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Cuando el suicidio es un deber

Relato de una conjura y de los conjurados

Ensayo de Nancy Arroyave

En 1907, cuando el dictador Manuel Estrada Cabrera llevaba poco más de nueve años
en el poder, un grupo de jóvenes profesionales, de familias acomodadas, atentó contra
su vida de manera fallida. Tras una virulenta persecución de varios días, en la que
cientos de hombres, mujeres y niños inocentes fueron torturados, masacrados o
privados de su libertad, cuatro de los conspiradores fueron copados por las fuerzas del
orden. Luego de un largo combate, fieles a un juramento entre caballeros, se quitaron
la vida de un balazo en la sien derecha, para caer sonrientes y “de cara al sol”.

PRIMEROS INDICIOS DE LA TIRANÍA


En su Historia de Guatemala, Francis Polo Sifontes comenta que “Estrada Cabrera
gobernó al principio con prudencia y mano suave, procurando ganar amigos y
partidarios; no fue sino hasta el atentado de 1907, conocido como La Bomba, cuando
hizo su aparición el tirano”.

Si gobernó con mano suave ¿qué poderoso motivo podrían haber tenido varios jóvenes
aristócratas para fraguar un atentado dinamitero contra el gobernante?

Diez años después de la caída de la dictadura más longeva del país, Clemente
Marroquín Rojas retomó todas las piezas posibles de aquella historia para armar el
rompecabezas de la trama que culminara con el caso de los “suicidas del Callejón del
Judío”.

El libro “La Bomba”, escrito por el polifacético periodista, que años más tarde se
convertiría en vicepresidente del país, pone en evidencia que había sobradas razones
para leer en el estilo de gobierno de Estrada Cabrera la gestación del tirano en que
habría de convertirse. De acuerdo con sus conjeturas, esta figura reaccionaria tenía las
manos ensangrentadas, al menos a partir de su ascenso al poder. La sangre, según
sugiere con sobradas razones, habría sido la de su antecesor, José María Reyna Barrios.
Tras el magnicidio, Estrada Cabrera asume el poder interinamente, pero pronto pone en
marcha el engranaje del Estado para trabajar a su favor en las elecciones convocadas
para el 12 de octubre de 1898.

“Desde que se hizo cargo de la presidencia, hubo muchos crímenes políticos”, según se
lee en http://www.legal.com.gt/historia/history.htm. Se capturó a los adversarios y a sus
simpatizantes en la contienda electoral, se les aplicó la ley fuga o se les fusiló,
diezmando así las filas adversas.

A partir de allí, se hace reelegir fraudulentamente en 1905, 1911 y 1917, según anota
Virgilio Alvarez en su obra “Conventos, aulas y trincheras”.

EL PERFIL DEL DICTADOR

En los primeros cinco años de su gobierno, Estrada Cabrera no sólo había gobernado
con mano dura mediante el establecimiento de una red de esbirros expertos en delación,
sobornos, espionaje y aniquilación. Había transitado por el decadente partido
Conservador, primero, y el Liberal, después, artimaña mediante la cual mantendría un
doble juego político.

Su despotismo destructivo, según anota Marroquín Rojas, se hizo más fuerte tras la
guerra de 1906 de la que, por un azar del destino, salió victorioso cuando todo apuntaba
a una implacable derrota.

Según Alvarez, el mandatario puso en manos extranjeras el control de la actividad


económica, básicamente de corte agroindustrial.

Es así como, entre 1901 y 1908, otorgó la primera gran concesión de tierras al capital
estadounidense, mediante la cual la United Fruit Company (UFCO, por sus siglas en
inglés) se hizo con el monopolio de la producción y exportación bananera; dio en
usufructo las vías férreas a la IRCA, asociada a la UFCO, así como la compañía de
telégrafos.

En resumen, Estrada Cabrera había anulado toda posibilidad de un ejercicio


democrático de poder, había dejado en manos extranjeras las herramientas del control
económico y establecido una red de espionaje que se alzaba como una muralla para
impedir el exilio masivo que, ya sea por motivos políticos o en busca de mejores
oportunidades, buscaba las fronteras con el resto de Centroamérica y México. Entre
tanto, el resto del pueblo soportaba en silencio.
EL SUEÑO DE LA CONSPIRACIÓN
Los hermanos Enrique y Jorge Ávila Echeverría, junto con Jorge Valdés Blanco, habían
estado en Europa en un período de efervescencia social “cuando el socialismo iniciaba
los trabajos para llevar a la realidad las doctrinas de sus pensadores”, anota Marroquín
Rojas.

