; estructura
maravillosamente coherente con la naturaleza de las cosas y con la seguridad de
los pueblos y de los gobernantes. Hoy, siguiendo el ejemplo de nuestros
predecesores, hemos decidido consagrar directamente nuestra atención a la
masonería en sí misma considerada, su sistema doctrinal, sus propósitos, su manera
de sentir y de obrar, para iluminar con nueva y mayor luz su maléfica fuerza e impedir así
el contagio de tan mortal epidemia.
Varias son las sectas que, aunque diferentes en nombre, rito, forma y origen, al
estar, sin embargo, asociadas entre sí por la unidad de intenciones y la identidad
en sus principios fundamentales, concuerdan de hecho con lamasonería, que viene
a ser como el punto de partida y el centro de referencia de todas ellas. Estas
sectas, aunque aparentan rechazar todo ocultamiento y celebran sus reuniones a la
vista de todo el mundo y publican sus periódicos, sin embargo, examinando a fondo
el asunto, conservan la esencia y la conducta de las sociedades clandestinas. Tienen
muchas cosas envueltas en un misterioso secreto. Y es ley fundamental de tales
sociedades el diligente y cuidadoso ocultamiento de estas cosas no sólo ante los
extraños, sino incluso ante muchos de sus mismos adeptos. Tales son, entre otras,
144
las finalidades últimas y más íntimas, las jerarquías supremas de cada secta, ciertas
reuniones íntimas y ocultas, los modos y medios con que deben ser realizadas las
decisiones adoptadas. A este fin se dirigen la múltiple diversidad de derechos,
obligaciones y cargos existente entre los socios, la distinción establecida de órdenes y
grados y la severidad disciplinar con que se rigen. Los iniciados tienen que prometer, más
aún, de ordinario tienen que jurar solemnemente, no descubrir nunca ni en modo
alguno a sus compañeros, sus signos, sus doctrinas. Así, con esta engañosa
apariencia y con un constante disimulo procuran con empeño los masones, como en
otro tiempo los maniqueos, ocultarse y no tener otros testigos que sus propios
conmilitones. Buscan hábilmente la comodidad del ocultamiento, usando el pretexto de
la literatura y de la ciencia como si fuesen personas que se reúnen para fines
científicos. Hablan continuamente de su afán por la civilización, de su amor por las
clases bajas. Afirman que su único deseo es mejorar la condición de los pueblos y
extender al mayor número posible de ciudadanos las ventajas propias de la sociedad
civil. Estos propósitos, aunque fuesen verdaderos, no son, sin embargo, los únicos.
Los afiliados deben, además, dar palabra y garantías de ciega y absoluta obediencia
a sus jefes y maestros; deben estar preparados a la menor señal e indicación de éstos
para ejecutar sus órdenes; de no hacerlo así, deben aceptar los más duros castigos,
incluso la misma muerte. De hecho, cuando la masonería juzga que algunos de
sus seguidores han traicionado el secreto o han desobedecido las órdenes recibidas, no
es raro que éstos reciban la muerte con tanta audacia y destreza, que el asesino burla
muy a menudo las pesquisas de la policía y el castigo de la justicia. Ahora bien,
esto de fingir y querer esconderse, de obligar a los hombres, como esclavos, con
un fortísimo vínculo y sin causa suficientemente conocida, de valerse para cualquier
crimen de hombres sujetos al capricho de otros, de armar a los asesinos procurándoles la
impunidad de sus delitos, es un crimen monstruoso, que la naturaleza no puede permitir.
Por esto, la razón y la misma verdad demuestran con evidencia que la sociedad de que
hablamos es contraria a la justicia y a la moral natural.(8) Afirmación reforzada por otros
argumentos clarísimos, que ponen de manifiesto esta contradicción de la masonería con
la moral natural. Porque por muy grande que sea la astucia de los hombres para
ocultarse, por muy excesiva que sea su costumbre de mentir, es imposible que no
aparezca de algún modo en los efectos la naturaleza de la causa. No puede árbol bueno
dar malos frutos, ni árbol malo dar frutos buenos (Mt.7,8). Los frutos de la
masonería son frutos venenosos y llenos de amargura. Porque de los certísimos
indicios que antes hemos mencionado, brota el último y principal de los intentos
masónicos; a saber: la destrucción radical de todo el orden religioso y civil establecido
por el cristianismo, y la creación, a su arbitrio, de otro orden nuevo con fundamentos y
leyes tomados de la entraña misma del naturalismo.(9) Todo lo que hemos dicho hasta
aquí, y lo que diremos en adelante, debe entenderse de la masonería considerada en sí
misma y como centro de todas las demás sectas unidas y confederadas con ella, pero no
debe entenderse de cada uno de sus seguidores. Puede haber, en efecto, entre sus
145
afiliados no pocas personas que, aunque culpables por haber ingresado en estas
sociedades, no participan, sin embargo, por sí mismos en los crímenes de las sectas e
ignoran los últimos intentos de éstas. De la misma manera, entre las asociaciones
unidas a la masonería, algunas tal vez no aprueban en modo alguno ciertas
conclusiones extremas, que sería lógico abrazar como consecuencias necesarias de
principios comunes, si no fuese
por el horror que causa su misma monstruosidad. Igualmente algunas asociaciones, por
circunstancias de tiempo y lugar, no se atreven a ejecutar todo lo que querrían hacer y
otras suelen realizar; no por esto, sin embargo, deben ser consideradas como ajenas
a la unión masónica, porque esta unión masónica debe ser juzgada, más que por los
hechos y realizaciones que lleva a cabo, por el conjunto de principios que profesa.
Ahora bien, el principio fundamental de los que profesan el Naturalismo, como su mismo
nombre declara, es que la naturaleza humana y la razón natural del hombre han de
ser en todo maestras y soberanas absolutas. Establecido este principio, los
naturalistas, o descuidan los deberes para con Dios, o tienen de éstos un falso concepto
impreciso y desviado. Niegan toda revelación divina. No admiten dogma religioso
alguno. No aceptan verdad alguna que no pueda ser alcanzada por la razón humana.
Rechazan todo maestro a quien haya que creer obligatoriamente por la autoridad
de su oficio. Y como es oficio propio y exclusivo de la Iglesia Católica guardar
enteramente y defender en su incorrupta pureza el depósito de las doctrinas reveladas
por Dios, la autoridad del Magisterio y de los demás medios sobrenaturales para la
salvación, de aquí que todo el ataque iracundo de estos adversarios se haya concentrado
sobre la Iglesia. Véase ahora el proceder de la masonería en lo tocante a la religión,
singularmente en las naciones en que tiene una mayor libertad de acción, y júzguese si
es o no verdad que todo su empeño se reduce a traducir en los hechos las teorías del
Naturalismo. Hace mucho tiempo que se trabaja tenazmente para anular todo posible
influjo del Magisterio y de la autoridad de la Iglesia en el Estado. Con este fin hablan
públicamente y defienden la separación total de la Iglesia y del Estado. Excluyen
así de la legislación y de la administración pública el influjo saludable de la religión
católica. De lo cual se sigue la tesis de que la constitución total del Estado debe
establecerse al margen de las enseñanzas y de los preceptos de la Iglesia. Pero no les
basta con prescindir de tan buena guía como es la Iglesia. La persiguen, además,
con actuaciones hostiles. Se llega, en efecto, a combatir impunemente de palabra,
por escrito y con la enseñanza los mismos fundamentos de la religión católica. Se
niegan los derechos de la Iglesia. No se respetan las prerrogativas con que Dios
146
juicio. Reconocen, en efecto, que el problema de Dios es entre ellos la causa principal de
sus divisiones internas. Más aún, es cosa sabida que últimamente ha habido entre
ellos, por esta misma cuestión, una no leve contienda. Pero, en realidad, la secta
concede a sus iniciados una libertad absoluta para defender la existencia de Dios o para
negarla; y con la misma facilidad se recibe a los que resueltamente defienden la opinión
negativa como a los que piensan que Dios existe, pero tienen acerca de Dios un
concepto erróneo como los panteístas, lo cual equivale a conservar una absurda
idea de la naturaleza divina ,rechazando la verdadera noción de ésta. Destruído o
debilitado este principio fundamental, síguese lógicamente la inestabilidad en las
verdades conocidas por la razón natural: la creación libre de todas las cosas por
Dios, la providencia divina sobre el mundo, la inmortalidad de las almas, la vida eterna
que ha de suceder a la presente vida temporal.[Moral cívica](12) Perdidas estas verdades,
que son como principios del orden natural, trascendentales para el conocimiento y la
práctica de la vida, fácilmente aparece el giro que ha de tomar la moral pública y
privada. No nos referimos a las virtudes sobrenaturales, que nadie puede alcanzar
ni ejercitar sin especial don gratuito de Dios. Por fuerza no puede encontrar se
vestigio alguno de estas virtudes en los que desprecian como inexistentes la redención
del género humano, la gracia divina ,los sacramentos y la bienaventuranza que se ha de
alcanzar en el cielo. Hablamos aquí de las obligaciones derivadas del amoral natural. Un
Dios creador y gobernador providente del mundo; una ley eterna que manda conservar
el orden natural y prohibe perturbarlo; un fin último del hombre, muy superior a
todas las realidades humanas y colocado más allá de esta transitoria vida terrena.
Estas son las fuentes, éstos son los principios de toda moral y de toda justicia. Si se
suprimen, como suelen hacer el naturalismo y la masonería, la ciencia moral y el derecho
quedan destituídos de todo fundamento y defensa. En efecto, la única moral que
reconoce la familia masónica, y en la que, según ella, ha de ser educada la
juventud, es la llamada moral cívica, independiente y libre; es decir, una moral que
excluya toda idea religiosa. Pero la debilidad de esta moral, su falta de firmeza y su
movilidad a impulso de cualquier viento de pasiones, están bien demostradas por los
frutos de perdición que parcialmente están ya apareciendo. Pues dondequiera que esta
educación ha comenzado a reinar con mayor libertad, suprimiendo la educación
cristiana, ha producido la rápida desintegración de la sana y recta moral ,el crecimiento
vigoroso de las opiniones más horrendas y el aumento ilimitado de las estadísticas
criminales. Muchos son los que deploran públicamente esas consecuencias. Incluso no
son pocos los que, aun contra su voluntad, las reconocen obligados por la evidencia de
la verdad.(13) Pero, además, como la naturaleza humana quedó manchada con la caída
del primer pecado y, por esta misma causa, más inclinada al vicio que a la virtud, es
totalmente necesario para obrar moralmente bien sujetar los movimientos
desordenados del espíritu y someter los apetitos a la razón. Y para que en este
combate la razón vencedora conserve siempre su dominio se necesita muy a
menudo el despego de todas las cosas humanas y la aceptación de molestias y
148
trabajos muy grandes. Pero los naturalistas y los masones, al no creer las verdades
reveladas por Dios, niegan el pecado del primer padre de la humanidad, y juzgan por
esto que el libre albredrío "no está debilitado ni inclinado al pecado". Por el contrario,
exagerando las fuerzas y la excelencia de la naturaleza y poniendo en ésta el único
principio regulador de la justicia, ni siquiera pueden pensar que para calmar los
ímpetus de la naturaleza y regir sus apetitos sean necesarios un prolongado combate
y una constancia muy grande. Por esto vemos el ofrecimiento público a todos los
hombres de innumerables estímulos de las pasiones; periódicos y revistas sin
moderación ni vergüenza alguna; obras teatrales extraordinariamente licenciosas;
temas y motivos artísticos buscados impúdicamente en los principios del llamado
realismo; artificios sutilmente pensados para satisfacción de una vida muelle y delicada; la
búsqueda, en una palabra, de toda clase de halagos sensuales, ante los cuales cierre
sus ojos la virtud adormecida. Al obrar así proceden criminalmente, pero son
consecuentes consigo mismos todos los que suprimen la esperanza de los bienes eternos
y la reducen a los bienes caducos, hundiéndola en la tierra. Los hechos referidos pueden
confirmar una realidad fácil de decir, pero difícil de creer. Porque cómo no hay nadie
tan esclavo de las hábiles maniobras de los hombre astutos como los individuos
que tienen el ánimo enervado y quebrantado por la tiranía de las pasiones, hubo en la
masonería quienes dijeron y propusieron públicamente que hay que procurar con una
táctica pensada sobresaturar a la multitud con una licencia infinita en materia de vicios;
una vez conseguido este objetivo, la tendrían sujeta a su arbitrio para acometer cualquier
empresa.[Familia y Educación](14) Por lo que toca a la sociedad doméstica, toda
la doctrina de los naturalistas se reduce a los capítulos siguientes: el matrimonio
pertenece a la categoría jurídica de los contratos. Puede rescindirse legalmente a
voluntad de los contrayentes. La autoridad civil tiene poder sobre el vínculo matrimonial.
En la educación de los hijos no hay que enseñarles cosa alguna como cierta y
determinada en materia de religión; que cada uno al llegar a la adolescencia escoja
lo que quiera. Los masones están de acuerdo con estos principios. No solamente
están de acuerdo, sino que se empeñan, hace ya tiempo ,por introducir estos
principios en la moral de la vida diaria. En muchas naciones, incluso entre las llamadas
católicas, está sancionado legalmente que fuera del matrimonio civil no hay unión
legítima alguna. En algunos Estados la ley permite el divorcio. En otros Estados se trabaja
para lograr cuanto antes la licitud del divorcio. De esta manera se tiende con paso rápido
a cambiar la naturaleza del matrimonio, convirtiéndolo en una unión inestable y
pasajera, que la pasión haga o deshaga a su antojo. La masonería tiene puesta
también la mirada con total unión de voluntades en el monopolio de la educación
de los jóvenes. Piensan que pueden modelar fácilmente a su capricho esta edad tierna y
flexible y dirigirla hacia donde ellos quieren y que éste es el medio más eficaz para formar
en la sociedad una generación de ciudadanos como ellos imaginan. Por esto, en materia
de educación y enseñanza no permiten la menor intervención y vigilancia de los ministros
dela Iglesia, y en varios lugares han conseguido que toda la educación de los
149
jóvenes esté en manos de los laicos y que al formar los corazones infantiles nada se
diga de los grandes y sagrados deberes que unen al hombre con Dios.
