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Oswald Wirth
Después de todo, ésta no es más que la obligada cortesía con respecto a quienes
opinan de distinto modo. ¿Con qué derecho vamos a pretender que se equivocan ellos y
nosotros no? ¿Es que pretendemos poseer un criterio infalible para discernir lo verdadero de
lo falso? Lo cierto es que la Francmasonería predica sobre este punto, una humildad
verdaderamente cristiana, de la que podría mostrarse celosa la Iglesia.
Tenemos conciencia de lo poco que podemos conocer y nos inclinamos con religioso
respeto delante del misterio que nos rodea. Sin querer beneficiar de revelación alguna
sobrenatural, no pretendemos enseñar a los hombres lo que deben creer; en cambio, todo ser
humano, animado de deseo verdadero de buscar la verdad por sus propias fuerzas y con
absoluta independencia, puede ingresar en nuestra escuela. Nos esforzaremos en guiarles en
sus esfuerzos de investigación y podrán aprovecharse de nuestra larga experiencia tradicional.
¿Cuál es, pues, este lazo intelectual y moral que une los Francmasones en el tiempo
como en el espacio? La idea fundamental de la Francmasonería es la construcción de un
edificio humanitario; los hombres son los materiales vivientes y deben ellos mismos labrarse,
para luego ajustarse armónicamente, formando un edificio único, verdadero Templo de la Belleza
que nunca llegará a ser terminado.
¿Qué es la Vida? ¿Qué finalidad tiene? ¿Cómo puede el hombre ponerse en armonía
con la vida universal? Todas estas cuestiones nos las propone la iniciación masónica sin
resolverlas dogmáticamente, pero proporcionando elementos suficientes para contestar de
modo satisfactorio a quienes saben interpretar los símbolos.
Sin embargo, las especulaciones filosóficas preocupan tan sólo a un número reducido
de Francmasones que podríamos llamar los doctores de la institución. La mayor parte no se
interesa por los análisis sutiles y queda satisfecha con la parte sentimental. Su sensibilidad la
hace vibrar bajo la influencia del sentimiento general y poderoso del amor a la humanidad.
Instintivamente, esta muchedumbre ha divinizado la humanidad y pretende servirla con
desinterés. Quiere el progreso, el mejoramiento para todos en el porvenir.
Algunos escépticos quieren ridiculizar esta fe que califican de cándida; parecen olvidar
que, de compartir su escepticismo la humanidad, el progreso humano no pasaría, en efecto, de
ser una mera ilusión. En cambio, los convencidos y confiados en su utopía le prestan una
fuerza de realización que triunfa de todos los obstáculos.
Las iglesias cristianas no han realizado sino de una manera muy imperfecta el Ideal
cristiano. No podía suceder otra cosa, siendo así que los hombres, considerados en su
conjunto, no son ángeles ni siquiera santos. Tampoco son sabios tal como aspira a formarlos
la Iniciación, y cuando llegan a merecer el título de filósofos o amigos de la Sabiduría, no son más
que reducida falange que no encuentra colocación adecuada en ninguna de las instituciones
organizadas.
No dejaría de ser cándido el figurarse que una asociación de hombres pudiera llegar a
la perfección. Los individuos pueden alcanzar una perfección relativa, pero no las
colectividades, y la Francmasonería no puede escapar a la misma ley. Demasiado numerosos
son sus adheridos para poder llegar todos al nivel de Iniciados verdaderos; sin embargo, la
institución no deja de merecer el respeto y ser digna de simpatía. En efecto, trabaja para la
realización de la Magna Obra, pero la transformación del plomo profano en oro iniciático no
puede verificarse instantáneamente ni por virtud de un mágico conjuro.
Un Francmasón es un hombre como los demás, menos instruido muchas veces que
buen número de los aficionados a las ciencias ocultas; consciente de su ignorancia busca la
verdad sin prejuicio, con toda sinceridad. Tal vez no llegará muy lejos en sus investigaciones
intelectuales y dejará tan sólo de compartir los errores más groseros de sus contemporáneos.
Aunque negativa, esta sabiduría no deja de tener su valor.
Pero es por el corazón más bien que por la inteligencia que se llega a ser un verdadero
Francmasón. El adepto efectivo es, ante todo, un hombre de buena voluntad y anhela el bien, con
toda la fuerza de su ser interno; la fuerza de la Francmasonería estriba precisamente en el
querer colectivo de sus miembros; se reúnen para trabajar, y como nada se pierde en la esfera
de las energías puestas en acción, toda Logia viene a ser un foco de transformación social y
humanitaria.
Además, existe una doctrina masónica sin fórmula explícita, que viene a ser para la
Francmasonería lo que es el cristianismo para las iglesias cristianas: es el Masonismo.
Todas las críticas que dirigen a la Francmasonería sus adversarios –y con más
severidad, si cabe, sus amigos- se refieren a nuestra institución tal como funciona, trabajando
del mejor modo que sabe, sin que logre llegar a la realización perfecta de sus muy legítimos
desideratas. Pero ni una objeción siquiera ha sido nunca presentada contra el Masonismo por
quienes han llegado a comprenderlo. Bien al contrario, al Masonismo ha debido en todo
tiempo la Francmasonería y debe aún hoy todavía sus reclutas de más valor.
Según opinión de los pensadores más eminentes, no hay filosofía superior a la que se
desprende del simbolismo de la Francmasonería. Tiene la inestimable ventaja de no
presentarse bajo el aspecto de sistema cerrado; su objeto en enseñar a cada uno las reglas
comprobadas de toda sana construcción intelectual. El Francmasón aprende a construir el
templo de sus convicciones personales, pero todo y construyéndolo con arreglo a su
conveniencia particular y para sí mismo, observa las leyes de una arquitectura tradicional,
gracias a la cual persiste la unidad en la construcción del gran santuario universal, edificado
según el plano del Gran Arquitecto del Universo.
Con frecuencia se ha afirmado que una de las características del mundo moderno es la
desaparición de la iniciación. De capital importancia en las sociedades tradicionales, la
iniciación es prácticamente inexistente en la sociedad occidental de nuestros días. Bien es
verdad que las diferentes confesiones cristianas conservan, en diverso grado, vestigios de un
Misterio iniciático. El bautismo es esencialmente un rito iniciático; el sacerdocio implica una
iniciación. Pero no hay que olvidar que el cristianismo no ha triunfado precisamente ni ha
llegado a ser una religión universal sino por haberse liberado del clima de los Misterios greco-
orientales, proclamando ser una religión de salvación accesible a todos. Por otro lado,
¿tenemos aún derecho de llamar «cristiano» al mundo moderno en su totalidad? Si existe un
«hombre moderno», es en la medida en que rehúsa identificarse con la antropología cristiana.
