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HISTORIA DE LA PSIQUIATRÍA

Jeffrey A. Lieberman

con Ogi Ogas

Traducción de Santiago del Rey


Título original: Shrinks. The Untold Story of Psychiatry

Traducción: Santiago del Rey

1.ª edición: marzo 2016

© Jeffrey A. Lieberman, 2015

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-373-5

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento


jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del
copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de
ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido

Introducción. ¿Qué le pasa a Elena?

PRIMERA PARTE. La historia del diagnóstico

1. La oveja negra de la medicina: mesmeristas, alienistas y analistas

2. Perdidos en vericuetos teóricos: el auge del «loquero»

3. ¿Qué es la enfermedad mental? Un amasijo de diagnósticos

4. Cómo destruir los Rembrandts, Goyas y Van Goghs: los antifreudianos salen al
rescate

SEGUNDA PARTE. La historia del tratamiento

5. Medidas desesperadas: curas de fiebre, terapia de coma y lobotomías

6. La «ayudita» de mamá: por fin la medicina

TERCERA PARTE. El renacimiento de la psiquiatría

7. El fin de la travesía del desierto: la revolución del cerebro

8. Corazón de soldado: el misterio del trauma

9. El triunfo del pluralismo: el DSM-5

10. El fin del estigma: el futuro de la psiquiatría

Agradecimientos

Créditos

Fuentes y lecturas complementarias

Acerca del autor


A mis padres, Howard y Ruth, que me inspiran con su ejemplo; a mi esposa,
Rosemarie, y mis hijos, Jonathan y Jeremy, que me prestan su apoyo; a mis pacientes, que
me guían.
Aclaración: he cambiado en este libro los nombres y los detalles distintivos de los
pacientes para preservar su intimidad y, en algunos casos, he creado híbridos a partir de
múltiples pacientes. Han sido muchas las personas que han jugado un papel trascendental
en la evolución de la psiquiatría. Con el fin de ofrecer un texto legible, he optado por
destacar a ciertas figuras clave que me parecían representativas de su generación o su
especialidad. Lo cual no debe entenderse como un modo de ignorar o subestimar los logros
de otras figuras contemporáneas cuyo nombre no aparece mencionado. Finalmente, en
contra de la convención académica habitual, he evitado el uso de puntos suspensivos y
paréntesis en las citas para no interrumpir el flujo narrativo, pero me he asegurado de que
las palabras añadidas o suprimidas no cambiaran el sentido original del escritor o el orador
citado. Las fuentes de todas las citas se encuentran en la sección de Fuentes y lecturas
complementarias, y las versiones originales de los textos citados están disponibles en
<www.jeffreyliebermanmd.com>.
El cerebro es más ancho que el cielo:
Ponlos uno al lado del otro
Y el primero contendrá al segundo
Con facilidad; y a ti, además.

El cerebro es más profundo que el mar:


Sostenlos, azul contra azul,
Y el uno absorberá al otro
Como las esponjas absorben los baldes.

El cerebro es sencillamente el peso de Dios:


Sopésalos, libra a libra,
Y se diferenciarán —si se diferencian—
Como la sílaba del sonido.

EMILY DICKINSON
Introducción

¿Qué le pasa a Elena?

Quien vaya a un psiquiatra debería hacerse examinar la cabeza.


SAMUEL GOLDWYN

Hace unos años, un personaje muy famoso —vamos a llamarlo señor Conway—
trajo de mala gana a mi consulta a su hija de veintidós años. Elena se había tomado una
licencia en la Universidad de Yale, me explicó el señor Conway, a causa de ciertos
problemas relacionados con un misterioso descenso en sus calificaciones. El señor Conway
asintió, pensativo, y añadió que la disminución de rendimiento de Elena era el resultado de
«una falta de motivación y de confianza en sí misma».
Para afrontar los problemas detectados en su hija, los Conway habían contratado a
toda una serie de expertos en motivación, coaches personales y tutores. Pese a esta carísima
camarilla de asesores, Elena no había mejorado. De hecho, uno de los tutores había
apuntado (con ciertos titubeos, dada la celebridad del señor Conway) que «Elena tiene un
problema». Los Conway desecharon la inquietud del tutor, pensando que era una excusa
para justificar su propia incompetencia, y siguieron buscando métodos para ayudar a que
«se sacudiera de encima el bajón y se pusiera las pilas».
Recurrieron a la meditación y a los agentes neuropáticos y, cuando esto no
funcionó, gastaron todavía más dinero en sesiones de hipnosis y acupuntura. A decir
verdad, habían hecho todo lo posible para evitar acudir a un psiquiatra hasta que se produjo
«el incidente».
Mientras viajaba en metro hacia la parte alta de Nueva York para almorzar con su
madre, Elena fue abordaba por un hombre de mediana edad, parcialmente calvo y ataviado
con una mugrienta chaqueta de cuero, que la engatusó para que se bajara del vagón. Sin
informar a su madre, Elena se saltó la cita con ella y acompañó al hombre al sórdido
apartamento que tenía en unos bajos del Lower East Side. Mientras él le preparaba en la
cocina una bebida alcohólica, Elena respondió por fin a una llamada desesperada que su
madre le hizo con el móvil.
Cuando la señora Conway supo dónde estaba, llamó a la policía, que apareció
rápidamente y la llevó con sus padres. Elena no protestó por esta abrupta intervención de su
madre; de hecho, no pareció perturbada en absoluto por el incidente.
Mientras los Conway me relataban todo esto en mi despacho de Manhattan, me
pareció evidente que querían a su hija y que estaban verdaderamente preocupados por su
bienestar. Teniendo como tengo dos hijos, me resultó fácil identificarme con su angustia
ante lo que había podía haberle sucedido a su hija. Pero, a pesar de toda su preocupación,
ellos no dejaron de expresar abiertamente sus dudas sobre la necesidad de mis servicios. En
cuanto tomaron asiento, lo primero que me dijo el señor Conway fue: «Debo decírselo de
entrada, yo no creo que mi hija necesite un loquero.»
La profesión a la que he dedicado toda mi vida sigue siendo la que inspira más
desconfianza, más temor y desprecio de todas las especialidades médicas. No existe un
movimiento anticardiología que exija la desaparición de los especialistas cardiovasculares.
No existe un movimiento antioncología que impugne el tratamiento contra el cáncer. Pero sí
existe un enorme y ruidoso movimiento antipsiquiátrico que exige que se controle a los
psiquiatras, que se reduzca su número o que se eliminen por completo de la práctica
médica. Como director del departamento de Psiquiatría de la Universidad de Columbia, jefe
de Psiquiatría de hospital Presbiteriano de Nueva York y centro médico de la Universidad
de Columbia, y antiguo presidente de Asociación Americana de Psiquiatría, he recibido
todas las semanas correos electrónicos que formulaban críticas como las siguientes:
«Sus falsos diagnósticos existen únicamente para enriquecer a la Gran Industria
Farmacéutica.»
«Ustedes toman conductas perfectamente normales y las tildan de enfermedades
para justificar su existencia.»
«No hay trastornos mentales, solo mentalidades diversas.»
«Ustedes, los matasanos, no tienen ni puta idea de lo que hacen. Pero deben saber
una cosa: sus fármacos destruyen el cerebro de la gente.»
Estos escépticos no cuentan con la psiquiatría para ayudar a resolver problemas de
salud mental. Afirman, por el contrario, que el problema mental... es la psiquiatría. En todo
el mundo, la gente mira con suspicacia a los «loqueros»: el epíteto más común para
describir a los engreídos charlatanes que supuestamente integran mi profesión.
Hice caso omiso del escepticismo de los Conway y empecé a evaluar a Elena
escuchando su historia y solicitando a sus padres detalles médicos y biográficos. Elena,
según descubrí, era la mayor y las más inteligente de los cuatro hijos de los Conway, y la
que parecía presentar un potencial más evidente. Todo en su vida había ido de maravilla,
me confesaron con tristeza sus padres, hasta su segundo año en Yale.
Abierta, sociable y popular durante el primer año de universidad, Elena, en el plazo
de unos pocos meses, había dejado de comentar con sus padres y amigos su vida en la
hermandad de mujeres y sus intereses sentimentales. Adoptó una dieta estrictamente
vegetariana y se obsesionó con la Cábala, creyendo que su secreta simbología habría de
llevarla al conocimiento cósmico. Su asistencia a clase se volvió irregular y sus
calificaciones cayeron en picado.
Al principio sus padres no se preocuparon por estos cambios. «Hay que darles
margen a los chicos para que se encuentren a sí mismos», apuntó la señora Conway. «Yo,
desde luego, fui a mi propia bola cuando tenía su edad», asintió el señor Conway. Pero los
padres de Elena se preocuparon finalmente tras una llamada telefónica desde el centro de
salud estudiantil de Yale.
Elena había acusado a unas chicas de su hermandad de meterse con ella y de robarle
una pulsera de oro. Sin embargo, al ser interrogadas por las autoridades universitarias, las
compañeras de hermandad de Elena negaron cualquier tipo de acoso y aseguraron que no
habían visto ninguna pulsera de oro. Ellas habían observado, por su parte, que la conducta
de Elena se había vuelto cada vez más extraña. Uno de sus profesores había manifestado
inquietud por la respuesta que Elena dio a la pregunta de un examen. Al pedírsele que
explicara la técnica del flujo de conciencia de James Joyce, Elena escribió que el estilo
literario de Joyce era «un código cifrado con un mensaje especial para ciertos lectores
selectos, provistos de una sabiduría implantada en sus mentes por las fuerzas espirituales
del universo».
Los Conway solicitaron entonces a la universidad una licencia para su hija,
reclutaron coaches personales y aplicaron diversos remedios new age, hasta que un amigo
les recomendó una popular psicoterapeuta de Manhattan. Esta asistente social era bien
conocida por defender un modelo claramente no médico de la enfermedad mental y por
considerar los problemas psicológicos como «barreras mentales». Como tratamiento,
prefería un tipo de psicoterapia confrontacional de su invención. Le diagnosticó a Elena un
«trastorno de autoestima» y empezó una serie de carísimas sesiones de terapia —dos veces
por semana— para ayudar a eliminar sus «barreras».
Cuando el dispendio de un año entero de terapia confrontacional no produjo
ninguna mejora, los Conway recurrieron a un sanador holístico. Este prescribió un régimen
purgativo, una dieta vegetariana y ejercicios de meditación; pero, pese a sus recursos más
creativos, Elena seguía en un estado de indiferencia emocional y dispersión mental.
Entonces se produjo el incidente del abortado secuestro de Elena por parte del
sórdido individuo del metro y los Conway se vieron obligados a afrontar el hecho
desconcertante de que su hija parecía ignorar los peligros de marcharse con desconocidos
de intenciones lascivas. En este punto, el exasperado médico de la familia les suplicó: «¡Por
el amor de Dios, llevadla a un médico de verdad!», y acudieron a mí.
Una vez terminada la entrevista con los padres de Elena, pedí que me dejaran hablar
en privado con su hija. Ellos abandonaron mi despacho y yo me quedé a solas con Elena.
Era una joven alta, esbelta y pálida, con una melena rubia sucia y enmarañada. Antes,
mientras yo conversaba con sus padres, ella había mostrado una actitud distraída e
indiferente, como de gata ociosa. Ahora, al dirigirme a ella, su mirada vagaba al azar, como
si las luces del techo le parecieran más interesantes que la persona que tenía delante.
Lejos de tomármelo como un desaire, sentí verdadera preocupación. Conocía bien
esa mirada vacía y errática, que un colega llama «atención fragmentaria.» Lo cual indicaba
que Elena estaba más pendiente de los estímulos del interior de su mente que de los
procedentes de su entorno. Todavía observando su actitud distraída, le pregunté cómo se
sentía. Ella señaló la fotografía que había sobre el escritorio de mi esposa y mis hijos.
«Conozco a estas personas», respondió con una voz baja y monótona parecida al zumbido
de un ventilador. Cuando empecé a preguntarle cómo podía conocerlas, ella me
interrumpió. «Tengo que irme. Llego tarde a mi cita.»
Sonreí con expresión alentadora. «Esta es tu cita, Elena. Yo soy el doctor
Lieberman, y tus padres la han concertado para ver si puedo serte de ayuda.»
«A mí no me pasa nada —respondió, con su voz susurrada e inexpresiva—. Me
siento perfectamente; solo que mis hermanas no paran de reírse de mí y de meterse con mis
obras de arte.»
Cuando le pregunté por la universidad y por el motivo de que la hubiera dejado,
declaró bruscamente que la universidad ya no le interesaba: ella ahora estaba en una misión
para salvar el mundo descubriendo la fuente secreta del poder divino. Creía que Dios había
puesto ángeles en los cuerpos de sus padres para guiarla en esa misión sagrada.
«Su secretaria también está al corriente», añadió.
«¿Por qué lo dices?»
«Su manera de sonreírme cuando he entrado. Era un signo.»
Estos delirios, que los psiquiatras catalogan como «narcisistas» (pues relacionan los
incidentes del mundo exterior con el propio yo) y «de grandeza» (ya que atribuyen un
propósito trascendental a las actividades triviales), se conocen como síntomas
schneiderianos, por el psiquiatra alemán Kurt Schneider, que los describió por vez primera
en los años cuarenta como síntomas característicos de psicosis. Esa constelación inicial de
comportamientos e historia personal apuntaba claramente a un diagnóstico de
esquizofrenia, la más grave y peligrosa de todas las enfermedades mentales, y precisamente
aquella que llevo estudiando desde hace tres décadas.
Temía darles a los Conway esta noticia y, al mismo tiempo, me sentía consternado y
entristecido al pensar que esa joven antes alegre y vivaz podía haber estado sufriendo
durante tres años una enfermedad sumamente tratable, mientras era sometida a una serie de
remedios inútiles. Todavía peor, pues al evitar un tratamiento genuinamente psiquiátrico,
sus padres la habían expuesto a dos peligros muy serios. En primer lugar, su mermado
juicio podría haberla inducido a tomar decisiones desastrosas. Y en segundo lugar, hoy en
día sabemos que, si no se somete a tratamiento, la esquizofrenia provoca gradualmente un
daño cerebral irreversible, igual que el motor de un coche que funcione sin un cambio de
aceites.
Hice que volvieran a entrar los padres de Elena. «Bueno, ¿cuál es el veredicto?»,
preguntó la señora Conway con falsa jovialidad, tamborileando con los dedos en la silla.
Les dije que no podía estar completamente seguro hasta que hubiera practicado más
pruebas, pero que parecía probable que su hija sufriera esquizofrenia, un trastorno del
cerebro que afecta al uno por ciento de la población y que suele manifestarse entre el final
de la adolescencia y el principio de la edad adulta. La mala noticia era que se trataba de una
enfermedad grave, recurrente e incurable. La buena noticia era que con un tratamiento
adecuado y cuidados constantes había muchas posibilidades de que se recuperase y llevara
una vida relativamente normal, e incluso que pudiera volver a la universidad. Sabía que lo
que iba a decir a continuación resultaría difícil de asimilar: miré a los ojos al señor y a la
señora Conway y los conminé a internar a su hija de inmediato.
La señora Conway dio un grito de protesta e incredulidad. Su marido meneó la
cabeza, desafiante y furioso. «Ella no necesita que la encierren en un hospital, por el amor
de Dios. ¡Solo le hace falta centrarse y ponerse las pilas!» Yo insistí, explicándoles que
Elena requería una vigilancia continuada y un tratamiento inmediato para devolverle la
cordura y evitar peligros como el del incidente del metro. Al final, transigieron y accedieron
a internarla en la unidad psiquiátrica del hospital Presbiteriano de Nueva York y centro
médico de la Universidad de Columbia.
Me encargué personalmente de supervisar los cuidados y el tratamiento de Elena.
Solicité análisis de sangre, encefalogramas, resonancias magnéticas y pruebas
neuropsicológicas para descartar otras causas posibles de su trastorno, y le prescribí
risperidona, un fármaco antipsicótico muy eficaz y con un escaso potencial de efectos
secundarios. Mientras tanto, en grupos de socialización, los terapeutas la ayudaron a
desarrollar sus habilidades sociales. La terapia cognitiva reforzó su atención y
concentración. La instrucción guiada cognitivamente en las tareas básicas de la vida
cotidiana contribuyó a mejorar su higiene y apariencia. Después de tres semanas de
medicación y de cuidado intensivo, Elena fue perdiendo interés en los símbolos cósmicos y
su personalidad natural empezó a transparentarse: era una joven alegre e inteligente, con un
sentido del humor juguetón. Se mostró avergonzada por su conducta reciente y manifestó el
vehemente deseo de volver a la universidad y de ver a sus amigos de New Haven.
Su espectacular mejora constituía un testimonio de la eficacia de la psiquiatría
moderna, y yo tenía muchas ganas de que Elena se reuniera de nuevo con sus padres. Los
Conway estaban encantados de recuperar a su hija; incluso vi sonreír por primera vez al
señor Conway, una vez que percibió la transformación que Elena había experimentado.
Sin embargo, cuando nuestro equipo se reunió con los Conway para hablar del alta
de su hija y de la necesidad de una atención externa continuada, ellos seguían sin creer que
la espectacular mejora de Elena se debiera al tratamiento médico que acababa de recibir. En
efecto, unas semanas después me enteré de que Elena había dejado de presentarse en el
servicio de consultas externas. Me puse en contacto con los Conway y les rogué que
continuaran con el tratamiento médico de Elena, recalcando que, sin él, sufriría una recaída.
Aunque agradecieron mi ayuda, me dijeron que ellos sabían lo que era mejor para su hija y
que se ocuparían de organizar su tratamiento.
A decir verdad, si esto hubiera ocurrido en los años setenta, cuando yo estaba en la
Facultad de Medicina y trataba a mis primeros pacientes, la aversión a los psiquiatras de los
Conway me habría inspirado simpatía, y acaso complicidad. En aquel entonces, la mayoría
de las instituciones psiquiátricas estaban impregnadas de ideología y ciencia dudosa,
varadas en un ambiente seudomédico donde los devotos de Sigmund Freud se aferraban a
todos los puestos de poder. Pero los Conway estaban buscando tratamiento para su hija en
pleno siglo XXI.
Por primera vez en su larga e infortunada historia, la psiquiatría puede ofrecer
tratamientos científicos, humanos y efectivos a quienes padecen enfermedades mentales. Yo
me convertí en el presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría en un punto de
inflexión histórico dentro de mi profesión. Ahora, mientras escribo este libro, la psiquiatría
ha ocupado por fin su lugar legítimo en la comunidad médica, tras una larga estancia en un
desierto acientífico. Impulsada por nuevas investigaciones, nuevas tecnologías y nuevos
conocimientos, la psiquiatría no solamente tiene la capacidad de emerger de las sombras,
sino también la obligación de ponerse en pie y de mostrarle al mundo su luz revitalizadora.
Según el Instituto Nacional de Salud Mental, una de cada cuatro personas sufrirá
una enfermedad mental a lo largo de su vida; y existen más probabilidades de que ustedes,
los lectores de este libro, requieran los servicios de la psiquiatría que los de cualquier otra
especialidad médica. Y, sin embargo, hay demasiada gente —como los Conway— que
evitan de modo deliberado aquellos tratamientos que han demostrado su capacidad para
aliviar los síntomas. No quisiera que me malinterpretaran: yo soy el primero en reconocer
que la psiquiatría se ha ganado una buena parte del estigma generalizado que la acompaña.
Hay motivos para que tanta gente esté dispuesta a hacer todo lo posible para no acudir al
psiquiatra. La única manera que tenemos los psiquiatras de demostrar hasta qué punto
hemos salido de las tinieblas es reconocer primero nuestra larga historia sembrada de
tropiezos y explicar sin ahorrarnos nada cómo hemos llegado a superar nuestro turbio
pasado.
Esa es una de las razones por las que he escrito este libro: el deseo de proporcionar
una crónica sincera de la historia de la psiquiatría: con todos sus pícaros y charlantes, con
sus tratamientos aberrantes y sus absurdas teorías. Hasta hace muy poco, los verdaderos
logros científicos eran escasos y los auténticos héroes de la psiquiatría, aún más escasos. La
historia de otras especialidades hermanas, como la cardiología, la medicina de las
enfermedades infecciosas o la oncología, es en buena parte una secuencia de progresos
constantes, puntuada por algunos saltos decisivos; en cambio, la historia de la psiquiatría
consiste básicamente en una serie de comienzos fallidos, acompañada de extensos períodos
de estancamiento y de una gran propensión a dar dos pasos adelante y uno atrás.
Pero la historia completa de la psiquiatría no es únicamente una comedia de humor
negro plagada de fantasiosas meteduras de pata. Es también una historia detectivesca,
propulsada por tres profundas preguntas que han atraído y atormentado a cada generación
sucesiva de psiquiatras: ¿qué es la enfermedad mental? ¿De dónde procede? Y la más
acuciante de todas para cualquier disciplina presidida por el juramento hipocrático: ¿cómo
podemos tratar la enfermedad mental?
Desde principios del siglo XIX hasta principios del siglo XXI, cada nueva hornada
de detectives psiquiátricos ha desenterrado nuevas claves y seguido atractivas pistas falsas
para desembocar en conclusiones radicalmente distintas sobre la naturaleza básica de la
enfermedad mental. Lo cual ha empujado a la psiquiatría a oscilar de un modo incesante
entre perspectivas en apariencia antitéticas: entre la convicción de que la enfermedad
mental reside por entero en la mente y la convicción de que la enfermedad mental reside
por entero en el cerebro. Ninguna otra especialidad médica ha sufrido una inestabilidad tan
extrema en sus postulados básicos; y ha sido esa lamentable inestabilidad la que ha
contribuido a convertir la psiquiatría en la oveja negra de la comunidad médica, tan
despreciada por los demás médicos como por los pacientes. Pero, a pesar de sus
innumerables pistas falsas y sus callejones sin salida, la historia detectivesca de la
psiquiatría cuenta con un gratificante desenlace en el que sus impenetrables misterios han
empezado a ser dilucidados.
En el transcurso de este libro, conocerán a un puñado de renegados y visionarios
que desafiaron con valentía las convicciones imperantes en su época con el fin de elevar el
nivel de su discutida profesión. Esos héroes sostenían que los psiquiatras no estaban
condenados a ser simples «loqueros», sino destinados a constituir una clase única de
médicos.
Gracias a sus logros y sus trabajos pioneros, los psiquiatras de hoy comprenden que
el tratamiento eficaz de la enfermedad mental exige que abarquemos a la vez la mente y el
cerebro. La psiquiatría es distinta de cualquier otra especialidad médica; trasciende la mera
medicina del cuerpo para tocar cuestiones esenciales sobre nuestra identidad, nuestros
objetivos y nuestro potencial. Se basa en una relación médico-paciente realmente única: el
psiquiatra llega a conocer con frecuencia el mundo íntimo del paciente y sus pensamientos
más recónditos, sus secretos más vergonzosos y sus sueños más preciados. La
extraordinaria intimidad de esta relación otorga al psiquiatra una grave responsabilidad
sobre el bienestar del paciente: una responsabilidad a cuya altura los psiquiatras no han
sabido estar con demasiada frecuencia. Pero ya no es así. La moderna psiquiatría posee
ahora las herramientas para guiar a cualquier persona fuera del laberinto del caos mental y
conducirla a un espacio de claridad, cuidados y recuperación. El mundo necesita una
psiquiatría compasiva y científica, y yo estoy aquí para anunciarles sin la menor ostentación
que esa psiquiatría ha llegado al fin.
Permítanme que les explique detalladamente el camino que ha sido necesario
recorrer.
PRIMERA PARTE

La historia del diagnóstico

Nombrarlo es domarlo

JEREMY SHERMAN
1

La oveja negra de la medicina:


mesmeristas, alienistas y analistas

Un pensamiento enfermo puede consumir el cuerpo más que la fiebre o la tisis.


GUY DE MAUPASSANT

En la naturaleza todo se comunica mediante un fluido universal. En el cuerpo, los


nervios son los mejores conductores de este magnetismo universal; y tocando esas partes,
se provoca un cambio mental positivo y una curación radical.
FRANZ MESMER,
«Dissertation on the Discovery of Animal
Magnetism» [Disertación sobre el
descubrimiento del magnetismo animal]

ARDIENDO EN EL AIRE Y EN LA TIERRA

Abigail Abercrombie ya no podía negarlo más: algo extraño le pasaba, solo que no
sabía qué era. Corría el año 1946 y Abbie trabajaba como taquígrafa en el Tribunal Superior
de Portland, Maine: un trabajo que exigía una intensa concentración mental. Hasta hacía
poco, había disfrutado ese reto diario. Pero ahora, inexplicablemente, estaba siempre
distraída. Cometía frecuentes faltas de ortografía y a veces omitía frases enteras en su
transcripción de las declaraciones. Y todo porque la obsesionaba el temor a sufrir otro
«ataque».
Los ataques habían empezado dos meses atrás, después de su vigésimo sexto
cumpleaños. El primero la asaltó mientras estaba comprando en una charcutería llena de
gente. Sin previo aviso, se le dispararon todas las alarmas. Sintió como si no pudiera
respirar, y el corazón le palpitaba con tal fuerza que creía que iba a morirse. Acudió
corriendo al hospital, pero los médicos, después de examinarla, le dieron unas palmaditas
en la mano y le dijeron que estaba perfectamente.
Ella, sin embargo, sabía que algo no iba bien. Durante el mes siguiente, sufrió otros
dos ataques. En cada ocasión, durante dos o tres minutos, sus emociones parecían perder la
chaveta, su corazón se aceleraba y se sentía inundada por un pavor frenético. Entonces
empezó a preguntarse... «Si los médicos dicen que a mi cuerpo no le pasa nada, ¿será
posible que algo ande mal en mi cabeza?»
¿Cómo sabe uno realmente si un estado psíquico perturbador es una verdadera
anomalía desde el punto de vista médico y no simplemente uno de los altos y bajos
naturales de la vida? ¿Cómo podemos identificar si nosotros mismos —o una persona
allegada— padecemos un estado mental patológico, y no una fluctuación corriente de la
agudeza mental o del estado de ánimo? ¿Qué es exactamente una enfermedad mental?
Los oncólogos pueden palpar tumores, los neumólogos pueden observar al
microscopio las bacterias causantes de una neumonía, y los cardiólogos no tienen muchas
dificultades para identificar las placas amarillentas de colesterol que obturan las arterias. La
psiquiatría, por su parte, ha tenido que esforzarse mucho más que cualquier otra
especialidad médica para aportar pruebas tangibles de que las dolencias que se hallan a su
cargo existen siquiera. Por este motivo, la psiquiatría ha estado siempre expuesta a ideas
extravagantes o directamente disparatadas; cuando la gente está desesperada, es capaz de
creer cualquier explicación, de aferrarse a cualquier atisbo de esperanza. Abbey no sabía a
quién recurrir... hasta que leyó un artículo en el periódico.
El artículo publicitaba un nuevo y espectacular tratamiento para los trastornos
emocionales ofrecido por el Instituto Orgón, un centro de salud mental fundado por un
célebre psiquiatra austriaco llamado Wilhelm Reich. El doctor Reich ostentaba unas
impresionantes referencias de instituciones médicas de primera línea. Había tenido como
mentor a un premio Nobel y había sido subdirector de la Policlínica Psicoanalítica de
Viena, bajo las órdenes del más famoso de todos los psiquiatras, Sigmund Freud. Las
revistas médicas hablaban elogiosamente de su trabajo; él había publicado varios libros de
éxito, e incluso Albert Einstein avalaba sus tratamientos orgonómicos para los problemas
emocionales; o al menos, eso decía Reich.

Wilhelm Reich (1897-1957), discípulo de Freud, psicoanalista y creador de la


Teoría del Orgón. Fotografía de 1952. (© Bettmann/CORBIS.)
Con la esperanza de que un médico tan ilustre fuera capaz de diagnosticar cuál era
su dolencia, Abbey hizo una visita a Orgonon: una hacienda rural en Maine, bautizada así
en honor a las investigaciones del doctor Reich. Y para su gran satisfacción, la atendió el
doctor Reich en persona. Con unos ojos intensos y una frente enorme coronada por una
mata horizontal de pelo rebelde, el doctor Reich le recordó de entrada a Rotwang, el
científico loco de la película Metrópolis, de 1927.
«¿Está familiarizada con los orgones?», preguntó el medico, cuando ella tomó
asiento.
Al ver que Abbey meneaba cabeza, el doctor Reich le explicó que todas las
enfermedades mentales —incluida su propia dolencia, fuera cual fuese— surgían por la
constricción de los orgones: una forma invisible de energía presente en todos los elementos
de la naturaleza. «Esto no es una simple teoría: el orgón está ardiendo en el aire y en la
tierra», insistió el doctor, frotándose los dedos entre sí. La salud física y mental, según el
doctor Reich, dependía de la adecuada configuración de los orgones, un término derivado
de «organismo» y «orgasmo».
Abbey asintió, entusiasmada. Ese era justamente el tipo de respuesta que andaba
buscando. «Lo que usted necesita —prosiguió el doctor Reich— es restablecer el flujo
natural de orgones en su cuerpo. Por suerte, hay un método para lograrlo. ¿Quiere que
empiece a aplicarle el tratamiento?»
«Sí, doctor.»
«Quítese toda la ropa, por favor, salvo las prendas íntimas.»
Abbey titubeó. La relación médico-paciente tiene como base esencial la confianza,
pues concedemos al médico un acceso sin restricciones a todo nuestro organismo, ya sea a
las manchas de nuestra piel, ya sea a las profundidades de nuestros intestinos. Pero la
relación entre el psiquiatra y el paciente es aún más profunda, pues le confiamos al médico
nuestra mente: el meollo de nuestro ser. El psiquiatra nos pide que le revelemos nuestros
pensamientos y emociones, que le descubramos nuestros deseos furtivos y nuestros secretos
culpables. La relación terapéutica con un psiquiatra presupone que él es un experto
cualificado y que sabe lo que hace, igual que un ortopeda o un oftalmólogo. Ahora bien,
¿merece el psiquiatra ser considerado competente en la misma medida que los demás
médicos?
Abbey vaciló un momento, pero al recordar todos los títulos y la formación del
doctor Reich, se quitó el vestido, lo dobló cuidadosamente y lo dejó sobre la mesa. Reich le
indicó que se sentara en una gran silla de madera. Ella, nerviosamente, tomó asiento. El
contacto de los fríos listones le puso la carne de gallina en sus piernas desnudas.
El médico se acercó y, con cautela, empezó a tocarle los brazos y los hombros;
luego descendió a las rodillas y los muslos, como palpando en busca de tumoraciones. «Sí,
aquí... y aquí. ¿Lo nota? Son nexos en los que sus orgones están constreñidos. Por favor,
extienda el brazo.»
Ella obedeció. Sin previo aviso, el médico le dio un fuerte golpe por encima del
codo, como quien mata a una mosca. Abbey soltó un grito, más por la sorpresa que por el
dolor. El doctor Reich alzó un dedo, sonriendo.
«Ahí esta. ¡Ahora sí ha liberado la energía encerrada dentro! ¿No lo nota?»
Cada semana, durante los seis meses siguientes, Abbey volvió al Instituto Orgón. En
algunas de las visitas, el doctor Reich empleó un «orgonoscopio», un instrumento parecido
a un pequeño telescopio de latón, para observar el flujo de energía orgónica por su cuerpo,
que, según decía el doctor, era de un brillante azul eléctrico. En otras ocasiones, le decía a
Abbey que se quedara en ropa interior, la metía en un cubículo parecido a una cabina
telefónica y le colgaba del cuello una manguera de goma. El cubículo era un «acumulador
de orgón», que amplificaba sus orgones y contribuía a reducir su ansiedad.
Acumulador de orgón, dispositivo utilizado en la terapia orgónica. (© Food and
Drug Administration/ Science Source.)
Abbey aceptaba agradecida los cuidados del doctor Reich. No era la única. Había
gente en todo el mundo que recurría a Reich y sus acólitos. Sus obras estaban traducidas a
una docena de idiomas; sus aparatos de energía orgónica se distribuían internacionalmente,
sus ideas marcaron a toda una generación de psicoterapeutas. Era uno de los psiquiatras
más prestigiosos de la época. Y, no obstante, ¿la confianza que Abbey depositó en él estaba
justificada?
En 1947, después de que Reich afirmara que sus acumuladores de orgón podían
curar el cáncer, la Agencia de Alimentos y Medicamentos decidió intervenir. Enseguida se
llegó a la conclusión de que sus dispositivos terapéuticos y su teoría de la energía orgónica
constituían «un fraude de primera magnitud». Un juez emitió un mandamiento prohibiendo
la venta y la publicidad de sus dispositivos terapéuticos. Reich, que creía sinceramente en el
poder de los orgones, quedó destrozado. A medida que avanzaba la investigación, según
contaron algunos de sus antiguos confidentes, se volvió cada vez más paranoico y delirante:
creía que la tierra estaba siendo atacada por naves extraterrestres y deambulaba por la
noche por el Instituto Orgón con un pañuelo al cuello y un revólver en el cinturón, como un
pistolero del Oeste. Durante el juicio que se celebró a continuación por la venta ilegal de
dispositivos orgónicos, el juez sugirió en privado que el propio Reich tal vez necesitara un
psiquiatra. El jurado lo declaró culpable, el instituto quedó clausurado y Reich fue
condenado a prisión. Murió en 1957, en la cárcel federal de Lewisburg, de un ataque
cardíaco.
No sabemos exactamente qué sintieron los pacientes de Wilhelm Reich cuando se
enteraron de que sus tratamientos eran simples patrañas. Pero me atrevo a aventurar una
conjetura razonable. La charlatanería psiquiátrica, por desgracia, sigue constituyendo un
problema hasta hoy mismo, y yo me he encontrado a numerosos pacientes que habían sido
tratados por auténticos embaucadores del siglo XXI. Pocas cosas pueden hacerte sentir
víctima de una violación hasta tal extremo como el haber confiado tus necesidades más
íntimas a un profesional médico solo para descubrir que ha traicionado tu confianza, sea
por incompetencia, por engaño o por mero delirio. Me imagino a Abbey repitiendo lo que
me dijo en una ocasión una mujer al descubrir que el carismático psiquiatra de su hija, una
niña de doce años, estaba tratando de manipularla en su propio beneficio y de volverla en
contra de su familia: «Era un completo farsante. Pero ¿cómo íbamos a saberlo?
Necesitábamos ayuda, y no había nada en él que no pareciera legal y fiable. ¿Cómo podría
haberlo sabido nadie?»
Siendo como soy un psiquiatra nacido cuando Wilhelm Reich estaba aún tratando
pacientes, siempre me ha inquietado especialmente un aspecto de la historia de Reich: la
incapacidad de la profesión psiquiátrica para desenmascarar a sus propios miembros y
denunciarlos por farsantes. Frente a la opinión pública, en efecto, la psiquiatría como
institución pareció respaldar a menudo los absurdos métodos de Reich. ¿Por qué no fue
capaz de explicarle a la gente que buscaba orientación desesperadamente que los métodos
de Reich carecían de la menor base científica?
Lamentablemente, el uso de métodos poco sólidos no ha sido una excepción entre
las principales corrientes de la psiquiatría, y las más destacadas instituciones psiquiátricas
han avalado con frecuencia técnicas que eran cuando menos discutibles, si no directamente
ineptas. La cruda y penosa verdad es que Wilhelm Reich no constituye en modo alguno una
anomalía histórica, sino un incómodo exponente de la historia de la especialidad médica
más controvertida.
Los intentos de la psiquiatría de ayudar a distinguir entre los tratamientos basados
en pruebas científicas y las invenciones sin ningún fundamento han resultado siempre
inadecuados, y continúan siéndolo. Ustedes se preguntarán cómo es posible que millares de
personas instruidas e inteligentes —profesores, científicos, hombres de negocios (así como
taquígrafas judiciales)— hayan podido creer que la clave de la salud mental estaba en una
red invisible de energía orgásmica. Y, sin embargo, incluso hoy en día hay entre las filas de
la psiquiatría profesional charlatanes que siguen engañando a pacientes confiados y de-
sesperados mientras las instituciones psiquiátricas permanecen de brazos cruzados.
Daniel Amen, autor de la popular serie de libros Cambia tu cerebro y estrella de los
programas de la PBS sobre el cerebro, tal vez sea el psiquiatra vivo más conocido
actualmente. Joan Baez, Rick Warren y Bill Cosby lo promocionan con entusiasmo, y el
prestigioso conferenciante motivacional Brendon Burchard lo presentó una vez como «el
número uno del mundo en neurociencia». Y, sin embargo, la fama actual de Amen se basa
por completo en prácticas espurias no demostradas científicamente y rechazadas por la
medicina convencional.
Amen afirma que puede diagnosticar enfermedades mentales simplemente mirando
imágenes del cerebro tomadas con tomografía SPECT (tomografía computarizada de
emisión monofotónica), lo cual tiene más relación con la frenología de las protuberancias
del cráneo que con la psiquiatría moderna. «No hay absolutamente ninguna prueba que
sustente sus afirmaciones y sus prácticas», asegura el doctor Robert Innis, jefe de
neuroimagen molecular de Instituto Nacional de Salud Mental. En su opinión, «todo eso es
anticientífico e injustificado, igual que recetar un fármaco no aprobado». En un artículo
publicado en el Washington Post en agosto de 2012, la doctora Martha J. Farah, directora
del Centro de Neurociencia y Sociedad de la Universidad de Pensilvania, describió la
técnica de Amen con mayor franqueza: «Una patraña.» El doctor Amen defiende asimismo
el uso del oxígeno hiperbárico y comercializa su propia marca de suplementos naturales
presentándolos como «fortalecedores cerebrales», cuando no hay pruebas científicas de la
eficacia de ninguna de ambas cosas.
Increíblemente, las normas reguladoras actuales no impiden que una persona como
Amen lleve a cabo toda su superchería SPECT. Aunque todos los miembros del consejo de
gobierno de la Asociación Americana de Psiquiatría consideran que sus prácticas son
falacias médicas, Amen continúa ejerciendo sin impedimentos y sin que estas críticas
trasciendan a la mayoría de la opinión pública. Para mayor frustración de los auténticos
profesionales de la salud mental, Amen afirma con todo descaro que sus singulares métodos
están mucho más avanzados que las prácticas de los pelmazos de la psiquiatría dominante.
Lo cual viene a ser como si Bernie Madoff se atreviera a ridiculizar la baja rentabilidad de
un fondo de inversión fiable.
Tal como Wilhelm Reich en su día, Daniel Amen se halla revestido de un barniz de
respetabilidad que hace que sus técnicas parezcan legítimas. Si ustedes no entendían cómo
es posible que cualquiera de los pacientes de Reich haya creído que meterse semidesnudo
en un extraño dispositivo acumulador de orgón podía mejorar su salud mental, solo deben
considerar el poder persuasivo de la técnica SPECT de Amen, que presenta, por cierto, un
llamativo parecido con los acumuladores orgónicos. Los pacientes, en efecto, se someten a
una inyección intravenosa de agentes radiactivos y después colocan obedientemente la
cabeza en un extraño dispositivo que capta los rayos gamma. El SPECT, con todo su halo
engañoso de ciencia vanguardista, resulta tan portentoso y cautivador como el azul eléctrico
de la ergonomía. ¿Cómo puede distinguir un lego en la materia las tecnologías
científicamente probadas de las basadas en la credulidad fantasiosa?
Desde luego, todas las especialidades médicas han padecido su propia cuota de
teorías fraudulentas, tratamientos inútiles y profesionales descaminados. Las sangrías y las
lavativas intestinales fueron en su momento un tratamiento estándar para todas las
enfermedades, desde la artritis hasta la gripe. No hace mucho, el cáncer de mama se
abordaba con una mastectomía radical que eliminaba la mayor parte del pecho, incluidas las
costillas de la paciente. Todavía hoy, la Agencia de Alimentos y Medicamentos tiene
catalogados 187 remedios contra el cáncer que son apócrifos pero se publicitan con
frecuencia. El uso de antibióticos para combatir los resfriados está muy extendido, pese a
que los antibióticos no tienen el menor efecto sobre los virus causantes; y con excesiva
frecuencia se aplica a la osteoartritis de rodilla una cirugía artroscópica totalmente inútil.
Los falsos tratamientos con células madre para enfermedades neurológicas incurables como
la esclerosis lateral amiotrófica y las lesiones de la médula espinal constituían el tema de un
reciente programa de denuncia de 60 Minutes. Abundan los tratamientos ficticios para el
autismo; entre ellos, vitaminas, nutracéuticos, suplementos dietéticos, inyecciones de
células madre, purgas y la eliminación de metales pesados del cuerpo mediante terapia de
quelación. Hay pacientes que cruzan océanos con el fin de recibir tratamientos caros,
exóticos y absolutamente inútiles para todas las dolencias imaginables. Incluso una persona
tan inteligente como Steve Jobs fue vulnerable a estas prácticas descabelladas, pues retrasó
el tratamiento de su cáncer pancreático en favor de una «medicina holística», hasta que ya
fue demasiado tarde.
Sin embargo, si la psiquiatría ha dado pábulo a más tratamientos ilegítimos que
cualquier otro campo de la medicina, es en gran parte porque —hasta hace muy poco— los
psiquiatras nunca coincidían sobre lo que era un trastorno mental, y mucho menos sobre
cuál era el mejor modo de tratarlo. Si cada médico maneja su propia definición de
enfermedad, entonces los tratamientos se vuelven tan variados como, digamos, los zapatos:
cada temporada trae un desfile de colores y estilos nuevos... Y si no sabes qué es lo que
estás tratando, ¿cómo podrá ser eficaz el tratamiento? Muchos de los nombres más
destacados de los anales de la psiquiatría son más conocidos por el carácter dudoso de sus
tratamientos que por los beneficios que lograron, pese a sus mejores intenciones: el
magnetismo animal de Franz Mesmer, las «píldoras biliosas» de Benjamin Rush, la terapia
de la malaria de Julius Wagner-Jauregg, la terapia de coma insulínico de Manfred Sakel, la
terapia de sueño profundo de Neil Macleod, las lobotomías de Walter Freeman, la terapia
de conversión de orientación sexual de Melanie Klein y la psiquiatría existencial de R. D.
Laing.
Lamento decir que buena parte de la responsabilidad de este estado de cosas recae
directamente en mi profesión. Mientras el resto del mundo de la medicina continúa
aumentando la longevidad, mejorando la calidad de vida y elevando las expectativas de
recibir tratamientos eficaces, los psiquiatras son acusados de recetar un exceso de fármacos,
de patologizar conductas normales y de cotorrear con una jerigonza psicológica
indescifrable. Mucha gente alberga la sospecha de que incluso las mejores prácticas de la
psiquiatría del siglo XXI puedan ser en último término versiones modernas de la ergonomía
de Reich: métodos espurios incapaces de aliviar el sufrimiento de las personas con
auténticas enfermedades, como Abigail Abercrombie y Elena Conway.
Y, sin embargo, yo replicaría que hoy en día mi profesión ayudaría a Abbey y Elena.
Abbey sería diagnosticada con toda seguridad de un trastorno de pánico con agorafobia, un
tipo de trastorno de ansiedad ligado a una disfunción de las estructuras neuronales del
lóbulo temporal medial y del tronco cerebral, que controlan la regulación emocional y las
reacciones de lucha-o-huye. Podríamos tratar su dolencia con fármacos inhibidores de la
recaptación de serotonina (ISRS) y con terapia cognitivo-conductual. El pronóstico, con
una atención constante, sería bastante optimista, y Abbey podría albergar la esperanza de
llevar una vida normal con sus síntomas controlados.
Elena, por su parte, respondió bien a su tratamiento inicial, y yo creo que si hubiera
continuado con el plan terapéutico prescrito, también habría experimentado una
recuperación positiva y habría reanudado sus estudios y retomado su vida anterior.
Pero si ahora yo puedo estar tan seguro sobre los diagnósticos de Abbey y Elena,
¿por qué han cometido los psiquiatras tantos errores clamorosos en el pasado? Para
responder a esta pregunta, debemos retroceder más de dos siglos y remontarnos a los
orígenes de la psiquiatría como disciplina diferenciada dentro de la medicina. Porque, desde
el momento mismo de su nacimiento, la psiquiatría ha sido una criatura extraña y rebelde:
la oveja negra de la medicina.
UNA MEDICINA DEL ALMA

Desde la antigüedad, los médicos han sabido que el cerebro era la sede del
pensamiento y la sensibilidad. Cualquier doctor revestido con una toga habría podido
explicarles a ustedes que si la materia rosado-grisácea contenida en el interior de sus
cráneos sufría un golpe violento, como solía ocurrir en las batallas, podían quedarse ciegos,
o alelados, o sumidos en los comatosos brazos de Morfeo. En el siglo XIX, sin embargo, la
ciencia médica en las universidades europeas empezó a combinar la atenta observación de
la conducta anómala de los pacientes con la disección minuciosa de sus cuerpos, una vez
que habían fallecido. Los médicos que observaban al microscopio las muestras de tejido
cerebral de tales pacientes descubrieron con sorpresa que los trastornos mentales parecían
repartirse entre dos categorías bien distintas.
La primera categoría abarcaba las dolencias en las que había un daño visible en el
cerebro. Al estudiar los cerebros de los sujetos que habían padecido demencia, los médicos
advirtieron que algunos parecían más pequeños y estaban salpicados de grumos oscuros de
proteínas. Otros investigadores observaron que los pacientes que habían perdido
bruscamente la movilidad de sus miembros presentaban con frecuencia coágulos abultados
o manchas rojizas en el cerebro (provocadas por un derrame); en otras ocasiones, aparecían
relucientes tumores rosados. El anatomista francés Paul Broca analizó los cerebros de dos
hombres con un vocabulario hablado de menos de siete palabras (a uno de ellos lo llamaron
«Tan», porque contaba con esa única palabra para toda su comunicación). Broca descubrió
que ambos habían sufrido un derrame exactamente en la misma zona del lóbulo frontal
izquierdo. Con el tiempo, muchas enfermedades —como el Parkinson, el Alzheimer, la
enfermedad de Pick o la de Huntington— fueron asociadas a «marcas patológicas»
fácilmente identificables.
Sin embargo, al analizar el cerebro de pacientes que habían sufrido otros tipos de
trastornos mentales, los médicos no lograron detectar ninguna irregularidad física. No había
lesiones ni anomalías neuronales: los cerebros de esos pacientes no presentaban ninguna
característica que los distinguiera de los cerebros de individuos que nunca habían mostrado
alteraciones de la conducta. Estas misteriosas dolencias constituían la segunda categoría de
los trastornos mentales: psicosis, manías, fobias, melancolía, obsesiones e histeria.
El descubrimiento de que algunos trastornos mentales tenían una base biológica
reconocible —mientras que otras, no— llevó a la creación de dos disciplinas diferenciadas.
Los médicos que se especializaban exclusivamente en los trastornos con un sello neuronal
observable fueron llamados «neurólogos». Los que se ocupaban de los trastornos no
visibles de la mente fueron llamados «psiquiatras». Así pues, la psiquiatría surgió como una
especialidad médica centrada en una serie de dolencias que, por definición, no tenían una
causa física identificable. Con toda propiedad, el término «psiquiatría», acuñado por el
médico alemán Johann Christian Reil en 1808, significa literalmente «tratamiento médico
del alma».
Teniendo una entidad metafísica como objeto y razón de ser, la psiquiatría se
convirtió rápidamente en un terreno fértil para estafadores y falsos científicos. Imagínense,
por ejemplo, que la cardiología se dividiera en dos especialidades distintas: los
«cardiólogos», que abordarían los problemas físicos del corazón, y los «espiritologistas»,
que abordarían los problemas no físicos del corazón. ¿Qué especialidad estaría más
expuesta al fraude y a las teorías fantasiosas?
Como el estrecho de Bering, la división entre el cerebro neurológico y el alma
psiquiátrica separó dos continentes dentro de la práctica médica. Una y otra vez, durante los
dos siglos siguientes, los psiquiatras proclamarían su fraternidad e igualdad con sus
homólogos neurológicos del otro lado de la frontera, para pasar a reivindicar después con
idéntica energía su libertad e independencia respecto a ellos, empeñándose en afirmar que
la mente inefable constituía el campo más verdadero.
Uno de los primeros médicos que intentó explicar y tratar los trastornos mentales
fue un alemán llamado Franz Anton Mesmer. En la década de 1770, Mesmer descartó las
visiones religiosas y morales imperantes sobre la enfermedad mental para optar por una
explicación fisiológica, lo cual lo convirtió indiscutiblemente en el primer psiquiatra de la
historia. Por desgracia, la explicación fisiológica que propuso fue que la enfermedad
mental, así como muchas dolencias médicas, radicaba en un «magnetismo animal»: una
energía invisible que circulaba por nuestro cuerpo a través de miles de canales magnéticos.
Actualmente, nuestra mente moderna podría visualizar instintivamente estos canales
magnéticos como redes de neuronas que transmiten impulsos bioeléctricos de una sinapsis a
otra; pero el descubrimiento de las neuronas, no digamos ya de las sinapsis, se hallaba
entonces aún en un futuro lejano. En la época de Mesmer, la idea de un magnetismo animal
resultaba tan incomprensible y tan futurista como si la CNN nos anunciara hoy que
podíamos viajar instantáneamente de Nueva York a Pekín con una máquina
teletransportadora.
Mesmer creía que la enfermedad mental estaba causada por obstrucciones en el
flujo de ese magnetismo animal, una teoría sorprendentemente similar a la que Wilhelm
Reich expondría un siglo y medio después. La salud se recuperaba, sostenía Mesmer,
eliminando dichas obstrucciones. Y si la naturaleza no lo lograba de forma espontánea, el
paciente podría obtener un efecto beneficioso poniéndose en contacto con un potente
conductor del magnetismo animal como... el propio Mesmer.
Tocando a los pacientes en los lugares adecuados y de la forma apropiada —un
pellizco por aquí, una caricia por allá, unos susurros al oído—, Mesmer sostenía que podía
restablecer en sus cuerpos el flujo correcto de energía magnética. Este proceso terapéutico
estaba pensado para provocar lo que Mesmer llamaba una «crisis». El término parece
apropiado. Para curar a un paciente loco, por ejemplo, era necesario inducir un ataque de-
senfrenado de locura. Para curar a un paciente deprimido, había que llevarlo primero a un
estado suicida. Aunque todo esto podía parecer contrario a la lógica para las mentes de los
no iniciados, Mesmer aseguraba que su dominio de la terapia magnética hacía que estas
crisis inducidas se desarrollaran bajo control y sin peligro alguno para el paciente.
He aquí, en un relato de 1779, el tratamiento de Mesmer a un cirujano militar
aquejado cálculos renales:
Después de dar una cuantas vueltas por la habitación, el señor Mesmer desabrochó
la camisa del paciente y, apartándose un poco, colocó el dedo sobre la parte afectada. Mi
amigo sintió un cosquilleo doloroso. El señor Mesmer movió entonces el dedo
perpendicularmente por su abdomen y su pecho, y el dolor siguió al dedo con toda
exactitud. A continuación, le pidió al paciente que extendiera el dedo índice y apuntara
hacia su propio dedo a una distancia de tres o cuatro pasos; al hacerlo, mi amigo sintió un
cosquilleo eléctrico en la punta del índice que le recorrió todo el dedo hacia la palma.
Mesmer lo sentó entonces cerca del piano y se colocó él mismo frente al teclado. Apenas
empezó a tocar, mi amigo sufrió una reacción emocional: temblaba, le faltaba el aliento,
cambió de color y sentía que se iba a desplomar. En este estado de ansiedad, el señor
Mesmer lo acomodó en un diván para evitar que acabara cayéndose, e hizo pasar a una
criada, que, según nos dijo, era antimagnética. Cuando la mano de esta se aproximó al
pecho de mi amigo, toda su reacción se interrumpió a la velocidad del rayo. Él se tocó y
examinó el estómago con estupor. El agudo dolor había cesado repentinamente. El señor
Mesmer nos dijo que un perro o un gato habrían interrumpido el dolor con la misma
eficacia que la criada.
La fama del talento de Mesmer se extendió por toda Europa después de que llevara
a cabo varias «curaciones» extraordinarias con sus poderes de magnetismo; entre ellas,
devolverle la vista a la señorita Franziska Oesterlin, amiga de la familia Mozart. Mesmer
fue invitado incluso a dar su opinión ante la Academia Bávara de Ciencias y Humanidades
sobre los exorcismos practicados por un sacerdote católico llamado Johann Joseph Gassner:
un momento verdaderamente irónico, pues un curandero convencido de su propio engaño
era llamado a descifrar la lógica de los métodos de otro. Mesmer estuvo a la altura de las
circunstancias: declaró que aunque las convicciones religiosas de Gassner eran sinceras y
sus exorcismos resultaban eficaces, la única razón de que funcionaran era que el sacerdote
poseía un alto grado de magnetismo animal.
Finalmente, Mesmer se trasladó a París, donde, con espíritu igualitario, trató tanto a
aristócratas como a plebeyos con sus supuestos poderes de magnetismo animal. Mientras su
fama seguía creciendo, el rey Luis XVI creó un comité de investigación que incluía al
científico y diplomático americano Benjamin Franklin, entonces de visita, para estudiar el
magnetismo animal. El comité acabó publicando un informe que desacreditaba los métodos
de Mesmer y sus seguidores, afirmando que no respondían más que al poder de la
imaginación. Pero Franklin observó con perspicacia: «Algunos creen que esto habrá de
poner fin a la era del mesmerismo. Pero hay una enorme credulidad en el mundo, y otros
engaños igualmente absurdos se han mantenido durante siglos.»
Hay muchas pruebas de que Mesmer creía realmente en la existencia de esos
portentosos canales magnéticos. Cuando cayó enfermo y yacía en su lecho de muerte,
despidió a los médicos e intentó repetidamente curarse a sí mismo por medio del
magnetismo animal... sin ningún éxito. Falleció en 1815.
Aunque su fantasiosa teoría no sobrevivió lo suficiente para alcanzar el siglo XX,
Mesmer fue un pionero de la psiquiatría en un sentido importante. Antes de él, la mayoría
de los médicos creían que la enfermedad mental tenía un origen moral. Según esta visión,
los perturbados habían decidido comportarse de forma indecente y bestial, o cuando menos
estaban pagando las consecuencias de un pecado anterior. Otra idea médica corriente era
que los lunáticos habían nacido locos —Dios o la naturaleza los había creado así— y que,
por tanto, no podía abrigarse la esperanza de curarlos.
En contraste con esas concepciones, la peculiar teoría de Mesmer sobre unos
procesos magnéticos invisibles resultaba, de hecho, bastante liberadora. Él rechazaba tanto
la idea determinista de que algunos individuos habían nacido con perturbaciones
incorporadas en su cerebro, como la tesis mojigata de que la enfermedad mental indicaba
alguna degeneración moral. Sostenía, por el contrario, que estos trastornos obedecían a
mecanismos fisiológicos alterados que podían tratarse médicamente. El psiquiatra e
historiador médico Henri Ellenberger considera que Mesmer es el primer psiquiatra
psicodinámico: un médico que conceptualiza la enfermedad mental como una consecuencia
de procesos psíquicos internos.
Para un psiquiatra psicodinámico, la mente es más importante que el cerebro, y la
psicología más relevante que la biología. Los enfoques psicodinámicos de la enfermedad
mental ejercerían una enorme influencia en la psiquiatría europea y, con el tiempo, llegarían
a constituir la doctrina central de la psiquiatría americana. De hecho, la psiquiatría habría
de oscilar durante los dos siglos siguientes entre las concepciones psicodinámicas de la
enfermedad mental y su contraparte intelectual: las concepciones biológicas, que sostenían
que los trastornos surgían de alteraciones del funcionamiento fisiológico del cerebro.
Después de Mesmer, la primera generación de médicos que adoptó el término
«psiquiatra» se dedicó a buscar otros procesos ocultos de la mente. Llamados a veces
«filósofos naturales», estos primeros psiquiatras tomaron las ideas del movimiento
romántico imperante en las artes y la literatura europeas, e investigaron las fuerzas ocultas e
irracionales de la naturaleza humana. Creían en el poder de un espíritu trascendente y en el
valor inherente de las emociones. Rechazaban los experimentos científicos y la experiencia
clínica directa, dando preferencia a la intuición, y no siempre trazaban una línea tajante
entre la enfermedad mental y la salud mental. Consideraban que la locura se producía
simplemente cuando una mente normal se rendía a las fuerzas apasionadas y turbulentas del
alma inmortal.
La influencia del pensamiento romántico en los inicios de la psiquiatría halló su
máxima expresión en un manual alemán de 1845, Principles of Medical Psychology
[Principios de psicología médica], escrito por un médico-poeta-filósofo llamado Ernst von
Feuchtersleben, quien creía que «todas las ramas de la investigación y el conocimiento
están entrelazadas entre sí». El libro de Feuchtersleben obtuvo tal demanda que el editor
reclamó los ejemplares de prueba regalados a los médicos y las universidades para poder
distribuirlos entre los libreros.
Como podrán imaginar, esa psiquiatría basada en la intuición y la poesía contribuyó
escasamente a aliviar el sufrimiento de los individuos acosados por voces interiores o
paralizados por la depresión. Gradualmente, los médicos reconocieron que centrarse en
procesos inobservables, ocultos en una «mente» nebulosa, no producía cambios
perdurables, o ningún cambio en absoluto, en los pacientes aquejados de graves trastornos.
Tras varias décadas empleadas en surcar los mares brumosos de la filosofía psíquica, una
nueva hornada de psiquiatras empezó a comprender que desde el punto de vista intelectual
este enfoque estaba alejándolos cada vez más del resto de la medicina. Estos médicos
contestatarios condenaban a menudo con gran dureza la psiquiatría psicodinámica de los
románticos y acusaban a los filósofos naturales de «perder totalmente el contacto con la
vida práctica» mientras se zambullían «en los reinos místico-trascendentales de la
especulación».
A mediados del siglo XIX, una nueva generación de psiquiatras trató con valentía de
tender un puente que salvara el creciente abismo entre la psiquiatría y su hermana gemela,
la neurología, cada vez más respetada. Esa fue la primera oleada de la psiquiatría biológica,
basada en la convicción de que la enfermedad mental podía atribuirse a anomalías físicas
identificables en el cerebro. Este movimiento fue encabezado por un psiquiatra alemán
llamado Wilhelm Griesinger, quien afirmaba con convicción que «todas las concepciones
poéticas e ideales de la locura tienen un ínfimo valor». Griesinger se había formado como
médico y científico bajo la tutela del reputado patólogo alemán Johann Schönlein, famoso
por haber cimentado la credibilidad científica de la medicina interna al señalar
taxativamente que los diagnósticos debían basarse en dos grupos de datos muy precisos: 1)
el examen físico y 2) los análisis de laboratorio de los tejidos y fluidos corporales.
Griesinger intentó establecer la misma base empírica para los diagnósticos
psiquiátricos. Clasificaba sistemáticamente los síntomas de los enfermos internados en los
manicomios y llevaba a cabo un análisis patológico de sus cerebros cuando habían muerto.
Empleó estas investigaciones para establecer pruebas de laboratorio que pudieran
practicarse en los pacientes vivos, y diseñó un interrogatorio estructurado y una exploración
física que, junto con las pruebas de laboratorio, permitieran diagnosticar la enfermedad
mental; o al menos eso era lo que esperaba conseguir.
En 1867, en el primer número de una nueva revista, Archives of Psychiatry and
Nervous Disease, Griesinger proclamó: «La psiquiatría ha experimentado una
transformación en su relación con el resto de la medicina. Esta transformación obedece
básicamente al hecho de haberse dado cuenta de que los pacientes de las llamadas
“enfermedades mentales” son en realidad individuos con enfermedades de los nervios y del
cerebro. La psiquiatría debe, por tanto, salir de su aislamiento actual como gremio para
pasar a ser una parte integrante de la medicina general, accesible a todos los círculos
médicos.»
Esta declaración de principios de la psiquiatría biológica inspiró a un nuevo
contingente de pioneros de la psiquiatría que creían que la clave de la enfermedad mental
no residía en un alma etérea o en imperceptibles canales magnéticos, sino en el interior de
los blandos y húmedos pliegues del tejido cerebral. Su trabajo dio lugar a un enorme
número de estudios basados en gran parte en el examen microscópico post mórtem de los
cerebros. Estos psiquiatras con formación anatómica relacionaban la patología cerebral con
los trastornos clínicos. (Alois Alzheimer, que identificó la marca distintiva —«placas
seniles y ovillos neurofibrilares»— del tipo de demencia que lleva su nombre, era
psiquiatra.) En este contexto se formularon asimismo nuevas teorías de base cerebral, como
la hipótesis de que trastornos mentales como la histeria, la manía y la psicosis se debían a
una sobreexcitación de las neuronas.
Con todos estos cambios, habría podido creerse que los psiquiatras biológicos
habían logrado situar finalmente su profesión sobre una sólida base científica. A fin de
cuentas, tiene que haber en el cerebro alguna base discernible de la enfermedad mental,
¿no? Ay, desgraciadamente las investigaciones de la primera generación de psiquiatras
biológicos se apagó como un fuego de artificio que se eleva en el cielo pero no llega a
detonar. Pese a sus importantes contribuciones a la neurología, ninguna de las teorías
biológicas formuladas durante el siglo XIX sobre la enfermedad mental logró hallar
pruebas físicas que la sustentaran (aparte de la marca patológica de la enfermedad de
Alzheimer); ninguna condujo a un avance decisivo y ninguna demostró ser correcta en
último término. Aunque los psiquiatras biológicos examinaron atentamente las fisuras,
circunvoluciones y lóbulos del cerebro; aunque escrutaron con asiduidad los cortes de
tejido neural, no lograron hallar anomalías específicas que fuesen indicativas de
enfermedad mental.
Pese a las nobles intenciones de Griesinger, un lector de sus Archives of Psychiatry
and Nervous Disease no habría obtenido una mejor comprensión de la enfermedad mental
que un lector de la «Dissertation on the Discovery of Animal Magnetism» [Disertación
sobre el descubrimiento del magnetismo animal] de Mesmer. Tanto si situabas el origen de
la enfermedad mental en los canales magnéticos como en el Alma Universal o en las
neuronas sobreexcitadas, a la altura de la década de 1880 contabas exactamente con la
misma cantidad de pruebas empíricas para sustentar tu opinión; o sea, ninguna. Aunque la
investigación cerebral durante el siglo XIX catapultó a numerosos médicos a cátedras
universitarias, lo cierto es que no aportó descubrimientos profundos ni terapias eficaces
para mitigar los estragos de la enfermedad mental.
Mientras se aproximaba a toda velocidad el año 1900, el péndulo conceptual
empezó a oscilar de nuevo. Los psiquiatras se sentían cada vez más frustrados por los
infructuosos esfuerzos de sus colegas de orientación biológica. Un médico eminente de-
sechó la psiquiatría biológica como simple «mitología cerebral», mientras que el gran
psiquiatra alemán Emil Kraepelin (de quien hablaremos después) la calificó de «anatomía
especulativa». Incapaz de hallar una base biológica para las enfermedades de su campo, la
psiquiatría quedó todavía más aislada científicamente del resto de la medicina. Y, por si
fuera poco, la psiquiatría había quedado aislada también geográficamente del resto de la
medicina.
CUIDADORES DE LOCOS