Si bien aquellos movimientos eran contrarios a su modo de pensar, los tres jóvenes
profesionales veían en las medidas de fuerza empleadas una necesidad para liberar a los
pueblos oprimidos. Fue así como, desde París, incubaron el sueño por derrocar a
Estrada Cabrera.

Este deseo cobró fuerza cuando, a su arribo a Guatemala, con absoluto desdén por su
investidura profesional, se les ordenó su incorporación en los batallones que harían
frente a la revolución de 1906, encabezada por los generales Manuel Lisandro Barillas y
José León Castillo. Esta, a su vez, era avalada por México, El Salvador y Nicaragua,
cuyos gobiernos de corte liberal pretendían derrocar al dictador.

Baste el dato de una revolución truncada, para entender que ello confirmaba a los
jóvenes aristócratas el hecho de que toda intentona por medio de las armas sería estéril.

De esa cuenta, en una tertulia convocada por los Ávila Echeverría y Valdés Blanco,
varios hombres de familias acomodadas, que en su mayoría no sobrepasaban los 30
años de edad, empezaron a hablar por primera vez de ultimar al dictador.

Tras aquel primer encuentro, en agosto de 1906, hubo otros más a los que se sumaron
nuevos personajes comprometidos con la idea.

En las memorias de Mariano Zeceña, citadas por Marroquín, éste asegura que “no fue
una conspiración vulgar ni la ambición lo que nos lanzó a aquella empresa. (…) Fue un
movimiento de reacción contra el sistema canallesco de brutal tiranía implantado por
Cabrera el que se inoculó en nuestras almas jóvenes y entusiastas”.

Según Zeceña, “no éramos los ilusos que creyeron que muerto el tirano está muerta la
tiranía (…) Queríamos eliminar al elemento malo, el obstáculo invencible para que
Guatemala principiase su evolución hacia la libertad”.

Esas memorias, escritas en el exilio tres años después del atentado, repasan los distintos
escenarios que impedían una revuelta, a través del levantamiento de un cuartel militar,
como Zeceña mismo había propuesto al grupo.
Además del análisis de la truncada revolución de 1906, Zeceña apunta que la insensatez
de un movimiento armado radicaba en “el encerramiento de la clase militar, el
agotamiento de los emigrados (se refiere a los líderes políticos en el exilio), la carencia
absoluta de elementos y apoyo, ante la cobardía inmensa de los hombres, y sobre todo,
ante el pacto del Marblehead, que casi da facultades a los Estados Unidos para
intervenir”.

Según este sobreviviente de los conjurados, la muerte de Estrada Cabrera importaba un


cambio súbito de situación. Una vez eliminado el tirano, el comité conspirador
establecería amplias reformas a la Constitución y en las costumbres políticas.
Pretendían “crear un marco en el que se organizaran honradamente los partidos
políticos”, y tomar, en definitiva, otra serie de medidas tendientes a democratizar el
ejercicio del poder y la participación ciudadana. Esto implicaba otras medidas como el
restablecimiento de la libertad de imprenta, la solución de la situación económica y
demás medidas que sanearían aspectos municipales, legales y jurídicos de la vida
nacional.

De acuerdo con sus notas “los nombres de los conspiradores, jóvenes patriotas,
ilustrados, honorables y ricos, eran una garantía del cumplimiento del programa”. Y
agrega: “No se trataba de un movimiento conservador ni liberal. Hay nada más
cabreristas o anticabreristas. (…) La conspiración estaba integrada por liberales y
conservadores unidos en el anhelo de derribar la tiranía y establecer un gobierno que
tuviera por norma la ley”. Resume que el programa previsto por ellos se podía
sintetizar en tres ideas: “Libertad, moralización y progreso”.