La originalidad del «hombre moderno», su novedad con respecta a las sociedades tradicionales,
está precisamente en la voluntad de considerarse como un ser únicamente histórico, en el
deseo de vivir en un Cosmos radicalmente desacralizado. En qué medida haya conseguido el
hombre moderno realizar su ideal, es otro problema, del que no trataremos aquí. Pero sigue en
pie el hecho de que este ideal no tiene ya nada en común con el mensaje cristiano, siendo, a
fortiori, ajeno a la imagen que tenía de sí mismo el hombre de las sociedades tradicionales.
Pues bien, dicha imagen, el hombre de las sociedades tradicionales llega a conocerla y a
asumirla a través de la iniciación. Existen, claro está, varios tipos e innumerables variantes de
iniciación, correspondiendo a estructuras sociales diferentes y a horizontes culturales diversos.
Pero lo importante es el hecho de que todas las sociedades pre-modernas –esto es, las que en
Occidente han perdurado hasta la Edad Media, y en el resto del mundo hasta la primera guerra
mundial- asignan una función de primer orden a la ideología y a las técnicas de iniciación.
Dicha historia sagrada –la mitología- es ejemplar: cuenta cómo las cosas han venido al
ser, pero funda también todo patrón de conducta o actitud humana y toda institución social y
cultural. Puesto que el hombre ha sido creado y civilizado por los Seres sobrenaturales, la
suma de sus conductas y sus actividades pertenece a la «historia sagrada»; una historia de esta
índole importará conservarla cuidadosamente y transmitirla intacta a las nuevas generaciones.
En el fondo, el hombre es como es, porque, en la aurora de los tiempos, le ocurrieron las
cosas relatadas por los mitos. Así como el hombre moderno proclama ser un ente histórico,
resultante de la historia toda de la humanidad, el hombre de las sociedades arcaicas se
reconoce como la terminación de una historia mítica, de una serie de acontecimientos que
tuvieron lugar in illo tempore, en el origen del Tiempo. Pero, mientras el hombre moderno ve en
la historia que le ha precedido una obra puramente humana, y se cree, sobre todo, dueño de
continuarla y perfeccionarla indefinidamente, para el hombre de las sociedades tradicionales
todo lo que de significativo, es decir, creador y poderoso, ha tenido lugar, acaeció en el comienzo,
en el tiempo mítico.
Eb cierto modo, podríamos decir que, para el hombre de las sociedades arcaicas, la
Historia está «cerrada», agotada en unos cuantos acontecimientos grandiosos del «comienzo».
Al revelar a los polinesios, in illo tempore, las modalidades de la pesca en alta mar, el héroe
mítico agotó de una sola vez las posibles formas de esta actividad; los polinesios repiten el
gesto ejemplar del Héroe mítico: imitan a un modelo trans-humano.
Pero, bien mirado, esta historia conservada en los mitos solo está «cerrada« en apariencia. Si el
hombre de las sociedades primitivas se hubiera contentado con imitar ad infinitum los contados
gestos ejemplares revelados por los mitos, no podría explicarse las innumerables innovaciones
que a lo largo del tiempo ha ido incorporando. No existen sociedades primitivas
absolutamente cerradas. No se conoce ni una sola que no haya adoptado elementos culturales
ajenos; ni que, como consecuencia de tales innovaciones, no haya cambiado ciertos elementos
al menos en sus instituciones; que no tenga, en suma, una «historia». Solo que, a diferencia de
la sociedad moderna, todas las innovaciones han sido aceptadas como otras tantas
«revelaciones» de origen sobrehumano. Los objetos o las armas que iban incorporando, las
actitudes o instituciones que imitaban, los mitos o creencias que asimilaban –se tenían por
cargados de poder mágico-religioso: tal era por lo demás la razón de fijarse en ellos, el motivo
de que se hubieran tomado el trabajo de apropiárselos. Más aún: adoptaban todos esos
elementos porque los antepasados habían recibido de los Seres sobrenaturales las primeras
revelaciones culturales. Y como quiera que las sociedades tradicionales no tienen memoria
«histórica», propiamente hablando, bastaban algunas generaciones, a veces menos, para que
una innovación reciente fuera investida del prestigio de las revelaciones primordiales. En
resumidas cuentas, podríamos decir que, estando «abiertas» a la historia, las sociedades
tradicionales tienen tendencia proyectar toda nueva adquisición en el tiempo primordial, a
referir todos los acontecimientos al mismo horizonte atemporal de los «comienzos» míticos.
También las sociedades primitivas son modificadas por la historia, si bien en grado a veces
ínfimo; pero lo que las distingue radicalmente de la sociedad moderna es la falta de conciencia
histórica. Ausencia, por lo demás, inevitable, habida cuenta de la concepción del Tiempo y de
las antropologías peculiares de toda la humanidad prejudaica.
A esta ciencia tradicional, pues, es ala que van a tener accesos los novicios. Instruidos
durante largo tiempo por tutores, asisten a ceremonias secretas, soportan una serie de pruebas,
siendo estas, sobre todo, las constitutivas de la experiencia de la iniciación: el encuentro con lo
sagrado. La mayor parte de las pruebas iniciáticas implican, de manera más o menos
transparente, una muerte ritual a la que seguirá una resurrección o nuevo nacimiento. El
momento central de toda iniciación viene representado por la ceremonia que simboliza la
muerte del neófito y su vuelta al mundo de los vivos. Pero el que vuelve a la vida es un
hombre nuevo, asumiendo un modo de ser distinto. La muerte iniciática significa al mismo
tiempo fin de la infancia, de la ignorancia y de la condición profana.
