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Las Enseñanzas de la Masonería

Oswald Wirth

Al proponerse unir fraternalmente a los hombres a pesar de todo cuanto tiende a


separarlos, la Francmasonería moderna ha tenido buen cuidado de no imponer a sus adeptos
sistema alguno de creencias marcadamente delimitado.

Ya, al publicar el Libro de las Constituciones, redactado por James Anderson,


declaraba en 1723 que su intención era dejar a los hombres en absoluta libertad, tocante a sus
opiniones, tanto religiosas como políticas. Fiel a esta actitud, la Francmasonería deja campo
abierto a todas las discusiones, y se abstiene de pronunciarse sobre ninguna determinada, hijas
todas de la humana curiosidad.

Es la gran muda, y si bien posee su secreto, se ha condenado ella misma a no revelarlo


jamás. Nos dice: Buscad, profundizad, trabajad, removed el terreno: el tesoro que os prometo
es el mismo que fue la recompensa de los hijos del labrador de la fábula. Buscando la verdad
es cuando comprendemos que se nos escapa y, entonces, aprendemos a tener indulgencia con
los errores de los demás. En adelante nos abstenemos de condenar practicando la tolerancia,
virtud por excelencia de los Francmasones.

Después de todo, ésta no es más que la obligada cortesía con respecto a quienes
opinan de distinto modo. ¿Con qué derecho vamos a pretender que se equivocan ellos y
nosotros no? ¿Es que pretendemos poseer un criterio infalible para discernir lo verdadero de
lo falso? Lo cierto es que la Francmasonería predica sobre este punto, una humildad
verdaderamente cristiana, de la que podría mostrarse celosa la Iglesia.

Tenemos conciencia de lo poco que podemos conocer y nos inclinamos con religioso
respeto delante del misterio que nos rodea. Sin querer beneficiar de revelación alguna
sobrenatural, no pretendemos enseñar a los hombres lo que deben creer; en cambio, todo ser
humano, animado de deseo verdadero de buscar la verdad por sus propias fuerzas y con
absoluta independencia, puede ingresar en nuestra escuela. Nos esforzaremos en guiarles en
sus esfuerzos de investigación y podrán aprovecharse de nuestra larga experiencia tradicional.

Si esperan de parte nuestra afirmaciones concretas, no tendrán más que decepciones,


pues nosotros mismos nos hemos prohibido todo dogmatismo sobre cualquier materia. A
todas las cuestiones la Francmasonería contesta siempre por medio de símbolos, enigmáticos
de por sí y que invitan a la reflexión. Cada uno puede interpretarlos a su manera y todo lo que
puedan sugerir es justo, a condición de satisfacer a la lógica. Las interpretaciones
contradictorias vienen a presentarnos una misma verdad, pero bajo aspectos diametralmente
opuestos. El iniciado lo sabe y no se extraña de ello.

Se limita a sonreír viendo la solución materialista de los unos y la espiritualista de los


otros. ¿Qué nos importa que haya opiniones contradictorias si, de antemano, queda bien
sentado que nada sabemos en definitiva y que nadie puede erigirse en juez de las convicciones
ajenas?
Pero sacar de lo que antecede la conclusión de que los Francmasones no tienen
concepción doctrinal alguna común a todos, fuera ir demasiado lejos. Para juntos poder
perseguir un mismo ideal, es de toda necesidad participar de las mismas ideas y tener idéntica
manera de apreciar y de sentir.

¿Cuál es, pues, este lazo intelectual y moral que une los Francmasones en el tiempo
como en el espacio? La idea fundamental de la Francmasonería es la construcción de un
edificio humanitario; los hombres son los materiales vivientes y deben ellos mismos labrarse,
para luego ajustarse armónicamente, formando un edificio único, verdadero Templo de la Belleza
que nunca llegará a ser terminado.

Toda la iniciación masónica se limita a enseñar el arte de construir humanitariamente.


No le vayan, pues, a pedir la revelación de los secretos del universo o de la naturaleza humana:
sus secretos son los del labrado de las piedras humanas, destinadas a pasar de su primitivo
estado grosero, inutilizable para nuestro edificio humanitario, al estado de materiales
encuadrados y pulimentados a la perfección, en vista de su colocación en el gran edificio; por
cierto, son estos secretos de la mayor importancia, por ser relativos al Misterio de la Vida.

¿Qué es la Vida? ¿Qué finalidad tiene? ¿Cómo puede el hombre ponerse en armonía
con la vida universal? Todas estas cuestiones nos las propone la iniciación masónica sin
resolverlas dogmáticamente, pero proporcionando elementos suficientes para contestar de
modo satisfactorio a quienes saben interpretar los símbolos.

Sin embargo, las especulaciones filosóficas preocupan tan sólo a un número reducido
de Francmasones que podríamos llamar los doctores de la institución. La mayor parte no se
interesa por los análisis sutiles y queda satisfecha con la parte sentimental. Su sensibilidad la
hace vibrar bajo la influencia del sentimiento general y poderoso del amor a la humanidad.
Instintivamente, esta muchedumbre ha divinizado la humanidad y pretende servirla con
desinterés. Quiere el progreso, el mejoramiento para todos en el porvenir.

He aquí el origen de esta fe masónica activa e independiente de toda opinión


particular. La Masonería es la Iglesia del Progreso humano, y si alguna acción ejerce en el
mundo es debido a las firmísimas convicciones de sus adeptos en el advenimiento de una
humanidad mejor, más clarividente y más fraterna.

Algunos escépticos quieren ridiculizar esta fe que califican de cándida; parecen olvidar
que, de compartir su escepticismo la humanidad, el progreso humano no pasaría, en efecto, de
ser una mera ilusión. En cambio, los convencidos y confiados en su utopía le prestan una
fuerza de realización que triunfa de todos los obstáculos.

Si creemos en el progreso y obramos en consecuencia, el progreso será un hecho; si lo


negamos, teóricamente como prácticamente, nunca llegará a ser realidad. En materia de
creencias imitemos a las muchedumbres creyendo con firmeza lo que es conveniente creer y,
cuando menos, no vayamos a amortiguar una fe inspiradora muchas veces de actos generosos.
Se impone al Iniciado el silencio, sobre todo cuando se trata de las convicciones que sirven de
base a la moral del pueblo.
Tengamos cuidado de no perturbar bruscamente las almas bajo pretexto de
emanciparlas. Debemos saber callar delante de quienes no están preparados a comprender y, al
hablar, procuremos más bien provocar la reflexión en lugar de querer convencer a toda costa.
Esta es la sana tradición iniciática.

Las iglesias cristianas no han realizado sino de una manera muy imperfecta el Ideal
cristiano. No podía suceder otra cosa, siendo así que los hombres, considerados en su
conjunto, no son ángeles ni siquiera santos. Tampoco son sabios tal como aspira a formarlos
la Iniciación, y cuando llegan a merecer el título de filósofos o amigos de la Sabiduría, no son más
que reducida falange que no encuentra colocación adecuada en ninguna de las instituciones
organizadas.

No dejaría de ser cándido el figurarse que una asociación de hombres pudiera llegar a
la perfección. Los individuos pueden alcanzar una perfección relativa, pero no las
colectividades, y la Francmasonería no puede escapar a la misma ley. Demasiado numerosos
son sus adheridos para poder llegar todos al nivel de Iniciados verdaderos; sin embargo, la
institución no deja de merecer el respeto y ser digna de simpatía. En efecto, trabaja para la
realización de la Magna Obra, pero la transformación del plomo profano en oro iniciático no
puede verificarse instantáneamente ni por virtud de un mágico conjuro.

Un Francmasón es un hombre como los demás, menos instruido muchas veces que
buen número de los aficionados a las ciencias ocultas; consciente de su ignorancia busca la
verdad sin prejuicio, con toda sinceridad. Tal vez no llegará muy lejos en sus investigaciones
intelectuales y dejará tan sólo de compartir los errores más groseros de sus contemporáneos.
Aunque negativa, esta sabiduría no deja de tener su valor.

Pero es por el corazón más bien que por la inteligencia que se llega a ser un verdadero
Francmasón. El adepto efectivo es, ante todo, un hombre de buena voluntad y anhela el bien, con
toda la fuerza de su ser interno; la fuerza de la Francmasonería estriba precisamente en el
querer colectivo de sus miembros; se reúnen para trabajar, y como nada se pierde en la esfera
de las energías puestas en acción, toda Logia viene a ser un foco de transformación social y
humanitaria.

No vayamos, sin embargo, a pedir a la inmensa mayoría de los Francmasones que


razonen sus actos. Obran por instinto y de acuerdo a sus tradiciones algo oscuras, pero cuya
influencia sugestiva perdura, sin embargo, a través de los siglos.

Además, existe una doctrina masónica sin fórmula explícita, que viene a ser para la
Francmasonería lo que es el cristianismo para las iglesias cristianas: es el Masonismo.

Todas las críticas que dirigen a la Francmasonería sus adversarios –y con más
severidad, si cabe, sus amigos- se refieren a nuestra institución tal como funciona, trabajando
del mejor modo que sabe, sin que logre llegar a la realización perfecta de sus muy legítimos
desideratas. Pero ni una objeción siquiera ha sido nunca presentada contra el Masonismo por
quienes han llegado a comprenderlo. Bien al contrario, al Masonismo ha debido en todo
tiempo la Francmasonería y debe aún hoy todavía sus reclutas de más valor.
Según opinión de los pensadores más eminentes, no hay filosofía superior a la que se
desprende del simbolismo de la Francmasonería. Tiene la inestimable ventaja de no
presentarse bajo el aspecto de sistema cerrado; su objeto en enseñar a cada uno las reglas
comprobadas de toda sana construcción intelectual. El Francmasón aprende a construir el
templo de sus convicciones personales, pero todo y construyéndolo con arreglo a su
conveniencia particular y para sí mismo, observa las leyes de una arquitectura tradicional,

gracias a la cual persiste la unidad en la construcción del gran santuario universal, edificado
según el plano del Gran Arquitecto del Universo.

En resumen, el ideal iniciático no puede ser realizado colectivamente por una


asociación numerosa de hombres, forzosamente incapaces de elevarse en su conjunto muy por
encima del nivel de la medianía de la humanidad.