[Doctrina Política](15) Vienen a continuación los principios de la ciencia política.
En esta materia los naturalistas afirman que todos los hombres son jurídicamente
iguales y de la misma condición en todos los aspectos de la vida. Que todos son
libres por naturaleza. Que nadie tiene derecho de mandar a otro y que pretender que
los hombres obedezcan a una autoridad que no proceda de ellos mismos es hacerles
violencia. Todo está, pues, en manos del pueblo libre; el poder político existe por
mandato o delegación del pueblo, pero de tal forma que, si cambia la voluntad
popular, es lícito destronar a los Príncipe saún por la fuerza. La fuente de todos los
derechos y obligaciones civiles está o en la multitud o en el gobierno del
Estado,configurado, por supuesto, según los principios del derecho nuevo. Es necesario,
además, que el Estado sea ateo. No hay razón para anteponer una religión a otra entre
las varias que existen. Todas deben ser consideradas por igual.(16) Que los masones
aprueban igualmente estos principios y que pretenden constituir los Estados según este
modelo son hechos tan conocidos que no necesitan demostración. Hace ya mucho
tiempo que con todas sus fuerzas y medios pretenden abiertamente esta nueva
constitución del Estado. Con lo cual están abriendo el camino a otros grupos más
audaces que se lanzan sin control a pretensiones peores, pues procuran la igualdad y
propiedad común de todos los bienes, borrando así del Estado toda diferencia de clases
y fortuna
manda obedecer primero y por encima de todo a Dios, soberano Señor de la creación,
no puede sin injuria y falsedad ser acusada ni como enemiga del poder político ni
como usurpadora de los derechos de los gobernantes. Por el contrario, la Iglesia
manda dar al poder político, como criterio y obligación de conciencia, cuanto de
derecho se le debe. Por otra parte, el que la Iglesia ponga en Dios mismo el origen del
poder político aumenta grandemente la dignidad de la autoridad civil y proporciona
un apoyo no leve para obtenerle el respeto y la benevolencia de los ciudadanos.
La Iglesia, amiga de la paz y madre de la concordia, abraza a todos con materno cariño.
Ocupada únicamente en ayudar a los hombres, enseña que hay que unir la justicia
con la clemencia, el poder con la equidad, las leyes con la moderación; que no debe
ser violado el derecho de nadie; que hay que trabajar positivamente por el orden y la
tranquilidad pública; que hay que aliviar, en la medida más amplia posible, pública y
privadamente la miseria de los necesitados. "Pero la causa de que piensen -para servirnos
de las palabras de Agustín- o de que pretendan hacer creer que la doctrina cristianano
es provechosa para el Estado, es que no quieren un Estado apoyado sobre la
solidez de las virtudes, sino sobre la impunidad de los vicios". Según todo lo dicho,
sería una insigne prueba de prudencia política y una medida necesaria para la seguridad
pública que los gobernantes y los pueblos se unieran no con la masonería para destruir a
la Iglesia, sino con la Iglesia para destrozar los ataques de la masonería
5. REMEDIOS(21)
Pero sea lo que sea, ante un mal tan grave y tan extendido ya, es nuestra
obligación, venerables hermanos, consagrarnos con toda el alma a buscar los remedios.
Y como la mejor y más firme esperanza de remedio está situada en la eficacia de la
religión divina, tanto más odiada de los masones cuanto más temida por ellos,
juzgamos que el remedio fundamental consiste en el empleo de esta virtud tan eficiente
contra el común enemigo. Por consiguiente, todo lo que los Romanos Pontífices, nuestros
antecesores, decretaron para impedir las iniciativas y los intentos de la masonería, todo lo
que sancionaron para alejar a los hombres de estas sociedades o liberarlos de ellas,
todas y cada una de estas disposiciones damos por ratificadas y las confirmamos
con nuestra autoridad apostólica. Y, confiados en la buena voluntad de los
cristianos, rogamos y suplicamos a cada uno de ellos en particular por su eterna
salvación que tengan como un deber sagrado de conciencia el no apartarse un punto
de lo que en esta materia ordena la Sede Apostólica.[Desenmascarar la masonería](22) A
vosotros, venerables hermanos, os pedimos y rogamos con la mayor insistencia que,
uniendo vuestros esfuerzos a los nuestros, procuréis con ahincó extirpar este inmundo
contagio que va penetrando en todas las venas de la sociedad.
153
Debéis defender la gloria de Dios y la salvación de los prójimos. Si miráis a estos fines en
el combate, no ha de faltaros el valor ni la fortaleza. Vuestra prudencia os dictará el modo
y los medios mejores de vencer los obstáculos y las dificultades que se levantarán. Pero
como es propio de la autoridad de nuestro ministerio que Nos indiquemos algunos
medios más adecuados para la labor referida, quede bien claro que lo primero que
debéis procurar es arrancar a los masones su máscara, para que sea conocido de todos
su verdadero rostro; y que los pueblos aprendan por medio de vuestro sermones y
pastorales, escritas con este fin, las arteras maniobras de esas sociedades en el halago y
en la seducción, la maldad de sus teorías y la inmoralidad de su acción. Que nadie
que estime en lo que debe su profesión de católico y su salvación personal, juzgue
serle lícito por ninguna causa inscribirse en la masonería, prohibición confirmada
repetidas veces por nuestros antecesores. Que nadie sea engañado por una moralidad
fingida. Pueden, en efecto, pensar algunos que nada piden los masones abiertamente
contrario a la religión y a la sana moral. Sin embargo, como toda la razón de ser de la
masonería se basa en el vicio y en la maldad, la consecuencia necesaria es la ilicitud de
toda unión con los masones y de toda ayuda prestada a éstos de cualquier
modo.[Esmerada instrucción religiosa](23) Es necesario, en segundo lugar, inducir
por medio de una frecuente predicación a las muchedumbres para que se instruyan
con todo esmero en materia religiosa. A este fin recomendamos mucho que en los
escritos y en los sermones se expliquen oportunamente los principios fundamentales de
la filosofía cristiana. El objetivo de estas exposiciones es sanarlos entendimientos por
medio de la instrucción y fortalecerlos contra las múltiples formas del error y las
variadas sugestiones del vicio, contenidas especialmente en el libertinaje actual de la
literatura y en el ansia insaciable de aprender. Gran obra, sin duda. Pero en ellas será
vuestro primer auxiliar y colaborador el clero si lográis con vuestros esfuerzos que salga
bien formado en costumbres y bien equipado de ciencia. Pero una empresa tan santa
e importante exige también la cooperación auxiliar de los seglares, que unan el
amor de la religión y de la patria con la virtud y el saber. Unidas las fuerzas del
clero y del laicado, trabajad, venerables hermanos, para que todos los hombres conozcan
y amen como se debe a la Iglesia. Cuanto mayores sean este conocimiento y este amor,
tanto mayores serán la huida y el rechazo de las sociedades secretas. Aprovechando
justificadamente esta oportunidad, renovamos ahora nuestro encargo, ya repetido
otras veces, de propagar y fomentar con toda diligencia la Orden Tercera de San
Francisco, cuyas reglas con prudente moderación hemos aprobado hace poco. El
único fin que le dio su autor, es atraer a los hombre a la imitación de Jesucristo,
al amor de su Iglesia, al ejercicio de todas las virtudes cristianas. Grande, por
consiguiente, es su eficacia para impedir el contagio de estas malvadas sociedades.
Auméntese, pues, cada vez más esta santa asociación, de la cual podemos esperar
muchos frutos, y especialmente el insigne fruto de que vuelvan los corazones a la
154
los padres, a los directores espirituales, a los párrocos para que insistan, al enseñar la
doctrina cristiana, en avisar oportunamente a sus hijos y alumnos de la perversidad de
estas sociedades, y que aprendan pronto a precaverse de las fraudulentas y variadas
artimañas que suelen emplear sus propagadores para enredar a los hombres. No
harían mal los que preparan a los niños para recibir la primera comunión si les
aconsejan que hagan el firme propósito de no ligarse nunca con sociedad alguna sin
decirlo antes a sus padres o sin consultarlo previamente con su confesor o con su
párroco.(26) Pero sabemos muy bien que todos nuestro comunes esfuerzos serán
insuficientes para arrancar estas perniciosas semillas del campo del Señor si desde
el cielo el dueño de la viña no secunda benignamente nuestros esfuerzos. Es
necesario, por tanto, implorar con vehemente deseo un auxilio tan poderoso de Dios que
sea adecuado a la extrema necesidad de las circunstancias y a la grandeza del peligro.
Levantase insolente y como regocijándose ya de sus triunfos, la masonería. Parece
como si no pusiera ya límites a su obstinación. Sus secuaces, unidos todos con
un impío consorcio y por una oculta comunidad de propósitos, se ayudan
mutuamente y se excitan los unos a los otros para la realización audaz de toda
clase de obras pésimas. Tan fiero asalto exige una defensa igual: es necesaria la
unión de todos los buenos en una amplísima coalición de acción y de oraciones. Les
pedimos, pues, por un lado, que, estrechándolas filas, firmes y de acuerdo resistan los
ímpetus cada día más violentos de los sectarios; y, por otro lado, que levanten a Dios las
manos y le supliquen con grandes gemidos para alcanzar que florezca con nuevo vigor
el cristianismo, que goce la Iglesia de la necesaria libertad, que vuelvan al buen camino
los descarriados, que cesen por fin los errores a la verdad y los vicios a la virtud. Tomemos
como auxiliadora y mediadora a la Virgen María, Madre de Dios. Ella, que vencido a
Satanás desde el momento de su concepción, despliegue su poder contra todas las sectas
impías, en que se ven revivir claramente la soberbia contumaz, la indómita perfidia y los
astutos engaños del demonio. Pongamos por intercesores al Príncipe de los Angeles,
San Miguel, vencedor de los enemigos infernales; a San José, esposo de la Virgen
Santísima, celestial patrono de la Iglesia católica; a los grandes apóstoles San Pedro
y San Pablo, sembradores e invictos defensores de la fe cristiana. Bajo su patrocinio
y con la oración perseverante de todos, confiamos que Dios socorrerá oportuna y
benignamente al género humano, expuesto a tantos peligros. Y como testimonio de
los dones celestiales y de nuestra benevolencia, con el mayor amor os damos in
Domino la bendición apostólica a vosotros, venerables hermanos, al clero y al pueblo
todo confiado a vuestro cuidado. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 20 de abril
de 1884, año séptimo de nuestro pontificado
156
HUMANUM GENUS
La raza del hombre, después de su miserable caída de Dios, el Creador y el Dador de los
dones celestiales, "a través de la envidia del diablo", se separó en dos partes diversas y
opuestas, de las cuales la una lucha firmemente por la verdad y la virtud. otras de esas
cosas que son contrarias a la virtud y a la verdad. El primero es el reino de Dios en la tierra,
a saber, la verdadera Iglesia de Jesucristo; y aquellos que desean desde su corazón unirse
con él, para obtener la salvación, necesariamente deben servir a Dios y a su Hijo unigénito
con toda su mente y con toda su voluntad. El otro es el reino de Satanás, en cuya posesión
y control están todos los que siguen el ejemplo fatal de su líder y de nuestros primeros
padres, aquellos que se niegan a obedecer la ley divina y eterna, y que tienen muchos
objetivos propios en desprecio. de Dios, y muchos objetivos también contra Dios.
2. Este doble reino, San Agustín, discernió profundamente y describió a la manera de dos
ciudades, contrario en sus leyes porque luchando por objetos contrarios; y con una
brevedad sutil expresó la causa eficiente de cada uno en estas palabras: "Dos amores
formaron dos ciudades: el amor a sí mismo, llegando incluso al desprecio de Dios, una
ciudad terrenal; y el amor de Dios, llegando al desprecio a sí mismo , celestial ". (1) En cada
período de tiempo cada uno ha estado en conflicto con el otro, con una variedad y
multiplicidad de armas y de guerra, aunque no siempre con igual ardor y asalto. En este
período, sin embargo, los partidarios del mal parecen estar combinándose y luchando
con vehemencia unida, liderados o asistidos por esa asociación fuertemente organizada
y extendida llamada los masones. Ya no ocultan sus propósitos, ahora se están levantando
valientemente contra Dios mismo. Están planeando la destrucción de la Santa Iglesia
pública y abiertamente, y esto con el propósito establecido de despojar completamente
a las naciones de la cristiandad, si fuera posible, de las bendiciones obtenidas para
157
3. En una crisis tan urgente, cuando se hace un ataque tan feroz y apremiante sobre el
nombre cristiano, es nuestra oficina señalar el peligro, señalar quiénes son los adversarios
y, lo mejor de nuestro poder, hacer cabeza en contra de sus planes y dispositivos, que
aquellos que no perezcan cuya salvación está comprometida con Nosotros, y que el reino
de Jesucristo confiado a Nuestro cargo no pueda mantenerse y permanecer completo,
sino que se amplíe con un crecimiento cada vez mayor en todo el mundo.
5. La primera advertencia del peligro fue dada por Clemente XII en el año 1738, (3) y su
constitución fue confirmada y renovada por Benedicto XIV (4) Pío VII siguió el mismo
camino; (5) y León XII, por su constitución apostólica, Quo Graviora, (6) reunió los actos
y decretos de los antiguos pontífices sobre este tema, y los ratificó y confirmó para
siempre. En el mismo sentido habló Pío VIII, (7) Gregorio XVI, (8) y, muchas veces, Pío IX.
