Está en la página 1de 6

Lola Mora: la escultura política

Por Mario Goloboff *


La disputan, encarnizadamente, tucumanos y salteños. Los
últimos, sostienen (y demuestran) que nació en El Tala,
localidad del sur de la provincia, limítrofe con Tucumán pero
definitivamente salteña, donde vivían sus padres: la madre,
una salteña, Regina Vega Sardina, el padre, un tucumano,
Romualdo Alejandro Mora. Los tucumanos aducen que fue
bautizada en Trancas, en el norte de la provincia, y que ella
siempre se reconoció como tal. Dolores Candelaria Mora
Vega, nació un 17 de noviembre de 1866. Los padres se
habían casado el 16 de marzo de 1859 en la parroquia de San
Joaquín de las Trancas. De ese matrimonio nacieron siete
hijos: cuatro mujeres y tres varones. Lola fue la tercera hija.
Después de vivir once años en el pueblito de El Tala, sus
padres se mudaron con toda la familia a San Miguel de
Tucumán para darles una mejor educación. A la edad de
siete, Lola asistió al Colegio Sarmiento, donde se destacó
como alumna. Durante el mes de septiembre de 1885, con
una diferencia de dos días, fallecieron sus padres. Ella tenía
dieciocho años.
En 1887 llegó a esa capital el pintor italiano Santiago
Falcucci para vivir y enseñar en la ciudad. Lola tomó clases
particulares del maestro, quien la inició en la pintura, el
dibujo y el retrato. De Falcucci, adquiriría el neoclasicismo y
el romanticismo italiano, a los que adhirió toda su vida. Para
los festejos del 9 de julio de 1894, Lola pintó una colección
de veinte retratos en carbonilla de los gobernadores
tucumanos desde 1853. El diario El Orden alabó su trabajo:
“Es la obra quizás de más aliento de cuantas se han llevado a
la exposición /…/ Muchos de ellos son algo más que un
retrato, son verdaderas cabezas de estudio, de franca y
valiente ejecución”. La Legislatura de la provincia adquirió
sus obras en cinco mil pesos; estas carbonillas se conservan
hoy en el Museo Histórico de la provincia. En Tucumán,
Lola se convirtió en una celebridad. En julio de 1895 viajó a
Buenos Aires en busca de una beca para una estadía en el
exterior. El 3 de octubre de 1896, el presidente José Evaristo
Uriburu le concedió “durante dos años, la subvención
mensual de cien pesos oro, para que perfeccione sus estudios
de pintura en Europa”. Al año siguiente se instaló en Roma,
como alumna del pintor Francesco Paolo Michetti, también
de Chieti, en la región de los Abruzos, como Falcucci. Lola
supo insertarse en los círculos artísticos y culturales de
Roma, donde alcanzó a ser muy respetada. Conoció
igualmente al escultor Giulio Monteverde, el “nuevo Miguel
Ángel”, a quien le pidió que la aceptara como alumna. En
poco tiempo, progresó de tal modo que su nuevo maestro le
aconsejó dedicarse exclusivamente a la escultura, y ella
abandonó la pintura para siempre.
Exhibida en la Exposición de París la escultura de un
autorretrato de la artista, en mármol de carrara, ganó la
medalla de oro. La prensa argentina empezó a publicar sus
trabajos y éxitos, crónicas de sus viajes por Europa,
comentarios de las exposiciones y de los premios recibidos.
Volvió a la Argentina con un prestigio ya hecho. Tucumán le
encargó la estatua de uno de sus hijos más prestigiosos: Juan
Bautista Alberdi. Ella ofreció a la municipalidad porteña la
que habría de ser su obra más famosa: “La Fuente de las
Nereidas”, para colocarla en la Plaza de Mayo. La oferta le
fue generosamente aceptada; retornó a Roma y se puso a
trabajar. En agosto de 1902, volvió trayendo los bloques a la
Capital. Cuando las buenas conciencias descubrieron las
estatuas desnudas que la conforman, estalló el escándalo;
consideraban inapropiado instalarla frente a la Catedral. Para
acallar a los descontentos, se la emplazó en la intersección
de las actuales Leandro N. Alem y Juan D. Perón. El ex