Hasta el siglo XIX, los enfermos mentales graves podían encontrarse en dos lugares,
según los medios de la familia. Si los padres o el cónyuge tenían la suerte de pertenecer a
las clases privilegiadas, el paciente podía recibir cuidados en la propia casa familiar.
Incluso podían tenerlo escondido en el desván, como ocurre con la esposa trastornada del
señor Rochester en Jane Eyre, manteniendo así el secreto frente al resto de la comunidad.
Pero si el infortunado enfermo procedía de una familia trabajadora —o bien tenía unos
parientes desalmados—, solía terminar convertido en un vagabundo o encerrado en una
residencia de naturaleza muy diferente: el manicomio.
Todos los documentos de época que reflejan las condiciones en los manicomios
antes de la Ilustración los pintan como mazmorras horribles, mugrientas y hacinadas. (Las
descripciones espantosas de los manicomios se prolongarían durante la mayor parte de los
dos siglos siguientes, constituyendo de por sí uno de los temas de controversia más
destacados de la psiquiatría y dando pábulo incesante a las denuncias periodísticas y a las
demandas de los movimientos de derechos civiles.) Los internos podían ser encadenados,
azotados, apaleados y sumergidos en agua helada, o ser encerrados simplemente en una
celda gélida y diminuta durante varias semanas. Los domingos, con frecuencia, eran
expuestos como fenómenos de feria ante un público boquiabierto y burlón.
El objetivo de las primeras instituciones mentales no era el tratamiento ni la cura de
los internos, sino su separación forzada del resto de la sociedad. Durante la mayor parte del
siglo XVIII, los trastornos mentales no se veían como enfermedades y, por tanto, no caían
dentro del ámbito de la medicina, tal como ocurría con la conducta criminal, que llevaba al
condenado a ingresar en una prisión. Los enfermos mentales eran considerados elementos
asociales o inadaptados morales que sufrían un castigo divino por alguna transgresión
imperdonable.
Un hombre fue en gran medida el responsable de transformar los manicomios de
simples cárceles en instituciones médicas terapéuticas, e indirectamente de propiciar la
aparición de una clase profesional de psiquiatras: me refiero al francés Philippe Pinel. Pinel
era, en principio, un respetado médico y escritor, conocido por sus apasionantes estudios
clínicos. En 1783, sin embargo, su vida cambió radicalmente.
Un amigo íntimo de Pinel, un estudiante de Derecho de París, sufrió una forma de
locura que hoy probablemente sería diagnosticada como un trastorno bipolar. Su amigo
podía manifestar un día la eufórica convicción de que iba a convertirse en el abogado más
brillante de Francia; y al día siguiente se hundía en el desaliento y rogaba que su vida
absurda terminara cuanto antes. Empezó a creer que los sacerdotes interpretaban sus gestos
y le leían el pensamiento. Una noche, se internó en un bosque vestido solo con una camisa
y murió de frío.
Esta tragedia dejó a Pinel destrozado y lo impulsó a dedicar el resto de su vida a la
enfermedad mental. En especial, empezó a investigar el funcionamiento de los manicomios,
que él había evitado mientras buscaba ayuda para su amigo, debido a las espantosas
condiciones por las que eran tristemente famosos. Poco después, en 1792, fue nombrado
director del manicomio parisino para hombres de Bicêtre. Enseguida utilizó su nuevo
puesto para introducir cambios fundamentales y dio el paso inaudito de suprimir los
nocivos tratamientos —las purgas, las sangrías, la producción de ampollas— que se
empleaban de forma rutinaria. Posteriormente, habría de liberar de sus cadenas a los
internos del Hospice de la Salpêtrière de París.
Pinel llegó a la convicción de que el marco institucional en sí, manejado
apropiadamente, podía ejercer efectos beneficiosos en los pacientes. El médico alemán
Johann Reil describió cómo había que proceder para crear uno de los nuevos manicomios
según el nuevo estilo de Pinel:
Uno podía empezar escogiendo un nombre inocuo y situarlo en un entorno
agradable, con lagos y arroyos, con campos y colinas, con pequeñas casas de campo
apiñadas alrededor del edificio de administración. El cuerpo del paciente, así como su
morada, debían mantenerse limpios; su dieta debía ser ligera, libre de alcohol y excesivas
especias. Y todo ello amenizado con una oportuna serie de entretenimientos que no debían
ser ni demasiado prolongados ni demasiado absorbentes.
Todo lo cual no tenía nada que ver con las lúgubres prisiones para indeseables que
venían a ser los demás manicomios. Este fue el principio de lo que llegaría a ser conocido
en Europa como el movimiento de reforma de los manicomios, que más tarde se extendería
por Estados Unidos. Pinel fue también el primero en sostener que la rutina del manicomio
debía favorecer el sentimiento de estabilidad y autodominio del paciente. Hoy día, la
mayoría de las unidades psiquiátricas de internamiento, incluidas estas del hospital
Presbiteriano de Nueva York y centro médico de la Universidad de Columbia, emplean
todavía la idea de una rutina programada de actividades que fomenta la estructuración, la
disciplina y la higiene personal.
Después de Pinel, la conversión de las instituciones mentales en lugares de reposo y
de terapia llevó al establecimiento formal de la psiquiatría como profesión claramente
diferenciada. Transformar un manicomio en una institución terapéutica humana, y no en
una prisión, exigía que los médicos se especializaran en el trabajo con los enfermos
mentales, lo cual dio lugar al primer apelativo corriente para el psiquiatra: alienista.
Los alienistas recibieron este apodo porque trabajaban en manicomios situados en
zonas rurales, muy alejadas de los hospitales más céntricos donde sus colegas médicos
trabajaban y se desenvolvían y atendían a los pacientes aquejados de dolencias físicas. Esta
separación geográfica de la psiquiatría respecto del resto de la profesión médica ha
subsistido hasta el siglo XXI en muchos aspectos; todavía hoy existen «hospitales» y
«hospitales mentales», aunque por suerte estos últimos son una especie en extinción.
Durante el siglo XIX, la gran mayoría de los psiquiatras eran alienistas. Las diversas
teorías psicodinámicas y biológicas de la enfermedad mental se postulaban y debatían en
las aulas académicas, pero tales ideas tenían muy escaso impacto en el trabajo diario de los
alienistas. Ser un alienista significaba ser un cuidador compasivo más que un verdadero
médico, pues era poco lo que podía hacerse para mitigar los tormentos psíquicos de los
pacientes a su cargo (aunque también atendían sus necesidades estrictamente médicas). El
alienista solo podía aspirar a mantener a sus pacientes protegidos, limpios y bien atendidos.
Lo cual ya era mucho más de lo que se hacía antes, sin duda. Pero aun así, seguía en pie el
hecho de que no había un solo tratamiento eficaz para la enfermedad mental.
Mientras el siglo XIX llegaba a su fin, todas las grandes especialidades médicas
estaban avanzando a pasos de gigante; todas, salvo una. Los estudios anatómicos cada vez
más minuciosos de los cadáveres aportaban nuevos datos sobre las patologías del hígado, el
pulmón y el corazón; en cambio, no había ilustraciones anatómicas de la psicosis. La
invención de la anestesia y las técnicas de esterilización permitían realizar intervenciones
quirúrgicas más complejas; pero no existía una operación indicada para la depresión. La
invención de los rayos X otorgó a los médicos el poder casi mágico de atisbar en el interior
de un cuerpo vivo; pero hasta los espectaculares rayos inventados por Roentgen eran
incapaces de iluminar el estigma oculto de la histeria.
La psiquiatría estaba agotada por los fracasos y fragmentada en un surtido de teorías
enfrentadas acerca de la verdadera naturaleza de la enfermedad mental. La mayoría de los
psiquiatras, aislados tanto de sus colegas médicos como del resto de la sociedad, se
limitaban a vigilar a unos internos con escasas esperanzas de recuperación. Las formas de
tratamiento dominantes eran la hipnosis, las purgas, las compresas frías y —lo más común
de todo— las correas y ligaduras.
Karl Jaspers, un reputado psiquiatra alemán reconvertido en filósofo existencial,
evocaba el estado de ánimo general a finales de siglo: «La constatación de que la
investigación científica y la terapia estaban estancadas se hallaba muy extendida en las
clínicas psiquiátricas. Las grandes instituciones para los enfermos mentales eran más
magníficas e higiénicas que nunca, pero, pese a su tamaño, lo máximo que podían hacer por
sus desdichados internos era organizar su vida del modo más natural posible. En cuanto al
tratamiento de la enfermedad mental, básicamente carecíamos de esperanza.»
Nadie tenía ni idea del motivo por el cual algunos pacientes creían que Dios les
hablaba, otros creían que Dios los había abandonado y otros creían ser Dios. Los
psiquiatras anhelaban que alguien los sacara de aquel estéril desierto dando respuestas
sensatas a estas preguntas esenciales: ¿cuál es la causa de la enfermedad mental? ¿Cómo
podemos tratarla?
UN «PROYECTO PARA UNA PSICOLOGÍA CIENTÍFICA»

En su poema «En memoria de Sigmund Freud», W. H. Auden escribe acerca de la


dificultad de comprender a Freud con nuestra mirada moderna: «Ahora ya no es una
persona, sino todo un clima de opinión.» Es probable que ustedes hayan oído hablar de
Freud y conozcan su aspecto. Su barba eduardiana, sus gafas redondas y su puro inveterado
lo convierten en el psiquiatra más famoso de la historia. La sola mención de su nombre
suscita en el acto la frase: «Hábleme de su madre.» Es bastante probable también que
tengan ustedes una opinión sobre sus ideas; y apuesto a que se trata de una opinión teñida
de escepticismo, si no abiertamente hostil. Freud es difamado a menudo como un farsante
misógino, engreído y autoritario, o como un psiquiatra obsesionado con el sexo que
hurgaba sin descanso en los sueños y fantasías de la gente. Pero, para mí, fue un visionario
trágico muy adelantado a su tiempo.
En las páginas de este libro nos encontraremos con muchos psiquiatras eminentes
(como el premio Nobel Eric Kandel) y con auténticos farsantes (como el orgonomista
Wilhelm Reich). Pero Sigmund Schlomo Freud constituye por sí mismo una categoría
aparte: simultáneamente el mayor héroe de la psiquiatría y su villano más calamitoso. A mi
juicio, esta aparente contradicción refleja muy bien las paradojas que conlleva cualquier
intento de elaborar una medicina de la enfermedad mental.
Dudo que yo me hubiera convertido en psiquiatra de no ser por Freud. Me tropecé
con este médico austriaco por primera vez al leer, de adolescente, su obra más célebre, La
interpretación de los sueños, en un curso de psicología de primer año. Había algo en la
teoría de Freud y en su modo de transmitirla que parecía resolver los grandes misterios de
la naturaleza humana... y que hallaba eco en mis propios intentos de entenderme a mí
mismo. Me quedaba fascinado ante frases como: «La mente consciente puede compararse
con una fuente cuyas aguas juegan al sol y vuelven a caer en el gran manantial subterráneo
del subconsciente de donde emergen.»
Entre los estudiantes de medicina, hay un fenómeno corriente conocido como
«síndrome del interno»: al estudiar la lista de síntomas de una nueva dolencia, el estudiante
se da cuenta de golpe —vaya por Dios— de que él mismo debe padecer la difteria, la sarna
o la esclerosis múltiple. Yo experimenté una reacción similar en mi primera inmersión en el
pensamiento de Freud. Empecé a reinterpretar toda mi conducta de acuerdo con sus teorías
en un brusco acceso de aparente iluminación. ¿Discutía con tanta frecuencia con mis
profesores varones debido a un conflicto edípico reprimido con mi padre para ganarme la
atención de mi madre? ¿Tenía mi habitación desordenada porque estaba fijado en la fase
anal de mi desarrollo psicosexual, a causa de la decisión de mi madre de hacerme llevar
pañal en la escuela de párvulos?
Aunque tal vez yo me excediera en las interpretaciones intrincadas de conductas
triviales, Freud me transmitió la lección inestimable de que los fenómenos mentales no eran
aleatorios, sino que estaban determinados por procesos que podían ser estudiados,
analizados y, en definitiva, aclarados. Gran parte de la influencia de Freud en la psiquiatría
y en nuestra sociedad es paradójica, en la medida en que aporta percepciones inéditas sobre
la mente humana y, al mismo tiempo, lleva a los psiquiatras por vericuetos teóricos no
comprobados. La mayoría de la gente olvida que Freud se formó inicialmente como un
neurólogo ortodoxo partidario de los máximos niveles de exigencia en la investigación. Su
trabajo de 1895, «Proyecto para una psicología científica», estaba pensado para informar a
los médicos sobre el modo de abordar los problemas psiquiátricos desde una perspectiva
rigurosamente científica. Freud se formó bajo la tutela del mayor neurólogo de la época,
Jean-Martin Charcot y, como este, suponía que los futuros descubrimientos científicos
aclararían los mecanismos biológicos subyacentes del pensamiento y las emociones. Freud
incluso esbozó proféticamente lo que tal vez sea uno de los primeros ejemplos de una red
neuronal, ilustrando cómo podrían comunicarse los sistemas individuales de neuronas entre
sí para efectuar cálculos, y prefigurando campos tan modernos como el aprendizaje de
máquinas y la neurociencia computacional.
Aunque Wilhelm Reich afirmó con frecuencia en público que Albert Einstein
apoyaba sus ideas sobre la orgonomía, en realidad Einstein las consideraba absurdas y
exigió que dejara de usar su nombre para darse publicidad. En cambio, el eminente físico
tenía una actitud muy distinta hacia Freud. Einstein respetaba la perspicacia psicológica de
Freud hasta tal punto que le pidió, poco antes de la Segunda Guerra Mundial, que explicara
el impulso guerrero de los seres humanos, pues creía que él «podría arrojar la luz de [su]
amplio conocimiento de la vida instintiva del hombre acerca de este problema». Freud le
respondió con una conferencia y Einstein respaldó públicamente sus ideas y le escribió:
«Admiro enormemente su pasión para establecer la verdad.»
Las innovadoras ideas de Freud sobre la enfermedad mental tuvieron como
detonante inicial su interés por la hipnosis, un tratamiento de moda en el siglo XIX que
introdujo Franz Mesmer. Freud se quedó fascinado con los asombrosos efectos de la
hipnosis, sobre todo con el misterioso fenómeno por el cual los pacientes accedían a
recuerdos que no podían evocar durante su estado consciente normal. Esta observación lo
condujo finalmente a su hipótesis más célebre: la hipótesis de que nuestra mente contiene
un tipo oculto de conciencia, inaccesible a nuestra conciencia despierta. Según Freud, esta
parte inconsciente de la mente era el equivalente mental del hipnotizador que te ordenaba
que te levantaras o te tumbaras sin que tú te dieras cuenta del motivo por el que lo habías
hecho.
Hoy en día, damos por supuesta la existencia del inconsciente; nos parece un
fenómeno tan obvio que resulta casi absurdo atribuir a una persona el mérito de
«descubrirlo». Empleamos de manera informal expresiones como «intención inconsciente»,
«deseo inconsciente», «resistencia inconsciente», y le rendimos homenaje a Sigmund
hablando de «lapsus freudianos». Los modernos investigadores científicos del cerebro y del
comportamiento también dan por supuesto el inconsciente. Asumen el inconsciente en
conceptos tales como la memoria implícita, el primado perceptivo, la percepción subliminal
y la visión ciega. Freud llamó a esa teoría contraria a la lógica intuitiva de una mente
inconsciente «teoría psicoanalítica».
Freud diseccionó la conciencia en varios componentes distintos. El primario «ello»
constituía la fuente voraz de los instintos y deseos; el virtuoso «superyó» era la voz de la
conciencia, un Pepito Grillo psicológico que clamaba: «¡No puedes hacer esto!»; el
pragmático «yo» constituía nuestra conciencia habitual y debía mediar entre las exigencias
del ello, las amonestaciones del superyó y la realidad del mundo exterior. Según Freud, los
humanos están solo parcialmente al tanto de los mecanismos de su propia mente.
Freud aprovechó esta nueva concepción de la mente para formular una nueva
definición psicodinámica de la enfermedad mental que cambiaría el curso de la psiquiatría
europea y luego se habría de imponer en la psiquiatría americana. Para la teoría
psicoanalítica, todas las formas de enfermedad mental podían remitirse a una misma causa:
los conflictos entre los distintos estratos de la mente.
Por ejemplo, Freud diría que si inconscientemente desearas tener relaciones
sexuales con tu jefe —un hombre casado—, pero supieras conscientemente que hacerlo
habría de crearte todo tipo de problemas, esta situación generaría un conflicto psíquico. Tu
mente consciente intentaría primero manejar el conflicto por simple control emocional («Sí,
encuentro atractivo a mi jefe, pero soy lo bastante madura como para no ceder a estos
sentimientos»). Si eso no funcionara, tu mente consciente intentaría resolver el conflicto
mediante trucos psicológicos que Freud llamó «mecanismos de defensa», tales como la
«sublimación» («Voy a leer historias eróticas sobre amores prohibidos») o la «negación»
(«Yo no encuentro atractivo a mi jefe, ¿a qué viene todo esto?»). Pero si el conflicto
psíquico fuese tan intenso como para que tus mecanismos de defensa no pudieran
manejarlo, podría provocarte histeria, ansiedad, obsesiones, problemas sexuales o —en
casos extremos— psicosis.
Para todos los trastornos causados por conflictos psíquicos no resueltos —trastornos
que afectaban a las emociones y el comportamiento de las personas, pero sin hacer que
perdieran el contacto con la realidad del mundo exterior— Freud acuñó el término general
«neurosis». La neurosis se convertiría en un concepto fundacional de la teoría
psicoanalítica para entender y tratar las enfermedades mentales. Y sería el concepto clínico
más influyente en la psiquiatría americana durante la mayor parte del siglo XX; hasta el año
1979, para ser exactos, cuando se efectuó una fecunda revisión del sistema diagnóstico de
la psiquiatría y la neurosis pasó a constituir el motivo de una batalla decisiva por el alma de
la psiquiatría americana.
Pero a principios del siglo XX Freud no contaba con pruebas tangibles de la
existencia del inconsciente, de la neurosis o de cualquiera de sus ideas psicoanalíticas. Él
formuló enteramente su teoría mediante deducciones extraídas de la conducta de sus
pacientes. Esto puede parecer poco científico, aunque tales métodos no difieren en realidad
de los empleados por los astrofísicos que postulan la existencia de la materia oscura, una
forma hipotética de materia invisible esparcida por todo el universo. Hasta ahora, mientras
escribo estas líneas, nadie ha observado jamás ni detectado siquiera la materia oscura, pero
los cosmólogos han llegado a la conclusión de que no pueden dar cuenta de los
movimientos y la estructura del universo observable sin invocar la existencia de una cosa
misteriosa e imperceptible que influye silenciosamente en todo lo que vemos.
Freud ofreció, además, una argumentación mucho más seria y detallada sobre la
enfermedad mental de lo que habían aportado las teorías psiquiátricas anteriores. En
particular, él consideraba la neurosis como una consecuencia neurobiológica de los
procesos darwinianos de selección natural. Nuestros sistemas mentales, sostenía Freud,
evolucionaron para asegurar nuestra supervivencia como animales sociales insertos en
comunidades en las que debíamos colaborar y competir a la vez con otros miembros de
nuestra especie. Por lo tanto, nuestra mente evolucionó para reprimir ciertos impulsos
egoístas con el fin de facilitar esa cooperación esencial. Pero a veces nuestros impulsos
cooperativos y competitivos entraban en conflicto (si nos sentíamos sexualmente atraídos
por nuestro jefe, por ejemplo). Era este conflicto lo que provocaba un desajuste psíquico,
afirmaba Freud, y si ese desajuste no se resolvía, podía desequilibrar el funcionamiento
natural de la mente y generar una enfermedad mental.
Los críticos de Freud suelen preguntarse por qué desempeña el sexo un papel tan
destacado en sus teorías. Aunque yo estoy de acuerdo en que este énfasis excesivo en los
conflictos sexuales fue uno de sus errores más llamativos, Freud tenía una explicación
racional para justificarlo. Como los impulsos sexuales son fundamentales para la
reproducción y contribuyen tan decisivamente a alcanzar un éxito evolutivo individual,
argumentaba Freud, constituyen el impulso darwiniano más potente y egoísta de todos. Por
ello, cuando intentamos reprimir nuestros deseos sexuales, luchamos contra millones de
años de selección natural y generamos el conflicto psíquico más enconado de todos.
La observación de Freud de que los deseos sexuales pueden causar con frecuencia
conflictos internos indudablemente halla eco en la experiencia de la mayoría de las
personas. En lo que Freud se equivocó, a mi juicio, fue en suponer que como nuestros
impulsos sexuales son tan fuertes deben inmiscuirse en cada una de nuestras decisiones. La
neurociencia, así como la mera introspección, nos indica lo contrario: que nuestros deseos
de riqueza, de aceptación, de amistad, de reconocimiento, de emulación y de helado de
frambuesa son impulsos independientes e igualmente reales, y no simple lujuria disfrazada.
Aunque seamos criaturas instintivas, nuestros instintos no son exclusivamente, ni siquiera
en su mayor parte, sexuales.
Freud ofreció algunos ejemplos de neurosis en sus famosos estudios de casos; entre
ellos, el de Dora, seudónimo de una adolescente que vivía en Viena. Dora tenía tendencia a
sufrir «accesos de tos acompañados de una pérdida de voz», especialmente cuando hablaba
del amigo de su padre, el señor K. Freud interpretó la pérdida del habla de Dora como un
tipo de neurosis que llamó «reacción de conversión». El señor K. había hecho al parecer
una aproximación sexual a la joven, todavía una menor, apretándose contra ella. Cuando
Dora le explicó a su padre la conducta del señor K., él no la creyó. Al mismo tiempo, el
padre de Dora mantenía una aventura secreta con la esposa del señor K., y Dora, que estaba
al corriente de este enredo romántico, pensó que su padre la estaba incitando a pasar más
tiempo con el señor K para contar él mismo con más oportunidades de verse con la esposa
del señor K.
Freud interpretó el trastorno de conversión de Dora como una consecuencia del
conflicto inconsciente entre el deseo de mantener una relación armoniosa con su padre y el
deseo de que este la creyera acerca del repulsivo comportamiento del señor K. La mente de
Dora, según Freud, «convirtió» el deseo de hablarle a su padre de la agresividad sexual del
señor K. en un acceso de mudez para preservar su relación con él.
Los trastornos de conversión habían sido identificados mucho antes de que Freud
les pusiera nombre, pero él fue el primero en ofrecer una explicación plausible del
fenómeno: en el caso de Dora, explicando su incapacidad para hablar como un intento de su
mente consciente de reprimir una verdad que podía indisponer a su padre contra ella.
Aunque el análisis de Freud del caso Dora se vuelve cada vez más descabellado e
insensible —Freud acaba sugiriendo que Dora se sentía atraída tanto por su padre como por
el señor K., y nosotros no podemos por menos que comprenderla cuando decide concluir
bruscamente su terapia con Freud—, la idea central de que ciertos tipos de comportamiento
anómalo pueden remitirse a conflictos interiores sigue siendo válida hoy en día. De hecho,
yo me he encontrado pacientes que parecían directamente salidos del manual de casos de
Freud.
Hace unos años me pidieron que examinara a un hombre de cuarenta y un años
llamado Moses, que trabajaba en un hospital comunitario del barrio. En conjunto, la vida de
Moses era bastante estable... salvo por la situación con su jefe. A Moses le caía bien su jefe,
el director de Cardiología; al fin y al cabo, este lo había ascendido y situado en el
desahogado puesto de administrador en jefe de la división. Moses sentía que le debía una
lealtad absoluta, pues, a su modo de ver, había sido él y solo él quien había posibilitado su
éxito profesional. Cuando yo empecé a verlo como paciente, sin embargo, Moses empezaba
a darse cuenta de los costes de esa lealtad.
El jefe de Moses estaba enzarzado con el director del hospital en una intensa batalla
sobre cuestiones financieras. Durante las airadas trifulcas que mantenían, reclamaba a
menudo la presencia de Moses para revisar datos financieros y recopilar informes. Poco a
poco, él empezó a entrever algo inquietante: su jefe estaba tergiversando a propósito las
finanzas de la división ante el director del hospital. Aún peor: cada vez era más evidente
que pretendía encubrir una serie de transacciones financieras engañosas y posiblemente
ilegales.
Moses estaba horrorizado. Sabía que la administración del hospital acabaría
descubriendo el secreto de su jefe; y él mismo se llevaría parte de la culpa, pues todo el
mundo supondría que estaba al corriente de la transgresión de su jefe y que, por tanto, era
su cómplice. Así pues, se sentía desgarrado entre la lealtad hacia el hombre que le había
dado su puesto y el deseo de comportarse con honradez. A medida que se intensificaba el
enfrentamiento entre su jefe y el director, la angustia de Moses aumentaba, y, al final, ya no
pudo más.
Un día, en el trabajo, Moses empezó a tener dificultades para hablar. Muy pronto
estaba tartamudeando. Se sentía confuso, desorientado. Al final de la jornada se había
quedado completamente mudo. Abría la boca, pero no salía ningún sonido de ella, solo
unos carraspeos guturales. Este cambio inquietante impulsó a sus compañeros a llevarlo a
urgencias.
Los médicos supusieron de entrada que Moses había sufrido un ataque o un derrame
cerebral, los sospechosos habituales cuando una persona se siente confusa y no puede
hablar. Pidieron un examen neurológico completo, incluido un TAC y un
electroencefalograma. Para su sorpresa, todas las pruebas resultaron normales. Al no
observar indicios de una anomalía fisiológica, sospecharon que el problema podía ser de
carácter psiquiátrico y Moses fue remitido a mi consulta.
Al principio, yo me olí alguna clase de fraude —tal vez estaba fingiendo síntomas
para conseguir la baja o para cobrar un seguro por incapacidad—, pero la verdad era que no
había ninguna prueba que sustentara esta hipótesis. La mudez de Moses se extendió a todas
las áreas de su vida, incluso cuando estaba con su familia y sus amigos. Recomendé que le
dieran la baja y programé una visita de seguimiento. Cuando se presentó en mi despacho, le
dije que me gustaría emplear en su caso un sistema diagnóstico llamado «entrevista con
amital». Se trataba de un viejo procedimiento consistente en administrar por vía intravenosa
una dosis moderada de barbitúrico de acción ultracorta. Esta sustancia relaja y desinhibe al
paciente y puede actuar, por tanto, como una especie de suero de la verdad. Moses asintió,
dándome su consentimiento.
Lo llevé a la sala de tratamiento, lo puse en una camilla y llené una jeringa de
amobarbital. Inserté la aguja en la vena y le inyecté lentamente el medicamento. En menos
de un minuto, empezó a hablar: primero de modo confuso e infantil; luego con claridad y
coherencia. Me explicó el atolladero en el que estaba metido en el trabajo y me dijo que no
sabía qué hacer. Tras explicarme su dilema con detalle, se quedó bruscamente dormido. Al
despertar al cabo de poco, volvía a ser incapaz de hablar, pero el «suero de la verdad» había
confirmado mi suposición: su mudez era una reacción de conversión. (La última edición del
Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales contiene un diagnóstico de los
trastornos de conversión basado en gran parte en la concepción de Freud.)
Tras faltar unas semanas al trabajo, Moses fue informado de que lo trasladaban a
otro departamento y de que ya no trabajaría para su antiguo jefe ni sería responsable de las
finanzas de la división de Cardiología. A los pocos días de recibir la noticia, recuperó
totalmente la facultad de hablar. Freud, creo, habría quedado satisfecho con el desenlace.
Al definir la enfermedad como un conflicto entre mecanismos inconscientes —
conflictos que podían identificarse, analizarse y eliminarse—, Freud proporcionó el primer
medio plausible para que los psiquiatras pudieran comprender y tratar a los pacientes. El
atractivo de la teoría de Freud se vio realzado por sus dotes cautivadoras como
conferenciante y por el estilo lúcido y fascinante de sus escritos. Este era, indudablemente,
el líder que la psiquiatría había estado esperando: una figura capaz de conducir a la
profesión a un nuevo siglo y de reconciliarla con el resto de la comunidad médica.
Y, sin embargo, Freud terminó conduciendo a la psiquiatría a un desierto intelectual
durante más de medio siglo, para sumergirla al fin en una de las crisis públicas más
espectaculares que haya sufrido jamás cualquier especialidad médica. ¿Cómo sucedió tal
cosa? Una parte de la respuesta se encuentra en personas como Elena Conway y Abigail
Abercrombie: pacientes aquejadas de dolencias incapacitantes.
Y una parte de la respuesta se encuentra en el propio Freud.
2

Perdidos en vericuetos teóricos:


el auge del «loquero»

La psiquiatría nos permite corregir nuestros fallos confesando los defectos de


nuestros padres.
LAURENCE PETER

Sigmund Freud era un novelista de formación científica. Solo que él no sabía que
era novelista. Todos esos malditos psiquiatras que vinieron después tampoco sabían que era
un novelista.
JOHN IRVING

UNA CHARLA VESPERTINA

Como el smartphone, la excitante y novedosa concepción freudiana de la mente fue


adoptada tan universalmente que resultaba difícil recordar cómo habían sido las cosas antes
de su aparición. Freud consiguió que la enfermedad mental pareciera algo nuevo,
comprensible e intrigante. Pero a diferencia de los smartphones, que fueron adoptados
rápidamente tras su introducción, la influencia de la teoría psicoanalítica se difundió poco a
poco.
Una comparación más adecuada para las teorías de Freud la proporcionaría si acaso
la videoconferencia, una tecnología rechazada totalmente por el público cuando se
introdujo por vez primera en los años setenta, pero que cuajó décadas más tarde, con la
aparición de Internet y los teléfonos móviles. ¿Cómo llegaron las peculiares conjeturas de
un neurólogo desconocido a convertirse en algo tan corriente como el sistema Skype? Todo
comenzó con una charla vespertina en torno a un café.
UN PEQUEÑO CÍRCULO DE COLEGAS

En el otoño de 1902, Freud envió unas postales a cuatro médicos invitándolos a su


piso, que se hallaba en un edificio adosado del Berggasse, un barrio judío gris y anodino de
Viena. Una de aquellas postales decía: «Un pequeño círculo de colegas y seguidores quiere
brindarme el gran placer de acudir a mi casa una noche por semana para analizar temas de
nuestro interés en psicología y neuropsicología. ¿Tendría la amabilidad de unirse a
nosotros?»
El libro de Freud La interpretación de los sueños había sido publicado hacía menos
de dos años, pero no había obtenido mucho eco; ni siquiera un poco. Su modesta tirada de
seiscientos ejemplares languidecía en las librerías. No obstante, unos pocos médicos habían
quedado tan fascinados por los métodos de Freud para descifrar los mecanismos de la
mente que habían iniciado con él una correspondencia admirada. Uno de aquellos primeros
entusiastas era Wilhelm Stekel, un médico general franco y vivaz, autor también de poesías
y obras de teatro. Stekel se ofreció voluntario para ser uno de los primeros pacientes
psicoanalizados por Freud y acabaría convirtiéndose él mismo en psicoanalista. En plena
terapia, Stekel le hizo una recomendación que cambiaría el curso de la historia: Freud debía
organizar un grupo de debate para hablar de sus ideas.
Que fueran exactamente cuatro las personas invitadas a esa primera charla en casa
de Freud indica la desalentadora falta de interés que había suscitado inicialmente su obra.
Stekel era el primer invitado. Otros dos eran amigos de la infancia de Freud (Max Kahane y
Rudolf Reitler). El cuarto era Alfred Adler, el único de los reclutados que gozaba a la sazón
de una influencia significativa en el mundo de la medicina. Adler era un médico socialista
al que le gustaba la camaradería de grupo y que se sentía a sus anchas entre las clases
trabajadoras. Vestía y se comportaba como un obrero y había publicado un libro de salud
laboral para sastres.
Junto con Freud, esos cuatro hombres constituyeron el núcleo de lo que habría de
convertirse andando el tiempo en un movimiento internacional. Decidieron reunirse en el
diminuto y oscuro salón de Freud cada miércoles por la noche, lo que dio lugar al nombre
de la reducida camarilla: la Sociedad Psicológica de los Miércoles. Pese a estos humildes
inicios, según el relato de Stekel, las primeras reuniones se caracterizaron por «una armonía
completa entre los cinco, sin disonancias; éramos como los primeros pioneros de una tierra
recién descubierta, y Freud era el líder. Parecía que saltaran chispas de una mente a otra, y
cada reunión era como una revelación».
La sociedad atrajo enseguida a otros miembros no médicos, incluidos un productor
de ópera, un librero, un pintor y un novelista. Las reuniones seguían una rutina prefijada. Se
congregaban todos en torno a la mesa oblonga del salón de estilo victoriano de Freud a las
8.30 en punto. Las exposiciones daban comienzo a las 9.00. Se sacaban los nombres de una
urna para fijar el orden de las intervenciones. Tras las exposiciones formales, había quince
minutos de charla distendida. Salían a relucir los puros y los cigarrillos, y se fumaba en
abundancia. Se servían café y dulces, que todos consumían con avidez. Max Graf, un
musicólogo austriaco que se incorporó a la sociedad en 1903, describió así el ambiente:
«En aquel salón reinaba la atmósfera de una religión recién fundada; y Freud era su nuevo
profeta.»
La última palabra en cada velada la tenía Freud. Las actas de una reunión durante la
cual se debatió el papel del incesto en la neurosis reflejan que Freud cerró la sesión
«hablando de un tipo disimulado de sueño de incesto con la madre. El soñante se halla
frente a la entrada de una casa. Entra en ella. Tiene el vago recuerdo de haber estado allí
otra vez. Es la vagina de la madre, porque ese es el lugar donde ya ha estado otra vez».
En sus inicios, las sesiones de la Sociedad Psicológica de los Miércoles se centraban
básicamente en las consecuencias teóricas y sociales de las ideas de Freud. Pero los
integrantes del grupo enseguida sintieron el deseo de aplicar la nueva teoría para aliviar los
sufrimientos de las personas mentalmente perturbadas. Freud, convencido de que la mayor
parte de los problemas psiquiátricos obedecía a conflictos psíquicos internos, concibió un
método ingenioso y extremadamente original para resolver tales conflictos.
La «cura hablada», tal como él mismo la llamó, derivaba de dos tipos de terapia que
había conocido en los inicios de su carrera. El primero era la hipnosis. En 1895, como parte
de su formación bajo la tutela de Jean-Martin Charcot, Freud aprendió a emplear la
hipnosis con las pacientes que padecían de histeria, una dolencia vagamente definida a la
sazón, caracterizada por una serie de emociones coléricas e inmanejables. Freud se quedó
maravillado ante la facilidad con que parecían disiparse los síntomas tras una sesión de
hipnosis. Gradualmente llegó a la convicción de que tal vez fuera posible adaptar la
hipnosis a una forma más metódica de terapia hablada (o «psicoterapia», en el vocabulario
psiquiátrico).
La cura hablada tenía también sus raíces en los métodos del médico vienés Josef
Breuer, que se convirtió en mentor del joven Freud a finales de la década de 1880 y le
ayudó inicialmente a establecerse en su práctica médica. Como protegido suyo, Freud pudo
observar que cuando una de las jóvenes pacientes de Breuer (conocida para la historia como
Anna O.) se ponía a divagar ante este sobre lo primero que le venía a la cabeza, sus
síntomas psiquiátricos disminuían o desaparecían del todo. Anna describía este modo de
hablar sin inhibiciones como una «limpieza de chimenea», mientras que Breuer lo llamó
«método catártico». Freud combinó la hipnosis de Charcot y el método catártico de Breuer
con su teoría psicoanalítica en desarrollo para confeccionar la primera forma sistemática de
psicoterapia, que bautizó como «psicoanálisis».
El psicoanálisis fue concebido como un método para sondear la mente inconsciente
de los pacientes e identificar sus conflictos ocultos. Durante el psicoanálisis, Freud animaba
a los pacientes a asociar libremente y a decir cualquier cosa que les viniera a la cabeza.
Como creía que los sueños eran una fuente inestimable de información sobre los conflictos
inconscientes —decía, con una expresión célebre, que constituían «la vía regia de acceso al
inconsciente»—, también incitaba a los pacientes a contar con detalle sus sueños durante el
tratamiento. El gran beneficio del psicoanálisis, sostenía Freud, era que la hipnosis
funcionaba con solo un tercio de los pacientes, mientras que su método funcionaba con
todo el mundo.
El método psicoanalítico vino a definir muchos de los aspectos tradicionales de la
relación psiquiatra-paciente que siguen vigentes hasta hoy; entre ellos, las sesiones
regulares de terapia, de 45 o 50 minutos de duración, la comunicación guiada con el
paciente, y el confortable despacho del terapeuta provisto de un diván o un mullido sillón.
El psicoanalista solía sentarse detrás del paciente, una técnica que procedía de los inicios de
la carrera de Freud, cuando hipnotizaba a los pacientes y se sentaba detrás para poder
presionarles la frente mientras los instaba con voz solemne a rememorar hechos
inaccesibles a su conciencia despierta.
La práctica clínica del terapeuta no visible adquirió luego una justificación teórica a
través del concepto de «transferencia». Durante el psicoanálisis, el terapeuta debía
convertirse en una hoja en blanco, en una presencia remota y distante, no accesible a la
vista, para facilitar la proyección sobre él de las relaciones pasadas del paciente. Se creía
que este proceso habría de generar una erupción de revelaciones procedente del
inconsciente, como si uno se sometiera al Oráculo de Delfos.
Aunque los psiquiatras actuales ya no se mantienen ocultos detrás del paciente, el
concepto freudiano de transferencia ha perdurado como una de las piedras angulares de la
psicoterapia moderna y, de hecho, se enseña a los residentes de psiquiatría, a los estudiantes
de psicología clínica y a los asistentes sociales en período de prácticas. Para Freud, los
instrumentos como la transferencia, la interpretación de los sueños y la asociación libre
estaban pensados para alcanzar el objetivo último del psicoanálisis: «hacer visible lo
oculto».
Piensen por un momento en este modo de abordar el tratamiento de la enfermedad
mental. Si sufrías depresión, obsesiones, esquizofrenia (como Elena Conway) o ataques de
pánico (como Abigail Abercrombie), lo mejor para calmar los síntomas, de acuerdo con la
teoría psicoanalítica, era desenterrar los conflictos psíquicos ocultos que generaban tu
conducta patológica. Para sacar a la luz esos conflictos, el psicoanalista, como el José
bíblico, interpretaba el sentido cifrado de tus sueños. Si tú te negabas a hablar de tus sueños
—si, en cambio, preferías hablar de lo que podía hacerse para evitar que cometieras
suicidio en el caso de que la depresión volviera a atacarte—, el psicoanalista interpretaba
este deseo de cambiar de tema como una «resistencia» que debía ser analizada.
A medida que crecía la popularidad del psicoanálisis y el número de sus
practicantes, algunos de los protegidos de Freud quisieron explorar nuevas perspectivas y
empezaron a formular ideas sobre la enfermedad mental y la naturaleza de la mente muy
distintas de las del propio Freud. ¿Cabía tal vez la posibilidad de que algunos conflictos
psíquicos no estuvieran relacionados en absoluto con el sexo? ¿El inconsciente podía tener
un sentido cósmico? ¿Y si la mente constaba de cuatro partes, en lugar de tres?
Si Freud era el consejero delegado del movimiento psicoanalítico, su estilo de
gestión se parecía más al de Steve Jobs que al de Bill Gates. Él quería tener el control
absoluto, y todos los proyectos debían amoldarse a su propia sensibilidad. A medida que
crecía la Sociedad Psicológica de los Miércoles y que se iban proponiendo más ideas
nuevas, el consejero delegado del psicoanálisis comprendió que debía hacer algo para
mantener un control más férreo del movimiento y para llegar, al mismo tiempo, a
audiencias más amplias. En el lenguaje de los negocios, Freud quería expandir su cuota de
mercado, pero conservar el control de la marca.
Decidió disolver, pues, la cada vez más díscola Sociedad de los Miércoles (que
seguía reuniéndose en su sofocante y atestado salón) y reconstituirla como organización
profesional formal. Solo quienes estaban totalmente comprometidos con las ideas de Freud
fueron invitados a seguir como miembros de la misma. Freud expulsó a los demás. El 15 de
abril de 1908, el nuevo grupo se presentó públicamente como la Sociedad Psicoanalítica.
Con solo veintidós miembros, la joven sociedad prometía remodelar de arriba abajo la
psiquiatría y cautivar al mundo entero... si antes no se hacía pedazos a sí misma.
HEREJES

Aunque la teoría psicoanalítica iba cuajando y aunque Freud tenía la convicción de


que sus audaces ideas sobre la enfermedad mental estaban bien fundadas, era consciente de
que se hallaba en un terreno resbaladizo en lo referente a la validación científica. Pero en
vez de reaccionar frente a esta falta de datos empíricos realizando investigaciones que
llenaran las lagunas, Freud tomó una decisión que sellaría el destino del psicoanálisis y
cambiaría el curso de la psiquiatría americana, fosilizando una teoría científica prometedora
y dinámica para convertirla en una religión petrificada.
Freud prefirió presentar su teoría de un modo que disuadía todo cuestionamiento y
frustraba cualquier intento de verificación o refutación. Exigía una lealtad completa a su
teoría y pretendía que sus discípulos siguieran sus técnicas clínicas sin la menor desviación.
Mientras la Sociedad Psicoanalítica seguía creciendo, el científico que había promovido el
rigor escéptico en su Proyecto para una psicología científica presentaba ahora sus hipótesis
como artículos de fe a los que había que adherirse con fidelidad absoluta.
Siendo como soy un psiquiatra que ha vivido muchos de los peores excesos de la
teocracia psicoanalítica, contemplo la fatídica decisión de Freud con pesar y tristeza. Si
ejercemos la medicina, si nos dedicamos a la ciencia, si estamos estudiando algo tan
vertiginosamente complejo como la mente humana, debemos estar siempre dispuestos a
someter humildemente nuestras ideas al escrutinio y la verificación de otros, así como a
modificarlas cuando aparezcan nuevos datos. Lo que resulta especialmente decepcionante
de esa estrategia aislacionista de Freud es que muchos de los elementos centrales de su
teoría demostraron en último término ser correctos, incluso a la luz de la investigación
neurocientífica contemporánea. La teoría de Freud sobre la existencia de sistemas
complementarios y competitivos de cognición es básica para la neurociencia moderna y se
ve ejemplificada en los modelos neuronales más avanzados de la visión, la memoria, el
control motor, la toma de decisiones y el lenguaje. La idea, formulada en primer lugar por
Freud, de una serie de fases progresivas de desarrollo mental constituye la piedra angular
de campos modernos como la psicología del desarrollo y la neurobiología del desarrollo. Y
todavía hoy, para comprender los patrones de conducta de autoengaño, narcisista, pasivo-
dependiente y pasivo-agresivo, no tenemos un sistema mejor que el que Freud propuso.
Pero junto a sus intuiciones proféticas, las teorías de Freud estaban plagadas de
deslices, descuidos y auténticos errores garrafales. Ahora meneamos la cabeza ante su
convicción de que los niños desean casarse con su madre y matar a su padre, o ante su idea
de que el desarrollo sexual natural impulsa a la niña a querer tener un pene propio. Como
afirmó certeramente el juez Louis Brandeis, «La luz del sol es el mejor desinfectante», y es
probable que muchas de las conjeturas menos creíbles de Freud hubieran sido eliminadas
por los minuciosos procesos de la investigación científica si se hubieran tratado como
hipótesis comprobables, y no como edictos papales.
Por el contrario, todo aquel que criticara o modificara las ideas de Freud pasaba a
ser considerado un apóstata blasfemo, era declarado un mortal enemigo y quedaba
excomulgado. El miembro fundador más influyente del movimiento psicoanalítico, Alfred
Adler, el hombre que Freud había llamado con admiración «la única personalidad aquí
presente», fue la primera gran figura en ser expulsada. Antes de conocer a Freud, Adler
había expuesto sus propios puntos de vista sobre la terapia, subrayando que había que
captar al paciente como un todo y comprender su historia completa. En contraste con la
teoría de Freud de una conciencia dividida, Adler pensaba que la mente era indivisible: un
individuum. El empeño de Freud en atribuir a todos los conflictos una naturaleza sexual,
por improbable y rebuscada que fuese, incomodaba también a Adler, pues él consideraba
que la agresividad era una fuente igualmente poderosa de conflictos psíquicos.
Pero es posible que haya habido otros motivos para explicar su cisma. Al ser
interrogado sobre la acritud entre psiquiatras, en obvia alusión a los miembros de la
Sociedad de los Miércoles, Freud respondió: «Lo más importante no son las diferencias
científicas. Normalmente es algún tipo de animosidad, de celos o de rencor lo que alimenta
la enemistad. Las diferencias científicas surgen después.» Freud era un hombre distante y
frío, con una mente centrada en el trabajo, y más apta para la investigación que para el arte
de la política. La mayoría de sus pacientes eran personas cultas de las clases altas de la
sociedad vienesa, mientras que Adler, un hombre más sociable, sentía mayor afinidad con
la clase trabajadora.
Como Stalin al declarar a Trotski persona non grata, Freud declaró públicamente en
1911 que las ideas de Adler eran contrarias al movimiento psicoanalítico y dio un
ultimátum a todos los miembros de la Sociedad Psicoanalítica para que rompieran con
Adler o se expusieran ellos mismos a la expulsión. Freud acusaba a Adler de sufrir delirios
paranoides y de usar «tácticas terroristas» para socavar el movimiento psicoanalítico. Entre
sus amigos, comentaba que la rebelión de Adler era la de «un individuo anormal
enloquecido por la ambición».
Adler, por su parte, mantuvo su hostilidad hacia Freud durante toda su vida.
Siempre que alguien señalaba que él había sido uno de los primeros discípulos de Freud,
Adler esgrimía enfurecido una postal desteñida —la invitación de Freud a la primera
reunión en su casa— para demostrar que había sido este quien había buscado su compañía,
y no al revés. Poco antes de su muerte, en 1937, Adler estaba cenando en un restaurante de
Nueva York con el joven Abraham Maslow, un psicólogo que llegaría a ganarse un prestigio
propio por haber acuñado el concepto de autorrealización. Maslow le preguntó
despreocupadamente a Adler por su amistad con Freud. Adler estalló en el acto y acusó a
Freud de timador e intrigante.
Se produjeron otras expulsiones y deserciones, incluidas las de Wilhelm Stekel, el
hombre que había propuesto inicialmente la idea de la Sociedad Psicológica de los
Miércoles, y la de Otto Rank, a quien Freud había calificado durante años como su «leal
ayudante y colaborador». Pero la deserción más amarga de todas, a los ojos de Freud, fue
indudablemente la del médico suizo Carl Gustav Jung, su propio Bruto.
En 1906, tras leer el libro de Jung Estudios acerca de la asociación de palabras,
escrito bajo la influencia del psicoanálisis, Freud lo invitó entusiasmado a su casa en Viena.
Ambos hombres, a quienes separaba una diferencia de diecinueve años, se reconocieron de
inmediato como almas gemelas. Hablaron durante treces horas seguidas (la historia no
recoge si hicieron alguna pausa para comer o ir al baño). Poco después, Freud le envió a
Jung una recopilación de sus últimos ensayos a Zúrich, dando comienzo así a una intensa
correspondencia y colaboración que se prolongó durante seis años. Jung fue elegido primer
presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional con el apoyo entusiasta de Freud, y
este finalmente lo designó como «su hijo adoptivo, su príncipe coronado y sucesor». Pero
—igual que entre Freud y Adler— las semillas de la discordia estuvieron presentes en su
relación desde el principio.
Jung era profundamente espiritual y sus ideas tendían hacia lo místico. Creía en la
sincronicidad: la idea de que las coincidencias aparentes de la vida —como, por ejemplo,
que el sol asome entre las nubes cuando sales de la iglesia después de celebrar tu boda—
estaban orquestadas cósmicamente. Jung restaba importancia a los conflictos sexuales y se
centró, en cambio, en el papel casi mágico del «inconsciente colectivo»: una parte del
inconsciente, según Jung, que contiene los recuerdos e ideas de toda nuestra especie.
Freud, en abierto contraste, era ateo y no creía que la espiritualidad o lo oculto
debieran conectarse en modo alguno con el psicoanálisis. Afirmaba no haber experimentado
nunca ningún «sentimiento religioso», y menos los sentimientos místicos que Jung
profesaba. Y por supuesto, a los ojos de Freud, el conflicto sexual era el requisito
indispensable del psicoanálisis.
A Freud le inquietaba cada vez más que la adhesión de Jung a ideas no científicas
perjudicara al movimiento (algo irónico, teniendo en cuenta que no tenía la menor intención
de buscar apoyo científico a sus propias ideas). Finalmente, en noviembre de 1912, los dos
se vieron por última vez en Múnich en una reunión del círculo íntimo de Freud. Durante el
almuerzo, el grupo empezó a hablar acerca de un artículo psicoanalítico reciente sobre el
faraón egipcio Amenhotep. Jung comentó que se había dado demasiada importancia al
hecho de que Amenhotep hubiera ordenado que se borrase el nombre de su padre de todas
las inscripciones. Freud se tomó el comentario personalmente y acusó a Jung de omitir su
nombre en los artículos que había publicado últimamente, entregándose a un acceso de
furor tan violento que cayó desmayado al suelo. Poco después, los dos colegas se separaron
para siempre. Jung abandonó enteramente la teoría psicoanalítica para adoptar su propia
variante de la psiquiatría, que llamó, con una deuda obvia hacia Freud, «psicología
analítica».
El círculo íntimo de la Sociedad Psicoanalítica de Freud. De izquierda a derecha,
Otto Rank, Freud, Karl Abraham, Max Eitington, Sándor Ferenczi, Ernest Jones, Hanns
Sachs. (HIP/Art Resource, NY.)
Pese a las tensiones y fracturas dentro del movimiento psicoanalítico, en 1910 el
psicoanálisis se había convertido en el tratamiento de moda en Europa y había pasado a ser
una de las formas más populares de terapia entre la clase alta y media, en especial entre los
judíos adinerados. La teoría psicoanalítica se volvió extremadamente influyente en el
mundo artístico, contribuyendo a moldear la obra de novelistas, pintores y dramaturgos.
Pero aunque hacia 1920 cualquier persona culta había oído hablar de Freud, el psicoanálisis
nunca llegó a dominar por completo la psiquiatría europea. Incluso en su momento de
mayor apogeo, el psicoanálisis en Europa competía con otras visiones de la enfermedad
mental —entre ellas, la teoría de la Gestalt, la psiquiatría fenomenológica y la psiquiatría
social—, mientras que en Estados Unidos el psicoanálisis no había tenido hasta el momento
ningún éxito.
Entonces, a finales de los años treinta, un brusco giro de la historia borró al
psicoanálisis de la faz de Europa. Tras el ascenso del nazismo, la teoría de Freud no
volvería a recuperar la posición de la que había gozado en el continente durante las
primeras décadas del siglo XX. Al mismo tiempo, la cadena de acontecimientos iniciada
por el fascismo alemán despertó al psicoanálisis de su letargo americano y dio ímpetus a
una nueva generación freudiana que habría de apoderarse de todas las instituciones
psiquiátricas de Estados Unidos... y engendrar, al poco tiempo, la figura del «loquero».
UNA PLAGA EN AMÉRICA

Mientras que la psiquiatría europea del siglo XIX osciló como un metrónomo entre
las teorías psicodinámicas y las biológicas, en la psiquiatría americana hubo muy poca
cosa, antes de la llegada de Freud, que pudiera tomarse por un avance significativo. La
medicina americana se había beneficiado en grados diversos de los adelantos en cirugía,
vacunaciones, principios antisépticos, enfermería y teoría microbiana, procedentes de las
facultades médicas europeas; en cambio, el campo de la salud mental había permanecido en
hibernación.
Los orígenes de la psiquiatría americana suelen referirse tradicionalmente a
Benjamin Rush, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia. Rush está
considerado como uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos y, entre la niebla de
color sepia de la historia, ha adquirido otro apelativo paterno: el de padre de la psiquiatría
americana. En su momento, se le consideró el Pinel del Nuevo Mundo por sostener que las
enfermedades mentales y las adicciones eran dolencias médicas, no defectos morales, y por
liberar de sus cadenas en 1780 a los internos del hospital Pensilvania.
Sin embargo, aunque fue el primero en publicar en Estados Unidos un manual sobre
la enfermedad mental —un volumen de 1812 titulado Medical Inquiries and Observations
upon the Diseases of the Mind [Indagaciones y observaciones médicas sobre las
enfermedades de la mente]—, Rush no promovió ni llevó a cabo ninguna experimentación
o recogida de datos para sustentar sus tesis, y situaba sus descripciones de la enfermedad
mental en torno a teorías que encontraba atractivas. Creía, por ejemplo, que muchas
enfermedades mentales se debían a una alteración del riego sanguíneo. (Es interesante
observar que, antes de la aparición de la neurociencia moderna, muchos psiquiatras
imaginaban la enfermedad mental como una variante de un atasco de cañerías, de forma
que los trastornos surgían por la interrupción del flujo de algún elemento biológico
esencial: los canales magnéticos de Mesmer, la energía orgónica de Reich, la circulación
sanguínea de Rush.)
Para mejorar la circulación en el cerebro mentalmente enfermo, Rush trataba a los
pacientes con un dispositivo de su propia invención: la Silla Giratoria. La base de la silla
estaba conectada a un eje de hierro que podía hacerse girar rápidamente con una manivela.
Se ataba al paciente psicótico a la silla y se le hacía dar vueltas y vueltas como en un
tiovivo hasta que sus síntomas psicóticos se veían reemplazados por el mareo, la de-
sorientación y los vómitos.
Rush creía que otra fuente de la enfermedad mental era la sobrecarga sensorial.
Demasiados estímulos visuales y auditivos, sostenía, desquiciaban la mente. Para combatir
el exceso de estímulos, inventó la Silla Tranquilizadora. Primero, se ataba al paciente a una
silla robusta. Luego, se hacía descender sobre su cabeza una caja de madera vagamente
parecida a una jaula para pájaros, privando al paciente de imágenes y sonidos (y volviendo
muy complicado un simple estornudo).
Pero el método predilecto de Rush para tratar la locura resultaba más sencillo
todavía: era la purga intestinal. Para aplicarlo, fabricó sus propias «píldoras biliosas», que
contenían «10 granos de calomelano y 15 granos de jalapa», dos poderosos laxantes
elaborados a base de mercurio, el venenoso metal empleado en los antiguos termómetros.
Los pacientes le pusieron a las píldoras un mote más pintoresco: «bombas de Rush». Al
despejar los intestinos, observaba Rush, se expulsaban todas las sustancias nocivas que
causaban la enfermedad mental, junto con el desayuno, el almuerzo y la cena del día
anterior. Lamentablemente, la medicina moderna todavía no ha encontrado ninguna prueba
de que la enfermedad mental pueda curarse mediante la defecación.
Silla Giratoria y Silla Tranquilizadora, tratamientos decimonónicos de la
enfermedad mental en Estados Unidos. (US. National Library of Medicine.)
Rush reconocía que los individuos que él consideraba más necesitados de sus
laxantes intestinales —los maníacos y los psicóticos— se resistían a menudo activamente a
ingerir las píldoras. Él, sin amilanarse, concibió una solución: «A veces resulta difícil
convencer a los pacientes aquejados de este tipo de locura para que tomen el mercurio en
cualquiera de las formas en que suele administrarse —escribió—. En estos casos, lo he
conseguido espolvoreando diariamente unos granos de calomelano sobre una rodaja de pan,
y untándola luego con una fina capa de mantequilla.» Entre las sillas giratorias que
causaban náuseas y la constante evacuación de los intestinos, no puede uno sino imaginar
que el pabellón psiquiátrico del hospital de Rush debía de ser un lugar hediondo.
Rush adquirió su fama como médico no tanto por esos tratamientos parecidos a los
inventos de tebeo como por su defensa de los enfermos mentales y por las normas que
propugnaba para atenderlos. Tras presenciar las espantosas condiciones en las que se
encontraban los pacientes mentales del hospital Pensilvania de Filadelfia, Rush encabezó en
1792 una exitosa campaña para que el estado construyera un pabellón mental separado
donde alojar a los pacientes de modo más humano. Y aunque las «bombas» y los tiovivos
de Rush puedan parecer erróneos y hasta disparatados, indudablemente eran métodos más
humanos que las palizas y las cadenas que constituían la norma en los manicomios a finales
del siglo XVIII.
Cuando Freud llegó a Nueva York en el año 1909, la psiquiatría americana estaba
firmemente establecida como profesión: una profesión ejercida por alienistas que
trabajaban fundamentalmente en sanatorios mentales. La originalidad era escasa en la
investigación psiquiátrica, que se reducía a trabajos con títulos tan poco inspiradores como:
«El idiota con instintos criminales» o «Los efectos del ejercicio en el retraso de los
síntomas de depresión». En un panorama intelectual tan reseco y estéril, cualquier chispa
podía desatar un incendio.
La primera y única visita de Freud a Estados Unidos se produjo en septiembre de
1909, poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. Freud cruzó el océano en el
trasatlántico George Washington en compañía de Carl Jung, con quien todavía mantenía
una estrecha relación. El movimiento psicoanalítico se hallaba entonces en el momento
álgido de su unidad, justo en el período anterior a las primeras escisiones, y Freud pensaba
que las nuevas ideas del psicoanálisis podían sacar a la psiquiatría americana de su letargo.
Cuando el barco atracó en Nueva York, le comentó a Jung al parecer: «No se dan cuenta de
que les traemos una plaga.» El comentario de Freud demostraría ser más profético de lo que
él mismo imaginaba.
Freud viajó a Estados Unidos a instancias de G. Stanley Hall, el primer americano
en recibir un doctorado en Psicología y el fundador de la Asociación Psicológica
Americana. Hall había invitado a Freud para recibir el doctorado honoris causa por la
Universidad Clark, en Worcester, Massachusetts, de la cual era rector, y para dictar una
serie de conferencias. Estas conferencias constituyeron el primer reconocimiento público
del trabajo de Freud en Estados Unidos.
Es interesante observar que quienes mostraron interés y tomaron la iniciativa de
invitarle para que expusiera sus ideas eran psicólogos. La psicología («estudio del alma»)
era una joven disciplina cuya fundación se atribuye al médico alemán Wilhelm Wundt en
1879. Wundt se había formado en anatomía y fisiología, pero al ver que el estudio
anatómico de las funciones mentales llevaba a un callejón sin salida, se centró en las
manifestaciones del cerebro reflejadas en la conducta humana y abrió un laboratorio
experimental dedicado al estudio del comportamiento en la Universidad de Leipzig.
William James, médico también y casi contemporáneo, se convirtió en el principal
experto y defensor de la psicología en Estados Unidos. Como Wundt, James era un
empirista convencido y creía en el valor de las pruebas y la experimentación. Es llamativo
que la falta de un camino dentro de los paradigmas de la investigación médica entonces
vigentes impulsara a algunos médicos de orientación psiquiátrica a adoptar la psicología
como disciplina científica. De ahí la invitación a Freud.
Vale la pena observar que la psicología como disciplina proviene de médicos cuyos
esfuerzos (a finales del siglo XIX y principios del XX) por comprender las funciones
mentales con los métodos de la investigación médica se habían visto frustrados, razón por
la cual tuvieron que seguir su objetivo por medios no convencionales. Y es interesante
observar asimismo que los primeros pioneros de la psicología (Wundt, James, Hermann
von Ebbinghaus y, posteriormente, Ivan Pavlov y B. F. Skinner) eran fervientes empiristas
entregados a la investigación. En cambio, aunque Freud se vio igualmente obligado, a causa
de los mismos obstáculos, a desarrollar constructos psicológicos para explicar las funciones
y dolencias mentales, él renunció a la investigación sistemática y a cualquier tipo de
validación empírica de su teoría.
En la época de su visita, Freud era prácticamente un desconocido en América. Ni
siquiera figuraba como orador principal en las invitaciones a su conferencia que envió la
Universidad Clark. La prensa no cubrió la llegada a Nueva York de Freud antes de su
charla; y casi tampoco después de la misma, aparte del reportaje publicado en The Nation:
«Entre los ilustres sabios extranjeros que asistieron, uno de los más atractivos era Sigmund
Freud, de Viena. Muy poco se conoce en América del personaje y de su obra. Sus puntos de
vista empiezan a considerarse en Alemania la psicología del futuro, del mismo modo que la
música de Wagner fue considerada en su momento la música del futuro.»
Freud era un orador elocuente y persuasivo que la mayoría de las veces dejaba
impresionado al público instruido. Algunos de los mayores científicos y eminencias
médicas de la época, tanto en Europa como en América, tuvieron la ocasión de conocerlo y
casi todos quedaron convencidos de sus teorías. Entre los asistentes a las charlas de la
Universidad Clark figuraba el propio William James, quien quedó tan impresionado que le
dijo a Freud: «El futuro de la psicología pertenece a su obra.»
Otra asistente, la anarquista Emma Goldman, conocida por haber fundado la revista
Mother Earth, así como por distribuir anticonceptivos e intentar asesinar al presidente de la
compañía Carnegie Steel, se quedó también entusiasmada. «Solo la gente de mente
depravada —diría más tarde— podría impugnar los móviles de Freud o juzgar “impura”
una personalidad tan grande y magnífica como la suya.» Esa personalidad tan grande y
magnífica recibió la invitación de James Jackson Putnam, el influyente profesor de
enfermedades del sistema nervioso de Harvard, para que fuera a verlo a su refugio en el
campo. Tras cuatro días de discusión intensiva, Putnam abrazó la teoría de Freud y respaldó
públicamente su trabajo. No mucho después, Putnam contribuyó a organizar el primer
encuentro de la Asociación Psicoanalítica Americana (APsaA), que habría de convertirse
rápidamente en la organización psicoanalítica más influyente de Estados Unidos (aunque
tampoco es que hubiera mucha competencia).
Pese a la cálida acogida y la profusión de parabienes, inicialmente el impacto de
Freud en la psiquiatría americana fue modesto. Dos décadas después, la Asociación
Psicoanalítica Americana solo había logrado atraer a noventa y dos miembros en todo el
país. Aunque el psicoanálisis había empezado a ponerse de moda entre los pacientes cultos
y adinerados de Nueva York aquejados de trastornos leves —reproduciendo el éxito inicial
de Freud en la cosmopolita ciudad de Viena—, no penetró en las universidades y facultades
de Medicina, ni hizo tampoco mella alguna en la psiquiatría manicomial, que seguía
constituyendo la fuerza hegemónica en el campo de la salud mental en América.
Si en 1930 le hubieras dicho a un psiquiatra que el psicoanálisis freudiano pronto
iba a dominar la psiquiatría americana, lo hubiera considerado totalmente absurdo. No
había motivo para creer que el psicoanálisis pudiera extenderse más allá de unas pocas
ciudades de la costa Este. Entonces, sin embargo, el ascenso al poder y la agresiva política
de Hitler pusieron a Europa al borde de la guerra, desestabilizando gobiernos y alterando
fronteras. Y tuvo un efecto similar en la situación y las fronteras de la psiquiatría. Mientras
que en Europa el fascismo representó el fin del psicoanálisis, en América provocó un
inesperado auge del imperio psicoanalítico.
A finales del siglo XIX y principios del XX, el antisemitismo en Europa era un
fenómeno tan común como inquietante. Freud, ateo declarado pero étnicamente judío,
temía que si el psicoanálisis quedaba asociado con el judaísmo ante la opinión pública,
estaría perdido. Desde el principio, pues, se esforzó en minimizar cualquier conexión entre
las ideas psicoanalíticas y el mundo judío. Esta fue una de las razones —probablemente la
principal— de que Freud empujara a Carl Jung a convertirse en el primer presidente de la
Asociación Psicoanalítica Internacional. Jung, de nacionalidad suiza, no era vienés ni judío,
y su presidencia constituiría una clara señal ante la opinión pública de que el psicoanálisis
no era una camarilla de judíos. No obstante, el apoyo de Freud a Jung provocó las irritadas
protestas de Adler y Stekel. Los seguidores más antiguos de Freud sentían que el puesto
debía corresponder a un miembro del grupo vienés original. Cuando Adler y Stekel
abordaron el asunto con Freud, este declaró que necesitaba el apoyo de otro país, es decir,
de Suiza, para contrarrestar la manifiesta hostilidad antisemita que los rodeaba en Viena. Y
despojándose teatralmente de su abrigo, gritó: «¡Mis enemigos querrían verme muerto de
hambre! ¡Me arrancarían hasta el abrigo sin piedad!»
A pesar de todos los esfuerzos de Freud, sin embargo, el psicoanálisis quedó
inextricablemente vinculado a la cultura judía. El círculo íntimo de Freud era casi
enteramente judío, como lo era la gran mayoría de la primera generación de psicoanalistas,
los cuales tendían a creer que el hecho de ser judío ayudaba a apreciar la sabiduría de
Freud. Muchos de los primeros pacientes psicoanalíticos procedían de adineradas
comunidades judías. En el momento álgido de la Sociedad Psicológica de los Miércoles, el
único miembro no judío era Ernest Jones, un neurólogo inglés nacido en Londres. Sándor
Ferenczi, confidente de Freud y uno de los primeros presidentes de la Asociación
Psicoanalítica Internacional, observó acerca de la solitaria presencia de Jones en el grupo:
«Nunca he apreciado con tanta claridad como ahora la ventaja psicológica que implica
haber nacido judío.» Según el historiador Edward Shorter, el mensaje implícito de buena
parte del movimiento psicoanalítico inicial era: «Nosotros, los judíos, tenemos un don
precioso que ofrecer a la civilización moderna.»
Cuando el nazismo reforzó su dominio en Europa central —y especialmente en
Austria, la capital del psicoanálisis—, muchos psicoanalistas huyeron a otros países más
seguros. Poco después del ascenso de Hitler al poder, hubo en el centro de Berlín una
quema de libros de psicoanálisis, incluidos todos los de Freud. El doctor M. H. Göring
(primo de Hermann Göring, el lugarteniente de Hitler) se puso al frente de la Sociedad
Alemana de Psicoterapia, la principal organización psiquiátrica de Alemania, y la purgó de
judíos y de elementos psicoanalíticos, reconvirtiéndola en el Instituto del Reich de
Investigación Psicológica y Psicoterapia.
Freud permaneció en Viena todo el tiempo que pudo, incluso soportando la
presencia de una esvástica colgada sobre la entrada de su edificio. Hasta que un día, en la
primavera de 1938, un grupo de soldados nazis irrumpió en su apartamento, situado en la
segunda planta. Su esposa, Martha, les pidió que dejaran los rifles en el pasillo. El
comandante se dirigió fríamente al dueño de la casa como «Herr Professor» y ordenó a sus
hombres que registraran el apartamento para buscar contrabando. Cuando los soldados se
fueron al fin, Martha le dijo a su marido que se habían incautado de unos 840 dólares en
chelines austriacos. «Vaya —comentó Freud, que tenía entonces ochenta y dos años—.
Nunca he cobrado tanto por una sola visita.»
En realidad, Freud acabaría pagando mucho más a los nazis por el visado de salida
que le permitió marcharse a Inglaterra con su familia y sus posesiones: unos 200.000
dólares de la época. El dinero de este «impuesto de salida» se obtuvo con la venta de
manuscritos y objetos personales de Freud, y con la generosa contribución de una
admiradora llamada Marie Bonaparte. Toda la operación de salida fue facilitada
subrepticiamente por el comisario nazi que había dirigido la redada en casa de los Freud.
(Otro refugiado judío que huyó de Viena con su familia por la misma época, aunque con
mucha menos notoriedad, fue Eric Kandel, entonces un niño de nueve años, quien se
convertiría en psiquiatra inspirado por el ejemplo de Freud y llegaría a recibir el Premio
Nobel por sus investigaciones sobre el cerebro.) De este modo, prácticamente de la noche a
la mañana, el movimiento psicoanalítico se desvaneció en Europa.
Aunque el propio Freud se exilió en Londres, la mayoría de los psicoanalistas
emigrados buscaron refugio en América, sobre todo en las grandes ciudades y
especialmente en Nueva York. Para los integrantes del movimiento, vino a ser como si el
Vaticano y sus cardenales hubieran trasladado la Santa Sede de Roma a Manhattan.
Habiéndose formado o analizado directamente con el maestro, todos estos emigrados
fueron recibidos como una auténtica aristocracia por el incipiente movimiento
psicoanalítico americano. Obtuvieron puestos docentes en las principales universidades,
escribieron libros de éxito y crearon institutos psicoanalíticos.
Esos psiquiatras refugiados introducirían enseguida un cambio esencial en la
atención a la salud mental, aunque no necesariamente para bien. Traían consigo el enfoque
dogmático basado en la fe que Freud había adoptado, un enfoque de la psiquiatría que
coartaba la investigación y la experimentación. Y al final, tal como Freud había predicho, el
psicoanálisis se convertiría en una plaga para la medicina americana, infectando todas las
instituciones psiquiátricas con su actitud dogmática y anticientífica. Pero esta resistencia a
la investigación y a la verificación empírica era solo una parte del problema.
Todos los ilustres psicoanalistas emigrados eran judíos que habían huido de la
persecución. Habían sido formados por judíos, tenían en gran parte pacientes judíos y
habían sufrido experiencias espeluznantes como refugiados de un régimen brutalmente
antisemita. Hacia 1940, el psicoanálisis americano se había convertido en un caso único en
los anales de la medicina: una teoría sin base científica, adaptada a las necesidades
psíquicas de un grupo étnico minoritario. Resultaría difícil imaginar una terapia menos
adecuada para el tratamiento de personas con enfermedades mentales graves.
EL AUGE DEL «LOQUERO»