Para el pensamiento arcaico, nada mejor que la muerte para expresar la idea de
«término», de acabamiento definitivo de algo –así como que nada mejor que la cosmogonía
para expresar la idea de «creación», de «hacer», de «construir». El mito cosmogónico sirve de
modelo ejemplar para toda clase de «hacer». Nada asegura mejor el éxito de una «creación»
cualquiera (un poblado, una casa, un hijo) que el copiarla de la creación por excelencia, la
cosmogonía. Es más: puesto que la cosmogonía representa ante todo, a los ojos de los
primitivos, la manifestación del poder creador de los dioses y, por consiguiente, una
prodigiosa irrupción de lo sagrado, será periódicamente reiterada a fin de regenerar al mundo y
la sociedad humana. La repetición simbólica de la creación implica una reactualización del
acontecimiento primordial, la presencia, por tanto, de los dioses y de sus energías creadoras.
La vuelta al comienzo revierte en una reactivación de las fuerzas sagradas que en aquel
entonces se manifestaron por primera vez. Al restaurar el Mundo tal cual era en el momento
en que acababa de nacer, el reproducir los gestos que los dioses hicieron por primera vez in illo
tempore, la sociedad humana y el cosmos todo volvían de nuevo a ser lo que entonces habían
sido: puros, poderosos, eficientes, con sus virtualidades intactas.
Toda repetición ritual de la cosmogonía viene precedida por una regresión simbólica al
«Caos». Para que pueda ser nuevamente creado, el viejo mundo ha de ser previamente
aniquilado. Los diferentes ritos practicados con ocasión del año Nuevo pueden clasificarse en
dos categorías principales: 1. Los que significan el regreso al Caos (extinción del fuego,
expulsión del «mal» y de los pecados, cambio profundo de la manera habitual de comportarse,
orgía, retorno de los muertos, etc.). 2. Los que simbolizan la cosmogonía (acto de encender
fuego nuevo, partida de los muertos, repetición de los gestos con los que los dioses crearon el
Mundo, solemne predicción del tiempo que va a hacer durante el año que empieza, etc.). En el
contexto de los ritos iniciáticos, la «muerte» corresponde a la vuelta provisional al «caos»;
constituye, de ese modo, la expresión ejemplar del término de un modo de ser: el de la ignorancia y
la irresponsabilidad infantil. La muerte iniciática hace posible la tabula rasa en la vendrán a
inscribirse las revelaciones sucesivas, destinadas a formar un hombre nuevo. Más adelante
hablaremos de las diferentes modalidades del nacimiento a la nueva vida espiritual. Digamos
desde ahora que esta vida nueva se concibe como la auténtica existencia humana, por cuanto
se halla abierta a los valores del espíritu. A la «cultura», englobando bajo este término genérico
todas las actividades del espíritu, solo tienen acceso los iniciados. En resumen, la participación
en la vida espiritual queda posibilitada gracias a las experiencias religiosas provocadas durante
la iniciación.
Todos los ritos de re-nacimiento o de resurrección, junto con los símbolos que llevan
consigo, indican que el novicio ha alcanzado un modo distinto de existencia, inaccesible a los
que no han afrontado las pruebas iniciáticas, a los que no han conocido la muerte. Fijémonos
en esta particularidad de la mentalidad arcaica: la creencia de que no es posible modificar un
estado sin abolirlo previamente: en el caso presente, sin que el niño muera a la infancia. Nunca
se subrayará bastante la importancia de esta obsesión del «comienzo», la obsesión en suma del
comienzo absoluto: la cosmogonía. Para hacer bien una cosa será preciso proceder como se
hizo la primera vez; ahora bien, la «primera vez», dicha cosa –tal clase de objetos, tal animal, tal
actitud- no existía: cuando, in illo tempore, ese objeto, ese animal, esa institución, vinieron a la
existencia, fue como si, por el poder de los dioses, el ser surgiera del no-ser.
Para el pensamiento arcaico, por lo tanto, el hombre es hecho: no se hace él solo. Son
los iniciados veteranos, los maestros espirituales, quienes le «hacen». Más ellos aplican lo que
en el comienzo de los tiempos les fue revelado por los Seres sobrenaturales. No son sino
representantes de estos últimos; muchas veces, incluso los encarnan. Esto viene a decir que
para llegar a ser efectivamente hombre es preciso asemejarse a un modelo mítico. El hombre
se reconoce como tal en la media en que deja de ser un «hombre natural», en la medida en que
es «hecho» por segunda vez, conforme a un canon ejemplar y transhumano. El «nuevo
nacimiento» iniciático no es «natural», aunque venga a veces expresado por símbolos
obstétricos. Dicho «nacimiento» implica unos ritos instituidos por Seres sobrenaturales: es, por
lo tanto, obra divina, creada por la voluntad y el poder de los Seres sobrehumanos; no
pertenece a la «Naturaleza» (en el sentido moderno, secularizado del término), sino a la historia
sagrada. El segundo nacimiento, iniciático, no repite el primero, biológico. Para conseguir, el
modo de ser del iniciado, será preciso conocer realidades que no pertenecen ya a la
«Naturaleza», sino a la biografía de los Seres sobrenaturales y, por lo tanto, a la Historia
sagrada conservada por los mitos.
Incluso cuando parece que los mitos hablan únicamente de los fenómenos naturales –
del curso del sol, por ejemplo-, se refieren a una realidad que no es ya la de la «Naturaleza», tal
como la conoce hoy día el hombre moderno. Para el primitivo, la Naturaleza no es
simplemente «natural»: es al mismo tiempo Sobre-Naturaleza, es decir, manifestación de
fuerzas sagradas y ámbito en que se cifran realidades trascendentales. Conocer los mitos no es
–como en el siglo pasado se creyó- entrar en conocimiento de la regularidad de ciertos
fenómenos cósmicos (el curso del sol, el ciclo lunar, el ritmo de la vegetación, etc.); es, ante
todo, conocer lo que realmente ha acaecido en el Mundo, lo que los dioses y los Héroes civilizadores
han hecho: sus obras, sus aventuras, sus dramas. Es conocer, pues, una historia divina –que no
por ellos es menos «historia», es decir, una serie de acontecimientos imprevisibles, aunque
coherentes y significativos.
He aquí por qué es tan importante la iniciación para el acontecimiento del hombre
premoderno. Nos revela la gravedad, en los confines del terror, con la que el hombre de las
sociedades arcaicas asumía la responsabilidad de recibir y transmitir los valores espirituales.