(9)
los límites de la moderación en sus decretos o de decretando lo que no era justo. Esta fue
la forma en que se esforzaron por eludir la autoridad y el peso de las constituciones
apostólicas de Clemente XII y Benedicto XIV, así como de Pío VII y Pío IX. (10) Sin embargo,
en la misma sociedad, se encontrarían hombres que involuntariamente reconocieron que
los pontífices romanos habían actuado dentro de su derecho, de acuerdo con la doctrina
y disciplina católicas. Los pontífices recibieron el mismo asentimiento, y en términos
contundentes, de muchos príncipes y jefes de gobierno, que se encargaron de relacionar
a la sociedad masónica con la visión apostólica, o por su propia voluntad mediante
promulgaciones especiales para calificarla como perniciosa. como, por ejemplo, en
Holanda, Austria, Suiza, España, Baviera, Saboya y otras partes de Italia.
8. Por estas razones, apenas llegamos al timón de la Iglesia, vimos claramente y sentimos
que era nuestro deber usar nuestra autoridad al máximo contra un mal tan vasto. Ya
hemos atacado varias veces, según la ocasión, ciertos puntos principales de enseñanza
que mostraron de manera especial la influencia perversa de las opiniones masónicas. Así,
en nuestra carta encíclica, Quod Apostolici Muneris, tratamos de refutar las monstruosas
doctrinas de los socialistas y comunistas; luego, en otro comienzo "Arcanum", nos
esforzamos por defender y explicar la verdadera y genuina idea de la vida doméstica, de
la cual el matrimonio es la fuente y el origen; y nuevamente, en lo que comienza
"Diuturnum" (11), describimos el ideal del gobierno político conforme a los principios de
la sabiduría cristiana, que está maravillosamente en armonía, por un lado, con el orden
natural de las cosas, y, en el otro, con el bienestar de los príncipes soberanos y de las
159
Por lo general, se ordena a los candidatos que prometan, es decir, con un juramento
especial, que juren, que nunca, a ninguna persona, en ningún momento o de ninguna
manera, darán a conocer a los miembros, los pases o los temas discutidos. Por lo tanto,
con una apariencia externa fraudulenta y con un estilo de simulación que siempre es el
mismo, los masones, como los antiguos maniqueos, se esfuerzan, en la medida de lo
posible, por ocultarse y no admitir testigos sino sus propios miembros. Como una forma
conveniente de ocultamiento, asumen el carácter de hombres literarios y académicos
asociados con fines de aprendizaje. Hablan de su celo por un refinamiento más culto y de
su amor por los pobres. ; y declaran su único deseo de mejorar la condición de las masas
y compartir con el mayor número posible todos los beneficios de la vida civil. Si estos
propósitos apuntaran a la verdad real, de ninguna manera son la totalidad de su objeto.
Además, para inscribirse, es necesario que los candidatos prometan y se comprometan a
ser estrictamente obedientes a sus líderes y maestros con la mayor sumisión y fidelidad, y
estar preparados para hacer lo que quieran con la más mínima expresión de su voluntad;
o, si es desobediente, someterse a las penas más graves y la muerte misma. De hecho, si
se juzga que alguien ha traicionado los actos de la secta o que se ha resistido a las órdenes
dadas, se les inflige castigo no con poca frecuencia y con tanta audacia y destreza que el
asesino a menudo escapa de la detección y castigo de su víctima. crimen.
160
10. Pero simular y desear estar escondido; atar a los hombres como esclavos en los lazos
más estrechos, y sin dar ninguna razón suficiente; hacer uso de hombres esclavizados a
la voluntad de otro para cualquier acto arbitrario; armar las manos derechas de los
hombres para el derramamiento de sangre después de asegurar la impunidad por el
crimen; todo esto es una enormidad de la cual la naturaleza retrocede. Por lo tanto, la
razón y la verdad en sí dejan en claro que la sociedad de la que estamos hablando está
en antagonismo con la justicia y la rectitud natural. Y esto se vuelve aún más claro, en la
medida en que otros argumentos, también, y aquellos muy manifiestos, prueban que se
opone esencialmente a la virtud natural. Porque, por grande que sea la inteligencia de
los hombres para ocultar y su experiencia en la mentira, es imposible evitar que los efectos
de cualquier causa muestren, de alguna manera, la naturaleza intrínseca de la causa de
donde provienen. "Un árbol bueno no puede producir fruta mala, ni un árbol malo
produce fruta buena". (12) Ahora, la secta masónica produce frutas que son perniciosas
y del sabor más amargo. Porque, por lo que hemos mostrado más claramente, lo que es
su propósito último se obliga a la vista, es decir, el derrocamiento total de todo el orden
religioso y político del mundo que la enseñanza cristiana ha producido, y la sustitución
de un nuevo estado de cosas de acuerdo con sus ideas, de las cuales los fundamentos y
las leyes se extraerán del mero naturalismo.
11. Lo que hemos dicho, y estamos a punto de decir, debe entenderse de la secta de los
masones tomada genéricamente, y en la medida en que comprende las asociaciones
afines y confederadas con ella, pero no de los miembros individuales de ellos. . Puede
haber personas entre estos, y no pocos que, aunque no estén exentos de la culpa de
haberse enredado en tales asociaciones, no son ni socios en sus actos criminales ni
conscientes del objetivo final que están tratando de lograr. De la misma manera, algunas
de las sociedades afiliadas, tal vez, de ninguna manera aprueban las conclusiones
extremas que, de ser coherentes, adoptarían como necesariamente siguiendo sus
principios comunes, no les sacudió con horror su propia locura. Algunos de estos, una
vez más, están guiados por circunstancias de tiempos y lugares, ya sea para apuntar a
cosas más pequeñas de lo que otros intentan habitualmente o de lo que ellos mismos
desearían intentar. Sin embargo, no son, por esta razón, considerados como ajenos a la
federación masónica; porque la federación masónica debe ser juzgada no tanto por las
cosas que ha hecho, o completada, como por la suma de sus pronunciadas opiniones.
deberes para con Dios, o los pervierten con opiniones erróneas y vagas. Porque niegan
que Dios haya enseñado algo; no permiten ningún dogma de religión o verdad que no
pueda ser entendido por la inteligencia humana, ni ningún maestro que deba creerse en
razón de su autoridad. Y dado que es el deber especial y exclusivo de la Iglesia Católica
exponer plenamente en palabras las verdades recibidas divinamente, enseñar, además
de otras ayudas divinas para la salvación, la autoridad de su oficio y defender la misma
con perfecta pureza, es contra la Iglesia que la ira y el ataque de los enemigos están
dirigidos principalmente.
13. En aquellos asuntos relacionados con la religión, se verá cómo actúa la secta de los
masones, especialmente cuando es más libre de actuar sin restricciones, y luego deje que
alguien juzgue si en realidad no desea llevar a cabo la política de Los naturalistas.
Mediante una labor larga y perseverante, se esfuerzan por lograr este resultado, es decir,
que el oficio de enseñanza y la autoridad de la Iglesia no tengan importancia en el Estado
civil; y por esta misma razón declaran al pueblo y sostienen que la Iglesia y el Estado
deberían estar totalmente desunidos. Por este medio rechazan de las leyes y de la
comunidad la influencia sana de la religión católica y, en consecuencia, imaginan que los
Estados deberían constituirse sin tener en cuenta las leyes y preceptos de la Iglesia.
14. Tampoco piensan lo suficiente como para ignorar a la Iglesia, el mejor guía, a menos
que también la perjudiquen por su hostilidad. De hecho, con ellos es legal atacar
impunemente los fundamentos mismos de la religión católica, en el habla, en la escritura
y en la enseñanza; e incluso los derechos de la Iglesia no se salvan, y las oficinas con las
que se invierte divinamente no son seguras. La menor libertad posible para manejar los
asuntos se deja a la Iglesia; y esto se hace mediante leyes aparentemente no muy hostiles,
pero en realidad enmarcadas y adaptadas para obstaculizar la libertad de acción. Además,
vemos leyes excepcionales y onerosas impuestas al clero, con el fin de que puedan
disminuir continuamente en número y en los medios necesarios. También vemos los
restos de las posesiones de la Iglesia encadenadas por las condiciones más estrictas, y
sometidas al poder y la voluntad arbitraria de los administradores del Estado, y las órdenes
religiosas enraizadas y dispersas.
15. Pero contra la sede apostólica y el pontífice romano, la contienda de estos enemigos
ha sido dirigida durante mucho tiempo. El pontífice fue primero, por razones engañosas,
expulsado del baluarte de su libertad y de su derecho, el príncipe civil; pronto, fue
conducido injustamente a una condición que era insoportable debido a las dificultades
planteadas por todos lados; y ahora ha llegado el momento en que los partidarios de las
sectas declaran abiertamente, lo que en secreto han planeado durante mucho tiempo,
162
que el poder sagrado de los pontífices debe ser abolido, y que el propio papado, fundado
por derecho divino, debe ser completamente destruido. Si faltaran otras pruebas, este
hecho sería suficientemente revelado por el testimonio de hombres bien informados, de
los cuales algunos en otros momentos, y otros nuevamente recientemente, han
declarado que es cierto de los masones que desean especialmente asaltar la Iglesia con
hostilidad irreconciliable, y que nunca descansarán hasta que hayan destruido lo que los
supremos pontífices hayan establecido por causa de la religión.
16. Si a los admitidos como miembros no se les ordena abjurar de ninguna forma de
palabras las doctrinas católicas, esta omisión, lejos de ser adversa a los diseños de los
masones, es más útil para sus propósitos. Primero, de esta manera engañan fácilmente a
los simples y los desatentos, y pueden inducir a un número mucho mayor a convertirse
en miembros. Nuevamente, como todos los que se ofrecen a sí mismos son recibidos sea
cual sea su forma de religión, por lo tanto, enseñan el gran error de esta época: que el
respeto a la religión debe considerarse como un asunto indiferente, y que todas las
religiones son iguales. Esta forma de razonamiento se calcula para provocar la ruina de
todas las formas de religión, y especialmente de la religión católica, que, como es la única
verdadera, no puede, sin gran injusticia, ser considerada simplemente igual a otras
religiones. .
17. Pero los naturalistas van mucho más allá; porque, habiendo entrado en las cosas más
altas en un curso totalmente erróneo, son llevados de cabeza a los extremos, ya sea por
la debilidad de la naturaleza humana o porque Dios les inflige el castigo justo de su
orgullo. Por lo tanto, sucede que ya no consideran como ciertas y permanentes aquellas
cosas que son completamente entendidas por la luz natural de la razón, como
ciertamente lo son: la existencia de Dios, la naturaleza inmaterial del alma humana y su
inmortalidad. La secta de los masones, por un curso de error similar, está expuesta a estos
mismos peligros; porque, aunque en general pueden profesar la existencia de Dios, ellos
mismos son testigos de que no todos mantienen esta verdad con el pleno asentimiento
de la mente o con una firme convicción. Tampoco ocultan que esta pregunta sobre Dios
es la mayor fuente y causa de discordias entre ellos; de hecho, es cierto que una disputa
considerable sobre este mismo tema ha existido entre ellos muy recientemente. Pero, de
hecho, la secta permite una gran libertad a sus devotos, de modo que a cada lado se le
da el derecho de defender su propia opinión, ya sea que hay un Dios o que no hay
ninguno; y aquellos que sostienen obstinadamente que no hay Dios son iniciados tan
fácilmente como aquellos que sostienen que Dios existe, aunque, como los panteístas,
tienen nociones falsas acerca de Él: todo lo cual no es más que quitar la realidad, mientras
retiene algo absurdo. Representación de la naturaleza divina.
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18. Cuando esta gran verdad fundamental ha sido revocada o debilitada, se deduce que
esas verdades, también conocidas por la enseñanza de la naturaleza, deben comenzar a
caer, es decir, que todas las cosas fueron hechas por el libre albedrío de Dios Creador; que
el mundo está gobernado por la Providencia; que las almas no mueren; que a esta vida
de hombres sobre la tierra sucederá otra vida eterna.
19. Cuando se eliminan estas verdades, que son Como principios de la naturaleza e
importantes para el conocimiento y para el uso práctico, es fácil ver qué será de la
moralidad pública y privada. No decimos nada de esas virtudes más celestiales, que nadie
puede ejercer o incluso adquirir sin un don especial y la gracia de Dios; de los cuales
necesariamente no se puede encontrar ningún rastro en aquellos que rechazan como
desconocida la redención de la humanidad, la gracia de Dios, los sacramentos y la
felicidad que se obtiene en el cielo. Hablamos ahora de los deberes que tienen su origen
en la probidad natural. Que Dios es el Creador del mundo y su Gobernante providente;
que la ley eterna ordena que se mantenga el orden natural y prohíbe que se altere; que
el último fin de los hombres es un destino muy por encima de las cosas humanas y más
allá de esta estancia en la tierra: estas son las fuentes y estos los principios de toda justicia
y moralidad. Si se eliminan, como desean los naturalistas y los masones, inmediatamente
no habrá conocimiento de lo que constituye la justicia y la injusticia, o sobre qué principio
se funda la moralidad. Y, en verdad, la enseñanza de la moralidad que solo encuentra el
favor de la secta de los masones, y en la que sostienen que la juventud debe ser instruida,
es lo que ellos llaman "civil" e "independiente" y "libre", es decir , aquello que no contiene
ninguna creencia religiosa. Pero, cuán insuficientes son esas enseñanzas, cuán carente
de solidez y cuán fácilmente movido por cada impulso de pasión, queda suficientemente
demostrado por sus tristes frutos, que ya han comenzado a aparecer. Porque, donde sea
que, al eliminar la educación cristiana, esta enseñanza ha comenzado a gobernar más
completamente, allí la bondad y la integridad de la moral han comenzado a perecer
rápidamente, han crecido opiniones monstruosas y vergonzosas, y la audacia de las malas
acciones ha aumentado en gran medida . Todo esto es comúnmente denunciado y
lamentado; y no pocos de los que de ninguna manera desean hacerlo se ven obligados
por abundante evidencia a dar con la misma frecuencia el mismo testimonio.