LOS CONJURADOS
Además de los ya mencionados, Marroquín Rojas recopila los nombres de muchos de
los personajes involucrados en la conspiración. Cita a Baltasar Rodil, Rafael y Felipe
Prado Román, Eduardo y Pedro Rubio Piloña, Francisco Fajardo, José Pomés, Gustavo
Ramírez, entre otros.

Dada su “asfixia por aquella atmósfera social y política de brutal esclavitud” que los
indignaba y sublevaba, según Zeceña, y por la juventud que caracterizaba a aquel grupo,
las tertulias debían continuarse en nuevas fechas ante lo caldeado de los ánimos.

Se barajaron varios métodos para eliminar al tirano. Los Rubio Piloña se ofrecieron
para ultimar al dictador tras solicitarle una audiencia. Los Prado Román, magníficos
tiradores, propusieron una emboscada al cortejo presidencial. Zeceña sugirió el
levantamiento de un cuartel… Finalmente, se impuso la propuesta de un atentado con
dinamita hecha por Enrique Ávila Echeverría, cuya personalidad y liderazgo convencían
y contagiaban fácilmente a los demás, más que los propios argumentos.

Acordado el plan dinamitero, establecieron las distintas fases del mismo y organizaron
comisiones. También previeron la posibilidad de fracasar, remota según ellos. Ante esta
situación, acordaron que no les quedaría más opción que el suicidio, “para no caer
vivos en las garras del tirano y para aplacar con nuestra sangre el odio de Cabrera”,
según Zeceña.

Se discutió, como punto de poca importancia, la forma de morir. “Jorge propuso un


cartucho de dinamita en la boca para destrozar completamente el cráneo; luego varió
la idea y propuso un balazo en la bóveda palatina, asegurando que era la muerte más
rápida. Jorge ratificó; y como lo decían con la seguridad de su profesión, pues eran
médicos, yo ratifiqué también”, indica Zeceña, y agrega que “Enrique saltó
inmediatamente y se puso de pie… ‘un balazo en la boca lo desfigura a uno. Debemos
morir como hombres; que no crea encontrar nadie en el rostro de nuestros cadáveres,
huellas de horror o de miedo que causen repugnancia. Propongo un balazo en la sien
derecha, que da el mismo resultado. Debemos caer sonrientes y de cara al sol”.

INTENTO FALLIDO
Tras sellar el pacto con un abrazo y el juramento solemne de no delatarse entre sí, si
caían vivos ante el tirano, pusieron manos a la obra siguiendo los pasos trazados. El
plan consistía en hacer detonar una bomba al paso del cortejo presidencial cuando se
dirigiera a la Asamblea Constituyente para leer un discurso el 1 de marzo.

Como necesitarían mucho dinero para su empresa, nombraron a un joven de apellido


Trigueros como tesorero. En poco tiempo habían acumulado un abundante capital,
dadas las simpatías que despertó la causa entre los de su clase.

Otra comisión, integrada por Francisco Fajardo y Rafael Madriñán, debía adquirir el
estallador, la dinamita y demás materiales para fabricar la bomba. Encontraron en el
Club Americano a don Alfredo de Ham, quien trabajaba en el ferrocarril. De él
obtuvieron lo fundamental.
Los hermanos Prado y Valdés Blanco tenían la misión de encargar dos cajas metálicas
en el taller de los hermanos Tinetti, lo cual lograron con el apoyo de doña Luz
Castañeda.

Felipe Prado y, nuevamente, Enrique Ávila, estuvieron comisionados para sobornar a


Patrocinio Mendizábal, cochero de Estrada Cabrera. No fue una empresa difícil, dado
que el mandatario no era muy buen patrón. En resumen, el cochero debía detenerse en
determinado punto de la ciudad, que le sería indicado, en el cual se haría estallar el
artefacto.

No quedó claro para la historia si Mendizábal fue un héroe que ofrendó su vida por la
causa, o si los conjurados no le develaron todos los detalles del atentado. Al respecto
hay para ambas versiones extensas explicaciones.

Jorge Ávila Echeverría y Pedro Rubio Piloña integraron la comisión que hablaría con
Francisco Anguiano, primer designado a la presidencia, para que les entregara el poder
después de la muerte del tirano. El miedo de Anguiano era la mejor garantía de su
silencio.