El Esoterismo
Frithjof Schuon
Antes que ninguna otra cosa, es preciso ponerse de acuerdo sobre el sentido de la
palabra «esoterismo». Todo el mundo sabe que designa a priori doctrinas y métodos más o
menos secretos porque se considera que sobrepasan las capacidades limitadas del común de
los hombres. Ahora bien, lo que se trata de explicar es por qué esta perspectiva es posible e
incluso necesaria, y cómo se aplica a los diversos planos de la existencia humana; todo esto
partiendo de la idea de que se trata de esoterismo auténtico y no de esas falsificaciones o
desviaciones, capaces de comprometer la palabra, si no la cosa, y que a menudo no hacen sino
satisfacer una inclinación por la extravagancia. Ciertamente, todo esoterismo aparece como
teñido de herejía desde el punto de vista del esoterismo correspondiente, lo que no podría
evidentemente descalificarlo si es intrínsecamente ortodoxo, es decir, conforme a la verdad
estricta y al simbolismo tradicional del que procede. Es verdad que el esoterismo más
auténtico puede alejarse incidentalmente de este marco y referirse a simbolismos extraños,
pero no podría ser sincretista en su propia sustancia. Por lo demás, lo que nos interesa aquí
son menos los esoterismos históricos —tales como el pitagorismo, el Vedânta shivaíta o el
Zen— que el esoterismo en sí, al que preferimos denominar sophia perennis y que en sí mismo
es independiente de las formas particulares, puesto que constituye su esencia.
Se nos podría objetar que es contradictorio hablar en público de cosas tan precarias
desde el punto de vista de la inteligibilidad; responderemos una vez más con los cabalistas que
vale más que la sabiduría sea divulgada que no olvidada, haciendo abstracción de que sólo nos
dirigimos a aquellos que quieran leernos y comprendernos. Vivimos una época de confusión y
de sed en que las ventajas de la comunicabilidad pesan más que las de la secretividad; además,
sólo las tesis esotéricas pueden satisfacer las imperiosas necesidades de causalidad que suscitan
las posiciones filosóficas y científicas del mundo moderno. A esto es preciso añadir que si las
doctrinas esotéricas no son aceptadas como merecen serlo, no es siempre por falta de buena
voluntad; esta falta puede tener causas inexcusables o causas excusables, y en este último caso
—que es a menudo cuestión de imaginación— se encuentra compensada por una actitud
espiritual sin duda limitada, pero sin embargo positiva y eficaz. No pretendemos convertir a
cualquiera que esté en paz con Dios, si lo está realmente, es decir, según la voluntad de Dios y
con un corazón puro, y queremos asimismo subrayar que, en lo que nos concierne, la noción
de esoterismo evoca mucho menos la superioridad intelectual que la totalidad de la verdad y
los derechos imprescriptibles de la inteligencia, siempre en el clima de una relación humana, o
sea, vivida, con el Cielo. La idea de que los no-esoteristas carecen por definición de
inteligencia, o de que los esoteristas de facto están necesariamente provistos de ella, no anida, en
todo caso, en nuestro espíritu.
Como ya hemos hecho notar más de una vez en nuestras obras precedentes, parece
que se hace cada vez más difícil admitir —desde el punto de vista de la ideología de «nuestro
tiempo»— no solamente que tal o cual religión sea la única verdadera, sino también que haya
una verdadera religión, cualquiera que ella sea; en la medida en que las religiones tienen una
parte de responsabilidad en esta situación —en función de las limitaciones humanas—, se la
puede encontrar en las limitaciones de su cosmología y de su escatología, y también en su
exclusivismo. Las tesis religiosas no son ciertamente errores, pero sí son recortes ocasionados
por una determinada oportunidad mental y moral; se acaba por descubrir el recorte pero al
mismo tiempo se pierde la verdad. Ahora bien, sólo el esoterismo puede explicar el recorte y
restituir la verdad perdida, al referirse a la verdad total: sólo él puede dar respuestas que no
sean ni fragmentarias ni estén comprometidas de antemano por un sesgo confesional. De la
misma manera que el racionalismo puede hacer desaparecer la fe, el esoterismo la puede hacer
recuperar.
Pero es necesario que nos situemos ahora en un punto de vista mucho más general.
Según algunos, ninguna «ideología» ha salvado al mundo; sin preocuparnos de las intenciones
de este término, respondemos que ningún sistema espiritual, ninguna religión, ha tenido jamás
este fin, porque de lo que se trata es únicamente de proporcionar a los hombres el medio de
salvarse, no de salvarles a su pesar, y también de proporcionarles el medio de crear un marco
favorable, o lo menos desfavorable posible, para la realización de este fin. Sólo se puede salvar
a los que quieren ser salvados: los que, en primer lugar, se dan cuenta de que se están
ahogando y, en segundo lugar, quieren asirse a la tabla de salvación que se les ofrece; el
hombre, siendo libre, está condenado a la libertad. No son las verdades ni los métodos de
liberación los que han «hecho quiebra», son los hombres convertidos en «adultos», por decirlo
así; las circunstancias atenuantes —límite de los esoterismos ante ciertas experiencias, de una
parte, y descubrimientos científicos, de otra, en ausencia de la capacidad de interpretarlos e
integrarlos—, estas circunstancias, decíamos, no bastan para disculpar a los hombres de
hacerse insensibles a evidencias innatas y siempre palpables, y de cerrarse orgullosa y
puerilmente a la Misericordia. Por lo demás, la historia de una religión es siempre la historia de
una lucha entre un don divino y un rechazo a aceptarlo, lo que en parte explica las
exageraciones compensatorias de los santos.
Es notorio que la Revelación exige la fe; es menos evidente que la Intelección la exige
igualmente a su manera, y esto parece incluso paradójico, puesto que el Intelecto, por
definición, contiene la certidumbre. Pero la certidumbre tiene grados desde el punto de vista
de la asimilación o de la integración, o de la sinceridad si se quiere; credo ut intelligam, pero
también: intelligo ergo credo. En el primer caso, la fe consiste en aceptar la verdad obtenida por el
exterior y en aceptarla de una manera instintiva, volitiva y sentimental; en el segundo caso, la
fe no consiste en aceptar la evidencia, lo que sería un pleonasmo, sino en hacerla penetrar en
nuestro ser entero, lo que compromete igualmente —como en la fe religiosa— a la voluntad y
el sentimiento. Al respecto de este último, importa especificar que esta facultad no es
reprobable más que cuando usurpa la inteligencia y se opone a la verdad, y no cuando
prolonga la primera y sirve a la segunda, lo que constituye su función normal; si el sentimiento
fuese ilegitimo, la belleza lo sería también, y no habría lugar a perseguir la belleza y el amor
hasta su manantial divino.