Que se esfuerce, pues, cada uno individualmente para matar en sí el profano y


favorecer al mismo tiempo el nacimiento del Iniciado. Sobre todo no se apresure nadie en ser
admitido Francmasón hasta que el Masonismo se haya revelado a sus meditaciones. Debe
haberse hecho uno mismo Francmasón, por el propio esfuerzo y en su propio corazón, antes
de querer llamar a la puerta del Templo.

El mayor escollo de las instituciones iniciáticas reside en la deficiente preparación de


los candidatos, y sus fracasos son debidos en gran parte a una prematura asimilación de los
elementos profanos sin que medie el debido contraste. Se hacen la ilusión de poder
transformar en iniciado cualquier individuo; éste podrá muy bien no tener más defecto que su
absoluta ignorancia de todo lo relativo a la Iniciación.

En el interés del buen reclutamiento de la Francmasonería es ya tiempo que se vaya


ilustrando el público sobre las cuestiones iniciáticas, para llegar a comprender que ni la virtud
de una ceremonia, ni la admisión en debida forma en una asociación cualquiera, pueden
conferir la Iniciación.

El verdadero iniciado ha de iniciarse a sí mismo. Podrá tener quien le guíe, en verdad,


pero tan sólo le valdrá la entrada en el sendero de la Verdadera Luz el esfuerzo que habrá
realizado.

Exige la iniciación que aprendamos a adivinar. Demos pruebas, pues, de nuestra


aptitud, adivinando cuando menos el significado general de la Iniciación. Y si no sabemos
adivinar nada, bien inútil será querer participar de los misterios.
La Iniciación
Mircea Eliade

Con frecuencia se ha afirmado que una de las características del mundo moderno es la
desaparición de la iniciación. De capital importancia en las sociedades tradicionales, la
iniciación es prácticamente inexistente en la sociedad occidental de nuestros días. Bien es
verdad que las diferentes confesiones cristianas conservan, en diverso grado, vestigios de un
Misterio iniciático. El bautismo es esencialmente un rito iniciático; el sacerdocio implica una
iniciación. Pero no hay que olvidar que el cristianismo no ha triunfado precisamente ni ha
llegado a ser una religión universal sino por haberse liberado del clima de los Misterios greco-
orientales, proclamando ser una religión de salvación accesible a todos. Por otro lado,
¿tenemos aún derecho de llamar «cristiano» al mundo moderno en su totalidad? Si existe un
«hombre moderno», es en la medida en que rehúsa identificarse con la antropología cristiana.
La originalidad del «hombre moderno», su novedad con respecta a las sociedades tradicionales,
está precisamente en la voluntad de considerarse como un ser únicamente histórico, en el
deseo de vivir en un Cosmos radicalmente desacralizado. En qué medida haya conseguido el
hombre moderno realizar su ideal, es otro problema, del que no trataremos aquí. Pero sigue en
pie el hecho de que este ideal no tiene ya nada en común con el mensaje cristiano, siendo, a
fortiori, ajeno a la imagen que tenía de sí mismo el hombre de las sociedades tradicionales.

Pues bien, dicha imagen, el hombre de las sociedades tradicionales llega a conocerla y a
asumirla a través de la iniciación. Existen, claro está, varios tipos e innumerables variantes de
iniciación, correspondiendo a estructuras sociales diferentes y a horizontes culturales diversos.
Pero lo importante es el hecho de que todas las sociedades pre-modernas –esto es, las que en
Occidente han perdurado hasta la Edad Media, y en el resto del mundo hasta la primera guerra
mundial- asignan una función de primer orden a la ideología y a las técnicas de iniciación.

Por iniciación, se entiende generalmente un conjunto de ritos y enseñanzas orales que


tienen por finalidad la modificación radical de la condición religiosa y social del sujeto iniciado.
Filosóficamente hablando, la iniciación equivale a una mutación ontológica del régimen
existencial. Al final de las pruebas, goza el neófito de una vida totalmente diferente de la
anterior a la iniciación: se ha convertido en otro. Entre las diversas categorías de iniciación, la
iniciación de pubertad es especialmente importante para entender al hombre pre moderno.
Allí donde existen, los ritos de admisión son obligatorios para todos los jóvenes de la tribu.
Para tener derecho a ser admitidos entre los adultos, el adolescente ha de afrontar una serie de
pruebas iniciáticas: gracias a esos ritos y a las revelaciones que llevan consigo, podrá ser
reconocido como miembro responsable de la sociedad. La iniciación introduce al novicio en la
comunidad humana a la vez que en el mundo de los valores espirituales. Entra en
conocimiento de las actitudes, técnicas e instituciones de los adultos, pero así mismo de los
mitos y tradiciones sagradas de la tribu, nombres de los dioses e historia de sus obras; entra en
contacto sobre todo con las relaciones místicas entre la tribu y los Seres sobrenaturales tal
como fueron establecidas en el origen de los tiempos.

Toda sociedad primitiva posee un conjunto coherente de tradiciones míticas, una


«concepción del mundo», y es esta concepción la que será gradualmente revelada al novicio en
el curso de su iniciación. No se trata únicamente de una instrucción, en el moderno sentido de
la palabra. El neófito no llega a hacerse digno de la enseñanza sagrada más que al término de
un preparación espiritual. Pues todo lo que aprende acerca del mundo y de la existencia
humana no constituye «conocimientos» en el sentido que hoy se da a esta palabra,
informaciones objetivas, susceptibles de ser indefinidamente rectificadas y enriquecidas. El
Mundo es obra de un Ser sobrenatural; obra divina y, por consiguiente, sagrada en su
estructura misma. El hombre vive en un Universo que, sobrenatural por su origen, es
asimismo sagrado en su «forma», a veces incluso en su sustancia. El Mundo tiene una
«historia»: su Creación por obra de los seres sobrenaturales, más todo lo que siguió, a saber, la
llegada del Héroe civilizador o del antepasado mítico, sus actividades culturales, sus aventuras
demiúrgicas, por último su desaparición.

Dicha historia sagrada –la mitología- es ejemplar: cuenta cómo las cosas han venido al
ser, pero funda también todo patrón de conducta o actitud humana y toda institución social y
cultural. Puesto que el hombre ha sido creado y civilizado por los Seres sobrenaturales, la
suma de sus conductas y sus actividades pertenece a la «historia sagrada»; una historia de esta
índole importará conservarla cuidadosamente y transmitirla intacta a las nuevas generaciones.
En el fondo, el hombre es como es, porque, en la aurora de los tiempos, le ocurrieron las
cosas relatadas por los mitos. Así como el hombre moderno proclama ser un ente histórico,
resultante de la historia toda de la humanidad, el hombre de las sociedades arcaicas se
reconoce como la terminación de una historia mítica, de una serie de acontecimientos que
tuvieron lugar in illo tempore, en el origen del Tiempo. Pero, mientras el hombre moderno ve en
la historia que le ha precedido una obra puramente humana, y se cree, sobre todo, dueño de
continuarla y perfeccionarla indefinidamente, para el hombre de las sociedades tradicionales
todo lo que de significativo, es decir, creador y poderoso, ha tenido lugar, acaeció en el comienzo,
en el tiempo mítico.

Eb cierto modo, podríamos decir que, para el hombre de las sociedades arcaicas, la
Historia está «cerrada», agotada en unos cuantos acontecimientos grandiosos del «comienzo».
Al revelar a los polinesios, in illo tempore, las modalidades de la pesca en alta mar, el héroe
mítico agotó de una sola vez las posibles formas de esta actividad; los polinesios repiten el
gesto ejemplar del Héroe mítico: imitan a un modelo trans-humano.

Pero, bien mirado, esta historia conservada en los mitos solo está «cerrada« en apariencia. Si el
hombre de las sociedades primitivas se hubiera contentado con imitar ad infinitum los contados
gestos ejemplares revelados por los mitos, no podría explicarse las innumerables innovaciones
que a lo largo del tiempo ha ido incorporando. No existen sociedades primitivas
absolutamente cerradas. No se conoce ni una sola que no haya adoptado elementos culturales
ajenos; ni que, como consecuencia de tales innovaciones, no haya cambiado ciertos elementos
al menos en sus instituciones; que no tenga, en suma, una «historia». Solo que, a diferencia de
la sociedad moderna, todas las innovaciones han sido aceptadas como otras tantas
«revelaciones» de origen sobrehumano. Los objetos o las armas que iban incorporando, las
actitudes o instituciones que imitaban, los mitos o creencias que asimilaban –se tenían por
cargados de poder mágico-religioso: tal era por lo demás la razón de fijarse en ellos, el motivo
de que se hubieran tomado el trabajo de apropiárselos. Más aún: adoptaban todos esos
elementos porque los antepasados habían recibido de los Seres sobrenaturales las primeras
revelaciones culturales. Y como quiera que las sociedades tradicionales no tienen memoria
«histórica», propiamente hablando, bastaban algunas generaciones, a veces menos, para que
una innovación reciente fuera investida del prestigio de las revelaciones primordiales. En
resumidas cuentas, podríamos decir que, estando «abiertas» a la historia, las sociedades
tradicionales tienen tendencia proyectar toda nueva adquisición en el tiempo primordial, a
referir todos los acontecimientos al mismo horizonte atemporal de los «comienzos» míticos.
También las sociedades primitivas son modificadas por la historia, si bien en grado a veces
ínfimo; pero lo que las distingue radicalmente de la sociedad moderna es la falta de conciencia
histórica. Ausencia, por lo demás, inevitable, habida cuenta de la concepción del Tiempo y de
las antropologías peculiares de toda la humanidad prejudaica.

A esta ciencia tradicional, pues, es ala que van a tener accesos los novicios. Instruidos
durante largo tiempo por tutores, asisten a ceremonias secretas, soportan una serie de pruebas,
siendo estas, sobre todo, las constitutivas de la experiencia de la iniciación: el encuentro con lo
sagrado. La mayor parte de las pruebas iniciáticas implican, de manera más o menos
transparente, una muerte ritual a la que seguirá una resurrección o nuevo nacimiento. El
momento central de toda iniciación viene representado por la ceremonia que simboliza la
muerte del neófito y su vuelta al mundo de los vivos. Pero el que vuelve a la vida es un
hombre nuevo, asumiendo un modo de ser distinto. La muerte iniciática significa al mismo
tiempo fin de la infancia, de la ignorancia y de la condición profana.