presidente Bartolomé Mitre visitó, admirado, la obra. Se
inauguró el 21 de mayo de 1903, en presencia de una
muchedumbre que, curiosa, quería contemplar “la fuente del
escándalo”. Representa el nacimiento de Venus que surge de
las aguas, sostenida en una ostra por Nereidas, también
desnudas, escamadas en sus muslos y con colas de pez.
Convertidas por Lola en casi sirenas, por obra de su feliz
imaginación.
Pasó a ser la artista del Estado. Se le encomendó un busto
del presidente Julio Roca, una estatua de Aristóbulo del
Valle, dos sobrerrelieves para la Casa Histórica de la
Independencia en Tucumán, cuatro estatuas para decorar el
nuevo edificio del Congreso Nacional, una alegoría de la
independencia (magnífica, quizás su más hermosa obra; de
entonces data una polémica sobre cómo había que instalarla:
mirando al naciente o al oeste. Insistía en que debía mirar al
poniente, los cerros tucumanos: “La libertad, cual astro de la
moral y la civilización de los pueblos, debe nacer con el Sol
y como el que nace, jamás lleva los ojos hacia atrás, mira por
tanto al infinito”). Son sus años de lucha y esplendor. Vuelta
a Europa, residía en los altos del palacete que había
comprado en Via Dogali, uno de los barrios aristocráticos de
Roma. En la planta baja funcionaban su taller y la suntuosa
sala de exposición, por la que desfilaban visitantes ilustres.
Diseñó la cuadriga que se observa hoy arriba del Congreso,
cinceló el tintero de bronce del Senado y terminó las
alegorías para el Parlamento.
Hacia las celebraciones del Centenario, para cuya abundante
estatuaria fue un tanto desatendida, empezó a declinar su
estima. Incumplimientos contractuales de sus proveedores la
llevaron a endeudarse y a hipotecar el atelier de Roma. Con
la muerte de Roca, perdería influencia, y los adversarios
políticos del Zorro tucumano empezaron a vengarse de la
artista. El diputado Luis Agote atacó sus obras, pública y
desenfadadamente: “No demuestran nuestra cultura ni
nuestro buen gusto artístico”, dijo. En 1918, la
municipalidad desmanteló “La Fuente de las Nereidas” y la
mandó al (entonces) ostracismo, donde se emplaza hoy, en la
entrada de la Reserva Ecológica. Hacia 1920, Lola
abandonó, decepcionada, la escultura y se volcó a nuevas
tecnologías y emprendimientos. También se le conocieron
inversiones en el ámbito ferroviario, vial y urbanístico. En
1925 recibió otro golpe: el presidente radical Marcelo T. de
Alvear dejó sin efecto la encomienda para diseñar el
Monumento a la Bandera, que luego realizaría Ángel Guido.
Era la última obra encargada por el Estado. Para recuperarse,
emprendió la extracción de combustibles con base en
destilación de rocas fósiles, pero todo fue un estrepitoso
fracaso que agotó sus ahorros.
La Sociedad Sarmiento de Tucumán realizó una muestra a
beneficio de la empobrecida artista. En 1935, restaurado el
orden conservador, el Congreso le aprobó una pensión de
doscientos pesos mensuales. En agosto, sufrió un ataque
cerebral que la dejó postrada hasta el 7 de junio de 1936,
cuando falleció, a los sesenta y nueve años. Así la despidió
el diario Crítica: “Es el homenaje perenne y sincero que
compensa, hasta cierto punto, la ingratitud material de los
poderes públicos y la sorda hostilidad de nuestros círculos
artísticos”. Además de haber sido la primera escultora
argentina y sudamericana, se destacó como urbanista,
investigadora y pionera de la minería nacional. Lola Mora
entendió, muy temprano, cómo funcionarían los mecanismos
de la producción plástica para adelante; aprendió a
relacionarse con el poder mediante su arte, y se las arregló,
un buen tiempo, para financiar sus obras mediante encargos
oficiales. Pero también cosmopolita y audaz, enfrentó tabúes
de la época y sufrió censura por trabajos arriesgados,
desafiantes.
* Escritor, docente universitario.

 

También podría gustarte