Y recordemos aquí esta verdad axiomática: que la Intelección se sirva del
razonamiento, lo que es humanamente inevitable, no puede significar que se identifique con
éste; sin embargo, el razonamiento correcto y fundado sobre datos suficientes puede ser una
causa ocasional para una intelección particular, exactamente como puede serlo un símbolo
cualquiera en la naturaleza o en el arte. El pensamiento suficientemente adecuado, aunque
fuese titubeante, puede actualizar una toma de consciencia procedente de una dimensión muy
distinta del encadenamiento de las operaciones mentales, pues, proporcionado a la Intelección,
ofrece un simbolismo y un punto de partida; ahora bien, la función de todo símbolo es
quebrar la corteza de olvido que cubre la ciencia inmanente del Intelecto. La dialéctica
intelectual, como el símbolo sensible, es un velo transparente que, cuando sucede el milagro
del recordar, se desgarra y descubre una evidencia que, siendo universal, brota de nuestro ser,
el cual no sería si no fuera lo que es.
Ahora bien, el esoterismo, por sus interpretaciones, sus revelaciones y sus operaciones
interiorizantes y tendentes a lo esencial, tiende a realizar la objetividad pura o directa; ésta es
su razón de ser. La objetividad da cuenta tanto de la inmanencia como de la trascendencia; es
extinción y reintegración a la vez. Y ella no es otra que la Verdad, en la que el sujeto y el
objeto coinciden, y en la que lo esencial prevalece sobre lo accidental —o en la cual el
principal prevalece sobre su manifestación—, bien extinguiéndolo, bien reintegrándolo, según
los diversos aspectos ontológicos de la propia relatividad1.
Quien dice objetividad, dice totalidad, y esto en todos los planos: las doctrinas
esotéricas realizan la totalidad en la misma medida en que realizan la objetividad; lo que
distingue la doctrina de un Shankara de la de un Râmânuja es precisamente la totalidad. Por
una parte, la verdad parcial o indirecta puede salvar y, en este aspecto, puede bastarnos; por
otra parte, si Dios ha juzgado bueno darnos una comprensión que supere el mínimo necesario,
nosotros no podemos hacer nada frente a esto y no estaríamos muy acertados quejándonos. El
hombre posee ciertamente la libertad de cerrarse a tales evidencias —y es frecuente que lo
haga por ignorancia o por comodidad—, pero lo menos que se puede decir es que nada le
obliga a ello.
En resumen, la diferencia entre las dos perspectivas de que se trata no está solamente
en la manera de considerar tal objeto, está también en los objetos que se consideran; es decir,
1
De todo esto resulta que por «objetividad» es preciso entender no un conocimiento que se limita a un
registro meramente empírico de datos recibidos del exterior, sino una adecuación perfecta del sujeto que conoce
al objeto conocido, como por otra parte lo exige la acepción corriente del término. Es «objetiva» una inteligencia
o un conocimiento que es capaz de captar el objeto tal cual es y no tal como lo deforma eventualmente el sujeto.
que no solamente se habla de forma diferente de una misma cosa, se habla también de cosas
diferentes, lo que es la evidencia misma.
Sin embargo, si por una parte el mundo de la gnosis y el de la creencia son distintos,
por otra, y desde otro punto de vista, se encuentran e incluso se interpenetran. Se nos dirá tal
vez que tal o cual de nuestras consideraciones no tiene nada de específicamente esotérico o de
gnóstico; convenimos en ello sin esfuerzo y somos los primeros en reconocerlo. Que las dos
perspectivas de que se trata puedan y deban coincidir en bastantes puntos, y esto en diferentes
niveles, es evidente, porque la verdad subyacente es una y porque también el hombre es uno.
Los kantianos nos pedirán que demostremos la existencia de este modo de conocer;
ahora bien, en esto hay un primer error, a saber, que el conocimiento no es algo que se pueda
probar de facto; y el segundo error, que sigue inmediatamente al primero, es que una realidad
que no se puede probar —es decir, que no se puede hacer accesible a tal o cual necesidad de
causalidad artificial e ignorante—, que una tal realidad, puesto que parece carecer de prueba,
no existe y no puede existir. El racionalismo integral carece de objetividad intelectual tanto
como de imparcialidad moral2.
negar. En suma, el «criticismo» consiste en calificar de mentiroso a cualquiera que no se pliegue a su disciplina;
los agnósticos hacen prácticamente lo mismo, al decretar que nadie puede conocer nada puesto que ellos mismos
no conocen nada o no desean conocer nada.
El Simbolismo
Luc Benoist
Como toda ciencia, el esoterismo posee un vocabulario particular. Pero otorga una
significación precisa a los términos que toma de otras disciplinas. Estos medios de expresión
datan de la época en que han sido fijados. Debemos, por lo tanto, preguntarnos, a qué
concepción del mundo correspondían en el espíritu de sus contemporáneos y en la ciencia de
aquellos tiempos antiguos.
Esta división trial en espíritu, alma y cuerpo, hoy inusitada, era común a todas las
doctrinas tradicionales, aunque los límites respectivos de sus dominios no siempre
coincidiesen exactamente. Se encuentra igualmente en la Tradición hindú y en la china. La
Tradición judía formula explícitamente esta Tradición en los comienzos del Génesis, en donde
el alma viviente es representada como resultado de la unión del cuerpo con el soplo del
espíritu. Platón la adopta y posteriormente los filósofos latinos tradujeron las tres palabras
griegas noûs, psyqué y soma por tres términos equivalentes spiritus, anima, corpus.