Baltasar Rodil y Francisco Valladares se encargaron de convencer a doña Luz


Castañeda, amiga del grupo, de que les prestara su casa, ubicada cerca de la Asamblea
Nacional, desde donde colocarían el explosivo que haría volar en pedazos a Estrada
Cabrera.

En el caso de que el mandatario quedara vivo, los hermanos Rubio Piloña debían
ultimarlo en el lugar del atentado.

Estos últimos, quedaron fuera de la conspiración luego de que, dudosos del éxito de la
misma, develaran el plan a su confesor, un sacerdote de apellido Castañeda. De acuerdo
con Marroquín, los Rubio Piloña temían el fracaso del proyecto dada la amplia red de
informantes del gobierno, pero jamás harían una delación del plan en detrimento del
mismo.

El padre Castañeda no respetó el secreto de confesión y envió algunos anónimos a los


conspiradores, que daban a entender que ya se tenía conocimiento de los preparativos,
intentando detener la empresa para la que tantos esfuerzos y recursos se habían
destinado.
De esta cuenta, hubo una reunión muy caldeada en la que se les acusó de soplones e
incluso se llegó a pactar un duelo entre Enrique Ávila y Eduardo Rubio Piloña, el cual
se llevaría a cabo tras la muerte del gobernante.

Pero el día del atentado algo salió mal. Hay quienes aseguran que el dictador no
concurrió, como se esperaba, a leer su mensaje ante la Asamblea Nacional, en tanto que
otros aseguran que, pese a que se desarrolló el plan de acuerdo con lo previsto, al
momento de hacer estallar los explosivos, los nervios o la emoción traicionaron a los
encargados de detonar la bomba.

Este incidente desmotivó a algunos, pero la característica personalidad de Enrique Ávila


hizo resurgir los ánimos.

LA BOMBA
Así las cosas, se optó por aprovechar los paseos de Estrada Cabrera a La Reforma. Esta
vez, se las agenciaron para obtener dos casas, ubicadas en la séptima avenida (cerca del
edificio de telégrafos que es donde vivía el mandatario), desde donde cavarían un túnel
subterráneo que les permitiera colocar la bomba justo debajo de donde pasara el coche
presidencial. Baltazar Rodil estuvo a cargo de esta tarea, la cual implicó distintos
negocios y pláticas con propietarios y arrendatarios y en lo que destinaron buena parte
del dinero recaudado.

Los trabajos de excavación fueron arduos, por cuanto debían utilizar herramientas
livianas para no hacer ruidos que despertaran sospechas entre los vecinos. En esta tarea
participaron fundamentalmente los hermanos Ávila Echeverría, Valdés Blanco, Rodil,
Madriñán y, raras veces, los hermanos Prado.

Mientras tanto, desde la casa de Valdés Blanco era vigilada la de Estrada Cabrera, y
todas las mañanas la carretela de este facultativo se plantaba frente a su cochera,
esperando la salida del coche presidencial. La tripulaba el propio doctor Valdés Blanco,
acompañado de don Rafael Prado. Mientras, don Felipe, en una bicicleta, observaba lo
mismo para adelantarse, llevarle la noticia a Madriñán quien haría la guardia en la
esquina para hacer, en el momento indicado, la seña para la detonación.

Estos movimientos se llevaban a cabo todos los días, en espera de que los trabajos de
excavación y colocación de la bomba quedaran terminados y, como es de suponerse,
para hacerlos rutina y no despertar suspicacias.
El 29 de abril de 1907, a las siete de la mañana, casi dos meses después del primer
intento, al arrancar la caravana de Estrada Cabrera, se desató en cadena la serie de pasos
tantas veces ensayados.

Al pasar el cochero presidencial frente a la marca en la pared acordada para detener el


paso y que se produjera el atentado, un movimiento brusco impidió que el carro se
detuviera como se había convenido. Un ruido atronador se hizo escuchar mientras una
enorme nube de polvo se levantaba tras la violenta explosión que destruyó la parte
delantera del coche presidencial.

La tremenda sacudida causó daños de consideración a muchas casas, cobró la vida de


Mendizábal y serias heridas al primer jefe de Estado Mayor, José María Orellana, quien
viajaba a caballo custodiando el lado derecho de la ventanilla del vehículo del
presidente.