Para el pensamiento arcaico, nada mejor que la muerte para expresar la idea de
«término», de acabamiento definitivo de algo –así como que nada mejor que la cosmogonía
para expresar la idea de «creación», de «hacer», de «construir». El mito cosmogónico sirve de
modelo ejemplar para toda clase de «hacer». Nada asegura mejor el éxito de una «creación»
cualquiera (un poblado, una casa, un hijo) que el copiarla de la creación por excelencia, la
cosmogonía. Es más: puesto que la cosmogonía representa ante todo, a los ojos de los
primitivos, la manifestación del poder creador de los dioses y, por consiguiente, una
prodigiosa irrupción de lo sagrado, será periódicamente reiterada a fin de regenerar al mundo y
la sociedad humana. La repetición simbólica de la creación implica una reactualización del
acontecimiento primordial, la presencia, por tanto, de los dioses y de sus energías creadoras.

La vuelta al comienzo revierte en una reactivación de las fuerzas sagradas que en aquel
entonces se manifestaron por primera vez. Al restaurar el Mundo tal cual era en el momento
en que acababa de nacer, el reproducir los gestos que los dioses hicieron por primera vez in illo
tempore, la sociedad humana y el cosmos todo volvían de nuevo a ser lo que entonces habían
sido: puros, poderosos, eficientes, con sus virtualidades intactas.

Toda repetición ritual de la cosmogonía viene precedida por una regresión simbólica al
«Caos». Para que pueda ser nuevamente creado, el viejo mundo ha de ser previamente
aniquilado. Los diferentes ritos practicados con ocasión del año Nuevo pueden clasificarse en
dos categorías principales: 1. Los que significan el regreso al Caos (extinción del fuego,
expulsión del «mal» y de los pecados, cambio profundo de la manera habitual de comportarse,
orgía, retorno de los muertos, etc.). 2. Los que simbolizan la cosmogonía (acto de encender
fuego nuevo, partida de los muertos, repetición de los gestos con los que los dioses crearon el
Mundo, solemne predicción del tiempo que va a hacer durante el año que empieza, etc.). En el
contexto de los ritos iniciáticos, la «muerte» corresponde a la vuelta provisional al «caos»;
constituye, de ese modo, la expresión ejemplar del término de un modo de ser: el de la ignorancia y
la irresponsabilidad infantil. La muerte iniciática hace posible la tabula rasa en la vendrán a
inscribirse las revelaciones sucesivas, destinadas a formar un hombre nuevo. Más adelante
hablaremos de las diferentes modalidades del nacimiento a la nueva vida espiritual. Digamos
desde ahora que esta vida nueva se concibe como la auténtica existencia humana, por cuanto
se halla abierta a los valores del espíritu. A la «cultura», englobando bajo este término genérico
todas las actividades del espíritu, solo tienen acceso los iniciados. En resumen, la participación
en la vida espiritual queda posibilitada gracias a las experiencias religiosas provocadas durante
la iniciación.

Todos los ritos de re-nacimiento o de resurrección, junto con los símbolos que llevan
consigo, indican que el novicio ha alcanzado un modo distinto de existencia, inaccesible a los
que no han afrontado las pruebas iniciáticas, a los que no han conocido la muerte. Fijémonos
en esta particularidad de la mentalidad arcaica: la creencia de que no es posible modificar un
estado sin abolirlo previamente: en el caso presente, sin que el niño muera a la infancia. Nunca
se subrayará bastante la importancia de esta obsesión del «comienzo», la obsesión en suma del
comienzo absoluto: la cosmogonía. Para hacer bien una cosa será preciso proceder como se
hizo la primera vez; ahora bien, la «primera vez», dicha cosa –tal clase de objetos, tal animal, tal
actitud- no existía: cuando, in illo tempore, ese objeto, ese animal, esa institución, vinieron a la
existencia, fue como si, por el poder de los dioses, el ser surgiera del no-ser.

La muerte iniciática resulta indispensable en el «inicio» de la vida espiritual. Su función


ha de entenderse en relación con lo que prepara: el nacimiento de un modo superior de ser.
Como más adelante veremos, la muerte iniciática viene a menudo simbolizada por las tinieblas,
por la Noche cósmica, por la matriz telúrica, por la cabaña, el vientre de un monstruo, etc.
Todas esas imágenes expresan regresión a un estado preformal, a una modalidad latente
(complementaria del «caos» pre-cosmogónico), más que aniquilación total (en el sentido en
que, por ejemplo, un miembro de las sociedades modernas concibe la muerte). Dichas
imágenes y símbolos de la muerte ritual está vinculados a la germinación, a la embriología:
indican que una nueva vida está preparándose. Como más adelante veremos, existen así
mismo otras valorizaciones de la muerte iniciática: así, acceder a la compañía de los muertos y
de los antepasados. Pero también allí podemos descubrir el mencionado simbolismo del
comienzo: comienzo de la vida espiritual, posibilitado en este caso merced al encuentro con los
espíritus.

Para el pensamiento arcaico, por lo tanto, el hombre es hecho: no se hace él solo. Son
los iniciados veteranos, los maestros espirituales, quienes le «hacen». Más ellos aplican lo que
en el comienzo de los tiempos les fue revelado por los Seres sobrenaturales. No son sino
representantes de estos últimos; muchas veces, incluso los encarnan. Esto viene a decir que
para llegar a ser efectivamente hombre es preciso asemejarse a un modelo mítico. El hombre
se reconoce como tal en la media en que deja de ser un «hombre natural», en la medida en que
es «hecho» por segunda vez, conforme a un canon ejemplar y transhumano. El «nuevo
nacimiento» iniciático no es «natural», aunque venga a veces expresado por símbolos
obstétricos. Dicho «nacimiento» implica unos ritos instituidos por Seres sobrenaturales: es, por
lo tanto, obra divina, creada por la voluntad y el poder de los Seres sobrehumanos; no
pertenece a la «Naturaleza» (en el sentido moderno, secularizado del término), sino a la historia
sagrada. El segundo nacimiento, iniciático, no repite el primero, biológico. Para conseguir, el
modo de ser del iniciado, será preciso conocer realidades que no pertenecen ya a la
«Naturaleza», sino a la biografía de los Seres sobrenaturales y, por lo tanto, a la Historia
sagrada conservada por los mitos.

Incluso cuando parece que los mitos hablan únicamente de los fenómenos naturales –
del curso del sol, por ejemplo-, se refieren a una realidad que no es ya la de la «Naturaleza», tal
como la conoce hoy día el hombre moderno. Para el primitivo, la Naturaleza no es
simplemente «natural»: es al mismo tiempo Sobre-Naturaleza, es decir, manifestación de
fuerzas sagradas y ámbito en que se cifran realidades trascendentales. Conocer los mitos no es
–como en el siglo pasado se creyó- entrar en conocimiento de la regularidad de ciertos
fenómenos cósmicos (el curso del sol, el ciclo lunar, el ritmo de la vegetación, etc.); es, ante
todo, conocer lo que realmente ha acaecido en el Mundo, lo que los dioses y los Héroes civilizadores
han hecho: sus obras, sus aventuras, sus dramas. Es conocer, pues, una historia divina –que no
por ellos es menos «historia», es decir, una serie de acontecimientos imprevisibles, aunque
coherentes y significativos.

En términos modernos podríamos decir que la iniciación pone al fin al «hombre


natural», introduciendo al novicio en la cultura. Pero, según las sociedades arcaicas, la «cultura»
no es obra humana, es de origen sobrenatural. Más aún: es a través de la «cultura» como el
hombre restablece el contacto con el mundo de los dioses y de los demás Seres sobrenaturales,
participando así de su energía creadora. El mundo de los Seres sobrenaturales es el mundo en
que las cosas sucedieron por primera vez. El mundo en que vinieron al ser el primer árbol y el
primer animal, donde un gesto –desde entonces religiosamente repetido- se llevó a cabo por
primera vez (caminar en determinada postura, arrancar una raíz comestible determinada, ir de
casa en cierta época del año, etc.); donde los dioses y los Héroes tuvieron tal o cual encuentro,
sufrieron una malandanza, pronunciaron determinadas palabras, proclamaron ciertas normas,
etc. Los mitos nos introducen en un mondo que no puede ser «descrito», sino únicamente
«narrado», por cuanto está constituido por la historia de acciones libremente emprendidas, de
decisiones imprevisibles, de transformaciones fabulosas, etc. En una palabra, la historia de
todo lo significativo que ha tenido lugar desde la Creación del mundo, de todos los acontecimientos
que han contribuido a hacer al hombre tal como es hoy. El novicio que a través de la iniciación
es introducido en las tradiciones mitológicas de la tribu, es introducido en la historia sagrada
del Mundo y de la humanidad.

He aquí por qué es tan importante la iniciación para el acontecimiento del hombre
premoderno. Nos revela la gravedad, en los confines del terror, con la que el hombre de las
sociedades arcaicas asumía la responsabilidad de recibir y transmitir los valores espirituales.
El Esoterismo
Frithjof Schuon

Antes que ninguna otra cosa, es preciso ponerse de acuerdo sobre el sentido de la
palabra «esoterismo». Todo el mundo sabe que designa a priori doctrinas y métodos más o
menos secretos porque se considera que sobrepasan las capacidades limitadas del común de
los hombres. Ahora bien, lo que se trata de explicar es por qué esta perspectiva es posible e
incluso necesaria, y cómo se aplica a los diversos planos de la existencia humana; todo esto
partiendo de la idea de que se trata de esoterismo auténtico y no de esas falsificaciones o
desviaciones, capaces de comprometer la palabra, si no la cosa, y que a menudo no hacen sino
satisfacer una inclinación por la extravagancia. Ciertamente, todo esoterismo aparece como
teñido de herejía desde el punto de vista del esoterismo correspondiente, lo que no podría
evidentemente descalificarlo si es intrínsecamente ortodoxo, es decir, conforme a la verdad
estricta y al simbolismo tradicional del que procede. Es verdad que el esoterismo más
auténtico puede alejarse incidentalmente de este marco y referirse a simbolismos extraños,
pero no podría ser sincretista en su propia sustancia. Por lo demás, lo que nos interesa aquí
son menos los esoterismos históricos —tales como el pitagorismo, el Vedânta shivaíta o el
Zen— que el esoterismo en sí, al que preferimos denominar sophia perennis y que en sí mismo
es independiente de las formas particulares, puesto que constituye su esencia.