20. Además, la naturaleza humana estaba manchada por el pecado original y, por lo
tanto, está más dispuesta al vicio que a la virtud. Para una vida virtuosa es absolutamente
necesario restringir los movimientos desordenados del alma y hacer que las pasiones sean
obedientes a la razón. En este conflicto, las cosas humanas a menudo deben ser
despreciadas, y deben realizarse las mayores labores y dificultades, para que la razón
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siempre pueda dominar. Pero los naturalistas y masones, al no tener fe en las cosas que
hemos aprendido por la revelación de Dios, niegan que nuestros primeros padres hayan
pecado y, en consecuencia, piensan que el libre albedrío no está debilitado ni inclinado
al mal.
(13) por el contrario, exagerando más bien el poder y la excelencia de la naturaleza, y
colocando solo el principio y el estado de justicia, ni siquiera pueden imaginar que existe
la necesidad de una lucha constante y una firmeza perfecta para superar la violencia y el
gobierno de nuestro pasiones
Por lo tanto, vemos que los hombres son tentados públicamente por las muchas
atracciones del placer; que hay diarios y panfletos sin moderación ni vergüenza; que las
obras de teatro son notables para la licencia; que los diseños para obras de arte se buscan
descaradamente en las leyes de un llamado verismo; que los artilugios de una vida suave
y delicada se diseñan con mucho cuidado; y que todos los halagos del placer son
buscados diligentemente por los cuales la virtud puede ser adormecida. Perversamente,
también, pero al mismo tiempo de manera bastante consistente, actúen aquellos que
eliminen la expectativa de las alegrías del cielo y reduzcan toda la felicidad al nivel de
mortalidad y, por así decirlo, la hundan en la tierra. De lo que hemos dicho, el hecho
siguiente, sorprendente no tanto en sí mismo como en su expresión abierta, puede servir
como confirmación. Porque, como generalmente nadie está acostumbrado a obedecer a
hombres astutos e inteligentes tan sumisamente como aquellos cuya alma está debilitada
y destruida por el dominio de las pasiones, ha habido en la secta de los masones algunos
que claramente han determinado y propuesto que, ingeniosamente y con un propósito
determinado, la multitud debe estar saciada con una licencia ilimitada de vicio, ya que,
cuando esto se haya hecho, quedaría fácilmente bajo su poder y autoridad para cualquier
acto de audacia.
21. Lo que se refiere a la vida doméstica en la enseñanza de los naturalistas está casi todo
contenido en las siguientes declaraciones: que el matrimonio pertenece al género de los
contratos comerciales, que puede ser revocado por la voluntad de quienes los hicieron, y
que el civil los gobernantes del Estado tienen poder sobre el vínculo matrimonial; que en
la educación de la juventud no se debe enseñar nada en materia de religión como de
opinión cierta y fija; y cada uno debe quedar en libertad de seguir, cuando sea mayor de
edad, lo que prefiera. A estas cosas los masones asienten completamente; y no solo
asentir, sino que se han esforzado por convertirlos en una ley e institución. Porque en
muchos países, y en aquellos nominalmente católicos, se promulga que no habrá
matrimonios ser considerado legal excepto aquellos contratados por el rito civil; en otros
lugares la ley permite el divorcio; y en otros se hace todo lo posible para que sea legal tan
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pronto como sea posible. Por lo tanto, está llegando rápidamente el momento en que los
matrimonios se convertirán en otro tipo de contrato, es decir, en uniones cambiantes e
inciertas que pueden unirse, y que lo mismo cuando se cambia puede desunirse.
Con la mayor unanimidad, la secta de los masones también se esfuerza por asumir la
educación de la juventud. Piensan que pueden moldear fácilmente sus opiniones sobre
esa edad suave y flexible, y doblarla donde quieran; y que nada puede ser más adecuado
que esto para permitirles educar a la juventud del Estado después de su propio plan. Por
lo tanto, en la educación e instrucción de los niños no permiten compartir, ya sea de
enseñanza o de disciplina, a los ministros de la Iglesia; y en muchos lugares han procurado
que la educación de la juventud esté exclusivamente en manos de los laicos, y que nada
que trate de los deberes más importantes y sagrados de los hombres para con Dios se
introducirá en las instrucciones de la moral.
22. Luego vienen sus doctrinas de política, en las cuales los naturalistas establecen que
todos los hombres tienen el mismo derecho, y están en todos los aspectos en condiciones
iguales y similares; que cada uno es naturalmente libre; que nadie tiene derecho a mandar
a otro; que es un acto de violencia exigir a los hombres que obedezcan cualquier
autoridad que no sea la que se obtiene de sí mismos. Según esto, por lo tanto, todas las
cosas pertenecen a las personas libres; el poder lo ejerce el comando o permiso del
pueblo, de modo que, cuando la voluntad popular cambia, los gobernantes pueden ser
legalmente depuestos y la fuente de todos los derechos y deberes civiles está en la
multitud o en la autoridad de gobierno cuando esto se constituye de acuerdo a las últimas
doctrinas. También se sostiene que el Estado debería estar sin Dios; que en las diversas
formas de religión no hay ninguna razón por la cual uno debe tener precedencia sobre
otro; y que todos deben ocupar el mismo lugar.
23. Que estas doctrinas son igualmente aceptables para los masones, y que desearían
constituir Estados de acuerdo con este ejemplo y modelo, es demasiado conocido como
para requerir pruebas. Desde hace algún tiempo se han esforzado abiertamente por
lograrlo con todas sus fuerzas y recursos; y en esto preparan el camino para no pocos
hombres más audaces que se apresuran a cosas peores, en su esfuerzo por obtener la
igualdad y la comunidad de todos los bienes mediante la destrucción de toda distinción
de rango y propiedad.
24. Por lo tanto, cuál es la secta de los masones, y qué curso sigue, se desprende
suficientemente del resumen que hemos dado brevemente. Sus principales dogmas están
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tan grande y manifiestamente en desacuerdo con la razón que nada puede ser más
perverso. Desear destruir la religión y la Iglesia que Dios mismo ha establecido, y cuya
perpetuidad asegura con su protección, y devolver después de un lapso de dieciocho
siglos las costumbres y costumbres de los paganos, es una locura y una impiedad audaz.
Tampoco es menos horrible ni más tolerable que repudien los beneficios que Jesucristo
obtuvo tan misericordiosamente, no solo para las personas, sino también para la familia y
la sociedad civil, beneficios que, incluso según el juicio y el testimonio de los enemigos del
cristianismo. son muy geniales En este esfuerzo loco y malvado casi podemos ver el
implacable odio y el espíritu de venganza con el que Satanás mismo se inflama contra
Jesucristo. - Así también el esfuerzo estudioso de los masones para destruir los
fundamentos principales de la justicia y la honestidad, y cooperar con aquellos que
deseen, como si fueran simples animales, hacer lo que les plazca, tiende solo a lo
ignominioso y vergonzoso. ruina de la raza humana.
El mal también aumenta con los peligros que amenazan tanto a la sociedad doméstica
como a la civil. Como hemos demostrado en otra parte, (14) en el matrimonio, según la
creencia de casi todas las naciones, hay algo sagrado y religioso; y la ley de Dios ha
determinado que los matrimonios no se disolverán. Si se les priva de su carácter sagrado
y se hacen solubles, el resultado será problemas y confusión en la familia, la esposa se
verá privada de su dignidad y los niños quedarán sin protección en cuanto a sus intereses
y bienestar. no importa la religión, y en la organización y administración de los asuntos
civiles no tener más respeto por Dios que si Él no existiera, es una imprudencia
desconocida para los paganos; porque en su corazón y alma la noción de una divinidad
y la necesidad de la religión pública estaban tan firmemente establecidas que hubieran
pensado que sería más fácil tener una ciudad sin fundamento que una ciudad sin Dios.
La sociedad humana, de hecho para la cual estamos formados por naturaleza, ha sido
constituida por Dios el Autor de la naturaleza; y de Él, como de su principio y fuente,
fluyen en toda su fuerza y permanencia, los innumerables beneficios es con lo que
abunda la sociedad. Como somos cada uno de nosotros amonestados por la voz de la
naturaleza a adorar a Dios en piedad y santidad, como el Dador de la vida y de todo lo
que es bueno en ella, así también y por la misma razón, las naciones y los Estados están
obligados a adóralo; y por lo tanto, está claro que aquellos que absolverían a la sociedad
de todo deber religioso actúan no solo injustamente sino también con ignorancia e
insensatez.
25. Como los hombres son por la voluntad de Dios nacidos para la unión civil y la
sociedad, y como el poder para gobernar es tan necesario un vínculo de la sociedad que,
si se lo quita, la sociedad debe romperse de inmediato, se deduce que El que es el Autor
de la sociedad ha venido también la autoridad para gobernar; para que quien gobierne
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sea el ministro de Dios. Por lo tanto, como el fin y la naturaleza de la sociedad humana así
lo requieren, es correcto obedecer los mandamientos justos de la autoridad legal, como
es correcto obedecer a Dios que gobierna todas las cosas; y es muy falso que la gente
tenga el poder de dejar de lado su obediencia cuando quieran.
26. Del mismo modo, nadie duda de que todos los hombres son iguales entre sí, en lo
que respecta a su origen y naturaleza comunes, o el último fin que cada uno tiene que
alcanzar, o los derechos y deberes que se derivan de ellos. Pero, dado que las habilidades
de todos no son iguales, ya que uno difiere de otro en los poderes de la mente o el cuerpo,
y como hay muchas diferencias de manera, disposición y carácter, es muy repugnante
razonar para tratar de limitar todo dentro de la misma medida, y para extender la igualdad
completa a las instituciones de la vida cívica. Así como una condición perfecta del cuerpo
resulta de la conjunción y composición de sus diversos miembros, que, aunque difieren
en forma y propósito, hacen que, por su unión y la distribución de cada uno en su lugar
apropiado, una combinación hermosa para el ojo, firme en resistencia y necesario para
su uso; entonces, en la comunidad, hay una disparidad casi infinita de hombres, como
partes del todo. Si van a ser todos iguales, y cada uno debe seguir su propia voluntad, el
Estado parecerá más deformado; pero si, con una distinción de grados de dignidad, de
actividades y empleos, todos conspiran acertadamente para el bien común, presentarán
la imagen de un Estado bien constituido y conforme a la naturaleza.
27. Ahora, por los inquietantes errores que hemos descrito, los mayores peligros para los
Estados deben ser temidos. Porque, el temor a Dios y la reverencia por las leyes divinas
fueron quitadas, la autoridad de los gobernantes despreciada, la sedición permitida y
aprobada, y las pasiones populares instaron a la anarquía, sin restricción salvo el castigo,
un cambio y derrocamiento de todas las cosas. necesariamente lo seguirá. Sí, este cambio
y derrocamiento es planeado deliberadamente y presentado por muchas asociaciones de
comunistas y socialistas; y para sus empresas, la secta de los masones no es hostil, sino
que favorece en gran medida sus diseños, y tiene en común con ellos sus principales
opiniones. Y si estos hombres no intentan de una vez y en todas partes llevar a cabo sus
puntos de vista extremos, no se debe atribuir a sus enseñanzas y su voluntad, sino a la
virtud de esa religión divina que no puede ser destruida; y también porque la parte más
sana de los hombres, al negarse a ser esclavizados por sociedades secretas, se resiste
vigorosamente a sus locos intentos.
28. ¡Ojalá todos los hombres juzgaran al árbol por su fruto y reconocieran la semilla y el
origen de los males que nos presionan, y los peligros que son inminentes! Tenemos que
lidiar con un enemigo astuto y engañoso que, gratificando los oídos de la gente y de los
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príncipes, los ha atrapado con suaves discursos y adulaciones. Congratulándose con los
gobernantes con el pretexto de la amistad, los masones se han esforzado por convertirlos
en sus aliados y poderosos ayudantes para la destrucción del nombre cristiano; y que
podrían instarlos con más fuerza, han acusado a la Iglesia, con decidida calumnia, de
contender con los gobernantes en asuntos que afectan su autoridad y poder soberano.
Habiendo asegurado por estos artificios su propia seguridad y audacia, han comenzado
a ejercer un gran peso en el gobierno de los Estados; pero, sin embargo, están preparados
para sacudir los cimientos de los imperios, hostigar a los gobernantes del Estado,
acusarlos y expulsarlos, tan a menudo como parecen gobernar de otra manera de lo que
ellos mismos hubieran deseado. Del mismo modo, han engañado a la gente por
adulación. Proclamando en voz alta la libertad y la prosperidad pública, y diciendo que
era debido a la Iglesia y a los soberanos que la multitud no fue sacada de su servidumbre
y pobreza injustas, impusieron al pueblo y, excitándolos con sed por novedad, los han
instado a atacar tanto a la Iglesia como al poder civil. Sin embargo, la expectativa de los
beneficios que se esperaban es mayor que la realidad; de hecho, la gente común, más
oprimida que antes, está privada de su serie de ese consuelo que, si las cosas se hubieran
arreglado de manera cristiana, lo habrían tenido con facilidad y en abundancia. Pero,
quien lucha contra el orden que la Divina Providencia ha constituido paga generalmente
la pena de su orgullo, y se encuentra con aflicción y miseria donde esperaban
apresuradamente encontrar todas las cosas prósperas y de conformidad con sus deseos.