La Asociación de Psiquiatría Americana (APA) es la principal organización


psiquiátrica de Estados Unidos, y es conocida sobre todo por la publicación de Diagnostic
and Statistical Manual of Mental Illness. La APA —fundada en 1844 como Asociación de
Directores de las Instituciones Americanas para los Perturbados— es también la
organización médica en activo más antigua de Norteamérica. (En cambio, la Asociación
Médica Americana se fundó en 1847.)
Durante el primer siglo de su existencia, la APA fue casi exclusivamente una
sociedad de alienistas. En 1890 adoptó para su sello la efigie de Benjamin Rush, que sigue
siendo hasta hoy el emblema oficial de la APA. En la época de la visita de Freud, la APA
había cambiado de nombre y pasado a llamarse Asociación Médico-Psicológica Americana
(un reflejo del énfasis en la psicología promovido por Freud y asumido con entusiasmo por
Wundt y James), aunque la mayoría de sus miembros seguían trabajando en sanatorios
mentales y siguieron siendo alienistas cuando adoptaron en 1921 el nombre actual de la
organización.
En las primeras dos décadas posteriores a la visita de Freud a Estados Unidos, los
miembros de la APA no estaban especialmente interesados en sus teorías todavía no
comprobadas sobre unos conflictos inconscientes que, por lo demás, no parecían tener
demasiada relevancia en el caso de los internos aullantes y suicidas hacinados en los
manicomios. Los psicoanalistas americanos, por su parte, sí estaban claramente interesados
en la APA. Desde 1924, la Asociación Psicoanalítica Americana celebró sus reuniones en
las mismas fechas y la misma ciudad que la mucho más numerosa Asociación Psiquiátrica
Americana. A principios de los años treinta, la APsaA empezó a presionar a la APA para
que reconociera oficialmente el enfoque psicoanalítico de la psiquiatría, desatando un
fatídico conflicto en la junta directiva de la institución.
Inicialmente, los principales alienistas de la APA se resistieron a respaldar las
teorías de Freud, por no considerarlas científicas ni comprobadas. El clima, sin embargo,
empezó a variar finalmente cuando los alienistas cayeron en la cuenta de que, aparte del
aspecto científico, el psicoanálisis ofrecía a la profesión un beneficio evidente: una manera
de salir del manicomio. Durante casi un siglo, el puesto más destacado al que podía aspirar
un psiquiatra en el campo de la medicina era el de director de un manicomio: un alienista
confinado en un sanatorio rural, dedicado a supervisar a una horda de pacientes incurables,
y aislado del resto de sus colegas médicos y de la sociedad en general. En contraste, los
neurólogos habían establecido para entonces lucrativas y acogedoras consultas fuera de los
hospitales, donde podían cobrar cuantiosas tarifas a pacientes ricachones aquejados de
dolores de cabeza, parálisis musculares, desvanecimientos y otras dolencias. Por ello, los
neurólogos miraban por encima del hombro a sus primos pueblerinos de la psiquiatría; y
estos, incluso los más eminentes, se sentían amargados por su humilde estatus. El psiquiatra
Frank Braceland, que presidió las reuniones de psiquiatras y neurólogos desde 1946 hasta
1952 como director del Consejo Americano de Psiquiatría y Neurología, me describió la
relación entre las dos profesiones hermanas durante los años cuarenta cuando lo entrevisté
en 1979 para un documental histórico:
Era imposible conseguir que los neurólogos y los psiquiatras se sentaran juntos,
porque no sentían ninguna simpatía entre sí. Los neurólogos pensaban que la neurología era
la «Reina de la medicina» y que la psiquiatría no pasaba de ser el bufón. Los psiquiatras,
por su parte, señalaban que los neurólogos predicaban la neurología pero practicaban la
psiquiatría.
Ahora, por fin, por primera vez en la historia nada gloriosa de la psiquiatría, la
novedosa y extraordinaria terapia del psicoanálisis ofrecía a los alienistas la oportunidad de
establecer su propia consulta privada. Tanto si era devoto de Freud o de Adler como si lo
era de Jung o Rank, el psicoanalista podía tratar a pacientes adinerados con trastornos
mentales menores en el ambiente agradable de un salón confortablemente amueblado.
Por supuesto, adoptar el psicoanálisis implicaba adoptar una redefinición radical de
la enfermedad mental. Antes, la frontera entre enfermo y sano se trazaba sencillamente
entre quienes necesitaban ser internados en una institución mental y quienes no lo
necesitaban. Ser enfermo mental significaba que uno estaba gravemente enfermo: que
padecía una psicosis desatada, una depresión incapacitante, una manía peligrosa o una
disminución considerable del intelecto. Pero Freud desdibujó radicalmente la frontera entre
enfermedad mental y salud mental, porque la teoría psicoanalítica sugería que casi todo el
mundo sufría algún conflicto neurótico que podía resolverse con un tratamiento
(psicoanalítico) adecuado. El psicoanálisis introdujo un nuevo tipo de paciente psiquiátrico:
una persona que podía funcionar sin problemas en sociedad, pero que deseaba funcionar
todavía mejor. Hoy en día, esta clase de pacientes se conocen como «aprensivos» o «sanos
infelices».
Esos aprensivos se convirtieron en el mercado principal para el psicoanálisis, tanto
en Europa como en Estados Unidos, alimentando su creciente auge. En 1917, solo un ocho
por ciento de los psiquiatras americanos tenía consulta privada. En 1941, esta cifra se había
elevado al treinta y ocho por ciento, en gran parte gracias a la adopción del psicoanálisis.
En los años sesenta, más del sesenta y seis por ciento de los psiquiatras americanos estaban
en la práctica privada. En vez de llevar bata blanca y arrostrar una fatigosa jornada con
pacientes delirantes y catatónicos, los psiquiatras ahora podían charlar con adinerados
hombres de negocios sobre los recuerdos de su infancia o guiar a acicaladas señoras
maduras a través de sus asociaciones libres.
Aún mejor: el psicoanálisis confirió a los psiquiatras un papel activo y valioso en el
tratamiento. Como mágicos adivinos, interpretaban las experiencias emocionales de sus
pacientes y usaban el intelecto y la creatividad que estos desplegaban para formular
rebuscados diagnósticos y concebir complejos tratamientos. Dejaron de ser tristes
cuidadores de locos para convertirse en consiglieri de la gente rica, culta e influyente. Ya no
eran alienistas. Se habían convertido en «loqueros».
El término «loquero» [headshrinker: reductor de cabeza, literalmente] surgió en los
años cuarenta en los despachos y platós de Hollywood y reflejaba el nuevo papel emergente
de los psiquiatras. Durante esa época, las películas de aventuras hacían furor, especialmente
las situadas en selvas exóticas donde había tribus de caníbales que reducían las cabezas de
sus enemigos. Como el nombre de la primera la persona que aplicó el término headshrinker
a los psiquiatras no figura en los anales de la historia, no sabemos con certeza si quería
indicar que los psicoanalistas se dedicaban a reducir el tamaño de los egos enormes de las
estrellas de cine o pretendía comparar el psicoanálisis con la brujería primitiva de los
curanderos de la jungla. Esto último parece lo más probable. Una de las primeras
apariciones de la palabra headshrinker en letra impresa se produjo en 1948 en una carta al
director del Baltimore Sun. La carta, escrita por un psicoanalista, era la respuesta a un
artículo del conocido escritor H. L. Mencken, que había arremetido contra la terapia
freudiana calificándola de «tontada». El psicoanalista replicaba: «Mencken debería
examinar el programa de estudios y los requisitos para obtener la titulación antes de motejar
a estos colegas de curanderos, loqueros [head shrinkers], totemistas y practicantes de
vudú.»
Parece apropiado que Hollywood, con su cultura caracterizada por el egocentrismo,
la simulación y el afán de superación, fuese una de las primeras comunidades en adoptar
una nueva terapia que implicaba una introspección incesante. Un estudio académico de
1949 realizado a partir de las tiras cómicas de las revistas populares documentó la
transición que estaba sufriendo la psiquiatría. «Los chistes antiguos sobre la psiquiatría
retratan solamente a pacientes psicóticos internados en manicomios —concluye el autor—.
No aparece ningún psiquiatra porque la psiquiatría entonces no era una profesión. El
número de tiras cómicas sobre psiquiatras aumentó enormemente en los años treinta y
cuarenta, hasta volverse incluso más frecuentes que las tiras cómicas sobre clérigos y
médicos generales.»
El uso del término «loquero» se generalizó tras la publicación en 1950 de un
artículo de la revista Time sobre el actor de películas del Oeste de serie «B» Hopalong
Cassidy, donde se decía: «Cualquiera que hubiese predicho que acabaría convertido en un
cowboy idolatrado por los niños americanos habría sido llevado en el acto a ver a un
loquero.»* La nota a la que remitía el asterisco decía: «Psiquiatra en la jerga de
Hollywood.» A mediados de los años cincuenta, todo el país empleaba el término, hasta tal
punto que incluso se coló en la letra del musical de Broadway West Side Store:
JETS: Estamos perturbados, estamos perturbados,
Extremadamente perturbados,
Como si estuviéramos psicológicamente perturbados.
DIESEL: En opinión de este tribunal, esa es una criatura depravada pues no tiene un
hogar normal.
ACTION: Eh, yo soy depravado porque estoy necesitado.
DIESEL: Pues llevadlo a un loquero.
Animados por su creciente prestigio, los psicoanalistas americanos aspiraban
durante los años cuarenta a conseguir más relevancia y más poder. Conscientes de que el
camino de la influencia pasaba por las facultades de Medicina y los hospitales
universitarios, los psicoanalistas empezaron a proponerse las universidades como objetivo.
Un Bulletin of the American Psychoanalytic Association de 1940 anima a sus miembros a
«obtener un contrato formal de alguna universidad cercana» y afirma que «es conveniente
para la psiquiatría, y en especial para el desarrollo de la psiquiatría psicoanalítica, que
nuestros institutos de formación psicoanalítica enseñen a más profesionales que aspiran a
puestos de enseñanza en las facultades médicas y en los hospitales». Una a una, las grandes
universidades —la Case Western Reserve, la Universidad de Pittsburg, la Universidad de
California en San Francisco, la Johns Hopkins, las universidades de Pensilvania, Columbia,
Stanford, Yale y Harvard— vieron cómo ascendía un analista a la cátedra de sus
departamentos de Psiquiatría; y cada nueva conquista era celebrada como un triunfo dentro
del movimiento psicoanalítico.
Hacia 1960, casi todos los puestos principales de la psiquiatría del país estaban
ocupados por un psicoanalista. Había veinte institutos de formación psicoanalítica en
Estados Unidos, muchos de ellos dependientes de los departamentos de Psiquiatría de las
principales universidades. La Asociación Psicoanalítica Americana pasó de 92 miembros en
1932 (cuando empezaron a llegar los primeros emigrados europeos) a 1.500 en 1960. Para
entonces, prácticamente todos los psiquiatras clínicos tenían —tanto si estaban titulados
oficialmente como si no— una orientación psicoanalítica. En 1924 fue elegido presidente
de la APA el primer psiquiatra de formación freudiana, y durante los siguientes cincuenta y
ocho años hubo una serie casi ininterrumpida de presidentes psicoanalistas en la Asociación
Americana de Psiquiatría.

William Menninger en la portada de la revista Time. (Time, 25 de octubre de 1948,


© Tim, Inc. Usado con permiso.)
William Menninger, uno de los psicoanalistas más famosos y respetados del país, se
convirtió en la cara oficial de la psiquiatría americana y promocionaba con entusiasmo su
profesión en los medios. En 1948, la revista Time le dedicó su portada, calificándolo de
«jefe de ventas de la psiquiatría de Estados Unidos». Menninger era una figura tan
influyente que consiguió en 1948 un encuentro personal con el presidente Harry Truman y
lo convenció para que enviara un «mensaje de saludo» a la reunión conjunta de la APA y la
APsaA. Truman escribió: «Nunca habíamos tenido una necesidad tan acuciante de expertos
en ingeniería humana. El requisito más importante para la paz debe ser la cordura, que
posibilita un pensamiento claro de parte de todos los ciudadanos. Debemos seguir buscando
expertos en el campo de la psiquiatría y de otras ciencias mentales de orientación.» Con
«psiquiatría y otras ciencias mentales», el presidente se refería al psicoanálisis. Con
«expertos en ingeniería humana» se refería a los «loqueros».
MADRES ESQUIZOFRENÓGENAS Y PAZ MUNDIAL

Desde sus influyentes puestos en las facultades de Medicina y en la APA, los


psicoanalistas podían controlar ahora la formación de los futuros psiquiatras. Las
disciplinas basadas en las teorías biológicas y conductuales quedaron minimizadas en los
planes de estudios, mientras que las ideas de inspiración freudiana se convirtieron en el
núcleo de casi todos los programas de psiquiatría de las facultades médicas; y de hecho, se
transformaron en una visión del mundo totalizadora que impregnaba la formación de
cualquier psiquiatra en ciernes. Además de asistir a clases de Psicoanálisis y de exponer sus
casos clínicos a la supervisión de un analista, el estudiante debía someterse él mismo a un
psicoanálisis «exitoso» durante su formación de posgrado para llegar a convertirse en
psiquiatra.
Piensen en esto por un momento. La única forma de convertirse en psiquiatra —en
un auténtico profesional medico— consistía en contarle tu vida, tus sentimientos más
recónditos, tus miedos y aspiraciones, tus sueños nocturnos y tus fantasías diarias, a una
persona que habría de utilizar este material tan íntimo para dictaminar hasta qué punto eras
un ferviente partidario de los principios freudianos. Imagínense que el único modo de
convertirse en físico teórico fuera profesar una devoción inquebrantable e incondicional a la
teoría de la relatividad o a los principios de la mecánica cuántica; o que la única manera de
convertirte en economista consistiera en confesar si Karl Marx aparecía revestido en tus
sueños como un ángel o como un demonio. Si un estudiante quería ascender en la jerarquía
de la psiquiatría académica o pretendía ejercer con éxito, debía mostrar lealtad a la teoría
psicoanalítica. De lo contrario, se arriesgaba a ser desterrado al sector hospitalario público,
lo cual significaba normalmente a una institución mental del estado. Si quisiéramos
encontrar un método de adoctrinamiento para fomentar una ideología concreta en el seno de
una profesión, seguramente no encontraríamos otro mejor que obligar a todos los aspirantes
a someterse a una psicoterapia confesional con un analista-inquisidor comprometido con la
causa.
Por lo demás, si un psiquiatra establecido que se hubiera formado fuera del
paradigma freudiano se atrevía a cuestionar la validez del psicoanálisis, era abucheado en
los congresos y/o acusado de padecer un trastorno de la personalidad pasivo-agresivo, o
calificado de sociópata. En 1962, el influyente psiquiatra Leon Eisenberg aventuró unos
comentarios críticos sobre el carácter no científico del psicoanálisis en un encuentro de
profesores de Medicina. «Hubo una auténtica estampida de directores de departamento
hacia los micrófonos del estrado. Prácticamente todas las figuras eminentes que asistían al
encuentro se levantaron para defender la primacía del psicoanálisis como “ciencia básica”
de la psiquiatría», lamentaba el propio Eisenberg, según cuenta el excelente libro The
Making of DSM-III [La creación del DSM-III] de Hannah Decker.
Bajo la hegemonía psicoanalítica, se estimulaba a los psiquiatras en formación a
dejar de lado a aquellos pacientes que solían acabar en manicomios e instituciones
mentales, o sea, a los pacientes como Elena Conway, para centrarse en el tratamiento de
pacientes con dolencias menos serias y más accesibles al psicoanálisis. El tratamiento de
los enfermos mentales graves —el territorio primario y original de la psiquiatría— quedaba
subordinado al tratamiento de los «sanos infelices». En su Historia de la psiquiatría,
Edward Shorter recoge los recuerdos de un psiquiatra residente en el hospital estatal
Delaware en los años cuarenta:
Enseguida nos dejaban claro que debíamos contemplar la psiquiatría institucional
meramente como una breve etapa de transición. Nuestro ideal profesional era ejercer el
psicoanálisis en la práctica privada al tiempo que nos sometíamos a supervisión en uno de
los institutos psicoanalíticos que funcionaban aparte del departamento universitario. Desde
el punto de vista de las teorías psicoanalíticas vigentes en los años cuarenta, nuestras
actividades terapéuticas diarias en el hospital Delaware eran extremadamente cuestionables.
Las terapias somáticas, nos decían, eran recursos provisionales. Enmascaraban en vez de
destapar. Administrar un sedante a un paciente psicótico agitado no era terapéutico para el
paciente; más bien se consideraba una reacción de ansiedad por parte del médico.
Habiendo conquistado la psiquiatría académica y generado para su especialidad toda
una industria en la práctica privada, los psicoanalistas americanos reevaluaron la potencia
de su trabajo terapéutico y llegaron a la conclusión de que era un instrumento aún más
eficaz de lo que habían creído originalmente. El propio Freud había declarado que no
resultaba fácil aplicar el psicoanálisis a las enfermedades esquizofrénicas y
maníacodepresivas, y las palabras del maestro habían inducido a la mayoría de los
psicoanalistas a no atender a pacientes con enfermedades mentales graves. Pero a medida
que avanzó el siglo XX, los psicoanalistas americanos empezaron a afirmar que sí era
posible convencer a los esquizofrénicos para que abandonaran sus delirios, engatusar a los
maníacos para sacarlos de su manía y a los autistas para arrancarlos de su autismo. El
movimiento psicoanalítico americano lanzó así una nueva iniciativa: convertir a los
alienistas en analistas.
Uno de los padres de esta mutación profesional fue Adolf Meyer, un psiquiatra
formado en Suiza y emigrado en 1892 a Estados Unidos, donde inicialmente ejerció la
neurología y la neuropatología. En 1902 fue nombrado director del Instituto Patológico del
Estado de Nueva York (ahora llamado Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York),
donde empezó a sostener que las enfermedades mentales graves procedían de disfunciones
de la personalidad, y no de patologías cerebrales; y que las teorías de Freud explicaban
mejor que ninguna otra cómo causaban estas disfunciones la enfermedad mental. En 1913,
Meyer se convirtió en el director de la primera clínica psiquiátrica del país integrada en un
hospital general, en la Universidad Johns Hopkins, y empezó a aplicar los métodos
psicoanalíticos, entonces recién llegados, a los pacientes esquizofrénicos y maníaco-
depresivos de la clínica.
Bajo la influencia del trabajo pionero de Meyer en Baltimore, dos hospitales
cercanos de Maryland —el Chestnut Lodge Sanitarium y el Sheppard and Enoch Pratt
Hospital— se convirtieron en buques insignia del uso del psicoanálisis en el tratamiento de
las enfermedades mentales graves. En 1922, el psiquiatra Harry Stack Sullivan llegó al
Sheppard Pratt. A su modo de ver, la esquizofrenia obedecía a «reacciones de ansiedad» —
un ajuste fallido a las tensiones de la vida— y solo se producía en individuos que no habían
logrado tener experiencias sexuales satisfactorias. Bajo la tutela de Adolf Meyer, Sullivan
desarrolló uno de los primeros métodos psicoanalíticos para tratar a los pacientes
esquizofrénicos. Como creía que los esquizofrénicos tenían problemas para integrar sus
experiencias vitales en un relato personal coherente, buscó a miembros de la plantilla del
hospital con antecedentes personales similares a cada paciente esquizofrénico y los animó a
entablar conversación con ellos de modo informal, con la esperanza de brindar sentido y
coherencia a las «masas informes de su experiencia vital».
Pronto abrieron otros hospitales psicoanalíticos por todo el país. Además del
Chestnut Lodge y el Sheppard Pratt, el hospital McLean, cerca de Boston, el Austen Riggs
Center en Stockbridge, Massachusetts, y el Bloomingdale Insane Asylum de Nueva York,
se convirtieron en bastiones del tratamiento psicoanalítico de las enfermedades mentales
graves: eso sí, para quienes podían permitírselo. Pero fue la clínica Menninger de Topeka,
Kansas, la que ejemplificó con más notoriedad la combinación del psicoanálisis y la
psiquiatría institucional. Dirigida por tres generaciones de la familia Menninger, la clínica
era un complejo ubicado en un impecable entorno rural (tal como había defendido Johann
Reil más de un siglo antes), y la frecuentaban pacientes ricos que permanecían internados
durante largos períodos —a veces, durante años—, sometidos a la libre asociación, el
análisis de los sueños y demás ingredientes del psicoanálisis intensivo. La clínica
Menninger se convirtió durante cinco décadas en la institución de tratamiento psiquiátrico
más destacada del país. En ese período, ir a Topeka venía a ser el equivalente psiquiátrico
de la peregrinación de un inválido a un santuario en busca de un milagro. (Woody Allen
bromeaba tristemente sobre la interminable duración de la terapia analítica y la lentitud de
sus resultados: «Voy a darle a mi analista un año más y luego me iré a Lourdes.») Entre los
famosos que recurrieron a los servicios revitalizadores de la clínica estaban Dorothy
Dandridge, Judy Garland, Robert Walker, Marilyn Monroe y, más recientemente, Brett
Favre.
Los trastornos mentales que habían eludido toda explicación durante un siglo y
medio —desafiando indistintamente a alienistas, psiquiatras biológicos y psiquiatras
psicodinámicos— ahora se convirtieron en objeto de un nueva modalidad posfreudiana de
interpretación psicoanalítica. En 1935, Frieda Fromm-Reichmann, una psicoanalista
emigrada de Alemania (más conocida como la psiquiatra retratada en I Never Promised You
a Rose Garden, la novela de Joanne Greenberg), llegó al Chestnut Lodge Sanitarium y
emprendió una revisión de las ideas de Sullivan sobre la esquizofrenia. Desde su punto de
vista, la esquizofrenia no obedecía a reacciones de ansiedad del paciente; era provocada por
la madre del paciente. «El esquizofrénico siente un recelo y un rencor penoso hacia el resto
de la gente —escribió— debido a la atención agobiante y al rechazo tempranos con que fue
tratado en su primera infancia y en su niñez por algunas figuras importantes; normalmente,
sobre todo, por una madre “esquizofrenógena”.»
Según Fromm-Reichmann, la madre esquizofrenógena provocaba psicosis en su hijo
mediante un patrón de conducta nocivo. Naturalmente, esta tesis no era bien recibida por
los padres de los esquizofrénicos. Pero no había que preocuparse, les aseguraba Fromm-
Reichman: como la esquizofrenia reflejaba conflictos psicológicos ocultos desatados por
los padres, podía tratarse con una prolongada exposición a la psicoterapia.
A partir de Fromm-Reichman, los padres —y especialmente la madre— se
convirtieron en la fuente de toda clase de enfermedades mentales. Puesto que el desarrollo
psicosexual temprano de una persona era el caldo de cultivo del que surgían todos los
trastornos, el psicoanálisis afirmaba que mamá y papá eran los primeros candidatos a
quienes atribuir una culpa psicopática. El eminente antropólogo Gregory Bateson, esposo
de Margaret Mead e investigador del Mental Research Institute de California, postuló una
teoría del «doble vínculo» de la esquizofrenia, que señalaba a la madre como el miembro
más enfermo de la familia. Según Bateson, las madres favorecían la esquizofrenia en sus
hijos al formular órdenes contradictorias (el doble vínculo). Por ejemplo, al repetir al
mismo tiempo: «¡Responde cuando te hablan!» y «¡No repliques!», o al decirle al niño que
«tome la iniciativa y haga algo» y al criticarlo por hacer una cosa sin permiso. El yo,
argumentaba Bateson, resolvía esta situación «sin ganador» (hagas lo que hagas, pierdes)
refugiándose en un mundo de fantasía donde lo imposible se volvía posible: donde, por
ejemplo, las tortugas volaban y uno podía hablar y estar callado a la vez.
¿El autismo? Lo generaba la «madre nevera»: una cuidadora fría e insensible con
los niños. ¿La homosexualidad? La causaban las madres dominantes que infundían en sus
hijos un temor a la castración y un profundo rechazo a las mujeres. ¿La depresión? «El yo
intenta castigarse a sí mismo para anticiparse al castigo de los padres», afirmó el eminente
psicoanalista Sándor Radó. O dicho de otro modo, los pensamientos suicidas eran
consecuencia de una rabia infantil hacia mamá y papá que se volvía contra ti mismo, puesto
que no podías expresar tus verdaderos sentimientos hacia tus padres sin exponerte a sus
represalias. ¿La paranoia? «Surge en los primeros seis meses de vida —declaró la analista
Melanie Klein—, cuando el niño escupe la leche materna, temiendo que la madre se vengue
por el odio que siente hacia ella.»
Así pues, no bastaba con que los padres tuvieran que padecer la tragedia de la
enfermedad mental de su hijo; después de esta catarata de fórmulas diagnósticas absurdas,
también debían padecer la acusación humillante de haber provocado esa enfermedad con su
conducta equivocada. Y todavía peores eran los tratamientos prescritos. La esquizofrenia y
el trastorno bipolar —enfermedades tan desconcertantes que el único tratamiento eficaz
durante siglos había sido la reclusión en una institución mental— ahora se consideraban
curables mediante un tipo adecuado de psicoterapia. Al individuo perturbado solo había que
engatusarlo, como a un gatito subido a un árbol, para que descendiera a la realidad. Esta
creencia provocaba situaciones que iban desde lo absurdo (un psiquiatra incitando a un
psicótico a hablar de sus fantasías sexuales) hasta lo desastroso (un psiquiatra animando a
una suicida a aceptar que sus padres nunca la habían querido). Después de haber trabajado
con miles de esquizofrénicos, puedo asegurarles que hay tantas probabilidades de sacarlos
de su enfermedad hablando como practicándoles una sangría o purgándolos.
Hacia 1955, la mayoría de los psicoanalistas habían llegado a la conclusión de que
todas las formas de enfermedad mental —incluidas las neurosis y psicosis— eran
manifestaciones de conflictos psicológicos internos. Pero el desmedido orgullo del
movimiento psicoanalítico no se detuvo ahí. En ese momento, si hubiera sido capaz de
tenderse en su propio diván, el movimiento psicoanalítico habría sido diagnosticado con
todos los síntomas clásicos de la manía: conductas desaforadas, creencias grandilocuentes y
una fe irracional en su capacidad para cambiar el mundo.
Una vez que hubieron acogido bajo su paraguas diagnóstico en expansión a los
enfermos mentales graves, los psicoanalistas quisieron abarcar también al resto de la raza
humana bajo la carpa principal de su circo. «La idea de que el enfermo mental es una
excepción ha desaparecido para siempre —escribió Karl Menninger (el hermano mayor de
William) en su best seller de 1963 The Vital Balance [El equilibrio vital]—. Ahora es algo
aceptado que la mayoría de la gente padece cierto grado de enfermedad mental en algún
momento de su vida.» El libro daba detallados consejos al lector para enfrentarse a las
tensiones de la «vida cotidiana» y al «desorden mental». Abrazando el psicoanálisis, decía
Menninger, era posible llegar «a estar mejor que bien». De este modo, el psicoanálisis pasó
de ser una profesión médica para convertirse en un movimiento del potencial humano.
Ya no era aceptable dividir la conducta humana en normal y patológica, pues
prácticamente toda conducta humana reflejaba algún conflicto neurótico; y aunque el
conflicto era algo innato en todo el mundo, tal como las huellas dactilares o la forma del
ombligo, no existían dos conflictos exactamente iguales. Desde finales de los años
cincuenta y principios de los sesenta, los psicoanalistas se lanzaron a convencer a la gente
de que todos éramos lisiados parciales, neuróticos normales, psicóticos funcionales... y de
que las enseñanzas de Freud contenían el secreto para erradicar los conflictos interiores y
alcanzar nuestro pleno potencial como seres humanos.
Y todavía esta proclama universal no fue suficiente para la ambición de los
psicoanalistas. El movimiento creía que la teoría de Freud era tan profunda que podría
resolver los problemas políticos y sociales de la época. Un grupo de psicoanalistas
encabezado por William Menninger formó el Grupo para el Avance de la Psiquiatría (GAP),
que en 1950 publicó un informe titulado «The Social Responsibility of Psychiatry: A
Statement of Orientation» [La responsabilidad social de la psiquiatría: una propuesta de
orientación], defendiendo el activismo social contra la guerra, la pobreza y el racismo.
Aunque estos objetivos eran encomiables, la fe de la psiquiatría en su propia capacidad para
lograrlos resultaba quijotesca. No obstante, el informe contribuyó a persuadir a la APA para
que se centrara en la solución de los problemas sociales importantes, e incluso ayudó a
configurar la política de la mayor institución gubernamental dedicada a la investigación
sobre salud mental.
El 15 de abril de 1949, Harry Truman creó oficialmente el Instituto Nacional de
Salud Mental (NIMH) y nombró a Robert Felix, un psicoanalista en activo, como primer
director. Imbuido del espíritu de activismo social proclamado por el movimiento
psicoanalítico, Felix declaró que la temprana intervención psiquiátrica en una comunidad a
través del psicoanálisis podía evitar que las enfermedades mentales leves se convirtieran en
psicosis incurables. Felix prohibió explícitamente cualquier inversión del NIMH en las
instituciones mentales y se negó a financiar la investigaciones biológicas, incluida la
investigación cerebral, porque creía que el futuro de la psiquiatría radicaba en el activismo
comunitario y en la ingeniería social. Personaje lleno de energía y carisma, Felix era un
experto en la manipulación de las instituciones para sus propios intereses, y convenció al
Congreso y a las agencias filantrópicas de que la enfermedad mental solo podía evitarse si
se eliminaban los factores estresantes del racismo, la pobreza y la ignorancia. Desde 1949
hasta 1964, el mensaje que salía de la mayor institución americana de investigación
psiquiátrica no era: «Encontraremos en el cerebro respuestas a la enfermedad mental.» El
mensaje era: «Si mejoramos la sociedad, podremos erradicar la enfermedad mental.»
Estimulados por las exhortaciones del GAP y del NIMH, los psicoanalistas
presionaron a sus organizaciones profesionales para que se opusieran a la intervención en
Vietnam y a la segregación escolar; «desfilaban con Martin Luther King en el terreno
psiquiátrico». No solo querían salvar tu alma; querían salvar el mundo.
En los años sesenta, el movimiento psicoanalítico se había revestido con los
atributos de una religión. Sus principales practicantes afirmaban que todos éramos
pecadores neuróticos, pero que podía hallarse el arrepentimiento y el perdón en el diván
psicoanalítico. Se le habrían podido atribuir a Freud las palabras de Jesucristo: «Yo soy el
camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí.» Los psicoanalistas eran
consultados por las agencias gubernamentales y por el Congreso, aparecían en las revistas
Time y Life, acudían como invitados a los programas de entrevistas. Ser psicoanalizado se
había convertido en el no va más de la clase media-alta americana.
Arrastrada por el psicoanálisis, la psiquiatría había concluido su larga marcha desde
los manicomios rurales a las grandes avenidas urbanas y había completado la evolución de
sus profesionales de alienistas a analistas, y de analistas a activistas. Sin embargo, pese a
todo el bombo publicitario, poco se hacía o podía hacerse para aliviar los síntomas y el
sufrimiento de las personas que vivían el caos cotidiano de una enfermedad mental grave.
Los esquizofrénicos no mejoraban. Los maníaco-depresivos no mejoraban. Los individuos
ansiosos, autistas, obsesivos y suicidas no mejoraban. Pese a sus grandes proclamas, los
resultados de la psiquiatría quedaban muy por debajo de sus promesas. ¿De qué servía la
psiquiatría si no podía ayudar a aquellos que más la necesitaban?
El resto del mundo médico estaba totalmente al corriente de la impotencia de la
psiquiatría y de su carácter cerrado y autorreferencial. Los médicos de otras especialidades
observaban a los psiquiatras con una actitud que iba de la perplejidad a la burla descarada.
La psiquiatría era considerada mayoritariamente como un refugio de inútiles, de charlatanes
y de estudiantes cargados con sus propios problemas mentales: una impresión que no se
limitaba por lo demás al ámbito médico. Vladimir Nabokov resumió la actitud de los
numerosos escépticos cuando escribió: «Que los crédulos y los mediocres sigan creyendo
que todos los males mentales pueden curarse mediante una aplicación diaria de viejos mitos
griegos a sus partes privadas.»
Mientras el psicoanálisis se aproximaba a su apogeo a finales de los años cincuenta,
la psiquiatría se iba escorando más y más de su ruta, tan ajena al peligro como un conductor
ebrio dormido al volante. De modo retrospectivo, no resulta difícil ver por qué la psiquiatría
americana se desvió tanto de su camino. Estaba usando un mapa defectuoso de la
enfermedad mental.
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¿Qué es la enfermedad mental?


Un amasijo de diagnósticos

Las estadísticas sobre salud mental dicen que uno de cada cuatro americanos sufre
algún tipo de enfermedad mental. Piensa en tus tres mejores amigos. Si ellos están bien,
entonces eres tú.
RITA MAE BROWN

Definir la enfermedad y la salud es una tarea casi imposible. Podemos definir la


enfermedad mental como un cierto estado de existencia que resulta desagradable a alguien.
El sufrimiento puede estar en el individuo afligido por ese estado, o en las personas que lo
rodean, o en ambos.
KARL MENNINGER,
The Vital Balance: The Life Process in Mental Health and Illness [El equilibrio vital: el
proceso de la vida en la salud y la enfermedad mental]

LAS TRES LETRAS MÁS IMPORTANTES EN PSIQUIATRÍA

Si han visitado alguna vez a un profesional de la salud mental, seguramente se


habrán tropezado con las letras D, S, M, que forman el acrónimo del compendio titulado,
con un estilo un tanto arcaico, Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders
[Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales]. Este acreditado compendio
de todas las enfermedades mentales conocidas ha sido llamado la Biblia de la Psiquiatría; y
con razón, pues todos y cada uno de los diagnósticos psiquiátricos consagrados se hallan
reflejados en sus páginas. De lo que quizá no sean conscientes es de que el DSM podría ser
el libro más influyente escrito en el pasado siglo.
Su contenido afecta directamente a decenas de millones de personas, tanto en su
trabajo como en su aprendizaje y su vida en general; e incluso en la decisión de si deben ir
o no a la cárcel. Sirve como manual de trabajo para millones de profesionales entre los que
se incluyen psiquiatras, psicólogos, asistentes sociales y enfermeras psiquiátricas.
Determina el pago de miles de millones de dólares a hospitales, médicos, farmacias y
laboratorios por parte de los organismos de salud pública —Medicare y Medicaid— y de
las compañías privadas de seguros. Las solicitudes de fondos para investigaciones
académicas son concedidas o denegadas según el uso que hagan de los criterios
diagnósticos del manual, lo cual significa que el DSM impulsa (o frena) la concesión de
miles de millones de dólares en investigación y desarrollo farmacéutico. Miles de
programas en hospitales, clínicas, oficinas, escuelas, universidades, cárceles, residencias de
ancianos y centros sociales dependen de sus categorías. El DSM establece las facilidades
que deben dar los empresarios a los empleados mentalmente discapacitados y estipula las
indemnizaciones que pueden reclamar los trabajadores por un trastorno mental. Abogados,
jueces y funcionarios de prisiones emplean el manual para fijar la responsabilidad criminal
y los daños y perjuicios en los procesos judiciales. Los padres pueden obtener servicios
educativos gratuitos para sus hijos o privilegios escolares especiales si alegan uno de sus
diagnósticos pediátricos.
Pero el mayor impacto lo ejerce el DSM sin duda en las vidas de los millones de
hombres y mujeres que buscan alivio ante la angustia de un trastorno mental, pues lo que
hace ante todo el Manual es definir con precisión todas las enfermedades mentales
conocidas. Son estas detalladas definiciones las que otorgan al DSM su incomparable
influencia sobre la sociedad.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo pasamos de las definiciones
psicoanalíticas de madres esquizofrenógenas y neurosis inconscientes a los diagnósticos del
DSM que van desde el trastorno esquizoafectivo de tipo depresivo (código, 295.70) a la
tricotilomanía o trastorno de arrancamiento compulsivo del pelo (código 312.39)? ¿Y cómo
podemos estar seguros de que nuestras definiciones del siglo XXI de la enfermedad mental
son mejores que las inspiradas por las teorías de Freud? Tal como veremos, las historias del
psicoanálisis y del DSM discurrieron paralelas durante casi un siglo antes de enfrentarse en
una batalla titánica por el alma misma de la psiquiatría: una batalla librada en torno a la
definición de la enfermedad mental.
Podemos rastrear los orígenes de la Biblia de la Psiquiatría remontándonos a 1840,
el primer año en que la Oficina Americana del Censo recogió datos oficiales acerca de la
enfermedad mental. Estados Unidos tenía apenas cincuenta años de antigüedad. Mesmer
había muerto no hacía mucho, Freud todavía no había nacido y prácticamente todos los
psiquiatras americanos eran alienistas. Existía en el país una verdadera obsesión con la
enumeración estadística de sus ciudadanos, tal como atestiguaba el mandato constitucional
de llevar a cabo un censo cada década. El censo de 1830 enumeró por primera vez las
discapacidades, aunque limitando la definición de las mismas a la sordera y la ceguera. El
censo de 1840 añadió una nueva discapacidad —la enfermedad mental— que se tabulaba
con una sola casilla rotulada «locos e idiotas».
Toda la miríada de trastornos mentales y del desarrollo quedaban amontonados
dentro de esa amplia categoría, y los funcionarios que recogían los datos del censo no
tenían instrucciones para determinar en qué casos debían marcar la casilla «loco e idiota»
de un ciudadano. De acuerdo con las ideas entonces imperantes, los funcionarios del censo
consideraban seguramente «locura» cualquier trastorno mental lo bastante grave para
justificar una reclusión, abarcando así lo que hoy llamaríamos esquizofrenia, trastorno
bipolar, depresión y demencia. Del mismo modo, con «idiotez» se referían seguramente a
cualquier disminución de la función intelectual, una categoría que hoy dividiríamos en
síndrome de Down, autismo, síndrome del X frágil, cretinismo y otras dolencias. Pero
carente de unas instrucciones claras, cada funcionario acabó aplicando su propia noción de
lo que constituía una discapacidad mental: nociones con frecuencia viciadas por un racismo
descarado.
«Los errores más notables y patentes se encuentran en las afirmaciones del censo
respecto a la incidencia de la locura, la ceguera, la sordera y la mudez entre las personas de
esa nación», informó la Asociación Estadística Americana a la Cámara de Representantes
en 1843, en lo que constituye tal vez el ejemplo más antiguo de una protesta civil contra la
tendencia excesiva a estigmatizar las enfermedades mentales. «En muchas ciudades, se
declara loca a toda la población de color; en muchas otras, una fracción —dos tercios, un
tercio, un cuarto o un décimo— de esta raza malhadada aparece clasificada del mismo
modo. Por lo demás, los errores del censo son igualmente seguros en lo que se refiere a la
locura entre los blancos.» Aún más inquietante era el hecho de que los resultados de este
censo se usaban para defender el esclavismo: como los porcentajes de locura e idiotez entre
los afroamericanos eran mucho más elevados en los estados del norte que en los estados del
sur, los defensores de la esclavitud argumentaban que esta tenía efectos mentales
beneficiosos.
Curiosamente, esa misma separación elemental de las dolencias mentales en locura
e idiotez sigue vigente hasta hoy en nuestras actuales instituciones. Mientras escribo esto,
cada estado cuenta con una infraestructura administrativa separada para la enfermedad
mental y la discapacidad de desarrollo, pese a que cada una de estas dolencias afecta a
estructuras cerebrales y funciones mentales similares. Esa división un tanto arbitraria es el
reflejo de las condiciones culturales e históricas de nuestra percepción de estas dolencias,
no de una realidad justificada científicamente. Una categorización igualmente artificial ha
provocado que los servicios para los trastornos por abuso de drogas sean administrados a
menudo por una agencia gubernamental y una infraestructura separada, a pesar de que la
medicina científica aborda los trastornos de adicción del mismo modo que cualquier otra
enfermedad.
Al llegar el siglo XX, el censo había empezado a interesarse en recoger estadísticas
sobre pacientes internados en instituciones mentales, puesto que se creía que la mayoría de
los enfermos mentales podían encontrarse allí. Pero cada institución tenía su propio sistema
para clasificar a los pacientes, motivo por el cual las estadísticas sobre enfermedad mental
siguieron siendo extremadamente incoherentes y profundamente subjetivas. Para poner
orden en esta cacofonía de sistemas de clasificación, la Asociación Médico-Psicológica
Americana (predecesora de la Asociación Psiquiátrica Americana) encargó en 1917 a su
Comité de Estadísticas que estableciera un sistema uniforme para reunir y publicar los
datos de todas las instituciones mentales de Norteamérica.
El comité, que estaba integrado por alienistas en activo, no por investigadores o
teóricos, confió en el consenso clínico entre sus miembros para clasificar la enfermedad
mental en veintidós «grupos» tales como «psicosis con tumor cerebral», «psicosis sifilítica»
y «psicosis senil». El sistema resultante fue publicado en un delgado volumen titulado The
Statistical Manual for the Use of Institutions for the Insane [Manual estadístico para uso de
las instituciones mentales], aunque los psiquiatras enseguida se habituaron a llamarlo el
Standard [Estándar].
Durante las tres décadas siguientes, el Standard se convirtió en el compendio sobre
la enfermedad mental más utilizado en Estados Unidos, aunque su único objetivo era
recoger estadísticas sobre los pacientes de los manicomios; es decir, el Standard no estaba
pensado (ni se usaba) para el diagnóstico de los pacientes externos tratados en las consultas
de los psiquiatras. El Standard fue el precursor directo del Diagnostic and Statistical
Manual of Mental Disorders y este acabó adoptando del propio Standard la expresión
«Manual estadístico», que había sido tomada a su vez del lenguaje de los censos del siglo
XIX.
Pese a la existencia del Standard, a principios del siglo XX no había nada semejante
a un consenso sobre las categorías básicas de la enfermedad mental. Cada centro de
enseñanza psiquiátrica importante empleaba su propio sistema diagnóstico, adaptado a las
necesidades locales. Las psicosis se definían de forma distinta en Nueva York, en Chicago o
en San Francisco. Esto daba lugar a una multiplicidad terminológica para los síntomas y
supuestas causas de los trastornos que impedía la comunicación profesional, la
investigación académica y la recopilación de datos médicos precisos.
Las cosas tomaron un rumbo distinto al otro lado del Atlántico. En la psiquiatría
europea reinaba hasta finales del siglo XIX el mismo desbarajuste en la clasificación de las
enfermedades mentales que en la psiquiatría americana. Entre ese caos, sin embargo, surgió
un clasificador por excelencia: un psiquiatra alemán que impuso en el continente europeo
un orden riguroso en el diagnóstico psiquiátrico. Su influencia sobre la concepción y sobre
el diagnóstico de la enfermedad mental en todo el mundo habría de acabar rivalizando con
(y luego superando a) la del propio Sigmund Freud.
EL PACIENTE SE ENGALANA MARAVILLOSAMENTE

Emil Kraepelin nació en Alemania en 1856: el mismo año que Freud, y solo a unos
cientos de kilómetros de su ciudad natal. (Eran tantas las figuras fundamentales de la
psiquiatría procedentes de países de lengua alemana —Franz Mesmer, Wilhelm Griesinger,
Sigmund Freud, Emil Kraepelin, Julius Wagner-Jauregg, Manfred Sakel, Eric Kandel— que
la psiquiatría pudo llamarse con toda razón «la disciplina alemana».) Kraepelin se formó
como médico con Paul Fleischig, un afamado neuropatólogo, y con Wilhelm Wundt, el
fundador de la psicología experimental. Bajo la tutela de estos dos empiristas, Kraepelin
habría de adquirir un respeto permanente al valor de la investigación y de las pruebas
experimentales.

Emil Kraepelin, fundador del sistema moderno de diagnóstico psiquiátrico.


(© National Library of Medicine/Science Source.)
Tras convertirse en profesor de psiquiatría en lo que es la actual Estonia, Kraepelin
se quedó horrorizado ante el galimatías de la terminología diagnóstica y dedicó todos sus
esfuerzos a encontrar un modo sensato de introducir orden y coherencia en la clasificación
de las enfermedades mentales. Uno de los problemas más irritantes era que muchos
trastornos que parecían diferentes con frecuencia tenían en común algunos síntomas
idénticos. Por ejemplo, la ansiedad se presentaba como síntoma destacado en la depresión y
en la histeria, mientras que los delirios estaban presentes en la psicosis, en la manía y en las
formas graves de depresión. Esta superposición de síntomas indujo a los psiquiatras a unir
la depresión y la histeria en un único trastorno, o a respaldar una sola definición que
abarcaba conjuntamente la psicosis y la manía.
Kraepelin estaba convencido de que los síntomas observables eran esenciales para
distinguir las enfermedades mentales, pero no creía que bastara con los síntomas. (Hacerlo
así habría sido tanto como agrupar todas las enfermedades que cursaban con fiebre bajo un
solo diagnóstico.) En consecuencia, buscó algún otro criterio que pudiera ayudar a
distinguir los trastornos; y halló uno al rastrear la evolución del historial de sus pacientes.
Kraepelin decidió organizar las enfermedades no solo por los síntomas, sino también por el
curso de cada dolencia. Por ejemplo, algunas psicosis aumentaban y disminuían de
intensidad y desaparecían después sin motivo aparente, mientras que otras psicosis
empeoraban cada vez más hasta que los pacientes se volvían incapaces de valerse por sí
mismos. En 1883, Kraepelin presentó un borrador de su sistema de clasificación ad hoc en
un librito titulado Compendium der Psychiatrie [Compendio de psiquiatría].
En su compendio, Kraepelin dividió las psicosis en tres grupos basados en el
historial de los pacientes: demencia precoz, locura maníaco-depresiva y paranoia. La
demencia precoz era muy semejante a lo que hoy llamamos esquizofrenia, aunque
Kraepelin limitaba este diagnóstico a los pacientes cuya capacidad intelectual se iba
deteriorando progresivamente. La locura maníaco-depresiva se corresponde con la actual
concepción del trastorno bipolar. El esquema de clasificación de Kraepelin suscitó
controversia de inmediato, porque la demencia precoz y las enfermedades maníaco-
depresivas solían ser consideradas manifestaciones del mismo trastorno subyacente, aunque
Kraepelin justificó su distinción señalando que las enfermedades maníaco-depresivas eran
episódicas, y no continuas como la demencia precoz.
Pese a la resistencia inicial que despertó la nueva propuesta de Kraepelin, su sistema
de clasificación acabó siendo aceptado por la mayoría de los psiquiatras europeos, y en la
década de 1890 se había convertido en la primera terminología común empleada por los
psiquiatras europeos de todas las tendencias para estudiar las psicosis. Con el fin de
explicar su sistema de clasificación, Kraepelin redactó detallados retratos de los prototipos
de cada diagnóstico, extraídos de su propia experiencia con pacientes. Estos vívidos retratos
se convirtieron en un instrumento pedagógico que influyó en sucesivas generaciones de
psiquiatras europeos, y resultan todavía hoy tan convincentes como cuando los redactó hace
más de un siglo. Sus detalladas descripciones de la demencia precoz y la enfermedad
maníaco-depresiva convencieron incluso a muchos psiquiatras de que las dos dolencias
eran distintas. He aquí un extracto de su descripción de la demencia precoz:
Los pacientes ven ratones, hormigas, sabuesos infernales, guadañas y hachas. Oyen
cacareos de gallos, disparos, gorjeos de pájaros, golpes de fantasmas, zumbidos de abejas,
murmullos, gritos, regañinas, voces en el sótano. Las voces dicen: «Ese hombre debe ser
decapitado, ahorcado»; «Cerdo, miserable malvado, estás perdido». El paciente es un gran
pecador, ha negado a Dios, Dios lo ha abandonado, está eternamente condenado, va a ir al
infierno. El paciente nota que le miran de un modo extraño, que se ríen y mofan de él, que
lo abuchean. La gente lo espía. Los judíos, los anarquistas, los espiritistas lo persiguen;
envenenan el aire con polvos tóxicos, la cerveza con ácido prúsico.
Y de la psicosis maníaco-depresiva:
El paciente no conoce la fatiga, su actividad se prolonga día y noche, tiene ideas en
abundancia. El paciente cambia el mobiliario, va a visitar a amistades lejanas. La política,
el lenguaje universal, la aeronáutica, la cuestión de las mujeres, los asuntos públicos de
todo tipo y la necesidad de mejorarlos, ocupan su mente sin descanso. Tiene guardadas
16.000 postales de su pueblecito. No puede estar callado mucho tiempo. Alardea sobre sus
perspectivas matrimoniales, se hace pasar por conde, habla de herencias que podría recibir,
tiene tarjetas de presentación con una corona impresa. Puede suplantar a profesores o
diplomáticos. El paciente canta, baila, retoza, hace gimnasia, marca el compás, da palmas,
regaña, amenaza, lo tira todo por el suelo, se desnuda, se engalana maravillosamente.
Durante la década siguiente, el compendio apresuradamente redactado de Kraepelin
se convirtió en un manual de extraordinaria popularidad. Salieron publicadas nuevas
ediciones cada vez con mayor frecuencia, y cada una más extensa que la anterior. En la
década de 1930, una gran mayoría de los psiquiatras europeos había adoptado las
clasificaciones de Kraepelin. Al otro lado del Atlántico, en cambio, la situación era muy
diferente. Aunque una minoría de alienistas americanos había adoptado su sistema de
diagnóstico en las primeras décadas del siglo XX, hacia el final de la Segunda Guerra
Mundial su influencia había quedado casi borrada con el auge de los freudianos:
precisamente al mismo tiempo que la influencia freudiana en Europa quedaba eliminada
por el nazismo.
INFINITAS NEUROSIS

Según la doctrina psicoanalítica, la enfermedad mental emanaba de conflictos


inconscientes singulares en cada persona y, por tanto, era infinitamente variable y no podía
ordenarse con precisión en categorías diagnósticas. Cada caso debía tratarse (y
diagnosticarse) por sí mismo. Kraepelin, por el contrario, trazó una nítida frontera entre
salud y enfermedad mental. Esta tajante línea divisoria, junto con su sistema de
clasificación basado en los síntomas y la evolución de los trastornos, chocaban
completamente con la concepción psicoanalítica de la enfermedad mental, para la cual el
estado mental de una persona se situaba en un continuo entre la psicopatología y la cordura;
cada uno poseía un cierto grado de disfunción mental, según los freudianos.
El propio Freud admitió algunas pautas generales de conducta patológica —como la
histeria, el carácter obsesivo, las fobias, la ansiedad o la depresión—, pero consideraba que
todas ellas eran manifestaciones mutables de las neurosis, originadas por tensiones
emocionales sufridas en etapas específicas del desarrollo. Por ejemplo, un diagnóstico
psicoanalítico de Abigail Abercrombie explicaría sus accesos de ansiedad relacionándolos
con su modo de reaccionar frente a la estricta educación luterana de sus padres, y también
con su decisión de irse de casa a una edad temprana para trabajar, en lugar de casarse. Un
diagnóstico kraepeliniano estipularía que Abbey sufría un trastorno de ansiedad basándose
en sus síntomas de temor y malestar intensos, acompañados de palpitaciones, sudoración y
mareo, unos síntomas que aparecían conjuntamente en episodios regulares. (El método
diagnóstico de Wilhelm Reich ofrece todavía otro contraste: él afirmaba que la constricción
física del cuerpo de Abbey impedía el libre flujo de sus orgones, lo que provocaba su
ansiedad.) Se trata de interpretaciones extraordinariamente diferentes.
El psicoanálisis consideraba que prestar demasiada atención a los síntomas
específicos del paciente podía implicar una distracción y alejar al psiquiatra de la verdadera
naturaleza de un trastorno. El papel apropiado del psicoanalista era mirar más allá de los
simples comportamientos, sintomáticos o no, para desenterrar las dinámicas emocionales
ocultas y el relato de la historia del paciente. Dada la profunda discrepancia entre las
concepciones de la enfermedad mental de una y otra teoría, quizá no les sorprenda saber
que Emil Kraepelin miraba el psicoanálisis con un tono abiertamente burlón:
Por todas partes nos tropezamos con los rasgos característicos de la investigación
freudiana: la presentación de conjeturas y suposiciones arbitrarias como hechos ciertos, que
se usan sin vacilación para construir castillos en el aire cada vez más altos, y la tendencia a
generalizar sin límites a partir de una sola observación. Como yo estoy habituado a avanzar
sobre los cimientos más seguros de la experiencia directa, mi ignorante conciencia basada
en la ciencia natural tropieza a cada paso con objeciones, dudas e incertidumbres, mientras
que los discípulos de Freud, llevados por una imaginación que vuela a tales alturas, pasan
por encima de tales tropiezos sin la menor dificultad.
Para complicar aún más las cosas, los seguidores de cada escuela psicoanalítica
tenían sus propias categorías y definiciones de los conflictos inconscientes. Los freudianos
estrictos subrayaban el papel central de los conflictos sexuales. Los adlerianos señalaban la
agresividad como fuente clave del conflicto. La escuela de la psicología del yo combinaba
ambos enfoques, centrándose a la vez en los impulsos sexuales y agresivos. Los junguianos,
por su parte, trataban de identificar el choque entre arquetipos psíquicos en el inconsciente
del sujeto.
Otros psicoanalistas se sacaron de la manga sus propios diagnósticos. Helene
Deutsch, una prestigiosa emigrada austriaca, creó la «personalidad como si» para describir
a las personas «que parecen normales hasta cierto punto porque han sustituido las
conexiones reales con los demás por contactos seudoemocionales; se comportan “como si”
tuvieran sentimientos y relaciones con otras personas, en lugar de seudorrelaciones
superficiales». Paul Hoch y Phillip Polatin propusieron el término «esquizofrenia
seudoneurótica» para describir a las personas que ponían en sus relaciones un escaso (o
quizás excesivo) vínculo emocional. Resulta escalofriante pensar que algunos pacientes
diagnosticados con esquizofrenia seudoneurótica fueron en su día remitidos a la clínica de
psicocirugía situada aquí, en la Universidad de Columbia, donde Hoch trabajaba.
Freud aportó también su cuota de creaciones psicopatológicas, como, por ejemplo,
el trastorno de personalidad anal-retentivo: «un tipo de temperamento anal-erótico
caracterizado por la obsesión con el orden, la parsimonia y la obstinación». Un sujeto que
consumía comida, alcohol o drogas en exceso era etiquetado como una personalidad oral-
dependiente por la teoría de Freud, quien argumentaba que tales pacientes se habían visto
privados de nutrición oral en su infancia (es decir, del pecho materno). Freud catalogaba
otros conflictos neuróticos como complejos de Edipo (el varón que inconscientemente
deseaba matar a su padre y tener relaciones sexuales con su madre), complejos de Electra
(la mujer que inconscientemente deseaba matar a su madre y tener relaciones sexuales con
su padre), angustia de castración (el chico que temía perder el pene como castigo por la
atracción sexual hacia su madre) o envidia de pene (la chica que inconscientemente deseaba
el poder y el estatus que proporcionaba un pene).
El diagnóstico psicoanalítico más tristemente famoso era sin duda el de la
homosexualidad. En una época en que la sociedad consideraba inmoral e ilícita la
homosexualidad, la psiquiatría la catalogó también como un trastorno mental.
Curiosamente, el propio Freud no consideraba que la homosexualidad fuese una
enfermedad mental, y, en sus cartas y relaciones personales, se mostraba comprensivo con
sus conocidos homosexuales. Pero desde los años cuarenta hasta los setenta, la visión
psicoanalítica predominante sostenía que la homosexualidad se desarrollaba en los dos
primeros años de vida a causa de dos factores: una madre controladora que impedía que su
hijo se separase de ella, y un padre débil o displicente que no servía como modelo a su hijo,
o que no apoyaba sus esfuerzos para escapar de las garras de la madre.
Esta atribución, tan infundada como tremendamente destructiva, de conflictos
inconscientes a las personas homosexuales ilustra la enorme falibilidad y el mal uso
potencial del enfoque psicoanalítico a la hora de fijar un diagnóstico. A falta de una
metodología científica rigurosa, los terapeutas tenían tendencia a proyectar sus propios
valores e intuiciones en la vida mental de sus pacientes. A principios de la Segunda Guerra
Mundial, cada psicoanalista se atenía a sus propias ideas sobre lo que constituía un
conflicto psíquico y sobre el modo de identificarlo. Mientras las ideas de Kraepelin ponían
orden en la clasificación europea de la enfermedad mental, la psiquiatría americana seguía
manejando un amasijo caótico de diagnósticos.
Fue el ejército americano el que acudió finalmente en ayuda de la psiquiatría.
SOLDADOS PSICÓTICOS

Cuando el ejército americano empezó a reclutar a un número cada vez mayor de


soldados para combatir en la Segunda Guerra Mundial, se tropezó con un problema
desconcertante. Cada aspirante era examinado por un médico militar para determinar si era
apto para el servicio. Los militares preveían que los índices de reclutas rechazados por
motivos médicos serían similares en cada estado, pero al revisar los índices reales de todo
el país descubrieron con sorpresa que variaban enormemente. Un centro de reclutamiento
de Wichita podía presentar un veinte por ciento de reclutas rechazados, mientras que un
centro de Baltimore podía rechazar a un sesenta por ciento de los aspirantes. Cuando los
funcionarios militares estudiaron de cerca el problema, advirtieron que esta variabilidad no
se debía a defectos físicos como pies planos o soplos cardíacos, sino a las enormes
diferencias de criterio con las que cada médico catalogaba de enfermos mentales a los
reclutas.
Los militares no habían previsto las consecuencias de aplicar los métodos
contemporáneos de diagnosis psiquiátrica en la evaluación de los soldados llamados a filas.
Si un médico militar consideraba a un recluta no apto para el servicio, tenía que especificar
el diagnóstico exacto por el que lo descartaba. Solo que, por supuesto, los psiquiatras de
orientación freudiana no estaban habituados a establecer diagnósticos precisos (cada
psiquiatra psicoanalítico aducía su propia y peculiar interpretación de la neurosis y los
conflictos inconscientes). Y tampoco los no freudianos podían remitirse a un sistema
diagnóstico claro que justificara sus rechazos. Aunque muchos psiquiatras no freudianos
confiaban en el Standard, ese manual había sido elaborado para reunir estadísticas sobre los
pacientes internados en centros psiquiátricos, no para diagnosticar las enfermedades
mentales que podían hallarse en la población en general, y mucho menos para valorar la
capacidad de los aspirantes a soldados para entrar en combate.
Los reclutas con una conducta juzgada problemática en un entorno militar —como
la incapacidad para prestar atención o la hostilidad hacia la autoridad— acababan a menudo
metidos con calzador dentro de una categoría como «Personalidad psicopática». Algunos
centros de reclutamiento llegaron a tener un cuarenta por ciento de voluntarios rechazados
por «psicosis».
Con la esperanza de establecer un sistema exhaustivo y coherente para evaluar la
salud mental de los reclutas potenciales, el ejército reunió en 1941 a un comité dirigido por
William Menninger, ex presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría y cofundador
de la clínica Menninger. El comité tenía el objetivo de elaborar un conjunto de diagnosis
claramente definidas de enfermedad mental que sirvieran para determinar si un candidato
era apto para el servicio. (Resulta irónico observar que Karl, el hermano de William, había
escrito en su libro The Vital Balance [El equilibrio vital]: «Solo hay un tipo de enfermedad
mental, a saber: la enfermedad mental. Por lo tanto, la nomenclatura diagnóstica no solo es
inútil, sino restrictiva y obstructiva.»)
Menninger publicó su nuevo sistema de clasificación psiquiátrica en 1943, en un
boletín de veintiocho páginas del Departamento Técnico de Guerra que llegaría a conocerse
como el Medical 203 (por el número del boletín) y que se aplicó de inmediato como manual
oficial de diagnóstico a los reclutas y soldados del ejército norteamericano. El Medical 203
describía unos sesenta trastornos y constituyó un hito en la psiquiatría clínica. Era el primer
sistema diagnóstico que clasificaba cada forma conocida de enfermedad mental, incluyendo
los trastornos graves observados en los pacientes de las instituciones mentales y las
neurosis leves observadas en pacientes que podían funcionar normalmente en sociedad.
Por fin existía un mapa completo para diagnosticar la enfermedad mental. Y, sin
embargo, el Medical 203 fue prácticamente ignorado por los psiquiatras civiles. Para los
«loqueros» que atendían pacientes en su consulta privada, la impresión predominante venía
a ser: «Yo no necesitaba antes de la guerra un inútil manual de clasificación, y desde luego
tampoco lo necesito ahora.» Los psicoanalistas continuaron empleando sus propios
diagnósticos creativos, mientras que los psiquiatras de los manicomios y los centros
docentes siguieron confiando en el Standard o en alguna variante local del mismo.
Tras el final de la guerra, la psiquiatría americana permaneció sumida en un
batiburrillo de sistemas diagnósticos. Imagínense un país donde los médicos militares
definieran los ataques cardíacos de una forma, las universidades de otra y los hospitales de
otra más, y donde los médicos de atención primaria afirmaran, por su parte, que, como todo
el mundo estaba enfermo del corazón hasta cierto punto, los ataques de corazón no existían
en realidad. La psiquiatría americana estaba experimentando una crisis de fiabilidad.
En un célebre estudio de 1949, tres psiquiatras entrevistaron de forma independiente
a los mismos treinta y cinco pacientes y emitieron, también de forma independiente, sus
propios diagnósticos de cada uno. Terminaron coincidiendo en el mismo diagnóstico para
un paciente dado (por ejemplo, «enfermedad maníaco-depresiva») solo en el veinte por
ciento de los casos. (Imaginen la frustración que sentirían si los oncólogos solo coincidieran
un veinte por ciento de las veces en considerar que la peca que tienen en el brazo es un
cáncer de piel.) Los dirigentes de la Asociación Psiquiátrica Americana reconocieron que
esta inquietante falta de fiabilidad acabaría socavando la credibilidad pública de la
psiquiatría. Pese a las protestas de muchos psicoanalistas, la APA formó en 1950 un Comité
de Nomenclatura y Estadística con el objetivo de elaborar un sistema diagnóstico que de
una vez por todas estandarizara la clasificación de la enfermedad mental en la psiquiatría
civil. A diferencia del Standard, este nuevo sistema incluiría las diagnosis usuales de la
práctica privada, es decir, las enfermedades que los loqueros veían (o creían ver) a diario en
sus consultas.
El comité tomó como punto de partida el Medical 203, sacando muchos pasajes
directamente del boletín militar de Menninger. Al mismo tiempo, trató de marcar una línea
de continuidad con el Standard tomando de su título la expresión «Manual estadístico». En
1952, la APA publicó el nuevo sistema de clasificación: el primer Diagnostic and Statistical
Manual of Mental Disorders, hoy conocido como DSM-I. El manual enumeraba 106
trastornos mentales, lo que constituía una ampliación desde los 22 trastornos recogidos en
el Standard y los 60 reflejados en el Medical 203. Se apoyaba en gran medida en conceptos
psicoanalíticos; con toda evidencia, en los nombres de los trastornos, que aparecían
descritos como «reacciones», un término procedente del psicoanalista Adolf Meyer, quien
supervisó la elaboración del DSM-I mientras era presidente de la APA. Meyer consideraba
que las enfermedades mentales surgían de hábitos no-adaptativos adquiridos como reacción
ante las tensiones vitales. A su juicio, las enfermedades mentales debían diagnosticarse
identificando los factores estresantes específicos y las reacciones del paciente frente a ellas.
La esquizofrenia, por ejemplo, era un conjunto de reacciones de rebelión frente a las
tensiones y desafíos de la vida. Este punto de vista figuraba en la descripción del DSM-I de
las reacciones psicóticas: «una reacción psicótica puede definirse como aquella en la cual la
personalidad, en su esfuerzo por ajustarse a las tensiones internas y externas, se vale de una
grave alteración afectiva, un profundo autismo, un alejamiento de la realidad, y/o de la
formación de delirios y alucinaciones».
Para una especialidad médica como la psiquiatría, que se había fragmentado en una
auténtica anarquía de definiciones distintas según cada institución, ahora existía por fin un
único manual unificador que podía emplearse en cualquier entorno psiquiátrico: tanto en
una institución mental de Arkansas como en la consulta de un analista del Upper East Side
de Manhattan o en un centro médico del frente de Corea. El DSM-I representaba un primer
paso necesario para la unificación y estandarización de la medicina psiquiátrica.
Pero era también un primer paso precario, pues los diagnósticos del DSM-I no se
basaban en pruebas científicas o en investigaciones empíricas. Solo reflejaban el consenso
de un comité integrado mayoritariamente por psicoanalistas, no por investigadores. No
habría de pasar mucho tiempo antes de que los enormes defectos del DSM quedaran en
evidencia ante todo el mundo.
SOBRE ESTAR CUERDO EN LUGARES DE LOCOS