Se nos podría objetar que es contradictorio hablar en público de cosas tan precarias
desde el punto de vista de la inteligibilidad; responderemos una vez más con los cabalistas que
vale más que la sabiduría sea divulgada que no olvidada, haciendo abstracción de que sólo nos
dirigimos a aquellos que quieran leernos y comprendernos. Vivimos una época de confusión y
de sed en que las ventajas de la comunicabilidad pesan más que las de la secretividad; además,
sólo las tesis esotéricas pueden satisfacer las imperiosas necesidades de causalidad que suscitan
las posiciones filosóficas y científicas del mundo moderno. A esto es preciso añadir que si las
doctrinas esotéricas no son aceptadas como merecen serlo, no es siempre por falta de buena
voluntad; esta falta puede tener causas inexcusables o causas excusables, y en este último caso
—que es a menudo cuestión de imaginación— se encuentra compensada por una actitud
espiritual sin duda limitada, pero sin embargo positiva y eficaz. No pretendemos convertir a
cualquiera que esté en paz con Dios, si lo está realmente, es decir, según la voluntad de Dios y
con un corazón puro, y queremos asimismo subrayar que, en lo que nos concierne, la noción
de esoterismo evoca mucho menos la superioridad intelectual que la totalidad de la verdad y
los derechos imprescriptibles de la inteligencia, siempre en el clima de una relación humana, o
sea, vivida, con el Cielo. La idea de que los no-esoteristas carecen por definición de
inteligencia, o de que los esoteristas de facto están necesariamente provistos de ella, no anida, en
todo caso, en nuestro espíritu.

Como ya hemos hecho notar más de una vez en nuestras obras precedentes, parece
que se hace cada vez más difícil admitir —desde el punto de vista de la ideología de «nuestro
tiempo»— no solamente que tal o cual religión sea la única verdadera, sino también que haya
una verdadera religión, cualquiera que ella sea; en la medida en que las religiones tienen una
parte de responsabilidad en esta situación —en función de las limitaciones humanas—, se la
puede encontrar en las limitaciones de su cosmología y de su escatología, y también en su
exclusivismo. Las tesis religiosas no son ciertamente errores, pero sí son recortes ocasionados
por una determinada oportunidad mental y moral; se acaba por descubrir el recorte pero al
mismo tiempo se pierde la verdad. Ahora bien, sólo el esoterismo puede explicar el recorte y
restituir la verdad perdida, al referirse a la verdad total: sólo él puede dar respuestas que no
sean ni fragmentarias ni estén comprometidas de antemano por un sesgo confesional. De la
misma manera que el racionalismo puede hacer desaparecer la fe, el esoterismo la puede hacer
recuperar.
Pero es necesario que nos situemos ahora en un punto de vista mucho más general.
Según algunos, ninguna «ideología» ha salvado al mundo; sin preocuparnos de las intenciones
de este término, respondemos que ningún sistema espiritual, ninguna religión, ha tenido jamás
este fin, porque de lo que se trata es únicamente de proporcionar a los hombres el medio de
salvarse, no de salvarles a su pesar, y también de proporcionarles el medio de crear un marco
favorable, o lo menos desfavorable posible, para la realización de este fin. Sólo se puede salvar
a los que quieren ser salvados: los que, en primer lugar, se dan cuenta de que se están
ahogando y, en segundo lugar, quieren asirse a la tabla de salvación que se les ofrece; el
hombre, siendo libre, está condenado a la libertad. No son las verdades ni los métodos de
liberación los que han «hecho quiebra», son los hombres convertidos en «adultos», por decirlo
así; las circunstancias atenuantes —límite de los esoterismos ante ciertas experiencias, de una
parte, y descubrimientos científicos, de otra, en ausencia de la capacidad de interpretarlos e
integrarlos—, estas circunstancias, decíamos, no bastan para disculpar a los hombres de
hacerse insensibles a evidencias innatas y siempre palpables, y de cerrarse orgullosa y
puerilmente a la Misericordia. Por lo demás, la historia de una religión es siempre la historia de
una lucha entre un don divino y un rechazo a aceptarlo, lo que en parte explica las
exageraciones compensatorias de los santos.

Toda exposición doctrinal evoca de entrada la cuestión de las fuentes de la certeza y,


por consiguiente, de los criterios de verdad. Ahora bien, la verdad nos es dada, de una parte,
desde el exterior y, de otra, desde el interior, según sea indirecta y formal o directa y esencial:
en condiciones normales, aprendemos a priori la realidad de las cosas divinas por la Revelación,
que nos suministra los símbolos y los datos indispensables, y, a posteriori, tenemos acceso a la
evidencia de estas cosas por la Intelección, que nos revela su esencia más allá de las
formulaciones recibidas —pero no contra ellas— a condición de que nada en nuestra
naturaleza ni en nuestra voluntad se oponga a ello. La Revelación es una Intelección en el
macrocosmo, mientras que la Intelección es una Revelación en el microcosmo; el Avatâra es el
Intelecto externo, y el Intelecto es el Avatâra interno.

Es notorio que la Revelación exige la fe; es menos evidente que la Intelección la exige
igualmente a su manera, y esto parece incluso paradójico, puesto que el Intelecto, por
definición, contiene la certidumbre. Pero la certidumbre tiene grados desde el punto de vista
de la asimilación o de la integración, o de la sinceridad si se quiere; credo ut intelligam, pero
también: intelligo ergo credo. En el primer caso, la fe consiste en aceptar la verdad obtenida por el
exterior y en aceptarla de una manera instintiva, volitiva y sentimental; en el segundo caso, la
fe no consiste en aceptar la evidencia, lo que sería un pleonasmo, sino en hacerla penetrar en
nuestro ser entero, lo que compromete igualmente —como en la fe religiosa— a la voluntad y
el sentimiento. Al respecto de este último, importa especificar que esta facultad no es
reprobable más que cuando usurpa la inteligencia y se opone a la verdad, y no cuando
prolonga la primera y sirve a la segunda, lo que constituye su función normal; si el sentimiento
fuese ilegitimo, la belleza lo sería también, y no habría lugar a perseguir la belleza y el amor
hasta su manantial divino.
Y recordemos aquí esta verdad axiomática: que la Intelección se sirva del
razonamiento, lo que es humanamente inevitable, no puede significar que se identifique con
éste; sin embargo, el razonamiento correcto y fundado sobre datos suficientes puede ser una
causa ocasional para una intelección particular, exactamente como puede serlo un símbolo
cualquiera en la naturaleza o en el arte. El pensamiento suficientemente adecuado, aunque
fuese titubeante, puede actualizar una toma de consciencia procedente de una dimensión muy
distinta del encadenamiento de las operaciones mentales, pues, proporcionado a la Intelección,
ofrece un simbolismo y un punto de partida; ahora bien, la función de todo símbolo es
quebrar la corteza de olvido que cubre la ciencia inmanente del Intelecto. La dialéctica
intelectual, como el símbolo sensible, es un velo transparente que, cuando sucede el milagro
del recordar, se desgarra y descubre una evidencia que, siendo universal, brota de nuestro ser,
el cual no sería si no fuera lo que es.

La prerrogativa del estado humano es la objetividad, cuyo contenido esencial es lo


Absoluto. No hay conocimiento sin objetividad de la inteligencia; no hay libertad sin
objetividad de la voluntad; no hay nobleza sin objetividad del alma. En cada uno de los tres
terrenos, objetividad a la vez horizontal y vertical; el sujeto, ya sea intelectivo, volitivo o
afectivo, encara necesariamente tanto lo contingente como lo Absoluto: lo contingente porque
el sujeto es él mismo contingente y en la medida en que lo es, y lo Absoluto porque el sujeto
tiene algo de lo Absoluto por su capacidad de objetividad.

Ahora bien, el esoterismo, por sus interpretaciones, sus revelaciones y sus operaciones
interiorizantes y tendentes a lo esencial, tiende a realizar la objetividad pura o directa; ésta es
su razón de ser. La objetividad da cuenta tanto de la inmanencia como de la trascendencia; es
extinción y reintegración a la vez. Y ella no es otra que la Verdad, en la que el sujeto y el
objeto coinciden, y en la que lo esencial prevalece sobre lo accidental —o en la cual el
principal prevalece sobre su manifestación—, bien extinguiéndolo, bien reintegrándolo, según
los diversos aspectos ontológicos de la propia relatividad1.

Quien dice objetividad, dice totalidad, y esto en todos los planos: las doctrinas
esotéricas realizan la totalidad en la misma medida en que realizan la objetividad; lo que
distingue la doctrina de un Shankara de la de un Râmânuja es precisamente la totalidad. Por
una parte, la verdad parcial o indirecta puede salvar y, en este aspecto, puede bastarnos; por
otra parte, si Dios ha juzgado bueno darnos una comprensión que supere el mínimo necesario,
nosotros no podemos hacer nada frente a esto y no estaríamos muy acertados quejándonos. El
hombre posee ciertamente la libertad de cerrarse a tales evidencias —y es frecuente que lo
haga por ignorancia o por comodidad—, pero lo menos que se puede decir es que nada le
obliga a ello.

En resumen, la diferencia entre las dos perspectivas de que se trata no está solamente
en la manera de considerar tal objeto, está también en los objetos que se consideran; es decir,

1
De todo esto resulta que por «objetividad» es preciso entender no un conocimiento que se limita a un
registro meramente empírico de datos recibidos del exterior, sino una adecuación perfecta del sujeto que conoce
al objeto conocido, como por otra parte lo exige la acepción corriente del término. Es «objetiva» una inteligencia
o un conocimiento que es capaz de captar el objeto tal cual es y no tal como lo deforma eventualmente el sujeto.
que no solamente se habla de forma diferente de una misma cosa, se habla también de cosas
diferentes, lo que es la evidencia misma.

