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5-I. Escrituras - Jitrik PDF
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Escrituras
La caricia
Por el contrario, tuve la mejor maestra que se podría tener para
aprender otras cosas, no el sexo pero sí el amor. Durante la
primera semana de mi asistencia a la escuela primaria, en lo que
entonces se llamaba “primero inferior”, conducido el primer día
por mi madre, no se me pasaba por la cabeza que yo tuviera que
copiar palotes ni recitar cosas como las que todos mis compañeros
recitaban. Me recuerdo tranquilo, sin hacer caso, no apartado ni
embriagado por un monólogo interior, diría más bien que
indiferente a lo que significaba todo ese rumor del elemental
aprendizaje. Estaba ahí, eso era un hecho, cómo no ir a la
escuela, una cosa era ir a la escuela, esa obligación, y otra muy
diferente encontrarle un sentido, pero nada en mi interior,
ninguna ley, me obligaba a aprender nada. Al cabo de esa semana,
mis hermanas empezaron a preocuparse, o tal vez nadie se preocupó
demasiado, por sabiduría, darle tiempo al niño, o por
irresponsabilidad o porque graves problemas los llevaban a
desjerarquizar ese aspecto tan importante de la vida en familia;
de esa neutralidad extraje una consecuencia que hoy juzgo
equivocada: la de que leer y escribir era menos importante de lo
que se cree y que era muy posible que ir a la escuela tuviera un
alcance que yo bien podía pasar por alto.
Cuando esa semana había concluido y empezaba la segunda, la
maestra se acercó a mí, puso su mano en mi cabeza, la acarició y
yo sentí una especie de turbulencia que muchos años después
entendí que correspondía a la aparición en mi primaria vida de eso
que se suele designar como el amor, por más complicado y difícil
que sea definirlo. Puedo decir, entonces, que me enamoré de esa
mujer que ya no sé qué tan joven fuera, su caricia me despertó un
sentimiento tan fuerte de emulación que en menos de una semana
aprendí a leer y a escribir, intuyendo, quizás, que existen los
exámenes del amor y que yo los estaba rindiendo por primera vez en
mi vida, sin usar esa palabra, sin querer nada más que dar ocasión
a que esa mano se posara, con esa deseada suavidad, en mi cabeza,
y que la acariciara, deseando asimismo vagamente que prosiguiera
con las caricias que, lo entendí con total claridad, no eran de la
misma índole que las que me proporcionaban mis hermanas o mi
madre. En una semana, digo, aprendí a leer y a escribir y no más
de dos meses después, cuando comenzaba el otoño, fui a la
biblioteca del pueblo y saqué un libro, era La cabaña del tío Tom,
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Poesía
Ya no recuerdo qué más pasó durante ese primer año escolar en
materia de aprendizaje ni si yo hablaba de mis novedosas
sensaciones con mis compañeros, ni siquiera recuerdo quiénes eran;
tampoco puedo rememorar el modo en que en casa se tomaba esta
afición o entrega o rito, si con benevolencia o con indiferencia,
como muchas otras cosas que suelen hacer los niños y que parecen
muy naturales. De lo que sí conservo una imagen es de la maestra
preparando a todos los niños para una fiesta de fin de año en la
que probaría no sólo qué habían aprendido, cómo habían cambiado y
qué eran capaces de hacer, triunfo de su apuesta inicial y básica,
sino qué podía inventar para luchar contra el tedio pueblerino que
debía ser mucho para una mujer tal vez joven, venida de otra parte
y tal vez poco acostumbrada a la vida del campo. Nos hacía
aprender unos versitos, nos paraba al frente de la clase para
decirlos y todos se morían de vergüenza, tan poco preparados como
estábamos a las cosas superiores del arte. Sin embargo, yo
ensayaba el mío en casa y cuando lo decía frente a mis hermanos
todos se reían de buena gana, como si yo estuviera haciendo un
buen chiste. Tal vez no se estaban burlando de mí sino iniciándose
en algo así como una elemental crítica literaria, de recepción
quizás pero también ideológica pues cuando yo recitaba “Mi padre
quiere que yo sea general/ Mi tío que yo sea obispo” y proseguía
con sucesivos deseos de triunfos sociales en una sociedad tan
remota y ajena, para culminar con una declaración rutilante, “Pero
yo lo que quiero ser es un gran señor confitero”, se quedaban en
lo que ahora puede designarse como “ilusión referencial”, estaban
atentos sólo al referente, tan extravagante para nuestra vida de
inmigrantes y pueblerinos como las princesas para Rubén Darío, que
no podían menos que reírse puesto que no podían discutir los
propósitos de la maestra ni el énfasis que yo ponía en la
recitación.
El hecho es que las clases de ese primer año terminaron y la
fiesta de cierre tendría lugar en la tarde de un día de diciembre
de 1934. En un gesto irresponsable, que me llena, siempre que se
reproduce, de un invencible sentimiento de culpa, consideré que el
acto escolar en el que debía actuar no era contradictorio con
otras actividades que pudieran ejecutarse previamente. Hacía
calor, el patio ardía y la casa no ofrecía ningún refugio de modo
que fui a la calle y allí me encontré con algunos chicos, conmigo
éramos cuatro. Decidimos jugar a la pelota en medio de la calle
reseca, bajo el sol; nos fabricamos una de papel y armamos los
sumarios equipos, dos contra dos; los más grandes, astutos, se
reservaron los respectivos arcos y nos mandaron al frente a los
más chicos; el partido debía comenzar tirando la pelota hacia
arriba; así se hizo y al saltar al mismo tiempo la cabeza del
otro chico me golpeó en la nariz de modo tan contundente que el
partido se suspendió casi antes de empezar; la nariz me dolía a
más no poder y comencé a sangrar y lo primero que pensé era que no
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Lecturas
Pasado el terrible verano y antes de enfrentarme con el no menos
amenazante invierno la búsqueda de entretenimiento tenía otro
carácter. Yo supongo que, aunque no lo formulamos así, desde niño
el paso del tiempo es el principal enemigo y las estrategias para
derrotarlo no son muchas: cuando no se las halla viene el tedio,
el aburrimiento y la sensación de que nada sucede y aun de que
nada tiene sentido. Es por eso que se habla de “pasatiempos”, el
más importante de los cuales es el juego, en especial el erótico:
cuando está a nuestro alcance el paso del tiempo se hace más
liviano, imperceptible, no se nota y la angustia de su misteriosa
e implacable duración se repliega.
En las tardes de otoño, después de haber vuelto de la
escuela, ocupados los otros niños en sus propias e importantes
labores, o sea sin alternativas a la vista, leer, a mediados de
mis seis, siete y ocho años, se me convirtió en la ocupación por
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