Cuando yo entré en la Facultad de Medicina, en 1970, se usaba la segunda edición


del DSM. El DSM-II era un delgado libro de espiral que costaba tres dólares y medio. Había
sido publicado sin grandes alharacas en 1968, contenía 182 trastornos (casi el doble que el
DSM-I) y era tan vago e incoherente como su predecesor. El DSM-II había abandonado el
término «reacciones», pero retenía el término «neurosis». Yo solo me enteré de estos
detalles más tarde; mientras estaba en la facultad, apenas le puse la vista encima al DSM-II,
y tampoco lo hacía la mayoría de los estudiantes de psiquiatría y psicología.
En cambio, invertí mi dinero en un caro volumen de color negro titulado
Comprehensive Textbook of Psychiatry, que era un texto de referencia mucho más común.
El libro contenía un popurrí de datos de antropología, sociología y psicología: todos
mezclados y con una buena dosis de teoría psicoanalítica, por supuesto. Todavía contenía
capítulos sobre terapia de sueño, terapia de coma insulínico y lobotomías, mientras que solo
130 de sus 1.600 páginas hacían referencia al cerebro o la neurociencia.
La mayor parte de lo que aprendimos en la Facultad de Medicina no procedía de los
libros, sino de los profesores, cada uno de los cuales ofrecía su propia interpretación de la
diagnosis psiquiátrica. Un día, después de que entrevistáramos a un paciente que era a todas
luces psicótico, mi profesor empezó a analizar sus características para formular un
diagnóstico. En un momento dado afirmó que el paciente tenía el «tufillo típico de la
esquizofrenia». Yo primero pensé que hablaba del olor metafóricamente, tal como podrías
referirte al «dulce aroma del éxito»; pero al final advertí que, como un sabueso psiquiátrico,
creía que con su refinada nariz su capacidad olfativa podía detectar el aroma —al parecer,
terroso— de la esquizofrenia.
Otros profesores improvisaban sus métodos diagnósticos tal como un músico de
jazz juega con una melodía, y nos animaban a seguir su ejemplo. Aunque este enfoque era
ciertamente respetuoso con las inquietudes individuales y las experiencias de cada paciente
—y contribuía a liberar la creatividad del médico—, no fomentaba en modo alguno la
coherencia diagnóstica. Para confundir todavía más a un joven psiquiatra impresionable,
había todo un abanico de marcos diagnósticos surgidos de la fragmentación de la teoría
freudiana: adlerianos, junguianos, sullivanianos, kleinianos, kohutianos y muchos otros,
todos ellos elaborados por pensadores creativos que eran, además, oradores elocuentes y
personajes carismáticos. Era como si la influencia de cada nuevo modelo diagnóstico
brotara directamente del brío y la inspiración de su creador, no de un descubrimiento
científico o un sólido conjunto de pruebas. En cuestión de influencia clínica, el DSM en los
años setenta estaba totalmente eclipsado por esos grandes personajes de culto.
A la mayoría de los psiquiatras, claro, esto no les parecía un problema. ¿Y qué
importa si hay un batiburrillo anárquico de filosofías sobre la enfermedad mental? ¡Así
tengo la libertad de escoger la que mejor se adapta a mi estilo! Había muy escasa inquietud
respecto a la responsabilidad, y menos todavía respecto a la falta en la profesión de algo
remotamente parecido a un conjunto de «buenas prácticas». Esta actitud complaciente
quedaría hecha añicos por un estudio que sacudió a la psiquiatría con la violencia de un
terremoto.
En 1973, apareció en las columnas habitualmente serias de la revista científica
Science un espectacular artículo de denuncia. Después de otros artículos de título técnico
como «Restos de animales domésticos más antiguos datados con carbono 14» o «Flujo
genético y diferenciación poblacional», unas pocas páginas llamaban poderosamente la
atención: «On Being Sane in Insane Places» [Estar cuerdo en lugares de locos]. El autor era
David Rosenhan, un abogado poco conocido, formado en Stanford, que acababa de obtener
un título de psicología, pero carecía de experiencia clínica. La primera frase de su artículo
dejaba claro que pretendía abordar una de las cuestiones más elementales para cualquier
forma de medicina que presumiera de tratar la mente: «Si la cordura y la locura existen,
¿cómo podemos distinguirlas?»
Rosenhan proponía un experimento para averiguar cómo respondía la psiquiatría
americana esta pregunta. Supongamos que unas personas completamente normales, sin
ningún antecedente de enfermedad mental, fueran ingresadas en un hospital mental. ¿Se
descubriría que son cuerdas? Y en caso afirmativo, ¿cómo? Rosenhan no se limitaba a
proponer esta idea como un experimento hipotético, sino que pasaba a exponer los
resultados de un extraordinario estudio que había llevado a cabo durante el año anterior.
Sin conocimiento del personal hospitalario, había tramado en secreto el ingreso de
ocho personas sanas en doce hospitales mentales de cinco estados de la Costa Este y Oeste
(algunos de sus cómplices fueron ingresados en varios hospitales). Estos «seudopacientes»
usaron falsas identidades, modificando su edad y su profesión. Pedían cita por teléfono en
cada hospital y, al llegar, decían oír unas voces que repetían tres palabras: «vacío»,
«agujero» y «golpe».
En cada caso, los seudopacientes fueron ingresados de forma voluntaria en el
hospital. Una vez en el pabellón psiquiátrico, tenían instrucciones de decir al personal que
ya no oían las voces (aunque sin explicar que habían simulado los síntomas para que los
internaran). Entonces empezaban a actuar con normalidad, sin manifestar supuestamente
ningún otro síntoma patológico. Su conducta en los pabellones psiquiátricos era calificada
en los informes de las enfermeras de «amistosa», «colaboradora» y «exenta de indicios
anómalos».
El simulacro de los seudopacientes de Rosenhan no llegó a descubrirse en ningún
caso. Todos fueron diagnosticados como esquizofrénicos (salvo uno, diagnosticado como
maníaco-depresivo), y, cuando recibieron el alta, todos salvo el maníaco-depresivo
quedaron etiquetados como pacientes con una «esquizofrenia en fase de remisión». La
duración de la hospitalización varió desde los siete a los cincuenta y dos días. Y, sin
embargo, como observó Rosenhan con desdén, ningún miembro del personal sanitario
planteó jamás la cuestión de su aparente cordura. (Esta afirmación es discutible, porque
muchas enfermeras dejaron constancia de que los seudopacientes se comportaban con
normalidad.) Rosenhan concluía: «No sabemos distinguir a los cuerdos de los locos en los
hospitales psiquiátricos» y condenaba a la profesión en conjunto por sus diagnósticos poco
fiables y su excesiva tendencia a etiquetar a los pacientes. Esta última acusación no dejaba
de resultar paradójica, teniendo en cuenta que la mayoría de los psiquiatras rechazaba en
esa época las etiquetas diagnósticas para defender, por el contrario, las interpretaciones
matizadas e individuales de carácter psicoanalítico.
El artículo de Rosenhan en Science provocó la indignación y la burla generalizada
tanto entre el público profano como en el seno de la comunidad médica, una reacción que
pilló a la profesión totalmente por sorpresa. Los psiquiatras se pusieron a la defensiva y
salieron en tromba a criticar el estudio de Rosenhan, argumentando (razonablemente, a mi
entender) que si una persona se presenta en un hospital mental diciendo que oye voces, el
proceder ético y sensato es ingresarla para someterla a observación y tratamiento. Al fin y
al cabo, la esquizofrenia puede ser una dolencia peligrosa. Si los psiquiatras no aceptaran lo
que les dijeran los pacientes al pie de la letra, entonces no solo la psiquiatría, sino toda la
profesión médica estaría en peligro. Si un paciente acudiera a urgencias diciendo que tenía
un dolor en el pecho y el personal sanitario se negara a ingresarlo para someterlo a estudio
a menos que ofreciera otras pruebas de su dolor, el paciente podría morir. De forma similar,
si para fingir una enfermedad y engañar a los médicos una persona se tragara un frasco de
sangre y se provocara la tos para escupirla en la sala de urgencias, resultaría de un cinismo
abrumador acusar de incompetentes a los médicos que decidieran practicarle una
endoscopia para buscar el origen de la hemorragia.
Rosenhan reconocía abiertamente su antipatía a la profesión psiquiátrica y, en la
estela del escándalo causado por su primer estudio, vio otra oportunidad para dañar la
maltrecha credibilidad de la psiquiatría. Se dirigió a un prestigioso hospital universitario
que se había mostrado especialmente beligerante en la refutación de su estudio y le planteó
un nuevo desafío: «Durante el próximo año, enviaré otra tanda de impostores a su hospital.
Ustedes, sabiendo ahora de antemano que habrán de presentarse, intenten detectarlos.
Veremos al final del año a cuántos han pillado.» El hospital (no identificado) mordió el
anzuelo y —quizá de forma imprudente— aceptó el desafío.
De los 193 nuevos pacientes evaluados a lo largo del año siguiente, el personal
hospitalario identificó a 41 posibles impostores. Rosenhan, muy ufano, reveló entonces que
no había enviado a ningún impostor. Y declaró que, dada su incapacidad para distinguir a
los cuerdos de los locos, la psiquiatría estaba haciendo en el terreno médico lo mismo que
quienes acusaban de crímenes a personas inocentes y las condenaban a prisión.
Aunque la mayoría de los psiquiatras desecharon el estudio de Rosenhan como un
simple truco para darse publicidad, la profesión no pudo evitar la vergüenza ni ignorar el
clamor generado por el caso. Los periódicos no paraban de publicar artículos y cartas al
director que calificaban a la psiquiatría de farsa y de estafa. Y lo que resultaba todavía más
inquietante para los psiquiatras: los colegas médicos y las compañías de seguros habían
empezado a manifestar ruidosamente su desencanto con la psiquiatría. Tras la publicación
del estudio de Rosenhan, algunas compañías de seguros como Aetna y Blue Cross
recortaron radicalmente las prestaciones de salud mental de sus pólizas, pues empezaban a
percatarse de que los diagnósticos y tratamientos psiquiátricos eran arbitrarios y se
adoptaban sin supervisión ni responsabilidad alguna. En 1975, el vicepresidente de la Blue
Cross declaró a la revista Psychiatric News: «En psiquiatría, si se compara con otra clase de
servicios médicos, hay una terminología menos clara y uniforme en cuanto a los
diagnósticos, las modalidades de tratamiento y los tipos de centros de atención para los
pacientes. Una parte del problema procede de la naturaleza oculta o privada de muchos
servicios; solo el paciente y el terapeuta tienen un conocimiento directo de qué servicios se
han proporcionado y por qué.»
Por mala que fuera la situación, todavía tenía que empeorar mucho más. El estudio
de Rosenhan alimentó el crecimiento acelerado de un movimiento que pretendía acabar por
completo con la psiquiatría, un movimiento impulsado una década atrás por un hombre
llamado Thomas Szasz.
EL MOVIMIENTO DE LA ANTIPSIQUIATRÍA Y LA GRAN CRISIS

En 1961, Thomas Szasz, un psiquiatra húngaro que trabajaba en la Facultad de


Psiquiatría de la Universidad Estatal de Nueva York en Siracusa, publicó El mito de la
enfermedad mental, un libro enormemente influyente que sigue publicándose en la
actualidad. Szasz sostenía en el libro que las enfermedades mentales no son realidades
médicas como la diabetes o la hipertensión, sino ficciones inventadas por la psiquiatría para
poder cobrar a los pacientes por terapias acientíficas de eficacia desconocida. Szasz
afirmaba que la psiquiatría era una «seudociencia» como la alquimia o la astrología: una
crítica justificada en una época en la que el psicoanálisis era la facción que dominaba la
psiquiatría como una secta.
El libro le valió una fama instantánea, sobre todo entre los jóvenes que estaban
adoptando los valores de la contracultura y desafiando las formas tradicionales de
autoridad. A mediados de los sesenta, los estudiantes acudían en masa a estudiar con él en
la Universidad Estatal de Nueva York en Siracusa. Szasz empezó a publicar artículos y dar
conferencias defendiendo un nuevo enfoque para la psicoterapia. El verdadero objetivo de
un analista, y el único provechoso, afirmaba Szasz, consistía en «descifrar el juego vital al
que juega el paciente». Los psiquiatras, por tanto, no debían aceptar la idea de que había
algo «malo» en las conductas extrañas, un mensaje que tuvo amplia resonancia en una
generación que había adoptado otros eslóganes antiautoritarios como «Conéctate,
sintonízate y ábrete» o «Haz el amor y no la guerra».
Los puntos de vista de Szasz entrañaban un tipo de relativismo conductual que
consideraba válido y significativo cualquier comportamiento insólito si se examinaba con la
perspectiva adecuada. Szasz diría que la decisión de Elena Conway de acompañar al
sórdido desconocido que había conocido en el metro era una expresión válida de su
intrépida personalidad y de su admirable disposición a no juzgar a nadie por su apariencia,
y no una decisión condicionada por una «enfermedad» arbitraria que los médicos llamaban
«esquizofrenia». Szasz era partidario de suprimir completamente los hospitales mentales:
«La hospitalización mental involuntaria es como el esclavismo. Perfeccionar las normas de
reclusión es como engalanar las plantaciones de esclavos. No se trata de mejorar las
condiciones de reclusión, sino de abolirlas.»
Las ideas de Szasz alentaron el nacimiento de un movimiento que cuestionaba la
existencia misma de la psiquiatría y exigía su erradicación, y El mito de la enfermedad
mental se convirtió en su manifiesto. La traición definitiva de Szasz a su profesión se
produjo en 1969 cuando se unió a L. Ron Hubbard y a la Iglesia de la Cienciología para
fundar la Comisión Ciudadana de Derechos Humanos (CCHR). Inspirándose
explícitamente en los argumentos de Szasz, la CCHR sostiene que la «así llamada
enfermedad mental» no es una enfermedad médica, que la medicación psiquiátrica es
fraudulenta y peligrosa, y que la profesión psiquiátrica debería ser condenada.
Szasz sirvió de inspiración para otros que dudaban del valor de la psiquiatría, entre
ellos un sociólogo desconocido a la sazón llamado Erving Goffman. En 1961, Goffman
publicó el libro Asylums [Manicomios], denunciando las deplorables condiciones de las
instituciones mentales americanas. Dado que la población de los manicomios estaba
rozando sus máximos históricos, no podía discutirse que la mayoría de estas instituciones
eran lugares opresivos, superpoblados e inhóspitos. ¿Cuál era la respuesta de Goffman a
este innegable problema social? Él afirmaba sencillamente que la enfermedad mental no
existía.
Según Goffman, lo que los psiquiatras llamaban enfermedad mental reflejaba, de
hecho, la incapacidad de la sociedad para entender las motivaciones de las personas poco
convencionales. La sociedad occidental había impuesto lo que él llamaba «una orden
judicial médica a esos transgresores. Y llamaba pacientes a los reclusos». Goffman escribió
que su objetivo al investigar las instituciones mentales era «conocer el entorno social del
recluso hospitalario». Él evitaba expresamente todo contacto con el personal sanitario,
afirmando que «describir con fidelidad la situación de los pacientes equivale
necesariamente a presentar una visión partidista». Y defendía esta visión abiertamente
sesgada alegando que «el desequilibrio se produce al menos hacia el lado correcto de la
balanza, pues casi todos los estudios profesionales están escritos desde el punto de vista de
los psiquiatras, y yo, en términos sociológicos, estoy del otro lado».
El deseo de proponer teorías acerca de la conducta humana es un impulso humano
básico en el que todos caemos con frecuencia. Quizá sea este el motivo de que tantos
investigadores psiquiátricos se sientan obligados a dejar de lado las teorías e
investigaciones de los científicos anteriores para poder formular su propia Gran
Explicación sobre la enfermedad mental. A pesar de que Goffman se había licenciado en
sociología (no en psiquiatría) y carecía de la menor experiencia clínica, pronto se apoderó
de él el deseo de postular su propia Gran Explicación sobre la enfermedad mental.
Los individuos diagnosticados de enfermedades mentales no tenían una auténtica
dolencia médica, sostenía Goffman, sino que eran víctimas de la reacción de la sociedad
frente a ellas: de lo que Goffman llamó «contingencias sociales», tales como la pobreza, el
rechazo social de su conducta por inmoral, e incluso el hecho de que vivieran o no en las
proximidades de una institución mental. Pero ¿y si una persona estaba convencida de que le
pasaba algo, como en el caso de Abigail Abercrombie y sus ataques de pánico? Goffman
replicaba que su percepción de que se le aceleraba el corazón, su sensación de desastre
inminente y su sentimiento de pérdida de control respondían a los estereotipos culturales
sobre cómo debía comportarse una persona cuando siente ansiedad.
Mientras Szasz y Goffman iban ganando renombre en Estados Unidos, al otro lado
del Atlántico emergió una nueva figura de la antipsiquiatría: el psiquiatra escocés R. D.
Laing. Aunque Laing creía que la enfermedad mental existía, situaba como Goffman el
origen de la enfermedad en el entorno social de la persona, especialmente en las
alteraciones de la red familiar. En particular, Laing consideraba que la conducta psicótica
era una expresión de angustia provocada por las circunstancias sociales insoportables de la
persona; la esquizofrenia, a su juicio, era un grito de socorro.
Laing creía que un terapeuta podía interpretar el simbolismo personal de la psicosis
de un paciente (un eco de la interpretación de los sueños de Freud) y emplear esta
interpretación para abordar los problemas ambientales que constituían el auténtico origen
de la esquizofrenia del paciente. Para descifrar con éxito la sintomatología psicótica de un
paciente, Laing afirmaba que el terapeuta debía aprovechar sus propias «posibilidades
psicóticas». Solo de este modo podría comprender la «posición existencial» del
esquizofrénico: «su peculiaridad, su diferencia, su aislamiento, su soledad y su
desesperación».
Las ideas de Szasz, Laing y Goffman constituyeron las bases intelectuales de un
movimiento antipsiquiátrico en expansión que pronto habría de unir fuerzas con activistas
sociales como los Panteras Negras, los marxistas, los manifestantes contra la guerra del
Vietnam, y con otras organizaciones partidarias de desafiar las convenciones y la autoridad
de la opresiva sociedad occidental. En 1968, los activistas antipsiquiátricos montaron sus
primeras manifestaciones en una convención anual de la Asociación Psiquiátrica
Americana. Al año siguiente, en la convención de la APA en Miami, los delegados vieron
por la ventana un avión volando en círculo con un gran rótulo que decía: «La psiquiatría
mata.» Desde entonces, todas las convenciones de la APA han contado con la compañía de
los altavoces y los piquetes de las protestas antipsiquiátricas, incluida la convención de
2014, celebrada en Nueva York, que yo presidí.
Pese a los elementos de verdad que había en las tesis del movimiento
antipsiquiátrico durante los años sesenta y setenta —como, por ejemplo, la afirmación
válida de que el diagnóstico psiquiátrico era extremadamente poco fiable—, muchas de sus
afirmaciones se basaban en datos muy distorsionados y en simplificaciones excesivas de la
realidad clínica. Las críticas antipsiquiátricas más elaboradas procedían de políticos y de
intelectuales radicales que vivían encerrados en su torre de marfil y carecían de experiencia
directa de la enfermedad mental, o bien de disidentes clínicos que se movían en los
márgenes de la psiquiatría clínica... y que quizá ni siquiera creían en las ideas que
pregonaban.
El doctor Fuller Torrey, eminente investigador de la esquizofrenia y destacado
portavoz en defensa de los pacientes mentales, me explicó lo siguiente: «Las convicciones
de Laing se vieron puestas a prueba finalmente cuando su propia hija desarrolló una
esquizofrenia. A partir de entonces, se desencantó de sus propias ideas. Algunas personas
que conocían a Laing me contaron que acabó convertido en un tipo que cobraba por dar
conferencias sobre ideas en las que ya no creía. Lo mismo ocurrió con Szasz, a quien vi
varias veces. Él me dejó bien claro que comprendía que la esquizofrenia reunía todos los
requisitos de una verdadera enfermedad cerebral, pero que jamás iba a declararlo en
público.»
El movimiento de la antipsiquiatría continúa perjudicando a los propios individuos a
los que pretende ayudar, o sea, a los enfermos mentales. Aparte de Laing, las principales
figuras de la antipsiquiatría ignoraban alegremente el problema del sufrimiento humano,
asegurando que el tormento de una persona deprimida o los sentimientos persecutorios de
un esquizofrénico paranoide se disiparían si nos limitáramos a respetar y apoyar sus
creencias atípicas. También hacían caso omiso del peligro que el esquizofrénico
representaba a veces para otros.
El eminente psiquiatra Aaron Beck me ofreció un ejemplo del verdadero coste que
implica no tener en cuenta estos factores: «Yo había estado tratando a un paciente
internado, potencialmente homicida, que se puso en contacto con Thomas Szasz, y este
presionó directamente al hospital Pensilvania para que le dieran el alta. Después de que lo
soltaran, el paciente cometió varios asesinatos, y solo pudo pararlo su esposa, a quien él
amenazó de muerte y que acabó pegándole un tiro. Creo que el “mito de la enfermedad
mental” promulgado por Szasz no solo era absurdo, sino perjudicial para los propios
pacientes.»
Los gobiernos de cada estado, que siempre andaban buscando maneras de recortar
fondos para los enfermos mentales (en especial, para las instituciones mentales, que suelen
ser uno de los ítems más elevados de sus presupuestos anuales), estaban más que dispuestos
a dar crédito a los argumentos de la antipsiquiatría. Pretendiendo adoptar una postura
humana, citaban a Szasz, Laing y Goffman como justificación científica y moral para
vaciar los manicomios del estado y devolver los pacientes a la comunidad. Pero mientras
los legisladores ahorraban dinero en sus presupuestos, la realidad era que muchos pacientes
de esos manicomios eran ancianos con mala salud y sin ningún lugar adonde ir. Esta
política equivocada de desinstitucionalización contribuyó a extender una epidemia de
vagabundos, muchos de los cuales estaban mentalmente enfermos, y al rápido aumento de
los enfermos mentales en la población carcelaria, que persiste todavía hoy. Las compañías
de seguros también estaban dispuestas a aceptar el argumento de la antipsiquiatría de que la
enfermedad mental era simplemente un «problema de la vida» y no una dolencia médica, y
que, por lo tanto, el tratamiento de tales «enfermedades» no debían abonarlo, lo que
condujo a recortes todavía mayores en la cobertura de sus pólizas.
El último y más duradero golpe profesional sufrido a causa del movimiento
antipsiquiátrico fue la erosión del monopolio casi exclusivo de la psiquiatría sobre el
tratamiento terapéutico. Dado el argumento central de la antipsiquiatría de que la
enfermedad mental no era una dolencia médica, sino un problema social, los psiquiatras ya
no podían alegar que ellos debían ser los únicos gestores de la atención a la salud mental.
Los psicólogos clínicos, los asistentes sociales, los consejeros pastorales, los practicantes de
new age, los grupos de encuentro y otros terapeutas profanos emplearon los argumentos de
la antipsiquiatría para reforzar su propia legitimidad para cuidar de los enfermos mentales,
arrebatando un número cada vez mayor de pacientes a los psiquiatras de formación médica.
Muy pronto, una proliferación de supuestos terapeutas sin ninguna licencia empezó a
repartirse el mercado de la atención a la salud mental. La más inquietante y agresiva de
estas terapias alternativas no médicas era la Iglesia de la Cienciología, un sistema casi
religioso de creencias fundado por el escritor de ciencia ficción L. Ron Hubbard. La
cienciología sostiene que las personas son seres inmortales que han olvidado su verdadera
naturaleza y sus vidas pasadas. Sus integrantes condenaban el uso de los fármacos
psiquiátricos y animaban a los sujetos a someterse a un proceso de «auditoría» mediante el
cual revivían conscientemente los hechos dolorosos o traumáticos del pasado con el fin de
liberarse de sus efectos dañinos.
Cada uno de estos grupos rivales adoptaba sus propios métodos y teorías, pero todos
compartían la convicción tan enfáticamente formulada por los antipsiquiátricos, a saber:
que los trastornos mentales no eran auténticas enfermedades médicas y que, por tanto, no
debían ser tratadas por médicos. Los Conway, que me trajeron a su hija esquizofrénica
Elena, son un ejemplo de la gente que adoptaba los argumentos de la antipsiquiatría y
prefería los tratamientos holísticos a los médicos.
A mediados de los años setenta, la psiquiatría americana estaba siendo machacada
en todos los frentes. Académicos, abogados, activistas, artistas e incluso algunos psiquiatras
condenaban públicamente la profesión de forma constante. En 1975, la película Alguien
voló sobre el nido del cuco, basada en la exitosa novela de Ken Kesey, de 1962, vino a
simbolizar el sentimiento creciente que existía contra la psiquiatría. La película, ganadora
de varios Óscar, se desarrollaba en una institución mental de Oregón, donde el protagonista,
Randle McMurphy, un pícaro y carismático granuja interpretado por Jack Nicholson, era
internado por conducta antisocial. Nicholson dirige una tumultuosa rebelión de los
pacientes contra la autoridad tiránica de la encargada del psiquiátrico, la enfermera
Ratched, que reafirma cruelmente su control sometiendo a la fuerza a McMurphy a un
tratamiento de electrochoque y luego a una lobotomía. Aunque la historia estaba pensada
como una alegoría política, no como un alegato antipsiquiátrico, la película dejó impresa en
la mente del público la imagen de una profesión en bancarrota moral y científica.
Al evaluar la situación a principios de los años setenta, la Asociación Psiquiátrica
Americana advirtió a sus miembros: «Nuestra profesión ha sido arrastrada hasta el borde
mismo de la extinción.» La junta directiva convocó una reunión de urgencia en febrero de
1973 para estudiar cómo había que abordar la crisis y contrarrestar las críticas desatadas.
Todo el mundo coincidió en que había una cuestión fundamental en juego en todos los
problemas de la psiquiatría: aún no existía un método de diagnóstico científico y fiable de
la enfermedad mental.
4

Cómo destruir los Rembrandts, Goyas y Van Goghs: los antifreudianos salen al
rescate

Los médicos creen que hacen una gran cosa por el paciente cuando le dan nombre a
su enfermedad.
IMMANUEL KANT

Por desgracia para todos nosotros, el DSM-III en su actual versión parece reunir
todas las características para provocar una convulsión en la psiquiatría americana que no
amainará en mucho tiempo.
BOYD L. BURRIS, presidente de la Sociedad
Baltimore Washington de Psicoanálisis, 1979

UN HÉROE IMPROBABLE

Poco hacía pensar en los inicios de la vida de Robert Leopold Spitzer que llegaría a
ser un revolucionario de la psiquiatría, aunque no resultaba difícil detectar en él indicios de
un enfoque metódico del comportamiento humano: «Cuando tenía doce años fui durante
dos meses a un campamento de verano y desarrollé un interés considerable por algunas de
las campistas femeninas —me explicó Spitzer—. Así que dibujé en la pared un gráfico de
mis sentimientos hacia cinco o seis chicas y fui trazando los altibajos de esos sentimientos
durante el transcurso del campamento. Recuerdo también que me preocupaba el hecho de
sentirme atraído por chicas que realmente no me gustaban demasiado, así que tal vez mi
gráfico me ayudó a aclarar mis sentimientos.»
A los quince años, Spitzer pidió permiso a sus padres para iniciar una terapia con un
acólito de Wilhelm Reich. Pensaba que tal vez le ayudaría a entender mejor a las chicas.
Sus padres se negaron. Creían, con buena intuición, que la orgonomía de Reich era una
patraña. Sin amilanarse, Spitzer empezó a salir a hurtadillas para asistir en secreto a las
sesiones con un terapeuta reichiano del centro de Manhattan, al que le pagaba cinco dólares
a la semana. El terapeuta, un hombre joven, seguía la práctica de Reich de manipular
físicamente el cuerpo de los pacientes y se pasaba las sesiones palpando los miembros de
Spitzer sin hablar apenas. Él recuerda aun así algo que le dijo el terapeuta: «Me dijo que si
me liberaba de mis inhibiciones paralizantes, experimentaría un corriente física, una
conciencia agudizada de mi propio cuerpo.»
Buscando esa «corriente física», Spitzer convenció a un analista reichiano que tenía
un acumulador de orgón para que le dejara utilizar el dispositivo. Pasó muchas horas
sentado entre las estrechas paredes de madera del cubículo, absorbiendo la invisible energía
orgónica que, esperaba, habría de hacerlo más feliz, más fuerte y más inteligente. Tras un
año de sesiones y tratamientos reichianos, sin embargo, empezó a sentirse desilusionado
con la orgonomía. Y como tantos fanáticos que han perdido su fe, tomó la determinación de
desenmascarar y poner en evidencia a su antigua ortodoxia.
En 1953, durante su último año en la Universidad de Cornell, Spitzer concibió ocho
experimentos para poner a prueba las afirmaciones de Reich sobre la existencia de la
energía orgónica. Para algunas pruebas, reclutó a estudiantes. Para otras, se colocó él
mismo como objeto de estudio. Al terminar los ocho experimentos, Spitzer concluyó que
«un examen atento de los datos no demuestra en modo alguno ni ofrece siquiera el menor
indicio de la existencia de la energía orgónica».
La mayoría de las investigaciones de los universitarios no suele alcanzar otra
audiencia que la del propio tutor, y el estudio de Spitzer no fue una excepción. Cuando
presentó al American Journal of Psychiatry su artículo desacreditando la orgonomía, los
editores se apresuraron a rechazarlo. Unos meses más tarde, sin embargo, recibió una visita
inesperada en la habitación de su residencia: un funcionario de la Agencia de Alimentos y
Medicamentos (FDA). El hombre le explicó que estaban investigando las afirmaciones de
Reich de que podía curar el cáncer. Necesitaban a un experto que pudiera testificar sobre la
eficacia —o ineficacia— de los acumuladores de orgón, y la Asociación de Psiquiatría
Americana, editora del American Journal of Psychiatry, les había facilitado su nombre.
¿Estaba interesado? No dejaba de ser una reacción gratificante para un joven aspirante a
científico, aunque al final el testimonio de Spitzer no fue necesario. El incidente, en todo
caso, demostraba que Spitzer ya estaba preparado para desafiar a la autoridad psiquiátrica
mediante la razón y la experimentación.
Tras licenciarse en 1957 en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva
York, Spitzer empezó a estudiar psiquiatría en la Universidad de Columbia y psicoanálisis
en su Centro de Formación e Investigación Psicoanalítica, que era el instituto de
psicoanálisis más influyente de Norteamérica. En cuanto empezó a tratar a sus propios
pacientes mediante el psicoanálisis, sin embargo, se sintió desilusionado una vez más. Pese
a sus fervientes esfuerzos para aplicar adecuadamente la teoría psicoanalítica con todos sus
entresijos y matices, los pacientes raramente parecían mejorar. Spitzer comenta al respecto:
«A medida que pasaba el tiempo, me fui dando cuenta de que no sabía realmente si solo
estaba diciéndoles lo que yo quería creer. Yo trataba de convencerlos de que podían
cambiar, pero no estaba seguro de que fuera cierto.»

Robert Spitzer, el arquitecto del DSM-III. (Por cortesía de Eve Vagg, Instituto
Psiquiátrico del Estado de Nueva York.)
Spitzer siguió trabajando como joven clínico de la Universidad de Columbia, con la
esperanza de encontrar alguna oportunidad de cambiar el curso de su carrera. Esa
oportunidad se le presentó en 1966 en la cafetería de la universidad. Spitzer compartió
mesa durante el almuerzo con Ernest Gruenberg, un miembro veterano de la facultad de
Columbia y director del grupo de trabajo del DSM-II, que se hallaba entonces en plena
elaboración. Gruenberg había visto a Spitzer por el departamento y siempre había sentido
simpatía por él, y los dos entablaron una animada y distendida conversación. Al terminar
sus sándwiches, Gruenberg le hizo una oferta: «Ya casi hemos terminado el DSM-II, pero
todavía necesito a alguien que tome notas y revise un poco el texto. ¿Te interesaría?»
Spitzer preguntó si cobraría. Gruenberg sonrió, meneando la cabeza. «No»,
respondió. Spitzer se encogió de hombros y dijo: «Acepto el trabajo.»
La gran mayoría de los psiquiatras todavía consideraba inútil el DSM. A nadie le
parecía que una clasificación burocrática de diagnósticos pudiera ser un trampolín para el
progreso de la profesión. Pero Spitzer pensó que disfrutaría más con el puzle intelectual de
deslindar las enfermedades mentales unas de otras que con el proceso vago e incierto del
psicoanálisis. Su entusiasmo y su diligencia como amanuense del DSM-II fueron premiados
con un rápido ascenso que habría de convertirlo a sus treinta y cuatro años en miembro de
pleno derecho del grupo de trabajo: el miembro más joven del equipo del DSM-II.
Cuando estuvo terminada la nueva edición del Manual, Spitzer siguió formando
parte del grupo de la APA bautizado con el soporífico nombre de «Comité de Nomenclatura
y Estadística». En otras circunstancias se habría tratado de un puesto rutinario y poco
prometedor, y el propio Spitzer no tenía expectativas de que pudiera llevarle a ninguna
parte... hasta que estalló la polémica que lo situó bruscamente en el candelero: la batalla en
torno al diagnóstico de la homosexualidad en el DSM.
CATALOGAR LA HOMOSEXUALIDAD

La psiquiatría americana había considerado desde hacía mucho tiempo que la


homosexualidad representaba una conducta desviada, y generaciones de psiquiatras la
habían catalogado como un trastorno mental. El DSM-I describía la homosexualidad como
un «trastorno sociopático de la personalidad», mientras que el DSM-II situaba la
homosexualidad en el primer lugar entre las «desviaciones sexuales», descritas así:
Esta categoría corresponde a los individuos cuyos intereses sexuales se orientan
principalmente hacia otros objetos que no son las personas del sexo opuesto, hacia actos
sexuales que no suelen asociarse con el coito o hacia la práctica del coito en circunstancias
extrañas. Aunque muchos encuentran desagradables estas prácticas, siguen siendo
incapaces de sustituirlas por una conducta sexual normal.
Uno de los principales defensores del diagnóstico de la homosexualidad era el
psiquiatra Charles Socarides, miembro destacado del Centro de Formación e Investigación
Psicoanalítica de la Universidad de Columbia. Socarides no creía que la homosexualidad
fuera una elección, un delito o un acto inmoral; creía que era un tipo de neurosis provocada
por «madres asfixiantes y padres que abdicaban de su función». Por lo tanto, argumentaba,
la homosexualidad podía tratarse como cualquier otro conflicto neurótico. Desde mediados
de los años cincuenta hasta mediados de los noventa, Socarides intentó «curar» a los
hombres gais ayudándoles a desenterrar sus conflictos infantiles y modificando de este
modo su orientación erótica hacia la heterosexualidad. Hay muy pocas pruebas, sin
embargo, de que nadie se haya «curado» de la homosexualidad con el psicoanálisis (o con
cualquier otra terapia, en realidad).
Ocurre con frecuencia que las propias teorías de la enfermedad mental se ven
puestas a prueba cuando un miembro de la familia sufre una enfermedad de este tipo, como
sucedió cuando la teoría de la esquizofrenia de R. D. Laing como viaje simbólico quedó en
tela de juicio tras sufrir su propia hija una esquizofrenia. (Laing desechó al final su propia
teoría.) El hijo de Socarides, Richard, nació el mismo año en que este empezó a tratar a
homosexuales, y, al llegar a la adolescencia, se declaró gay y censuró públicamente las
ideas de su padre. Richard llegaría a convertirse en el hombre abiertamente gay situado en
el puesto más alto del gobierno federal, en calidad de consejero del presidente Clinton. Pero
Charles Socarides, a diferencia de Laing, se mantuvo firme hasta el fin de su vida en la
convicción de que la homosexualidad era una enfermedad.

John Fryer, disfrazado como «Dr. H. Anónimo», con Barbara Gittings y Frank
Kameny, en la conferencia de 1972 de la APA sobre homosexualidad y enfermedad mental,
titulada: «La psiquiatría, ¿amiga o enemiga de los homosexuales? Un diálogo.» (Kay
Tobin/ © División de archivos y manuscritos, Biblioteca Pública de Nueva York.)
Los homosexuales veían su condición de una forma muy distinta que los
psiquiatras. A finales de los sesenta, muchos hombres gais se sintieron fortalecidos por el
formidable activismo social que veían a su alrededor: concentraciones por la paz, marchas
por los derechos civiles, protestas contra la ley del aborto, sentadas feministas. Así pues,
empezaron a formar sus propios grupos activistas (como el Frente de Liberación Gay) y a
organizar sus propias manifestaciones (como las protestas del Orgullo Gay contra las leyes
de la sodomía que criminalizaban el sexo gay) para desafiar la estrechez de miras de la
sociedad acerca de la homosexualidad. No es sorprendente que uno de los objetivos más
visibles y urgentes del primer movimiento de los derechos gais fuese la psiquiatría.
Los gais empezaron a explicar en público las dolorosas experiencias que habían
sufrido en las terapias, y especialmente en el psicoanálisis. Animados por las halagüeñas
promesas de los psiquiatras de llegar a sentirse «mejor que bien», habían buscado su ayuda
profesional para sentirse mejor consigo mismos, pero habían terminado sintiéndose todavía
más indignos y rechazados. Particularmente angustiosas eran las historias demasiado
corrientes de psiquiatras que intentaban reformar la identidad sexual de los gais mediante
hipnosis, terapia confrontacional e incluso utilizando terapias aversivas en las que se
administraban al paciente dolorosas descargas eléctricas: a veces directamente a los
genitales.
En 1970, los grupos de derechos gais se manifestaron por primera vez en la
convención anual de la APA, celebrada en San Francisco, uniendo fuerzas con el
movimiento antipsiquiátrico, que se hallaba en plena expansión. Los activistas gais
formaron una cadena humana en torno al centro de convenciones e impidieron a los
psiquiatras la entrada en el recinto. En 1972, la Alianza Gay de Nueva York decidió
reventar una reunión de terapeutas de la conducta, empleando una forma rudimentaria de
«acto relámpago» para exigir el fin de las técnicas aversivas. También en 1972, un
psiquiatra y activista de los derechos gais llamado John Fryer pronunció un discurso en la
convención anual de la APA bajo el nombre de «Dr. H. Anónimo». Fryer llevaba esmoquin,
peluca y una máscara de terror que le tapaba la cara mientras hablaba a través de un
micrófono especial que le distorsionaba la voz. Su célebre discurso empezaba con estas
palabras: «Soy homosexual. Soy psiquiatra.» Luego describía la vida opresiva de los
psiquiatras gais, que se veían obligados a ocultar su orientación sexual ante sus colegas por
temor a la discriminación y, al mismo tiempo, debían ocultar su profesión a los gais a causa
del desdén que la psiquiatría inspiraba dentro de la comunidad gay.
Robert Spitzer se quedó impresionado por la energía y la sinceridad de los
activistas. Él no tenía amigos ni colegas gais antes de que le encargaran la misión de
ocuparse de la controversia, y más bien sospechaba que la homosexualidad merecía ser
catalogada como un trastorno mental. Pero la pasión de los activistas lo convenció de que el
asunto debía discutirse abiertamente y decidirse con datos y un debate serio.
Así pues, organizó en la siguiente convención de la APA, en Honolulu, un comité
sobre la cuestión de si la homosexualidad debía figurar como un diagnóstico del DSM. El
comité ofreció un debate entre psiquiatras que estaban convencidos de que la
homosexualidad procedía de una educación defectuosa y psiquiatras que creían que no
había pruebas significativas que indicaran que se trataba de una enfermedad mental. Por
invitación de Spitzer, Ronald Gold, miembro de la Gay Alliance e influyente activista del
movimiento gay, tuvo la oportunidad de expresar sus puntos de vista sobre la validez de
catalogar la homosexualidad como un diagnóstico psiquiátrico. El debate atrajo a una
audiencia de más de un millar de profesionales de la salud mental y de hombres y mujeres
gais, y fue cubierto ampliamente por la prensa. Al final, todo el mundo coincidió en que los
adversarios de la tesis de la enfermedad mental habían salido victoriosos.
Unos meses después, Gold llevó a Spitzer a una reunión secreta de psiquiatras gais.
Spitzer se quedó atónito al descubrir que varios de los asistentes eran catedráticos de
destacados departamentos de Psiquiatría y que otro era ex presidente de la APA: todos —
naturalmente— llevando una doble vida. Al detectar la presencia inesperada de Spitzer,
ellos reaccionaron con sorpresa e indignación, pues lo veían como un miembro de la cúpula
dirigente de la APA, que probablemente habría de revelar su condición, arruinando su
carrera y su vida familiar. Gold les aseguró que Spitzer era de fiar y que encarnaba todas
sus esperanzas de que se revisara de forma justa y rigurosa si la homosexualidad debía
continuar figurando en el DSM.
Tras hablar con los asistentes, Spitzer se convenció de que no había datos plausibles
que indicaran que ser homosexual fuera consecuencia de un proceso patológico o de un
funcionamiento mental deteriorado. «Todos esos activistas gais eran buenos tipos, gente
amigable, atenta y compasiva. Para mí quedó claro que ser homosexual no afectaba a la
propia capacidad para funcionar en sociedad al máximo nivel», explica. Al finalizar el
encuentro, tenía la convicción de que el diagnóstico 302.0, la homosexualidad, debía
eliminarse del DSM-II.
Pero Spitzer se hallaba ahora ante un inquietante dilema intelectual. Por un lado, el
movimiento de la antipsiquiatría sostenía con gran estridencia que todas las enfermedades
mentales eran construcciones sociales artificiosas perpetuadas por unos psiquiatras ávidos
de poder. Como todo el mundo en la APA, Spitzer era consciente de que esos argumentos
estaban repercutiendo negativamente en la credibilidad de su profesión. Él creía que las
enfermedades mentales eran auténticos trastornos médicos, y no constructos sociales. Pero
ahora estaba a punto de declarar que la homosexualidad era justamente uno de tales
constructos. Si la excluía como ente patológico, podía abrir la puerta a que los
antipsiquiátricos sostuvieran que también debían excluirse otros trastornos como la
esquizofrenia o la depresión. Y lo que aún era más preocupante: tal vez las compañías de
seguros aprovecharan la decisión de anular la diagnosis de la homosexualidad como
pretexto para dejar de costear cualquier tratamiento psiquiátrico.
Por otro lado, si Spitzer mantenía que la homosexualidad era un trastorno médico
con el fin de preservar la credibilidad de la psiquiatría, causaría un daño enorme —ahora se
daba cuenta— a hombres y mujeres sanos que simplemente se sentían atraídos por
miembros de su propio sexo. El psicoanálisis no ofrecía una salida a este dilema, pues la
posición inflexible de sus practicantes era que la homosexualidad obedecía a conflictos
traumáticos infantiles. Spitzer resolvió finalmente el problema inventando un nuevo
concepto psiquiátrico, un concepto que demostraría ser decisivo muy pronto, en la siguiente
y revolucionaria edición del DSM: la «angustia subjetiva».
Spitzer empezó por argumentar que si no había pruebas claras de que la dolencia de
un paciente le provocaba angustia o mermaba su capacidad para funcionar, y el paciente
insistía en que estaba bien, entonces no se le debía imponer una etiqueta. Si una persona
decía estar contenta, satisfecha y funcionando adecuadamente, ¿quién era el psiquiatra para
decir lo contrario? (Según el razonamiento de Spitzer, incluso si un esquizofrénico afirmaba
que se encontraba bien, el hecho de que fuese incapaz de relacionarse o tener un trabajo
justificaría que su estado se etiquetara como una enfermedad.) Al respaldar el principio de
angustia subjetiva, Spitzer dejó claro que la homosexualidad no era un trastorno mental y
que, por sí misma, no justificaba ningún tipo de intervención psiquiátrica.
Esta visión permitía que una persona gay pidiera expresamente ayuda si sufría
angustia o depresión por el hecho de ser gay. Entonces la psiquiatría sí podía intervenir.
Spitzer sugería que esos casos debían encuadrarse dentro de un nuevo diagnóstico de
«trastorno por la orientación sexual», un enfoque que dejaba abierta la posibilidad de que
los psiquiatras trataran de cambiar la orientación de alguien que así lo solicitaba. (Spitzer
finalmente se arrepintió de haber respaldado cualquier tipo de reconversión de la
orientación sexual.)
Cuando la propuesta de Spitzer llegó al consejo de investigación de la APA del cual
dependía el Comité de Nomenclatura y Evaluación, sus miembros votaron por unanimidad
que se suprimiera del DSM-II el diagnóstico del trastorno de homosexualidad y se
reemplazara por el más restrictivo de trastorno por orientación sexual. El 15 de diciembre
de 1973, la junta directiva de la APA aceptó la recomendación del consejo y el cambio se
introdujo oficialmente como una revisión del DSM-II.
Spitzer temía que esta decisión provocara un escándalo en el seno de la psiquiatría,
pero sus colegas, por el contrario, lo elogiaron por forjar una solución de compromiso
creativa que a la vez era práctica y humana: una solución que se anticipaba a la reacción de
los antipsiquiátricos y, al mismo tiempo, proclamaba ante el mundo entero que la
homosexualidad no era una enfermedad. «Lo irónico —recuerda Spitzer— es que las
críticas más severas que recibí a fin de cuentas fueron las de mi propia institución, el
Centro Psicoanalítico de Columbia.»
En 1987, el trastorno por orientación sexual también fue eliminado como
diagnóstico del DSM. En 2003, la APA creó el premio John E. Fryer en honor al discurso
que Fryer pronunció enmascarado como Dr. Anónimo. El premio se otorga anualmente a
una figura pública que haya realizado importantes contribuciones en el campo de la salud
mental de lesbianas, gais, bisexuales y personas de transgénero (LGBT). Más tarde, en
2013, el doctor Saul Levin se convirtió en el primer dirigente abiertamente gay de la
Asociación Psiquiátrica Americana, al ser nombrado director general y director médico.
Aunque la psiquiatría americana ha tardado de un modo vergonzoso en excluir la
homosexualidad de entre las enfermedades mentales, el resto del mundo ha tardado todavía
más. La Clasificación Internacional de Enfermedades publicada por la Organización
Mundial de la Salud no suprimió el «trastorno de homosexualidad» hasta 1990, y todavía
hoy incluye el «trastorno por orientación sexual» entre sus dolencias catalogadas. Ese
nocivo diagnóstico es citado con frecuencia por los países que aprueban leyes contra la
homosexualidad como Rusia o Nigeria.
En Estados Unidos, sin embargo, los medios de comunicación no trataron la
eliminación del trastorno de homosexualidad de la Biblia de la Psiquiatría como una
victoria progresista de la psiquiatría. Los periódicos y los activistas antipsiquiatría, por el
contrario, se mofaron de la APA por «decidir sobre la enfermedad mental por votación
democrática». Una enfermedad mental o era una dolencia médica o no lo era, decían estos
críticos con tono burlón: nunca verías a los neurólogos decidiendo por votación si un vaso
sanguíneo obturado en el cerebro constituía una apoplejía, ¿no? Así pues, en vez de darle a
la imagen de la psiquiatría un empujón del que andaba muy necesitada, el episodio acabó
constituyendo otra ocasión embarazosa para una profesión asediada en todos los frentes.
Pero aunque el resto del mundo no lo viera así, Spitzer había logrado llevar a cabo
una impresionante hazaña de diplomacia diagnóstica. Había introducido una forma nueva e
influyente de concebir la enfermedad mental mediante la noción de «angustia subjetiva»;
había conseguido contentar a los activistas gais y había eludido eficazmente las críticas de
los antipsiquiátricos. Estos logros no habrían de pasar inadvertidos entre los dirigentes de la
Asociación Psiquiátrica Americana.
En la reunión de urgencia celebrada en el momento álgido de la crisis de la
antipsiquiatría, en febrero de 1973, la junta directiva de la APA comprendió que el mejor
sistema para detener la oleada de críticas contra la profesión era presentar un cambio
fundamental en el modo de conceptualizar y diagnosticar la enfermedad mental: un cambio
basado en la ciencia empírica y no en los dogmas freudianos. Todos coincidieron en que lo
más convincente para demostrar este cambio era reformar el compendio oficial de la APA
sobre enfermedad mental.
Al terminar la reunión de emergencia, los directivos habían autorizado la creación
de la tercera edición del Diagnostic and Statistical Manual y encargado al próximo grupo
de trabajo del DSM que «defina la enfermedad mental y defina lo que es un psiquiatra».
Pero si la APA quería ir más allá de la teoría freudiana —una teoría que aún determinaba el
modo de diagnosticar a los pacientes de la gran mayoría de los psiquiatras—, ¿cómo
demonios había que definir la enfermedad mental?
Un psiquiatra tenía la respuesta: «En cuanto la reunión urgente de la junta directiva
decidió autorizar un nuevo DSM, tuve claro que yo quería dirigir el proceso —recuerda
Spitzer—. Hablé con el director médico de la APA y le dije que me encantaría asumir el
puesto.» La junta de la APA, consciente de que la nueva edición del DSM requeriría
cambios radicales, y a la vista de la destreza con la que Spitzer había manejado el
conflictivo dilema sobre la homosexualidad, lo nombró director del grupo de trabajo del
DSM-III.
Spitzer no ignoraba que, si quería cambiar el criterio de la psiquiatría para
diagnosticar a los pacientes, necesitaría un sistema completamente nuevo para definir la
enfermedad mental: un sistema basado en la observación y los datos empíricos, no en la
tradición y el dogma. Pero en 1973 solo había un lugar en todo Estados Unidos donde se
hubiera desarrollado un sistema semejante.
EL CRITERIO FEIGHNER

En los años veinte, el escaso contingente de psicoanalistas americanos se sentía solo


e ignorado, confinado en su propia islita psiquiátrica lejos del continente de los alienistas.
Pero en 1973, cuando se celebró la reunión de urgencia de la APA, las tornas habían
cambiado. Los psicoanalistas habían remodelado el cuerpo principal de la psiquiatría
americana a imagen y semejanza de Freud, haciendo que los pocos psiquiatras biológicos y
kraepelinianos se sintieran aislados y acosados.
Solo un puñado de instituciones había conseguido resistir la invasión psicoanalítica
y mantener un enfoque equilibrado en la investigación psiquiátrica. El más notable de estos
raros focos de resistencia estaba apropiadamente situado en el orgulloso estado de Misuri.
Tres psiquiatras de la Universidad Washington de San Luis —Eli Robins, Samuel Guze y
George Winokur— habían roto con sus colegas de la psiquiatría académica al adoptar un
enfoque diagnóstico muy distinto. Ellos basaban sus posiciones iconoclastas en un hecho
indiscutible: nadie había demostrado jamás que los conflictos inconscientes (ni nada
parecido) causara de hecho la enfermedad mental. A falta de pruebas claras de una relación
causal, Robins, Guze y Winokur sostenían que los diagnósticos no debían elaborarse a
partir de meras inferencias especulativas. Los freudianos podían haberse convencido a sí
mismos de la existencia de la neurosis, pero no se trataba de un diagnóstico científico.
Ahora bien, si la medicina no poseía ningún conocimiento sólido de lo que causaba las
diferentes enfermedades mentales, ¿cómo creía el trío de la Universidad Washington que
debían definirse? Resucitando el enfoque de Emil Kraepelin, centrado en los síntomas y en
su evolución.
Si era posible ponerse de acuerdo en una serie determinada de síntomas, así como
en su evolución temporal, para el caso de cada supuesto trastorno, entonces todos los
médicos diagnosticarían las enfermedades del mismo modo, fuera cual fuese su formación
o su orientación teórica. Esto aseguraría a la larga la coherencia y la fiabilidad de los
diagnósticos, afirmaba el grupo de la Universidad Washington: dos características
clamorosamente ausentes en el DSM-I y II. El trío tenía la convicción de que Kraepelin
podía salvar a la psiquiatría.
Robins, Guze y Winokur procedían de familias de Europa del Este que habían
emigrado recientemente a Estados Unidos. Almorzaban juntos cada día, poniendo en
común sus ideas y unidos por un objetivo compartido y por su aislamiento respecto al resto
de la psiquiatría. (Su marginación implicó que el Instituto Nacional de Salud Mental les
negó la financiación para realizar estudios clínicos desde los años cincuenta hasta finales de
los sesenta.) Según Guze, los psiquiatras de la Universidad Washington empezaron a darse
cuenta en la década de 1960 de un hecho importante: «Había gente por todo el país que
quería algo diferente en psiquiatría y que estaba esperando a que algún investigador o algún
centro tomara la iniciativa. Lo cual representó para nosotros durante años una gran ventaja
a la hora de reclutar colaboradores. A los residentes que buscaban una formación distinta de
la psicoanalítica les decían siempre que vinieran a San Luis. Recibimos a un montón de
residentes interesantes.» Uno de esos residentes era John Feighner.
Después de licenciarse en la Facultad de Medicina de la Universidad de Kansas,
Feighner pensaba estudiar Medicina Interna, pero fue reclutado para hacer el servicio
militar. Sirvió como médico del ejército cuidando a veteranos del Vietnam. La observación
directa de la destrucción psíquica que sufrían los soldados lo dejó tan conmocionado que,
cuando lo licenciaron, cambió por completo de dirección, y en 1966 entró en la Universidad
Washington para estudiar Psiquiatría.
En su tercer año de residente, Feighner fue invitado a asistir a las reuniones de
Robins, Guze y Winokur. Rápidamente absorbió su enfoque kraepeliniano del diagnóstico
y, basándose en sus ideas, decidió tratar de desarrollar un criterio diagnóstico para la
depresión. Revisó cerca de un millar de artículos sobre trastornos del estado de ánimo y, a
partir de esos datos, postuló una serie de síntomas específicos para la depresión.
Impresionada por los rápidos progresos de su residente, la trinidad de la Universidad
Washington formó un comité para ayudar a Feighner y lo animó a buscar criterios no solo
para la depresión, sino para todas las enfermedades conocidas.
El comité, del que también formaban parte los psiquiatras de la Universidad
Washington Robert Woodruff y Rod Munoz, se reunió cada semana o cada dos semanas
durante un período de nueve meses. Feighner trabajó incansablemente, aportando todos los
artículos que pudo encontrar sobre cada trastorno para que el comité los revisara y utilizara
con el fin de proponer los criterios que se debatían, afinaban y aprobaban en común. En
1972, Feighner publicó el sistema definitivo en los prestigiosos Archives of General
Psychiatry, bajo el título «Diagnostic criteria for use in psichiatric research» [Criterios
diagnósticos para la investigación psiquiátrica], aunque el sistema pronto quedaría
inmortalizado con el nombre de Criterios Feighner. El artículo concluía con un cañonazo de
advertencia al psicoanálisis: «Estos síntomas representan una síntesis basada en datos, no
en opiniones o tradiciones.»
Los Criterios Feighner se convirtieron con el tiempo en una de las publicaciones
más influyentes de la historia de la medicina y en uno de los artículos más citados que se
hayan publicado en una revista de psiquiatría, pues cosechó una media de 145 citas anuales
desde su publicación hasta la década de 1980, mientras que el artículo estándar publicado
en los Archives of General Psychiatry durante ese mismo período obtuvo solamente dos
citas al año. Cuando apareció el artículo de Feighner, sin embargo, apenas tuvo el menor
impacto en la práctica clínica. Para la mayoría de los psiquiatras, el sistema diagnóstico de
la Universidad Washington no parecía más que un ejercicio académico inútil, una
investigación esotérica de escasa relevancia a la hora de tratar a los pacientes neuróticos
que veían en su práctica clínica. Pero algunos psiquiatras sí tomaron nota. Uno de ellos fue
Robert Spitzer. Otro fui yo.
Cinco años después de la publicación de su artículo, Feighner vino al hospital St.
Vincent de Nueva York, donde yo hacía segundo año de residencia, para pronunciar una
conferencia sobre sus nuevos criterios diagnósticos. Feighner no impresionaba físicamente
hablando, pero su actitud impetuosa y su enérgica inteligencia le conferían un aspecto
carismático. Sus ideas encontraban eco en el creciente desencanto que yo sentía por el
psicoanálisis y apelaban a la confusa realidad clínica a la que me enfrentaba diariamente
con mis pacientes.
Según la costumbre, después de la conferencia los residentes del St. Vincent
almorzaban con el orador. Mientras tomábamos pizza y refrescos, acribillamos a preguntas
a Feighner, y recuerdo que yo lo interrogué con desbordante entusiasmo; incluso lo
acompañé fuera del hospital y a lo largo de toda la calle, mientras él buscaba un taxi, para
prolongar todo lo posible la conversación. Él me explicó que acababa de trasladarse de
facultad para incorporarse al recién creado departamento de Psiquiatría de la Universidad
de California en San Diego y que había abierto un hospital psiquiátrico privado en el vecino
Rancho Santa Fe, que empleaba sus nuevos métodos diagnósticos: el primer hospital de ese
tipo. Este encuentro con Feighner resultó providencial para mí.
Unos meses más tarde recibí una llamada de un tío mío, que me explicó que su hija,
mi prima Catherine, estaba teniendo problemas mientras estudiaba en una Universidad del
Medio Oeste. Me sorprendió, porque yo me había criado con ella y la consideraba una
chica inteligente, sensata y equilibrada. Pero según me explicó su padre, ahora estaba
totalmente descontrolada. Salía de fiesta hasta muy tarde, se emborrachaba, practicaba el
sexo sin precauciones y mantenía múltiples relaciones tumultuosas. Al mismo tiempo,
podía enclaustrarse en su habitación durante días, saltándose las clases y negándose a ver a
nadie. Mi tío no sabía qué hacer.
Llamé a la compañera de habitación de Cathy y al consejero de su residencia. A
juzgar por las descripciones que me hicieron con inquietud, parecía sufrir algún tipo de
trastorno maníaco-depresivo, actualmente llamado trastorno bipolar. Aunque su universidad
contaba con un servicio de salud mental, el personal del mismo se reducía a psicólogos y
asistentes sociales que básicamente proporcionaban orientación. El departamento de
Psiquiatría de la universidad, por su parte, estaba dirigido por psicoanalistas, tal como todos
los centros psiquiátricos importantes de la época (incluyendo la clínica Menninger, el
Austen Riggs Center, el Chestnunt Lodge, el Sheppard Pratt y la clínica Payne Whitney).
Yo me había empezado a cuestionar la eficacia de los tratamientos psicoanalíticos y no
quería poner a mi prima en manos de ninguna de esas instituciones freudianas. Pero, en ese
caso, ¿cómo podía ayudar a Cathy? De repente tuve una inspiración: llamaría a John
Feighner.
Le expliqué la situación de Cathy y diseñé un plan para que la ingresaran en su
nuevo hospital, situado en el otro extremo del país, y para que la atendiera él
personalmente. Tras el ingreso, Feighner confirmó mi diagnóstico de trastorno maníaco-
depresivo valiéndose de los Criterios Feighner, la trató con litio (un fármaco nuevo y
tremendamente controvertido) y, en cuestión de semanas, estabilizó su dolencia. Cathy fue
dada de alta, retomó sus clases y se graduó sin perder ningún curso.
Hoy en día no soy partidario de enviar pacientes fuera del estado para que reciban
tratamiento psiquiátrico, porque suele ser factible hallar una atención competente en un
centro local. Pero en 1977, en esa fase inicial de mi carrera, no tenía la suficiente confianza
en mi propia profesión como para arriesgar la salud de un ser querido poniéndolo en manos
de la atención psiquiátrica entonces existente.
Aunque Feighner me produjo una gran impresión, como decía, sus criterios fueron
acogidos en general con indiferencia. A los psiquiatras kraepelinianos de la Universidad
Washington, según la historiadora Hannah Decker, tampoco les sorprendió esa escasa
repercusión. Ellos creían que tendrían suerte si lograban hacer mella aunque fuera
mínimamente en un campo profesional dominado por el psicoanálisis.
Y resultó que sí tuvieron suerte.
UN LIBRO QUE LO CAMBIÓ TODO