Entre los escombros, a través de la espesa polvareda, apareció la figura del dictador,
quien había sobrevivido sin mayores rasguños al atentado, junto con su pequeño hijo
Francisco.

Cuenta Marroquín que Valdés Blanco se acercó “quizás con la intención de ultimarle
personalmente, pero ante la serenidad que demostró Estrada Cabrera, quien sostenía
un revólver desenfundado”, llevando del brazo a Orellana, escapó con paso ligero
porque ya se hacían las primeras capturas.

EL CALLEJÓN DEL JUDÍO


Fácil fue dar con muchos de los nombres de los conjurados. De hecho, la temeridad e
imprudencia de la juventud de Enrique Ávila Echeverría le habían hecho dejar, entre la
excavación, sus pantalones fabricados en París con el nombre completo de su dueño y
su saco de dril con las iniciales. “¡Que vuelen estos harapos como una bandera de
libertad!”, había dicho, según Marroquín. Tal era la seguridad que tenían en el
resultado de su plan.

Las notas de Zeceña son dramáticas y reflejan las dimensiones que adquirió la ira
presidencial y su sed de venganza. Indica que tras el atentado, Estrada Cabrera mató y
atormentó a diestra y siniestra, a sangre fría, incluso un año después de los
acontecimientos.

Cientos de inocentes, incluidas mujeres y niños, fueron detenidos y atormentados.


Muchas personas ajenas completamente al atentado, con tal de librarse del tormento,
decían creer haber visto algo, ver a alguien escapar quién sabe por dónde. Pero ante
estos comentarios, las torturas continuaban para extraer un poco más.

Varios de los conjurados fueron víctimas de los pelotones de fusilamiento. Entre ellos,
Rafael Rodil, de 15 años, hermano de Baltasar y don Rafael Rubio.

Fueron detenidas las hermanas de Rodil, Victoria y Esther, de 18 y 16 años,


respectivamente. Además, la esposa de Jorge Ávila Echeverría y, como era de
suponerse, doña Luz Castañeda.

La esposa de Valdés Blanco fue encarcelada también y años más tarde, con la familia
dispersa, terminó sus días en El Salvador. Su nieto, Francisco Valdéz, aún conserva
algunas fotografías de la familia y el recuerdo de las tierras y propiedades que les fueran
expropiadas.

Incluso los hermanos Tinetti, en cuyo taller fueron fabricadas las cajas para la bomba,
figuraron entre los acusados de pertenecer a la conspiración. A todas luces era evidente
su inocencia, pues de lo contrario, no habrían escrito su nombre en grandes letras a los
lados de las cajas a manera de anuncio.

En esta ola de sangre, dolor y miedo, muchas personas de pocos escrúpulos


aprovecharon el torbellino para lanzar en él a sus enemigos y cobrarse viejas rencillas.
Fue así como se hicieron llegar anónimos señalando a tales o cuáles parroquianos,
quienes sufrieron horrorosos vejámenes e incluso la muerte. Estos sucesos tuvieron
lugar durante muchos meses, incluso después del desenlace fatal de los autores
materiales e intelectuales del atentado.

Poco a poco a poco se fue reestructurando la historia hasta dar con los nombres de estos
cuatro conjurados quienes, tras la noticia del fracasado ataque, se vieron obligados a
realizar una penosa peregrinación en busca de posada durante varios días.

Fueron muchas las negativas que recibieron ante su solicitud de asilo. “En ese momento
su situación era penosa; nadie y con razón, quería alojarlos en su casa.; parecían como
infestados de una enfermedad incurable”, explica Marroquín Rojas.

Pero siempre hubo un alma caritativa que les tendía la mano, aunque fuera por sólo una
noche. Con la ayuda de Nery Prado, padre de los hermanos Prado Romaña que insistían
en reunirse con sus amigos, encontraron alojamiento en casa de doña Piedad Rousellín,
luego en casa de otras mujeres caritativas como doña Amelia Saborío de Romaña y, más
adelante, a la Legación de España, donde los asiló la esposa del Ministro, don Pedro de
Carrere y Lembelle, quien se encontraba ausente. Allí permanecieron tres días, pero
debieron marcharse pues, ante la ausencia de su esposo, la señora de Carrere no podía
resolver tan delicada situación.