29. Si la Iglesia ordena a los hombres que rindan obediencia principalmente y sobre todo
a Dios, el Señor soberano, se cree errónea y falsamente que tiene envidia del poder civil
o que se arroga algo de los derechos de los soberanos. Por el contrario, ella enseña que
lo que es debido debido al poder civil debe ser entregado con una convicción y
conciencia del deber. Al enseñar que de Dios mismo viene el derecho de gobernar, ella
agrega una gran dignidad a la autoridad civil y una pequeña ayuda para obtener la
obediencia y la buena voluntad de los ciudadanos. Amiga de la paz y sustentadora de la
concordia, abraza a todos con amor maternal y, con la única intención de ayudar al
hombre mortal, le enseña que a la justicia se debe unir la clemencia, la equidad a la
autoridad y la moderación a la legislación; que no se debe violar el derecho de nadie; que
se mantenga el orden y la tranquilidad pública; y que la pobreza de quienes la necesitan
es, en la medida de lo posible, aliviada por la caridad pública y privada. "Pero por esta
razón", para usar las palabras de San Agustín, "los hombres piensan, o lo harían creer, que
la enseñanza cristiana no es adecuada para el bien del Estado; porque desean que el
Estado no se base en un sólido virtud, pero en la impunidad del vicio ". (15) Sabiendo
estas cosas, tanto los príncipes como las personas actuarían con sabiduría política, (16) y
de acuerdo con las necesidades de seguridad general, si, en lugar de unirse a los masones
para destruir la Iglesia , se unieron a la Iglesia para repeler sus ataques.
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30. Cualquiera que sea el futuro, en este mal grave y generalizado es nuestro deber,
venerados hermanos, esforzarnos por encontrar un remedio. Y debido a que sabemos
que nuestra mejor y más firme esperanza de un remedio está en el poder de esa religión
divina que los masones odian en proporción a su miedo a ella, creemos que es de suma
importancia llamar a nuestro poder más salvador. contra el enemigo común. Por lo tanto,
cualesquiera que sean los pontífices romanos Nuestros predecesores han decretado con
el propósito de oponerse a las empresas y los esfuerzos de la secta masónica, y cualquier
cosa que hayan promulgado para ingresar o retirar hombres de sociedades de este tipo,
lo ratificamos y confirmamos todo por nuestra autoridad apostólica. : y confiando en gran
medida en la buena voluntad de los cristianos, rogamos y suplicamos a cada uno, en aras
de su salvación eterna, que sean muy cuidadosos y no se aparten de lo que la iglesia
apostólica ha ordenado en este asunto.
31. Oramos y les suplicamos, venerados hermanos, que unan sus esfuerzos con los
nuestros, y que se esfuercen sinceramente por la extirpación de esta asquerosa plaga, que
se arrastra por las venas del cuerpo político. Tienes que defender la gloria de Dios y la
salvación de tu prójimo; y con el objeto de tu lucha delante de ti, ni el coraje ni la fuerza
te faltarán. Será su prudencia juzgar por qué medios puede superar las dificultades y
obstáculos con los que se encuentra. Pero, como corresponde a la autoridad de nuestra
oficina, nosotros mismos deberíamos señalar alguna forma adecuada de proceder,
deseamos que sea su regla, en primer lugar, arrancar la máscara de la masonería y dejar
que se vea como realmente es. ; y por sermones y cartas pastorales para instruir a la gente
sobre los artificios utilizados por las sociedades de este tipo para seducir a los hombres y
atraerlos a sus filas, y sobre la depravación de sus opiniones y la maldad de sus actos.
Como nuestros predecesores han repetido muchas veces, nadie piense que, por alguna
razón, puede unirse a la secta masónica, si valora su nombre católico y su salvación eterna
como debería valorarlos. Que nadie se engañe con un pretexto de honestidad. A algunos
les puede parecer que los masones no exigen nada abiertamente contrario a la religión y
la moral; pero, como todo el principio y el objeto de la secta radica en lo que es cruel y
criminal, unirse a estos hombres o ayudarlos no puede ser legal.
32. Además, mediante la enseñanza y la exhortación asiduas, la multitud debe ser atraída
a aprender diligentemente los preceptos de la religión; para lo cual recomendamos
fervientemente que mediante escritos y sermones oportunos se les enseñen los
elementos de esas verdades sagradas en las que está contenida la filosofía cristiana. El
resultado de esto será que las mentes de los hombres se harán sonoras mediante la
instrucción, y estarán protegidas contra muchas formas de error e inducciones a la
170
33. Grande, de hecho, es el trabajo; pero en él el clero compartirá sus labores, si, a través
de su cuidado, están capacitados para ello aprendiendo y Una vida bien transformada.
Este buen y gran trabajo requiere ser ayudado también por la industria de aquellos entre
los laicos en quienes el amor por la religión y el país se une al aprendizaje y la bondad de
la vida. Al unir los esfuerzos tanto del clero como de los laicos, esforzarse, venerados
hermanos, para que los hombres conozcan y amen a fondo a la Iglesia; porque, cuanto
mayor sea su conocimiento y amor por la Iglesia, más se alejarán de las sociedades
clandestinas.
34. Por lo tanto, no sin causa, aprovechamos esta ocasión para declarar nuevamente lo
que hemos dicho en otra parte, a saber, que la Tercera Orden de San Francisco, cuya
disciplina mitigamos prudentemente hace un tiempo, (16) debe ser promovida y
estudiada con esmero. sostenido; porque todo el objeto de esta Orden, constituido por
su fundador, es invitar a los hombres a una imitación de Jesucristo, al amor a la Iglesia y
a la observancia de todas las virtudes cristianas; y, por lo tanto, debería ser de gran
influencia para suprimir el contagio de las sociedades malvadas. Que, por lo tanto, esta
santa sociedad se fortalezca con un aumento diario. Entre los muchos beneficios que se
esperan de él estará el gran beneficio de atraer las mentes de los hombres hacia la
libertad, la fraternidad y la igualdad de derechos; no como los masones imaginan
absurdamente, sino como Jesucristo obtuvo para la raza humana y San Francisco
aspiraba a: la libertad, queremos decir, de los hijos de Dios, a través de la cual podemos
ser libres de la esclavitud de Satanás o de nuestras pasiones. , los dos maestros más
malvados; la fraternidad cuyo origen está en Dios, el Creador y Padre común de todos; La
igualdad que, fundada en la justicia y la caridad, no elimina todas las distinciones entre
los hombres, sino que, fuera de la variedad de la vida, de los deberes y de las actividades,
forma esa unión y esa armonía que naturalmente tienden al beneficio y la dignidad de
los hombres. sociedad.
35. En tercer lugar, hay un asunto sabiamente instituido por nuestros antepasados, pero
con el tiempo dejado de lado, que ahora puede usarse como un patrón y forma de algo
similar. Nos referimos a las asociaciones de gremios de trabajadores, para la protección,
bajo la guía de la religión, tanto de sus intereses temporales como de su moralidad. Si
nuestros antepasados, por mucho tiempo y experiencia, sintieron el beneficio de estos
gremios, nuestra edad quizás lo sentirá más por la oportunidad que brindarán de aplastar
el poder de las sectas. Aquellos que se sostienen con el trabajo de sus manos, además de
171
ser, por su propia condición, los más dignos por encima de todos los demás de caridad y
consuelo, también están especialmente expuestos a los atractivos de los hombres cuyas
formas radican en el fraude y el engaño. Por lo tanto, se les debe ayudar con la mayor
amabilidad posible y se les debe invitar a unirse a asociaciones que sean buenas, para que
no se vean atraídos por otros que son malos. Por esta razón, deseamos enormemente,
para la salvación de la gente, que, bajo los auspicios y el patrocinio de los obispos, y en
momentos convenientes, estos dorados puedan ser restaurados en general. Para nuestro
gran deleite, ya se han establecido sociedades de este tipo y asociaciones de maestros en
muchos lugares, con el objetivo de que cada clase de ellos tenga como objetivo ayudar
al trabajador honesto, proteger y proteger a sus hijos y su familia, y promover en ellos
piedad, conocimiento cristiano y una vida moral. Y en este asunto, no podemos omitir
mencionar esa sociedad ejemplar, que lleva el nombre de su fundador, San Vicente, que
se ha merecido tan bien de las clases bajas. Sus actos y sus objetivos son bien conocidos.
Todo su objetivo es dar alivio a los pobres y miserables. Esto lo hace con singular
prudencia y modestia; y cuanto menos quiera ser visto, mejor será para el ejercicio de la
caridad cristiana y para el alivio del sufrimiento.
36. En cuarto lugar, para lograr más fácilmente lo que deseamos, para su fidelidad y
vigilancia, encomiamos de manera especial a los jóvenes, como la esperanza de la
sociedad humana. Dedica la mayor parte de tu cuidado a su instrucción; y no piense que
ninguna precaución puede ser lo suficientemente grande como para mantenerlos
alejados de maestros y escuelas de donde se debe temer el aliento pestilente de las sectas.
Bajo su guía, permita que los padres, los instructores religiosos y los sacerdotes que tienen
la cura de las almas aprovechen cada oportunidad, en su enseñanza cristiana, de advertir
a sus hijos y alumnos de la infame naturaleza de estas sociedades, para que puedan
aprender a su debido tiempo. de los diversos y fraudulentos artificios por los cuales sus
promotores están acostumbrados a atrapar a las personas. Y aquellos que instruyen a los
jóvenes en el conocimiento religioso actuarán sabiamente si los inducen a todos a
resolver y a comprometerse a nunca unirse a ninguna sociedad sin el conocimiento de
sus padres o el consejo de su párroco o director.
37. Sin embargo, sabemos bien que nuestras labores unidas de ninguna manera serán
suficientes para arrancar estas semillas perniciosas del campo del Señor, a menos que el
Maestro celestial de la viña nos ayude misericordiosamente en nuestros esfuerzos.
Debemos, por lo tanto, con gran y ansioso Cuidamos, implorámosle la ayuda que requiere
la grandeza del peligro y de la necesidad. La secta de los masones se muestra insolente y
orgullosa de su éxito, y parece que no pondría límites a su pertinencia. Sus seguidores,
unidos por un pacto malvado y por consejos secretos, se ayudan mutuamente y se excitan
mutuamente por la audacia de las cosas malas. Un ataque tan vehemente exige una
172
defensa igual, es decir, que todos los hombres buenos deben formar la asociación más
amplia posible de acción y oración. Les suplicamos, por lo tanto, con corazones unidos,
que se mantengan unidos e inmóviles contra la fuerza de avance de las sectas; y en duelo
y súplica para extender sus manos a Dios, rezando para que el nombre cristiano florezca
y prospere, para que la Iglesia pueda disfrutar de su libertad necesaria, para que aquellos
que se han extraviado puedan volver a la mente correcta, ese error largo dar lugar a la
verdad y vicio a la virtud. Tomemos a nuestra ayudante e intercesora, la Virgen María,
Madre de Dios, para que ella, quien desde el momento de su concepción venció a
Satanás, pueda mostrar su poder sobre estas sectas malvadas, en las cuales se revive el
espíritu contumaz del demonio, junto con su perfidia y engaño insubordinados.
Supliquemos a Miguel, el príncipe de los ángeles celestiales, que expulsó al enemigo
infernal; y José, el esposo de la Santísima Virgen, y patrón celestial de la Iglesia Católica; y
los grandes apóstoles, Pedro y Pablo, los padres y campeones victoriosos de la fe cristiana.
Por su patrocinio, y por la perseverancia en la oración unida, esperamos que Dios pueda
socorrer misericordiosa y oportunamente a la raza humana, que está rodeada por tantos
peligros.
Dado en San Pedro en Roma, el día veinte de abril de 1884, sexto año de nuestro
pontificado.
LEO XIII
REFERENCES:
2. Ps. 82:24.
9. Encyc. Qui Pluribus, Nov. 9, 1846; address Multiplices inter, Sept. 25, 1865, etc.
10. Clement XII (1730-40); Benedict XIV (1740-58); Pius VII (1800-23); Pius IX (1846-78).
13. Trid., sess. vi, De justif., c. 1. Text of the Council of Trent: "tametsi in eis (sc. Judaeis)
liberum arbitrium minime extinctum esset, viribus licet attenuatum et inclinatum".
16. The text here refers to the encyclical letter Auspicato Concessum (Sept. 17, 1882), in
which Pope Leo XIII had recently glorified St. Francis of Assisi on the occasion of the
seventh centenary of his birch. In this encyclical, the Pope had presented the Third Order
of St. Francis as a Christian answer to the social problems of the times. The constitution
Misericors Dei Filius (June 23, 1883) expressly recalled that the neglect in which Christian
virtues are held is the main cause of the evils that threaten societies. In confirming the rule
of the Third Order and adapting it to the needs of modern times, Pope Leo XIII had
intended to bring back the largest possible number of souls to the practice of these
virtues.
174
UPERIORE ANNO
Last year, as each of you is aware, We decreed by an Encyclical Letter that, to win the help
of Heaven for the Church in her trials, the great Mother of God should be honoured by
the means of the most holy Rosary during the whole of the month of October. In this We
followed both Our own impulse and the example of Our predecessors, who in times of
difficulty were wont to have recourse with increased fervour to the Blessed Virgin, and to
seek her aid with special prayers. That wish of Ours has been complied with, with such a
willingness and unanimity that it is more than ever apparent how real is the religion and
how great is the fervour of the Christian peoples, and how great is the trust everywhere
placed in the heavenly patronage of the Virgin Mary. For Us, weighed down with the
burden of such and so great trials and evils, We confess that the sight of such intensity of
open piety and faith has been a great consolation, and even gives Us new courage for
the facing, if that be the wish of God, of still greater trials. Indeed, from the spirit of prayer
which is poured out over the house of David and the dwellers in Jerusalem, we have a
confident hope that God will at length let Himself be touched and have pity upon the
state of His Church, and give ear to the prayers coming to Him through her whom He has
chosen to be the dispenser of all heavenly graces.