El punto de vista esotérico no puede ser admitido y comprendido, sino por el órgano
del espíritu que es la intuición intelectual o intelecto, correspondiente a la evidencia interior de
las causas que preceden a toda experiencia. Es el medio de aproximación específico de la
metafísica y del conocimiento de los principios de orden universal. Aquí se inicia un dominio
en donde oposiciones, conflictos, complementariedades y simetrías han quedado atrás, porque
el intelecto se mueve en el orden de una unidad y de una continuidad isomorfa con la totalidad
de lo real. Por esto podía decir Aristóteles que el intelecto es más cierto que la ciencia y Santo
Tomás que es el hábito de los principios o el modo de las causas. Con más rigor aún los
espirituales árabes han podido afirmar que la doctrina de la Unidad es única. El punto de vista
metafísico, escapando por definición a la relatividad de la razón, implica en su orden una
certeza. Pero frente a esto ella no es expresable, ni imaginable y presenta conceptos sólo
accesibles por los símbolos. Este último medio de expresión no niega a ninguna realidad de
otro orden, sino que se subordina a todas por la potencia de sus misterios. Las ideas
platónicas, los invariantes matemáticos, los símbolos de las artes antiguas, constituyen
ejemplos de planos diferentes de la realidad.
La ciencia moderna, por el contrario, tiene por instrumento dialéctico la razón y por
dominio lo general. La razón no es sino un instrumento vinculado al lenguaje para todos los
fines, que permite respetar las reglas de la lógica y de la gramática sin implicar ni garantizar
ninguna especie de certeza en cuanto a la realidad de sus conclusiones y mucho menos de sus
premisas. Efectivamente, la razón no es sino un medio puramente discursivo y deductivo, un
habitus conclusionis, diría un escolástico, que no llega hasta las causas. Es una red de mallas más o
menos apretadas, lanzada sobre el mundo de los fenómenos que se apodera de aquellos
objetos que son bastante densos, pero que deja escurrir e ignora a los que son más sutiles. Para
la ciencia y la razón un hecho no observable o medible carece de existencia. Mucho menos
tendrá en consideración todo lo que no sea un hecho. Se comprende cómo la realidad no
puede ser reflejada por la traducción superficial que resulte de ella, ni limitada por una técnica
obligadamente provisoria. La repuesta que la razón nos da –en realidad la razón sólo da
respuestas- depende estrechamente de la pregunta que se le haga. Está condicionada por ella
en su unidad, su medida y su rango. Toda respuesta está, en cierto sentido contenida en la
pregunta por los postulados que ella supone. El eco parece así el modelo de toda respuesta
―inteligente‖, como la tautología el modelo de todo razonamiento riguroso.
Por el contrario la palabra no adquiere su sentido profundo sino en su causa, como
eco de un pensamiento que utiliza palabras antiguas –que son símbolos– para evocar una
realidad siempre actual, pero transfigurada en esotérica por el materialismo progresivo de la
inteligencia. La garantía de la verdad no puede facilitárnosla la razón ni la experiencia, porque
esta experiencia, exclusivamente histórica, humana, es además corta, demasiado reciente,
demasiado joven y demasiado limitada, en un universo que ha conocido estados muy
diferentes y que no puede tener con ella ninguna medida común. Ella no tiene en cuenta la
índole específica de los tiempos que sólo puede revelar un testimonio directo, llegado de las
más lejanas épocas, es decir, de la Tradición.
Este estado original puede ser representado por el concepto de centro primordial del
que el paraíso terrestre de la Tradición hebrea constituye uno de los símbolos,
comprendiéndose que este estado, Tradición y centro constituyen tres expresiones de la
misma realidad. Gracias a esta Tradición anterior a la historia, el conocimiento de los
principios ha sido, desde el origen, un bien común a la humanidad que posteriormente se ha
extendido en las formas más altas y perfectas de las teologías del período histórico. Pero una
caída natural, generadora de especialización y obscuridad, ha abierto un hiato creciente entre el
mensaje, los que lo transmiten y aquellos que lo reciben. La explicación se hace cada vez más
necesaria, pues la polaridad ha aparecido entre el aspecto exterior, ritual y literal, y el sentido
original, vuelto interno, es decir, oscuro e incomprensible. En Occidente este aspecto exterior
ha tomado, en general, la forma religiosa. Destinada a la muchedumbre de los fieles, la
doctrina se ha escindido en tres elementos, un dogma para la inteligencia, una moral para el
alma y unos ritos para el cuerpo. Durante este tiempo, por el contrario, el sentido profundo
transformado en esotérico, se ha reabsorbido cada vez más en formas tan oscuras que ha sido
necesario recurrir a ejemplos paralelos de la espiritualidad oriental para reconocer su
coherencia y validez.
Al echar un puente entre el cuerpo y el espíritu, los símbolos permiten hacer sensible
todo concepto inteligible. Se presentan como mediadores del dominio psíquico y poseen por
lo tanto un carácter dual, que los hace capaces de admitir un doble sentido y a interpretaciones
múltiples y coherentes, igualmente verdaderas desde diferentes puntos de vista. Implican un
conjunto de ideas de un modo total y no analítico. Cada cual los puede interpretar en
diferentes niveles, de acuerdo con su grado de capacidad. Es más un medio de exposición que
de expresión. El símbolo es un género del que sus diferentes variedades, palabras, signos,
números, gestos, grafías, acciones o ritos, son especies. En tanto que la lógica racional de la
gramática está relacionada al sentido físico y literal, los símbolos gráficos o ―agis‖ son
sintéticos e intuitivos. Ofrecen motivos de evocación indefinida hasta permitir traducciones de
valores opuestos y complementarios. Además, si se lleva al extremo la investigación de los
orígenes, el mismo sentido literal proviene de un primer símbolo cuya imagen ha sido borrada
por la inconsciencia de la costumbre desde largo tiempo atrás.
La ciencia de los símbolos está basada en la correspondencia que existe entre los diversos
órdenes de la realidad, natural y sobrenatural, no considerándose a la natural, sino como la
exteriorización de ésta. El principio fundamental del simbolismo afirma que una realidad de
un cierto orden puede ser representada por una realidad de un orden menos elevado, en tanto
que la inversa es imposible, ya que el símbolo deber ser más accesible que lo por él
representado. Esta regla deriva de la armonía necesaria al mantenimiento del mundo tomado
en un momento dado, a un equilibrio cósmico en que cada parte es homóloga al todo. De esta
manera la parte simboliza a la totalidad, lo inferior es testigo de lo superior y lo conocido toma
las veces de lo desconocido.