«La gente de la Universidad Washington se sintió entusiasmada al saber que yo iba


a dirigir el grupo de trabajo, porque ellos ocupaban una posición totalmente marginal y, sin
embargo, yo iba a usar ahora su sistema diagnóstico para el DSM», dice Spitzer con una
sonrisa. Él había conocido al grupo de la Universidad Washington en 1971, dos años antes
de ser nombrado director del DSM-III, mientras se encontraba trabajando en un estudio
sobre la depresión del Instituto Nacional de Salud Mental. El jefe del proyecto le sugirió a
Spitzer que visitara la Universidad Washington para estudiar las ideas kraepelinianas sobre
el diagnóstico de la depresión propuestas por Feighner y por el trío formado por Robins,
Guze y Winokur. «Cuando llegué allí y descubrí que estaban elaborando repertorios de
síntomas para cada trastorno a partir de los datos de las investigaciones publicadas —
explica Spitzer con evidente satisfacción—, fue como si me hubiera despertado al fin de un
hechizo. Al fin un modo racional de abordar la diagnosis, totalmente alejado de las
nebulosas definiciones psicoanalíticas del DSM-II.»
Armado con los Criterios Feighner y decidido a contrarrestar las afirmaciones del
movimiento antipsiquiátrico estableciendo un diagnóstico sólido y fiable, abordó su
primera tarea como director, que era nombrar a los demás miembros del grupo de trabajo
del DSM-III. «Dejando aparte a la junta directiva de la APA, a nadie le importaba gran cosa
el nuevo DSM, así que el proceso estuvo totalmente bajo mi control —explica Spitzer—.
No tuve que supervisar los nombramientos con nadie, así que aproximadamente la mitad
era del estilo Feighner.»
Cuando los siete miembros del grupo de trabajo se reunieron por primera vez, cada
uno de ellos creía que iba a ser inevitablemente el bicho raro y que su deseo de introducir
más objetividad y precisión en el diagnóstico habría de representar la visión minoritaria.
Para su sorpresa, todos descubrieron que estaban unánimemente a favor del «empirismo
puro y duro» de la Universidad Washington. Existía una coincidencia general en dos
puntos: el DSM-II debía ser arrojado por la borda sin contemplaciones y el DSM-III tenía
que emplear criterios concretos basados en síntomas, no en descripciones generales. Una
integrante del grupo, Nancy Andreasen, de la Universidad de Iowa, recuerda: «Todos
teníamos la sensación de estar organizando una pequeña revolución en la psiquiatría
americana.»
Spitzer formó veinticinco subcomités independientes, cada uno encargado de
elaborar descripciones detalladas de las diferentes variedades de enfermedad mental, como
por ejemplo los trastornos de ansiedad, los trastornos del estado de ánimo o los trastornos
sexuales. Para nutrir estos comités, Spitzer escogió psiquiatras que ante todo se
consideraban científicos, más que clínicos, y les ordenó que recopilaran todos los datos
publicados relativos al establecimiento de posibles criterios diagnósticos, sin importar si
tales criterios se alineaban o no con la visión tradicional del trastorno mental.
Spitzer se zambulló en la creación de un nuevo DSM con tanta energía como
concentración. «Trabajaba siete días a la semana, a veces durante doce horas diarias —
recuerda—. En ocasiones, despertaba a Janet en mitad de la noche para preguntarle su
opinión sobre un punto en concreto, y entonces ella se levantaba y nos poníamos a trabajar
juntos.» La mujer de Spitzer, Janet Williams, que posee un doctorado en asistencia social y
es una destacada experta en evaluación diagnóstica, corrobora que el DSM-III fue un
proyecto absorbente para ambos. «Él contestaba todas y cada una de las cartas que recibía
el grupo de trabajo mientras se encargaba de dirigir el DSM-III, y respondía a cada artículo
crítico, por muy irrelevante que fuese la revista; y hay que recordar que todo esto era antes
de que aparecieran los ordenadores —explica Janet—. Por suerte, éramos muy rápidos con
la máquina de escribir.» Jean Endicott, una psicóloga que colaboró estrechamente con
Spitzer, recuerda: «Venía los lunes después de haberse pasado evidentemente todo el fin de
semana trabajando en el DSM. Y si te sentabas en el avión con él, no cabía duda sobre cuál
iba a ser el tema de conversación.»
Spitzer propuso muy pronto una idea que —de adoptarse— alteraría de un modo
fundamental e irrevocable la definición médica de la enfermedad mental. Propuso
abandonar el criterio que los psicoanalistas habían considerado desde hacía mucho esencial
a la hora de diagnosticar la dolencia de un paciente, a saber: la causa de la enfermedad, o lo
que los médicos llaman la etiología. Desde Freud, los psicoanalistas creían que la
enfermedad mental era causada por conflictos inconscientes. Si identificabas los conflictos,
identificarías la enfermedad, rezaba la venerable doctrina freudiana. Spitzer rechazaba este
enfoque. Compartía la visión del grupo de la Universidad Washington según la cual no
existían pruebas de la causa de ninguna enfermedad mental (dejando aparte las adicciones);
y quería suprimir todas las referencias a la etiología que no estuvieran respaldadas por datos
rigurosos. El resto del grupo de trabajo estuvo de acuerdo por unanimidad.
Para reemplazar las causas, Spitzer estableció dos nuevos criterios esenciales para
cualquier diagnóstico: 1) los síntomas deben ser angustiosos para el individuo, o deben
mermar su capacidad para funcionar (este era el criterio de «angustia subjetiva» que había
propuesto en un principio para tratar de despatologizar la homosexualidad); y 2) los
síntomas deben ser duraderos (es decir, si estabas abatido durante un día por la muerte de tu
hámster, eso no constituía una depresión).
Esta era una definición de enfermedad mental radicalmente distinta de cualquier
otra anterior. No solo se distanciaba claramente de la visión psicoanalítica según la cual la
enfermedad mental de un paciente podía permanecer oculta para el propio paciente, sino
que además corregía la definición de Emil Kraepelin, que no hacía ninguna referencia a la
angustia subjetiva y consideraba también enfermedades las dolencias efímeras.
Spitzer estableció para diagnosticar a los pacientes un proceso de dos pasos que era
tan sencillo como sorprendentemente novedoso. Primero había que determinar la presencia
(o ausencia) de síntomas específicos y cuánto tiempo habían estado activos; luego había
que comparar esos síntomas observados con el conjunto de criterios fijados para cada
trastorno. Si los síntomas encajaban con los criterios, entonces el diagnóstico estaba
justificado. Así de sencillo. Nada de hurgar en el inconsciente del sujeto en busca de claves
para el diagnóstico; nada de interpretar el simbolismo latente de los sueños: se trataba
simplemente de identificar conductas, pensamientos y manifestaciones fisiológicas
concretas.
El grupo de trabajo del DSM-III advirtió enseguida que para atenerse fielmente a los
datos publicados, con frecuencia era necesario crear un conjunto más bien complejo de
criterios. En el DSM-II, por ejemplo, la esquizofrenia se definía mediante una serie de
descripciones impresionistas, como por ejemplo esta definición de la esquizofrenia
paranoide:
Este tipo de esquizofrenia se caracteriza principalmente por la presencia de delirios
persecutorios o de grandeza, acompañados a menudo de alucinaciones. Se observa a veces
una religiosidad desmesurada. La actitud del paciente suele ser hostil y agresiva, y su
conducta tiende a amoldarse a los delirios.
En contraste, el DSM-III proporcionaba varios conjuntos y subconjuntos de criterios
para un diagnóstico de esquizofrenia. He aquí, por ejemplo, el criterio C:
C. Al menos tres de las siguientes manifestaciones deben estar presentes para un
diagnóstico «definitivo» de esquizofrenia, y dos para un diagnóstico «probable» de
esquizofrenia. 1) Soltero (nunca ha estado casado). 2) Adaptación social premórbida o
historial laboral pobres. 3) Historia familiar de esquizofrenia. 4) Ausencia de alcohol o de
abuso de drogas en el año anterior al inicio de la enfermedad psicótica. 5) Inicio de la
enfermedad antes de los cuarenta años.
Los críticos enseguida se mofaron de las complicadas instrucciones —«Seleccione
uno de los criterios A, seleccione dos de los criterios B»—, tildando este tipo de
diagnóstico de «menú chino» (por las cartas de los restaurantes chinos con opciones
múltiples que entonces se estilaban). Spitzer y el grupo de trabajo replicaron que esta
mayor complejidad de los criterios diagnósticos se correspondía muchísimo mejor con la
realidad empíricamente observada de los trastornos mentales que las ambiguas vaguedades
del DSM-II.
Pero había un problema importante en la utópica visión del grupo de trabajo de una
psiquiatría más científica: para muchos trastornos, la investigación científica no se había
llevado a cabo todavía. ¿Cómo podía determinar Spitzer qué síntomas constituían un
trastorno cuando tan pocos psiquiatras, dejando aparte la Universidad Washington y
algunas instituciones más, estaban realizando una investigación rigurosa de los mismos? Lo
que necesitaba el grupo de trabajo eran estudios transversales y longitudinales de los
síntomas de los pacientes: estudios que precisaran, además, cómo evolucionaban esos
conjuntos de síntomas, cómo se presentaban en las familias, cómo respondían al
tratamiento y cómo se modificaban frente a los acontecimientos vitales. Spitzer sostenía
que los diagnósticos debían basarse en datos publicados, pero tales datos eran con
frecuencia muy escasos.
Cuando no existía un amplio repertorio bibliográfico sobre un diagnóstico concreto,
el grupo de trabajo seguía un procedimiento metódico. Primero, contactaba con los
investigadores para recabar datos no publicados o «literatura gris» (informes técnicos,
libros blancos u otros materiales no publicados bajo revisión académica). Segundo,
contactaba con expertos con larga experiencia en el diagnóstico en cuestión. Finalmente,
todo el grupo de trabajo debatía el criterio propuesto hasta alcanzar un consenso. Spitzer
me explicó: «Procurábamos que el criterio representara las conclusiones más depuradas de
la gente que tenía más experiencia en ese terreno. El principio rector era que el criterio
debía ser lógico y racional.» El DSM-III añadió muchos trastornos nuevos, incluidos el
trastorno de déficit de atención, el autismo, la anorexia nerviosa, la bulimia, el trastorno de
pánico y el trastorno de estrés postraumático.
Había un objetivo manifiestamente no científico que influía en los nuevos criterios
diagnósticos: conseguir que las compañías aseguradoras costearan los tratamientos. Spitzer
sabía que las compañías estaban recortando las prestaciones de salud mental de sus pólizas
a causa del movimiento antipsiquiátrico. Para impedirlo, el DSM-III hacía hincapié en que
sus criterios no constituían la última palabra y afirmaba, por el contrario, que «el juicio
clínico tiene una importancia primordial para establecer un diagnóstico». Los miembros del
grupo de trabajo creían que esta declaración protegería a los psiquiatras frente a la
posibilidad de que una compañía aseguradora alegara que un paciente no encajaba
exactamente en los criterios enumerados en el DSM. En realidad, el tiempo ha demostrado
que las compañías no suelen cuestionar los diagnósticos de los psiquiatras; más bien suelen
cuestionar la elección y la duración del tratamiento para un diagnóstico concreto.
El DSM-III representaba un enfoque revolucionario de la enfermedad mental: un
enfoque ni psicodinámico ni biológico que permitía incorporar las investigaciones de
cualquier campo teórico. Al desestimar las causas (incluida la neurosis) como criterio
diagnóstico, el DSM-III también representaba una negación total de la teoría psicoanalítica.
Antes del DSM-III, los Criterios Feighner se utilizaban casi exclusivamente en la
investigación académica, no en la práctica clínica. Ahora el DSM-III convertía los Criterios
Feighner en la ley vigente en el terreno clínico. Pero primero había que superar un
obstáculo, y era uno de enormes proporciones.
El DSM-III solo sería publicado por la APA si sus miembros lo aprobaban por
votación. En 1979, la mayoría de sus miembros —una fuerte y ruidosa mayoría— eran
psicoanalistas. ¿Cómo iba a convencerlos Spitzer para que apoyaran un libro que chocaba
con su enfoque diagnóstico y podía significar su perdición?
EL ENFRENTAMIENTO

Durante su permanencia en el puesto, Spitzer comunicó con toda transparencia los


progresos del grupo de trabajo en el DSM-III mediante un flujo regular de cartas
personales, actas de reuniones, informes, boletines, publicaciones y charlas. Cada vez que
realizó una presentación o publicó un avance sobre el DSM-III, se encontró con una
reacción en contra. Al principio, las críticas fueron relativamente moderadas, pues la
mayoría de los psiquiatras no tenía el menor interés en un nuevo manual diagnóstico. Poco
a poco, a medida que se conoció mejor el contenido del DSM-III, la oposición se fue
intensificando.
El punto de inflexión se produjo en junio 1976, en un encuentro especial en San
Luis (patrocinado por la Universidad de Misuri, no por la Universidad Washington) que
contó con la asistencia de un centenar de destacadas figuras de la psiquiatría y la psicología.
«El DSM-III a medio camino», como se llamó la conferencia, constituyó para muchos
eminentes psicoanalistas la primera ocasión en la que tuvieron noticia de la nueva visión
diagnóstica de Spitzer. Fue allí cuando se descubrió de verdad el pastel. Inmediatamente se
desató una gran polémica. Los asistentes al encuentro censuraron un sistema que
consideraban estéril y que despojaba al DSM de todo su sustrato intelectual, afirmando que
Spitzer estaba convirtiendo el arte de la diagnosis en un ejercicio mecánico. El propio
Spitzer fue abordado repetidamente en los pasillos por psicoanalistas que querían saber si
se había propuesto expresamente destruir la psiquiatría, y por psicólogos que querían saber
si estaba intentando marginar deliberadamente su profesión.
Una vez terminado el encuentro, varios grupos influyentes se movilizaron para
oponerse a Spitzer. Este reaccionó entregándose con redobladas energías a la tarea de
replicar a las críticas. Dos de los más formidables oponentes eran la Asociación Psicológica
Americana, la mayor organización profesional de psicólogos (a veces denominada «la gran
APA», pues hay muchos más psicólogos que psiquiatras en Estados Unidos), y la
Asociación Psicoanalítica Americana (APsaA), todavía la mayor organización profesional
de psiquiatras freudianos. Uno de los objetivos originales del DSM-III era dejar bien
sentado que la enfermedad mental era una auténtica dolencia médica para contrarrestar la
afirmación de la antipsiquiatría de que se trataba simplemente de una etiqueta cultural. Pero
los psicólogos (terapeutas con un doctorado en filosofía, no en medicina) se habían
beneficiado en buena medida de ese argumento antipsiquiátrico. Si la enfermedad mental
era un fenómeno social, según la acusación formulada por Szasz, Goffman y Laing,
entonces no hacía falta un título médico para tratarla: cualquiera podía emplear
justificadamente la psicoterapia para orientar a un paciente a través de sus problemas. Si la
Asociación Psiquiátrica Americana declaraba formalmente que la enfermedad mental era un
trastorno médico, los psicólogos se exponían a ver reducidas las ganancias profesionales
recién adquiridas.
Al principio, el presidente de la gran APA, Charles Kiesler, escribió a la Asociación
Psiquiátrica Americana de forma diplomática: «No es mi deseo que se produzca un
conflicto entre nuestras asociaciones. Con ese espíritu, la Asociación Psicológica
Americana desea ofrecer todos sus servicios para ayudar a la Asociación Psiquiátrica
Americana en la elaboración del DSM-III.» La respuesta de Spitzer fue igualmente cordial:
«Nosotros sin duda consideramos que la Asociación Psicológica Americana se halla en una
posición privilegiada para ayudarnos en nuestra labor.» Junto a la respuesta, incluyó el
último borrador del DSM-III, que afirmaba sin ambages que la enfermedad mental era una
dolencia médica. Ahora el presidente Kiesler no se anduvo por las ramas:
Como se da a entender que los trastornos mentales son enfermedades, queda
implícito que los asistentes sociales, psicólogos y educadores carecen de la formación y los
conocimientos para diagnosticar, tratar o manejar dichos trastornos. Si el enfoque actual no
se modifica, entonces la Asociación Psicológica Americana emprenderá su propia
investigación empírica para la clasificación de los trastornos del comportamiento.
La amenaza apenas velada de Kiesler de publicar su propia versión (no médica) del
DSM tuvo un efecto muy distinto del que pretendía: le dio a Spitzer la oportunidad de
conservar su definición médica. En efecto, Spitzer respondió educadamente animando a
Kiesler y a la Asociación Psicológica Americana a elaborar su propio sistema de
clasificación y afirmando que ese manual podía constituir una valiosa contribución al
campo de la salud mental. En realidad, Spitzer sospechaba (correctamente) que las
formidables dificultades de semejante empresa —en medio de las cuales se encontraba él—
acabarían impidiendo que la gran APA la llevase a buen puerto. Al mismo tiempo, su
respaldo al proyecto de Kiesler le proporcionaba un pretexto para mantener la definición
médica del DSM-III: al fin y al cabo, los psicólogos eran muy libres de establecer su
definición de enfermedad mental en un manual propio.
Pero la mayor batalla de Spitzer con diferencia —realmente una batalla por el alma
de la psiquiatría— fue el enfrentamiento a todo o nada con los psicoanalistas. Las
organizaciones psicoanalíticas no prestaron mucha atención al grupo de trabajo del DSM-
III durante los dos primeros años de su existencia, y no solo porque no les importara la
clasificación de los trastornos mentales. Simplemente tenían poco que temer de nadie.
Durante cuatro décadas, los freudianos habían dominado sin trabas la profesión.
Controlaban los departamentos académicos, los hospitales universitarios, la práctica
privada e incluso (o eso creían) la Asociación Psiquiátrica Americana. Ellos eran la cara, la
voz y la billetera de la psiquiatría. Resultaba inconcebible que algo tan insignificante como
un manual de clasificación pudiera amenazar su autoridad suprema. Tal como lo expresó
Donald Klein, un miembro del grupo de trabajo del DSM-III: «Para los psicoanalistas,
interesarse en la diagnosis descriptiva implicaba ser superficial y un poquito estúpido.»
No obstante, la convención de «medio camino» había despertado a los
psicoanalistas de su apatía, obligándoles a afrontar los posibles efectos del DSM-III en la
práctica y la percepción pública del psicoanálisis. Poco después de la convención, un
destacado psicoanalista escribió a Spitzer: «El DSM-III se deshace del castillo de la
neurosis y lo reemplaza con una Levittown diagnóstica», refiriéndose a una urbanización de
casas cortadas por el mismo patrón que estaba construyéndose en Long Island. Otros dos
eminentes psicoanalistas arremetieron contra el proyecto afirmando que «la supresión del
pasado psiquiátrico por parte del grupo de trabajo del DSM-III puede compararse con la
acción del director de un museo nacional que destruyera sus Rembrandts, sus Goyas, sus
Utrillos, sus van Goghs, etc., por considerar que su colección de dibujos de tiras cómicas de
Warhol tenía mayor relevancia».
Pero en conjunto, como les costaba mucho trabajo creer que pudiera salir nada
significativo del proyecto de Spitzer, los psicoanalistas no reaccionaron con excesiva
urgencia. Al fin y al cabo, la publicación del DSM-I y el DSM-II no había producido ningún
impacto perceptible en su profesión. Tuvieron que pasar nueve meses desde la convención
de «medio camino» para que el primer grupo de psicoanalistas se dirigiera a Spitzer con
una solicitud formal. El presidente y el presidente electo de la Asociación Psicoanalítica
Americana enviaron un telegrama a la APA pidiendo que no prosiguieran los trabajos del
DSM-III hasta que la Asociación Psicoanalítica Americana hubiera podido evaluar
exhaustivamente su contenido y revisar los procesos mediante los que se aprobara cualquier
contenido adicional. La APA se negó.
En septiembre de 1977 se formó un comité de enlace integrado por cuatro o cinco
psicoanalistas de la APsaA que empezó a acribillar con sus propuestas a Spitzer y al grupo
de trabajo. Aproximadamente al mismo tiempo, otro grupo de cuatro o cinco psicoanalistas
de la poderosa delegación de Washington D. C. de la APA empezó a ejercer presión para
introducir cambios en el DSM-III. La delegación de Washington era seguramente la más
influyente y mejor organizada de la APA, debido al gran número de psiquiatras que se
beneficiaban en la capital del país de las mayores prestaciones en salud mental que
disfrutaban los funcionarios de la administración. Durante los seis meses siguientes, Spitzer
y los psicoanalistas disputaron sobre la introducción de determinados cambios en la
definición de los trastornos.
En un momento dado, Spitzer comunicó al grupo de trabajo que iba ceder a algunas
de las peticiones de los psicoanalistas como medida política para asegurar la adopción del
DSM-III. Para su sorpresa, los demás miembros del grupo rechazaron su propuesta por
unanimidad. Spitzer había escogido al grupo de trabajo por su decidida voluntad de
introducir cambios radicales, y ahora lo superaron a él mismo en su entrega incondicional a
tales principios. Animado por su propio equipo a mantenerse firme, Spitzer respondió
repetidamente a los psicoanalistas que no podía satisfacer sus demandas.
Al aproximarse la votación decisiva, las facciones psicoanalíticas presentaron
propuestas alternativas e hicieron frenéticos esfuerzos para presionar a Spitzer y forzarle a
aceptar sus exigencias. Pero Spitzer, tras dedicar al DSM prácticamente todas las horas de
vigilia durante cuatro años, siempre tenía una respuesta basada en pruebas científicas y
argumentos prácticos para sostener su posición, mientras que los psicoanalistas con
frecuencia se quedaban tartamudeando que el psicoanálisis debía defenderse en base a la
historia y la tradición. «Había discusiones sobre la posición de cada palabra, sobre el uso de
los adjetivos y el empleo de mayúsculas en las entradas —le explicó Spitzer a la
historiadora Hannah Decker—. Cada modificación, cada intento de afinar mejor entrañaba
una importancia simbólica para quienes estaban metidos en un proceso que era a la vez
político y científico.»
Spitzer avanzó trabajosamente a través de espinosas negociaciones y de conflictivas
sutilezas verbales hasta alcanzar un borrador definitivo a principios de 1979. Lo único que
faltaba era que fuese ratificado en la reunión de mayo de la asamblea de la APA. Ante la
votación inminente, los psicoanalistas tomaron al fin conciencia de lo mucho que había en
juego y redoblaron las presiones tanto sobre el grupo de trabajo como sobre la junta
directiva de la APA con feroz determinación, advirtiendo una y otra vez que los
psicoanalistas abandonarían en masa el DSM-III (y la APA) si no se atendían sus
exigencias. Al acercarse la fecha largamente esperada de la votación, el contraataque
definitivo de los adversarios de Spitzer se centró en un elemento esencial del psicoanálisis:
la neurosis. La neurosis era el concepto fundamental de la teoría psicoanalítica y
representaba para sus practicantes la definición misma de la enfermedad mental. Era
también la fuente primordial de sus ingresos en la práctica privada, porque la idea de que
todo el mundo padece algún tipo de conflicto neurótico generaba un flujo constante de
«sanos infelices» hacia los divanes de los loqueros. Como podrán imaginarse, los
psicoanalistas se quedaron horrorizados al enterarse de que Spitzer pretendía eliminar la
neurosis del campo de la psiquiatría.
El influyente e iconoclasta psiquiatra Roger Peele era entones el jefe de la
delegación de Washington D. C. de la APA. Aunque Peele en términos generales apoyaba la
concepción diagnóstica de Spitzer, se sentía obligado a cuestionarla a causa de la
orientación psicoanalítica de su distrito. «El diagnóstico más frecuente en el D. C. en los
años setenta era algo llamado neurosis depresiva —explica Peele—. Eso era lo que hacían
los profesionales todos los días.» Así pues, planteó una solución de compromiso llamada
«Propuesta Peele» que defendía la inclusión de un diagnóstico de neurosis «para evitar una
ruptura innecesaria con el pasado». El grupo de trabajo la rechazó.
En los últimos días anteriores de la votación, hubo un auténtico frenesí de
propuestas adicionales para salvar la neurosis, con nombres como Plan Talbott,
Modificación Burris, Iniciativa McGrath e incluso el Plan de Paz Neurótico del propio
Spitzer. Todas las propuestas fueron rechazadas por uno u otro bando. Al fin, llegó la
mañana fatídica del 12 de mayo de 1979. Incluso en esa última fase, los psicoanalistas
hicieron una última ofensiva. Spitzer replicó con una solución de compromiso: aunque el
DSM no incluiría ningún diagnóstico específico de neurosis, incorporaría nombres
psicoanalíticos alternativos para ciertos diagnósticos sin cambiar los criterios de diagnosis
(como, por ejemplo, «neurosis hipocondríaca» en el caso de la hipocondría o «neurosis
obsesivo-compulsiva» en el caso del trastorno obsesivo-compulsivo) y se añadiría un
apéndice con descripciones de los «trastornos neuróticos» en un lenguaje similar al del
DSM-II. Pero ¿esta concesión insignificante podría satisfacer a los psicoanalistas de base de
la asamblea de la APA?
Trescientos cincuenta psiquiatras se reunieron en un gran salón de baile del hotel
Conrad Hilton de Chicago. Spitzer subió al estrado de dos niveles, explicó los objetivos del
grupo de trabajo y repasó brevemente el proceso seguido antes de presentar a la asamblea el
borrador definitivo del DSM-III, algunas partes del cual habían sido redactadas apenas
hacía unas horas. Pero los psicoanalistas intentaron una última jugada a la desesperada.
El psicoanalista Hector Jaso presentó una moción para que la asamblea adoptara el
borrador del DSM-III... con una enmienda. «La neurosis depresiva» sería incorporada como
diagnóstico específico. Spitzer replicó que esa inclusión atentaría contra la coherencia y la
concepción de todo el Manual. Además, no había datos disponibles que apoyaran la
existencia de la neurosis depresiva. La moción de Jaso fue votada a mano alzada y
derrotada de forma abrumadora.
Ahora bien, ¿la asamblea estaba rechazando un cambio de última hora o
manifestando su oposición al proyecto entero del DSM-III? Finalmente, tras miles de horas
de trabajo, el producto final del planteamiento visionario de Spitzer, el DSM-III, fue
sometido a votación. La asamblea se pronunció de forma prácticamente unánime: SÍ.
«Entonces ocurrió algo verdaderamente extraordinario —escribió Peele en el New
York Times—. Algo que no se ve a menudo en la asamblea. La gente se levantó y empezó a
aplaudir.» El estupor se adueñó del rostro de Spitzer. «A Bob se le humedecieron los ojos.
Allí estaba la multitud que él temía que habría de torpedear sus esfuerzos y aspiraciones. Y
lo que le estaban dedicando era una ovación en pie.»
¿Cómo logró triunfar Spitzer sobre el estamento dominante de la psiquiatría?
Aunque los psicoanalistas se opusieron con energía a la idea de eliminar los conceptos
freudianos, para la mayoría de ellos los beneficios del innovador manual de Spitzer
superaban sus defectos. Al fin y al cabo, también ellos eran plenamente conscientes del
problema de imagen de la psiquiatría y de la amenaza planteada por el movimiento
antipsiquiátrico. Comprendían que la psiquiatría necesitaba un cambio de imagen y que este
cambio debía basarse en algún tipo de ciencia médica. Incluso los adversarios de Spitzer
reconocían que este nuevo y radical Manual constituía un salvavidas para toda la profesión,
una oportunidad para restaurar la maltrecha reputación de la psiquiatría.
El impacto del DSM-III fue tan espectacular como Spitzer esperaba. La teoría
psicoanalítica fue desterrada definitivamente de la diagnosis y la investigación psiquiátrica,
y el papel de los psicoanalistas en la cúpula de la APA disminuyó enormemente a partir de
entonces. El DSM-III imprimó un giro a la psiquiatría, apartándola de la tarea de curar
males sociales y centrándola de nuevo en el tratamiento médico de las enfermedades
mentales graves. El criterio diagnóstico de Spitzer podía emplearlo con idéntica fiabilidad
un psiquiatra de Wichita o uno de Walla Walla. Las Elena Conway y las Abigail
Abercrombie del mundo, descuidadas durante tanto tiempo, ocuparon de nuevo el centro
del escenario de la psiquiatría americana.

Presentación del volumen en honor de Robert Spitzer. De izquierda a derecha:


Michael First (psiquiatra y pupilo de Spitzer, que trabajó en los DSM-III, IV y 5), Jeffrey
Lieberman, autor de este libro, Jerry Wakefield (profesor de Asistencia Social en la
Universidad de Nueva York), Allen Frances (psiquiatra, pupilo de Spitzer y director del
grupo de trabajo del DSM-IV), Bob Spitzer (psiquiatra y director del grupo de trabajo del
DSM-III), Ron Bayer (profesor de Ciencia Sociomédica de la Universidad de Columbia y
autor de un libro sobre la supresión de la homosexualidad en el DSM), Hannah Decker
(historiadora y autora de The Making of DSM-III [La creación del DSM-III]) y Jean
Endicott (psicóloga y colaboradora de Spitzer). (Cortesía de Eve Vagg, Instituto
Psiquiátrico del Estado de Nueva York.)
Hubo también consecuencias involuntarias. El DSM-III creó una incómoda
simbiosis entre el Manual y las compañías de seguros que pronto habría de condicionar
todos los aspectos de la atención mental en Estados Unidos. Las aseguradoras solo estaban
dispuestas a pagar por algunas de las dolencias recogidas en el DSM, induciendo así a los
psiquiatras a meter con calzador a más y más pacientes en un número limitado de
diagnósticos para asegurarse de que les reembolsaban la atención recibida. Aunque el grupo
de trabajo pretendía que el DSM-III solo fuera utilizado por los profesionales sanitarios, las
definiciones consagradas por el Manual enseguida se convirtieron en la guía de facto de la
enfermedad mental en todos los sectores de la sociedad. Las aseguradoras, los colegios, las
universidades, las agencias de subvención a la investigación, las compañías farmacéuticas,
las asambleas legislativas estatales y federales, los sistemas judiciales, el ejército y los
organismos de salud pública —Medicare y Medicaid—, estaban deseando contar con un
sistema coherente de diagnóstico psiquiátrico, y en poco tiempo todas esas instituciones
vincularon su política y sus fondos al DSM-III. Nunca en toda la historia de la medicina un
solo documento había cambiado tantas cosas y afectado a tantas personas.
Yo no estuve presente en la trascendental reunión en la que la asamblea de la APA
aprobó el DSM-III, pero tuve la fortuna de presidir la última aparición pública de Spitzer.
Bob se vio obligado a retirarse en 2008 a causa de una forma grave e incapacitante de la
enfermedad de Parkinson. Para celebrar su jubilación, organizamos un homenaje a sus
extraordinarios logros al que asistieron ilustres psiquiatras y numerosos discípulos de Bob.
Uno tras otro, tomaron la palabra para hablar del hombre que tan profundamente había
marcado sus carreras. Finalmente, Bob se levantó para intervenir. Siempre había sido un
orador convincente y disciplinado, pero al empezar su intervención estalló en sollozos
incontrolables. Fue incapaz de continuar, abrumado por aquella demostración sincera de
afecto y admiración. Mientras él seguía llorando, yo, con delicadeza, tomé el micrófono de
sus manos trémulas y expliqué a los presentes que la última vez que Bob se había quedado
sin palabras fue cuando la APA aprobó el DSM-III en la reunión de la asamblea de Chicago.
La audiencia se puso en pie y le dedicó una ovación que se prolongó largo rato.
SEGUNDA PARTE

La historia del tratamiento

Ojalá su mente fuese tan fácil de arreglar como su cuerpo.

HAN NOLAN
5

Medidas desesperadas:
curas de fiebre, terapia de coma y lobotomías

Lo que no puede curarse debe soportarse.


ROBERT BURTON

Rose. Su cabeza rajada.


Un cuchillo introducido en su cerebro.
Yo. Aquí. Fumando.
Mi padre, malvado como un
demonio, roncando, a mil kilómetros
de distancia.
TENNESSEE WILLIAMS, sobre la lobotomía de su hermana Rose.

NIDO DE VÍBORAS

Durante el primer siglo y medio de existencia de la psiquiatría, el único tratamiento


real para las enfermedades mentales era la reclusión. En 1917, Emil Kraepelin captó la
desesperanza predominante entre los clínicos cuando les dijo a sus colegas: «Raramente
podemos alterar el curso de la enfermedad mental. Hemos de reconocer sin ambages que la
gran mayoría de los pacientes recluidos en nuestras instituciones están perdidos para
siempre.» Treinta años después, las cosas apenas habían mejorado. Lothar Kalinowsky,
pionero de la psiquiatría biológica, escribió en 1947: «Los psiquiatras pueden hacer poco
más por los pacientes que procurarles una vida más cómoda, permitir que mantengan el
contacto con sus familias y devolverlos a la comunidad en caso de remisión espontánea.»
La remisión espontánea —el único rayo de esperanza para los enfermos mentales desde
1800 hasta la década de 1950— era tan improbable en la mayoría de los casos como
encontrar un trébol de cuatro hojas en medio de una ventisca.
A principios del siglo XIX, el movimiento de reforma de los manicomios apenas
existía en Estados Unidos, y había muy pocas instituciones mentales en las que recluir a los
pacientes. A mediados de siglo, la gran defensora de los enfermos mentales, Dorothea Dix,
convenció a los legisladores estatales para que construyeran un número considerable de
instituciones mentales. En 1904 había 150.000 pacientes internados en manicomios, y en
1955, más de 550.000. La mayor institución era el hospital estatal Pilgrim, en Brentwood,
Nueva York, que llegó a albergar 19.000 pacientes en sus inmensas instalaciones. El
hospital venía a ser como una ciudad autosuficiente. Poseía su propia depuradora, su planta
eléctrica, sistemas de calefacción y de alcantarillado, cuerpo de bomberos, cuerpo de
policía, juzgados, iglesia, oficina de correos, cementerio, lavandería, supermercado, salón
de actos, campos deportivos, invernaderos y una granja.
La cantidad en continuo crecimiento de pacientes internados constituía un
recordatorio ineludible de la incapacidad de la psiquiatría para tratar las enfermedades
mentales graves. Las condiciones de los manicomios, como era de esperar habiendo tantos
pacientes incurables obligados a vivir juntos, resultaban con frecuencia insoportables. En
1946, una escritora de cuarenta y un años llamada Mary Jane Ward, publicó una novela
autobiográfica, Nido de víboras, que describía su experiencia en el hospital estatal
Rockland, una institución mental situada en Orangeburg, Nueva York. Tras ser
diagnosticada erróneamente como esquizofrénica, Ward fue sometida a una despiadada
serie de horrores que parecía exactamente lo contrario de un sistema terapéutico: salas
atestadas de internos mugrientos, largos períodos de inmovilización, fases prolongadas de
aislamiento, griterío durante las veinticuatro horas, pacientes revolcándose en sus propios
excrementos, baños helados y enfermeros totalmente indiferentes.
Aunque las condiciones de los hospitales mentales fueran innegablemente
espantosas, era bien poco lo que el personal sanitario podía hacer realmente para mejorar la
suerte de sus pacientes. Los presupuestos de las instituciones estatales resultaban siempre
insuficientes (pese a que solían contarse entre las partidas más onerosas del presupuesto
global de cada estado) y, además, siempre había más pacientes de los que estas instituciones
infradotadas estaban pensadas para albergar. La cruda realidad era sencillamente que no
había tratamiento eficaz para las enfermedades que padecían los pacientes hacinados en sus
pabellones, de manera que los manicomios solo podían aspirar a mantenerlos abrigados,
alimentados y fuera de peligro.
Cuando yo estaba en la escuela primaria, las personas aquejadas de esquizofrenia,
trastorno bipolar, depresión mayor, autismo y demencia tenían pocas esperanzas de
recuperación, y prácticamente ninguna de conseguir unas relaciones estables, un empleo
remunerado o un desarrollo personal significativo. Los psiquiatras de la época eran
plenamente conscientes de las detestables condiciones que sus pacientes soportaban en las
instituciones mentales y de las abrumadoras dificultades que experimentaban fuera de las
mismas, y estaban deseando encontrar algo —cualquier cosa— que mitigara todo este
sufrimiento. Impulsados por la compasión y la desesperación, los médicos de los
manicomios concibieron una serie de audaces tratamientos que hoy en día inspiran
sentimientos de repugnancia e incluso de indignación por su aparente salvajismo.
Lamentablemente, muchos de estos primeros tratamientos de la enfermedad mental han
quedado asociados para siempre a la mala imagen pública de la psiquiatría.
Lo cierto es que la alternativa a estos toscos métodos no era algún tipo de cura
medicinal o de psicoterapia progresista: la alternativa era un sufrimiento perpetuo, pues no
había nada que funcionara. Hasta los riesgos de un tratamiento extremo o peligroso
parecían valer la pena a menudo frente a la perspectiva de una reclusión de por vida en un
centro como Pilgrim o Rockland. Si queremos apreciar cabalmente cuánto ha progresado la
psiquiatría —hasta el punto de que la gran mayoría de los individuos aquejados de un
trastorno mental grave tienen ahora, con un buen tratamiento, la oportunidad de llevar una
vida relativamente normal, en vez de consumirse entre las paredes decrépitas de un
manicomio—, si queremos apreciar esta larga evolución, primero hemos de examinar
abiertamente las medidas desesperadas que ensayaron los psiquiatras en su búsqueda
improbable para derrotar a la enfermedad mental.
CURAS DE FIEBRE Y TERAPIA DE COMA

En las primeras décadas del siglo XX, los manicomios estaban llenos de pacientes
aquejados de un tipo de psicosis llamado «parálisis general del demente» (GPI), provocado
por la sífilis avanzada. Sin el tratamiento adecuado, el microorganismo con forma de
espiral (espiroqueta) de esta enfermedad venérea se asentaba en el cerebro y generaba unos
síntomas a menudo indistinguibles de la esquizofrenia o el trastorno bipolar. Puesto que la
sífilis seguía siendo incurable a principios del siglo XX, los psiquiatras buscaron con
desesperación algún modo de mitigar los síntomas padecidos por una auténtica avalancha
de pacientes con demencia GPI, entre los que figuraban el gánster Al Capone y el
compositor Robert Schumann.
En 1917, mientras Freud publicaba sus Conferencias de introducción al
psicoanálisis, otro médico vienés estaba a punto de realizar un descubrimiento igualmente
asombroso. Julius Wagner-Jauregg, vástago de una familia noble austriaca, estudió
Patología en la Facultad de Medicina y luego empezó a trabajar en una clínica psiquiátrica
con pacientes psicóticos. Un día, observó algo sorprendente en una paciente GPI llamada
Hilda.
Hilda llevaba más de un año perdida en la turbulenta locura de la enfermedad
cuando sufrió una fiebre no relacionada con la sífilis, sino con una infección respiratoria. Al
remitir la fiebre, Hilda despertó con la mente despejada y lúcida. Su psicosis se había
desvanecido.
Como los síntomas GPI evolucionaban por lo general solo en una dirección —o sea,
a peor—, la remisión de los síntomas psicóticos de Hilda suscitó el interés de Wagner-
Jauregg. ¿Qué había ocurrido? Puesto que había recuperado la cordura inmediatamente
después de bajar la fiebre, conjeturó que la causa debía estar relacionada con la fiebre
misma. ¿Acaso la elevada temperatura corporal había aturdido o matado a las espiroquetas
de la sífilis que tenía en el cerebro?
Actualmente sabemos que la fiebre es uno de los mecanismos más primitivos del
cuerpo para combatir la infección: una parte de lo que se conoce como «sistema inmune
innato». El calor de la fiebre daña tanto al huésped como al invasor, pero suele ser más
dañino para el invasor, pues muchos agentes patógenos son sensibles a las temperaturas
elevadas. (Nuestro «sistema inmune adaptativo», más reciente evolutivamente, produce los
conocidos anticuerpos, que atacan de forma específica a los invasores.) A falta de un
verdadero conocimiento de la mecánica de la fiebre, Wagner-Jauregg concibió un osado
experimento para estudiar los efectos de la temperatura elevada en la psicosis. ¿Cómo?
Infectando a pacientes GPI con enfermedades que provocaban fiebre.
Empezó sirviendo a sus pacientes psicóticos agua que contenía bacterias
estreptocócicas (las causantes de las anginas). Luego probó con la tuberculina, un extracto
de la bacteria de la tuberculosis; y finalmente con la malaria, tal vez porque había una
provisión disponible de sangre infectada por esta enfermedad procedente de los soldados
que regresaban de la Primera Guerra Mundial. Los pacientes, después de que Wagner-
Jauregg les inyectara el parásito plasmodium, sucumbían a la fiebre típica de la malaria... y
poco después mostraban una mejora espectacular de su estado mental.
Enfermos que antes actuaban de forma estrafalaria y soltaban incoherencias ahora
estaban serenos y charlaban con toda normalidad con el doctor Wagner-Jauregg. Algunos
incluso parecían totalmente curados de su sífilis. En el siglo XXI quizá pueda parecer un
mal negocio cambiar una enfermedad espantosa por otra, pero al menos la malaria podía
tratarse con quinina, un extracto barato y abundante de corteza de árbol.
El nuevo método de Wagner-Jauregg, llamado piroterapia, se convirtió rápidamente
en el tratamiento estándar de la GPI. Aunque la idea de infectar a propósito a pacientes
mentales con parásitos de la malaria nos pone los pelos de punta —y en efecto, un quince
por ciento de los pacientes tratados con la cura de fiebre de Wagner-Jauregg pereció a causa
del procedimiento mismo—, la piroterapia constituyó el primer tratamiento efectivo de
varias dolencias mentales. Piénsenlo por un momento. Ningún procedimiento médico había
logrado en toda la historia aliviar los síntomas de la psicosis, la más grave y despiadada de
las enfermedades mentales. La GPI había constituido siempre un viaje sin retorno a la
reclusión permanente o a la muerte. Ahora, los afectados por esta dolencia tan destructiva
para la mente tenían una posibilidad razonable de recuperar la cordura y volver a casa. Por
este logro impresionante, Wagner-Jauregg obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1927, el
primero que se otorgaba en el campo de la psiquiatría.
La cura de fiebre de Wagner-Jauregg infundió la esperanza de que hubiera otros
métodos prácticos de tratar la enfermedad mental. De modo retrospectivo, podríamos
señalar que la GPI, comparada con otras dolencias mentales, constituía un caso muy
inusual, pues era causada por un patógeno externo que infectaba el cerebro. Difícilmente
podríamos esperar que un método germicida tuviera ningún efecto en otras enfermedades
mentales, cuando sabemos que infinidad de psiquiatras biológicos no han detectado la
presencia de agentes externos en el cerebro de los pacientes. Durante los años veinte, sin
embargo, muchos psiquiatras, espoleados por el éxito de Wagner-Jauregg, intentaron aplicar
la piroterapia a otros trastornos.
En los manicomios de todo el país, los pacientes con esquizofrenia, depresión,
manía e histeria empezaron a ser infectados con una amplia variedad de enfermedades que
cursaban con fiebre. Algunos alienistas llegaron al extremo de inyectar sangre infectada con
malaria directamente en el cerebro del paciente a través del cráneo. Pero, ay, la piroterapia
no resultó ser la panacea que muchos habían esperado. Aunque la cura de fiebre mitigaba
los síntomas psicóticos de la GPI, demostró ser inútil contra todos los demás tipos de
enfermedad mental. Como los otros trastornos no estaban causados por agentes patógenos,
no había nada que la fiebre pudiese matar... salvo, en ocasiones, al propio paciente.
Aun así, la inaudita eficacia de la piroterapia en el tratamiento de la GPI arrojó el
primer destello de luz en las tinieblas que habían dominado la psiquiatría manicomial
durante más de un siglo. Espoleado por el éxito de Wagner-Jauregg, otro psiquiatra
austriaco, Manfred Sakel, experimentó con una técnica fisiológica todavía más inquietante
que la fiebre de la malaria. Sakel había estado tratando a drogadictos con dosis bajas de
insulina, como medio para combatir la adicción a los opiáceos. Con frecuencia, los
consumidores de morfina y opio mostraban conductas extremas similares a las de la
enfermedad mental, como deambular incesante, movimiento frenético y pensamiento
incoherente. Sakel observó que cuando un adicto recibía accidentalmente una elevada
cantidad de insulina, su nivel de azúcar caía en picado, induciendo un coma hipoglucémico
que podía prolongarse durante horas. Al despertar, sin embargo, el paciente estaba mucho
más calmado y su conducta extrema había remitido. Sakel se preguntó si el coma podría
aliviar quizá los síntomas de la enfermedad mental.
Así pues, empezó a experimentar con comas artificialmente inducidos.
Administraba a pacientes esquizofrénicos dosis elevadas de insulina, que habían empezado
a ser utilizadas como tratamiento para la diabetes. La sobredosis de insulina los sumía en un
coma que Sakel interrumpía administrando glucosa por vía intravenosa. Cuando los
pacientes recuperaban el conocimiento, esperaba un poco y repetía la operación. En
ocasiones inducía un coma en el paciente seis veces seguidas. Para su gran satisfacción, los
síntomas psicóticos disminuían y aparecían signos de mejora.
Como podrán imaginar, la técnica de Sakel entrañaba serios riesgos. Un efecto
secundario era que los pacientes se volvían tremendamente obesos, pues la insulina empuja
la glucosa hacia el interior de las células. Un efecto mucho más grave era que un pequeño
número de pacientes no despertaba del coma y moría en el acto. El mayor peligro era que se
produjera un daño cerebral permanente. El cerebro consume un porcentaje
desproporcionado de la glucosa total presente en el cuerpo (setenta por ciento), pese a que
solo representa el dos por ciento del peso corporal. Por lo tanto, es un órgano
extremadamente sensible a las fluctuaciones del nivel de glucosa en sangre y puede sufrir
daños si esos niveles son demasiado bajos incluso durante un breve período de tiempo.
En vez de considerar un inconveniente el daño cerebral, los defensores del método
de Sakel alegaban que era un beneficio: el daño cerebral, en caso de producirse, causaba
una deseable «disminución de tensión y hostilidad»; o al menos eso aducían en su defensa.
Tal como la terapia de fiebre, la terapia de coma inducido fue ampliamente adoptada
por los alienistas americanos y europeos. Se empleó en casi todos los hospitales mentales
importantes durante los años cuarenta y cincuenta, y cada institución desarrolló su propio
protocolo para la inducción del coma. Algunos pacientes llegaron a ser sometidos a un
coma sesenta o setenta veces en el curso del tratamiento. Pese a los riesgos evidentes, los
psiquiatras se sentían maravillados por el hecho de que por fin —¡por fin!— hubiera algo
capaz de aliviar el sufrimiento de sus pacientes, aunque fuese de modo temporal.
NADA QUE NO PUEDA ARREGLAR UN PICAHIELOS EN EL OJO

Desde que los primeros psiquiatras empezaron a concebir los trastornos de conducta
como enfermedades, acariciaron la esperanza de que algún día la manipulación directa del
cerebro resultara curativa. En los años treinta, se desarrollaron dos tratamientos que
prometían cumplir este sueño. Uno de ellos sobrevivió a unos difíciles comienzos y a una
pésima reputación para convertirse en un pilar de la atención mental contemporánea. El
otro siguió el camino opuesto: empezó su andadura como un método prometedor
rápidamente adoptado en todo el mundo y acabó convertido en el tratamiento más infame
de la historia de la psiquiatría.
Desde la técnica prehistórica de la trepanación, la práctica de orificios en el cráneo
para llegar al cerebro, que ya se empleaba en algunos casos hace miles de años, los médicos
han intentado recurrir a la cirugía cerebral para tratar el caos emocional de los trastornos
mentales, aunque siempre sin éxito. En 1933, un médico portugués decidió desafiar este
largo historial de fracasos: António Egas Moniz, un neurólogo de la Universidad de Lisboa,
pensaba, como los psiquiatras biológicos, que la enfermedad mental era una dolencia
neurológica y que, por lo tanto, debía ser tratable mediante una intervención directa en el
cerebro. Como neurólogo, sabía por experiencia que los derrames, tumores y heridas
cerebrales alteraban la conducta y las emociones al dañar una zona determinada del
cerebro. Él conjeturó que también lo contrario debía ser cierto, es decir, que dañando la
parte apropiada del cerebro, podían rectificarse las conductas y emociones alteradas. La
única cuestión era: ¿qué parte del cerebro había que operar?
Moniz estudió atentamente las diversas regiones del cerebro humano para
determinar qué estructuras neurológicas podían ser más prometedoras como candidatas a la
cirugía. Esperaba encontrar sobre todo las zonas del cerebro que regían los sentimientos,
pues creía que para tratar la enfermedad mental era esencial calmar las turbulentas
emociones del paciente. En 1935, durante una convención médica celebrada en Londres,
Moniz asistió a una conferencia en la que un neurólogo e investigador de Yale formuló una
observación interesante: cuando un paciente sufría heridas en el lóbulo frontal, sus
emociones quedaban atenuadas, pero —curiosamente— su capacidad intelectual parecía
intacta. Ese era el hallazgo que Moniz había estado buscando: un modo de calmar las
tormentosas emociones de la enfermedad mental, pero preservando la capacidad cognitiva
normal.
Al volver a Lisboa, Moniz acometió con entusiasmo su primer experimento de
psicocirugía. Su objetivo: los lóbulos frontales. Como Moniz carecía de formación en
neurocirugía, reclutó a un joven neurocirujano, Pedro Almeida Lima, para llevar a cabo la
intervención. El plan de Moniz era producir lesiones —o dicho más crudamente, infligir un
daño cerebral permanente— en los lóbulos frontales de pacientes con trastornos mentales
graves: un procedimiento que llamó «leucotomía».
Moniz realizó la primera de una serie de veinte leucotomías el 12 de noviembre de
1935 en el hospital de Santa Marta de Lisboa. Cada paciente era sometido a anestesia
general. Lima practicaba dos orificios en la parte frontal del cráneo, justo por encima de
cada ojo. A continuación realizaba la parte esencial de la intervención: insertaba a través del
orificio la aguja de un instrumento de su invención con forma de jeringa —un leucotomo—
y presionaba el émbolo de la jeringa, que introducía un lazo de alambre en el cerebro;
después hacía rotar el leucotomo, extrayendo una pequeña esfera de tejido cerebral, tal
como quien saca el corazón de una manzana.
¿Cómo decidieron Moniz y Lima dónde cortar, teniendo en cuenta que el escáner
cerebral y la cirugía estereotáctica quedaban aún muy lejos en el futuro y que apenas se
sabía nada sobre la anatomía funcional de los lóbulos frontales? Para asegurar el tiro, los
dos médicos portugueses extrajeron seis esferas de tejido cerebral de cada lóbulo frontal. Si
quedaban insatisfechos con el resultado —si el paciente seguía agitado, por ejemplo—,
entonces Lima volvía a intervenirlo y le extraía todavía más tejido.
En 1936, Moniz y Lima publicaron los resultados de sus primeras veinte
leucotomías. Antes de la intervención, nueve pacientes sufrían depresión; siete,
esquizofrenia; dos, trastorno de ansiedad, y dos eran maníaco-depresivos. Moniz afirmaba
que siete pacientes habían mejorado de forma considerable, otros siete habían mejorado
algo y los seis restantes no habían experimentado cambios. Ninguno, según los autores de
la investigación, había quedado peor tras la intervención.
Cuando Moniz presentó los resultados en una convención en París, el psiquiatra más
destacado de Portugal, José de Matos Sobral Cid, criticó la nueva técnica. Cid era el jefe de
Psiquiatría del hospital de Moniz y había visto personalmente a los pacientes
leucotomizados. Según él, estos mostraban una disminución de capacidades y un «deterioro
de la personalidad»; y su aparente mejora no era más que una conmoción como la que
sufría un soldado tras una grave herida en la cabeza.
Moniz, sin dejarse desanimar, formuló una teoría para explicar por qué funcionaban
las leucotomías: una teoría basada en la psiquiatría biológica. La enfermedad mental, según
sostuvo, era la consecuencia de «fijaciones funcionales» en el cerebro, que se producían
cuando el cerebro no podía dejar de ejecutar la misma acción una y otra vez. Moniz
aseguraba que la leucotomía curaba a los pacientes eliminando estas fijaciones funcionales.
Cid criticó esa teoría elaborada a posteriori, tildándola de «pura mitología cerebral».
Pese a tales críticas, el tratamiento de Moniz, la leucotomía frontal transcraneal, fue
acogida como una cura milagrosa; y el motivo —si no del todo perdonable— es
comprensible. Uno de los problemas más comunes de los psiquiatras de los manicomios era
cómo manejar a los pacientes turbulentos. El manicomio, al fin y al cabo, estaba pensado
para cuidar de los individuos demasiado escandalosos para vivir en sociedad. Pero aparte de
la inmovilización, ¿cómo puedes controlar a una persona que está constantemente excitada,
soliviantada y violenta? Para los alienistas, el efecto calmante de la leucotomía de Moniz
parecía la respuesta a sus plegarias. Tras una intervención relativamente sencilla, aquellos
pacientes que constituían una molestia permanente se volvían dóciles y obedientes.
Las leucotomías se propagaron como un incendio desbocado por los manicomios de
Europa y América (en Estados Unidos, se volvieron conocidas popularmente como
«lobotomías»). La adopción de la técnica quirúrgica de Moniz transformó las instituciones
mentales de un modo inmediatamente perceptible para el observador más distraído. Durante
siglos, la banda sonora habitual en un manicomio consistía en un estrépito y un alboroto
incesante. Ahora, ese bullicio escandaloso había sido reemplazado por un silencio más
agradable. Aunque la mayoría de defensores de la psicocirugía eran conscientes del cambio
radical que se observaba en la personalidad de los sujetos, argumentaban que la «cura» de
Moniz resultaba al menos más humana que inmovilizar a los pacientes con camisas de
fuerza o encerrarlos en celdas acolchadas durante semanas; y desde luego resultaba más
cómoda para el personal del hospital. Pacientes que antes se golpeaban contra las paredes,
arrojaban la comida y gritaban a espectros invisibles, permanecían ahora plácidamente
sentados sin molestar a nadie. Entre las personas más destacadas sometidas a este espantoso
tratamiento figuran la hermana de Tennessee Williams, Rose, y la hermana del presidente
John F. Kennedy, Rosemary Kennedy.
Con demasiada rapidez, la lobotomía americana dejó de ser un modo de amansar a
los pacientes más alborotadores para convertirse en una terapia general para todo tipo de
trastornos mentales. Esta moda no hacía más que seguir la trayectoria de otros muchos
movimientos psiquiátricos —desde el mesmerismo hasta el psicoanálisis y la orgonomía—
cuyos seguidores tendían a convertir un método de aplicación restringida en una panacea
universal. Si la única herramienta que posees es un martillo, el mundo entero se parece a un
clavo.
En 1946, un americano llamado Walter Freeman introdujo un método nuevo y
radical de psicocirugía. Freeman era un neurólogo ambicioso y de amplia formación que
admiraba el «genio» de Moniz. Estaba convencido de que la enfermedad mental obedecía a
emociones hiperactivas que podían aplacarse lesionando quirúrgicamente los centros
emocionales del cerebro. Freeman creía que serían muchos más los pacientes que podrían
beneficiarse de esta técnica si fuera posible volverla más práctica y barata, pues el método
Moniz requería un experto cirujano, un anestesista y el quirófano siempre oneroso de un
hospital. Tras experimentar con un picahielos y un pomelo, Freeman adaptó
ingeniosamente la técnica de Moniz para que pudiera llevarse a cabo en clínicas, en
consultas privadas e incluso en la habitación de un hotel.
El 17 de enero de 1946, en su consulta de Washington D. C, Walter Freeman le
practicó la primera «lobotomía transorbital» de la historia a una mujer de veintisiete años
llamada Sallie Ellen Ionesco. La técnica consistía en alzar el párpado superior del paciente
y meter, por debajo del mismo y resiguiendo el borde superior de la órbita, la punta de un
delgado instrumento quirúrgico semejante a un picahielos. Luego se empleaba un mazo
para atravesar la fina capa ósea de la pared de la órbita e introducir la punta en el cerebro.
Entonces, como en la técnica de leucotomía de Moniz, se hacía rotar la punta del picahielos
para producir una lesión en el lóbulo frontal. Cuando murió en 1972, Freeman había
practicado no menos de 2.500 lobotomías con picahielos en pacientes de veintitrés estados.
Walter Freeman, ejecutando una lobotomía. (© Bettmann/ CORBIS.)
Las lobotomías transorbitales seguían practicándose cuando yo entré en la Facultad
de Medicina. Mi único encuentro con un paciente lobotomizado constituyó una experiencia
bastante lúgubre. Se trataba de un hombre viejo y flaco, internado en el hospital St.
Elizabeths de Washington D. C, que permanecía sentado con la mirada perdida, como una
estatua de piedra. Si le hacías una pregunta, respondía con voz apagada y robótica. Si le
pedías que hiciera algo, lo hacía obedientemente, como un zombi. Lo más desconcertante
eran sus ojos, inexpresivos y sin vida. Me explicaron que en su día había sido un paciente
incansablemente agresivo y rebelde. Ahora, era el paciente «perfecto»: obedecía dócilmente
y daba poco trabajo.
Por asombroso que parezca, Moniz recibió el Premio Nobel en 1949 «por su
descubrimiento del valor terapéutico de la leucotomía en ciertas psicosis», lo que constituía
el segundo Nobel otorgado al tratamiento de la enfermedad mental. El hecho de que el
comité sueco galardonara la terapia por malaria y las lobotomías pone de manifiesto la
desesperación con que se buscaba cualquier tipo de tratamiento psiquiátrico.
Por suerte, la psiquiatría contemporánea ha desechado hace mucho los peligrosos y
desesperados métodos de la terapia de fiebre, la terapia de coma y las lobotomías
transorbitales, sobre todo a partir de la revolución en los tratamientos iniciada en los años
cincuenta y sesenta. Pero hay una terapia de la era manicomial que sí ha sobrevivido y ha
llegado a convertirse en el tratamiento somático más corriente y efectivo de la psiquiatría
actual.
CEREBROS ELECTRIFICADOS

Mientras el uso de la terapia de fiebre y la terapia de coma se extendía por los


hospitales mentales de todo el mundo, los alienistas observaron otro fenómeno inesperado:
los síntomas de los pacientes psicóticos que también padecían epilepsia parecían mejorar
tras sufrir un ataque convulsivo. Si la fiebre mejoraba los síntomas de los pacientes con GPI
y la insulina aplacaba los síntomas de la psicosis, ¿acaso podían emplearse las convulsiones
como tratamiento?
En 1934, el psiquiatra húngaro Lasdislas J. Meduna empezó a experimentar con
distintos métodos para provocar convulsiones en sus pacientes. Probó con alcanfor, una
cera perfumada empleada como aditivo alimentario y como fluido embalsamador, y luego
con metrazol, un estimulante que provoca convulsiones a dosis elevadas. Asombrosamente,
Meduna descubrió que los síntomas psicóticos disminuían de forma considerable tras un
ataque inducido con metrazol.
El nuevo tratamiento de Meduna se volvió enseguida conocido como «terapia
convulsiva», y ya en 1937 se celebró en Suiza el primer congreso internacional sobre la
misma. En solo tres años, la terapia convulsiva había pasado a ser, junto con el coma
insulínico, el tratamiento estándar para los trastornos mentales graves en los manicomios de
todo el mundo.
Había problemas con el metrazol, sin embargo. Primero, antes de que empezaran las
convulsiones, la sustancia provocaba en el paciente una sensación de muerte inminente: un
temor enfermizo, exacerbado por la conciencia de que estaba a punto de sufrir un ataque
incontrolable. Esta ansiedad terrorífica debía resultar peor aún para un paciente psicótico
que ya sufría de por sí delirios aterradores. El metrazol desataba además unas convulsiones
tan violentas que podían provocar fracturas en la columna. En 1939, un estudio con rayos X
del Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York halló que el cuarenta y tres por ciento
de los pacientes sometidos a terapia convulsiva con metrazol sufrían fracturas en las
vértebras.
Los médicos empezaron a buscar otro método para provocar las convulsiones. A
mediados de los años treinta, un profesor italiano de neuropsiquiatría, Ugo Cerletti, estaba
experimentando con perros y provocándoles convulsiones mediante descargas eléctricas
administradas directamente en la cabeza. Cerletti se preguntaba si las descargas también
causarían convulsiones en los humanos, pero sus colegas lo disuadieron de intentar este tipo
de experimentos con personas. Luego, un día, mientras compraba en la carnicería, se enteró
de que los carniceros, antes de degollar a un cerdo, le daban una descarga eléctrica en la
cabeza para dejarlo sumido en una especie de coma anestésico. Cerletti se preguntó si una
descarga eléctrica en la cabeza de un paciente produciría también una anestesia previa a las
convulsiones subsiguientes.
Antes de apresurarse a condenar el plan de Cerletti como un salvajismo inmoral,
conviene repasar las circunstancias que indujeron a un médico titulado a considerar la idea
de aplicar una corriente eléctrica en el cerebro de una persona: una idea que, fuera de
contexto, suena tan absurda y terrorífica como querer curar un dolor de cabeza a cañonazos.
En primer lugar, todavía no existía un tratamiento eficaz para las enfermedades mentales
graves, aparte de la terapia de coma insulínico y la terapia convulsiva con metrazol:
tratamientos peligrosos, inestables y altamente invasivos. En segundo lugar, para la
mayoría de los pacientes, la única alternativa a estas terapias extremas era la reclusión de
por vida en un manicomio degradante. Tras observar cómo los cerdos conmocionados
quedaban insensibles al cuchillo del matarife, Cerletti decidió que valía la pena, pese a los
riesgos evidentes, intentar aplicar una descarga de cien voltios al cráneo de una persona.
En 1938, Cerletti recurrió a su colega Lucino Bini para construir el primer aparato
explícitamente diseñado para administrar descargas terapéuticas a humanos y, con la
colaboración de Bini, lo probó en los primeros pacientes. Funcionó tal como Cerletti
soñaba: el shock anestesiaba a los pacientes de tal modo que, al recuperar el conocimiento,
no tenían recuerdo de las convulsiones; e igual que con el metrazol, los pacientes
presentaban al despertar una notable mejoría.
A partir de los años cuarenta, la técnica de Cerletti y Bini, bautizada como «terapia
electroconvulsiva» o TEC, fue adoptada por casi todas las grandes instituciones
psiquiátricas del mundo. La TEC constituyó una alternativa muy bien acogida a la terapia
de metrazol, pues era más barata, menos terrorífica para los pacientes (se acabaron los
sentimientos de catástrofe inminente), menos peligrosa (se acabaron las fracturas de
columna), más práctica (bastaba con pulsar un interruptor) y más eficaz. Los pacientes
deprimidos, en particular, mostraban con frecuencia una mejora espectacular de estado de
ánimo tras unas pocas sesiones, y, aunque aún había en la TEC algunos efectos secundarios,
resultaban despreciables comparados con los enormes riesgos de la terapia de coma, la
terapia de malaria o las lobotomías. Realmente era un tratamiento milagroso.
Uno de los efectos secundarios de la TEC era una amnesia retrógrada, aunque
muchos médicos más bien la consideraban una ventaja adicional, no un inconveniente, pues
el hecho de olvidar la intervención ahorraba a los pacientes cualquier desagradable
recuerdo de ser electrocutados. Otro efecto secundario se debía a que la TEC se
administraba en sus inicios de «forma no modificada» —un eufemismo para decir que los
psiquiatras no empleaban ningún tipo de anestesia o de relajante muscular—, con lo cual se
desataban convulsiones a gran escala que podían provocar fracturas óseas, si bien mucho
menos frecuentes y menos graves que las causadas por las convulsiones de metrazol. La
introducción del suxametonio, un tipo de curare sintético, combinado con un anestésico de
corta duración, permitió que se generalizara una «forma modificada» de la TEC más ligera
y segura.
Uno de los primeros practicantes de la TEC en Estados Unidos fue Lothar
Kalinowski, un psiquiatra nacido en Alemania y emigrado en 1940, que ejerció como
psiquiatra y neurólogo en Manhattan durante más de cuarenta años. Yo conocí a Kalinowksi
en 1976, siendo residente, cuando él daba clases e instruía a los estudiantes sobre la TEC en
el hospital St. Vincent. Era un hombre delgado, de pelo plateado, con un fuerte acento
alemán. Iba siempre muy atildado, normalmente con un terno de corte impecable, y se
movía con aire digno y profesoral. La verdad es que recibí una excelente formación en
terapia electroconvulsiva de uno de los pioneros de su uso en la psiquiatría americana.
Para un joven residente, la experiencia de administrar la TEC puede resultar
inquietante. Como los estudiantes de medicina están expuestos al mismo estereotipo
cultural sobre la terapia de shock que el resto de la gente —es decir, a la idea de que es
espantosa e inhumana—, cuando administras la TEC por primera vez tu conciencia se halla
atenazada por el sentimiento perturbador de que estás haciendo algo malo. Se crea una
tensión moral en tu interior, y has de repetirte una y otra vez que existe una amplia
investigación que respalda los efectos terapéuticos de la TEC. Pero una vez que has
presenciado los increíbles efectos reconstituyentes de la TEC en un paciente con graves
problemas, todo se vuelve mucho más fácil. Esto no es en absoluto la lobotomía, que
produce zombis ausentes. Los pacientes sonríen, te dan las gracias por el tratamiento. La
experiencia se parece mucho al primer intento quirúrgico de los estudiantes de medicina:
abrir el abdomen de un paciente y hurgar en busca de un absceso o un tumor puede parecer
espantoso e inquietante, pero debes hacerle un poco de daño al paciente para ayudarle
mucho, o incluso para salvarle la vida.
Los tratamientos psiquiátricos no se caracterizan por producir resultados rápidos. El
dicho que corre por las facultades de Medicina es que si quieres dedicarte a la psiquiatría
has de ser capaz de tolerar la satisfacción retardada. Los cirujanos ven los resultados de su
tratamiento casi inmediatamente después de suturar una incisión; para los psiquiatras, en
cambio, esperar a que los fármacos o la psicoterapia surtan efecto es como observar cómo
se derrite el hielo. No en el caso de la TEC, sin embargo. Yo he visto a pacientes casi
comatosos por la depresión que se levantaban alegremente de su cama al cabo de unos
minutos de haber recibido la TEC.
Siempre que pienso en la TEC, me viene un caso a la cabeza. Al principio de mi
carrera traté a la esposa de un conocido restaurador de Nueva York. Jean-Claude era un
hombre culto y carismático, entregado por completo a su restaurante francés, que tenía un
éxito extraordinario. Aun así, ni siquiera su amado restaurante estaba antes que su esposa,
Geneviève, una bella mujer de mediana edad que había sido en su día una actriz de talento
y aún interpretaba el papel de una ingenua. Geneviève padecía episodios recurrentes de
depresión psicótica, un trastorno grave que se manifiesta con humor depresivo, agitación
extrema y conducta delirante. En medio de un episodio agudo, podía ponerse frenética y
perder totalmente el control. Abandonaba sus modales impecables y su conducta
encantadora y acababa gimiendo y meciéndose sin parar. Cuando su angustia llegaba al
máximo, se estremecía de pies a cabeza y daba golpes en todas direcciones, desagarrándose
a menudo la ropa y, como en un contrapunto a sus giros enloquecidos, entonaba sombrías
canciones en su francés nativo, sonando como una Edith Piaf malherida.
Yo conocí a Jean-Claude cuando su mujer se hallaba en medio de uno de estos
episodios explosivos. Otros médicos habían probado con fármacos antidepresivos y
antipsicóticos, de forma separada y combinada, y siempre con escasos efectos. En vez de
repetir la misma medicación, propuse aplicarle la TEC. Tras la primera sesión, Geneviève
estaba más tranquila y gritaba menos, aunque seguía aterrorizada y ensimismada. Después
de varias sesiones, administradas en el curso de tres semanas, volvió a su educada
personalidad y me dio las gracias, asegurándome que era la primera vez que un psiquiatra
había conseguido que se sintiera mejor. Jean-Claude no sabía cómo expresarme su
agradecimiento y me repetía que fuera a cenar a su restaurante siempre que quisiera.
Confieso que me aproveché de su oferta y que durante los dos años siguientes llevé a las
mujeres con las que salía a aquel refinado centro gastronómico siempre que quería causar
una buena impresión. Una de aquellas mujeres se convirtió en mi esposa.
Hoy en día, una tecnología más avanzada permite calibrar individualmente la TEC
según las condiciones de cada paciente, de manera que solo se emplea la mínima cantidad
necesaria de corriente eléctrica para provocar las convulsiones. Además, la ubicación
estratégica de los electrodos en puntos específicos del cráneo puede minimizar los efectos
secundarios. Los agentes anestésicos modernos, combinados con relajantes musculares y
con una abundante oxigenación, convierten la TEC en un procedimiento extremadamente
seguro. La TEC ha sido exhaustivamente estudiada durante las dos últimas décadas, y la
APA, el Instituto Nacional de Salud y la Agencia de Alimentos y Medicamentos aprueban
su uso como un tratamiento seguro y eficaz para las formas graves de depresión, manía o
esquizofrenia, y para los pacientes que no pueden tomar medicación o que no reaccionan a
la misma.
Me parece una tremenda paradoja que el comité del Nobel considerase adecuado
otorgar su galardón por la idea de infectar a pacientes con parásitos de la malaria y de
destruir quirúrgicamente los lóbulos frontales, y que dejara de lado, en cambio, a Cerletti y
Bini, a pesar de que su invención fue el único tratamiento somático temprano que ha
acabado convirtiéndose en un pilar de la psiquiatría moderna.
Pese al notable éxito de la TEC, los psiquiatras de mediados de siglo XX todavía
seguían deseando encontrar un tratamiento que fuera barato, no invasivo y altamente eficaz.
Pero en 1950 una terapia semejante parecía solo un sueño imposible.
6

La «ayudita» de mamá: por fin la medicina

Mamá hoy necesita tranquilizarse


Y aunque en realidad no está enferma
Tiene una pequeña píldora amarilla
Y busca refugio en esa ayudita para las mamás
MICK JAGGER y KEITH RICHARDS,
Mother’s Little Helper

Es mejor ser afortunado que inteligente.


