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Actitudes para la cultura de la vida

A modo de introducción1
 La realidad no solo es adversa; también es compleja y hasta espesa.
Esto nos desafía a que ubiquemos nuestra reacción ante la cultura de la muerte, no solo
en actos, sobre todo en actitudes de cultura de vida; no únicamente en resultados (algo
momentáneo), sino principalmente en frutos (algo más profundo y duradero).
 Quizás hemos reaccionado fragmentadamente.
Es bueno e importante hacer oración, pero es insuficiente; es bueno hablar del bien,
pero es indispensable, involucrarnos en ejercitar el bien de manera generosa; no es
suficiente con actuar individualmente, hay que asumir convicciones, decisiones y actitudes
a nivel eclesial, comunitario.
 Somos más que personas religiosas; somos personas y comunidades de fe.
El cristiano es mucho más que una persona religiosa; es sobre todo, una persona de
fe. La vida de fe exige un tránsito permanente de beneficiario a discípulo; de ser persona
exclusivamente de religión a comportarse como persona de fe. No es que se contrapongan
ambas cosas; pero, ciertamente, es insuficiente solamente ser persona religiosa. Lo
evidencia la realidad: pueblos muy religiosos, pero extremadamente corruptos y violentos;
poblaciones marianas, pero excesivamente machistas… Personas o grupos con cierta vida
de piedad, pero reprobados en unas relaciones humanas dignas. Esto manifiesta que se
necesita algo que complemente la religiosidad para que, ni siquiera ésta, se viva con
superficialidad y se complemente con la vivencia de la fe.
 A continuación queremos presentar algunas actitudes, quizás itinerarios, a lo
mejor tareas urgentes…
Lo que pretendemos concluir con algo posible aunque exigente, desafiante pero
esperanzador.

1. Necesitamos una espiritualidad más auténtica cuya preocupación, más que ser
ser/aparecer como buenos, sea hacer el bien, al estilo de Jesús. Hch 10,34ª-43

 No es lo mismo ser bueno, que hacer el bien. Y no es un simple juego de


palabras. La diferencia entre una manera de actuar y la otra es, prácticamente,
abismal. Aprovechemos la lectura de Hechos de los Apóstoles (10,34ª-43) para
reflexionar esta distinción.
Hacer el bien define a la persona. Cuando Pedro, en casa de Cornelio –un oficial
romano– quiere explicar quién es Jesús, dice que fue alguien que hizo el bien. No podía
haber definido mejor a Jesús que dejando claro que había vivido para los demás, que había
pensado en la felicidad de los otros. Y es que, hacer el bien, es lo que realmente dice
quiénes somos, pues expresa una forma de vivir al mismo tiempo que un modo de
comportarse. Es cierto que hay muchas maneras en que podremos ser recordados: por las
posesiones, el dinero, el prestigio, los títulos y el poder; incluso por nuestras manera de
hablar, formar de vestir, etc. El problema es que, si alguien nos recordara aún vivos, o
hiciera memoria de nosotros después de muertos, de acuerdo a estos detalles que hemos
1
Algunas de estas reflexiones han sido tomadas de T. Tapia, Sal de la tierra y luz del mundo. Reflexiones
para vivir evangelio, Paulinas – OMPE, México 2019.
mencionado, significaría con mucha seguridad que pasamos la vida buscando nuestro
propio bien, siendo el centro de nuestra vida nosotros mismos. Es decir, que en lugar de
hacer el bien, quisimos ser buenos; en otras palabras, vivimos pensando en lo que nos hacía
felices o nos provocaba tranquilidad, pero no de acuerdo a lo que la gente que nos rodeaba
necesitaba para ser feliz con nosotros.
Significado y alcance de hacer el bien. Hacer el bien no significa siempre, o en primer
lugar, realizar aquello que nos gusta o nos agrada. Es probable que en ocasiones coincida;
sin embargo, muchas veces, quizás la mayoría, no es lo mismo lo que nos gusta que lo que
debemos hacer. Aquello que nos agrada siempre estará en relación con lo que nos gusta o
nos deja cierto grado de satisfacción personal; sin embargo, sería un gran error vivir solo de
gustos o satisfacciones, aunque muchos de estos sean buenos. Por eso, debemos decir que
hacer el bien significa asumir convicciones, es decir, tener la capacidad de realizar el bien,
no en razón de sentirnos a gusto o realizar aquello que nos agrada, sino porque las personas
con las que vivimos o nos vamos encontrando, lo necesitan. Y, por último, hacer el bien
también significa indagar, conocer y asumir los principios o valores que deben estar,
permanentemente, a la base de nuestra vida. No podemos hacer el bien al margen de ellos.
De lo contrario, terminamos en la pretensión: ser buenos pero sin hacer el bien, ser
benefactores en lugar de hermanos, comportarnos como filántropos y no como seguidores
de Jesús.
Hacer el bien evidencia la presencia del Dios de Jesús. Lucas al presentar a Pedro en
casa de Cornelio, hablando sobre el Maestro, no duda en evidenciar que el bien que Jesús
hacía era porque Dios estaba con él; es decir, la ejecución del bien, no solo tiene detrás una
relación profunda con Dios, sino que además evidencia de manera auténtica su presencia.
Más aún, el bien que Jesús hacía, garantizaba la presencia de Dios porque sus
comportamientos y actitudes, provocaban la disminución del mal.