Los cuatro hombres pasaron pues, a ser huéspedes de doña Francisca Franco, quien
había trabajado en la casa de los hermanos Ávila Echeverría. Y luego partieron a casa
de doña Rufina Roca de Monzón, ubicada en el Callejón del Judío. “De ahí salían a
menudo algunos trabajadores para la finca de la señora y se había pensado que en uno
de estos viajes escaparan los perseguidos”, comenta Marroquín.

Escondidos incluso de la servidumbre, los cuatro hombres esperaban el momento de


partir hacia el interior, donde estarían más seguros. Sin embargo, uno de los hijos de la
señora Roca enfermó gravemente de pulmonía, razón por la que el galeno Jorge Ávila
Echeverría, sin dudarlo, bajó a atenderlo pese a las súplicas de la señora de que volviera
a su lugar.

DE CARA AL SOL
Cuenta Marroquín que ese acto de humanidad salvó la vida del pequeño, pero
comprometió la de los fugitivos, ya que una sirvienta se percató de su presencia en la
casa. Y fue tras una reprimenda que más adelante le hiciera doña Rufina a la empleada,
que ésta tomara como venganza la delación de los conjurados a su amante: un oficial del
Fuerte de Matamoros.

El lunes 20 de mayo marcaría el desenlace de este ominoso capítulo. Aquella


madrugada, los hermanos Enrique y Jorge Ávila Echeverría, Jorge Valdés Blanco y
Baltasar Rodil (quien justamente ese día habría de contraer nupcias) se preparaban para
partir de aquella casa. Sin embargo, a las tres de la mañana un sordo golpe en la puerta
de la casa anunció la llegada de sus perseguidores.

Doña Rufina, sus hijos y la servidumbre se refugiaron en el fondo de la casa, en tanto


los cuatro hombres avanzaron hacia el tejado. En el camino Valdés Blanco dio muerte
de un balazo al coronel Urbano Moreno, quien comandaba el operativo. Se inició un
tiroteo que se prolongó hasta las seis de la mañana cuando, sitiados, sin munición y
fatigados, los conspiradores optaron por cumplir su juramento.

A través de testimonios recogidos por Marroquín Rojas, éste logró establecer que, en
sus últimos momentos, los cuatro jóvenes acordaron que fuera Jorge Ávila Echeverría
quien se encargara de ultimar a sus amigos y a sí mismo. Y, aunque mucho se dijo sobre
si se suicidaron o si se les dio muerte, la fotografía que quedó para la posteridad
demuestra científicamente que, por la abundancia de sangre en el orificio, el disparo en
la sien fue el mortal.

Otra versión recogida en el mismo libro de Marroquín, atribuye a Valdés Blanco la tarea
de dar muerte a sus amigos y a sí mismo.

Casi cien años después de aquella tragedia que enlutó no sólo a las familias más
aristocráticas del país, sino al país entero, todavía hay distintas versiones sobre la suerte
que corrieron aquellos personajes.

Las familias, fieles a su tradición católica, negaron siempre la versión del suicidio,
aunque, como ya se explicó, de esto no queda duda.

Se dice que Estrada Cabrera mandó enterrar los restos de los suicidas a un lugar secreto,
para que las familias no pudieran darles cristiana sepultura y llevarles flores. Pero otra
versión recabada en “La Bomba” da cuenta de que el embajador mexicano intercedió
ante el Gobierno para que los cadáveres les fueran entregados a los deudos, ante lo que
Estrada Cabrera no pudo negarse.

Se dice que la madre de los Ávila Echeverría nunca supo el final de sus hijos. Las hijas
se encargaron de escribir cartas y hacerlas llegar como procedentes de Londres, donde
se supone vivían exiliados.

En sus memorias, Zeceña se pregunta si todo el sacrificio, la sangre derramada, las


vidas truncadas, valió la pena, ya que el pueblo pronto se acomodó a la situación y
soportó otros muchos años de tiranía.

Curiosamente, la misma pregunta se hacen algunos de los sobrevivientes de los distintos


movimientos armados que por más de tres décadas llevaron a cabo una guerra interna
para modificar la situación del país.

Esto, seguramente, no será respondido por la historia, sino por cada guatemalteco.

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