Sin embargo, si por una parte el mundo de la gnosis y el de la creencia son distintos,
por otra, y desde otro punto de vista, se encuentran e incluso se interpenetran. Se nos dirá tal
vez que tal o cual de nuestras consideraciones no tiene nada de específicamente esotérico o de
gnóstico; convenimos en ello sin esfuerzo y somos los primeros en reconocerlo. Que las dos
perspectivas de que se trata puedan y deban coincidir en bastantes puntos, y esto en diferentes
niveles, es evidente, porque la verdad subyacente es una y porque también el hombre es uno.

En el conocimiento, hay que distinguir la relación de analogía de la relación de


identidad, porque es esto lo que fundamentalmente diferencia el pensamiento racional de la
inspiración intelectual, en el sentido propio y riguroso de este adjetivo. La relación de analogía
es la de la discontinuidad entre el centro y la periferia: las cosas creadas, incluidos los
pensamientos —luego todo lo que constituye la manifestación cósmica—, están separadas del
Principio; las realidades trascendentes captadas por el pensamiento están separadas del sujeto
pensante Esto equivale a decir que el conocimiento racional o mental es como un reflejo
separado de su fuente luminosa, reflejo por lo demás expuesto a toda suerte de perturbaciones
subjetivas.
La relación de identidad, en cambio, es la de la continuidad entre el centro y la
periferia, por consiguiente, se distingue de la relación de analogía como la estrella se distingue
de los círculos concéntricos. La manifestación divina, alrededor de nosotros y en nosotros
mismos, prolonga y proyecta el Principio y se identifica con éste bajo el aspecto, precisamente,
de la cualidad divina inmanente, el sol es realmente el Principio percibido a través de los velos
existenciales, el agua es realmente la Pasividad universal percibida a través de estos mismos
velos En lo que concierne al conocimiento, no basta que esta relación sea simplemente
pensada para conferir al razonamiento un carácter de divinidad, y por tanto de verdad y de
infalibilidad. Es cierto que objetivamente todo pensamiento manifiesta —por la relación
metafísica de identidad— al Pensador divino, si podemos expresarnos así, pero esta situación
puramente objetiva y existencial, ontológica si se quiere, es absolutamente general y queda
fuera de las diferencias cualitativas, de suerte que ella no tiene nada que ver con la realización
subjetiva y cognitiva de la relación de identidad. Hemos dicho que en el conocimiento racional
o mental las realidades trascendentes captadas por el pensamiento están separadas del sujeto
pensante; pero, en el conocimiento propiamente intelectual o cardíaco, las realidades principales
captadas por el corazón se prolongan en la intelección; el conocimiento cardiaco es uno con lo
que conoce, es como un rayo de luz ininterrumpido.

Los kantianos nos pedirán que demostremos la existencia de este modo de conocer;
ahora bien, en esto hay un primer error, a saber, que el conocimiento no es algo que se pueda
probar de facto; y el segundo error, que sigue inmediatamente al primero, es que una realidad
que no se puede probar —es decir, que no se puede hacer accesible a tal o cual necesidad de
causalidad artificial e ignorante—, que una tal realidad, puesto que parece carecer de prueba,
no existe y no puede existir. El racionalismo integral carece de objetividad intelectual tanto
como de imparcialidad moral2.

2Kant llama «ocultación trascendental» (Erscbleichung) a la «transformación» de la idea puramente «regulativa»


de Dios en una realidad objetiva, lo que prueba una vez más que no puede concebir certidumbre fuera de un
razonamiento fundado en la experiencia sensorial y operante más acá de la realidad que él pretende juzgar y
Pero volvamos sobre nuestra distinción entre el conocimiento indirecto, racional y
mental y el conocimiento directo, intelectual y cardiaco; aparte de estos dos modos, hay un
tercero, que es el conocimiento por medio de la fe. Ahora bien, la fe equivale a un
conocimiento cardiaco objetivado; lo que el corazón microcósmico no nos dice, el corazón
macrocósmico —el Logos— nos lo dice en un lenguaje simbólico y parcial, y esto por dos
motivos: para informarnos de aquello de lo que nuestra alma tiene una urgente necesidad, y
para despertar en nosotros, en la medida de lo posible, el recuerdo de las verdades innatas.

Si hay un conocimiento intrínsecamente directo pero extrínsecamente objetivado en


cuanto a su comunicación, debe haber correlativamente un conocimiento en sí indirecto pero
sin embargo subjetivo en cuanto a su proceso, y éste es el discernimiento de las cosas objetivas
a partir de sus equivalentes subjetivos, dado que la realidad es una; porque nada hay en el
macrocosmo que no derive del metacosmos y que no se encuentre en el microcosmo.

El conocimiento directo e interior, el del Corazón-Intelecto, es aquél que los griegos


llamaban la gnosis; la palabra «esoterismo» —según su etiología— designa la gnosis en cuanto
ésta está de facto subyacente en las doctrinas religiosas, luego dogmáticas.

negar. En suma, el «criticismo» consiste en calificar de mentiroso a cualquiera que no se pliegue a su disciplina;
los agnósticos hacen prácticamente lo mismo, al decretar que nadie puede conocer nada puesto que ellos mismos
no conocen nada o no desean conocer nada.
El Simbolismo
Luc Benoist

Como toda ciencia, el esoterismo posee un vocabulario particular. Pero otorga una
significación precisa a los términos que toma de otras disciplinas. Estos medios de expresión
datan de la época en que han sido fijados. Debemos, por lo tanto, preguntarnos, a qué
concepción del mundo correspondían en el espíritu de sus contemporáneos y en la ciencia de
aquellos tiempos antiguos.

Allende la naturaleza visible y sensible, los pensadores de la antigüedad clásica


reconocían la existencia de una realidad superior habitada por energías invisibles. Partiendo del
hombre al que colocaban naturalmente en el centro del cosmos, habían dividido al universo en
un terno de manifestaciones, que comprendía un mundo material, un mundo psíquico y un
mundo espiritual, en una jerarquía que ha quedado por largo tiempo como base de la
enseñanza medieval. El lugar central y mediador dado al hombre en el cosmos se explica por
la identidad de los elementos que componen por igual a ambos. Los pitagóricos enseñaban
que el hombre es un pequeño mundo, un microcosmos, doctrina adoptada por Platón y que
ha llegado hasta los pensadores de la Edad Media. Esta analogía armoniosa que une al mundo
y al hombre, al macrocosmos y al macrocosmos, ha permitido a estos pensadores distinguir en
el hombre tres modos de existir. AI mundo material corresponde su cuerpo, al mundo
psíquico, su alma y al mundo espiritual, su espíritu. Esta tripartición ha dado lugar a tres
disciplinas: la ciencia de la naturaleza o física, la ciencia del alma o psicología y la ciencia del
espíritu o metafísica, así llamada porque su dominio se extiende más allá de la física, es decir,
de la naturaleza. Advertimos de inmediato que el espíritu no es una facultad individual, sino
universal, que está unida a los estados superiores del ser.

Esta división trial en espíritu, alma y cuerpo, hoy inusitada, era común a todas las
doctrinas tradicionales, aunque los límites respectivos de sus dominios no siempre
coincidiesen exactamente. Se encuentra igualmente en la Tradición hindú y en la china. La
Tradición judía formula explícitamente esta Tradición en los comienzos del Génesis, en donde
el alma viviente es representada como resultado de la unión del cuerpo con el soplo del
espíritu. Platón la adopta y posteriormente los filósofos latinos tradujeron las tres palabras
griegas noûs, psyqué y soma por tres términos equivalentes spiritus, anima, corpus.

La Tradición cristiana heredó esta tripartición inscrita por Juan al comienzo de su


Evangelio, fuente del esoterismo cristiano. En efecto, la tríada Verbum, Lux y Vita, que
enumera, debe ser relacionada, palabra por palabra, a los tres mundos, espiritual, psíquico y
corporal, caracterizando la luz el estado psíquico o sutil, que es el de todas las teofanías.

San Ireneo distingue claramente la misma división en su tratado de la Resurrección: "Hay


tres principios del hombre perfecto, el cuerpo, el alma y el espíritu. Uno que salva y forma, el
espíritu. Otro que es unido y formado, el cuerpo. Finalmente un intermediario entre ambos
que es el alma. Ésta, en oportunidades sigue al espíritu y es elevada por él. Otras veces
condesciende con el cuerpo y se hunde en los deseos terrestres". Sin embargo, para escapar al
peligro de otorgar al alma un elemento sutilmente corporal, como había hecho Platón, los
sabios cristianos han terminado por relacionar de tal manera al alma y al espíritu que los han
llegado a confundir. Lo que debía concluir en el famoso dualismo cartesiano de alma y cuerpo,
al mismo tiempo que a la confusión de lo psíquico y de lo espiritual, entre los que nuestro
tiempo no admite ninguna diferencia en la medida en que aún acepta la idea. Sin embargo, si el
alma es la mediadora entre las partes inferior y superior del ser, es necesario que exista entre
ellas una comunidad de naturaleza. Esta es la razón por la que San Agustín, e incluso San
Buenaventura, pensaban en el alma como un cuerpo sutil siguiendo una doctrina tradicional
que Santo Tomás ha descartado por temor a materializar el alma.

A esta jerarquía de tres estados, corresponden en el hombre tres facultades destinadas


a tomar conciencia de él de una manera específica: la intuición sensible para el cuerpo, la
imaginación para el alma (o, mejor, razón e imaginación para el complejo psíquico-mental) y el
intelecto puro o intuición trascendente para el espíritu. La intuición sensible y la imaginación
no presentan problemas, en tanto que el paralelo entre razón e intelecto merece alguna
explicación.

El punto de vista esotérico no puede ser admitido y comprendido, sino por el órgano
del espíritu que es la intuición intelectual o intelecto, correspondiente a la evidencia interior de
las causas que preceden a toda experiencia. Es el medio de aproximación específico de la
metafísica y del conocimiento de los principios de orden universal. Aquí se inicia un dominio
en donde oposiciones, conflictos, complementariedades y simetrías han quedado atrás, porque
el intelecto se mueve en el orden de una unidad y de una continuidad isomorfa con la totalidad
de lo real. Por esto podía decir Aristóteles que el intelecto es más cierto que la ciencia y Santo
Tomás que es el hábito de los principios o el modo de las causas. Con más rigor aún los
espirituales árabes han podido afirmar que la doctrina de la Unidad es única. El punto de vista
metafísico, escapando por definición a la relatividad de la razón, implica en su orden una
certeza. Pero frente a esto ella no es expresable, ni imaginable y presenta conceptos sólo
accesibles por los símbolos. Este último medio de expresión no niega a ninguna realidad de
otro orden, sino que se subordina a todas por la potencia de sus misterios. Las ideas
platónicas, los invariantes matemáticos, los símbolos de las artes antiguas, constituyen
ejemplos de planos diferentes de la realidad.