Convenzámonos de que, a ejemplo de Jesús, más que tratar de


ser buenos, debemos procurar hacer el bien. Esto evitará que
2. vivamos egolátricamente pensando en nuestra felicidad y Es
tranquilidad al margen de la vida de los demás.
Procuremos, antes que preocuparnos por nuestra tranquilidad,
hacer el bien con autenticidad, para que las personas que vamos
encontrando en nuestro caminar, vivan tranquilas, y mínimamente,
tengan la certeza que no les haremos daño, al menos
conscientemente.
Comprometámonos a hacer presente al Dios de Jesús y sus
infinitas bendiciones haciendo el bien; eso evidencia nuestra
humanidad y, por consiguiente, garantiza que estamos en la ruta
adecuada de estar siendo verdaderos cristianos.

indispensable idear, imaginar, itinerarios para la solución de problemas


Mt 18,15-20

Tener problemas entre nosotros es de lo más natural; el asunto es de qué manera los
enfrentamos o solucionamos. Mt 18,15-20 nos presenta un itinerario a seguir en cinco
pasos.
1º Dialogar sobre el problema. La primera acción está expresada por el verbo corregir que,
en griego, también puede significar “pedir explicación de algo” o “hacer caer en la cuenta
de algo”. Esto matiza la actitud, pues el evangelio de ningún modo aprueba andar vigilando
para ver quién peca y luego llamarle la atención. El evangelio parece estar pidiendo que los
miembros de la comunidad no sean ajenos a las faltas de un hermano. A veces hay que
corregir, otras ocasiones se tendrá que ayudar a caer en la cuenta que aquello que se está
haciendo está mal o quizás hasta pedir alguna explicación. Pero siempre como hermano. En
otras palabras, ante un problema con alguien, en lugar de hacer chisme, se debe dialogar; en
lugar de evidenciar al afectado, hay que enfrentar la situación.

2º Solicitar testigos. No son testigos del pecado sino de la conversación. El pensamiento


que está detrás de esta acción en una amplia variedad de textos tanto del Antiguo como del
Nuevo Testamento es muy rico (Dt 19,15; Mt 26,60; 2Cor 13,1; Jn 8,17s). Lo cierto es que
se acude a los testigos para tratar de persuadir al hermano, no para hacer más notorio su
pecado; no se convoca a amigos del ofendido, esto acrecentaría la dificultad; se acude a
personas que, presumiblemente, deberán sumarse a la verdadera solución del problema.

3º Ser comprensivos. Si quien ha fallado toma una actitud de indiferencia ante el problema,
si se hace el desentendido o no escucha, entonces dice el evangelio, “considéralo (a la letra
sea para ti) como el pagano y el publicano” (v. 17). Es muy probable que esta indicación se
esté refiriendo a que, ciertos miembros de la comunidad necesitan una especial
comprensión pues, están en un momento de su proceso diferente al de los demás o han
tenido menos oportunidades de salir adelante ante ciertos problemas. De esta manera, el
ofendido crece en comprensión pues no siempre se falla por maldad; a veces es por falta de
elementos de discernimiento y lo que se necesita no es ser excluido sino comprendido.

4º No darle dimensiones comunitarias a un problema personal. Generalmente se olvida que


la recomendación: “considéralo como…” es una indicación que afecta solo al ofendido no a
toda la comunidad. El evangelio de ningún modo dice: “de aquí para adelante esta persona
será para toda la comunidad como un pagano o publicano”. No se trataría entonces de una
actitud colectiva hacia quien ha fallado, sino de un problema que debe mantenerse a nivel
personal, entre el ofendido y el otro; es decir, hay que evitar que el problema personal se
haga comunitario. Lo que se debe socializar, en todo caso, no es el problema en sí mismo,
sino su solución.