Agregamos finalmente, para la correcta aplicación del simbolismo; que todo símbolo
debe ser interpretado en sentido inverso, en cuanto a su perspectiva formal y no en cuanto a
su significación intrínseca, como la imagen de un objeto en un espejo o en una superficie de
agua está invertida con relación al objeto que refleja, sin que el objeto haya recibido ningún
cambio. Lo primero o lo mayor en el orden de los principios, llega a ser lo menor o lo último
en el orden de la manifestación, lo que es interior llega a ser exterior y viceversa. En una
palabra, el simbolismo es la llave que abre los secretos, el hilo de Ariadna que relaciona los
diferentes órdenes de la realidad. Por él razonamos, soñamos y somos, ya que lo recibido en
todos los planos es también un caso de simbolismo, igual que la analogía de las leyes físicas y
psíquicas. Toda manifestación es un símbolo de su autor o de su causa. De esta manera el
simbolismo no es sólo, como se supone, la fantasía poética de una escuela literaria o una
cualidad sobre agregada a las cosas. Forma una sola cosa con la realidad misma a la que se
esfuerza en manifestar gracias a su elemento más esencial y oculto, su forma, su ritmo, su
ademán. El simbolismo es un caso particular de la ciencia del ritmo entendida ésta en su más
amplia generalidad, actividad creadora que se coloca en el origen de las demás manifestaciones
visibles, audibles y experimentables, y que intenta reproducir todo rito tradicional.
Si se les pregunta a quienes han estudiado la filosofía griega quién fue el hombre que
pronunció primero esta sabia frase, la mayoría de ellos no dudará en responder que el autor de
esta máxima es Sócrates, aunque algunos pretenden referirla a Platón y otros a Pitágoras. De
estos pareceres contradictorios, de estas divergencias de opinión, estamos en nuestro derecho
de concluir que esta frase no tiene por autor a ninguno de los filósofos mencionados, y que no
es en ellos donde habría que buscar su origen. Nos parece lícito formular esta advertencia, que
parecerá justa al lector cuando sepa que dos de estos filósofos, Pitágoras y Sócrates, no
dejaron ningún escrito.
En cuanto a Platón, nadie, sea cual sea su competencia filosófica, está en situación de
distinguir qué fue dicho por él o por su maestro Sócrates. La mayor parte de la doctrina de
este último no nos es conocida más que por mediación de Platón, y, por otra parte, se sabe
que es en la enseñanza de Pitágoras donde Platón recogió ciertos conocimientos de los que
hace gala en sus diálogos. Con ello, vemos que es extremadamente difícil delimitar lo que
corresponde a cada uno de estos tres filósofos. Lo que se atribuye a Platón a menudo es
también atribuido a Sócrates, y, entre las teorías consideradas, algunas son anteriores a ambos
y provienen de la escuela de Pitágoras o de él mismo.
Comprobamos que estos filósofos eran, por ello, muy diferentes a los filósofos
modernos, que despliegan todos sus esfuerzos para expresar algo nuevo, a fin de ofrecerlo
como la expresión de su propio pensamiento, de erigirse como los únicos autores de sus
opiniones, como si la verdad pudiera ser propiedad de alguien.
Veremos ahora porqué los filósofos antiguos quisieron vincular su enseñanza con esta
expresión o con alguna similar, y porqué puede decirse que esta máxima es de un orden
superior a toda filosofía.
Para responder a la segunda parte de esta cuestión, diremos que la solución está
contenida en el sentido original y etimológico de la palabra ―filosofía‖, que habría sido, se dice,
empleada por primera vez por Pitágoras. La palabra filosofía expresa propiamente el hecho de
amar a Sophia, la sabiduría, la aspiración a ésta o la disposición requerida para adquirirla.
Esta palabra siempre ha sido empleada para calificar una preparación a esa adquisición
de la sabiduría, y especialmente los estudios que podían ayudar al philosophos, o a aquel que
experimentaba por ella alguna tendencia, a convertirse en sophos, es decir, en sabio.
Así, como el medio no podría ser tomado por un fin, el amor a la sabiduría no podría
constituir la sabiduría misma. Y debido a que la sabiduría es en sí idéntica al verdadero
conocimiento interior, se puede decir que el conocimiento filosófico no es sino un
conocimiento superficial y exterior. No posee en sí mismo, ni por sí mismo, un valor propio.
Solamente constituye un grado preliminar en la vía del conocimiento superior y verdadero, que
es la sabiduría.
Es muy conocido por quienes han estudiado a los filósofos antiguos que éstos tenían
dos clases de enseñanza, una exotérica y otra esotérica. Todo lo que estaba escrito pertenecía
solamente a la primera. En cuanto a la segunda, nos es imposible conocer exactamente su
naturaleza, ya que por un lado estaba reservada a unos pocos, y, por otro, tenía un carácter
secreto. Ambas cualidades no hubieran tenido ninguna razón de ser si no hubiera habido ahí
algo superior a la simple filosofía.
Puede al menos pensarse que esta enseñanza esotérica estaba en estrecha y directa
relación con la sabiduría y que no apelaba tan sólo a la razón o a la lógica, como es el caso para
la filosofía, que por ello ha sido llamada ―el conocimiento racional‖. Los filósofos de la
Antigüedad admitían que el conocimiento racional, es decir, la filosofía, no era el más alto
grado del conocimiento, no era la sabiduría.
¿Acaso la sabiduría puede ser enseñada del mismo modo que el conocimiento exterior,
por la palabra o mediante libros? Ello es realmente imposible, y veremos la razón. Lo que
podemos afirmar desde ahora es que la preparación filosófica no es suficiente, ni siquiera
como preparación, pues no concierne más que a una facultad limitada, que es la razón,
mientras que la sabiduría concierne a la realidad del ser al completo.
De modo que existe una preparación a la sabiduría más elevada que la filosofía, que no
se dirige a la razón, sino al alma y al espíritu, y a la que podemos llamar preparación interior;
éste parece haber sido el carácter de los más altos grados de la escuela de Pitágoras. Ha
ejercido su influencia a través de la escuela de Platón y hasta el neoplatonismo de la escuela de
Alejandría, donde apareció de nuevo claramente, así como entre los neo-pitagóricos de la
misma época. Si para esta preparación interior se empleaban también palabras, éstas no podían
ser ya tomadas sino como símbolos destinados a fijar la contemplación interior.
Podemos afirmar que esta enseñanza silenciosa usaba figuras, símbolos y otros medios
que tenían por objetivo conducir al hombre a estados interiores, permitiéndole llegar
gradualmente al conocimiento real o a la sabiduría. Tal era el objetivo esencial y final de todos
los ―misterios‖ y de otras cosas semejantes que pueden encontrarse en diferentes lugares.