La ciencia moderna, por el contrario, tiene por instrumento dialéctico la razón y por
dominio lo general. La razón no es sino un instrumento vinculado al lenguaje para todos los
fines, que permite respetar las reglas de la lógica y de la gramática sin implicar ni garantizar
ninguna especie de certeza en cuanto a la realidad de sus conclusiones y mucho menos de sus
premisas. Efectivamente, la razón no es sino un medio puramente discursivo y deductivo, un
habitus conclusionis, diría un escolástico, que no llega hasta las causas. Es una red de mallas más o
menos apretadas, lanzada sobre el mundo de los fenómenos que se apodera de aquellos
objetos que son bastante densos, pero que deja escurrir e ignora a los que son más sutiles. Para
la ciencia y la razón un hecho no observable o medible carece de existencia. Mucho menos
tendrá en consideración todo lo que no sea un hecho. Se comprende cómo la realidad no
puede ser reflejada por la traducción superficial que resulte de ella, ni limitada por una técnica
obligadamente provisoria. La repuesta que la razón nos da –en realidad la razón sólo da
respuestas- depende estrechamente de la pregunta que se le haga. Está condicionada por ella
en su unidad, su medida y su rango. Toda respuesta está, en cierto sentido contenida en la
pregunta por los postulados que ella supone. El eco parece así el modelo de toda respuesta
―inteligente‖, como la tautología el modelo de todo razonamiento riguroso.
Por el contrario la palabra no adquiere su sentido profundo sino en su causa, como
eco de un pensamiento que utiliza palabras antiguas –que son símbolos– para evocar una
realidad siempre actual, pero transfigurada en esotérica por el materialismo progresivo de la
inteligencia. La garantía de la verdad no puede facilitárnosla la razón ni la experiencia, porque
esta experiencia, exclusivamente histórica, humana, es además corta, demasiado reciente,
demasiado joven y demasiado limitada, en un universo que ha conocido estados muy
diferentes y que no puede tener con ella ninguna medida común. Ella no tiene en cuenta la
índole específica de los tiempos que sólo puede revelar un testimonio directo, llegado de las
más lejanas épocas, es decir, de la Tradición.

Conviene comprender lo que significa este concepto de Tradición generalmente


negado, desnaturalizado o desconocido. No se trata del color local, de las costumbres
populares, ni de los usos curiosos conservados por los folkloristas, sino del origen mismo de
las cosas. La Tradición es la transmisión de un conjunto de medios consagrados que facilitan
la toma de conciencia de los principios inmanentes al orden universal, ya que el hombre no se
ha dado a sí mismo la razón de ser de su existir. La idea más cercana, la más dotada para
evocar lo que la palabra significa, sería la de una filiación espiritual de maestro a discípulo, la
de una influencia conformadora análoga a la vocación, a la inspiración, tan consustancial al
espíritu como la herencia al cuerpo. Se trata de un conocimiento interior, coexistente a la vida,
de una coexistencia, y al mismo tiempo de una conciencia superior reconocida como tal, de
una conciencia, en ese punto inseparable de la persona que nace con ella y constituye su razón
de ser. Desde este punto de vista, el ser es completamente lo que trasmite, él no existe sino
porque transmite y en la medida en que trasmite. Independencia e individualidad aparecen
como realidades relativas que testimonian un alejamiento progresivo y una caída continua a
partir de un estado extensivo de sabiduría original, perfectamente compatible con una
economía arcaica.

Este estado original puede ser representado por el concepto de centro primordial del
que el paraíso terrestre de la Tradición hebrea constituye uno de los símbolos,
comprendiéndose que este estado, Tradición y centro constituyen tres expresiones de la
misma realidad. Gracias a esta Tradición anterior a la historia, el conocimiento de los
principios ha sido, desde el origen, un bien común a la humanidad que posteriormente se ha
extendido en las formas más altas y perfectas de las teologías del período histórico. Pero una
caída natural, generadora de especialización y obscuridad, ha abierto un hiato creciente entre el
mensaje, los que lo transmiten y aquellos que lo reciben. La explicación se hace cada vez más
necesaria, pues la polaridad ha aparecido entre el aspecto exterior, ritual y literal, y el sentido
original, vuelto interno, es decir, oscuro e incomprensible. En Occidente este aspecto exterior
ha tomado, en general, la forma religiosa. Destinada a la muchedumbre de los fieles, la
doctrina se ha escindido en tres elementos, un dogma para la inteligencia, una moral para el
alma y unos ritos para el cuerpo. Durante este tiempo, por el contrario, el sentido profundo
transformado en esotérico, se ha reabsorbido cada vez más en formas tan oscuras que ha sido
necesario recurrir a ejemplos paralelos de la espiritualidad oriental para reconocer su
coherencia y validez.

El oscurecimiento progresivo de la idea de Tradición nos ha impedido desde hace


tiempo comprender la verdadera fisonomía de las civilizaciones antiguas, y al mismo tiempo,
nos ha impedido el retorno a una concepción sintética, que era la de ellas. Sólo la perspectiva
de los principios permite comprenderlo todo sin suprimir nada, hacer la economía de un
nuevo vocabulario, ayudar a la memoria y facilitar la invención, establecer relaciones entre las
disciplinas en apariencia más alejadas, al reservar al que se coloca en este centro privilegiado la
inagotable riqueza de sus posibilidades, y esto gracias a los símbolos.

Al echar un puente entre el cuerpo y el espíritu, los símbolos permiten hacer sensible
todo concepto inteligible. Se presentan como mediadores del dominio psíquico y poseen por
lo tanto un carácter dual, que los hace capaces de admitir un doble sentido y a interpretaciones
múltiples y coherentes, igualmente verdaderas desde diferentes puntos de vista. Implican un
conjunto de ideas de un modo total y no analítico. Cada cual los puede interpretar en
diferentes niveles, de acuerdo con su grado de capacidad. Es más un medio de exposición que
de expresión. El símbolo es un género del que sus diferentes variedades, palabras, signos,
números, gestos, grafías, acciones o ritos, son especies. En tanto que la lógica racional de la
gramática está relacionada al sentido físico y literal, los símbolos gráficos o ―agis‖ son
sintéticos e intuitivos. Ofrecen motivos de evocación indefinida hasta permitir traducciones de
valores opuestos y complementarios. Además, si se lleva al extremo la investigación de los
orígenes, el mismo sentido literal proviene de un primer símbolo cuya imagen ha sido borrada
por la inconsciencia de la costumbre desde largo tiempo atrás.

La ciencia de los símbolos está basada en la correspondencia que existe entre los diversos
órdenes de la realidad, natural y sobrenatural, no considerándose a la natural, sino como la
exteriorización de ésta. El principio fundamental del simbolismo afirma que una realidad de
un cierto orden puede ser representada por una realidad de un orden menos elevado, en tanto
que la inversa es imposible, ya que el símbolo deber ser más accesible que lo por él
representado. Esta regla deriva de la armonía necesaria al mantenimiento del mundo tomado
en un momento dado, a un equilibrio cósmico en que cada parte es homóloga al todo. De esta
manera la parte simboliza a la totalidad, lo inferior es testigo de lo superior y lo conocido toma
las veces de lo desconocido.

El verdadero simbolismo no es arbitrario. Brota de la naturaleza, que puede tomarse


como símbolo de las realidades superiores, como lo pensaban los hombres de la Edad Media.
El mundo les semejaba un lenguaje divino o mejor, como decía Berkeley, "El lenguaje que el
Espíritu Infinito habla a los espíritus finitos‖. Los diferentes reinos de la naturaleza colaboran
en este alfabeto expresivo. Las ciencias tradicionales como la gramática, las matemáticas, las
artes y los oficios eran empleados como bases y medios de expresión del conocimiento
metafísico, además de su valor propio, pero gracias a ese valor. Toda acción podía llegar a ser
el pretexto de un símbolo adecuado. Incluso los acontecimientos de la historia testimonian a
favor de las leyes que rigen la manifestación universal. Esta analogía está fundamentada sobre
la que relaciona el microcosmos y el macrocosmos, sobre la identidad de sus elementos y de
sus energías.

Agregamos finalmente, para la correcta aplicación del simbolismo; que todo símbolo
debe ser interpretado en sentido inverso, en cuanto a su perspectiva formal y no en cuanto a
su significación intrínseca, como la imagen de un objeto en un espejo o en una superficie de
agua está invertida con relación al objeto que refleja, sin que el objeto haya recibido ningún
cambio. Lo primero o lo mayor en el orden de los principios, llega a ser lo menor o lo último
en el orden de la manifestación, lo que es interior llega a ser exterior y viceversa. En una
palabra, el simbolismo es la llave que abre los secretos, el hilo de Ariadna que relaciona los
diferentes órdenes de la realidad. Por él razonamos, soñamos y somos, ya que lo recibido en
todos los planos es también un caso de simbolismo, igual que la analogía de las leyes físicas y
psíquicas. Toda manifestación es un símbolo de su autor o de su causa. De esta manera el
simbolismo no es sólo, como se supone, la fantasía poética de una escuela literaria o una
cualidad sobre agregada a las cosas. Forma una sola cosa con la realidad misma a la que se
esfuerza en manifestar gracias a su elemento más esencial y oculto, su forma, su ritmo, su
ademán. El simbolismo es un caso particular de la ciencia del ritmo entendida ésta en su más
amplia generalidad, actividad creadora que se coloca en el origen de las demás manifestaciones
visibles, audibles y experimentables, y que intenta reproducir todo rito tradicional.

El ritmo se oculta en el centro de toda manifestación, de toda actividad profunda del


ser –o de cada cosa, puesto que nada es inerte– igual que la herencia dirige la formación de los
seres vivos y el habitus intelectual la formación de los cerebros. Constituye el ritmo el armazón
numérico de toda la naturaleza, de toda existencia, comenzando por la corporal. El hombre es
un transformador de ritmos. Desde el nacimiento hasta la muerte está sumergido en una
corriente de ondas en movimiento, en la que los grandes cielos de los años, estaciones y días,
determinan la curva de su vida. El hombre gusta de los ritmos y busca ávidamente su
percepción. Encuentra en ellos la satisfacción de una necesidad fundamental, la de una
comunicación con el ambiente del mundo, con la armonía de la naturaleza y una paz consigo
mismo.

