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Un lugar como podría ser otro lugar, en medio de las montañas, donde el tiempo apenas

comienza a correr más vertiginosamente que como lo había hecho durante siglos. Pueblos
regados y casi relegados, esparcidos en la sierra, con costumbres algunas tan viejas como su
propia lengua.

Y el país parece fuente, semilla, regueros de esperanzas y temores, un río con miles de meandros
que van a dar al extranjero, donde se quiere curar la pobreza y el hambre. Dice un hombre sabio:
"El hambre es la más grande de las violencias".

Está este país, esa pobreza, esa necesidad y campos lentamente abandonados, familias tullidas,
amores inciertos incapaces de sostenerse por un email. Está la arrogancia discreta del que dice
que basta esforzarse para salir adelante. Está la corte de los bufones.

Sí, a la gente se la controla con hambre y se le pone de cebo su esfuerzo, pero el esfuerzo nomás
no alcanza en este país, o lo que es lo mismo, el esfuerzo mata cada año a miles. ¿Por qué? ¿Es
que es verdad que en este país la gente es huevona, floja, holgazana, que no trabaja lo
suficiente? ¿Es que el éxito depende de cuánta gente muerda mis excrementos? ¿Es que la masa
no está lista para el pastel?

Estamos metidos en una loca carrera, cuya única meta en general es sobrevivir: tortilla, frijol,
chile pedimos a gritos y nos consuela un estómago semilleno de un vacío de sueños. Condición
para entrar en la carrera económica: no generar sueños propios, sino adoptar los de millones. Es
una cuestión de aritmética: nadie puede ser rico sin generar una superabundancia de pobres.

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