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Experiencia “Casiciaco”.

Profesorio agustiniano 2019

Agradecidos con Dios, con nuestra provincia y por cuantos llevan esta formación, por esta
gran oportunidad que nos han brindado al vivir una bella experiencia en el mes de julio,
llevada a cabo en el Monasterio de La Candelaria, con el fin de seguir con nuestra formación
religiosa, y como ayuda en nuestro crecimiento espiritual.

Esta novedosa experiencia ha marcado nuestras vidas porque allí, en el silencio orante, el
Señor nos llamaba de manera insistente a volver a lo esencial. A partir de esto, se descubre
que la vida de un religioso debe caracterizarse por su sencillez y deseo de ir a lo primordial,
abandonando por completo lo banal, aquello que nos aleja del primer amor. El fraile por
tanto, respondiendo al significado de su nombre, busca la soledad para reencontrar su unidad
interior, donde descubre a Dios, el fundamento para edificar solidariamente la fraternidad
con sus semejantes. La jornada de aquella semana y nuestro estilo de vida no pretendían otra
cosa que ayudarnos en ese camino.

Aquella semana nos daba a entender que la soledad agustiniana se vive en fraternidad con
otros hermanos, creando unos lazos de comunicación que no sólo implican la palabra, sino
también el afecto del corazón. No se trata de sumar soledades, sino de descubrir y construir
juntos la unidad. La soledad y el silencio favorecen una escucha especial. Escucha del latido
del propio corazón y del corazón de la humanidad, pero también escucha de la Palabra de
Dios que se nos comunica en las Escrituras.

En este sentido, tuvimos dos tipos de ejercicios que marcaron el itinerario espiritual de la
semana; en el primero, meditamos fragmentos de diversas de Nuestro Padre san Agustín, esto
con el fin de discernir y fortalecer nuestro llamado a servirle a la Iglesia por medio de este
carisma. Por otra parte practicamos la lectio divina, que lo definimos como un modo peculiar
de leer la Sagrada Escritura, no como un libro histórico ni como obra literaria, no buscando
en ella hechos curiosos o un pasatiempo, ni pretendiendo ningún interés utilitarista, científico
o especulativo. La lectio divina sólo se puede realizar desde la gratuidad y la fe. Gratuidad al
dejar de lado todo afán superficial y toda prisa para poder escuchar debidamente. Fe por la
disposición a acoger la palabra leída como palabra del mismo Dios que se dirige al fraile aquí
y ahora. Entonces la palabra se lee y se relee o, como dirían los antiguos Padres, "rumiar",
saboreándola, a veces hasta aprenderla de memoria, dejando que impregne el interior, que
vaya transformando el propio corazón y la propia mente, porque apenas se puede pronunciar
palabra cuando corren las lágrimas; se ahoga la voz cuando la emoción del afecto es muy
fuerte y el amor apasionado hace callar el alma e insensibiliza el cuerpo.

Asimismo, descubrimos que debido a nuestra tendencia a volver el ritmo de vida rutinario y
a veces disperso, debido a factores como las redes sociales, el trabajo académico, etc., se
pierde la pausa espiritual, hacer un alto ante nuestro Señor; por ende, nuestro espíritu recordó
que en estas prácticas se emplea todo nuestro ser: la boca pronuncia el texto, la memoria lo
fija, la inteligencia comprende su sentido, la voluntad aspira a ponerlo en práctica. Y esa
palabra leída, acogida y saboreada, provoca una respuesta, un eco en el interior. Es la oración
que tiene como punto de partida a Dios y no a uno mismo. Por eso decían los Padres de la
Iglesia: "Dios habla cuando leo, yo le hablo cuando oro". Con razón a los frailes y a los
monjes se les ha llamado los hombres de la escucha. Esa oración que brota de la palabra
también se sumerge en una escucha silenciosa y cordial de toda la realidad y se derrama en
caridad encarnada.

Por otra parte, no podemos olvidar la oración litúrgica; ésta manifestó en los diversos
momentos de la semana de Casiciaco la presencia de Dios en toda nuestra vida, con el
trasfondo de una visión cósmica que tiene al sol -Cristo, luz del mundo- como su eje. Cuatro
veces al día nos reuníamos para alabar a Dios en la liturgia y celebrar su misterio de salvación,
cuyo centro es la eucaristía. Lo hacemos sintiéndonos Iglesia y humanidad, dirigiéndonos a
Dios movidos por el Espíritu, en acción de gracias y alabanza, en actitud suplicante y
confiada. Con la salida del sol los hermanos nos reuníamos para la oración de Laudes
alabando a Cristo resucitado y vencedor de las tinieblas del pecado.

A media mañana, al mediodía y al comienzo de la tarde nos volvíamos a congregar para unas
breves oraciones litúrgicas que llamamos Horas Menores y que vienen a ser pequeños altos
en la jornada para el recuerdo y la alabanza divina. En las horas de la tarde, nos
congregábamos a modo de compartir espiritual, donde algunos hermanos daban cuenta de
sus mociones espirituales, momento altamente fructífero nutrirnos mutuamente con las
reflexiones personales. Al atardecer cantábamos el oficio de Vísperas, donde ofrecíamos toda
nuestra jornada en acción de gracias y se pone confiadamente en manos de Cristo, la Luz que
no tiene ocaso, sabedor de que las tinieblas de la noche, que simbolizan el mal, no
prevalecerán. Seguidamente celebrábamos la Eucaristía, al reconocer el propio pecado, el
cristiano se abre a la reconciliación traída por Cristo, la recibe al participar de su cuerpo y de
su sangre y la ofrece a todos con su vida de entrega y de servicio. Finalmente, justo antes de
irnos a dormir, el día se concluye con un compartir recreativo, hora de gran sosiego y
confianza, que nos hacía caer en la cuenta de nuestro fin como carisma, en tanto se
manifestaba de manera viva y eficaz que hacemos parte de un gran cuerpo, nuestra
comunidad.

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