2. For these reasons, therefore, with the same causes in existence which impelled Us last
year, as We have said, to rouse the piety of all, We have deemed it Our duty to exhort
again this year the people of Christendom to persevere in that method and formula of
prayer known as the Rosary of Mary, and thereby to merit the powerful patronage of the
great Mother of God. In as much as the enemies of Christianity are so stubborn in their
aims, its defenders must be equally staunch, especially as the heavenly help and the
benefits which are bestowed on us by God are the more usually the fruits of our
perseverance. It is good to recall to memory the example of that illustrious widow, Judith
175
- a type of the Blessed Virgin - who curbed the ill-judged impatience of the Jews when
they attempted to fix, according to their own judgment, the day appointed by God for
the deliverance of His city. The example should also be borne in mind of the Apostles,
who awaited the supreme gift promised unto them of the Paraclete, and persevered
unanimously in prayer with Mary the Mother of Jesus. For it is indeed, an arduous and
exceeding weighty matter that is now in hand: it is to humiliate an old and most subtle
enemy in the spread-out array of his power; to win back the freedom of the Church and
of her Head; to preserve and secure the fortifications within which should rest in peace
the safety and weal of human society. Care must be taken, therefore, that, in these times
of mourning for the Church, the most holy devotion of the Rosary of Mary be assiduously
and piously observed, the more so that this method of prayer being so arranged as to
recall in turn all the mysteries of our salvation, is eminently fitted to foster the spirit of piety.
3. With respect to Italy, it is now most necessary to implore the intercessionof the most
powerful Virgin through the medium of the Rosary, since amisfortune, and not an
imaginary one, is threatening-nay, rather is among us.The Asiatic cholera, having, under
God's will, crossed the boundary within whichnature seemed to have confined it, has
spread through the crowded shores of aFrench port, and thence to the neighbouring
districts of Italian soil. - To Mary,therefore, we must fly - to her whom rightly and justly the
Church entitles thedispenser of saving, aiding, and protecting gifts - that she,
graciouslyhearkening to our prayers, may grant us the help they besought, and drive
farfrom us the unclean plague.
4. We have therefore resolved that in this coming month of October, in which the sacred
devotions to Our Virgin Lady of the Rosary are solemnised throughout the Catholic world,
all the devotions shall again be observed which were commanded by Us this time last
year. - We therefore decree and make order that from the 1st of October to the 2nd of
November following in all the parish churches [curialibus templis], in all public churches
dedicated to the Mother of God, or in such as are appointed by the Ordinary, five decades
at least of the Rosary be recited, together with the Litany. If in the morning, the Holy
Sacrifice will take place during these prayers; if in the evening, the Blessed Sacrament will
be exposed for the adoration of the faithful; after which those present will receivethe
customary Benediction. We desire that, wherever it be lawful, the localconfraternity of
the Rosary should make a solemn procession through the streetsas a public manifestation
of religious devotion.
5. That the heavenly treasures of the Church may be thrown open to all, We hereby
renew every Indulgence granted by Us last year. To all those, therefore, who shall have
176
assisted on the prescribed days at the public recital of the Rosary, and have prayed for
Our intentions - to all those also who from legitimate causes shall have been compelled
to do so in private - We grant for each occasion an Indulgence of seven years and seven
times forty days. To those who, in the prescribed space of time shall have performed these
devotions at least ten times - either publicly in the churches or from just causes in the
privacy of their homes - and shall have expiated their sins by confession and have received
Communion at the altar, We grant from the treasury of the Church a Plenary Indulgence.
We also grant this full forgiveness of sins and plenary remission of punishment to all those
who, either on the feast day itself of Our Blessed Lady of the Rosary, or on any day within
the subsequent eight days, shall have washed the stains from their souls and have holily
partaken of the Divine banquet, and shall have also prayed in any church to God and His
most holy Mother for Our intentions. As We desire also to consult the interests of those
who live in country districts, and are hindered, especially in the month of October, by their
agricultural labours, We permit all We have above decreed, and also the holy Indulgences
gainable in the month of October, to be postponed to the following months of November
or December, according to the prudent decision of the Ordinaries.
6. We doubt not, Venerable Brethren, that rich and abundant fruits will be theresult of
these efforts, especially if God, by the bestowal of His heavenlygraces, bring an added
increase to the fields planted by Us and watered by yourzeal. We are certain that the
faithful of Christendom will hearken to theutterance of Our Apostolic authority with the
same fervour of faith and piety ofwhich they gave most ample evidence last year. May
our Heavenly Patroness,invoked by usthrough the Rosary, graciously be with us and
obtain that, all disagreements of opinion being removed and Christianity restored
throughout the world, we may obtain from God the wished for peace in the Church. - In
pledge of that boon, to you, your clergy, and the flock entrusted to your care, We lovingly
bestow the Apostolic Benediction.
Given in Rome, at St. Peter's, the 30th ofAugust, 1884, in the Seventh Year of Our
Pontificate.
LEO XIII
177
IMMORTALE DEI
Carta Encíclica del Sumo Pontífice León XIII sobre la constitutción cristiana del estado.
La atrocidad de esta calumnia armó y aguzó, no sin motivo, la pluma de San Agustín. En
varias de sus obras, especialmente en La ciudad de Dios, demostró con tanta claridad la
eficacia de la filosofía cristiana en sus relaciones con el Estado, que no sólo realizó una
cabal apología de la cristiandad de su tiempo, sino que obtuvo también un triunfo
definitivo sobre las acusaciones falsas. No descansó, sin embargo, la fiebre funesta de
estas quejas y falsas recriminaciones. Son muchos los que se han empeñado en buscar la
norma constitucional de la vida política al margen de las doctrinas aprobadas por la Iglesia
católica. Últimamente, el llamado derecho nuevo, presentado como adquisición de los
tiempos modernos y producto de una libertad progresiva, ha comenzado a prevalecer
por todas partes. Pero, a pesar de los muchos intentos realizados, la realidad es que no se
ha encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema superior al que brota
espontáneamente de la doctrina del Evangelio.
Nos juzgamos, pues, de suma importancia y muy conforme a nuestro oficio apostólico
comparar con la doctrina cristiana las modernas teorías sociales acerca del Estado. Nos
178
confiamos que la verdad disipará con su resplandor todos los motivos de error y de duda.
Todos podrán ver con facilidad las normas supremas que, como norma práctica de vida,
deben seguir y obedecer.
Sumario
Autoridad, Estado
Ahora bien: ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos
y cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente,
es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como
la misma sociedad, surge y deriva de la Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es
su autor. De donde se sigue que el poder público, en sí mismo considerado, no proviene
sino de Dios. Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha
de someterse y obedecer necesariamente a Dios. Hasta tal punto, que todos los que
tienen el derecho de mandar, de ningún otro reciben este derecho si no es de Dios,
Príncipe supremo de todos. «No hay autoridad sino pos Dios»(1). Por otra parte, el
derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno.
La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice
efecazmente el bien común y la utilidad de todos. Pero en toda forma de gobierno los
jefes del Estado deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del
universo, y tomarlo como modelo y norma en el gobierno del Estado. Porque así como
en el mundo visible Dios ha creado las causas segundas para que en ellas podamos ver
reflejadas de alguna manera la naturaleza y la acción divinas y para que conduzcan al fin
hacia el cual tiende todo el universo mundo, así también ha querido Dios que en la
sociedad civil haya una autoridad suprema, cuyos titulares fuesen como una imagen del
poder y de la providencia que Dios tiene sobre el género humano.
179
Por tanto, el poder debe ser justo, no despótico, sino paterno, porque el poder justísimo
que Dios tiene sobre los hombres está unido a su bondad de Padre. Pero, además, el
poder ha de ejercitarse en provecho de los ciudadanos, porque la única razón
legitimadora del poder es precisamente asegurar el bienestar público. No se puede
permitir en modo alguno que la autoridad civil sirva al interés de uno o de pocos, porque
está constituida para el bien común de la totalidad social. Si las autoridades degeneran
en un gobierno injusto, si incurren en abusos de poder o en el pecado de soberbia y si no
miran por los intereses del pueblo, sepan que deberán dar estrecha cuenta a Dios. Y esta
cuenta será tanto más rigurosa cuanto más sagrado haya sido el cargo o más alta la
dignidad que hayan poseído. A los poderosos amenaza poderosa inquisición(2). De esta
manera, la majestad del poder se verá acompañada por la reverencia honrosa que de
buen grado le prestarán los ciudadanos. Convencidos éstos de que los gobernantes
tienen su autoridad recibida de Dios, se sentirán obligados en justicia a aceptar con
docilidad los mandatos de los gobernantes y a prestarles obediencia y fidelidad, con un
sentimiento parecido a la piedad que los hijos tienen con sus padres. «Todos habéis de
estar sometidos a las autoridades superiores»(3). Despreciar el poder legítimo, sea el que
sea el titular del poder, es tan ilícito como resistir a la voluntad de Dios. Quienes resisten
a la voluntad divina se despeñan voluntariamente en el abismo de su propia perdición.
«Quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen
sobre sí la condenación»(4). Por tanto, quebrantar la obediencia y provocar revoluciones
por medio de la fuerza de las masas constituye un crimen de lesa majestad, no solamente
humana, sino también divina.
El culto público
3. Constituido sobre estos principios, es evidente que el Estado tiene el deber de cumplir
por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con
Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente,
porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de El, a El hemos de volver, impone
la misma obligación a la sociedad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de
Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su
parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su
existencia, su conservación y la ínnumerable abundancia de sus bienes. Por esta razón,
así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los
cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera,
sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y
verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como
si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por
último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado
tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios
ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el
santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de
favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no
180
legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla. Obligación debida por los
gobernantes también a sus ciudadanos. Porque todos los hombres hemos nacido y
hemos sido criados para alcanzar un fin último y supremo, al que debemos referir todos
nuestros propósitos, y que colocado en el cielo, más allá de la frágil brevedad de esta vida.
Si, pues, de este sumo bien depende la felicidad perfecta y total de los hombres, la
consecuencia es clara: la consecución de este bien importa tanto a cada uno de los
ciudadanos que no hay ni puede haber otro asunto más importante. Por tanto, es
necesario que el Estado, establecido para el bien de todos, al asegurar la prosperidad
pública, proceda de tal forma que, lejos de crear obstáculos, dé todas las facilidades
posibles a los ciudadanos para el logro de aquel bien sumo e inconmutable que
naturalmente desean. La primera y principal de todas ellas consiste en procurar una
inviolable y santa observancia de la religión, cuyos deberes unen al hombre con Dios.
Dios mismo ha dado a esta inmensa multitud de hombres prelados con poderes para
gobernarla, y ha querido que uno de ellos fuese el Jefe supremo de todos y Maestro
máximo e infalible de la verdad, al cual entregó las llaves del reino de los cielos. «Yo te
daré las llaves del reino de los cielos»(9). «Apacienta mis corderos..., apacienta mis
ovejas»(10). «Yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe»(11). Esta sociedad,
aunque está compuesta por hombres, como la sociedad civil, sin embargo, por el fin a
que tiende y por los medios de que se vale para alcanzar este fin, es sobrenatural y
espiritual. Por tanto, es distinta y difiere de la sociedad política. Y, lo que es más
importante, es una sociedad genérica y jurídicamente perfecta, porque tiene en sí misma
181
y por sí misma, por voluntad benéfica y gratuita de su Fundador, todos los elementos
necesarios para su existencia y acción. Y así como el fin al que tiende la Iglesia es el más
noble de todos, así también su autoridad es más alta que toda otra autoridad ni puede
en modo alguno ser inferior o quedar sujeta a la autoridad civil. Jesucristo ha dado a sus
apóstoles una autoridad plena sobre las cosas sagradas, concediéndoles tanto el poder
legislativo como el doble poder, derivado de éste, de juzgar y castigar. «Me ha sido dado
todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes..., enseñándoles
a observar todo cuanto yo os he mandado»(12). Y en otro texto: «Si los desoyere,
comunícalo a la Iglesia»(13). Y todavía: «Prontos a castigar toda desobediencia y a
reduciros a perfecta obediencia»(14). Y aún más: «Emplee yo con severidad la autoridad
que el Señor me confirió para edificar, no para destruir»(15).
Por tanto, no es el Estado, sino la Iglesia, la que debe guiar a los hombres hacia la patria
celestial. Dios ha dado a la Iglesia el encargo de juzgar y definir en las cosas tocantes a la
religión, de enseñar a todos los pueblos, de ensanchar en lo posible las fronteras del
cristianismo; en una palabra: de gobernar la cristiandad, según su propio criterio, con
libertad y sin trabas. La Iglesia no ha cesado nunca de reivindicar para sí ni de ejercer
públicamente esta autoridad completa en sí misma y jurídicamente perfecta, atacada
desde hace mucho tiempo por una filosofia aduladora de los poderes políticos. Han sido
los apóstoles los primeros en defenderla. A los príncipes de la sinagoga, que les prohibían
predicar la doctrina evangélica, respondían los apóstoles con firmeza: «Es preciso
obedecer a Dios antes que a los hombres»(16). Los Santos Padres se consagraron a
defender esta misma autoridad, con razonamientos sólidos, cuando se les presentó
ocasión para ello. Los Romanos Pontífices, por su parte, con invicta constancia de ánimo,
no han cesado jamás de reivindicar esta autoridad frente a los agresores de ella. Más aún:
los mismos príncipes y gobernantes de los Estados han reconocido, de hecho y de
derecho, esta autoridad, al tratar con la Iglesia como con un legítimo poder soberano, ya
por medios de convenios y concordatos, ya con el envío y aceptación de embajadores, ya
con el mutuo intercambio de otros buenos oficios. Y hay que reconocer una singular
providencia de Dios en el hecho de que esta suprema potestad de la Iglesia llegara a
encontrar en el poder civil la defensa más segura de su propia independencia.