El acto intelectual llamado comprensión, o incluso conocimiento, consiste en el


llamado de un recuerdo que cubre la novedad del manto de lo conocido bajo el velo de una
imagen común, es decir, de un ritmo común. El signo sensible pone en acción una reacción de
costumbre por la cual lo temible e insólito se tolerarán, aceptados y asimilados; se
comprenderán, aunque de hecho, no nos revelen más que este primer encuentro. Lo
inesperado se esfuma bajo la magia del ritmo y de la costumbre.

El carácter esencial del ritmo consiste en la dualidad complementaria de sus fases, en


una alternancia en que ellas se suceden, se compensan en torno de un punto de equilibrio, que
es al mismo tiempo un punto de partida y de llegada. Este punto central, mantenido por el
ritmo, es creador de una forma por una frecuencia eficaz y de menor esfuerzo que él establece.
Las ondas de esta vibración equilibrada se propagan por una correspondencia sutil más allá del
cuerpo físico, en la forma psíquica, en donde ellas establecen un estado de armonía y de
serenidad, necesario para la obtención de los estados superiores del ser. Estas dos fases son
perceptibles en los movimientos alternos de la respiración y del ritmo cardiaco sobre los que
se apoyan la gran mayoría de los ritos de realización metafísica.

Estos ritos constituyen procedimientos que permiten participar en las fuerzas


colectivas que emanan de cada Tradición aún viva. Son éstas, por ejemplo, los mantras
hindúes, los dhikrs musulmanes, las danzas sagradas, los himnos y los cantos, las oraciones
salmodiadas, las plegarias de memoria, que ponen el cuerpo y el alma del que las recita en
relación con el ritmo de la colectividad de la que forma parte, y también con el ritmo del
mundo, al que Platón llamaba la música de las esferas. Todo rito, igual que todo acto según el
orden, provoca la transmutación de los elementos sutiles del ser humano y facilita su retorno
al estado de simplicidad original que es el estado paradisíaco. El rito se basa sobre una
concepción intemporal de la acción, estabilizado en un eterno presente en que todo se puede
repetir, no a la manera en que la ciencia moderna cree que un experimento es posible, sino
más válidamente aún, puesto que una repetición rigurosamente idéntica exige una ―salida fuera
del tiempo‖, que sólo el rito puede llevar a cabo.
Conócete a ti Mismo
René Guénon

Habitualmente se cita esta frase: ―Conócete a ti mismo‖, pero a menudo se pierde de


vista su sentido exacto. A propósito de la confusión que reina con respecto a estas palabras,
pueden plantearse dos cuestiones: la primera concierne al origen de esta expresión, la segunda
a su sentido real y a su razón de ser. Algunos lectores podrían creer que ambas cuestiones son
completamente distintas y que no tienen entre sí ninguna relación. Tras una reflexión y un
examen atento, claramente aparece que mantienen una estrecha conexión.

Si se les pregunta a quienes han estudiado la filosofía griega quién fue el hombre que
pronunció primero esta sabia frase, la mayoría de ellos no dudará en responder que el autor de
esta máxima es Sócrates, aunque algunos pretenden referirla a Platón y otros a Pitágoras. De
estos pareceres contradictorios, de estas divergencias de opinión, estamos en nuestro derecho
de concluir que esta frase no tiene por autor a ninguno de los filósofos mencionados, y que no
es en ellos donde habría que buscar su origen. Nos parece lícito formular esta advertencia, que
parecerá justa al lector cuando sepa que dos de estos filósofos, Pitágoras y Sócrates, no
dejaron ningún escrito.

En cuanto a Platón, nadie, sea cual sea su competencia filosófica, está en situación de
distinguir qué fue dicho por él o por su maestro Sócrates. La mayor parte de la doctrina de
este último no nos es conocida más que por mediación de Platón, y, por otra parte, se sabe
que es en la enseñanza de Pitágoras donde Platón recogió ciertos conocimientos de los que
hace gala en sus diálogos. Con ello, vemos que es extremadamente difícil delimitar lo que
corresponde a cada uno de estos tres filósofos. Lo que se atribuye a Platón a menudo es
también atribuido a Sócrates, y, entre las teorías consideradas, algunas son anteriores a ambos
y provienen de la escuela de Pitágoras o de él mismo.

Verdaderamente, el origen de la expresión estudiada se remonta mucho más allá de los


tres filósofos mencionados. Mejor aún: es más antigua que la historia de la filosofía, y supera
también el dominio de la filosofía. Se dice que estas palabras estaban inscritas en la puerta de
Apolo en Delfos. Posteriormente fueron adoptadas por Sócrates, así como por otros filósofos,
como uno de los principios de su enseñanza, a pesar de la diferencia que haya podido existir
entre estas diversas enseñanzas y los fines perseguidos por sus autores. Es probable, por lo
demás, que también Pitágoras haya empleado esta expresión mucho antes que Sócrates. Con
ello, estos filósofos se proponían demostrar que su enseñanza no era estrictamente personal,
que provenía de un punto de partida más antiguo, de un punto de vista más elevado que se
confundía con la fuente misma de la inspiración original, espontánea y divina.

Comprobamos que estos filósofos eran, por ello, muy diferentes a los filósofos
modernos, que despliegan todos sus esfuerzos para expresar algo nuevo, a fin de ofrecerlo
como la expresión de su propio pensamiento, de erigirse como los únicos autores de sus
opiniones, como si la verdad pudiera ser propiedad de alguien.

Veremos ahora porqué los filósofos antiguos quisieron vincular su enseñanza con esta
expresión o con alguna similar, y porqué puede decirse que esta máxima es de un orden
superior a toda filosofía.
Para responder a la segunda parte de esta cuestión, diremos que la solución está
contenida en el sentido original y etimológico de la palabra ―filosofía‖, que habría sido, se dice,
empleada por primera vez por Pitágoras. La palabra filosofía expresa propiamente el hecho de
amar a Sophia, la sabiduría, la aspiración a ésta o la disposición requerida para adquirirla.

Esta palabra siempre ha sido empleada para calificar una preparación a esa adquisición
de la sabiduría, y especialmente los estudios que podían ayudar al philosophos, o a aquel que
experimentaba por ella alguna tendencia, a convertirse en sophos, es decir, en sabio.

Así, como el medio no podría ser tomado por un fin, el amor a la sabiduría no podría
constituir la sabiduría misma. Y debido a que la sabiduría es en sí idéntica al verdadero
conocimiento interior, se puede decir que el conocimiento filosófico no es sino un
conocimiento superficial y exterior. No posee en sí mismo, ni por sí mismo, un valor propio.
Solamente constituye un grado preliminar en la vía del conocimiento superior y verdadero, que
es la sabiduría.

Es muy conocido por quienes han estudiado a los filósofos antiguos que éstos tenían
dos clases de enseñanza, una exotérica y otra esotérica. Todo lo que estaba escrito pertenecía
solamente a la primera. En cuanto a la segunda, nos es imposible conocer exactamente su
naturaleza, ya que por un lado estaba reservada a unos pocos, y, por otro, tenía un carácter
secreto. Ambas cualidades no hubieran tenido ninguna razón de ser si no hubiera habido ahí
algo superior a la simple filosofía.

Puede al menos pensarse que esta enseñanza esotérica estaba en estrecha y directa
relación con la sabiduría y que no apelaba tan sólo a la razón o a la lógica, como es el caso para
la filosofía, que por ello ha sido llamada ―el conocimiento racional‖. Los filósofos de la
Antigüedad admitían que el conocimiento racional, es decir, la filosofía, no era el más alto
grado del conocimiento, no era la sabiduría.

¿Acaso la sabiduría puede ser enseñada del mismo modo que el conocimiento exterior,
por la palabra o mediante libros? Ello es realmente imposible, y veremos la razón. Lo que
podemos afirmar desde ahora es que la preparación filosófica no es suficiente, ni siquiera
como preparación, pues no concierne más que a una facultad limitada, que es la razón,
mientras que la sabiduría concierne a la realidad del ser al completo.

De modo que existe una preparación a la sabiduría más elevada que la filosofía, que no
se dirige a la razón, sino al alma y al espíritu, y a la que podemos llamar preparación interior;
éste parece haber sido el carácter de los más altos grados de la escuela de Pitágoras. Ha
ejercido su influencia a través de la escuela de Platón y hasta el neoplatonismo de la escuela de
Alejandría, donde apareció de nuevo claramente, así como entre los neo-pitagóricos de la
misma época. Si para esta preparación interior se empleaban también palabras, éstas no podían
ser ya tomadas sino como símbolos destinados a fijar la contemplación interior.

Mediante esta preparación, el hombre es llevado a ciertos estados que le permiten


superar el conocimiento racional al que había llegado anteriormente, y como todo esto está
muy por encima de la razón, está también muy por encima de la filosofía, puesto que la
palabra filosofía siempre es empleada de hecho para designar algo que sólo pertenece a la
razón.

No obstante, es asombroso que los modernos hayan llegado a considerar a la filosofía,


así definida, como si fuera completa en sí misma, y olvidan así lo más elevado y superior.

La enseñanza esotérica fue conocida en los países de Oriente antes de propagarse en


Grecia, donde recibió el nombre de ―misterios‖. Los primeros filósofos, en particular
Pitágoras, vincularon a ellos su enseñanza, como no siendo sino una expresión nueva de ideas
antiguas.
Existían numerosas clases de misterios con orígenes diversos. Aquellos en los que se
inspiraron Pitágoras y Platón estaban en relación con el culto de Apolo. Los ―misterios‖
tuvieron siempre un carácter reservado y secreto, significando etimológicamente la propia
palabra ―misterios‖, silencio total, no pudiendo ser expresadas mediante palabras las cosas a
las cuales se referían, sino tan sólo enseñadas por una vía silenciosa. Pero los modernos, al
ignorar cualquier otro método distinto al que implica el uso de la palabra, al cual podemos
llamar el método de la enseñanza exotérica, han creído erróneamente, a causa de ello, que no
había aquí ninguna enseñanza.