HENRY SPENCER

EL BULLIR DEL CLORAL EN MI ESPINA DORSAL

Actualmente es difícil imaginar la práctica de la psiquiatría sin la medicación. No


puedes mirar la televisión sin ver algún anuncio de una píldora para levantar el ánimo,
normalmente con imágenes de una familia feliz retozando en una playa o de una pareja
radiante caminando por un bosque moteado de rayos de sol. Es mucho más probable que la
gente joven relacione mi profesión con el Prozac, el Adderall y el Xanax que con el ritual
de tumbarse en un diván cada semana para relatar sus sueños y fantasías sexuales. Los
colegios, las universidades y las residencias de ancianos de todos los estados apoyan
abiertamente el uso generoso de fármacos psicoactivos para aplacar a sus miembros más
conflictivos. Lo que no se conoce tanto es que esta espectacular transformación de la
psiquiatría y de los psiquiatras, que han pasado de «loqueros» a distribuidores de fármacos,
se produjo por pura casualidad.
Cuando yo nací, no existía ni una sola medicación terapéuticamente eficaz para
ningún trastorno mental. No había fármacos antidepresivos, ni antipsicóticos, ni
ansiolíticos; o al menos ninguno que sofocara tus síntomas y te permitiera funcionar de
verdad. Los pocos tratamientos existentes para las principales enfermedades mentales
(trastornos del estado de ánimo, esquizofrenia y trastornos de ansiedad) eran invasivos y
arriesgados, tenían espantosos efectos secundarios y constituían recursos desesperados que
se empleaban sobre todo para controlar a los internos conflictivos de las instituciones
mentales. De manera similar, los primeros fármacos psiquiátricos no pretendían ser
curativos, ni siquiera terapéuticos: eran toscos instrumentos de apaciguamiento. Sus
abrumadores efectos secundarios se consideraban aceptables únicamente porque las
alternativas —curas de fiebre, terapia de coma, convulsiones provocadas— eran peores
todavía.
A finales del siglo XIX, los manicomios empleaban inyecciones de morfina y otros
derivados opiáceos para someter a los internos recalcitrantes. Aunque los pacientes debían
considerar que era el más agradable de los tratamientos psiquiátricos de la época victoriana,
esta práctica fue abandonada cuando quedó claro que los opiáceos creaban una fuerte
adicción. El primer fármaco capaz de alterar la conducta que se empleó habitualmente fuera
de los manicomios («fármaco psicotrópico», en la jerga médica) fue el cloral: un inductor
del sueño no opiáceo prescrito para aliviar el insomnio de pacientes ansiosos y depresivos.
Como la morfina, el cloral no pretendía tratar los síntomas principales del enfermo —la
angustia en los trastornos de ansiedad o la tristeza en la depresión—, sino únicamente
dejarlo inconsciente. El cloral resultaba preferible a la morfina porque la intensidad de sus
efectos era previsible a cada dosis y porque podía administrarse de forma oral, pero a los
pacientes les disgustaba su sabor repugnante, así como el olor característico que les dejaba
en el aliento, conocido como «aliento de borracho».
Aunque el cloral era menos adictivo que la morfina, todavía creaba cierto hábito.
Las mujeres que sufrían «dolencias nerviosas» se administraban esta sustancia en casa para
evitar la vergüenza de un internamiento y acababan convertidas a menudo en adictas. La
célebre escritora Virginia Woolf, que sufría un trastorno maníaco-depresivo y fue internada
repetidamente, consumió cloral con frecuencia durante los años veinte. Recluida en su
habitación, describió los efectos que le producía en una carta a su amante Vita Sackville-
West: «Buenas noches, estoy tan adormilada, con el cloral bullendo en mi espina dorsal,
que ya no puedo escribir, pero tampoco dejar de escribir. Me siento como una mariposa
nocturna, de ojos escarlata y suave capa oscura: una mariposa a punto de posarse en un
dulce arbusto... Ojalá lo hubiera, ay, pero eso es indecoroso.»
Una vez que sus propiedades somníferas se volvieron ampliamente conocidas, el
cloral adquirió mala fama como el primer fármaco utilizado para incapacitar
subrepticiamente a una víctima. Añadir unas gotas de cloral a la bebida de una persona dio
lugar a la expresión «sedarla a lo Mickey» (tal vez en referencia a un barman de Chicago,
«Mickey» Finn, que ponía cloral en la bebida de los clientes a los que quería desvalijar).
El simple hecho de sedar a un paciente reducía inevitablemente sus síntomas. Al fin
y al cabo, cuando uno pierde el conocimiento, las ansiedades, delirios y manías quedan
aplacados, del mismo modo que los tics nerviosos, el vociferar y el deambular constantes. A
partir de esta observación prosaica, los psiquiatras solo debían dar un pequeño salto para
llegar a la hipótesis de que si prolongaban el sueño de sus pacientes, tal vez lograran
reducir también sus síntomas durante la vigilia. A finales del siglo XIX, el psiquiatra
escocés Neil Macleod experimentó en distintas enfermedades mentales con un potente
sedante conocido como «bromuro de sodio». Macleod aseguraba que dejando inconscientes
a los enfermos durante un período prolongado, provocaba una remisión completa de sus
trastornos mentales: una remisión que a veces duraba días, e incluso semanas. A este
tratamiento lo llamó «terapia de sueño profundo»: un nombre atractivo, porque ¿quién no
se siente rejuvenecido después de una siesta reparadora?
Por desgracia, hay una gran diferencia entre el sueño profundo natural y el sueño
provocado por una sustancia capaz de noquear a un elefante. La terapia de sueño profundo
puede provocar un montón de efectos secundarios espeluznantes, incluido el coma, el
colapso cardiovascular y la parada respiratoria. Uno de los pacientes del propio Macleod
murió en el curso de sus experimentos. Además, resultaba difícil calibrar la dosis correcta,
y a veces los pacientes permanecían dormidos uno o dos días más de lo previsto. Todavía
más problemático era el hecho de que el bromuro es una toxina que se acumula en el
hígado y se vuelve más dañina con cada dosis.
Al principio, el uso de los compuestos de bromuro se extendió rápidamente por los
manicomios públicos, pues eran más baratos y fáciles de fabricar que el cloral, y producían
un efecto más potente. La «cura de sueño con bromuro» fue adoptada también por otros
médicos durante un breve período, antes de ser abandonada definitivamente por demasiado
peligrosa.
Aunque la morfina, el cloral y el bromuro eran sedantes toscos y adictivos, con
graves efectos secundarios, la idea de que el sueño provocado con fármacos resultaba
terapéutico quedó firmemente asentada a principios de la Segunda Guerra Mundial. (Salvo,
claro está, entre los psicoanalistas, que rechazaban el uso incontrolado de las píldoras para
dormir, afirmando que no resolvían en modo alguno los conflictos inconscientes que
constituían la verdadera fuente de todas las enfermedades mentales.) Aun así, ningún
psiquiatra, fuese de orientación psicoanalítica o de cualquier otra, creía que algún día
existiría un fármaco que atacara los síntomas de la enfermedad mental o capacitara al
paciente para llevar una vida normal; al menos, nadie lo creyó hasta 1950, cuando nació el
primer psicofármaco: un medicamento que proporcionaba auténticos beneficios
terapéuticos a una mente enferma.
A pesar del impacto trascendental de ese fármaco, apostaría a que la mayoría de
ustedes nunca ha oído su nombre: meprobamato. Comercializado como Miltown, este
fármaco sintético aliviaba la ansiedad y producía un sentimiento de tranquilidad sin
necesidad de dormir a los pacientes. En el primer artículo académico sobre el
meprobamato, el autor calificaba sus efectos de «tranquilizantes», dando origen así al
nombre genérico del primer tipo de psicofármacos: los tranquilizantes.
Los psicoanalistas denigraron el meprobamato, considerándolo otra distracción
química que ocultaba la enfermedad mental en lugar de tratarla. Pero ellos eran los únicos
en despreciarlo: el meprobamato no solo fue el primer psicofármaco de la historia, sino el
primer psicotrópico superventas de la historia. En 1956, las recetas emitidas de
tranquilizantes alcanzaban la asombrosa cifra de 36 millones; una de cada tres recetas en
Estados Unidos era de meprobamato. Se prescribía para todo, desde la psicosis hasta la
adicción, y acabó asociándose a las amas de casa estresadas: era la «ayudita para las
mamás» inmortalizada por los Rolling Stones.
El meprobamato sería desbancado en los años sesenta con la introducción del
Librium y el Valium, una nueva generación de tranquilizantes de popularidad internacional.
(Las benzodiazepinas actuales más vendidas son el Xanax, para la ansiedad, y el Ambien,
para dormir.) Todos estos medicamentos tienen su origen en la terapia de sueño inventada
por Macleod en los albores del siglo XX.
Si bien el meprobamato tenía una eficacia incuestionable para reducir los síntomas
de los trastornos de ansiedad leves, no era un fármaco revolucionario en la misma medida
que los antibióticos para las infecciones bacterianas, la insulina para la diabetes o las
vacunas para las enfermedades contagiosas. No tenía ningún efecto en las angustiosas
alucinaciones, en la penosa melancolía o la manía frenética de los pacientes encerrados en
manicomios públicos, de manera que no ofrecía ninguna esperanza de recuperación para
aquellas almas desdichadas, afligidas por enfermedades mentales graves. Incluso cuando el
meprobamato se había convertido en un exitazo psiquiátrico, la posibilidad de encontrar
una pastilla capaz de mejorar la psicosis parecía tan fantasiosa como los delirios de los
pacientes esquizofrénicos, y tan remota como los manicomios donde se hallaban
encerrados.
LA MEDICINA DE LABORIT

En 1949, un cirujano francés llamado Henri Laborit estaba buscando un modo de


reducir el shock quirúrgico, es decir, el descenso de la presión arterial y la aceleración del
ritmo cardíaco que se produce con frecuencia tras una intervención de cirugía mayor. Según
una de las hipótesis imperantes a la sazón, este shock se debía a una reacción excesiva del
sistema nervioso autónomo del paciente frente a una situación de estrés. (El sistema
nervioso autónomo es el circuito inconsciente que controla la respiración, el ritmo cardíaco,
la presión sanguínea y otras funciones vitales.) Laborit creía que si encontraba un
compuesto que inhibiera el sistema nervioso autónomo, podría aumentar la seguridad de las
intervenciones quirúrgicas.
Mientras trabajaba en un hospital militar francés en Túnez —no exactamente el
epicentro del mundo médico—, Laborit experimentó con un grupo de compuestos llamados
«antihistamínicos». En la actualidad, estos compuestos se emplean habitualmente para
tratar las alergias y los síntomas del resfriado, pero en aquella época los científicos
acababan de descubrir que los antihistamínicos afectaban al sistema autónomo. Laborit
observó que si antes de la intervención quirúrgica administraba una fuerte dosis de uno en
particular, conocido como «clorpromazina», sus pacientes cambiaban visiblemente de
actitud: ahora afrontaban con indiferencia la inminente operación, y esa apatía perduraba
después de haberla llevado a cabo. Laborit escribió sobre este descubrimiento: «Le pedí a
un psiquiatra del ejército que observara mientras yo operaba a algunos de mis tensos y
ansiosos pacientes mediterráneos. Después, coincidió conmigo en que los pacientes estaban
extraordinariamente tranquilos y relajados.»
Impresionado por los notables efectos psicológicos de la sustancia, Laborit se
preguntó si la clorpromazina podría emplearse para manejar los trastornos psiquiátricos. En
1951, siguiendo esta corazonada, Laborit administró por vía intravenosa una dosis de
clorpromazina a un psiquiatra sano de un hospital mental francés que se había ofrecido
como conejillo de Indias para proporcionar información sobre los efectos mentales del
compuesto. Al principio, el psiquiatra declaró no sentir «ningún efecto digno de mención,
aparte de una cierta sensación de indiferencia». Pero después, cuando se levantó para ir al
baño, se desmayó como consecuencia de una caída de la tensión arterial (un efecto
secundario). Después de lo cual, el director del departamento de Psiquiatría del hospital
prohibió que se llevaran a cabo más experimentos con clorpromazina.
Sin arredrarse, Laborit intentó convencer a un grupo de psiquiatras de otro hospital
para que probaran el compuesto con sus pacientes psicóticos. Ellos no estaban
especialmente interesados en su propuesta, pues la idea dominante era que los
perturbadores síntomas de la esquizofrenia solo podían reducirse con potentes sedantes, y la
clorpromazina no era un sedante. Pero Laborit insistió y al final acabó convenciendo a un
escéptico psiquiatra para que la probara en un esquizofrénico.
El 19 de enero de 1952, se administró clorpromazina a Jacques L., un psicótico de
veinticuatro años extraordinariamente agitado y propenso a la violencia. Tras la inyección
intravenosa, Jacques se aplacó de inmediato y se volvió un paciente calmado. Tras tres
semanas recibiendo clorpromazina, era capaz de realizar todas sus actividades normales, e
incluso jugó una partida entera de bridge. Reaccionó tan bien, de hecho, que sus
estupefactos psiquiatras le dieron el alta del hospital. Era un verdadero milagro: un fármaco
había eliminado en apariencia los síntomas psicóticos de un paciente inmanejable,
permitiéndole salir del hospital y reintegrarse en la comunidad.
Lo que distinguía radicalmente a la clorpromazina de los sedantes y los
tranquilizantes era su capacidad para disminuir la intensidad de los síntomas psicóticos —
las alucinaciones, los delirios, el pensamiento caótico—, de la misma manera que la
aspirina reduce el dolor de cabeza o la temperatura en un proceso febril. Una amiga mía
que sufre esquizofrenia, la académica en leyes Elyn Saks, escribe en su libro autobiográfico
The Center Cannot Hold: My Journey Through Madness [El centro se desmorona: mi viaje
a través de la locura], que los fármacos antipsicóticos actúan como un regulador de
intensidad, no como un interruptor de encendido y apagado. Cuando sus síntomas se
exacerban al máximo, oye voces que le lanzan dolorosos insultos o le gritan órdenes que
debe obedecer; los medicamentos reducen gradualmente los síntomas hasta un punto en el
cual sigue oyendo voces, pero lejanas y apagadas, relegadas a un segundo plano, y ya no le
resultan angustiosas ni irresistibles.
El uso de la clorpromazina como antipsicótico —el primer antipsicótico— se
difundió por los hospitales europeos con la fuerza de una ola gigante. En cambio, en
Estados Unidos, todavía bajo la obsesión del psicoanálisis, la reacción frente a este fármaco
milagroso fue silenciada. La compañía farmacéutica Smith, Kline and French, predecesora
de la GlaxoSmithKline, adquirió los derechos de distribución de la clorpromazina en
Estados Unidos, donde recibió el nombre comercial de Torazina (en Europa se llamó
Largactil) y lanzó una gran campaña con el fin de que las facultades de Medicina y los
departamentos de Psiquiatría la probaran en sus pacientes. Pero los psiquiatras americanos
se burlaron de la medicina de Laborit, tildándola de «aspirina psiquiátrica», y la desecharon
como si se tratara de un sedante más, semejante al cloral y los barbitúricos: un canto de
sirena que impulsaba a los psiquiatras crédulos a alejarse de su verdadera tarea, que era
desenterrar las semillas neuróticas sepultadas en el inconsciente.
Al principio, la compañía farmacéutica se quedó desconcertada y frustrada por la
fría acogida dispensada a la clorpromazina. Tenían en sus manos un maravilloso fármaco de
probada eficacia para tratar los síntomas de la psicosis por primera vez en la historia y, sin
embargo, no lograban convencer a nadie de su valor. Finalmente, hallaron una estrategia
ganadora. En vez de dirigirse a los psiquiatras con la promesa de unos efectos milagrosos,
se dirigieron a los gobiernos estatales con una argumentación de sorprendente modernidad.
Manejando términos como «economía sanitaria» y «reducción de costes», Smith, Kline and
French argumentaron que si las instituciones mentales de financiación estatal usaban la
clorpromazina, podrían dar de alta a los pacientes en lugar de mantenerlos internados de
por vida. Algunas de tales instituciones —más interesadas en el balance presupuestario que
en debates filosóficos sobre la naturaleza de la enfermedad mental— probaron la Torazina
en sus pacientes crónicos. Los resultados fueron impresionantes, tal como los psiquiatras
franceses habían demostrado previamente y como la Smith, Kline and French había
prometido. Todos mejoraron, salvo los casos más desesperados, y muchos pacientes que
llevaban largo tiempo recluidos fueron enviados a casa. Después de lo cual, la
clorpromazina tomó por asalto la psiquiatría americana. Todos los manicomios y hospitales
psiquiátricos empezaron a utilizar el compuesto de Laborit como tratamiento de elección
para sus pacientes psicóticos. Durante los quince años siguientes, los beneficios de la
Smith, Kline and French se duplicaron tres veces. En 1964, se habían publicado más de
diez mil artículos contrastados sobre la clorpromazina y había más de cincuenta millones de
personas en todo el mundo que la habían tomado.
Resulta difícil exagerar la trascendencia histórica del descubrimiento de Laborit. De
repente, como caída del cielo, había una medicación que podía aliviar la locura que
incapacitaba a decenas de millones de hombres y mujeres: personas que con gran
frecuencia habían sido condenadas a una reclusión permanente y que ahora podían volver a
casa e, increíblemente, empezar una vida estable, incluso una vida provechosa. Personas
que tenían la posibilidad de trabajar, de amar y tal vez de formar una familia.
Así como la estreptomicina vació los sanatorios de pacientes tuberculosos y la
vacuna de la polio volvió obsoleto el pulmón de acero, la adopción generalizada de la
clorpromazina constituyó el principio del fin de los manicomios. También el fin de los
alienistas. No es ninguna coincidencia que la población de los manicomios en Estados
Unidos empezara a descender de su punto más alto el mismo año en que se lanzó la
Torazina.
Un siglo y medio después de que Philippe Pinel liberase de sus cadenas a los
internos del hospicio parisino de la Salpêtrière, otro médico francés liberó a los pacientes
de su confinamiento mental. La psiquiatría, tras una lucha en apariencia interminable, podía
por fin responder a esta pregunta esencial: ¿cómo podemos tratar las enfermedades
mentales graves?
EL COMPUESTO G 22355

Envidiosas de los colosales beneficios proporcionados por la clorpromazina, otras


compañías farmacéuticas trataron de encontrar a lo largo de los años cincuenta sus propios
antipsicóticos patentados. Con frecuencia reclutaban a psiquiatras para colaborar en la
investigación. Así, la compañía suiza Geigy, una predecesora corporativa de la Novartis, se
dirigió a Roland Kuhn, jefe de un hospital psiquiátrico de la ciudad suiza de Münsterlingen,
en la orilla del lago de Constanza. Kuhn, de treinta y ocho años, era un psiquiatra alto y
cultivado que combinaba unos conocimientos excepcionales en humanidades con una
sólida formación en bioquímica. La Geigy propuso a Kuhn la posibilidad de proporcionarle
sustancias experimentales si él estaba dispuesto a probarlas en sus pacientes. Él aceptó sin
vacilar.
A finales de 1955, el jefe de farmacología de la Geigy se reunió con Kuhn en un
hotel de Zúrich y le mostró una tabla con las estructuras químicas dibujadas a mano de
cuarenta compuestos disponibles para la experimentación. «Escoja uno», le dijo el
farmacólogo. Kuhn examinó atentamente aquel bosque de moléculas y señaló la que más se
parecía a la clorpromazina: una molécula con la etiqueta «Compuesto G 22355.»
Kuhn administró el G 22355 a varias docenas de psicóticos, pero el compuesto no
produjo la misma reducción espectacular de los síntomas que la clorpromazina.
Naturalmente, como sabe todo investigador en farmacología, el fracaso es el destino
habitual de cualquier compuesto experimental: la mayoría de los fármacos comerciales solo
se descubren después de probar y desechar decenas de miles, e incluso cientos de miles de
candidatos químicos. El paso más sensato por parte de Kuhn habría sido señalar un
compuesto nuevo en la tabla de Geigy y empezar a probar otra vez. Kuhn, en cambio, tomó
una decisión muy peculiar: una que afectaría a millones de personas.
El primer antipsicótico no había sido descubierto gracias a un metódico plan de
investigación ideado por las grandes farmacéuticas; fue descubierto por pura casualidad,
porque un médico aislado siguió una corazonada sobre un compuesto experimental para
combatir el shock quirúrgico. Del mismo modo, ahora un psiquiatra aislado decidió dejar
de lado la tarea que le habían encomendado —encontrar un sucedáneo de la clorpromazina
— y seguir su propia corazonada sobre un trastorno que le importaba más que la
esquizofrenia: la depresión.
Ya desde los inicios de la psiquiatría, la esquizofrenia y la depresión casi siempre
habían sido consideradas dolencias diferentes: locura y melancolía. A fin de cuentas, los
peores síntomas de la psicosis eran cognitivos, mientras que los peores síntomas de la
depresión eran emocionales. Cuando la Geigy reclutó a Kuhn, no había motivo para creer
que un tipo de fármacos que aplacaba las alucinaciones de los pacientes psicóticos también
pudiera elevar el estado de ánimo de los pacientes depresivos. Pero Kuhn se mantuvo fiel a
sus propias ideas sobre la naturaleza de la depresión.
Kuhn rechazaba la explicación psicoanalítica corriente según la cual los sujetos
deprimidos padecían a causa de una agresividad oculta hacia sus padres y, en consecuencia,
no creía que la depresión debiera tratarse con psicoterapia. Al contrario: él pensaba, como
los psiquiatras biológicos, que la depresión era resultado de alguna disfunción neurológica
no identificada. Sin embargo, le desagradaba el tratamiento «biológico» imperante para la
depresión, la terapia de sueño, pues le parecía que no atacaba los síntomas de la depresión y
se limitaba a emplear la fuerza bruta de un medio químico para noquear totalmente la
conciencia del paciente. Kuhn le escribió a un colega: «¡Cuántas veces he pensado que
deberíamos mejorar la terapia del opio! Pero ¿cómo?»
Sin comunicárselo a la Geigy, Kuhn administró el compuesto G 22355 a tres
pacientes que padecían depresión grave. Tras unos días, los pacientes no daban muestras de
mejora. Lo cual contrastaba enormemente con la acción de sedantes como la morfina, el
cloral y la propia clorpromazina, que con frecuencia producían efectos drásticos en cuestión
de horas, e incluso de minutos. Aun así, por razones que solo él conocía, siguió
administrando G 22355 a sus pacientes. En la mañana del sexto día de tratamiento, el 18 de
enero de 1956, una paciente llamada Paula despertó muy cambiada.
Las enfermeras observaron que Paula tenía más energía y que estaba insólitamente
habladora y sociable. Cuando Kuhn la examinó, su melancolía había mejorado de un modo
extraordinario: ahora, por primera vez, manifestaba optimismo ante el futuro. Aquello era
tan asombroso como la imagen del primer paciente de Laborit, Jacques L., jugando una
partida entera de bridge. Unos días después de Paula, los otros dos pacientes empezaron a
manifestar también excitantes signos de recuperación. Kuhn escribió entusiasmado a la
Geigy sobre su experimento no autorizado: «Los pacientes se sienten menos cansados; la
sensación de agobio disminuye, sus inhibiciones se vuelven menos pronunciadas, su estado
de ánimo mejora.»
Increíblemente, la Geigy no manifestó el menor interés en el descubrimiento de
Kuhn. La compañía estaba empeñada en encontrar un antipsicótico capaz de competir con
la clorpromazina, no en explorar un tratamiento desconocido para la melancolía. Sin hacer
ningún caso a Kuhn, la Geigy se apresuró a enviar el compuesto G 22355 a otros
psiquiatras, pidiéndoles que lo probaran solo con esquizofrénicos, sin mencionar sus
efectos potenciales sobre la depresión. Los ejecutivos de la compañía volvieron a desairar a
Kuhn al año siguiente, durante una convención de Psicofarmacología en Roma, cuando este
les reiteró la petición de seguir investigando el G 22355 como fármaco antidepresivo. El
solitario descubrimiento de Kuhn parecía condenado al vertedero de la historia de la
medicina.
Él trató de suscitar el interés de otros académicos, pero también ellos,
unánimemente, se encogieron de hombros. Cuando Kuhn presentó una ponencia sobre el G
22355 en una conferencia científica en Berlín, solo asistieron doce personas. Al terminar su
intervención —en la que hablaba del primer tratamiento farmacológico efectivo de la
historia para la depresión— ninguno de los asistentes formuló una sola pregunta. Entre la
audiencia se encontraba Frank Ayd, un psiquiatra americano y devoto católico que me
explicó años más tarde: «Las palabras de Kuhn, como las de Jesús, no fueron apreciadas
por quienes ocupaban posiciones de poder. No sé si ninguno de los presentes se dio cuenta
de que estábamos oyendo hablar de un fármaco que habría de revolucionar el tratamiento
de los trastornos del estado de ánimo.»
Como en el caso de la medicina de Laborit, sin embargo, el destino —o quizá la
pura suerte— volvió a intervenir. Un influyente accionista y socio de la Geigy llamado
Robert Boehringer conocía la larga experiencia de Kuhn en los trastornos del estado de
ánimo y le preguntó si podía recomendarle algo para su esposa, que padecía una depresión.
Sin vacilar, Kuhn le recomendó el G 22355, cuidándose de comentar que la compañía
farmacéutica de la que era accionista se negaba a desarrollar el compuesto. Tras probar el
fármaco experimental durante una semana, la depresión de la señora Boehringer
desapareció. Entusiasmado, Boehringer empezó a hacer campaña entre los ejecutivos de la
Geigy para que desarrollaran el compuesto como un antidepresivo. Bajo la presión de un
socio tan influyente (Boehringer poseía su propia compañía farmacéutica), la Geigy cambió
de rumbo, empezó a realizar ensayos formales con G 22355 en pacientes deprimidos y,
finalmente, le dio al compuesto un nombre propio: imipramina.
En 1958, la compañía Geigy empezó a comercializar la imipramina. Era el primero
de un nuevo tipo de fármacos conocidos como «antidepresivos tricíclicos», así llamados
porque su estructura molecular se compone de tres anillos enlazados. (Que un fármaco
reciba el nombre de su estructura química y no de su mecanismo fisiológico es un signo
seguro de que nadie sabe cómo funciona. Hay otro tipo de antidepresivos conocidos como
«inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina», o ISRS; huelga decir que los
científicos han descubierto que producen su efecto inhibiendo la recaptación por parte de
las neuronas de un neurotransmisor llamado serotonina.) A diferencia de la clorpromazina,
la imipramina obtuvo un éxito instantáneo y global, siendo adoptada tanto por los
psiquiatras europeos como por los americanos. Muy pronto, otras compañías farmacéuticas
lanzaron una oleada de antidepresivos tricíclicos, todos ellos sucedáneos de la imipramina.
No es posible exagerar el prodigioso impacto de la clorpromazina y la imipramina
en la práctica de la psiquiatría. Menos de una década después del lanzamiento de la
Torazina en Estados Unidos, la profesión se había metamorfoseado por entero. Dos de sus
tres enfermedades principales, la esquizofrenia y la depresión, fueron reclasificadas,
pasando de «totalmente incurables» a «manejables en gran parte». Solo la enfermedad
maníaco-depresiva, la última plaga mental de la humanidad, seguía desprovista de
tratamiento y de esperanza.
CARAMBOLA EN OCEANÍA

Mientras se producían en Europa estos descubrimientos casuales de fármacos


milagrosos, un médico desconocido de un oscuro rincón del mundo perseguía en silencio su
propia obsesión profesional: encontrar una cura para la manía. John Cade se había formado
inicialmente como psiquiatra, pero durante la Segunda Guerra Mundial ejerció como
cirujano del ejército australiano. En 1942, durante la conquista japonesa de Singapur, fue
capturado por el enemigo y encerrado en la prisión de Changi, donde pudo observar a
muchos compañeros presos que mostraban la conducta desquiciada que solía acompañar al
trauma de combate. Temblaban, chillaban, farfullaban de modo incoherente. Impresionado
por las semejanzas entre estos síntomas provocados por la guerra y los producidos por la
manía, Cade conjeturó que el comportamiento casi maníaco de los presos podía deberse a
una toxina segregada por el cuerpo en situaciones de estrés. Tal vez estas especulaciones
médicas le ayudaron a sobrellevar las noches sofocantes en su oscura y estrecha celda.
Cade fue liberado finalmente, y, al terminar la guerra, continuó investigando su
teoría de la toxina de la manía en el Bundoora Repatriation Mental Hospital de Melbourne.
Sus experimentos, si bien algo toscos, eran sencillos: inyectó orina de pacientes maníacos
en el abdomen de cobayas. El ácido úrico se encuentra en la orina y es un metabolito
natural en los seres humanos. Un exceso de ácido úrico en las articulaciones provoca gota,
y Cade supuso que también podía causar los síntomas de la manía si se acumulaba en el
cerebro. Tras recibir la dosis de orina humana, los cobayas mostraban, según Cade, una
«actividad aumentada y errática». Él interpretó estos comportamientos semejantes a la
manía como una confirmación de su teoría de la toxina, aunque también cabe pensar que
cualquier criatura mostraría una actividad errática tras recibir en la panza un jeringazo de
orina ajena.
El siguiente paso, según razonó Cade, era encontrar un compuesto que neutralizara
el ácido úrico, la supuesta toxina que provocaba la manía. Puesto que el ácido úrico no es
soluble en agua (por eso se acumula en los pacientes aquejados de gota), decidió añadirle a
la orina de los maníacos un producto químico que disolviera el ácido úrico y ayudara a
excretarlo con mayor facilidad, reduciendo así la manía de los cobayas sometidos al
experimento (y en teoría, de los pacientes maníacos).
Hagamos una breve pausa para situar en perspectiva el experimento de Cade. Henri
Laborit, como recordarán, estaba investigando una teoría (en gran parte incorrecta) sobre el
shock quirúrgico cuando se tropezó por pura casualidad con el primer medicamento
antipsicótico. Roland Kuhn, sin ningún motivo lógico, decidió averiguar si un compuesto
contra la psicosis podía resultar más adecuado para levantar el ánimo de los pacientes
aquejados de melancolía, lo cual le llevó a descubrir el primer antidepresivo. Resulta
evidente por estos ejemplos que el proceso que condujo a estos hallazgos trascendentales
no fue racional, sino más bien un proceso guiado por la intuición y, en definitiva, por pura
carambola. Y ahora John Cade estaba investigando la hipótesis totalmente falsa de que la
manía podía curarse encontrando un disolvente adecuado del ácido úrico (totalmente falsa,
porque las toxinas metabólicas no tienen nada que ver con la manía).
El disolvente que Cade escogió fue el carbonato de litio, un compuesto conocido
por disolver el ácido úrico. Cade inyectó primero a los cobayas «orina maníaca» y luego les
inyectó el carbonato de litio. Para su enorme satisfacción, los cobayas antes «maníacos» se
calmaron enseguida. Cade interpretó esto como una confirmación adicional de su teoría de
la toxina: al fin y al cabo, si los cobayas se calmaban, ¿no era porque estaban excretando
más fácilmente el ácido úrico? Por desgracia para su hipótesis, cuando ensayó otros
disolventes del ácido úrico vio que no producían ningún efecto calmante. Gradualmente,
fue comprendiendo que el apaciguamiento de los cobayas no se debía a que el ácido úrico
se disolviera mejor: no, había algo especial en el propio carbonato de litio.
Cade, en un gesto que lo honra como científico, abandonó su teoría de la toxina de
la manía, que los datos no corroboraban, y se entregó con entusiasmo a desarrollar el
carbonato de litio como tratamiento para la enfermedad mental, sin tener la menor idea de
por qué calmaba a los animales hiperactivos. En 1949, llevó a cabo un ensayo a pequeña
escala con el litio en pacientes diagnosticados con manía, psicosis y melancolía. El efecto
en la conducta frenética de los pacientes maníacos fue absolutamente extraordinario. En
vista de que se trataba de un efecto calmante tan potente, Cade propuso una nueva
hipótesis: la manía estaba causada por un déficit fisiológico de litio.
Aunque esta segunda teoría suya resultó tan efímera como la primera, su
tratamiento no tuvo idéntico destino. El litio demostró ser un auténtico don del cielo, y
todavía hoy se emplea en todo el mundo como fármaco de primera elección para tratar el
trastorno bipolar. De no tratarse —y antes del descubrimiento del litio, no se trataba—, esta
dolencia es enormemente destructiva para el cerebro y puede resultar a veces fatídica, como
lo demostró la muerte prematura del amigo de Philippe Pinel. Otra víctima del trastorno
bipolar fue Philip Graham, el famoso editor del Washington Post. El 3 de agosto de 1963,
durante un breve permiso del hospital psiquiátrico Chestnut Lodge, donde recibía
tratamiento psicoanalítico para su trastorno maníaco-depresivo, Graham fue a su casa de
campo y se quitó la vida con un rifle de caza. La viuda, Katherine Graham, nunca perdonó
a la profesión psiquiátrica por haberle fallado a su marido. Lamentablemente, el litio ya
estaba disponible en la época de su muerte, aunque no sería aprobado oficialmente en
Estados Unidos hasta 1970.
Administrado en dosis adecuadas, el litio atenúa los violentos cambios de humor del
trastorno bipolar, permitiendo llevar una vida normal a las personas que lo sufren. Y sigue
siendo todavía el estabilizador del estado de ánimo (así es como se llama este tipo de
medicación) más eficaz de todos, aunque ahora también hay disponibles otros
estabilizadores alternativos.
Hacia 1960, tras un siglo y medio tanteando en la oscuridad, la psiquiatría contaba
con tratamientos fiables para los tres tipos de enfermedad mental grave. Lo que distinguía
radicalmente a la clorpromazina, la imipramina y el litio de todos los sedantes y
tranquilizantes anteriores era que apuntaban directamente a los síntomas psiquiátricos con
la precisión con que una llave encaja en su cerradura. Los sedantes y los tranquilizantes
producían los mismos cambios generales en cualquier persona, tanto si sufrían un trastorno
mental como si no, mientras que los antipsicóticos, los antidepresivos y los estabilizadores
del estado de ánimo reducían los síntomas sin producir apenas efecto en las personas sanas.
Más aún: los nuevos fármacos no eran adictivos y no producían euforia, como los
barbitúricos o los opiáceos. Por ello, no resultaban especialmente atractivos para los «sanos
infelices» y no creaban adicción en quienes sufrían una enfermedad mental.
Por desgracia, el hecho de que estos fármacos no crearan adicción implicaba que
muchos pacientes no se sentían obligados a seguir tomándolos una vez que los síntomas
remitían, y con más razón puesto que la clorpromazina, la imipramina y el litio tenían cada
uno varios efectos secundarios desagradables, sobre todo si las dosis no se calibraban
cuidadosamente. Pero para la mayoría de los pacientes (y para sus familias), los efectos
secundarios de los psicofármacos quedaban compensados con creces por la desaparición
casi milagrosa de unos síntomas crónicos y angustiosos.
Yo he experimentado en persona los efectos singulares de cada clase de
psicofármaco. Mientras estudiaba Farmacología en la facultad, nuestro profesor nos
encargó que tomáramos una serie de medicamentos a lo largo del semestre: una dosis por
semana. Cada viernes nos daban un vasito con un líquido que debíamos ingerir. Nuestro
cometido era describir los efectos que experimentábamos durante la hora siguiente y
adivinar de qué fármaco se trataba. Aunque conocíamos las opciones posibles —alcohol,
anfetamina, el sedante Seconal, Valium, Torazina, el antidepresivo Tofranil y un placebo—,
no nos revelaron cuál nos habían administrado cada semana hasta que terminamos toda la
serie. Los resultados me dejaron estupefacto. Me había equivocado en todos los casos,
salvo en el de la Torazina; bajo los efectos de ese antipsicótico, había sentido la mente
espesa y fatigada: pensar me suponía un esfuerzo penoso y todo me inspiraba indiferencia.
Más tarde, siendo residente, probé también el litio, pero no sentí gran cosa, aparte de un
aumento de la sed y de la necesidad paradójica de orinar.
La increíble eficacia de los fármacos psiquiátricos empezó a transformar la
naturaleza fundamental de la psiquiatría... y elevó su estatus profesional. Ahora la oveja
negra de la medicina podía unirse de nuevo al rebaño porque, por fin, utilizaba
medicamentos. El presidente Kennedy, en su discurso de 1963 en el Congreso, se refirió al
cambio de paisaje en el terreno de la salud mental: «Los nuevos fármacos obtenidos y
desarrollados en los últimos años hacen posible que la mayoría de los enfermos mentales
puedan ser tratados de forma rápida y eficaz en sus propias comunidades y que puedan
volver a ocupar un puesto útil en la sociedad. Estos enormes avances han vuelto obsoletos
los confinamientos prolongados o permanentes en inmensos y desagradables hospitales
mentales.»
Huelga decir que la transformación de la psiquiatría también transformó al
psiquiatra.
LOS PIONEROS DE LA PSICOFARMACOLOGÍA

Durante mis años de estudiante en la Universidad Miami de Oxford, Ohio, fantaseé


con la idea de ser cirujano, ginecólogo, cardiólogo, radiólogo, neurólogo y, en ocasiones,
psiquiatra. Las obras de Sigmund Freud me introdujeron por primera vez en la medicina de
la mente y me mostraron la posibilidad de descifrar los secretos del órgano más fascinante
del cuerpo humano a través de un análisis concienzudo. Pero un encuentro de carácter muy
distinto me mostró la posibilidad de comprender el cerebro a través de la biología, la
química y la neurología. Mientras escribía este libro, descubrí que Bob Spitzer y yo
teníamos una experiencia en común en nuestra evolución profesional: un experimento
juvenil con el LSD.
Aunque tomar sustancias para expandir la mente era una especie de rito de
iniciación para quienes alcanzaban la mayoría de edad durante los años sesenta, sospecho
que mi aproximación al consumo de ácido fue más bien atípica. En 1968, mi penúltimo año
de universidad —el mismo año en que los Beatles lanzaron su película psicodélica Yellow
Submarine y un año antes del festival Woodstock, en Bethel, Nueva York—, decidí probar
las drogas psicodélicas. Pero no me apresuré a participar en algún happening hippie. Cauto
por naturaleza, estudié atentamente las drogas recreativas más populares —la marihuana,
las anfetaminas, los tranquilizantes, los alucinógenos— y sopesé los pros y contras de cada
una, como hace la mayoría de la gente para comprarse un coche nuevo. Decidí que mi
objetivo (acaso demasiado ambicioso) era expandir mi comprensión del mundo e iluminar
el misterio que constituía yo mismo. Tras leer varios libros tremendamente excitantes del
movimiento contracultural que describían con detalle los viajes visionarios inducidos por
los alucinógenos —libros como Las variedades de la experiencia religiosa, Las puertas de
la percepción y Las enseñanzas de don Juan—, pensé que había encontrado por fin la
droga que estaba buscando: la sustancia psicodélica por excelencia, la dietilamida del ácido
lisérgico, más conocida como LSD.
Decidí probarla con mi novia Nancy, y, cosa típica en mí, planeé meticulosamente
cada detalle del gran acontecimiento. El LSD se distribuía en pequeños cuadrados de papel
secante, llamados «tripis» o ácidos. Nancy y yo nos tragamos dos cuadraditos (unos 100
microgramos) y salimos al campus en una cálida tarde primaveral. En cuestión de quince
minutos, sentí un hormigueo por todo el cuerpo, empezando por el abdomen y luego
extendiéndose por el tronco y las extremidades. Enseguida, mis percepciones visual,
auditiva y táctil empezaron a fluctuar e intensificarse. La hierba y los árboles parecían más
brillantes, con un verde que resultaba espectacular de tan vívido. Mis manos se convirtieron
en objetos asombrosos; irradiaban patrones caleidoscópicos que oscilaban, entrando y
saliendo de mi campo visual. El sonido ambiente del campo que estábamos cruzando se
retorcía en arpegios cautivadores.
Finalmente, como tenía previsto en el itinerario planeado, llegamos a una iglesia
cerca del campus y nos sentamos en un banco. Me maravillaron las deslumbrantes vidrieras
de colores y la pasmosa belleza del altar. Hasta ese momento, los efectos del LSD habían
sido básicamente perceptivos. Pero ahora surgió una nueva experiencia que resultaba
mucho más intensa y alucinante; de hecho, recuerdo a menudo esa parte del viaje cuando
trabajo con pacientes psicóticos. Mientras contemplaba los ornamentos de la iglesia, me
sentí inundado por una abrumadora conciencia espiritual, como si Dios me estuviera
transmitiendo Su secreto y divino significado. Una cascada de iluminaciones recorrió mi
conciencia, dándome la sensación de tocar mi alma y conmoviéndome con su profundidad.
Y entonces, en medio de este ensueño intensamente revelador, una voz incorpórea susurró:
«Y nadie lo sabrá nunca»; lo cual me pareció significar que era allí donde se hallaban las
verdades reales, en esos intersticios secretos de la conciencia a los cuales nunca accedían la
mayoría de los seres humanos; o si lo hacían, eran incapaces de retener esos preciosos
encuentros en su memoria. Miré a Nancy, suponiendo que ella estaba inmersa en la misma
experiencia elevada y trascendente que yo. «¡Tenemos que empezar a venir a los servicios
religiosos para mantener esta conexión espiritual!», exclamé. Ella me miró con aire
quejumbroso y graznó: «¡Pero si tú eres judío!»
Después descubrimos que nuestras experiencias habían sido independientes y, a
ratos, absurdamente distintas. Mientras mi mente volaba por los reinos metafísicos del
conocimiento empíreo, ella se pasó la mayor parte de su propio viaje reflexionando sobre la
relación con su padre —un americano blanco, sajón y protestante (de la Iglesia episcopal)
cuyos antepasados habían llegado en el mítico Mayflower— y preguntándose con temor
qué diría cuando supiera que tenía un novio judío.
Pero el momento más decepcionante se produjo cuando saqué mis notas. Durante el
viaje, había descrito mis revelaciones en un cuaderno, con la idea de revisar esas perlas de
sabiduría cósmica cuando se me pasaran los efectos de la droga. Ahora, al echar un vistazo
a mis caóticos garabatos, descubrí que eran tediosamente prosaicos —«el amor es la
esencia»— o ridículamente absurdos —«las hojas son nubes verdes»—. Más tarde, cada
vez que oía a Szasz, Laing o cualquier otro personaje de la antipsiquiatría hablando del
«viaje del esquizofrénico», recordaba mi propio registro de Grandes Pensamientos. Solo
porque una persona crea que está experimentando un encuentro cósmico —inducido por las
drogas o por la enfermedad mental— no quiere decir que sea cierto.
Mi viaje sí produjo, sin embargo, una iluminación duradera: una que sigo
agradeciendo todavía hoy. Aunque el ensueño alimentado por el LSD se disipó con la luz de
la mañana, a mí me dejó maravillado que una cantidad tan increíblemente pequeña de una
sustancia química —entre 50 y 100 microgramos, una fracción de un grano de sal—
pudiera afectar tan profundamente a mis percepciones y emociones. Caí en la cuenta de que
si el LSD era capaz de alterar tan radicalmente mi capacidad cognitiva, entonces la química
del cerebro tenía que ser susceptible de manipulación farmacológica de otras maneras,
incluidas algunas tal vez terapéuticas. En una época en la que Freud aún dominaba la
psiquiatría americana, mi experimento psicodélico me abrió a una forma alternativa de
pensar las patologías mentales, que iba más allá de la psicodinámica... que las concebía más
bien como un fenómeno bioquímico concreto radicado en los circuitos celulares del
cerebro.
Antes de la clorpromazina, la imipramina y el litio, una enfermedad mental grave
era prácticamente una condena permanente a una vida desdichada y una fuente de enorme
vergüenza para la familia de la persona afectada. Para empeorar aún más las cosas, las
teorías psiquiátricas dominantes acusaban a los padres por la forma de criar a su hijo, o al
propio paciente por «resistirse al tratamiento». El éxito de los psicofármacos, sin embargo,
constituyó un desafío frontal a los principios básicos del psicoanálisis. Si la depresión se
debía a una agresividad contra los padres revertida hacia uno mismo; si la psicosis se debía
a la figura de una madre exigente y confusa; si la manía se debía a fantasías de grandeza
infantiles no resueltas, ¿cómo se explicaba que solo por tomar una pequeña tableta los
síntomas se desvanecieran?
La medicación psiquiátrica no solo ponía en cuestión todo lo que los psicoanalistas
habían aprendido sobre la enfermedad mental: también ponía en peligro su propio sustento.
Aquellos psicoanalistas que se dignaban a recetar los nuevos fármacos consideraban que
estos constituían un último recurso a emplear únicamente cuando la psicoterapia no había
funcionado. Sin embargo, una buena parte de los psiquiatras de mi generación (muchos de
los cuales habían experimentado también con drogas psicodélicas), fuimos más receptivos
al nuevo e inesperado papel del psiquiatra como psicofarmacólogo: como empático
distribuidor de medicamentos.
Los propios miembros de la primera generación de psicofarmacólogos habían sido
adoctrinados durante su formación de acuerdo con la tradición psicoanalítica, aunque con
frecuencia albergaran dudas sobre los dogmas freudianos. No es de extrañar que fueran los
psiquiatras más jóvenes los que adoptaron con mayor facilidad los nuevos fármacos. En los
departamentos de Psiquiatría, la presión para emplear psicofármacos durante los años
sesenta procedía con frecuencia de los residentes que estaban todavía formándose. Poco a
poco, la medicación fue impregnando la práctica clínica, y los profesionales que abogaban
jovialmente por la terapia con psicofármacos se volvieron cada vez más corrientes.
La creciente cantidad de psicofarmacólogos aumentó el número de psiquiatras
biológicos hasta sus cotas máximas desde el auge de las teorías de Wilhelm Griesinger.
Para sus colegas de otras especialidades médicas, los psicofarmacólogos eran una bocanada
de aire fresco; al fin había psiquiatras de orientación médica con los que contar
profesionalmente y a los que derivar pacientes con toda confianza. Pero desde el punto de
vista de sus colegas psicoanalíticos, esos psicofarmacólogos rebeldes eran considerados
herejes, e incluso algo peor; eran vistos como penosos productos de análisis fallidos, como
individuos que no habían superado sus propios conflictos: conflictos que a su vez les
impulsaban a cuestionar las enseñanzas magistrales de Freud y a aferrarse neuróticamente a
la ilusión de que los compuestos químicos podían curar a los pacientes.
Presuntuosos y sin pelos en la lengua, los psicofarmacólogos no solo eran
portavoces de una nueva y radical filosofía sobre la enfermedad mental, sino que además
adoptaban comportamientos prohibidos. Se negaban a afectar los modales de los verdaderos
analistas, que hablaban con tono omnisciente y rebuscado, o escuchaban en silencio con
aire distante. Ellos, en cambio, se enzarzaban con sus pacientes en animadas
conversaciones de tú a tú y se esforzaban en ser empáticos e incluso tranquilizadores. A
veces veían a los pacientes durante treinta, veinte e incluso quince minutos, en lugar de
hacerlo durante los cuarenta y cinco o cincuenta minutos estipulados. En ocasiones, para
tomarle a alguien el pulso o la presión, para examinar los efectos secundarios o
simplemente para saludar con un apretón de manos, llegaban a cometer el pecado mortal de
tocar a los pacientes. Entre estos heréticos pioneros figuraban Jonathan Cole, en Harvard,
Frank Ayd, en la Universidad de Maryland, Sam Gershon en la Universidad de Nueva York,
Donald Klein en Columbia y —el apóstata más celebre de todos— Nathan Kline.
Tal vez mejor que ninguna otra, la trayectoria de Kline ilustra los grandes triunfos
de la primera generación de psicofarmacólogos... y sus más clamorosas limitaciones.
Cuando Nathan Kline se graduó en 1943 en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Nueva York, la psiquiatría era científicamente un desierto agostado por la teoría
psicoanalítica. Pero Kline tenía demasiadas inquietudes intelectuales para comprometerse
con lo que juzgaba una farsa científica, y muy pronto empezó a interesarse por los
tratamientos farmacológicos. Al principio, los únicos compuestos disponibles para un
aspirante a psicofarmacólogo eran los diversos sedantes y tranquilizantes de la época, que
él procedió a investigar aplicadamente. Frustrado por la falta de fármacos eficaces, amplió
su investigación a otras esferas de la medicina. Kline se sentía intrigado por el uso de una
planta llamada serpentaria —Rauwolfia serpentina— como tranquilizante en la India (es
sabido que Gandhi la empleó) y, a principios de los años cincuenta, decidió ensayar un
extracto de la misma, la reserpina, en pacientes esquizofrénicos. Aunque los resultados
iniciales fueron prometedores, quedaron bruscamente eclipsados por la aparición de la
clorpromazina.
Kline pasó a investigar otros compuestos psicoactivos. Finalmente, en 1959, publicó
una serie de estudios revolucionarios sobre la iproniazida —un fármaco para tratar la
tuberculosis— que demostraban su eficacia como antidepresivo. Los estudios de Kline
dieron paso a una categoría totalmente nueva de antidepresivos —con una acción distinta
de la imipramina— que serían conocidos como «inhibidores de la monoaminooxidasa» o
IMAO (esta vez, los científicos comprendían cómo funcionaba el fármaco en el cerebro).
Este descubrimiento lanzó a Kline directamente a la estratosfera científica, y su
investigación le valió la singular distinción de ser el único científico que ha ganado el
prestigioso Premio Lasker dos veces.
Cuando a finales de los cincuenta y principios de los sesenta la Agencia de
Alimentos y Medicamentos empezó a aprobar toda una oleada de nuevos fármacos
psiquiátricos, Kline los ensayó uno a uno en su consulta privada de Nueva York. Mientras
la mayoría de los psiquiatras de Manhattan se concentraban aún en interminables sesiones
de terapia freudiana, Kline prescribía agresivamente los fármacos de última generación, a
menudo en creativas combinaciones, y reducía radicalmente la duración, el número y la
frecuencia de las sesiones de terapia.
En 1960, la revista Life describió a Kline como «un pionero de las nuevas terapias
farmacológicas de la enfermedad mental». Se había convertido en un personaje admirado
en el mundo de la medicina y fue nombrado miembro de la mayoría de las sociedades
científicas de élite. Quizá más que ninguna otra persona, Kline fue también el responsable
de la desinstitucionalización de los pacientes de los hospitales mentales del estado de
Nueva York. Alentado por los espectaculares resultados de sus investigaciones
psicofarmacológicas, Kline le brindó al gobernador Nelson Rockefeller la visión de una
atención mental comunitaria basada en la medicación: un proyecto que encajaba con la ley
de Centros de Salud Mental Comunitarios aprobada por el presidente Kennedy en 1963.
Los políticos y los famosos recurrían a Kline para someterse a tratamiento y lo elogiaban en
la prensa. Su ascenso meteórico mostraba los efectos transformadores que los
psicofármacos estaban produciendo en la psiquiatría y en la atención a la salud mental; pero
también pondría de manifiesto los peligros de la acelerada «farmaceuticalización» de la
psiquiatría.
Kline se hallaba en la cima de su carrera cuando yo lo conocí en 1977, en un
congreso de Psicofarmacología celebrado en Florida y patrocinado por el Instituto Nacional
de Salud Mental. Yo estaba en mi segundo año de residencia, formándome como psiquiatra,
y había sido enviado por mi tutor al hotel Sonesta, en Key Biscayne, para presentar los
resultados de nuestra investigación sobre un nuevo fármaco antipsicótico.
Entre los tres centenares aproximados de asistentes había una combinación de
investigadores académicos, científicos del Instituto Nacional de Salud y representantes de
las compañías farmacéuticas. La primera noche del congreso, se celebró un cóctel en la
terraza adyacente a la piscina desde la que se dominaba la playa. Me acerqué a la multitud y
me quedé pasmado ante una imagen memorable. En un lado de la terraza había un
bullicioso grupo de asistentes charlando en shorts, trajes de baño y camisetas. En el otro
lado, reclinado en una tumbona vuelta hacia el mar, estaba Nathan Kline, regiamente
engalanado con un impecable traje blanco de estilo tropical y rodeado por una camarilla de
ayudantes. Sostenía una bebida tropical en una mano mientras dirigía con la otra a sus
secuaces, como un monarca que concede audiencia.
Poco antes de la conferencia, yo había leído en los Archives of General Psychiatry
un informe sobre la investigación de Kline con un nuevo compuesto llamado beta-
endorfina, que había administrado a pacientes aquejados de esquizofrenia con resultados
espectaculares. Se trataba de un hallazgo asombroso, pues los únicos antipsicóticos
conocidos eran simples variantes químicas de la clorpromazina, mientras que la beta-
endorfina era un péptido natural producido por el cuerpo, un compuesto de un tipo
totalmente diferente. Tras descubrir una clase completamente distinta de antidepresivos (los
IMAO), ahora parecía que Kline había descubierto una clase completamente distinta de
antipsicóticos.
Me acerqué nerviosamente y me presenté. Le formulé varias preguntas sobre su
estudio, tanto para impresionarle con mis conocimientos como para comprender más a
fondo los suyos. Él me acogió primero con cautela, pero al advertir que yo era un auténtico
admirador se animó y reaccionó con entusiasmo. Terminó agradeciéndome las preguntas
con aire magistral.
Solo más tarde descubrí que, a pesar de su fama, Kline se había convertido en una
especie de paria en los círculos científicos. En jerga moderna, «se le había ido la mano». A
mí debería haberme resultado evidente en el congreso de Florida que su pomposa conducta
habría de granjearle la antipatía de sus colegas, pero yo era entonces un joven e ingenuo
residente y estaba deslumbrado por su prestigio. Pronto habría de descubrir personalmente
sus graves infracciones de los códigos médicos de conducta.
Nathan Kline (1916-1983), extravagante pionero de la psicofarmacología. (Retrato
del doctor Kline de David Laska, por cortesía del doctor Eugene Laska y del Nathan S.
Kline Institute for Psychiatric Research, Orangeburg, NY; fotografía por cortesía de Koon-
Sea Hui, MP, PhD.)
Mientras continuaba mi residencia en el hospital St. Vincent de Manhattan, empecé
a tropezarme con lo que muchos psiquiatras de Nueva York llamaban la «experiencia
Kline». Los pacientes del doctor Kline empezaban a desfilar, en efecto, por el departamento
de urgencias y por la clínica de consultas externas, y también como nuevos internos en el
pabellón de psiquiatría. Todos ellos eran víctimas de las prácticas arriesgadas y a veces
negligentes de Kline. Sufrían graves reacciones adversas provocadas por rebuscados
cócteles de medicaciones psicotrópicas, o por los efectos de su brusca retirada. Mientras
que la mayoría de los psiquiatras trataban la depresión, el trastorno bipolar, la esquizofrenia
o los trastornos de ansiedad recetando uno o dos fármacos, quizá tres en casos
excepcionales, el doctor Kline prescribía a menudo extravagantes combinaciones de cinco
fármacos o más en sus formas más potentes, y muchas veces a elevadas dosis. La cosa
llegaba hasta tal extremo que yo era capaz de adivinar si un paciente había pasado por las
manos de Kline simplemente con echar un vistazo a la lista de medicaciones que figuraba
en su historial. Nadie más que él tenía la confianza —o la temeridad— suficiente para
recetar semejantes mejunjes de sustancias psicotrópicas.
Al final, no fue la muerte de un paciente o una demanda masiva por mala práctica lo
que provocó la caída de Kline, aunque desde luego algo así habría sido totalmente factible.
No: la causa fue el estudio que me había incitado a pedirle audiencia tímidamente en
Florida. Kline había omitido someter el protocolo de su estudio a la aprobación de un
Comité Institucional de Revisión, un requisito ético y legal imprescindible en las
investigaciones médicas con sujetos humanos. No solo eso: tampoco se había molestado en
obtener el necesario consentimiento con conocimiento de causa por parte de los pacientes a
los que estaba administrando sustancias psicoactivas experimentales. Al parecer, en su afán
por alcanzar otro resonante éxito científico (y acaso el Premio Nobel), se había apresurado
a ser el primer investigador en publicar un estudio sobre una nueva clase potencial de
psicofármaco.
La Agencia de Alimentos y Medicamentos investigó a Kline y en 1982 lo obligó a
firmar un acuerdo extrajudicial por el que se comprometía a no realizar nunca más una
investigación sobre psicofármacos. Las sustancias psicoactivas habían lanzado la carrera de
Kline, y la interrumpieron de forma ignominiosa. Un año más tarde, murió en la mesa de
operaciones por una complicación de un aneurisma aórtico.
Pese a los excesos de Kline, el advenimiento de la psicofarmacología había
cambiado el campo de la psiquiatría irrevocablemente, y lo había cambiado para bien. Las
personas aquejadas de dolencias mentales graves podían ahora albergar la esperanza de
hallar alivio y recuperarse realmente. Pero este cambio creó también tensiones en un campo
que se hallaba en plena redefinición. Esta situación conflictiva no se le habría de escapar a
la prensa, que puso al descubierto las líneas de fractura que se estaban abriendo en el seno
de la profesión. En 1955, cuando la clorpromazina acababa de transformar el panorama de
la salud mental, la revista Time afirmaba en un reportaje: «Los críticos puristas (sobre todo,
psicoanalistas) argumentan que los profesionales pragmáticos de los hospitales estatales no
abordan la “psicopatología subyacente” del enfermo y que, por lo tanto, no puede haber
curación. Estos médicos quieren averiguar si el paciente se alejó del mundo a causa de un
conflicto inconsciente provocado por deseos incestuosos o por haber desvalijado la hucha
de su hermano a los cinco años. En el mundo de los pragmáticos hospitalarios, todo eso
viene a ser como hablar del sexo de los ángeles.»
Pero antes de que los psicofarmacólogos pudieran decantar la balanza e imponerse a
los puristas del psicoanálisis, hacía falta todavía que se produjera una última revolución.
TERCERA PARTE

El renacimiento de la psiquiatría

Si hay un hecho intelectual esencial en las postrimerías del siglo XX es que el


enfoque biológico de la psiquiatría —la concepción de la enfermedad mental como un
trastorno de base genética de la química cerebral— ha sido un éxito aplastante. Las ideas de
Freud, que dominaron la historia de la psiquiatría durante gran parte del siglo pasado, se
están desvaneciendo ahora como las últimas nieves del invierno.

EDWARD SHORTER
7

El fin de la travesía del desierto:


la revolución del cerebro

Aquí tenemos esta masa gelatinosa de apenas kilo y medio que puedes sostener en
la palma de la mano y que es capaz de contemplar la inmensidad del espacio interestelar.
Puede contemplar el sentido del infinito y puede contemplarse a sí misma contemplando el
sentido del infinito.
VILAYANUR RAMACHANDRAN

¡Cada criatura pusilánime que se arrastra por la tierra o se escabulle a través de los
mares viscosos tiene un cerebro!
El mago de Oz

OJALÁ TUVIERA UN CEREBRO

En El mago de Oz, el Espantapájaros anhela un cerebro. Para su sorpresa, el Mago


le informa de que ya posee uno: él no lo sabía. Lo mismo habría podido decirse durante la
mayor parte del siglo XX de la psiquiatría: actuaba como si no tuviera cerebro. Aun siendo
en apariencia una especialidad médica dedicada a las anomalías del pensamiento y la
emoción, la psiquiatría no centró su atención en el órgano del pensamiento y la emoción
hasta la década de 1980.
Los psiquiatras no eran los únicos en prescindir del cerebro: el grado de atención
hacia ese relleno rosado de nuestras cabezas nunca ha guardado proporción con su
verdadera importancia, lamentablemente; sobre todo cuando se compara con su principal
rival por la supremacía en la jerarquía anatómica, el corazón. Cuando nos casamos o nos
enamoramos, entregamos nuestro corazón, nunca nuestro cerebro. Cuando alguien nos
abandona se nos parte el corazón, no el cerebro. De las personas generosas se dice que
tienen un gran corazón, o buen corazón, o un corazón de oro, no un cerebro de oro. La
Biblia incluso le atribuye al corazón propiedades psíquicas: «Y amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón.»
Pero el corazón no es más que una bomba con pretensiones. Su única función es
contraerse y expandirse una y otra vez, dos mil millones de veces en una vida estándar,
impulsando la sangre a través del cuerpo. El cerebro humano, por el contrario, es una
supercomputadora insondable que supera de largo en complejidad a cualquier otro órgano.
Empieza siendo un tubo neural inconcebiblemente diminuto que se forma tres semanas
después de la concepción, pero crece a una velocidad asombrosa para convertirse en una
masa estriada de un kilo y medio, compuesta por cien mil millones de neuronas conectadas
mediante treinta billones de conexiones: un órgano que regula nuestro ritmo cardíaco,
nuestra temperatura corporal y nuestro apetito, y, al mismo tiempo, nos impulsa a tararear
melodías, a esculpir estatuas, a codificar sistemas de software... y a escribir extensos
tratados sobre sí mismo. Comparar el corazón con el cerebro es como comparar una casita
de muñecas con la ciudad de Nueva York.
Para cualquier investigador que deseara escudriñar el cerebro, siempre ha resultado
frustrante el hecho de que esta supermáquina secreta estuviera encerrada en un recipiente
impenetrable: el cráneo. Hasta hace muy poco, solo podía examinarse un cerebro en plena
actividad intelectiva y sensitiva con procedimientos extremadamente invasivos; o bien
había que resignarse a descuartizar un cerebro sin vida en una mesa de disección. No
resulta demasiado sorprendente que la primera teoría con pretensiones científicas sobre el
cerebro se basara en un método sin duda ingenioso (aunque totalmente desencaminado)
para evitar la necesidad de acceder directamente al órgano mismo; me refiero a la
frenología.
Elaborada por el médico alemán Franz Joseph Gall en 1809, la frenología tomaba
como punto de partida la hipótesis de que cada parte del cerebro controlaba una función
específica. Una región controlaba el hambre, otra la lujuria y otra la ira. Como habrían de
demostrar más adelante los neurólogos, esta suposición era en gran parte correcta: las
funciones mentales específicas se localizan, en efecto, en regiones específicas del cerebro.
Las dos hipótesis siguientes de Gall, sin embargo, no resultaron tan afortunadas. Él creía
que si una persona mostraba una desproporcionada actividad derivada de una función
mental en particular —un exceso de lujuria, pongamos— entonces, 1) la parte de su cerebro
que regía la lujuria estaría agrandada, y 2) la zona del cráneo situada sobre esa región
cerebral también estaría agrandada. Por lo tanto, Gall afirmaba que era posible discernir la
auténtica constitución psicológica de una persona midiendo el tamaño relativo de los bultos
y entrantes de su cráneo. Podría decirse, pues, que la frenología fue un primer y tosco
intento de trazar un mapa del cerebro.
Gall estudió aplicadamente la configuración craneal de presos, pacientes ingresados
en hospitales y locos recluidos en manicomios, y anunció una serie de «hallazgos»
sensacionales. Los locos de remate presentaban una depresión en la parte posterior del
cráneo, cosa que Gall interpretó como el signo de una disminución de la facultad de
autocontrol. Los ladrones jóvenes tenían bultos justo por encima de las orejas. Todas estas
pretendidas correlaciones entre la configuración del cráneo y el comportamiento resultaron
ser completamente infundadas. Ahora sabemos que no hay ninguna conexión entre la
personalidad de una persona y la forma de su cabeza.
Incapaz de proporcionar ninguna predicción útil sobre la conducta humana, la
frenología había caído en un completo descrédito a mediados del siglo XIX, más o menos
por la misma época en que Wilhelm Griesinger afirmó que las enfermedades mentales eran
«enfermedades de los nervios y el cerebro».
Un siglo más tarde, a finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta,
empezó a emerger en la psiquiatría americana la primera hornada de psiquiatras centrados
en el cerebro. Aunque eran superados ampliamente en número por los freudianos, los
miembros de organizaciones como la Sociedad Biológica de Psiquiatría lograron reactivar
los estudios sobre el cerebro de sus predecesores alemanes. Pero ellos no se limitaban al
examen de especímenes post mórtem; también buscaban datos en los fluidos corporales de
pacientes vivos: en la sangre, en el fluido cerebroespinal y en la orina. La nueva generación
de psiquiatras biológicos estaba convencida de que entre esa sopa orgánica habría de
encontrar el Santo Grial: un marcador biológico de la enfermedad mental.
Tal como John Cade creía que la manía se debía a la acción de una toxina
metabólica, los psiquiatras biológicos planteaban la hipótesis de que la enfermedad mental
fuera causada por un compuesto orgánico patógeno producido de forma anómala por el
cuerpo: un compuesto supuestamente detectable mediante análisis de laboratorio. La
inspiración para formular esta hipótesis procedía de un trastorno metabólico conocido como
fenilcetonuria (PKU), provocado por una mutación genética que impide al hígado
metabolizar la fenilalanina, un aminoácido esencial. Esta deficiencia metabólica de los
individuos con PKU produce la acumulación de una sustancia llamada fenilcetona. El
exceso de fenilcetona interfiere en el desarrollo del cerebro y genera discapacidad
intelectual y problemas de conducta. Así pues, la fenilcetona sirve de biomarcador de la
PKU. Si se detecta este compuesto en la sangre o la orina de un paciente, es probable que
padezca el trastorno, pues las personas que no lo sufren presentan unos niveles
extremadamente bajos de fenilcetona.
A mediados de los sesenta, los psiquiatras biológicos empezaron a buscar
biomarcadores de este tipo comparando la orina de pacientes mentales y pacientes sanos
con una técnica nueva llamada cromatografía. La cromatografía utiliza un tipo especial de
papel con sensibilidad química, que adopta un color diferente para cada compuesto con el
que entra en contacto. Si pones una gota de orina de una persona sana en una tira de ese
papel y una gota de orina de una persona enferma en otra tira, y luego comparas los colores
de ambas, puedes identificar diferencias en los tipos y las cantidades de los componentes
químicos de la orina; y esas diferencias podrían constituir un reflejo de los subproductos
bioquímicos de la enfermedad.
En 1968, el trabajo cromatográfico de los psiquiatras biológicos se vio
recompensado con un sensacional hallazgo. Unos investigadores de la Universidad de
California en San Francisco descubrieron que la orina de los pacientes esquizofrénicos
producía un color que no aparecía en la orina de los individuos sanos: una «mancha
malva». El entusiasmo entre los psiquiatras biológicos no hizo más que aumentar cuando
otro grupo de investigadores descubrió en la orina de los esquizofrénicos la existencia de
una «mancha rosada» distinta. Muchos creyeron que la psiquiatría se hallaba en la antesala
de una nueva era, en la que los psiquiatras podrían discernir el arcoíris completo de las
enfermedades mentales pidiendo simplemente a los pacientes que orinaran sobre una tira de
papel.
Por desgracia, este optimismo basado en la composición de la orina fue muy
efímero. Cuando otros científicos trataron de reproducir estos maravillosos hallazgos,
encontraron una explicación más bien trivial para esas manchas malvas y rosadas. Al
parecer, los supuestos biomarcadores no eran subproductos de la esquizofrenia misma, sino
de los fármacos antipsicóticos y de la cafeína. Los pacientes esquizofrénicos que
participaban en los estudios de cromatografía eran tratados (juiciosamente) con
medicaciones antipsicóticas y —como no había mucho que hacer en un pabellón
psiquiátrico— solían tomar un montón de té y de café. Dicho de otro modo, los análisis de
orina detectaban la esquizofrenia porque identificaban a los individuos que tomaban
fármacos para la esquizofrenia y bebidas con cafeína.
Aunque la búsqueda de biomarcadores de los años sesenta y setenta no alcanzó en
último término ningún resultado útil, al menos estaba inspirada por hipótesis que proponían
como fuente de la enfermedad mental una disfunción fisiológica, y no conflictos sexuales o
«una madre nevera». Finalmente, los psiquiatras biológicos ampliaron su búsqueda del
Santo Grial diagnóstico más allá de los fluidos corporales y se centraron en la sustancia
misma del cerebro. Pero el órgano estaba encerrado entre impenetrables paredes óseas, y,
recubierto por diversas membranas, no cabía la posibilidad de estudiarlo sin el riesgo de
causar daños. ¿Cómo podían albergar la esperanza de escudriñar la desconcertante
dinámica del cerebro en vivo?
ABRIENDO LAS PUERTAS DE LA MENTE DE PAR EN PAR
Como era muy poco lo que se había aprendido durante el siglo XIX y principios del
XX sobre la enfermedad mental mediante el examen visual de cerebros post mórtem, los
psiquiatras sospechaban que cualquier marca neurológica de los trastornos mentales debía
ser mucho más sutil que las anomalías fácilmente identificables causadas por los derrames,
las demencias seniles, los tumores y las heridas por traumatismo cerebral. Lo que hacía
falta era un medio de atisbar en el interior del cerebro para ver su estructura, función y
composición.
La invención de los rayos X, realizada por Wilhelm Roentgen en 1894, pareció
constituir al principio el adelanto tecnológico que los médicos llevaban tanto tiempo
esperando. Los rayos X contribuían a diagnosticar el cáncer, la neumonía, las fracturas
óseas... Pero cuando se sacaron las primeras radiografías de la cabeza, resultó que solo
mostraban el vago contorno del cráneo y del cerebro. Los rayos de Roentgen podían
detectar las fracturas del cráneo, las heridas penetrantes o los grandes tumores cerebrales,
pero no mucho más que pudiera resultar útil para los psiquiatras de orientación biológica.
Para poder hallar signos físicos de la enfermedad mental en el cerebro vivo, los
psiquiatras necesitaban una tecnología de captación de imágenes que mostrara la compleja
estructura del cerebro de forma detallada y discernible o, todavía mejor, que revelara de
algún modo la propia actividad del cerebro. En los años sesenta, esa tecnología parecía un
sueño imposible. Pero el descubrimiento habría de llegar por fin; y los fondos que lo
hicieron posible procedían de la fuente más sorprendente que quepa imaginar: de los
Beatles.
A principios de los años setenta, la EMI era primordialmente una compañía
discográfica, pero poseía también una pequeña división de electrónica, tal como refleja su
propio nombre sin abreviar: Electric and Musical Industries [Industrias eléctricas y
musicales]. La división musical de EMI estaba cosechando unos enormes beneficios gracias
al éxito fenomenal de los Beatles, el grupo más popular del mundo en aquel entonces.
Sobrada de liquidez, la EMI decidió probar suerte en un proyecto caro y arriesgado de su
división electrónica. Los ingenieros de la EMI estaban tratando de combinar una serie de
rayos X emitidos desde múltiples ángulos para producir imágenes tridimensionales de los
objetos. Superando los obstáculos técnicos con los beneficios de canciones como I Want to
Hold Your Hand y With a Little Help from My Friends, los ingenieros de la EMI crearon
una tecnología radiográfica capaz de obtener imágenes del cuerpo mucho más exhaustivas
y detalladas que las de ningún otro sistema médico de exploración. Y lo que todavía era
mejor: el procedimiento no era invasivo ni provocaba molestias a los pacientes. La nueva
tecnología de la EMI fue llamada tomografía axial computarizada; o más corrientemente,
escáner TAC.
El primer estudio de la enfermedad mental con escáner TAC fue publicado en 1976
por Eve Johnstone, una psiquiatra británica, y contenía un hallazgo pasmoso: la primera
anomalía física del cerebro asociada a una de las tres principales enfermedades mentales.
Johnstone descubrió que los cerebros de los pacientes esquizofrénicos tenían agrandados
los ventrículos laterales, un par de cavidades del interior de la masa encefálica que
contienen el fluido cerebroespinal que nutre y limpia el cerebro. Los psiquiatras se
quedaron estupefactos. El agrandamiento ventricular era ya un fenómeno conocido en las
enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer, cuando las estructuras cerebrales
alrededor de los ventrículos empezaban a atrofiarse. Como es natural, pues, los psiquiatras
dedujeron que el agrandamiento ventricular de los cerebros de los esquizofrénicos se debía
también a una atrofia causada por algún proceso desconocido. Este hallazgo de
dimensiones históricas fue reproducido enseguida por un psiquiatra americano, Daniel
Weinberger, del Instituto Nacional de Salud Mental.
Antes de que la onda expansiva de los primeros escáneres TAC psiquiátricos
hubiera empezado a amainar, apareció otro maravilloso sistema de obtención de imágenes
cerebrales que incluso resultaba más adecuado para el estudio de los trastornos mentales: la
imagen por resonancia magnética (IRM). La IRM empleaba una nueva tecnología
revolucionaria que situaba a la persona en el interior de un potente imán y medía las ondas
de radio emitidas por las moléculas orgánicas corporales al ser excitadas por el campo
magnético. La IRM se empleó por vez primera para obtener imágenes del cerebro en 1981.
Mientras que el escáner TAC permitía a los investigadores psiquiátricos mirar las anomalías
cerebrales por la cerradura, por así decirlo, el IRM abría las puertas de par en par. La
tecnología IRM era capaz de producir imágenes tridimensionales del cerebro de una
claridad inaudita. La IRM podía ajustarse para mostrar los distintos tipos de tejido,
incluidas la materia gris, la materia blanca y el fluido cerebral; podía identificar el
contenido de grasa y de agua; e incluso medir el flujo de la sangre en el interior del cerebro.
Y lo mejor de todo: era absolutamente inofensiva, a diferencia del escáner TAC, que
empleaba una radiación ionizante que podía acumularse y representar con el tiempo un
riesgo potencial para la salud.