Dos sociedades, dos poderes
6. Dios ha repartido, por tanto, el gobierno del género humano entre dos poderes: el
poder eclesiástico y el poder civil. El poder eclesiástico, puesto al frente de los intereses
divinos. El poder civil, encargado de los intereses humanos. Ambas potestades son
soberanas en su género. Cada una queda circunscrita dentro de ciertos límites, definidos
por su propia naturaleza y por su fin próximo. De donde resulta una como esfera
determinada, dentro de la cual cada poder ejercita iure proprio su actividad. Pero como
el sujeto pasivo de ambos poderes soberanos es uno mismo, y como, por otra parte,
puede suceder que un mismo asunto pertenezca, si bien bajo diferentes aspectos, a la
182
Es necesario, por tanto, que entre ambas potestades exista una ordenada relación unitiva,
comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo. Para
determinar la esencia y la medida de esta relación unitiva no hay, como hemos dicho,
otro camino que examinar la naturaleza de cada uno de los dos poderes, teniendo en
cuenta la excelencia y nobleza de sus fines respectivos. El poder civil tiene como fin
próximo y principal el cuidado de las cosas temporales. El poder eclesiástico, en cambio,
la adquisición de los bienes eternos. Así, todo lo que de alguna manera es sagrado en la
vida humana, todo lo que pertenece a la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por
su propia naturaleza, sea en virtud del fin a que está referido, todo ello cae bajo el dominio
y autoridad de la Iglesia. Pero las demás cosas que el régimen civil y político, en cuanto
tal, abraza y comprende, es de justicia que queden sometidas a éste, pues Jesucristo
mandó expresamente que se dé al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
No obstante, sobrevienen a veces especiales circunstancias en las que puede convenir
otro género de concordia que asegure la paz y libertad de entrambas potestades; por
ejemplo, cuando los gobernantes y el Romano Pontífice admiten la misma solución para
un asunto determinado. En estas ocasiones, la Iglesia ha dado pruebas numerosas de su
bondad maternal, usando la mayor indulgencia y condescendencia posibles.
Ventajas de esta concepción
En la esfera política y civil, las leyes se ordenan al bien común, y no son dictadas por el
voto y el juicio falaces de la muchedumbre, sino por la verdad y la justicia. La autoridad
de los gobernantes queda revestida de un cierto carácter sagrado y sobrehumano y
frenada para que ni se aparte de la justicia ní degenere en abusos del poder. La
obediencia de los ciudadanos tiene como compañera inseparable una honrosa dignidad,
porque no es esclavitud de hombre a hombre, sino sumisión a la voluntad de Dios, que
ejerce su poder por medio de los hombres. Tan pronto como arraiga esta convicción en
la sociedad, entienden los ciudadanos que son deberes de justicia el respeto a la majestad
de los gobernantes, la obediencia constante y leal a la autoridad pública, el rechazo de
toda sedición y la observancia religiosa de la constitución del Estado.
En otro pasaje el santo Doctor refuta el error de ciertos filósofos políticos: «Los que afirman
que la doctrina de Cristo es nociva al Estado, que nos presenten un ejército con soldados
tales como la doctrina de Cristo manda; que nos den asimismo inspectores del fisco tales
como la enseñanza de Cristo quiere y forma. Una vez que nos los hayan dado, atrévanse
a decir que tal doctrina se opone al interés común. No lo dirán; antes bien, habrán de
reconocer que su observancia es la gran salvación del Estado»(20).
9. Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella
época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en
las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases
y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veia colocada
firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a
la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El
sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio de
voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a toda
esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en
innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los
adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si la Europa cristiana domó las naciones
bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad;
si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si ha conservado el cetro de la civilización
y se ha mantenido como maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la
enseñanza de todo cuanto podía redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado
185
a los pueblos el bien de la verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia
providencia ha creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias
de los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de
gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus grandes
empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones. Habríamos conservado también
hoy todos estos mismos bienes si la concordia entre ambos poderes se hubiera
conservado. Podríamos incluso esperar fundadamente mayores bienes si el poder civil
hubiese obedecido con mayor fidelidad y perseverancia a la autoridad, al magisterio y a
los consejos de la Iglesia. Las palabras que Yves de Chartres escribió al papa Pascual II
merecen ser consideradas como formulación de una ley imprescindible: «Cuando el
imperio y el sacerdocio viven en plena armonía, el mundo está bien gobernado y la Iglesia
florece y fructifica. Pero cuando surge entre ellos la discordia, no sólo no crecen los
pequeños brotes, sino que incluso las mismas grandes instituciones perecen
miserablemente»(21) .
Principios fundamentales
11. Es fácil de ver la deplorable situación a que queda reducida la Iglesia si el Estado se
apoya sobre estos fundamentos, hoy día tan alabados. Porque cuando la política práctica
se ajusta a estas doctrinas, se da a la Iglesia en el Estado un lugar igual, o quizás inferior,
al de otras sociedades distintas de ella. No se tienen en cuenta para nada las leyes
eclesiásticas, y la Iglesia, que por mandato expreso de Jesucristo ha de enseñar a todas
las gentes, se ve apartada de toda intervención en la educación pública de los
ciudadanos. En las mismas materias que son de competencia mixta, las autoridades del
Estado establecen por sí mismas una legislación arbitraria y desprecian con soberbia la
sagrada legislación de la Iglesia en esta materia. Y así, colocan bajo su jurisdicción el
matrimonio cristiano, legislando incluso acerca del vínculo conyugal, de su unidad y
estabilidad; privan de sus propiedades al clero, negando a la Iglesia el derecho de
propiedad; tratan, finalmente, a la Iglesia como si la Iglesia no tuviera la naturaleza y los
derechos de una sociedad perfecta y como si fuere meramente una asociación parecida
a las demás asociaciones reconocidas por el Estado. Por esto, afirman que, si la Iglesia
tiene algún derecho o alguna facultad legítima para obrar, lo debe al favor y a las
concesiones de las autoridades del Estado. Si en un Estado la legislación civil deja a la
Iglesia una esfera de autonomía jurídica y existe entre ambos poderes algún concordato,
se apresuran a proclamar que es necesario separar los asuntos de la Iglesia de los asuntos
del Estado, y esto con el intento de poder obrar impunemente contra el pacto convenido,
y, eliminados así todos los obstáculos, quedar las autoridades civiles como árbitros
absolutos de todo. Pero como la Iglesia no puede tolerar estas pretensiones, porque ello
equivaldría al abandono de los más santos y más graves deberes, y, por otra parte, la
Iglesia exige que el concordato se cumpla con entera fidelidad, surgen frecuentemente
187
conflictos entre el poder sagrado y el poder civil, cuyo resultado final suele ser que
sucumba la parte más débil en fuerzas humanas ante la parte más fuerte.
12. Así, en la situación política que muchos preconizan actualmente existe una
tendencia en las ideas y en la acción a excluir por completo a la Iglesia de la sociedad o a
tenerla sujeta y encadenada al Estado. A este fin va dirigida la mayor parte de las medidas
tomadas por los gobiernos. La legislación, la administración pública del Estado, la
educación laica de la juventud, el despojo y la supresión de las Órdenes religiosas, la
destrucción del poder temporal de los Romanos Pontífices, no tienen otra finalidad que
quebrantar la fuerza de las instituciones cristianas, ahogar la libertad de la Iglesia católica
y suprimir todos sus derechos.
13. La sola razón natural demuestra el grave error de estas teorías acerca de la
constitución del Estado. La naturaleza enseña que toda autoridad, sea la que sea,
proviene de Dios como de suprema y augusta fuente. La soberanía del pueblo, que, según
aquéllas, reside por derecho natural en la muchedumbre independizada totalmente de
Dios, aunque presenta grandes ventajas para halagar y encender innumerables pasiones,
carece de todo fundamento sólido y de eficacia sustantiva para garantizar la seguridad
pública y mantener el orden en la sociedad. Porque con estas teorías las cosas han llegado
a tal punto que muchos admiten como una norma de la vida política la legitimidad del
derecho a la rebelión. Prevalece hoy día la opinión de que, siendo los gobernantes meros
delegadas, encargados de ejecutar la voluntad del pueblo, es necesario que todo cambie
al compás de la voluntad del pueblo, de donde se sigue que el Estado nunca se ve libre
del temor de la revoluciones.
14. En materia religiosa, pensar que las formas de culto, distintas y aun contrarias, son
todas iguales, equivale a confesar que no se quiere aprobar ni practicar ninguna de ellas.
Esta actitud, si nominalmente difiere del ateísmo, en realidad se identifica con él. Los que
creen en la existencia de Dios, si quieren ser consecuentes consigo mismos y no caer en
un absurdo, han de comprender necesariamente que las formas usuales de culto divino,
cuya diferencia, disparidad y contradicción aun en cosas de suma importancia son tan
grandes, no pueden ser todas igualmente aceptables ni igualmente buenas o agradables
a Dios.
que es siempre la misma y no es menos inmutable que la misma naturaleza de las cosas.
Si la inteligencia se adhiere a opiniones falsas, si la voluntad elige el mal y se abraza a él,
ni la inteligencia ni la voluntad alcanzan su perfección; por el contrario, abdican de su
dignidad natural y quedan corrompidas. Por consiguiente, no es lícito publicar y exponer
a la vista de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, y es mucho menos
lícito favorecer y amparar esas publicaciones y exposiciones con la tutela de las leyes. No
hay más que un camino para llegar al cielo, al que todos tendemos: la vida virtuosa. Por
lo cual se aparta de la norma enseñada por la naturaleza todo Estado que permite una
libertad de pensamiento y de acción que con sus excesos pueda extraviar impunemente
a las inteligencias de la verdad y a las almas de la virtud.
Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios,
de la vida social, de la legislación, de la educación de la juventud y de la familia. Sin religión
es imposible un Estado bien ordenado. Son ya conocidos, tal vez más de lo que
convendría, la esencia, los fines y las consecuencias de la llamada moral civil. La maestra
verdadera de la virtud y la depositaria de la moral es la Iglesia de Cristo. Es ella la que
defiende incólumes los principios reguladores de los deberes. Es ella la que, al proponer
los motivos más eficaces para vivir virtuosamente, manda no sólo evitar toda acción mala,
sino también domar las pasiones contrarias a la razón, incluso cuando éstas no se
traducen en las obras. Querer someter la Iglesia, en el cumplimiento de sus deberes, al
poder civil constituye una gran injuria y un gran peligro. De este modo se perturba el
orden de las cosas, anteponiendo lo natural a lo sobrenatural. Se suprime, o, por lo menos,
se disminuye, la afluencia de los bienes que aportaría la Iglesia a la sociedad si pudiese
obrar sin obstáculos. Por último, se abre la puerta a enemistades y conflictos, que causan
a ambas sociedades grandes daños, como los acontecimientos han demostrado con
demasiada frecuencia.
Condenación del derecho nuevo
16. Estas doctrinas, contrarias a la razón y de tanta trascendencia para el bien público
del Estado, no dejaron de ser condenadas por los Romanos Pontífices, nuestros
predecesores, que vivían convencidos de las obligaciones que les imponía el cargo
apostólico. Así, Gregorio XVI, en la encíclica Mirari vos, del 15 de agosto de 1832, condenó
con gran autoridad doctrinal los principios que ya entonces se iban divulgando, esto es,
el indiferentismo religioso, la libertad absoluta de cultos y de conciencia, la libertad de
imprenta y la legitimidad del derecho de rebelión. Con relación a la separación entre la
Iglesia y el Estado, decía así el citado Pontífice: «No podríamos augurar resultados felices
para la Iglesia y para el Estado de los deseos de quienes pretenden con empeño que la
Iglesia se separe del Estado, rompiendo la concordia mutua del imperio y del sacerdocio.
Todos saben muy bien que esta concordia, que siempre ha sido tan beneficiosa para los
intereses religiosos y civiles, es muy temida por los fautores de una libertad
desvergonzada»(23). De modo semejante, Pío IX, aprovechando las ocasiones que se le
189
presentaron, condenó muchas de las falsas opiniones que habían empezado a estar en
boga, reuniéndolas después en un catálogo, a fin de que supiesen los católicos a qué
atenerse, sin peligro de equivocarse, en medio de una avenida tan grande de errores(24).
17. De estas declaraciones pontificias, lo que debe tenerse presente, sobre todo, es que
el origen del poder civil hay que ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de
rebelión es contrario a la razón; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los
Estados, prescindir de sus deberes religiosos o medir con un mismo nivel todos los cultos
contrarios; que no debe ser considerado en absoluto como un derecho de los
ciudadanos, ni como pretensión merecedora de favor y amparo, la libertad inmoderada
de pensamiento y de expresión. Hay que admitir igualmente que la Iglesia, no menos que
el Estado, es una sociedad completa en su género y jurídicamente perfecta; y que, por
consiguiente, los que tienen el poder supremo del Estado no deben pretender someter la
Iglesia a su servicio u obediencia, o mermar la libertad de acción de la Iglesia en su esfera
propia, o arrebatarle cualquiera de los derechos que Jesucristo le ha conferido. Sin
embargo, en las cuestiones de derecho mixto es plenamente conforme a la naturaleza y
a los designios de Dios no la separación ni mucho menos el conflicto entre ambos
poderes, sino la concordia, y ésta de acuerdo con los fines próximos que han dado origen
a entrambas sociedades.
18. Estos son los principios que la Iglesia católica establece en materia de constitución
y gobierno de los Estados. Con estos principios, si se quiere juzgar rectamente, no queda
condenada por sí misma ninguna de las distintas formas de gobierno, pues nada
contienen contrario a la doctrina católica, y todas ellas, realizadas con prudencia y justicia,
pueden garantizar al Estado la prosperidad pública. Más aún: ni siquiera es en sí
censurable, según estos principios, que el pueblo tenga una mayor o menor participación
en el gobierno, participación que, en ciertas ocasiones y dentro de una legislación
determinada, puede no sólo ser provechosa, sino incluso obligatoria para los ciudadanos.
No hay tampoco razón justa para acusar a la Iglesia de ser demasiado estrecha en materia
de tolerancia o de ser enemiga de la auténtica y legítima libertad. Porque, si bien la Iglesia
juzga ilícito que las diversas clases de culto divino gocen del mismo derecho que tiene la
religión verdadera, no por esto, sin embargo, condena a los gobernantes que para
conseguir un bien importante o para evitar un grave mal toleran pacientemente en la
práctica la existencia de dichos cultos en el Estado. Es, por otra parte, costumbre de la
Iglesia vigilar con mucho cuidado para que nadie sea forzado a abrazar la fe católica
contra su voluntad, porque, como observa acertadamente San Agustín, «el hombre no
puede creer más que de buena voluntad»(25).