Se dice que los ritos de Apolo llegaron del Norte y esto se refiere a una tradición muy
antigua, que se encuentra en Libros sagrados como el Vêda hindú y el Avesta persa. Este
origen nórdico era incluso afirmado más especialmente para Delfos, que pasaba por ser un
centro espiritual universal; y había en su templo una piedra llamada omphalos que simbolizaba
el centro del mundo.
Añadiremos que si bien todas las ciencias eran atribuidas a Apolo, esto era incluso más
especialmente en cuanto a la geometría y la medicina. En la escuela pitagórica, la geometría y
todas las ramas de las matemáticas ocupaban el primer lugar en la preparación al conocimiento
superior. Con respecto a este conocimiento, estas ciencias no eran dejadas de lado, sino que,
por el contrario, eran empleadas como símbolos de la verdad espiritual. También Platón
consideraba a la geometría como una preparación indispensable a toda otra enseñanza, y había
inscrito sobre la puerta de su escuela estas palabras: ―Nadie entre aquí si no es geómetra‖. Se
comprende el sentido de estas palabras cuando se las refiere a otra fórmula del mismo Platón:
―Dios hace siempre geometría‖, ya que, hablando de un Dios geómetra, Platón aludía a Apolo.
No debe asombrar que los filósofos de la Antigüedad hayan empleado la frase inscrita
en la entrada del templo de Delfos, puesto que conocemos ahora los vínculos que los unían a
los ritos y al simbolismo de Apolo.
Otros aún ven en ella, sobre todo aquellos que la atribuyen a Sócrates, un objetivo
moral, la búsqueda de una ley aplicable a la vida práctica. Todas estas interpretaciones
exteriores, sin ser siempre enteramente falsas, no justifican el carácter sagrado que poseía en su
origen, que implica un sentido mucho más profundo que el que así se le quiere atribuir. En
primer lugar, significa que ninguna enseñanza exotérica es capaz de dar el conocimiento real,
que el hombre debe encontrar solamente en sí mismo, pues, de hecho, ningún conocimiento
puede ser adquirido sino mediante una captación personal.
Si ello es cierto para todo conocimiento, lo es mucho más para un conocimiento más
elevado y más profundo, y, cuando el hombre avanza hacia este conocimiento, todos los
medios exteriores y sensibles se hacen cada vez más insuficientes, hasta finalmente perder toda
utilidad. Si bien pueden ayudar a aproximarse a la sabiduría en algún grado, son impotentes
para adquirirla realmente, y se dice corrientemente en la India que el verdadero gurú o maestro
se encuentra en el propio hombre y no en el mundo exterior, aunque una ayuda exterior pueda
ser útil al principio, para preparar al hombre a encontrar en sí y por sí mismo lo que no puede
encontrar en otra parte, y particularmente lo que está por encima del nivel de la conciencia
racional. Es necesario, para alcanzar esto, realizar ciertos estados que avanzan siempre más
profundamente hacia el ser, hacia el centro, simbolizado por el corazón y donde la conciencia
del hombre debe ser transferida para hacerle capaz de alcanzar el conocimiento real. Estos
estados, que eran realizados en los misterios antiguos, eran grados en la vía de esta
transposición de la mente al corazón.
Había, hemos dicho, una piedra en el templo de Delfos llamada omphalos, que
representaba el centro del ser humano, así como el centro del mundo, según la
correspondencia que existe entre el macrocosmos y el microcosmos, es decir, el hombre, de tal
manera que todo lo que está en uno está en relación directa con lo que está en el otro. Avicena
dijo: ―Tú te crees una nada, y sin embargo el mundo reside en ti‖.
La similitud que existe entre el macrocosmos y el microcosmos hace que cada uno de
ellos sea la imagen del otro, y la correspondencia entre los elementos que los componen
demuestra que el hombre debe conocerse a sí mismo primero para poder conocer después
todas las cosas, pues, en verdad, puede encontrarlo todo en él. Por esta razón, algunas ciencias
—especialmente las que forman parte del conocimiento antiguo y que son casi ignoradas por
nuestros contemporáneos— poseen un doble sentido. Por su apariencia exterior, estas ciencias
se refieren al macrocosmos y pueden ser consideradas justamente desde este punto de vista.
Pero, al mismo tiempo, también poseen un sentido más profundo, el que se refiere al propio
hombre y a la vía interior por la cual puede realizar el conocimiento en sí mismo, realización
que no es otra que la de su propio ser. Aristóteles dijo: ―el ser es todo lo que conoce‖, de tal
modo que, allí donde existe conocimiento real —y no su apariencia o su sombra— el
conocimiento y el ser son una y la misma cosa.
Por todo lo precedente, vemos que el conocimiento real no tiene como vía a la razón,
sino al espíritu y al ser al completo, pues no es otra cosa que la realización de este ser en todos
sus estados, lo que constituye el fin del conocimiento y la obtención de la sabiduría suprema.
En realidad, lo que pertenece al alma, e incluso al espíritu, representa solamente grados en la
vía hacia la esencia íntima que es el verdadero Sí, y que puede ser encontrada tan sólo cuando
el ser ha alcanzado su propio centro, estando unidas y concentradas todas sus potencias como
en un solo punto, en el cual todas las cosas se le aparecen, estando contenidas en este punto
como en su primer y único principio, y así puede conocer todas las cosas como en sí mismo y
desde sí mismo, como la totalidad de la existencia en la unidad de su propia esencia.
Es fácil ver cuán lejos está esto de la psicología en el sentido moderno de la palabra, y
que va incluso mucho más lejos que un conocimiento más verdadero y más profundo del
alma, que no puede ser sino el primer paso en esta vía. Es importante indicar que el
significado de la palabra nâfs no debe ser aquí restringido al alma, pues esta palabra se
encuentra en la traducción árabe de la frase considerada, mientras que su equivalente griego
psyché no aparece en el original. No debe pues atribuirse a esta palabra el sentido corriente,
pues es seguro que posee otro significado mucho más elevado que le hace asimilable al
término esencia, y que se refiere al Sí o al ser real; como prueba, tenemos lo que se dice en el
siguiente hadith, que es como un complemento de la frase griega: ―Quien se conoce a sí
mismo, conoce a su Señor‖.