Podemos afirmar que esta enseñanza silenciosa usaba figuras, símbolos y otros medios
que tenían por objetivo conducir al hombre a estados interiores, permitiéndole llegar
gradualmente al conocimiento real o a la sabiduría. Tal era el objetivo esencial y final de todos
los ―misterios‖ y de otras cosas semejantes que pueden encontrarse en diferentes lugares.

En cuanto a los ―misterios‖ que estaban especialmente vinculados al culto de Apolo y


al propio Apolo, es preciso recordar que éste era el dios del sol y de la luz, siendo ésta en su
sentido espiritual la fuente de donde brota todo conocimiento y de la que derivan las ciencias y
las artes.

Se dice que los ritos de Apolo llegaron del Norte y esto se refiere a una tradición muy
antigua, que se encuentra en Libros sagrados como el Vêda hindú y el Avesta persa. Este
origen nórdico era incluso afirmado más especialmente para Delfos, que pasaba por ser un
centro espiritual universal; y había en su templo una piedra llamada omphalos que simbolizaba
el centro del mundo.

Se piensa que la historia de Pitágoras, e incluso su propio nombre, poseen cierta


relación con los ritos de Apolo. Éste era llamado Pythios, y se dice que Pytho era el nombre
original de Delfos. La mujer que recibía la inspiración de los Dioses en el templo era llamada
Pythia. El nombre de Pitágoras significa entonces ―guía de la Pythia‖, lo cual se aplica al
propio Apolo. Se cuenta además que fue la Pythia quien declaró que Sócrates era el más sabio
de los hombres. Parece entonces que Sócrates estuvo relacionado con el centro espiritual de
Delfos, al igual que Pitágoras.

Añadiremos que si bien todas las ciencias eran atribuidas a Apolo, esto era incluso más
especialmente en cuanto a la geometría y la medicina. En la escuela pitagórica, la geometría y
todas las ramas de las matemáticas ocupaban el primer lugar en la preparación al conocimiento
superior. Con respecto a este conocimiento, estas ciencias no eran dejadas de lado, sino que,
por el contrario, eran empleadas como símbolos de la verdad espiritual. También Platón
consideraba a la geometría como una preparación indispensable a toda otra enseñanza, y había
inscrito sobre la puerta de su escuela estas palabras: ―Nadie entre aquí si no es geómetra‖. Se
comprende el sentido de estas palabras cuando se las refiere a otra fórmula del mismo Platón:
―Dios hace siempre geometría‖, ya que, hablando de un Dios geómetra, Platón aludía a Apolo.

No debe asombrar que los filósofos de la Antigüedad hayan empleado la frase inscrita
en la entrada del templo de Delfos, puesto que conocemos ahora los vínculos que los unían a
los ritos y al simbolismo de Apolo.

Después de todo esto, fácilmente podemos comprender el sentido real de la frase


estudiada aquí y el error de los modernos a este respecto. Este error deriva de que ellos han
considerado esta frase como una simple sentencia de un filósofo, a quien atribuyen siempre un
pensamiento comparable al suyo. Pero, en realidad, el pensamiento antiguo difería
profundamente del pensamiento moderno. Así, muchos atribuyen a esta frase un sentido
psicológico; pero lo que ellos llaman psicología consiste tan sólo en el estudio de los
fenómenos mentales, que no son sino modificaciones exteriores —y no la esencia— del ser.

Otros aún ven en ella, sobre todo aquellos que la atribuyen a Sócrates, un objetivo
moral, la búsqueda de una ley aplicable a la vida práctica. Todas estas interpretaciones
exteriores, sin ser siempre enteramente falsas, no justifican el carácter sagrado que poseía en su
origen, que implica un sentido mucho más profundo que el que así se le quiere atribuir. En
primer lugar, significa que ninguna enseñanza exotérica es capaz de dar el conocimiento real,
que el hombre debe encontrar solamente en sí mismo, pues, de hecho, ningún conocimiento
puede ser adquirido sino mediante una captación personal.

Sin esta aprehensión, ninguna enseñanza puede desembocar en un resultado eficaz, y la


enseñanza que no despierta en quien la recibe una resonancia personal no puede procurar
ninguna clase de conocimiento. Es la razón de que Platón dijera que ―todo lo que el hombre
aprende está ya en él‖. Todas las experiencias, todas las cosas exteriores que le rodean no son
más que una ocasión para ayudarle a tomar conocimiento de lo que hay en sí mismo. Este
despertar es lo que se llama anamnesis, que significa ―reminiscencia‖.

Si ello es cierto para todo conocimiento, lo es mucho más para un conocimiento más
elevado y más profundo, y, cuando el hombre avanza hacia este conocimiento, todos los
medios exteriores y sensibles se hacen cada vez más insuficientes, hasta finalmente perder toda
utilidad. Si bien pueden ayudar a aproximarse a la sabiduría en algún grado, son impotentes
para adquirirla realmente, y se dice corrientemente en la India que el verdadero gurú o maestro
se encuentra en el propio hombre y no en el mundo exterior, aunque una ayuda exterior pueda
ser útil al principio, para preparar al hombre a encontrar en sí y por sí mismo lo que no puede
encontrar en otra parte, y particularmente lo que está por encima del nivel de la conciencia
racional. Es necesario, para alcanzar esto, realizar ciertos estados que avanzan siempre más
profundamente hacia el ser, hacia el centro, simbolizado por el corazón y donde la conciencia
del hombre debe ser transferida para hacerle capaz de alcanzar el conocimiento real. Estos
estados, que eran realizados en los misterios antiguos, eran grados en la vía de esta
transposición de la mente al corazón.

Había, hemos dicho, una piedra en el templo de Delfos llamada omphalos, que
representaba el centro del ser humano, así como el centro del mundo, según la
correspondencia que existe entre el macrocosmos y el microcosmos, es decir, el hombre, de tal
manera que todo lo que está en uno está en relación directa con lo que está en el otro. Avicena
dijo: ―Tú te crees una nada, y sin embargo el mundo reside en ti‖.

Es curioso señalar la creencia extendida en la Antigüedad según la cual el omphalos


había caído del cielo, y se tendrá una idea exacta del sentimiento de los griegos con respecto a
esta piedra diciendo que tenía cierta similitud con el que experimentamos con respecto a la
piedra negra sagrada de la Kaabah.

La similitud que existe entre el macrocosmos y el microcosmos hace que cada uno de
ellos sea la imagen del otro, y la correspondencia entre los elementos que los componen
demuestra que el hombre debe conocerse a sí mismo primero para poder conocer después
todas las cosas, pues, en verdad, puede encontrarlo todo en él. Por esta razón, algunas ciencias
—especialmente las que forman parte del conocimiento antiguo y que son casi ignoradas por
nuestros contemporáneos— poseen un doble sentido. Por su apariencia exterior, estas ciencias
se refieren al macrocosmos y pueden ser consideradas justamente desde este punto de vista.
Pero, al mismo tiempo, también poseen un sentido más profundo, el que se refiere al propio
hombre y a la vía interior por la cual puede realizar el conocimiento en sí mismo, realización
que no es otra que la de su propio ser. Aristóteles dijo: ―el ser es todo lo que conoce‖, de tal
modo que, allí donde existe conocimiento real —y no su apariencia o su sombra— el
conocimiento y el ser son una y la misma cosa.

La sombra, según Platón, es el conocimiento por los sentidos e incluso el


conocimiento racional que, aunque más elevado, tiene su origen en los sentidos. En cuanto al
conocimiento real, está por encima del nivel de la razón; y su realización, o la realización del
ser, es semejante a la formación del mundo, según la correspondencia de la que hemos
hablado. Es ésta la razón de que algunas ciencias puedan describirse bajo la apariencia de esta
formación; este doble sentido estaba incluido en los antiguos misterios, del mismo modo que
en todas las enseñanzas que apuntan al mismo fin entre los pueblos de Oriente. Parece que
igualmente en Occidente esta enseñanza ha existido durante toda la Edad Media, aunque hoy
haya desaparecido completamente, hasta el punto que la mayoría de los occidentales no tiene
idea alguna de su naturaleza o siquiera de su existencia.

Por todo lo precedente, vemos que el conocimiento real no tiene como vía a la razón,
sino al espíritu y al ser al completo, pues no es otra cosa que la realización de este ser en todos
sus estados, lo que constituye el fin del conocimiento y la obtención de la sabiduría suprema.
En realidad, lo que pertenece al alma, e incluso al espíritu, representa solamente grados en la
vía hacia la esencia íntima que es el verdadero Sí, y que puede ser encontrada tan sólo cuando
el ser ha alcanzado su propio centro, estando unidas y concentradas todas sus potencias como
en un solo punto, en el cual todas las cosas se le aparecen, estando contenidas en este punto
como en su primer y único principio, y así puede conocer todas las cosas como en sí mismo y
desde sí mismo, como la totalidad de la existencia en la unidad de su propia esencia.

Es fácil ver cuán lejos está esto de la psicología en el sentido moderno de la palabra, y
que va incluso mucho más lejos que un conocimiento más verdadero y más profundo del
alma, que no puede ser sino el primer paso en esta vía. Es importante indicar que el
significado de la palabra nâfs no debe ser aquí restringido al alma, pues esta palabra se
encuentra en la traducción árabe de la frase considerada, mientras que su equivalente griego
psyché no aparece en el original. No debe pues atribuirse a esta palabra el sentido corriente,
pues es seguro que posee otro significado mucho más elevado que le hace asimilable al
término esencia, y que se refiere al Sí o al ser real; como prueba, tenemos lo que se dice en el
siguiente hadith, que es como un complemento de la frase griega: ―Quien se conoce a sí
mismo, conoce a su Señor‖.

Cuando el hombre se conoce a sí mismo en su esencia profunda, es decir, en el centro de su


ser, es cuando conoce a su Señor. Y conociendo a su Señor, conoce al mismo tiempo todas las
cosas, que vienen de Él y a Él retornan. Conoce todas las cosas en la suprema unidad del
Principio divino, fuera del cual, según la sentencia de Mohyiddin ibn Arabî, ―no hay
absolutamente nada que exista‖, pues nada puede haber fuera del Infinito.

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