19. Por la misma razón, la Iglesia no puede aprobar una líbertad que lleva al desprecio
de las leyes santísimas de Dios y a la negación de la obediencia debida a la autoridad
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legítima. Esta libertad, más que libertad, es licencia. Y con razón la denomina San Agustín
libertad de perdición(26) y el apóstol San Pedro velo de malicia(27). Más aún: esa libertad,
siendo como es contraria a la razón, constituye una verdadera esclavitud, pues el que
obra el pecado, esclavo es del pecado(28). Por el contrario, es libertad auténtica y
deseable aquella que en la esfera de la vida privada no permite el sometimiento del
hombre a la tiranía abominable de los errores y de las malas pasiones y que en el campo
de la vida pública gobierna con sabiduría a los ciudadanos, fomenta el progreso y las
comodidades de la vida y defiende la administración del Estado de toda ajena
arbitrariedad. La Iglesia es la primera en aprobar esta libertad justa y digna del hombre.
Nunca ha cesado de combatír para conservarla incólume y entera en los pueblos. Los
monumentos históricos de las edades precedentes demuestran que la Iglesia católica ha
sido siempre la iniciadora, o la impulsora, o la protectora de todas las instituciones que
pueden contribuir al bienestar común en el Estado. Tales son las eficaces instituciones
creadas para coartar la tiranía de los príncipes que gobiernan mal a los pueblos; las que
impiden que el poder supremo del Estado invada indebidamente la esfera municipal o
familiar, y las dirigidas a garantizar la dignidad y la vida de las personas y la igualdad
jurídica de los ciudadanos.
Consecuente siempre consigo mísma, si por una parte rechaza la libertad inmoderada,
que lleva a los indivíduos y a los pueblos al desenfreno o a la esclavitud, acepta, por otra
parte, con mucho gusto, los adelantos que trae consigo el tiempo, cuando promueven
de veras el bienestar de la vida presente, que es como un camino que lleva a la vida e
inmortalidad futuras. Calumnia, por tanto, vana e infundada es la afirmación de algunos
que dicen que la Iglesia mira con malos ojos el sistema político moderno y que rechaza
sin distinción todos los descubrimientos del genio contemporáneo. La Iglesia rechaza, sin
duda alguna, la locura de ciertas opiniones. Desaprueba el pernicíoso afán de
revoluciones y rechaza muy especialmente ese estado de espíritu en el que se vislumbra
el comienzo de un apartamiento voluntario de Dios. Pero como todo lo verdadero
proviene necesariamente de Dios, la Iglesia reconoce como destello de la mente divina
toda verdad alcanzada por la investigación del entendimiento humano. Y como no hay
verdad alguna del orden natural que esté en contradicción con las verdades reveladas,
por el contrario, son muchas las que comprueban esta misma fe; y, además, todo
descubrimiento de la verdad puede llevar, ya al conocimiento, ya a la glorificación de
Dios, de aquí que la Iglesia acoja siempre con agrado y alegría todo lo que contribuye al
verdadero progreso de las ciencias. Y así como lo ha hecho siempre con las demás
ciencias, la Iglesia fomentará y favorecerá con ardor todas aquellas ciencias que tienen
por objeto el estudio de la naturaleza. En estas disciplinas, la Iglesia no rechaza los nuevos
descubrimientos. Ni es contraria a la búsqueda de nuevos progresos para el mayor
bienestar y comodídad de la vida. Enemiga de la inercia perezosa, desea en gran manera
que el ingenio humano, con el trabajo y la cultura, produzca frutos abundantes. Estimula
todas las artes, todas las industrias, y dirigiendo con su eficacia propia todas estas cosas a
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20. Pero estos principios, tan acertados y razonables, no son aceptados hoy día, cuando
los Estados no solamente rechazan adaptarse a las normas de la filosofia cristiana, sino
que parecen pretender alejarse cada día más de ésta. Sin embargo, como la verdad
expuesta con claridad suele propagarse fácilmente por sí misma y penetrar poco a poco
en los entendimientos de los hombres, por esto Nos, obligados en concíencia por el
sagrado cargo apostólico que ejercemos para con todos los pueblos, declaramos la
verdad con toda libertad, según nuestro deber. No porque Nos olvidemos las especiales
circunstancias de nuestros tiempos, ni porque juzguemos condenables los adelantos
útiles y honestos de nuestra época, sino porque Nos querríamos que la vida pública
discurriera por caminos más seguros y tuviera fundamentos más sólidos, y esto
manteniendo intacta la verdadera libertad de los pueblos; esta libertad humana cuya
madre y mejor garantía es la verdad: «la verdad os hará libres»(29).
En el orden teórico
21. Si, pues, en estas dificiles circunstancias, los católicos escuchan, como es su
obligación, estas nuestras enseñanzas, entenderán con facilidad cuáles son los deberes
de cada uno, tanto en el orden teórico como en el orden práctico. En el orden de las
ideas, es necesaria una firme adhesión a todas las enseñanzas presentes y futuras de los
Romanos Pontífices y la profesión pública de estas enseñanzas cuantas veces lo exijan las
circunstancias. Y en particular acerca de las llamadas libertades modernas es menester
que todos se atengan al juicio de la Sede Apostólica y se identifiquen con el sentir de ésta.
Hay que prevenirse contra el peligro de que la honesta apariencia de esas libertades
engañe a algún incauto. Piénsese en el origen de esas libertades y en las intenciones de
los que las defienden. La experiencia ha demostrado suficientemente los resultados que
producen en la sociedad. En todas partes han dado frutos tan perniciosos que con razón
han provocado el desengaño y el arrepentimiento en todos los hombres honrados y
prudentes. Si comparamos esta clase de Estado moderno, de que hablamos, con otro
Estado, real o imaginario, que persiga tiránica y abiertamente a la religión cristiana, podrá
parecer el primero más tolerable que el segundo. Sin embargo, los principios en que se
basa son tales, como hemos dicho, que no pueden ser aceptados por nadie.
En el orden práctico
192
Así se procedía en los primeros siglos de la Iglesia. Las costumbres paganas distaban
inmensamente de la moral evangélica. Sin embargo, en pleno paganismo, los cristianos,
siempre incorruptos y consecuentes consigo mismos, se introducían animosamente
dondequiera que podían. Ejemplares en la lealtad a los emperadores y obedientes a las
leyes en cuanto era lícito, esparcían por todas partes un maravilloso resplandor de
santidad, procurando al mismo tiempo ser útiles a sus hermanos y atraer a los demás a la
sabiduría de Cristo; pero dispuestos siempre a retirarse y a morir valientemente si no
podían retener los honores, las dignidades y los cargos públicos sin faltar a su conciencia.
De este modo, las instituciones cristianas penetraron rápidamente no sólo en las casas
particulares, sino también en los campamentos, en los tribunales y en la misma corte
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imperial. «Somos de ayer y ya llenamos todo lo vuestro: las ciudades, las islas, las fortalezas,
los municipios, las asambleas, los campamentos, las tribus, las decurias, el palacio, el
Senado, el foro»(30). Hasta tal punto que, cuando se dio libertad de profesar
públicamente el Evangelio, la fe cristiana apareció no dando vagidos como un niño en la
cuna, sino adulta y vigorosa ya en la mayoria de las ciudades.
La defensa de la religión católica y del Estado
Tampoco es lícito al católico cumplir sus deberes de una manera en la esfera privada y de
otra forma en la esfera pública, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y
rechazándola en la vida pública. Esta distinción vendría a unir el bien con el mal y a dividir
al hombre dentro de sí, cuando, por el contrario, lo cierto es que el hombre debe ser
siempre consecuente consigo mismo, sin apartarse de la norma de la virtud cristiana en
cosa alguna ni en esfera alguna de la vida. Pero si se trata de cuestiones meramente
políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está
permitida en estos casos una honesta díversidad de opiniones. Por lo cual no tolera la
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justicia que a personas cuya piedad es por otra parte conocida y que están dispuestas a
aceptar dócilmente las enseñanzas de la Sede Apostólica, se les acuse de falta grave
porque piensen de distinta manera acerca de las cosas que hemos dicho. Mucho mayor
sería la injusticia si se les acusara de violación o de sospecha en la fe católica, cosa que
desgraciadamente ha sucedido más de una vez. Tengan siempre presente y cumplan esta
norma los escritores y, sobre todo, los periodistas. Porque en una lucha como la presente,
en la que están en peligro bienes de tanta importancia, no hay lugar para las polémicas
intestinas ni para el espíritu de partido, sino que, unidos los ánimos y los deseos, deben
todos esforzarse por conseguir el propósito que los une: la salvación de la religión y del
Estado. Por tanto, si anteriormente ha habido alguna división, es necesario sepultarla
voluntariamente en el olvido más completo. Si ha existido alguna temeridad o alguna
injusticia, quienquiera que sea el culpable, hay que recuperarla con una recíproca caridad
y olvidarlo todo como prueba de supremo acatamiento a la Sede Apostólica. De esta
manera, los católicos conseguirán dos resultados excelentes. El primero, ayudar a la
Iglesia en la conservación y propagación de los principios cristianos. El segundo, procurar
el mayor beneficio posible al Estado, cuya seguridad se halla en grave peligro a causa de
nocivas teorías y malvadas pasiones.
24. Estas son, venerables hermanos, las enseñanzas que Nos juzgamos conveniente dar
a todas las naciones del orbe católico acerca de la constitución cristiana del Estado y de
las obligaciones propias del ciudadano.
Sólo nos queda implorar con intensa oración el auxilio del cielo y rogar a Dios que El, de
quien es propio iluminar los entendimientos y mover las voluntades de los hombres,
conduzca al resultado apetecido los deseos que hemos formado y los esfuerzos que
hemos hecho para mayor gloria suya y salvación de todo el género humano. Como
auspicio favorable de los beneficios divinos y prenda de nuestra paterna benevolencia, os
damos en el Señor, con el mayor afecto, nuestra bendición apostólica a vosotros,
venerables hermanos, al clero y a todo el pueblo confiado a la vigilancia de vuestra fe.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de noviembre de 1885, año octavo de nuestro
pontificado.
Notas
1. Rom 13,1.
2. Sab 6,7.
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3. Rom 13,1.
4. Rom 13,2.
5. Jn 20,21.
6. Mt 28,20.
7. Jn 10,10.
8. Mc 16,15.
9. Mt 16,19.
10. Jn 21,16-17.
11. Lc 22,32.
12. Mt 28,18-20.
13. Mt 18,17.
18. Teodosio II Carta a San Cirilo de Alejandría y a los obispos metropolitanos: Mansi,
4,1114.
23. Gregorio XVI, Enc. Mirari vos, 15 de agosto de 1832: ASS 4 (1868) 341ss.
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24. Véase Pío IX, Syllabus prop.19,39,55 y 89: ASS 3 (1867) 167ss.
27. 1 Pe 2,16.
28. Jn 8,34.
29. Jn 7,32.
SPECTATA FIDES
2. En este trabajo de tan gran momento, Venerables Hermanos, nos alegramos mucho
de ver que no trabajen solos; Sabemos cuánto se debe a todo el cuerpo de su clero. Con
la mayor caridad y con esfuerzos invencibles, han proporcionado escuelas para sus hijos;
y, con maravillosa diligencia y asiduidad, se esfuerzan con sus enseñanzas para formarlos
en una vida cristiana e instruirlos en los elementos del conocimiento. Por lo tanto, con
todo el aliento y la alabanza que puede dar nuestra voz, le pedimos a su clero que
continúe en su trabajo meritorio y que se asegure de nuestra recomendación especial y
buena voluntad, esperando una recompensa mucho mayor de parte de nuestro Señor
Dios por Cuyo bien están trabajando.
4. En estos días, y en la condición actual del mundo, cuando la tierna edad de la infancia
se ve amenazada por todos lados por tantos y tan diversos peligros, casi nada se puede
imaginar más apropiado que la unión con la instrucción literaria de la enseñanza sólida.
en fe y moral. Por esta razón, hemos dicho más de una vez que aprobamos firmemente
las escuelas voluntarias, que, por el trabajo y la liberalidad de los particulares, se han
establecido en Francia, Bélgica, América y las colonias del Imperio Británico. Deseamos su
aumento, tanto como sea posible, y que puedan florecer en el número de sus eruditos.
Nosotros mismos también, al ver la condición de las cosas en esta ciudad, continuamos,
con el mayor esfuerzo y a un gran costo, para proporcionar una abundancia de tales
escuelas para los niños de Roma. Porque es en y por estas escuelas que la fe católica,
nuestra mayor y mejor herencia, se preserva por completo. En estas escuelas se respeta la
libertad de los padres; y, lo que más se necesita, especialmente en la licencia de opinión
y de acción prevaleciente, es en estas escuelas que los buenos ciudadanos son educados
para el Estado; porque no hay mejor ciudadano que el hombre que ha creído y practicado
la fe cristiana desde su infancia. El principio y, por así decirlo, la semilla de esa perfección
humana que Jesucristo dio a la humanidad, se encuentra en la educación cristiana de los
jóvenes; La condición futura del Estado depende de la formación temprana de sus hijos.
La sabiduría de nuestros antepasados, y los fundamentos mismos del Estado, están
arruinados por el error destructivo de aquellos que tendrían hijos criados sin educación
religiosa. Verán, por lo tanto, Venerables Hermanos, con qué previsión sincera los padres
deben tener cuidado de no introducir a sus hijos en escuelas en las que no puedan recibir
enseñanza religiosa.
6. Continúen, por lo tanto, Venerables Hermanos, al hacer que los jóvenes sean su
principal cuidado, sigan adelante en todos los aspectos de su trabajo episcopal; y cultiva
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con prontitud y esperanza cualquier buena semilla que encontrar: para Dios, quien es rico
en misericordia dará el aumento.
Dado en Roma, en San Pedro, el 27 de noviembre, en el año 1885, octavo año de Nuestro
Pontificado.
LEO XIII
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