IRM en un corte axial (mirando desde lo alto de la cabeza) de un paciente con


esquizofrenia, a la derecha, y de un voluntario sano, a la izquierda. Los ventrículos laterales
son la silueta oscura con forma de mariposa situada en medio del cerebro. (Cortesía del
doctor Daniel R. Weinberger, MD, Instituto Nacional de Salud Mental.)
A finales de los ochenta, la IRM había reemplazado a los escáneres TAC y se había
convertido en el principal instrumento de la investigación psiquiátrica. Durante esa década
se desarrollaron también otras aplicaciones de la tecnología IRM, incluidas la
espectroscopia por resonancia magnética (ERM, que mide la composición química del
tejido cerebral), la imagen por resonancia magnética funcional (IRMf, que mide la
actividad cerebral más que la estructura cerebral) y la imagen ponderada por difusión (DTI,
que mide los tractos neurales que transmiten las señales entre las neuronas.)
El auge de los sistemas de imagen cerebral de los años ochenta no se limitó a las
tecnologías magnéticas. Esa década presenció también el perfeccionamiento de la
tomografía de emisión de positrones (TEP), una tecnología capaz de medir la química y el
metabolismo cerebrales. Aunque la TEP solo proporciona una imagen borrosa de la
estructura cerebral, si se compara con la fina resolución espacial de la IRM, mide con gran
precisión cuantitativa la actividad química y metabólica del cerebro. James Robertson, el
ingeniero que realizó los primeros escáneres TEP en el laboratorio nacional Brookhaven,
previendo quizás el uso que los psiquiatras habrían de hacer de este sistema, le dio el apodo
de «reductor de cabezas» [head-shrinker, que significa también «loquero»].

Imagen ponderada por difusión del cerebro, presentada en un plano sagital (mirando
de lado la cabeza, con la frente a la derecha de la imagen y la nuca a la izquierda). Las
fibras de materia blanca que conectan en circuitos las neuronas del cerebro aparecen
aisladamente, sin la matriz de materia gris, fluido cerebroespinal y vasos sanguíneos.
(Shenton y otros, en Brain Imaging and Behavior, 6 (2) 2012; imagen de Inga Koerte y
Marc Muehlmann.)
Gracias a estas nuevas y magníficas tecnologías, a finales del siglo XX los
psiquiatras pudieron al fin examinar el cerebro de una persona viva en todo su esplendor.
Ahora podían observar las estructuras cerebrales con una resolución espacial de menos de
un milímetro, seguir la actividad cerebral con una resolución temporal de menos de un
milisegundo e incluso identificar la composición química de las estructuras cerebrales:
todo, sin el menor peligro o incomodidad para el paciente.
El sueño venerable de la psiquiatría biológica empieza a hacerse realidad. En efecto,
tras estudiar a cientos de miles de personas con casi todos los trastornos mentales reflejados
en el DSM, los investigadores han empezado a identificar una serie de anomalías cerebrales
asociadas a la enfermedad mental. En el caso del cerebro de los pacientes esquizofrénicos,
por ejemplo, los estudios estructurales con IRM han revelado que el hipocampo es más
pequeño que en los cerebros sanos; y los estudios funcionales IRM han mostrado un
metabolismo disminuido en los circuitos del córtex frontal durante las tareas de resolución
de problemas. Además, los estudios TEP han mostrado que un circuito neural implicado en
la focalización de la atención (el circuito mesolímbico) libera una cantidad excesiva de
dopamina en los cerebros esquizofrénicos, distorsionando la percepción que tiene el
paciente de su entorno. También hemos descubierto que los cerebros esquizofrénicos
presentan una disminución progresiva de la cantidad de materia gris en el córtex cerebral
durante el curso de la enfermedad, lo que refleja una reducción del número de sinapsis
neuronales. (La materia gris es el tejido cerebral que contiene el cuerpo de las neuronas y
sus sinapsis. La materia blanca, por su parte, está compuesta por los axones, los cables que
conectan las neuronas entre sí.) En otras palabras, si los esquizofrénicos no se tratan, sus
cerebros se vuelven cada vez más pequeños.

Imágenes de escáner TEP (fila superior) e imágenes IRM (fila inferior) del cerebro
presentadas en tres planos distintos. La columna izquierda corresponde al plano axial
(mirando el cerebro desde lo alto de la cabeza); la columna central, al plano coronal
(mirando el cerebro a través de la cara), y la columna derecha, al plano sagital (mirando el
cerebro a través de un lado de la cabeza). Las imágenes TEP están realizadas con un
trazador radiactivo (colorante biológico) que se fija en los receptores de dopamina
concentrados en las estructuras brillantes (ganglios basales) del interior del cerebro y, más
difusamente, en el córtex cerebral circundante. La IRM que muestra la estructura del
cerebro —resaltando la materia blanca y gris, así como los ventrículos y el espacio
subaracnoideo que contienen fluido cerebroespinal (espacios en negro)— se emplea junto
con los escáneres TEP para determinar los lugares en los que el trazador radiactivo se ha
fijado. (Abi-Dargham A. y otros, en Journal of Cerebral Blood Flow and Metabolism, 20
(2000) 225-43. Reproducido con permiso.)
Ha habido hallazgos parecidos en el caso de otros trastornos mentales. En 1997,
Helen Mayberg, una neuróloga de la Universidad Emory, utilizó imágenes TEP para
examinar el cerebro de pacientes deprimidos y realizó un descubrimiento asombroso: el
giro cingulado subgenual, una pequeña estructura situada en el interior de la región frontal,
estaba hiperactivo. Y no solo eso: cuando esos pacientes eran tratados con medicación
antidepresiva, la excesiva actividad en su giro cingulado se reducía hasta el nivel de los
sujetos sanos. El hallazgo de Mayberg condujo a un nuevo tipo de tratamiento para los
individuos aquejados de depresión muy grave que no respondían a la medicación: la
estimulación cerebral profunda. En la ECP se implantan directamente unos electrodos en el
cerebro del paciente, en la región del giro cingulado subgenual, para reducir la activación
de las neuronas que producen la hiperactividad.
Los estudios con imágenes cerebrales han desvelado también algunos detalles de
gran interés sobre el suicidio. La gran mayoría de las personas que se suicidan sufren una
enfermedad mental, siendo la depresión la más común. Sin embargo, no todo el mundo que
sufre depresión se vuelve suicida. Este hecho impulsó a los investigadores a preguntarse si
habría alguna diferencia en los cerebros de los sujetos deprimidos que deciden quitarse la
vida. Los estudios subsiguientes han mostrado que sus cerebros presentan un aumento de
un tipo especial de receptor de serotonina (5-HT1A) en una parte del tronco cerebral
llamada rafe dorsal. El aumento de receptores de serotonina en el rafe dorsal se detectó
primero en cerebros post mórtem de individuos que se habían suicidado, y luego se
confirmó con imágenes TEP en pacientes vivos.
Los estudios con TEP e IRMf han mostrado, asimismo, que los pacientes con
trastornos de ansiedad tienen una amígdala cerebral hiperactiva. La amígdala es una
pequeña estructura con forma de almendra situada en la superficie interior del lóbulo
temporal que juega un papel crucial en nuestras reacciones emocionales. La investigación
ha mostrado que cuando se presentan imágenes que provocan reacciones emocionales a
individuos con trastorno de ansiedad, su amígdala tiende a producir una reacción exagerada
en comparación con los cerebros de los sujetos sanos. (En el próximo capítulo estudiaremos
más a fondo el papel crucial de la amígdala en la enfermedad mental.)
Los cerebros de los niños que padecen autismo presentan marcas estructurales
distintivas que aparecen durante los veinticuatro primeros meses de vida, cuando la
enfermedad empieza a establecerse. La materia blanca se desarrolla de modo distinto en los
cerebros autistas, una anomalía detectable a la temprana edad de seis meses, lo cual parece
significar que las conexiones entre ciertas células cerebrales no se instauran adecuadamente
en los niños autistas. Además, el córtex cerebral de estos niños se expande excesivamente
en el segundo año de vida, posiblemente debido a un fallo en el mecanismo que regula la
proliferación de las conexiones sinápticas.
Para comprender el cerebro, de todos modos, no siempre basta con mirar imágenes;
a veces hace falta llevar a cabo auténticos experimentos en la realidad de los circuitos
neurales, de las células y las moléculas. Desde principios del siglo XX hasta la década de
1970, fueron muy pocos los psiquiatras que dedicaron el menor esfuerzo a tratar de
entender las operaciones fisiológicas del cerebro, ya directamente en humanos, ya
experimentando con animales, tal como se hacía en otras especialidades médicas. A fin de
cuentas, la mayoría de los psiquiatras, durante esa larga época de estancamiento, creían que
la enfermedad mental era en último término un problema psicodinámico o social. Sin
embargo, un solitario psicoanalista americano decidió que el camino para comprender la
mente pasaba ineludiblemente por las fisuras del cerebro.
EL OTRO PSIQUIATRA DE VIENA

Eric Kandel nació en Viena, Austria, en 1929, no lejos de la casa de Sigmund Freud,
quien contaba entonces setenta y tres años. En 1939, a causa de la anexión nazi, la familia
de Kandel huyó a Brooklyn, Nueva York, del mismo modo que la familia de Freud huyó a
Londres. Kandel quedó profundamente afectado por su experiencia infantil: una
experiencia que le había permitido presenciar la transformación de una comunidad de
vecinos amigables en una horda de racistas llenos de odio. Así pues, cuando entró en la
Universidad de Harvard su intención era estudiar Historia y Literatura Europea para poder
comprender las fuerzas sociales que habían causado aquella malvada transformación de sus
compatriotas.
Mientras estaba en Harvard, Kandel empezó a salir con una joven llamada Anna
Kris. Un día, ella lo presentó a sus padres, Ernst y Marianne Kris, eminentes psicoanalistas
que habían formado parte del círculo íntimo de Freud en Viena, antes de emigrar a Estados
Unidos. Cuando Ernst interrogó al joven estudiante sobre sus objetivos académicos, él
respondió que estaba estudiando Historia para intentar comprender el antisemitismo. Ernst
meneó la cabeza y le dijo a Kandel que si deseaba entender la naturaleza humana, no debía
estudiar Historia: debía estudiar Psicoanálisis.
Por recomendación del padre de su amiga, Kandel leyó por primera vez a Freud.
Fue una auténtica revelación. Aunque al final perdió el contacto con Anna, la influencia de
su padre persistió durante mucho tiempo. Unos cuarenta años más tarde, en su discurso de
aceptación del Premio Nobel, Kandel recordaba: «Me adherí a la idea de que el
psicoanálisis ofrecía un enfoque nuevo y fascinante —quizás el único posible— para
comprender la mente, incluida la naturaleza irracional de la motivación y la memoria
consciente e inconsciente.»
Tras graduarse en Harvard en 1952, Kandel entró en la Facultad de Medicina de la
Universidad de Nueva York con la intención de convertirse en psicoanalista. Pero en su
último año tomó una decisión que lo distinguió claramente de la mayoría de aspirantes a
«loquero»: decidió, en efecto, que para comprender la teoría freudiana debía estudiar el
cerebro. Por desgracia, no había nadie en la Universidad de Nueva York dedicado a este
tipo de investigación. Así que durante un período optativo de seis meses, mientras la
mayoría de los estudiantes de Medicina rotaban por los distintos servicios clínicos, Kandel
se desplazó diariamente a las afueras de la ciudad para dirigirse al laboratorio de Harry
Grundfest, un experto neurobiólogo de la Universidad de Columbia.
Kandel le había pedido a Grundfest que le dejara trabajar como ayudante en su
laboratorio. Grundfest le preguntó qué le interesaba estudiar. Él respondió: «Quiero
averiguar dónde se hallan el yo, el ello y el superyó.» Grundfest apenas pudo contener la
risa en el primer momento, pero luego le dio a aquel joven y ambicioso estudiante un serio
consejo: «Si quiere entender el cerebro, tendrá que estudiarlo neurona a neurona.»
Kandel se pasó los siguientes seis meses en el laboratorio de Grundfest aprendiendo
a registrar la actividad eléctrica de neuronas individuales. Para un aspirante a psiquiatra, se
trataba de una actividad más bien peculiar y discutible: como si un alumno de Economía
pretendiera estudiar la teoría económica aprendiendo cómo imprimía los billetes el Banco
de Inglaterra. Pero a medida que fue dominando el uso de los microelectrodos y los
osciloscopios, Kandel llegó a comprender que Grundfest tenía razón: estudiar las células
nerviosas era la vía regia para entender la conducta humana.
Para cuando dejó el laboratorio de Columbia, Kandel había llegado a la convicción
de que los secretos de la enfermedad mental se hallaban ocultos en los circuitos neurales.
Aun así, seguía manteniendo la creencia de que el psicoanálisis ofrecía el mejor marco
intelectual para comprender esos secretos. En 1960, empezó su residencia psiquiátrica en el
Centro de Salud Mental Massachusetts, de filiación freudiana, donde se sometió a su propio
psicoanálisis. En 1965, Kandel se había convertido a decir verdad en una rara avis: un
psiquiatra psicoanalítico plenamente acreditado que poseía a la vez una buena formación en
las técnicas de investigación neurológica, es decir, un psiquiatra psicodinámico y un
psiquiatra biológico a la vez. ¿Qué tipo de carrera profesional habría de seguir un joven
médico con unos intereses tan paradójicos en apariencia?
Kandel decidió estudiar la memoria, puesto que los conflictos neuróticos, tan
primordiales en la teoría freudiana de la enfermedad mental, se basaban en recuerdos de
experiencias emocionalmente cargadas. Si lograba entender cómo funcionaban los
recuerdos, pensaba, podría entender el mecanismo fundamental que había detrás de la
formación de los conflictos neuróticos que constituían la base de la enfermedad mental.
Pero en lugar de sondear los recuerdos de los pacientes mediante la asociación libre, el
análisis de los sueños y la psicoterapia, Kandel se propuso como objetivo algo que ningún
psiquiatra había intentado nunca: aclarar la base biológica de la memoria.
Sus perspectivas distaban de ser alentadoras. A mediados de los años sesenta, no se
conocía prácticamente nada acerca de los mecanismos celulares implicados en la memoria.
El campo naciente de la neurociencia difícilmente podía servir de orientación, pues aún no
se había integrado en una disciplina coherente. Ninguna facultad médica se jactaba de
poseer un departamento de esta materia, y la Sociedad de Neurociencia, la primera
organización profesional en este campo, no se fundó hasta 1969. Si Kandel quería
desentrañar los misterios neurológicos de la memoria, habría de hacerlo por su propia
cuenta.
Kandel suponía que la formación de los recuerdos debía radicar en ciertas
modificaciones de las conexiones sinápticas entre neuronas, pero no existía aún ningún
modo conocido de estudiar la actividad sináptica en los humanos. Consideró la posibilidad
de estudiar las sinapsis de las ratas, un animal de laboratorio que solía utilizarse en los
estudios de la conducta durante los años sesenta; pero incluso el cerebro de la rata era
demasiado sofisticado como punto de partida. Kandel comprendió que necesitaba un
organismo mucho más simple: una criatura cuyo cerebro fuese menos complicado que el de
la rata, pero lo bastante grande todavía como para que él pudiera analizar los procesos
celulares y moleculares de sus neuronas. Tras una larga búsqueda, finalmente dio con el
animal perfecto: la babosa marina de California, Aplysia californica.
Este molusco posee un sistema nervioso extremadamente simple compuesto por
solo 20.000 neuronas (una cantidad ínfima si se compara con los cien mil millones del
cerebro humano). Al mismo tiempo, el cuerpo celular de las neuronas de la babosa marina
es fácilmente visible y muy grande para los estándares anatómicos: alrededor de un
milímetro de diámetro, frente a la décima de milímetro de las neuronas humanas. Si bien
los recuerdos de la babosa marina son obviamente muy diferentes de los humanos, Kandel
esperaba que estudiando a este pequeño invertebrado tal vez pudiera descubrir los
mecanismos fisiológicos mediante los cuales se forman los recuerdos de cualquier animal.
Su razonamiento se basaba en la teoría de la conservación evolutiva. Puesto que la memoria
era un proceso biológicamente complejo y esencial para la vida, los mecanismos celulares
básicos de la memoria desarrollados en alguna especie arcaica debieron conservarse con
toda probabilidad en las neuronas de sus diversos descendientes. Dicho de otro modo,
Kandel conjeturó que los procesos celulares de codificación de recuerdos eran los mismos
para las babosas marinas, las lagartijas, las ratas... y los humanos.
Kandel trabajó en su laboratorio de la Universidad de Nueva York, sometiendo
laboriosamente a las babosas marinas a una serie de experimentos de aprendizaje
condicionado del mismo género que los realizados en su día por Ivan Pavlov para provocar
la salivación en un perro. Kandel se centró en reflejos simples, como el repliegue
automático de la agalla de la babosa cuando algo entraba en contacto con su sifón, y
descubrió que estos reflejos podían ser modificados por la experiencia. Por ejemplo,
después de tocar suavemente el sifón de la babosa, le aplicaba una descarga eléctrica en la
cola, lo cual hacía que replegara la agalla con mucha mayor intensidad. Al final, la babosa
replegaba con intensidad la agalla con solo tocar su sifón suavemente, lo cual demostraba
que la criatura sabía que ese contacto anunciaba una descarga inminente; es decir, la babosa
recordaba las descargas anteriores.
Una vez que la viscosa criatura demostraba haber adquirido un nuevo recuerdo,
Kandel la diseccionaba y examinaba concienzudamente sus neuronas para encontrar algún
cambio estructural o químico que constituyera la marca biológica de la memoria de la
babosa. Probablemente era la primera vez que un psiquiatra utilizaba a una criatura no
humana para estudiar funciones cerebrales emparentadas con actividades mentales
humanas, un método de investigación experimental que los científicos llaman «modelo
animal». Aunque los modelos animales eran corrientes desde hacía mucho en otros campos
de la medicina, los psiquiatras habían dado por supuesto que no era posible remedar los
estados mentales en apariencia exclusivamente humanos en un animal; y menos todavía en
un invertebrado primitivo.
La mayoría de psiquiatras prestaba escasa atención a la investigación de Kandel, y
aquellos que sí lo hacían la consideraban interesante, pero intrascendente para la práctica
clínica. ¿Qué podían tener que ver las babosas marinas con la fijación oral de un sujeto de
personalidad pasivo-dependiente, o con la rigidez superyoica de un paciente obsesivo-
compulsivo? ¿Cómo iba a contribuir la identificación de los recuerdos de una babosa a
resolver los conflictos inconscientes o a comprender mejor la transferencia del paciente
hacia su terapeuta?
Pero Kandel perseveró. Tras años investigando las neuronas gigantes de la Aplysia
californica, hizo un profundo descubrimiento. Como Kandel me explicó, «empecé a ver lo
que sucede cuando produces un recuerdo a corto plazo y, lo que es aún más interesante,
cuando conviertes un recuerdo a corto plazo en un recuerdo a largo plazo. La memoria a
corto plazo implica cambios transitorios en la activación de las conexiones entre las células
nerviosas. No hay cambios anatómicos. La memoria a largo plazo, por el contrario, implica
cambios estructurales duraderos debidos al crecimiento de nuevas conexiones sinápticas. Al
fin empezaba a comprender cómo cambia el cerebro a causa de la experiencia». El
descubrimiento de Kandel de los mecanismos de la memoria a corto y largo plazo sigue
siendo uno de los pilares fundacionales de la neurociencia moderna.
Además de su trabajo revolucionario sobre la memoria, Kandel realizó una
impresionante serie de descubrimientos que ampliaron nuestro conocimiento de los
trastornos de ansiedad, la esquizofrenia, la adicción y el envejecimiento. Por ejemplo, el
laboratorio de Kandel aisló un gen llamado RbAp48 que produce una proteína implicada en
la formación de recuerdos en el hipocampo. Kandel descubrió que este gen se expresa cada
vez menos a medida que envejecemos, lo que indicaba que los tratamientos que mantienen
o aumentan la actividad del gen podían tal vez reducir la pérdida de memoria relacionada
con la edad. Dado que nuestra esperanza de vida continúa aumentando, el RbAp48 podría
encerrar la clave para preservar nuestra memoria en la época dorada y cada vez más
prolongada de nuestra vejez.
La mayor contribución a la psiquiatría de Kandel, sin embargo, tal vez no haya sido
un descubrimiento neurobiológico en concreto, sino la influencia acumulativa que su
trabajo ha ejercido en la dirección de la psiquiatría. Cuando los psiquiatras de la generación
de los años setenta observaron los efectos terapéuticos de los psicofármacos y conocieron
las nuevas técnicas de imagen cerebral, empezaron a sospechar que la enfermedad mental
no se reducía a la simple psicodinámica. El cerebro se aparecía como el cofre todavía
cerrado de un tesoro repleto de revelaciones y nuevas terapias. Pero ¿cómo acceder a los
secretos de este órgano misterioso? Había muy poca investigación psiquiátrica sobre el
cerebro propiamente dicho, y menos aún sobre los mecanismos celulares y moleculares del
cerebro. Los escasos investigadores dedicados al cerebro tendían a centrarse en funciones
relativamente manejables como la visión, la sensación y el movimiento. Muy pocos tenían
la audacia (o la insensatez) de abordar las funciones mentales superiores que sustentan la
conducta humana... y Eric Kandel fue el primero de esos pocos.
Antes de Kandel, eran contados los investigadores psiquiátricos que empleaban
metodologías utilizadas habitualmente en otras áreas de la investigación biomédica, y
aquellos que lo hacían debían formarse en los laboratorios de científicos no psiquiátricos,
como hizo Eric Kandel. Él mostró cómo podían estudiarse las funciones cerebrales a nivel
celular y molecular de un modo que sirviera para ampliar nuestra comprensión de los
mecanismos de la mente. A finales de los años setenta, Kandel se había erigido en el
modelo icónico del neurocientífico psiquiátrico, induciendo a una nueva generación de
jóvenes investigadores a incorporar la ciencia cerebral a su propia actividad profesional.
Los psiquiatras Steven Hyman (ex director del Instituto Nacional de Salud Mental y
rector de Harvard) y Eric Nestler (jefe de Neurociencia en la Facultad de Medicina Mount
Sinai) pertenecen a la progenie intelectual de Kandel. En 1993 publicaron un fecundo
volumen titulado The Molecular Foundations of Psychiatry [Los fundamentos moleculares
de la Psiquiatría] que transformó la visión que los psiquiatras tenían de su propia disciplina.
Inspirados por las tres décadas de investigación pionera de Kandel, Hyman y Nestler
describían cómo podían aplicarse los métodos básicos de la neurociencia al estudio de la
enfermedad mental.
Ken Davis (consejero delegado y decano del centro médico Mount Sinai) fue otro
de los primeros neurocientíficos psiquiátricos influenciado por Kandel. Davis desarrolló
tratamientos basados en la teoría colinérgica de la enfermedad de Alzheimer, que condujo
directamente al descubrimiento de los fármacos más conocidos contra esta dolencia,
incluidos el Aricept y el Reminyl. Tom Insel (actual director del Instituto Nacional de Salud
Mental) decidió cambiar sobre la marcha su trayectoria como investigador y pasar de la
psiquiatría clínica a la neurociencia —un paso muy valiente, en esa época— a causa de la
influencia de las investigaciones visionarias de Kandel.
La generación siguiente de neurocientíficos abrió nuevas vías de acceso a los
misteriosos mecanismos cerebrales. Karl Deisseroth, un psiquiatra de Stanford formado en
biología molecular y biofísica, diseñó técnicas tremendamente innovadoras (la optogenética
y el método «clarity») para elucidar la estructura y función del cerebro, que le han
granjeado elogios unánimes. Deisseroth es, en todos los sentidos, un heredero del legado de
Kandel: un psiquiatra clínico que sigue viendo pacientes, un neurocientífico de talla
mundial y el principal candidato a convertirse en el siguiente psiquiatra que gana el Premio
Nobel.
Eric Kandel, con sus nietas, en la ceremonia del Nobel en Estocolmo, Suecia, el 10
de diciembre de 2000. (Fotografía de Thomas Hökfelt, de la colección personal de Eric
Kandel.)
El largo y solitario camino de Kandel en busca de los mecanismos de la memoria le
reportó finalmente un reconocimiento universal. En 1983, recibió el premio Lasker de
Ciencia Básica. En 1988, la Medalla Nacional de la Ciencia. Y en 2000 obtuvo el máximo
galardón para cualquier investigador: el Premio Nobel de Fisiología y Medicina. Hoy en
día, los jóvenes psiquiatras dan por supuesta la investigación cerebral. Los doctores en
Medicina y Filosofía, formados a la vez como médicos y científicos, son ahora tan comunes
en psiquiatría como en cualquier otra disciplina médica. Y si Kandel fue solo el segundo
psiquiatra en recibir el Nobel (Julius Wagner-Jauregg recibió el primero por su terapia de
fiebre por malaria, y Moniz era neurólogo), después de su carrera pionera no creo que
tengamos que esperar mucho para el tercero.
LA REFORMA DE LA PSICOTERAPIA

Mientras los avances radicales en psicofarmacología, imagen cerebral y


neurociencia reforzaban la psiquiatría biológica y promovían toda una revolución cerebral,
la ciencia de la psiquiatría psicodinámica se desarrollaba de modo paralelo. La década de
1960 asistió a los primeros avances significativos en lo que sigue siendo aún el principal
sistema de tratamiento psiquiátrico: la psicoterapia.
Desde que Freud estableció las normas básicas de la psicoterapia a principios del
siglo XX, el psicoanálisis había imperado en las consultas psiquiátricas. Durante
generaciones, la gente asoció una visita al «loquero» con la idea de tenderse en un diván o
un cómodo sillón y explicar todas las minucias neuróticas de sus vidas en una sesión de una
hora: un ritual representado con frecuencia en las primeras películas de Woody Allen. Las
indiscutidas normas freudianas estipulaban que el médico se mantuviera distante e
impersonal; las expresiones de empatía o emoción estaban prohibidas. Incluso en una época
tan reciente como los años noventa, se enseñaba a los psiquiatras a guardar las distancias y
a responder las preguntas con otras preguntas. Las fotos familiares, los diplomas y demás
objetos personales se mantenían fuera del despacho del «loquero» para sostener la ilusión
de un anonimato impenetrable.
El cambio llegó al fin a este tipo de psicoterapia anquilosada de la mano de un
psicoanalista decepcionado. Muchas de las impugnaciones más radicales del psicoanálisis
partieron de antiguos freudianos: el ex psicoanalista Robert Spitzer suprimió la neurosis
como diagnóstico psiquiátrico en la década de 1970; el ex psicoanalista Nathan Kline se
convirtió en los años sesenta en pionero de los tratamientos con psicofármacos; y en un
gesto semejante al de Martín Lutero al clavar sus noventa y cinco tesis en la puerta de la
iglesia de Wittenberg, el ex psicoanalista Tim Beck cometió, también en los sesenta, una
herejía profesional al declarar que había otra forma de conseguir un cambio terapéutico: a
través de la psicoterapia, más que del psicoanálisis.
Aaron «Tim» Beck nació en Rhode Island en 1921, en el seno de una familia de
inmigrantes judíos rusos. Tras graduarse en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Yale, Beck se convirtió en psiquiatra y adoptó la teoría imperante en la época. En 1958,
escribió a un colega: «He llegado a la conclusión de que hay un sistema conceptual
particularmente adecuado para las necesidades del aspirante a médico: el psicoanálisis.»
Beck estaba tan absolutamente convencido de que la teoría psicoanalítica
representaba la forma correcta de entender la enfermedad mental que deseaba demostrar a
los escépticos que la investigación científica podía corroborar sus postulados. En 1959,
decidió llevar a cabo un experimento pensado para validar una teoría psicoanalítica de la
depresión conocida como «hostilidad invertida». Esta teoría sostenía que una persona
aquejada de depresión estaba llena de ira contra alguien (uno de los padres, con frecuencia),
pero que reorientaba inconscientemente esa ira contra sí misma. Imaginen, por ejemplo,
que su pareja les abandona por otra persona más atractiva: la teoría de la hostilidad
invertida sostenía que, en vez de expresar la rabia contra su ex, ustedes dirían de puertas
afuera que su pareja no había hecho nada malo, pero por dentro sentirían ira contra sí
mismos por haberla impulsado a abandonarle, lo cual se manifestaría con una sensación de
parálisis y tristeza.
Una de las predicciones de la teoría de la hostilidad invertida era que los individuos
deprimidos se sentían mejor consigo mismos tras un fracaso y, en cambio, se sentían peor
tras un éxito. Esta enrevesada lógica se basaba en la idea de que el sujeto deprimido, al
sentir ira contra sí mismo (la «hostilidad invertida»), no creía merecer ningún éxito y
deseaba castigarse, y, por tanto, sentía satisfacción cuando el objeto de su hostilidad (él
mismo) fracasaba en una tarea. Beck diseñó una prueba manipulada de clasificación de
cartas para controlar si los sujetos tenían éxito o no, y poder medir después su autoestima.
Para su sorpresa, los resultados mostraron justamente lo contrario de lo que esperaba: los
individuos deprimidos, cuando se les permitía tener éxito en la clasificación de las cartas, se
sentían mucho mejor; en cambio, cuando se les hacía fallar, se sentían peor. «A partir de
ahí, empecé a sospechar que la teoría entera era errónea», dice Beck.
Con sus anteojeras freudianas cuestionadas, Beck empezó a observar atentamente el
estado cognitivo de sus pacientes deprimidos. «La teoría psicoanalítica sostenía que las
personas deprimidas debían tener una gran agresividad en sus sueños debido a la hostilidad
invertida. Pero cuando estudiabas el contenido de sus sueños, observabas que había en ellos
menos hostilidad que en los sueños de las personas normales», explica Beck. En cambio,
advirtió que sus pacientes depresivos experimentaban un flujo de pensamientos
distorsionados que parecían surgir espontáneamente. Estos «pensamientos automáticos»,
como los llamó Beck, no tenían nada que ver con la ira, sino que reflejaban «ideas ilógicas
sobre sí mismos y sobre el mundo en el que vivían». Una mujer de mediana edad atractiva
y eficiente podía describirse repetidamente a sí misma como una persona incompetente.
Beck creía que este negativismo le generaba una inquietud y una tristeza constantes, y la
había llevado al fin a estar deprimida. Esto constituía una revisión radical de la concepción
psiquiátrica de la depresión: en lugar de caracterizar la depresión como un trastorno de ira,
lo clasificó como un trastorno cognitivo.
Redefinir la naturaleza de la depresión ya era en sí mismo un gesto que le habría
valido a Beck la excomunión de Sigmund Freud, si este hubiera estado vivo. Pero él hizo
aún otro descubrimiento herético: cuando dejó de intentar que los pacientes entendieran sus
soterrados conflictos neuróticos y empezó a emplear la psicoterapia para ayudarles a
corregir sus pensamientos ilógicos y cambiar sus percepciones negativas, observó que ellos
se sentían más contentos y más productivos. Y lo que era aún más asombroso, estas mejoras
psíquicas se producían a un ritmo mucho más rápido que con el psicoanálisis: en cuestión
de semanas, y no de meses o años.
Le pedí a Beck que me explicara la sensación cuando observó por primera vez los
rápidos efectos de su nueva técnica: «Los pacientes hacían diez o doce sesiones y decían:
“Fantástico, me ha ayudado mucho, gracias. Ya estoy en condiciones de arreglármelas por
mi cuenta. ¡Adiós!” Mi lista de pacientes descendió a cero porque todo el mundo se
recuperaba tan rápidamente. Mi jefe de departamento observó que todos mis pacientes se
marchaban y me dijo: “Así no te va a ir bien en la práctica privada. ¿Por qué no pruebas
otra cosa?”»
En vez de seguir el consejo de su jefe, Beck formalizó su técnica en un método
inusitado de psicoterapia que ayudaba a los pacientes a tomar conciencia de sus
pensamientos distorsionados y les enseñaba a cuestionarlos. Beck llamó a este método
«terapia cognitivo-conductual» (TCC). He aquí la transcripción abreviada de una
conversación (extraída del libro Cognitive-Behavioral Therapy for Adult Attention Deficit
Hyperactivity Disorder [Terapia cognitivo-conductual del trastorno de déficit de atención
con hiperactividad en adultos]) entre un terapeuta cognitivo-conductual (T) y un paciente
con el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (P) que teme inscribirse en una
clase necesaria para su actividad profesional por las cosas que el TDAH podría impulsarle a
hacer.
T: ¿Qué pensamientos le provoca el curso de Reanimación Cardiopulmonar (RCP)?
P: Ya hice un curso de RCP hace tiempo y, al final, me costaba mucho prestar
atención. Me preocuparía cometer errores, sobre todo cuando estuviera en grupo con los
demás.
T: ¿Puede describir este temor con más detalle? ¿Qué es concretamente lo que le
hace sentirse así?
P: Toda esa gente serán compañeros míos, personas con las que trabajaré y me
relacionaré. Me preocuparía meter la pata delante de ellos.
T: ¿Y cuál sería la consecuencia?
P: Tendríamos que volver a empezar desde el principio y pasar otra vez la prueba
por mi culpa, y yo estaría retrasando a toda la clase.
T: ¿Recuerda haber tenido otras experiencias en su vida en las que esos temores que
ha descrito —cometer errores delante de los demás o retrasar a todo un grupo— se hubieran
materializado realmente?
P: No lo sé. Ha ocurrido muchas veces, pero he conseguido evitar grandes
bochornos. En un curso de RCP cometí un error durante uno de los ejercicios en equipo.
Estaba cansado y perdí la concentración.
T: Al darse cuenta de que había cometido un error, ¿qué pensamientos le vinieron a
la cabeza?
P: «¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué no puedo hacerlo bien?»
T: De acuerdo. Así que hubo una situación en su pasado que es parecida a lo que
usted teme que podría suceder en un curso de RCP más largo. Reconocer que cometió un
error no es un pensamiento distorsionado. En ese caso era un pensamiento acertado: usted
cometió un error. Sin embargo, parece como si las conclusiones que sacó —la idea de que
tenía algún problema— sí que eran pensamientos distorsionados. ¿Cuál fue la reacción de
sus compañeros de equipo cuando tuvo que rehacer la secuencia de RCP?
P: Nadie se rio, pero noté por sus caras que estaban contrariados y enfadados
conmigo.
T: ¿Qué vio en sus caras que demostrara que estaban enfadados?
P: Una mujer puso los ojos en blanco.
T: ¿Cuánto tiempo cree que estuvo pensando esa mujer en su error, una vez
terminado el curso? ¿Cree que al llegar a casa le dijo a su familia: “No os vais a creer lo
que ha pasado hoy en la clase de CPR; ese tipo ha cometido un error durante la prueba
final”?
P: (Riendo) No. Seguramente no se detuvo mucho en ello.
Observen cómo escucha el terapeuta con atención lo que dice el paciente y cómo
responde inmediatamente a cada una de sus afirmaciones. El terapeuta habla incluso más
que el paciente: un pecado mortal para el psicoanálisis. Freud enseñó a los psiquiatras a
adoptar una actitud distante e impersonal; en cambio, el terapeuta en este diálogo está
implicado activamente y apoya al paciente, incluso imprime un poco de humor a sus
intervenciones. Pero las diferencias entre la TCC de Beck y el psicoanálisis eran todavía
más profundas.
Mientras que el psicoanálisis trataba de sacar a la luz impulsos profundamente
enterrados en el inconsciente, Beck estaba interesado en los pensamientos que surgían una
y otra vez en la percepción consciente. Mientras que el psicoanálisis pretendía destapar los
motivos históricos ocultos tras las emociones problemáticas, Beck escrutaba la experiencia
inmediata de las emociones del paciente. Mientras que el psicoanálisis era pesimista en
último término, pues consideraba los conflictos neuróticos como el precio por vivir en
sociedad, Beck mantenía el optimismo y pensaba que si la gente estaba dispuesta a afrontar
sus problemas, podía eliminar sus inclinaciones neuróticas.
La TCC tuvo un efecto vigorizante y liberador en el campo de la psiquiatría. A
diferencia del psicoanálisis, que ponía limitaciones a la conducta del terapeuta y era un
proceso indefinido, posiblemente destinado a prolongarse durante años, la TCC tenía una
serie definida de normas para los terapeutas, constaba de un número finito de sesiones y
establecía unos objetivos concretos. La eficacia terapéutica de la TCC quedó enseguida
validada en experimentos controlados que comparaban la eficacia de esta técnica con la de
un placebo y con la de distintas formas de psicoanálisis en casos de depresión, lo cual
convertía a la TCC en la primera psicoterapia basada en datos empíricos: un tipo de
psicoterapia que demostraba funcionar en un experimento de doble ciego. Desde entonces,
numerosos estudios han validado la eficacia de la TCC como tratamiento para muchos
trastornos mentales, incluidos los trastornos de ansiedad, el trastorno obsesivo-compulsivo
y el TDAH.
El inesperado éxito de la TCC abrió la puerta a otros tipos de psicoterapia basados
en datos empíricos, que mostraban que era posible tratar a los pacientes de forma más
rápida y eficaz que el psicoanálisis tradicional. En los años setenta, dos miembros de la
Facultad de Yale crearon la «psicoterapia interpersonal», un tipo de terapia para depresivos
que anima a los pacientes a retomar el control de su estado de ánimo y de su vida. Más
tarde, a finales de los ochenta, surgió la terapia dialéctica conductual, una forma de
psicoterapia específica para pacientes con trastorno límite de la personalidad, creada por
una psicóloga que sufría ella misma este trastorno. En 1991, dos psicólogos introdujeron la
entrevista motivacional, una técnica psicoterapéutica para tratar la adicción que fomenta la
motivación.
La decisión de Beck de aventurarse más allá de los rígidos preceptos del
psicoanálisis para explorar la verdadera naturaleza de la depresión neurótica mediante la
experimentación le permitió crear una forma única de psicoterapia que ha mejorado la vida
de millones de pacientes. De este modo demostró, además, que la ciencia rigurosa no era un
ámbito exclusivo de los psiquiatras biológicos, sino que también los psiquiatras
psicodinámicos podían emplearla con efectos espectaculares.
DEMASIADAS COPIAS (O DEMASIADO POCAS) DE UN GEN

A mediados de los años ochenta, la psiquiatría estaba empleando formas de


psicoterapia más eficaces, psicofármacos más eficaces y sistemas de imagen cerebral más
eficaces. El campo de la neurociencia iba cobrando impulso rápidamente. Entre los
psiquiatras ganaba aceptación la idea de que las personas con enfermedades mentales tenían
algún defecto en el cerebro, en especial en el caso de las dolencias graves que antes
requerían la reclusión del paciente, como la esquizofrenia, el trastorno bipolar, el autismo y
la depresión. Ahora bien, si existía un defecto en tu cerebro mentalmente enfermo, ¿de
dónde procedía? ¿Nacías con él?, ¿o lo generaban tus experiencias vitales? La respuesta
resultó ser muy distinta de lo esperado.
La relación entre los genes y la enfermedad mental no interesaba a los freudianos
(que subrayaban el papel de las experiencias infantiles) ni a los psiquiatras sociales (que
subrayaban el papel de la familia y del entorno). Pero a principios de los años sesenta, un
médico y científico llamado Seymour Kety decidió investigar la base genética de la
enfermedad mental, inspirándose en la obra del psiquiatra alemán Franz Kallman. Desde
hacía siglos se sabía que la enfermedad mental solía ser cosa de familia. Pero las familias
tienen muchos elementos en común, como el nivel de riqueza, la religión o los modales,
que no son genéticos, sino que proceden de un mismo entorno cultural. La primera pregunta
que Kety trató de responder resultaba bastante directa: ¿la esquizofrenia está causada ante
todo por los genes o por el entorno?
Estudiando los registros de salud daneses, Kety descubrió que el índice de
esquizofrenia entre la población general era de un uno por ciento aproximadamente,
mientras que el índice entre los individuos con al menos un miembro de la familia
esquizofrénico era del diez por ciento. Sus datos revelaban también que si tu padre y tu
madre sufrían esquizofrenia, entonces tenías el cincuenta por ciento de posibilidades de
desarrollar tú mismo la enfermedad. De modo similar, si tenías un hermano gemelo con
esquizofrenia, tus posibilidades de ser esquizofrénico eran del cincuenta por ciento; pero si
tenías un hermano mellizo con esquizofrenia, entonces tus posibilidades eran solo del diez
por ciento. Parecía, pues, que cuantos más genes tuvieras en común con un esquizofrénico,
más probable resultaba que desarrollaras la enfermedad. Pero obviamente la correlación no
era perfecta. Al fin y al cabo, los gemelos idénticos comparten el cien por cien de los genes;
por lo tanto, si había un «gen esquizofrénico» en un gemelo, también debía encontrarse en
el otro.
Citando este hecho, muchos críticos tomaron los hallazgos de Kety como una
prueba contundente de que la esquizofrenia era ante todo de origen ambiental, pues
argumentaban que la mayor incidencia de esquizofrenia en las familias con al menos un
miembro esquizofrénico se debía a un entorno doméstico malsano, y no a ningún factor
genético. Para resolver la cuestión de la base genética de la esquizofrenia, Kety acometió
un nuevo estudio. Identificó a individuos con esquizofrenia que habían sido adoptados al
nacer y examinó los índices de esquizofrenia entre sus parientes tanto adoptivos como
biológicos. Encontró índices más elevados de esquizofrenia entre los parientes biológicos,
pero no entre las familias adoptivas. También descubrió que los niños nacidos de una madre
esquizofrénica, pero criados por una familia adoptiva, desarrollaban esquizofrenia con los
mismos porcentajes que los niños criados por la madre biológica esquizofrénica. Estos
hallazgos demostraban que la esquizofrenia se debía al menos parcialmente a la propia
dotación genética, y no solo a factores ambientales como la «madre de doble vínculo» o la
pobreza.
Rápidamente se llevaron a cabo estudios similares que indicaban que el autismo, la
esquizofrenia y el trastorno bipolar presentaban los mayores índices de heredabilidad entre
todas las enfermedades mentales, mientras que las fobias, los trastornos alimentarios y los
trastornos de la personalidad presentaban los índices más bajos. No obstante, aunque los
estudios epidemiológicos realizados por Kety y otros investigadores parecían demostrar una
predisposición a la enfermedad mental que podía heredarse, los hallazgos aportados
planteaban una serie de enigmas genéticos. Para empezar, ni tan siquiera los gemelos
monocigóticos —individuos con una dotación genética idéntica— desarrollaban siempre la
misma enfermedad mental. Para complicar aún más la cuestión, a veces la esquizofrenia se
saltaba generaciones enteras para reaparecer más adelante en el árbol genealógico. Y a
veces la esquizofrenia aparecía en individuos sin ningún antecedente familiar. Todo esto era
cierto también en el caso de la depresión y el trastorno bipolar.
Otro enigma lo planteaba el hecho de que los individuos con esquizofrenia o
autismo tenían menos probabilidades de establecer una relación sentimental, casarse y tener
hijos que las personas sin enfermedad mental; sin embargo, la frecuencia de ambos
trastornos en la población se mantenía relativamente constante o aumentaba con el tiempo.
A medida que el papel de la genética cobraba importancia durante los años ochenta en la
investigación biomédica, los psiquiatras se convencieron de que estos extraños patrones
hereditarios quedarían explicados cuando los científicos descubrieran el proverbial caldero
de oro al final del arcoíris genético: es decir, el gen específico (o la mutación genética) que
causara cada enfermedad mental.
Con el fervor de una auténtica fiebre del oro, los psiquiatras se lanzaron a buscar
genes de la enfermedad mental en poblaciones aisladas geográficamente o colonias
cerradas, como el grupo de los amish, o los pueblos aborígenes de Escandinavia, Islandia y
Sudáfrica. El primer informe de un gen de la enfermedad mental lo presentó en 1988 un
grupo de científicos británicos dirigido por el genetista Hugh Gurling. El equipo de Gurling
afirmaba haber «encontrado la primera prueba concreta de una base genética de la
esquizofrenia» radicada en el cromosoma número 5. Pero el gen de Gurling resultó ser una
falsa veta de oro. Otros científicos no pudieron reproducir su hallazgo en el ADN de otros
pacientes esquizofrénicos. Este revés habría de convertirse en un fenómeno recurrente y
profundamente frustrante en la psiquiatría genética.
En la década de 1990, los investigadores habían logrado identificar genes
específicos que causaban enfermedades como la fibrosis quística, la enfermedad de
Huntington y el síndrome de Rett, pero los investigadores psiquiátricos eran incapaces de
señalar ningún gen asociado a ninguna enfermedad mental. Los psiquiatras empezaban a
tener una desagradable sensación de déjà-vu: más de un siglo antes, empleando la
tecnología más avanzada de la época (el microscopio), los psiquiatras biológicos no habían
sido capaces de identificar ninguna base anatómica evidente de la enfermedad mental, aun
cuando estaban seguros de que debía existir en alguna parte. Y ahora parecía estar
ocurriendo lo mismo con la genética.
Pero en 2003 ocurrieron dos de esos hechos que cambian radicalmente las reglas del
juego. Primero, el Proyecto Genoma Humano terminó de trazar el mapa entero de los genes
cifrados en el ADN humano. Y a continuación se produjo la invención de una asombrosa
técnica genética llamada «análisis de microarreglos de oligonucleótidos de representación»
(ROMA). Antes del ROMA, los genetistas moleculares analizaban los genes a base de
determinar la secuencia de nucleótidos de un gen dado para ver si faltaba o estaba fuera de
lugar algún nucleótido (lo que se conocían como polimorfismos de nucleótido simple, o
SNP). El ROMA, en cambio, escaneaba de una vez el genoma entero de una persona y
tabulaba el número de copias de un gen específico, mostrando si esa persona tenía
demasiadas copias del gen o demasiado pocas.
Michael Wigler, un biólogo que trabajaba en el laboratorio Cold Spring Harbor,
inventó el ROMA como un método para estudiar el cáncer. Pero enseguida se dio cuenta de
sus posibilidades para comprender la enfermedad mental, y, con la ayuda del genetista
Jonathan Sebat, empezó a aplicar el sistema ROMA al ADN de pacientes con autismo,
esquizofrenia y trastorno bipolar. Antes del ROMA, la pregunta que se hacían los genetistas
era: ¿Qué genes específicos causan la enfermedad mental? Pero el ROMA replanteó la
cuestión así: ¿Es posible que demasiadas copias (o demasiado pocas) de un gen sano
provoquen la enfermedad mental?
Empleando el sistema ROMA, Wigler y Sebat pudieron examinar un amplio
abanico de genes de pacientes mentales y compararlos con los genes de personas normales.
Se centraban en genes que producían proteínas esenciales para un sano funcionamiento del
cerebro; por ejemplo, el gen que producía una proteína que formaba parte del receptor de
un neurotransmisor o que dirigía la formación de conexiones neurales. Sus investigaciones
dieron resultado casi de inmediato. Descubrieron, en efecto, que los pacientes mentales
poseían en su ADN los mismos genes relacionados con el cerebro que las personas
mentalmente sanas, pero que tenían o bien más copias, o bien menos copias de dichos
genes que las personas sanas. Wigler había descubierto el «efecto Ricitos de Oro»1 del
genoma: para tener un cerebro sano, no solo necesitabas el tipo correcto de genes, sino el
número correcto de esos genes: ni demasiados, ni demasiado pocos.
La nueva metodología de Wigler sacó a la luz otros hallazgos inesperados. Aunque
la mayoría de las mutaciones genéticas del ADN de los pacientes con autismo,
esquizofrenia y trastorno bipolar eran específicas de cada enfermedad, algunas mutaciones
genéticas aparecían en dos o más trastornos, lo cual indicaba que algunos trastornos
mentales claramente distintos tenían ciertos factores genéticos en común. La investigación
con ROMA también ofreció una explicación posible de la naturaleza esporádica de la
enfermedad mental en el seno de una familia, que hacía que la dolencia pudiera saltarse
generaciones enteras o que solo apareciera en ocasiones en uno de los gemelos idénticos.
En efecto: aunque un gen concreto relacionado con el cerebro podía transmitirse a los
descendientes (o presentarse en ambos gemelos), el número de copias de dicho gen podía
variar. A veces, las copias de un gen eran creadas o borradas espontáneamente en el interior
del ADN del esperma o de los óvulos. Por tanto, aun cuando los gemelos compartían al cien
por cien los mismos tipos de genes, no compartían al cien por cien el mismo número de
copias de esos genes.
Los hallazgos de Wigler ofrecían también una explicación del motivo por el que los
hombres y las mujeres mayores son más propensos a tener hijos con dolencias como el
autismo o el síndrome de Down. Las células de sus óvulos y sus espermatozoos se han
estado dividiendo y replicando genéticamente mucho más tiempo que las de los padres
jóvenes, y, por lo tanto, tienen más probabilidades de introducir un número excesivo o
escaso de copias de sus genes en el ADN de sus hijos, pues los errores de replicación
genética se acumulan con el tiempo y la incidencia de esos errores es más elevada que la de
una mutación capaz de generar un nuevo gen.
A medida que la psiquiatría progresaba durante la primera década del siglo XXI,
impulsada por las tecnologías emergentes de imagen cerebral, la neurociencia y la genética,
así como por la proliferación de los nuevos avances en farmacología y psicoterapia, el
campo en tiempos estancado de nuestra profesión empezó a mostrar todos los signos de un
rejuvenecimiento intelectual.
UN NUEVO TIPO DE PSIQUIATRÍA

Cuando visité a Jenn por primera vez en 2005, los médicos no lograban comprender
qué le ocurría exactamente. Jenn, una joven de veintiséis años, era de una familia adinerada
y había disfrutado de una educación privilegiada. Había estudiado en una escuela privada
de Manhattan y luego en una universidad de Humanidades de Massachusetts, que fue donde
su comportamiento empezó a volverse problemático.
Durante su penúltimo año, Jenn se volvió suspicaz y recelosa, y dejó de relacionarse
con sus amigos. Empezó a mostrar cambios de humor extremos. Podía ser amigable y
simpática un día, e irascible y desagradable al siguiente y, a la menor provocación, soltaba
insultos sarcásticos. Al final, su hostilidad e irascibilidad se volvieron tan conflictivas que
la universidad rogó a sus padres que la enviaran a un psiquiatra. Ellos obedecieron y la
llevaron a un destacado centro psiquiátrico del noreste, donde la ingresaron de inmediato.
Pero, cuando le dieron el alta, Jenn no se presentó a las citas de seguimiento estipuladas ni
tomó la medicación prescrita. Recayó repetidas veces, lo que provocó múltiples
hospitalizaciones; y a cada recaída, empeoraba. Lo que volvía todavía más desesperante su
situación era que, cada vez que la ingresaban, los médicos parecían atribuirle un
diagnóstico distinto; entre otros, esquizofrenia, trastorno esquizoafectivo y trastorno
bipolar.
A mí me consultaron sobre su caso cuando la trajeron al hospital Presbiteriano de
Nueva York y centro médico de la Universidad de Columbia, tras un violento incidente con
su madre, provocado por la creencia de Jenn de que esta quería impedirle que se viera con
su novio. Cuando yo la evalué, su aspecto era desaliñado, y su pensamiento, incoherente.
Había dejado la universidad hacía cinco años, no tenía trabajo y vivía en la casa de sus
padres. Manifestó repetidamente su convencimiento de que una amiga quería robarle el
novio, y me explicó que si ella y su novio querían seguir juntos debían huir de inmediato a
Nuevo México.
Tras hablar con la familia de Jenn, me enteré de que en realidad el objeto de su
amor no tenía ningún interés por ella. El joven, de hecho, había llamado a la madre de Jenn
para quejarse de que estaba acosándolo y amenazando a su novia real. Cuando la madre
trató de explicarle esto a su hija, ella se enfureció y la derribó de un golpe, lo que motivó su
hospitalización.
Durante nuestra conversación, Jenn parecía ausente y distraída, una actitud que
suele asociarse con la esquizofrenia, pero también con otras dolencias. Sus falsas creencias
no eran delirios sistemáticos; solo reflejaban apreciaciones poco realistas de sus relaciones
con los demás. Exhibía una amplia variedad de emociones, y sus sentimientos eran a
menudo extremados y erráticos, mientras que lo característico en los esquizofrénicos es
mostrar emociones limitadas y apagadas.
Aunque el diagnóstico que le asignaron en su ingreso era de esquizofrenia, mi
intuición clínica me decía que allí había algo más. La intuición, no obstante, debe apoyarse
en pruebas, así que empecé a reunir más datos. Cuando interrogué a los padres de Jenn
sobre su historial médico, no apareció gran cosa, salvo un hecho. Su madre me contó que
Jenn había nacido prematuramente y con un parto de nalgas. Eso solo no habría justificado
su extraño comportamiento, pero el parto de nalgas y otros tipos de trauma durante el
embarazo y el parto se relacionan con una incidencia más alta de problemas de desarrollo
neuronal. Un parto traumático puede producir complicaciones en el cerebro del bebé, como
falta de oxígeno, compresión o hemorragia. Además, a causa de una incompatibilidad de
tipos de Rh sanguíneo entre ella y su madre, Jenn nació con anemia y requirió una
transfusión inmediata. Como consecuencia, presentó unos bajos resultados en el test de
Apgar (las calificaciones que los pediatras dan a los recién nacidos para resumir su estado
físico general), lo que indicaba algún tipo de sufrimiento fetal, y la mantuvieron una
semana en una unidad neonatal de cuidados intensivos antes enviarla a casa.
Le hice algunas preguntas adicionales a Jenn sobre su vida y sus actividades. Ella
respondía de un modo mecánico, con respuestas breves, y parecía confusa ante las
preguntas. Presentaba también una concentración limitada y una memoria escasa. Estos
marcados deterioros cognitivos no encajaban con los que suelen darse en los pacientes
esquizofrénicos, que no parecen tanto confusos y olvidadizos como ensimismados y
distraídos, u obsesionados con estímulos imaginarios. Empecé a preguntarme si la
irritabilidad y la rara conducta de Jenn habrían sido provocadas por su entorno más que por
sus genes.
Le pregunté si bebía y consumía drogas. Al fin, ella reconoció que había consumido
marihuana desde los catorce y cocaína desde los dieciséis, y que en la universidad fumaba
porros y esnifaba coca casi todos los días. En mi mente empezó a perfilarse una hipótesis.
Sospechaba que Jenn había sufrido un leve daño cerebral por el trauma del parto que le
había causado un déficit neurocognitivo; y que ese déficit se había visto exacerbado durante
la adolescencia por el consumo abusivo de drogas, generando aquellas conductas casi
psicóticas. Una prueba que apoyaba esta hipótesis era el hecho de que los fármacos
antipsicóticos que le habían recetado previamente no habían tenido mucho efecto en su
estado.
Solicité varios análisis que habrían de contribuir a evaluar mi hipótesis. Los
resultados de las pruebas neuropsicológicas revelaron una discrepancia significativa entre
su capacidad verbal y sus funciones ejecutivas. En la esquizofrenia los resultados verbales y
ejecutivos tienden a ser similares, aunque resulten inferiores a la media de la población. Los
resultados de las funciones ejecutivas se consideran más sensibles a la disfunción cerebral
que los verbales, y el hecho de que los resultados ejecutivos de Jenn fueran
considerablemente inferiores que los verbales indicaba que sufría algún tipo de deterioro
cognitivo adquirido. La IRM mostró un agrandamiento marcadamente asimétrico de los
ventrículos laterales y del espacio subaracnoideo, una asimetría asociada con más
frecuencia a un traumatismo o un accidente vascular (como un derrame) que a una
enfermedad mental (en la esquizofrenia el agrandamiento ventricular es más simétrico). La
asistente social que me ayudaba elaboró un exhaustivo árbol genealógico con la
información aportada por los padres, que mostraba una ausencia total de antecedentes de
enfermedad mental en la familia. El único problema afín observado entre los parientes
biológicos directos era el consumo de drogas en algunos hermanos y primos.
Ahora sí me sentí seguro de que su patología se debía a una lesión del desarrollo
neurológico y a la toxicidad de las drogas. Sus anteriores diagnósticos de esquizofrenia,
trastorno psicoafectivo y trastorno bipolar habían constituido hipótesis razonables, pues en
realidad Jenn sufría una «fenocopia» de enfermedad mental, es decir, presentaba síntomas
que remedaban un trastorno definido por el DSM sin sufrir el trastorno en sí.
Si Jenn hubiera sido ingresada en un pabellón psiquiátrico hace treinta años, cuando
yo empecé a formarme, habría permanecido largo tiempo en una institución mental y casi
con toda seguridad habría recibido una medicación antipsicótica muy fuerte que la habría
dejado prácticamente incapacitada. O habría sido sometida a meses o años de terapia
psicoanalítica para explorar su infancia y su tensa relación con su madre.
Pero en el mundo de la psiquiatría actual Jenn fue dada de alta del hospital
rápidamente y recibió un tratamiento intensivo de drogodependencia, así como terapia de
rehabilitación social y cognitiva y una pequeña dosis de medicación para estabilizarla
durante el curso del tratamiento. Su calidad de vida mejoró gradualmente y, hoy en día, está
centrada y ocupada, y expresa su gratitud por la ayuda que recibió para darle un vuelco
radical a su vida. Y aunque no viva por su cuenta, ni goce de éxito profesional, ni se haya
casado y tenido hijos, trabaja a tiempo parcial, vive tranquilamente con su madre y ha
desarrollado relaciones sociales estables.
La modesta recuperación de Jenny —un simple ejemplo entre un número creciente
de historias exitosas— ilustra cómo ha cambiado la psiquiatría clínica gracias a la
revolución del cerebro y a la infinidad de avances científicos de las últimas décadas. Sin
embargo, hubo un último adelanto trascendental en los anales de la psiquiatría que
contribuyó a darle su rostro actual a nuestra profesión: un adelanto que tal vez sea el
descubrimiento menos valorado y más subestimado de todos.
1. Principio inspirado en el cuento infantil Los tres ositos, que postula el término
medio como punto ideal y que se emplea en diferentes disciplinas científicas.
8

Corazón de soldado: el misterio del trauma

No queremos que ningún maldito psiquiatra ponga enfermos a nuestros chicos.


GENERAL JOHN SMITH, 1944

La psiquiatría militar es a la psiquiatría lo que la música militar es a la música.


