El pecado de Pedro es relatado con veracidad, porque las Escrituras tratan
con fidelidad. Las malas compañías llevan a pecar: quienes se meten innecesariamente en eso pueden hacerse la expectativa de ser tentados y atrapados, como Pedro. Apenas pueden desprenderse de esas compañías sin culpa o dolor, o ambas. Gran falta es tener vergüenza de Cristo y negar que lo conocemos cuando somos llamados a reconocerlo y, en efecto, eso es negarlo. El pecado de Pedro fue con agravantes; pero él cayo en pecado por sorpresa, no en forma intencional, como Judas. La conciencia debiera ser para nosotros como el canto del gallo para hacernos recordar los pecados que habíamos olvidado. Pedro fue así dejado caer para abatir su confianza en sí mismo y volverlo más modesto, humilde, compasivo y útil para los demás. El hecho ha enseñado, desde entonces, muchas cosas a los creyentes y si los infieles, los fariseos y los hipócritas tropiezan en esto o abusan de ello, es a su propio riesgo. Apenas sabemos cómo actuar en situaciones muy difíciles, si fuésemos dejados a nosotros mismos. Por tanto, que el que se cree firme, tenga cuidado que no caiga; desconfiemos todos de nuestros corazones y confiemos totalmente en el Señor. Pedro lloró amargamente. La pena por el pecado no debe ser ligera sino grande y profunda. Pedro, que lloró tan amargamente por negar a Cristo, nunca lo volvió a negar, sino que lo confesó a menudo frente al peligro. El arrepentimiento verdadero de cualquier pecado se demostrará por la gracia y el deber contrario; esa es señal de nuestro pesar no sólo amargo, sino sincero.