5º La oración por el hermano que ha fallado. El v. 19 comienza diciendo: “de nuevo”, “una
vez más”. El evangelio insiste en que se mantenga el vínculo con quien falló a través de la
oración. Falló la palabra de los amonestadores; el hermano que había fallado no escuchó;
sin embargo, Dios dará sea lo que fuera, a dos que se pongan de acuerdo. Dos que se ponen
de acuerdo no añade eficacia a la oración sino profundiza en su intencionalidad. La escucha
de la oración depende pues del hermanamiento de los diversos miembros de la comunidad;
las oraciones puramente egocéntricas no son escuchadas por Dios. Donde dos o más se
hermanan para orar y recuerdan que un hermano ha fallado y está necesitando de su
comprensión, ahí está Dios. Además, la oración honesta y fraterna se convierte, no sólo
una manera de tener presente al hermano que requiere mayor comprensión que los otros,
sino también en el modo mejor para no romper totalmente con él y mantener abierta la
posibilidad de que regrese.

Esta actitud fraterna para enfrentar los problemas garantiza la


presencia del Señor, pues él estará siempre, con plena seguridad,
donde no se opta por el olvido o la indiferencia ante el hermano
que ha fallado, donde se realizan con transparencia y autenticidad
itinerarios de reconciliación.

3. Apostemos por la reconciliación y la paz Jn 20,19-23

No existe, estrictamente hablando, misión cristiana sin un compromiso serio por la


reconciliación y la paz. Todos los cristianos tendríamos que ser portadores de paz, evitar
endiosarnos y comprometernos seriamente en la reconciliación entre las personas y las
comunidades. Reflexionemos estos puntos a partir del evangelio de Juan.

Portadores de paz. El miedo no debe ser el eterno compañero del discípulo; tampoco la
valentía mal entendida. La eterna y permanente compañera del discípulo es la paz, y no
cualquier paz, sino aquella que da el Resucitado (Jn 20, 19. 21. 26). Y es que la paz del
Resucitado no equivale a tranquilidad sino a la experiencia personal y comunitaria de la
vida de Dios; es la gracia de Dios que llena de posibilidades al hombre para ser feliz (véase
14, 27). Por eso el Evangelio dice que después de saludar a los discípulos por primera
ocasión, Jesús les mostró las manos y el costado, las señales de que era el mismo que había
muerto en la cruz (19, 34). Es decir, el Resucitado es el Crucificado y viceversa. Desde esta
perspectiva la paz auténtica sólo se puede vivir y construir sin triunfalismos y sin
amarguras.

La paz y la capacidad de no sentirnos dioses. Jesús, el enviado por excelencia (véase por
ejemplo Jn 3, 31-34; 5, 30; 7, 17s. 28s; 8, 16. 28s. 42 entre otros) envía a los discípulos.
Juan, a diferencia de los otros Evangelios, ha dejado –con pequeñas excepciones (Jn 4, 38;
13, 20; 17, 18)– el envío hasta el final, una vez que Él ha vuelto al Padre. El envío de los
discípulos incluye la semejanza con el Hijo que ha sido enviado por el Padre: “como el
Padre me envió, también yo los envío” (v. 21). No se trata de una comparación sino de una
continuidad inseparable. Es decir, el Hijo extiende a los discípulos su propia misión, la que
recibió del Padre (véase 13, 20). De ahí que el discípulo siempre será continuador en la
misión; nunca podrá adjudicarse equivocadamente el derecho a suplantar el lugar que solo
le corresponde a Dios. Y es que, cuando alguien, lejos de considerarse enviado para la paz,
cae en la falacia de pretender ocupar el lugar que solo le corresponde a Dios, se incapacita
automáticamente para colaborar de manera significativa en la construcción de la paz, y
como consecuencia, en la reconciliación.
Enviados para la reconciliación. Llama la atención que especialmente Juan relacione el
envío de los discípulos con el perdón de los pecados. Esto es coherente con todo el
Evangelio, pues desde el comienzo había dejado claro que Jesús era el Cordero de Dios que
quitaba el pecado del mundo (1, 29) y Él mismo había hecho signos que liberaban a la
gente de sus males. Por eso, podríamos considerar que las palabras de Jesús comprometen a
todos los discípulos a ser misioneros de la reconciliación. El Señor los envía a que se
manifiesten y trabajen a favor de la reconciliación; no es posible –y nunca será correcto–
que alguien que se diga discípulo de Jesús genere odio en lugar de amor, o promueva
rencillas en vez de reconciliación. La tarea de todo discípulo está muy clara en este pasaje
del evangelio de Juan: ser agente de reconciliación, ser portador de perdón.

Por todo lo anterior es evidente que el gran acontecimiento de la


Resurrección toca lo que más necesitamos y lo que mejor podemos
aportar los cristianos a nuestros ambientes: la paz y la reconciliación.

Roguémosle a Dios que nos siga concediendo el deseo y la


disponibilidad para ser misioneros de reconciliación en todo
momento y en cualquier parte en que nos encontremos. Y que desde
esta actitud reconciliadora asumamos un compromiso generoso por la
construcción de la paz que nos ofrece el Señor Resucitado.

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