DOCTOR CHAIM SHATAN

LA ANGUSTIA DEL AIRE ACONDICIONADO

En 1972, yo estaba viviendo en Washington D. C., en una desvencijada casa de


piedra rojiza situada cerca de Dupont Circle, entonces un barrio dudoso. Una mañana,
cuando iba a salir hacia mi clase de Fisiología en la Universidad George Washington, sonó
un fuerte golpe en la puerta de mi apartamento. Abrí y me encontré con dos jóvenes que me
miraban fijamente con unos intensos ojos negros. Los reconocí en el acto: eran los matones
del barrio que solían merodear por la calle.
Sin una palabra, me empujaron hacia dentro. El más alto me apuntó con una enorme
pistola negra.
—¡Danos todo tu dinero! —rugió.
Mi cerebro se quedó paralizado, como un ordenador que tropieza con un archivo
demasiado grande para abrirlo.
—¡He dicho que dónde está el maldito dinero! —me gritó, poniéndome el cañón de
la pistola en la frente.
—No tengo nada —tartamudeé.
Respuesta equivocada. El más bajo me dio un puñetazo en la cara. El alto me
golpeó con la pistola en un lado de la cabeza. Me arrojaron sobre una silla. El bajo empezó
a hurgar en mis bolsillos mientras el otro entraba en mi habitación y empezaba a sacar los
cajones de un tirón y a registrar los armarios. Tras unos minutos de búsqueda, se pusieron a
despotricar con frustración; aparte del televisor, de un estéreo y de treinta dólares que
llevaba en la cartera, no encontraban nada de valor... Pero no habían mirado en mi tocador.
Oculto en el cajón superior, bajo un montón de ropa interior, había un joyero con el
reloj Patek Philippe de mi abuelo. No podía perderlo. Me lo había dado antes de morir
como regalo para su primer nieto, y era mi posesión más preciada.
—¿Qué más tienes? ¡Sabemos que tienes más cosas! —gritó el alto, blandiendo la
pistola ante mi rostro.
Entonces ocurrió algo curioso. Mi temor y mi agitación se disiparon bruscamente.
Mi mente pasó a estar tranquila y despierta; incluso ultradespierta. El tiempo pareció
ralentizarse. En mi cabeza aparecían pensamientos nítidos, como órdenes emitidas desde
una torre de control: «Obedece. Haz lo que tienes que hacer para evitar que te disparen.»
De algún modo, creía que si conseguía mantener la calma, saldría vivo. Y salvaría también
el reloj.
—No tenga nada —dije tranquilamente—. Llevaos lo que queráis, pero solo soy un
estudiante. No tengo nada.
—¿Y tu compañero de habitación? —ladró el atracador, señalando la otra
habitación. Mi compañero, un estudiante de Derecho, se había ido a clase.
—No creo que tenga gran cosa, pero lleváoslo todo... todo lo que queráis.
El más alto me miró perplejo y me dio unos golpecitos en el hombro con la pistola,
como si estuviera pensando. Los dos se miraron. Uno de ellos me arrancó de golpe la
cadena de oro del cuello y luego cargaron con el televisor, el estéreo y la radio-despertador,
y salieron como si tal cosa por la puerta.
En aquel entonces, ese atraco constituía la experiencia más espeluznante de mi vida.
Habría sido de esperar que me dejara conmocionado, que me provocara pesadillas o me
impulsara a obsesionarme con mi seguridad personal. Sorprendentemente, no fue así.
Después de presentar una denuncia inútil en la policía, reemplacé los electrodomésticos y
seguí con mi vida. No me trasladé a otro barrio. No tuve pesadillas. No pensaba en el
atraco. Si sonaba un golpe en la puerta, me levantaba a abrir. Ni siquiera me estremecí
cuando, meses después, de camino a casa, vi a uno de los matones en la calle. Para ser
sincero, ya no recuerdo muy bien los detalles del robo; desde luego, no los recuerdo mejor
que los de La aventura del Poseidón, una película emocionante pero vulgar que vi aquel
mismo año. Aunque creo que la pistola era grande y negra, bien podría haber sido un
pequeño revólver metálico. Para mi mente juvenil, toda aquella experiencia terminó
pareciendo casi emocionante: una aventura que había sobrellevado con valentía.
Doce años más tarde, otro hecho dramático me provocó una reacción muy distinta.
Yo estaba viviendo en un apartamento del piso quince de un bloque de Manhattan, con mi
esposa y mi hijo de tres años. Estábamos a principios de octubre y tenía que sacar el pesado
aparato de aire acondicionado de la habitación de mi hijo y guardarlo durante el invierno.
El aparato se sostenía por fuera con un soporte atornillado en la pared exterior. Alcé
la ventana que descansaba sobre la parte superior del aparato para poder levantarlo del
alféizar. Un terrible error. En cuanto alcé la ventana, el peso del aire acondicionado arrancó
el soporte de la pared exterior.
El aparato empezó a desprenderse del edificio hacia la acera normalmente transitada
que quedaba quince pisos más abajo. La máquina pareció precipitarse por el aire como en
una secuencia a cámara lenta. Mi vida desfiló literalmente ante mis ojos. Todos mis sueños
de una carrera como psiquiatra, todos mis planes de formar una familia se estaban
desplomando con aquel meteoro mecánico. No podía hacer nada, pero chillé inútilmente:
«¡Cuidado!»
«¡Joder!», exclamó el portero, apartándose de un salto. Milagrosamente, el aire
acondicionado se estrelló contra el pavimento, no sobre ninguna persona. Los peatones de
ambos lados de la calle se volvieron todos a la vez con el estrépito del impacto, pero, por
suerte, nadie resultó lastimado.
Había vuelto a librarme de una situación de alto riesgo, pero esta vez me quedé
conmocionado hasta el fondo de mi alma. No podía dejar de pensar en lo estúpido que era,
en lo cerca que había estado de herir a alguien y arruinar mi vida. Perdí el apetito. Tenía
problemas para dormir y, cuando lo lograba, me atormentaban vívidas pesadillas en las que
volvía a presenciar la funesta caída del aire acondicionado. Durante el día, no podía parar
de rumiar sobre el incidente. Lo repasaba una y otra vez como en una secuencia en bucle, y
cada vez volvía a experimentar mi terror en toda su intensidad. Cuando entraba en la
habitación de mi hijo, no me acercaba a la ventana, pues solo con verla me asaltaba una
sensación angustiosa.
Incluso ahora, décadas después, puedo evocar físicamente el pánico y la impotencia
de esos momentos sin ningún esfuerzo. De hecho, minutos antes de sentarme a escribir
sobre este incidente, había visto en la televisión un anuncio de la compañía de seguros
Liberty Mutual: mientras suena la melancólica melodía de Human y la voz meliflua de Paul
Giamatti habla de la fragilidad de la vida humana, un hombre deja caer accidentalmente por
la ventana un aparato de aire acondicionado sobre el coche de su vecino. El anuncio es
inocuo e ingenioso; pero al mirarlo no pude reprimir una mueca de espanto. Una parte de
mí se vio transportada instantáneamente a aquel momento terrorífico en el que contemplé
cómo se despeñaba mi vida desde una altura de quince pisos...
Estos son los síntomas clásicos de una de las enfermedades mentales más insólitas y
controvertidas: el trastorno de estrés postraumático (TEPT). Un rasgo que distingue al
TEPT de casi todos los demás trastornos mentales es que tiene un origen claro e
inequívoco: el TEPT está causado por una experiencia traumática. De los 265 diagnósticos
recogidos en la última edición del DSM, todos aparecen definidos sin ninguna referencia a
las causas, salvo los trastornos por consumo de sustancias y el TPET. Mientras que la
drogadicción se debe obviamente a un efecto del entorno —la repetida administración de
una sustancia química que genera cambios neuronales—, el TPET se debe a una reacción
psicológica frente a un hecho traumático que produce cambios duraderos en el estado
mental y la conducta del sujeto. Antes del hecho, la persona parecía mentalmente sana.
Después, está mentalmente herida.
¿Qué hay en un suceso traumático que provoca un efecto tan intenso y duradero?
¿Por qué el trauma se produce en algunas personas y no en otras? ¿Y cómo explicamos esa
incidencia en apariencia imprevisible? Al fin y al cabo, parece contradictorio que lanzar un
aire acondicionado al vacío provocase efectos de tipo TEPT, mientras que un allanamiento
con violencia, no. Durante este último episodio, fui agredido y mi vida corrió auténtico
peligro; durante el incidente del aire acondicionado, no me enfrenté a un peligro físico en
ningún momento. ¿Hubo algún factor crítico que determinara cómo procesaba mi cerebro
cada uno de estos hechos?
La naturaleza única y la curiosa historia del TEPT lo convierten sin duda en uno de
los trastornos mentales más fascinantes. La historia del TEPT encierra todo lo que hemos
aprendido hasta ahora sobre el tumultuoso pasado de la psiquiatría: la historia del
diagnóstico, la historia del tratamiento, el descubrimiento del cerebro, la influencia y el
rechazo del psicoanálisis y la lenta evolución de la actitud de la sociedad hacia los
psiquiatras: una evolución que va desde la burla descarada hasta un reticente respeto. El
TEPT representa también una de las primeras ocasiones en que la psiquiatría ha alcanzado
una comprensión razonable de cómo se forma un trastorno mental en el cerebro, aunque esa
comprensión aún no sea completa.
La tardía resolución del TEPT comenzó en un escenario que era extremadamente
inhóspito para la práctica de la psiquiatría pero extremadamente propicio para la generación
del TEPT: el campo de batalla.
NO PODEMOS PERDER EL TIEMPO EN TONTERÍAS CON ESOS TIPOS

En 1862, el ayudante interino de cirugía Jacob Mendez da Costa estaba tratando a


soldados de la Unión en el hospital Turner Lane de Filadelfia, uno de los hospitales
militares más grandes de Estados Unidos. Da Costa nunca había visto una carnicería
semejante, con heridas abiertas de bayoneta y miembros arrancados a cañonazos. Además
de las heridas visibles, mientras iba atendiendo a las bajas de la campaña de Peninsular,
observó que muchos soldados parecían presentar problemas cardíacos insólitos,
especialmente «una taquicardia persistente», o sea, un corazón acelerado.
Por ejemplo, Da Costa describió el caso de un soldado de veintiún años, William C.,
del regimiento 140 de voluntarios de Nueva York, que acudió al hospital tras padecer
diarrea durante tres meses. Al examinarlo, no pudo por menos que «reparar en su corazón,
ya que sufría accesos de palpitaciones, dolor en la región cardíaca y dificultad para respirar
por la noche». Al terminar la guerra, Da Costa había visto a más de cuatrocientos soldados
con los mismos peculiares problemas de corazón, y muchos de ellos no habían sufrido
ninguna herida en el campo de batalla. Él atribuía la dolencia a un «corazón hiperactivo
lesionado por actividad anómala.» En 1867 presentó sus observaciones en un informe
dirigido a la Comisión Sanitaria de Estados Unidos y llamó a este supuesto síndrome
«corazón de soldado irritable y exhausto». Da Costa sugería que el «corazón de soldado»
podía tratarse con hospitalización y tintura de digital, un fármaco que ralentiza el ritmo
cardíaco.
Él no creía que la dolencia que había identificado fuese psicológica, y ningún
médico de la guerra de Secesión relacionó el corazón de soldado con el estrés mental de la
guerra. En los expedientes oficiales de los soldados que se negaban a volver al frente aun
cuando no tuvieran ninguna herida física, los términos empleados solían ser «demencia» y
«añoranza».
Pero por sanguinaria que hubiera sido la guerra de Secesión, no podía compararse
con los horrores mecanizados de la Primera Guerra Mundial. La artillería pesada arrojaba
una lluvia mortífera desde kilómetros de distancia. Las ametralladoras arrasaban pelotones
enteros en cuestión de segundos. El gas tóxico escocía la piel y abrasaba los pulmones. Los
casos de corazón de soldado aumentaron espectacularmente y fueron designados por los
médicos británicos con un nuevo apelativo, «conmoción por bombardeo», basándose en la
presunta relación entre los síntomas y el estallido de las bombas.
Los médicos observaron que los hombres aquejados de este tipo de conmoción no
solo presentaban el acelerado ritmo cardíaco que había documentado Da Costa por primera
vez, sino también «sudoración profusa, tensión muscular, temblores, calambres, náuseas,
vómitos, diarrea y defecación y micción involuntarias». Eso sin contar las pesadillas
escalofriantes. En el memorable libro A War of Nerves [Una guerra de nervios], de Ben
Shepherd, el médico británico William Rivers describe el caso de un teniente con
conmoción por bombardeo que fue rescatado por un francés en el campo de batalla:
Había salido a buscar a un compañero de su misma graduación y encontró su cuerpo
hecho pedazos, con la cabeza y los miembros separados del tronco.
Desde entonces se había visto atormentado cada noche por la visión de su amigo
muerto y destrozado. Cuando se dormía, sufría pesadillas en las que aparecía su amigo:
unas veces mutilado, tal como lo había visto en el campo de batalla; otras, con el aspecto
aún más terrorífico de alguien cuyos rasgos y miembros hubieran sido consumidos por la
lepra. El oficial mutilado o leproso del sueño se le acercaba más y más hasta que el paciente
se despertaba bruscamente cubierto de sudor y atenazado por un pavor extremo.
Otros síntomas de la conmoción por bombardeo podían interpretarse como un
revoltijo de disfunciones neurológicas: andares extraños, parálisis, tartamudeo, sordera,
mudez, temblores, ataques, alucinaciones, terrores nocturnos y contracciones nerviosas.
Estos soldados traumatizados no hallaban la menor comprensión en sus superiores. Al
contrario: recibían castigos por «cobardicas sin agallas» que no eran capaces de soportar los
viriles rigores de la guerra. Con frecuencia los castigaban sus propios oficiales; y en
ocasiones los ejecutaban por cobardía o deserción.
Durante la Primera Guerra Mundial, no había prácticamente psiquiatras en los
cuerpos médicos del ejército. Los militares no querían que sus soldados estuvieran
expuestos a la fragilidad mental y la debilidad emocional que solía asociarse con la
psiquiatría. El propósito esencial del entrenamiento militar era crear una sensación de
invulnerabilidad, una psicología del coraje y el heroísmo. No había nada más opuesto a ese
endurecimiento psicológico que la exploración y la franca expresión de las emociones que
promovían los psiquiatras. Pero, al mismo tiempo, la conmoción por bombardeo no podía
dejarse de lado fácilmente: un diez por ciento aproximado de los soldados que sirvieron en
la Gran Guerra acabaron sufriendo una discapacidad emocional.
La primera descripción del «trauma psíquico de guerra» en la literatura médica
apareció en un artículo de 1915 de la revista Lancet, escrito por dos profesores de la
Universidad de Cambridge, el psicólogo Charles Myers y el psiquiatra William Rivers.
Adoptando la nueva teoría psicoanalítica de Freud, estos autores sostenían que la
conmoción por bombardeo surgía de recuerdos infantiles reprimidos que se reactivaban por
el trauma de la guerra, provocando conflictos neuróticos en la percepción consciente. Para
exorcizar esos recuerdos neuróticos, Rivers era partidario de usar la «fuerza del sanador»
(lo que Freud llamaba la transferencia) de forma que el paciente llegara a una comprensión
más soportable de sus experiencias.
El propio Freud testificó como experto en el juicio a unos médicos austriacos
acusados de maltratar psicológicamente a los soldados heridos, y declaró que la conmoción
por bombardeo era, en efecto, un trastorno auténtico, diferente de las neurosis comunes,
pero tratable con psicoanálisis. Los psiquiatras aplicaron enseguida otros tratamientos a los
soldados con conmoción por bombardeo; entre ellos, la hipnosis y las palabras de aliento y
estímulo, al parecer con resultados favorables. Aun así, no existía nada parecido a un
consenso profesional sobre la naturaleza o el tratamiento del trauma de combate.
Pese a que los horrores de la Primera Guerra Mundial no tenían precedentes, la
Segunda Guerra Mundial todavía fue peor en cierto sentido. Los bombardeos aéreos, la
artillería masiva, los lanzallamas, las granadas, los submarinos claustrofóbicos y las crueles
minas terrestres se potenciaron entre sí —con diabólicas mejoras respecto al armamento de
la guerra anterior— para generar una incidencia aún superior del corazón de soldado, ahora
llamado «fatiga de combate», «neurosis de guerra» o «agotamiento de combate».
Al principio, los militares creían que la neurosis de guerra solo afectaba a los
cobardes y a los psicológicamente débiles, y empezaron a filtrar a los reclutas para detectar
cuáles presentaban deficiencias de carácter. Con este criterio, más de un millón de hombres
fueron considerados no aptos para el servicio por estar expuestos en apariencia a sufrir
neurosis de guerra. Pero los militares se vieron obligados a revisar sus ideas cuando
descubrieron que el índice de bajas por causas psicológicas seguía siendo del diez por
ciento entre los soldados considerados «mentalmente aptos». Además, algunos de los
afectados eran soldados veteranos que habían combatido con valentía.
La catarata de soldados incapacitados emocionalmente obligó a los jefes militares a
reconocer a regañadientes el problema. Con un asombroso cambio de actitud, el ejército
americano recurrió a la ayuda de los «loqueros», que entonces empezaban a ganar
relevancia en la sociedad civil. En los inicios de la Segunda Guerra Mundial, la presencia
de psiquiatras en el ejército americano era mínima. En 1939, de los 1.000 integrantes del
cuerpo médico del ejército solo 35 eran «neuropsiquiatras», como llamaban en el ejército a
los psiquiatras. (El término resulta engañoso, pues casi todos los neuropsiquiatras eran
psicoanalistas que no sabían prácticamente nada de la estructura neural del cerebro.) Pero a
medida que avanzaba la guerra y aumentaba el número de soldados que volvían enteros
físicamente, pero emocionalmente lisiados, los militares se dieron cuenta de que debían
revisar su actitud hacia la psiquiatría.
Para compensar la escasez de neuropsiquiatras, el ejército empezó a proporcionar
una formación psiquiátrica intensiva a todos los médicos en general. Esta formación fue
autorizada en octubre de 1943 en un documento de la oficina del director de Sanidad del
Ejército titulado «Diagnóstico y tratamiento precoz de los trastornos neuropsiquiátricos en
la zona de combate». Era quizá la primera vez que el ejército americano reconocía
formalmente la importancia de la salud mental de los soldados en activo: «Debido a la
escasez de neuropsiquiatras, se solicita a todos los médicos militares que asuman la
responsabilidad de cuidar de la salud mental, además de la salud física, del personal
militar.»
Al principio de la guerra, la oficina del director de Sanidad del Ejército contaba con
dos divisiones: medicina y cirugía. Ahora, a causa de la necesidad de contar con más
psiquiatras en el frente, se añadió una nueva división, la de neuropsiquiatría. El primer
director de la nueva división fue William C. Menninger, a quien pronto se le encargaría la
elaboración del Medical 203, predecesor directo del DSM-I. Menninger se convirtió
también en el primer psiquiatra que alcanzó el grado de general de brigada. En 1943, se
formaron en neuropsiquiatría 600 médicos de otras especialidades y se reclutaron 400
neuropsiquiatras. Hacia el final de la guerra, había en el ejército 2.400 médicos que habían
sido formados en neuropsiquiatría o eran neuropsiquiatras. Se había creado un nuevo papel
para el psiquiatra: el de médico especializado en neurosis de guerra.
El Medical 203 de Menninger incluía un detallado diagnóstico de lo que se llamó el
«agotamiento de combate», pero en lugar de considerarlo un único trastorno, lo dividía en
una serie de neurosis posibles causadas por la tensión de la guerra; entre ellas, las «neurosis
histéricas», las «neurosis de ansiedad» y «las depresiones neuróticas reactivas». En 1945, el
Departamento de Defensa elaboró un documental de quince minutos que explicaba a los
médicos militares las variedades del agotamiento de combate. Pese a su manifiesta
orientación psicoanalítica, el documental adopta una sorprendente actitud progresista sobre
la dolencia. Se ve una sala llena de médicos militares que cuestionan con escepticismo la
autenticidad de la fatiga de combate. Uno comenta: «Vamos a tener que vérnoslas con
soldados heridos; no podemos perder el tiempo en tonterías con estos tipos.» Otro dice:
«Ese soldado debía de ser un inadaptado desde el principio si se ha venido ahora abajo.»
Entonces el instructor les explica con paciencia que el agotamiento de combate puede
afectar incluso a los hombres más valerosos y curtidos, y subraya que la dolencia es tan real
e incapacitante como una herida por metralla.
Semejante perspectiva constituía un cambio tan radical como sorprendente en el
seno del ejército; habría resultado inconcebible en la Primera Guerra Mundial, cuando los
militares europeos y americanos no querían saber nada de la psiquiatría y consideraban que
los soldados con conmoción por bombardeo tenían simplemente un defecto de carácter.
Aun así, muchos oficiales se mofaban de la existencia del agotamiento de combate y
seguían atribuyendo sus síntomas a simple cobardía. Es tristemente famosa la anécdota del
general Patton durante la campaña de Sicilia, en 1943. Mientras visitaba a los heridos de un
hospital de evacuación, se tropezó con un soldado de ojos vidriosos que no presentaba
ninguna herida visible. Le preguntó qué problema tenía.
—Agotamiento de combate —murmuró el soldado.
Patton lo abofeteó y abroncó, tachándolo de enfermo fingido y sin carácter. Luego
emitió la orden de que cualquier soldado que alegara que no podía luchar por fatiga de
combate fuera sometido a un consejo de guerra. Cabe decir en favor del ejército, que el
general Dwight D. Eisenhower reprendió a Patton y le ordenó que presentara sus disculpas
al soldado.
El agotamiento de combate resultó ser uno de los pocos trastornos mentales serios
en los que el tratamiento psicoanalítico parecía ayudar. Los neuropsiquiatras psicoanalíticos
animaban a los soldados traumatizados a reconocer y expresar sus sentimientos, en lugar de
mantenerlos reprimidos tal como dictaba la instrucción militar y la autodisciplina
masculina. Observaron que los soldados que hablaban abiertamente de sus traumas solían
padecer una forma menos aguda de la fatiga de combate y se recuperaban más deprisa.
Aunque la tesis psicoanalítica que había detrás del tratamiento era discutible —los
neuropsiquiatras militares creían estar destapando y aliviando conflictos neuróticos
soterrados—, los efectos no lo eran, y hoy en día es una práctica estándar brindar apoyo y
empatía a los soldados traumatizados. El éxito aparente obtenido con los métodos
freudianos en el tratamiento de la fatiga de combate hizo que los psiquiatras del ejército
ganaran confianza en sí mismos y convirtió a muchos de ellos en entusiastas defensores del
psicoanálisis cuando volvieron a la práctica civil después de la guerra, contribuyendo así a
la conquista freudiana de la profesión psiquiátrica en Norteamérica.

Soldados ruso (izquierda) y americano (derecha) con la mirada perdida


característica de la fatiga o agotamiento de combate durante la Segunda Guerra Mundial.
(Derecha: Ejército de Estados Unidos, febrero de 1944, Archivo Nacional 26-G-3394.)
Los neuropsiquiatras militares también descubrieron que los soldados soportan
mejor la tensión del combate por camaradería con los compañeros que luchan a su lado que
por amor a la patria o la libertad, de manera que si un soldado traumatizado era enviado a
casa para que se recuperase —la práctica habitual en los primeros años de la Segunda
Guerra Mundial—, solía sentirse culpable y avergonzado por abandonar a sus camaradas,
con lo cual su dolencia se veía exacerbada, y no aliviada. Por ello el ejército modificó esa
práctica. En lugar de enviar a las bajas psiquiátricas a los hospitales militares o devolverlos
a Estados Unidos, trataba a los soldados traumatizados en hospitales de campaña cercanos
al frente y los animaba a reincorporarse en sus unidades en cuanto fuera posible.
A pesar de estos modestos pero significativos avances en la comprensión de la
naturaleza del trauma psicológico, al concluir la Segunda Guerra Mundial la profesión
psiquiátrica perdió rápidamente interés en el asunto. El agotamiento de combate no se
conservó como diagnóstico propiamente dicho, sino que se incorporó en una amplia y vaga
categoría del DSM-I llamada «reacción intensa al estrés» y, finalmente, se suprimió en el
DSM-II. La psiquiatría no volvió a prestar atención a los efectos psicológicos del trauma
hasta que se produjo la gran pesadilla nacional de la guerra de Vietnam.
LOS MEJORES AÑOS DE NUESTRA VIDA

La de Vietnam fue la última guerra norteamericana en la que se reclutaron soldados


mediante conscripción obligatoria. A diferencia de las guerras mundiales, el conflicto en el
sudeste asiático era tremendamente impopular. Cuando la guerra se intensificó a finales de
los años sesenta, el gobierno efectuó un sorteo para fijar el orden en el cual los soldados
serían enviados a luchar —y posiblemente, a morir— en el otro extremo del mundo. Mi
alistamiento quedó postergado debido a mi ingreso en la Facultad de Medicina, pero uno de
mis compañeros de universidad, un verdadero chico de oro —apuesto, inteligente, atlético,
presidente de la clase— fue reclutado con el grado de teniente. Al cabo de unos años, me
enteré de que había caído en combate a los pocos meses de llegar a Vietnam.
La guerra de Vietnam representó otro punto de inflexión fundamental en la relación
del ejército americano con la psiquiatría. Y una vez más, la guerra halló nuevos modos de
volverse más terrorífica todavía que sus horribles predecesoras: llovían del cielo cortinas de
fuego de napalm que arrancaban la piel a los niños; los objetos familiares como las
carretillas o las cajas de caramelos se convertían en improvisados artefactos explosivos; los
soldados americanos capturados eran sometidos a tortura durante años. La guerra de
Vietnam produjo más casos de trauma de combate que la Segunda Guerra Mundial. ¿Por
qué? Suelen darse dos explicaciones.
Una es que los miembros de la «gran generación» (la que vivió la Depresión y luego
la Segunda Guerra Mundial) eran más fuertes y estoicos que los hijos del baby boom que
lucharon en Vietnam. Alcanzaron la mayoría de edad durante los años de la Depresión,
cuando se enseñaba a los jóvenes a «mantener el tipo», a «hacer de tripas corazón», a
soportar en silencio el dolor emocional. Hay, sin embargo, otra explicación que yo
encuentro más plausible. Según ella, los veteranos de la Segunda Guerra Mundial sufrieron
consecuencias psíquicas similares a las de los veteranos de Vietnam, pero la sociedad
sencillamente no estaba preparada para reconocer los síntomas. Dicho de otro modo: el
daño psíquico de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial estaba oculto a plena vista,
porque no se identificaba como tal.
La Segunda Guerra Mundial fue celebrada justificadamente como un triunfo
nacional. Los soldados que regresaban eran recibidos como héroes victoriosos y los
americanos tendieron a ignorar su sufrimiento psíquico, porque la discapacidad emocional
no encajaba en la idea imperante del héroe valeroso. Nadie estaba dispuesto a señalar los
problemas que los veteranos experimentaban al volver a casa, por temor a ser tildado de
antipatriótico. Aun así, es fácil percibir los signos del trauma de combate en la cultura
popular de la época.
La película ganadora del Óscar de 1946, Los mejores años de nuestra vida, reflejaba
las dificultades y los reajustes sociales que debían hacer tres militares que volvían de la
Segunda Guerra Mundial. Los tres mostraban algún síntoma del TEPT. Fred es despedido
del trabajo tras perder los estribos y darle un puñetazo a un cliente. Al tiene problemas para
relacionarse con su esposa y sus hijos; en su primera noche en casa, quiere irse a un bar a
beber, en lugar de quedarse con los suyos. Un documental poco conocido producido por
John Huston, el célebre director de La reina de África, y narrado por su padre, Walter
Huston, reflejaba también los estragos psicológicos de la Segunda Guerra Mundial. Let
There Be Light sigue a setenta y cinco soldados traumatizados después de su regreso a casa.
«El veinte por ciento de las bajas de nuestro ejército sufría síntomas psiconeuróticos —dice
el narrador—, una sensación de desastre inminente, de desesperanza, de temor y de
aislamiento.» La película se estrenó en 1946, pero el ejército prohibió bruscamente su
distribución con el pretexto de que invadía la privacidad de los soldados implicados. En
realidad, al ejército le preocupaban los efectos desmoralizadores que pudiera tener con
vistas al reclutamiento de efectivos.
Otra explicación propuesta para la mayor incidencia de trauma de combate en
Vietnam se refería a los dudosos motivos de la contienda. En la Segunda Guerra Mundial,
el país fue atacado preventivamente en Pearl Harbour y se hallaba bajo la amenaza de un
maníaco genocida decidido a dominar el mundo. Los buenos y los malos se hallaban
claramente diferenciados, y los soldados americanos entraban en combate para luchar
contra un enemigo bien definido y con un claro objetivo.
El Vietcong, por el contrario, nunca amenazó a nuestro país y a nuestro pueblo. Eran
solo adversarios ideológicos que se limitaban a defender un sistema de gobierno distinto del
nuestro para su diminuta y empobrecida nación. Las razones esgrimidas por nuestro
gobierno para combatir contra ellos eran turbias y cambiantes. Aunque los sudvietnamitas
eran nuestros aliados, se expresaban y comportaban de forma muy parecida a los
norvietnamitas a los que debíamos matar. Los soldados americanos luchaban por un
principio político abstracto, en una jungla húmeda y remota llena de trampas letales y de
túneles laberínticos, contra un enemigo que con frecuencia no se distinguía de nuestros
aliados. El hecho de que los motivos para matar al adversario sean dudosos parece
intensificar el sentimiento de culpabilidad: era más fácil reconciliarse con la idea de matar a
un guardia de asalto nazi que invadía Francia que al granjero vietnamita cuyo único crimen
era su preferencia por el comunismo.

«Los tres soldados», monumento a la guerra de Vietnam de Frederick Hart en


Washington D. C. (Carol M. Highsmith, «America», Biblioteca del Congreso, Sección de
grabados y fotografías.)
La diferencia entre la actitud popular hacia la Segunda Guerra Mundial y hacia la
guerra de Vietnam se refleja en el contraste entre los monumentos dedicados a estos dos
conflictos en Washington D. C. El monumento a la Segunda Guerra Mundial recuerda las
obras de la arquitectura civil romana, con una fuente y nobles columnas e imágenes en
bajorrelieve de soldados prestando juramento, comprometiéndose en una lucha heroica y
enterrando a los muertos. Existen dos monumentos a la guerra de Vietnam. El primero es el
fúnebre muro negro de Maya Lin, que representa una herida abierta en la tierra y contiene
los nombres de los 58.209 muertos grabados en su superficie. Enfrente se encuentra el
segundo: una estatua de bronce más convencional en apariencia que representa a tres
soldados. Solo que en vez de aparecer en una pose patriótica, como en el icónico
alzamiento de la bandera americana de Iwo Jima, los tres soldados de Vietnam miran con
expresión ausente, con una mirada perdida que es un signo típico del trauma de combate (la
«mirada de los mil metros», se la ha llamado; aunque curiosamente la expresión procede de
un cuadro de 1944 que representa a un marine destinado en el Pacífico y que lleva por título
The Two-Thousand Yard Stare [La mirada de los dos mil metros]). En lugar de conmemorar
el heroísmo y el nacionalismo, la estatua de la guerra de Vietnam conmemora los terribles
estragos psíquicos que dejó en sus combatientes, mientras que el Muro de Maya Lin
simboliza los estragos psíquicos provocados en todo el país.
Pese a los aparentes progresos en el tratamiento del «agotamiento de combate»
durante la Segunda Guerra Mundial, lo cierto es que en el punto álgido de la guerra de
Vietnam el trauma psicológico se comprendía tan escasamente como la esquizofrenia en la
época de las «madres esquizofrenógenas». Aunque los tratamientos de orientación
psicoanalítica parecían mejorar el estado de muchos soldados traumatizados, otros soldados
tendían a empeorar con el tiempo. De forma retrospectiva, resulta asombroso lo poco que se
hizo para avanzar en el conocimiento médico del trauma psicológico entre la Primera
Guerra Mundial y la guerra de Vietnam, un período en el que se dieron grandes pasos en el
campo de la medicina militar. En la Primera Guerra Mundial, más del ochenta por ciento de
los heridos morían. En las recientes guerras de Irak y Afganistán, más del ochenta por
ciento de los heridos sobrevivían gracias a los espectaculares avances en medicina y cirugía
traumática. El TEPT, a causa de un mayor reconocimiento pero también de una falta de
progreso científico, se ha convertido en la herida más característica de los soldados del
siglo XXI.
SESIONES DE RAP

Cuando los traumatizados veteranos de Vietnam volvían a casa se encontraban con


la hostilidad general y con una falta casi total de conocimientos médicos sobre su dolencia.
Abandonados y despreciados, estos veteranos traumatizados hallaron un inesperado
defensor de su causa.
Chaim Shatan era un psicoanalista nacido en Polonia que se había trasladado a
Nueva York en 1949 y había abierto una consulta privada. Shatan era pacifista y, en 1967,
conoció en una manifestación contra la guerra a Robert Jay Lifton, un psiquiatra de Yale
que compartía sus ideas políticas. Los dos descubrieron que tenían también en común un
gran interés en los efectos psicológicos de la guerra.
Lifton había pasado años estudiando la naturaleza del trauma emocional sufrido por
las víctimas de Hiroshima (y publicó finalmente sus penetrantes análisis en Survivors of
Hiroshima [Supervivientes de Hiroshima]). Luego, a finales de los sesenta, conoció a un
veterano que había estado presente en la masacre de My Lai, un episodio tristemente
famoso en el que los soldados americanos mataron a centenares de civiles vietnamitas
desarmados. A través de ese antiguo soldado, Lifton entró en relación con un grupo de
veteranos de Vietnam que se reunían regularmente para hablar de sus experiencias. A las
reuniones las llamaban «sesiones de rap».2
«Aquellos hombres sufrían y estaban aislados —explica Lifton—. No tenían a nadie
con quien hablar. El Departamento de Veteranos apenas los apoyaba, y los civiles, incluidos
los amigos y familiares, no comprendían lo que les ocurría. Los únicos con los que podían
comunicarse eran los demás veteranos.»
Hacia 1970, Lifton invitó a su nuevo amigo Shatan a una «sesión de rap» en Nueva
York. Al final del encuentro, Shatan estaba completamente pálido. Aquellos veteranos
habían presenciado o participado en atrocidades inconcebibles —algunos habían ordenado
disparar a mujeres y niños, incluso a bebés— y describían estos hechos espantosos con todo
detalle. Shatan comprendió que esas sesiones podían contribuir a aclarar los efectos
psicológicos del trauma de combate.
«Era una oportunidad para desarrollar un nuevo paradigma terapéutico —explica
Lifton—. Nosotros no veíamos a los veteranos como un grupo clínico con un diagnóstico
clínico, al menos en esa época. Había un ambiente de compañerismo y colaboración. Los
veteranos conocían bien la guerra y los psiquiatras conocíamos un poco cómo funciona la
gente.»
Shatan percibió gradualmente que los veteranos padecían una serie característica de
síntomas psicológicos provocados por sus experiencias en la guerra, y que tales
manifestaciones no encajaban con las explicaciones de la teoría psicoanalítica. Shatan se
había formado en la doctrina freudiana según la cual la neurosis de combate ponía al
descubierto experiencias infantiles negativas, pero él se dio cuenta de que aquellos
veteranos estaban reaccionando frente a las experiencias bélicas en sí mismas, no frente a
otras enterradas en el pasado.
«Llegamos a tomar conciencia de lo increíblemente desatendido que estaba el
estudio del trauma en psiquiatría —recuerda Lifton—. No había un conocimiento
significativo del trauma como tal. Quiero decir, estábamos en una época en que los
psiquiatras biológicos alemanes cuestionaban las compensaciones pagadas a los
supervivientes del Holocausto, porque, según decían, tenía que haber una “tendencia
preexistente a la enfermedad” responsable de cualquier efecto patogénico.»
Trabajando en esas sesiones informales, igualitarias y decididamente antibélicas,
Shatan compuso un meticuloso retrato clínico del trauma de guerra: un retrato que difería
enormemente de la visión entonces imperante. El 6 de mayo de 1972, publicó un artículo en
el New York Times en el que describía por primera vez todos sus hallazgos y proponía su
propio término para las dolencias anteriormente llamadas corazón de soldado, conmoción
por bombardeo, fatiga de combate y neurosis de guerra: «síndrome post-Vietnam».
En el artículo, Shatan decía que el síndrome post-Vietnam se manifestaba
plenamente una vez que el veterano había vuelto de Asia. El soldado experimentaba
«creciente apatía, cinismo, aislamiento, depresión, desconfianza, temor a ser traicionado,
así como incapacidad para concentrarse, insomnio, pesadillas, agitación, desarraigo y falta
de paciencia para emprender casi cualquier trabajo o estudio». Shatan identificó un fuerte
componente moral en el sufrimiento de los veteranos, en el que intervenían la culpa, la
repugnancia y el autocastigo. Shatan subrayaba que el rasgo más conmovedor del síndrome
post-Vietnam era la duda torturante que sentía el veterano sobre su capacidad de amar y ser
amado.
El nuevo síndrome clínico de Shatan se convirtió de inmediato en combustible para
las polarizadas posiciones políticas sobre la guerra de Vietnam. Los defensores de la guerra
negaban que el combate tuviera ningún efecto psiquiátrico, mientras que los adversarios de
la guerra recibieron el síndrome post-Vietnam con los brazos abiertos: afirmaban que
paralizaría al ejército y abarrotaría los hospitales, provocando una crisis sanitaria nacional.
Los psiquiatras de línea dura replicaron que el DSM-II ni siquiera reconocía la existencia
del agotamiento de combate; la administración Nixon empezó a acosar a Shatan y Lifton,
tildándolos de activistas contra la guerra, y el FBI se dedicó a revisar su correspondencia.
Los psiquiatras pacifistas respondieron exagerando brutalmente las consecuencias del
síndrome post-Vietnam y el potencial violento que anidaba en sus víctimas, una convicción
que habría de conferirles enseguida una imagen caricaturesca de dementes peligrosos.
Un titular del Baltimore Sun de 1975 se refería a los veteranos que regresaban de
Vietnam como «bombas de relojería». Cuatro meses más tarde, el conocido columnista del
New York Times Tom Wicker contó la historia de un veterano de Vietnam que dormía con
una pistola bajo la almohada y había disparado a su esposa durante una pesadilla: «Esto es
solo un ejemplo del problema gravísimo, pero en gran parte ignorado, que representa el
síndrome post-Vietnam.»
La imagen del veterano de Vietnam como un asesino a punto de explotar fue
aprovechada por los estudios de Hollywood. En Taxi Driver, la película dirigida por Martin
Scorsese en 1976, Robert De Niro es incapaz de distinguir la Nueva York del presente del
Vietnam de su pasado, lo que lo conduce al asesinato. En El regreso, de 1978, Bruce Dern
interpreta a un veterano traumatizado, incapaz de adaptarse tras su regreso a Estados
Unidos, que amenaza con matar a su esposa (Jane Fonda) y al nuevo amante de esta, un
veterano parapléjico interpretado por Jon Voight, para quitarse finalmente la vida.
Aunque se impuso la convicción general de que muchos de los veteranos
necesitaban atención psiquiátrica, la mayoría de ellos no hallaban mucho alivio en los
«loqueros» que animaban a sus pacientes a buscar en su interior el origen de la angustia que
los atormentaba. Las «sesiones de rap» constituían, en cambio, una poderosa fuente de
consuelo y curación. Oír las experiencias de otros hombres que estaban experimentando los
mismos problemas ayudaba a los veteranos a comprender su propio sufrimiento. El
Departamento de Veteranos finalmente reconoció los efectos terapéuticos de estos
encuentros y se puso en contacto con Shatan y Lifton para copiar y aplicar sus métodos a
gran escala.
Entretanto, ellos seguían preguntándose cuál era el proceso por el cual el síndrome
post-Vietnam producía unos efectos tan radicales e incapacitantes en los afectados. Una de
las claves radicaba en su similitud con el trauma emocional de otros tipos de víctimas,
como los supervivientes de Hiroshima que Lifton había estudiado, o como los que habían
estado recluidos en campos de concentración nazis. Muchos de los supervivientes del
Holocausto envejecían prematuramente, confundían el presente con el pasado y padecían
depresión, ansiedad y pesadillas. Después de haber aprendido a moverse en un mundo sin
moralidad ni humanidad, con frecuencia encontraban difícil relacionarse con personas
corrientes en situaciones corrientes.
Shatan llegó finalmente a la conclusión de que el síndrome post-Vietnam, en tanto
que forma particular del trauma psicológico, era una auténtica enfermedad mental y debía
ser reconocida como tal. Aunque la guerra de Vietnam se recrudeció a finales de los años
sesenta, mientras se elaboraba el DSM-II, no se incluyó entre sus categorías ningún
diagnóstico específico del trauma psicológico, y menos aún del trauma de combate. Igual
que en el DSM-I, los síntomas relacionados con el trauma se clasificaron bajo el amplio
rótulo de «reacción de ajuste a la vida adulta». Los veteranos que habían visto cómo
mataban niños a bayonetazos y cómo quemaban vivos a sus compañeros, se sintieron
comprensiblemente indignados al enterarse de que tenían «un problema de ajuste a la vida
adulta».
Cuando Shatan supo que el DSM estaba en fase de revisión y que el grupo de
trabajo no pensaba incluir ningún diagnóstico específico para el trauma, decidió que debía
pasar a la acción. En 1975, concertó un encuentro con Robert Spitzer, a quien ya conocía
profesionalmente, en la convención anual de la APA de Anaheim, California, y presionó
con vehemencia para que se incluyera el síndrome post-Vietnam en el DSM-III. Al
principio, Spitzer miraba con escepticismo el síndrome postulado por Shatan. Pero él
insistió, enviándole montones de documentación sobre los síntomas, incluido el libro de
Lifton sobre las víctimas de Hiroshima: precisamente el tipo de datos que sabía que habrían
de atraer la atención de Spitzer. Este transigió al fin y en 1977 accedió a crear un comité
sobre Trastornos Reactivos, encargando a un miembro del grupo de trabajo, Nancy
Andreasen, la tarea de examinar la propuesta de Shatan.
Andreasen era una psiquiatra exigente y brillante que había trabajado cuando era
estudiante en la Unidad de Quemados del hospital Nueva York-centro médico Cornell, una
experiencia que habría de determinar su actitud hacia el síndrome post-Vietnam. «Bob
Spitzer me pidió que me ocupara del síndrome de Shatan —explicó Andreasen más tarde—,
pero él no sabía que yo ya era una experta en los trastornos neuropsiquiátricos causados por
el estrés. Yo había empezado mi carrera psiquiátrica estudiando las consecuencias físicas y
mentales de una de las situaciones de estrés más espantosas que pueden experimentar los
seres humanos: las quemaduras graves.»
Andreasen acabó coincidiendo con las conclusiones de Shatan. Era posible
desarrollar un síndrome compuesto por síntomas característicos a consecuencia de
cualquier hecho traumático, ya fuera perder la casa en un incendio, sufrir un atraco en un
parque o participar en un tiroteo en el campo de batalla. Como previamente había
clasificado la psicología de las víctimas de quemaduras como «trastornos inducidos por
estrés», Andreasen llamó «Trastorno de estrés postraumático» a la categoría ampliada con
el síndrome post-Vietnam, y propuso la siguiente descripción general: «El rasgo esencial es
el desarrollo de síntomas característicos tras un acontecimiento psicológicamente
traumático que, por lo general, se encuentra fuera del marco normal de la experiencia
humana.»
Pese a las escasas pruebas científicas disponibles sobre el trastorno, aparte de las
observaciones de Shatan y Lifton en las «sesiones de rap», el grupo de trabajo aceptó la
propuesta de Andreasen con muy poca oposición. Spitzer me reconoció más tarde que si
Shatan no hubiera insistido tanto en su tesis, lo más probable es que el síndrome post-
Vietnam no hubiera sido incluido jamás en el DSM-III.
A partir de entonces, a los veteranos traumatizados les resultó mucho más fácil
obtener atención médica cuando la necesitaban, pues tanto el ejército como la profesión
psiquiátrica reconocieron por fin que sufrían una dolencia auténtica.
Pero si bien el DSM-III otorgó legitimidad a los soldados traumatizados por la
guerra —así como a las víctimas de violación, asalto, tortura, quemaduras, bombardeos,
desastres naturales y catástrofes financieras—, cuando el Manual apareció en 1980, los
psiquiatras sabían aún muy poco sobre la base patológica de TEPT y sobre lo que sucedía
en el cerebro de las víctimas.
MIEDO A LOS FUEGOS ARTIFICIALES

Los Kronsky apenas rebasaban los cuarenta y disfrutaban de un feliz matrimonio. Él


era un próspero contable; ella traducía libros al inglés. Pero sus vidas giraban ante todo
alrededor de sus dos revoltosos hijos: Ellie, de doce años, y Edmund, de diez. Una noche, el
señor y la señora Kronsky, junto con Edmund, fueron a cenar a casa de unos amigos (Ellie
se quedó esa noche en el pijama party de cumpleaños de una compañera del colegio).
Después de una animada cena, los Kronsky subieron al coche y se dirigieron a casa a través
de una serie de calles conocidas. Edmund bostezó y lamentó haberse perdido el partido de
los Knicks. El señor Kronsky le aseguró que lo habían grabado y que podrían verlo al día
siguiente. Y entonces, sin previo aviso, sus vidas cambiaron para siempre.
Mientras cruzaban una intersección, un todoterreno se saltó el semáforo en rojo a
toda velocidad y se estrelló contra la parte trasera de su coche, por el lado del copiloto.
Edmund iba detrás y no llevaba atado el cinturón de seguridad. Las puertas traseras
estrujadas se abrieron de golpe y Edmund salió despedido del coche y cayó en el centro de
la intersección.
Una furgoneta grande venía por el carril opuesto. El conductor no tuvo tiempo de
virar, y el señor y la señora Kronsky vieron con horror cómo el vehículo pasaba por encima
del cuerpo de su hijo. Pese a la rápida llegada de una ambulancia de urgencias, el chico no
pudo salvarse.
Durante los dos años siguientes, los Kronsky pasaron juntos el duelo, evitando a los
amigos y familiares. Luego, muy lentamente, la señora Kronsky empezó a recuperarse.
Primero, se puso a traducir de nuevo. Luego retomó el contacto con sus antiguos amigos, y
finalmente empezó a salir al cine y a cenar con ellos. Aunque nunca llegó a superar del todo
la tragedia de haber perdido a su hijo, hacia el final del tercer año había retomado la mayor
parte de sus anteriores costumbres.
Para el señor Kronsky la historia fue muy distinta. Dos años después del accidente,
seguía visitando la tumba de su hijo casi a diario. Ninguna actividad social le interesaba, ni
siquiera después de que su esposa empezara a verse de nuevo con los amigos de ambos.
Siempre estaba irritable y ensimismado, y empezaron a deslizarse errores y descuidos en
sus trabajos de contabilidad. Algunos clientes de toda la vida se fueron a otras firmas.
Mientras que antes él manejaba las finanzas de la familia con obsesiva meticulosidad, ahora
las dejaba casi por completo de lado. Todo su universo se reducía a un solo recuerdo
repetido una y otra vez, día tras día: la imagen de la furgoneta aplastando a su hijo pequeño.
Mientras la señora Kronsky seguía recuperándose, el señor Kronsky no hacía más
que empeorar. Bebía mucho y provocaba explosivas discusiones con su mujer. Eso fue lo
que los impulsó a venir a verme. Tras nuestra primera sesión, me quedó claro que el señor
Kronsky sufría un TEPT y una reacción de duelo patológico. Trabajé con ellos unos meses
y ayudé al señor Kronsky a dejar el alcohol. La medicación antidepresiva contribuyó a
mitigar sus cambios de humor más acusados y sus estallidos de furia, y, finalmente,
disminuyeron los conflictos del matrimonio; o al menos, se redujo el número de peleas.
Pero persistían otros problemas.
A pesar de todos mis esfuerzos, el señor Kronsky era incapaz de funcionar con
eficiencia en el trabajo y no lograba reanudar sus antiguas actividades sociales y
recreativas. Se pasaba la mayor parte del tiempo en casa, mirando la televisión; o al menos
hasta que algún programa le traía el recuerdo de su hijo muerto, porque entonces se
apresuraba a apagarla. Como su trabajo se desmoronaba, su mujer se convirtió en el sostén
de la familia; lo cual constituyó una fuente de tensión creciente, porque a él le amargaba
que fuese ella la que estuviera trayendo el dinero a casa. Ella, por su parte, se sentía cada
vez más exasperada por el hecho de que su marido no estuviera dispuesto siquiera a salir de
casa.
Finalmente, la señora Kronsky decidió que no podía continuar viviendo con un
marido incapacitado que se negaba a tratar de salir adelante. Consideraba que su hogar era
un entorno poco sano para su hija Ellie, que llegaba cada día del colegio y se encontraba
inevitablemente a un padre hosco y huraño deambulando por la casa o acurrucado en el
sofá: un padre que la trataba como si también ella estuviese muerta. Al fin, la señora
Kronsky se mudó con su hija e inició los trámites del divorcio. Ella continuó su carrera
profesional, envió a su hija a la universidad y acabó casándose de nuevo. La vida del señor
Kronsky tuvo un desenlace muy distinto.
Incapaz de superar el hecho horrible que le había costado la pérdida de su hijo,
volvió a la bebida y, al final, cortó también conmigo. La última vez que nos vimos, seguía
atrapado en una vida sombría y solitaria, evitando el contacto con todos, incluidos aquellos
que trataban de ayudarle.
¿Por qué desarrolló el señor Kronsky un trastorno de estrés postraumático y la
señora Kronsky no, pese a que ambos sufrieron el mismo trauma? Cuando el grupo de
trabajo del DSM-III aprobó el TEPT, no se sabía nada sobre cómo provocaba el trauma sus
inmediatos y persistentes efectos ni tampoco sobre cómo podían aliviarse sus
consecuencias. Si un soldado recibe un impacto de metralla en la cabeza, sabemos lo que
debemos hacer: detener la hemorragia, limpiar y vendar la herida, mirar con rayos X si hay
lesiones internas. El TEPT constituía, en cambio, un misterio completo. Si se trataba de una
enfermedad mental grave con una causa clara, ¿no deberíamos ser capaces de averiguar
algo sobre su funcionamiento?
Una vez que el trastorno quedó legitimado con su inclusión en el DSM-III,
empezaron a destinarse fondos para investigarlo. Sin embargo, habría de llegar primero la
«revolución del cerebro» —las nuevas técnicas de imagen cerebral en los años ochenta y el
número creciente de neurocientíficos psiquiátricos inspirados por el ejemplo de Eric Kandel
— para que los investigadores hicieran sus primeros progresos y empezaran a comprender
la compleja arquitectura neural que subyace al TEPT. Gradualmente, a partir del año 2000,
la investigación cerebral desveló el proceso patológico que, según se cree, causa esta
dolencia.
En ese proceso intervienen tres estructuras cerebrales clave: la amígdala, el córtex
prefrontal y el hipocampo. Estas tres estructuras forman un circuito fundamental para
aprender de las experiencias emocionalmente intensas; pero si una experiencia es
demasiado extrema, el circuito puede volverse contra sí mismo. Imagínense que están
visitando el parque nacional de Yellowstone. Se bajan del coche para dar un paseo por el
bosque. De repente, no muy lejos, ven un oso. Inmediatamente sienten una oleada de temor,
pues su amígdala cerebral, una parte de su sistema emocional primitivo, ha disparado la
alarma indicándoles que huyan. ¿Qué deben hacer?
Su cerebro ha evolucionado para ayudarles a sobrevivir, para permitirles tomar en
una fracción de segundo la mejor decisión posible ante una situación de vida o muerte.
Aunque su amígdala les grite que salgan corriendo para ponerse a salvo, lo más
recomendable es mantener a raya las emociones que surgen de ella mientras ustedes
analizan la situación y eligen la mejor alternativa. Quizás es más probable que sobrevivan
si se quedan inmóviles para que el oso no se fije en ustedes; quizá deberían gritar y armar
estrépito para asustarlo, o coger un palo para defenderse; o quizá lo más inteligente de todo
sea que saquen el móvil y llamen a los guardas del parque. Pero solo serán capaces de
tomar una decisión si logran dominar sus impulsos emocionales, un proceso que los
neurocientíficos llaman «control cognitivo». Su capacidad de decisión y su control
cognitivo están regidos por la parte más reciente y evolucionada del cerebro, el córtex
prefrontal. Cuanto más experimentados y maduros somos, más probabilidades hay de que
nuestro córtex prefrontal pueda ejercer un control cognitivo y superar el acuciante impulso
de huir de la amígdala.
Pero supongamos que ustedes están tan asustados que su córtex prefrontal no puede
contrarrestar el sentimiento de temor. En ese caso es su amígdala la que se impone, y
ustedes echan a correr con todas sus fuerzas hacia el coche. El oso los ve y, soltando un
fuerte rugido, empieza a perseguirlos. Afortunadamente, ustedes son más rápidos, llegan al
coche y logran cerrar la puerta justo cuando el oso se les echaba encima. Han sobrevivido.
Su cerebro está diseñado para aprender de estas valiosas experiencias de supervivencia. Su
hipocampo forma ahora un recuerdo a largo plazo del oso y de su decisión de huir, un
recuerdo emocionalmente impregnado del temor de la amígdala.
La razón primaria de la existencia de su sistema amígdala-córtex prefrontal-
hipocampo es hacer posible que aprendan de la experiencia y mejoren en el futuro su
capacidad de reaccionar ante parecidas circunstancias. La próxima vez que se encuentren
un oso (o un lobo o un jabalí o un puma) en el bosque (o en la selva o en el campo), su
recuerdo se verá activado por la similitud de la situación actual con el tropiezo original con
el oso, y les impulsará automáticamente a reaccionar con presteza: «Mierda, ¿otro oso? La
última vez salí del aprieto corriendo. Será mejor que vuelva a echar a correr.»
Pero ¿y si resulta que su experiencia original al huir del oso resultó tan traumática y
terrorífica que su amígdala se encendió como un árbol de Navidad? Tal vez el oso les dio
alcance antes de que llegaran al coche y logró soltarles un zarpazo en la espalda antes de
que se refugiaran dentro. En ese caso, es posible que su amígdala estuviera activándose de
forma tan frenética que forjara en su hipocampo un recuerdo traumático de una intensidad
emocional abrasadora. Ese recuerdo almacenado es tan intenso que, cuando algo lo
desencadena, arrolla a su córtex prefrontal, impidiendo que ustedes ejerzan el control
cognitivo. Además, ese recuerdo puede desencadenarse en el futuro por estímulos que solo
se parecen vagamente al hecho original. De manera que la próxima vez que vean un animal
peludo —aunque sea el caniche de su vecino— esa imagen tal vez desencadene el recuerdo
original, haciendo que su amígdala reaccione de forma instintiva como si se vieran otra vez
amenazados por un oso mortífero. «Mierda. ¡Será mejor que eche otra vez a correr!»
Dicho de otro modo: los individuos afectados por el TEPT no pueden separar los
detalles de una nueva experiencia de la carga emocional de un trauma pasado, ni pueden
impedir que su circuito amígdala-hipocampo reviva la intensidad del suceso original. Eso
fue lo que le sucedió a Adrianne Haslet.
En un soleado Día de los Patriotas de 2013, Adrianne Haslet se encontraba cerca de
la línea de meta de la maratón de Boston, a pocos metros de una mochila abandonada que
contenía una olla a presión de acero inoxidable cargada de explosivos. La explosión del
artefacto le voló el pie. Esa experiencia sería espantosa para cualquiera, pero resultó
especialmente traumática para Adrianne, porque ella era bailarina y su vida estaba
totalmente consagrada a la destreza y agilidad de sus pies. Su amígdala se disparó al
máximo, enviando una frenética señal al hipocampo, y este almacenó un recuerdo de
inusitada potencia de la explosión y los horribles momentos posteriores.
Unos meses más tarde, tras recibir el alta en el hospital general de Massachusetts,
Adrianne se encontraba un día en su apartamento de Boston cuando se sintió sobresaltada
de golpe por una serie de explosiones: el espectáculo municipal de fuegos artificiales del 4
de Julio. El estrépito festivo de los artefactos pirotécnicos atravesó a toda velocidad su
cerebro y activó instantáneamente su recuerdo de la explosión de la maratón, haciéndole
revivir los mismos sentimientos de terror que había experimentado mientras permanecía
tendida en la acera ensangrentada de Boylston Street. Enloquecida, llamó a emergencias y
suplicó al impotente operador que suspendieran los fuegos artificiales.
La mayoría de nosotros hemos experimentado alguna forma leve y no patológica de
este mismo fenómeno neuronal cuando se producen hechos dramáticos e imprevistos,
aunque no sean tan horrorosos. Muchas personas recuerdan exactamente dónde estaban
cuando se enteraron de que habían disparado al presidente Reagan, cuando supieron que el
transbordador espacial Challenger había estallado o cuando presenciaron los ataques del 11
de Septiembre. Estos recuerdos se llaman a veces «fotográficos» y son el equivalente
benigno y sin carga emocional de los recuerdos alucinantes y abrasadores que las víctimas
del TEPT no pueden sacarse de la cabeza.
Partiendo de los conocimientos actuales sobre los mecanismos neuronales del
trauma, la investigación reciente ha mostrado que si una persona toma un fármaco que
afecte a la memoria poco después de una experiencia traumática —incluso unas horas
después— es posible reducir radicalmente la incidencia del TEPT, pues se impide que el
hipocampo consolide lo que podría convertirse en un recuerdo traumático. (Esas
investigaciones se basan en los trabajos de Eric Kandel que demuestran cómo los recuerdos
a corto plazo se codifican en la memoria a largo plazo.) La investigación indica asimismo
una variabilidad genética en nuestra propensión al TEPT. Parece haber una correlación
entre ciertos genes específicos implicados en los mecanismos que controlan la excitación,
la ansiedad y la alerta con la posibilidad de sufrir o no los síntomas del TEPT. Aunque
todas las personas tienen un punto de máxima tensión y pueden desarrollar el TEPT si se
ven sometidas a un estrés lo bastante prolongado o intenso, este punto de máxima tensión
varía con cada persona.
La dinámica del circuito amígdala-córtex prefrontal-hipocampo puede contribuir a
explicar por qué yo desarrollé síntomas similares a los del TEPT tras el incidente con el aire
acondicionado, pero no tras el asalto en mi apartamento, y por qué el señor Kronsky
desarrolló unos síntomas incurables a raíz de la muerte de su hijo y, en cambio, la señora
Kronsky se recuperó. El factor decisivo fue en todos los casos el control cognitivo.
Cuando a mí me estaban robando, mi córtex prefrontal me permitió mantener la
calma y me proporcionó la sensación (por ilusoria que fuera) de que lo tenía todo
controlado: si obedecía a los matones, pensaba, saldría sano y salvo. Como efectivamente
me libré del aprieto sin heridas ni pérdidas considerables, mi hipocampo le transmitió a la
memoria una experiencia atenuada por mi sensación de control cognitivo. En cambio, una
vez que el aparato de aire acondicionado se me hubo escapado de las manos, yo ya no podía
hacer absolutamente nada, aparte de gritar con impotencia, mientras veía cómo caía a
plomo hacia la acera. No había ningún control, real o ilusorio, para apaciguar la alarma
desbocada de mi amígdala. En consecuencia, mi hipocampo almacenó un recuerdo de la
experiencia extremadamente vívido.
La situación fue distinta para el señor Kronsky. El hecho de estar conduciendo el
coche podría haberle proporcionado una cierta sensación de control cognitivo, y físico, de
la situación. Pero, en realidad, él tuvo escasa influencia sobre las circunstancias del
accidente, del cual más bien puede decirse que fue observador y víctima pasiva al mismo
tiempo. En consecuencia, es probable que su hipocampo almacenara un recuerdo que
combinaba la intensidad emocional de la horrible muerte de Edmund con la conciencia
culpable de su papel al volante. En este caso, su control cognitivo se convirtió en una
prisión mental que habría de atormentarle con incesantes preguntas del tipo «¿y si?»: «¿y si
no me hubiera ido de la fiesta tan temprano?», «¿y si hubiera tomado otro camino?», «¿y si
hubiera conducido más despacio al llegar a la intersección?».
En cambio, como yo salí ileso del asalto, mi propia sensación de control cognitivo
me ayudó a mitigar la intensidad emocional de la experiencia. Ahora bien, si los dos
matones que entraron en mi apartamento hubieran acabado disparándome o robándome el
reloj de mi abuelo, la decisión misma de mantener la calma me habría sumido, por el
contrario, en un laberinto interminable de recriminaciones a mí mismo. Así es la relación
entre el cerebro y nuestras experiencias. Aquello que nos puede enseñar también puede
herirnos.
2. Rap significaba entonces charla informal; solo a partir de mediados de los
setenta, con la aparición de la música rap, adquirió otro significado.
9

El triunfo del pluralismo: el DSM-5

La psiquiatría es neurología sin signos físicos, y requiere un virtuosismo diagnóstico


de alto nivel.
HENRY GEORGE MILLER,
British Journal of Hospital Medicine, 1970

Creo que la humildad, y no el orgullo desmedido, es la base de la madurez


científica. El ideal no es la verdad o la certeza, sino una búsqueda constante y pluralista de
conocimiento.
HASOK CHANG

EL DIAGNÓSTICO EN LA ERA DIGITAL

La cuarta edición de la Biblia de la Psiquiatría se publicó en 1994. Contenía 297


trastornos (la anterior, 265) y mantenía la misma estructura establecida por Spitzer en el
DSM-III. Mientras que la publicación del DSM-III había estado marcada por el escándalo y
la controversia, la aparición del DSM-IV resultó tan rutinaria como la apertura de una
sucursal de Starbucks. La mayoría de los profesionales de la salud mental apenas siguieron
el proceso de su elaboración; se limitaron a empezar a utilizarlo en cuanto se distribuyó.
Con la quinta edición, en cambio, la historia fue muy distinta. En 2006, la APA
autorizó oficialmente el nombramiento de un nuevo grupo de trabajo para elaborar el DSM-
5. Era mucho lo que había cambiado en el mundo de la medicina y la psiquiatría desde la
revolución paradigmática que introdujo el DSM-III en 1980. El presidente George H. W.
Bush había proclamado los años noventa como la «Década del cerebro» y la neurociencia
había florecido hasta convertirse en una de las disciplinas más importantes y dinámicas de
las ciencias de la vida. El escáner y la genética impregnaban totalmente el campo de la
medicina. Abundaban los fármacos nuevos, las técnicas innovadoras de psicoterapia, las
nuevas tecnologías médicas.
Al mismo tiempo, la potencia y la capacidad de los ordenadores había aumentado
exponencialmente, y la influencia de Internet se había extendido a toda la sociedad.
En reconocimiento a la nueva era digital en la que habría de aparecer la quinta
edición, la abreviatura del Manual pasó a ser DSM-5, y no DSM-V. Reemplazando la cifra
romana por un número, la APA pretendía indicar que el DSM sería en adelante un
«documento vivo» regularmente actualizado, como un software informático, y anunciaba la
posibilidad de que se publicara un DSM-5.1 y 5.2.
En 2006, el presidente de la APA, Steve Sharfstein, nombró director del grupo de
trabajo a David Kupfer y subdirector a Darrel Regier. Kupfer era jefe del departamento de
Psiquiatría de la Universidad de Pittsburg y un experto de talla internacional en la depresión
y el trastorno bipolar. Regier era un psiquiatra y epidemiólogo que había dado sus primeros
pasos en el histórico Estudio Epidemiológico Territorial, un proyecto impulsado en los años
ochenta por el Instituto Nacional de Salud Mental para medir las tasas de incidencia de los
trastornos mentales entre la población norteamericana.
Kupfer y Regier reunieron un equipo que empezó a trabajar en 2007. Como los
anteriores grupos de trabajo, este equipo realizó una exhaustiva revisión de la literatura
científica, analizó multitud de datos y solicitó ayuda a otros colegas y profesionales para
introducir revisiones en los diagnósticos existentes. Pero a diferencia de lo ocurrido en los
grupos anteriores, pronto se oyeron quejas formuladas en voz baja: no había una serie
coherente de pasos para cambiar los diagnósticos, no existía un plan definido para organizar
los diagnósticos en una nueva edición. Además, ciertas partes interesadas —de dentro y de
fuera de la profesión— decían que el proceso de examen y revisión del DSM se tramaba a
puerta cerrada. Al captar estos murmullos de descontento, una nueva generación de
activistas de la antipsiquiatría, entre los que figuraban Robert Whittaker, Gary Greenberg,
Peter Breggin y una revigorizada Iglesia de la Cienciología, empezó a dirigir sus ataques
contra el proyecto.
Ya no estábamos en los setenta, cuando las críticas al DSM-III se habían producido
casi por completo dentro de los confines del mundo de la atención a la salud mental, y
cuando los oponentes combatían, mediante cartas mecanografiadas, artículos en revistas
profesionales y reuniones privadas. Ahora estábamos en el siglo XXI, en la era de Internet y
las redes sociales. Incluso los no profesionales tenían el poder de manifestar sus quejas a
través de blogs, artículos online, páginas web activistas, comentarios de Facebook y,
finalmente, de Twitter. Captando el espíritu de buena parte de las primeras críticas al DSM-
5, Gary Greenberg, psicoterapeuta y autor de largas diatribas antipsiquiátricas, declaró en
una entrevista al New York Times: «Nadie le da mucho crédito al contenido actual del DSM,
e incluso quienes lo defienden reconocen que su mayor virtud es que no hay otra cosa en
este terreno.»
A las conocidas críticas antipsiquiátricas se sumaron luego las voces de los grupos
de interés que querían saber cómo afectaría la elaboración del DSM a sus respectivos
dominios. También las organizaciones de defensa de los pacientes, como la Alianza
Nacional para los Enfermos Mentales, Autism Speaks, la Alianza de Apoyo a la Depresión
y el Trastorno Bipolar y la Fundación Americana para la Prevención del Suicidio,
empezaron a protestar en la Red por el hecho de que sus representados no estuvieran
informados sobre el proceso de elaboración del DSM-5. Pronto hubo innumerables blogs y
discusiones en la Web que censuraban la opacidad general de proceso del DSM-5. Al no
responder a este fuego graneado online, la APA y el grupo de trabajo del DSM-5 dieron la
impresión de que los responsables del proyecto no se tomaban las críticas en serio, o
simplemente no estaban informados.
A decir verdad, esta creciente oleada de críticas en la Red cogió a contrapié a los
miembros de la APA. No solo no estaban preparados para usar Internet y reaccionar de
forma organizada o eficaz, sino que el interés suscitado los tomó completamente por
sorpresa. Al fin y al cabo, durante la elaboración del DSM-IV apenas había habido polémica
entre los profesionales, y la discusión pública había sido prácticamente inexistente. Ahora,
en cambio, había centenares de voces exigiendo a los responsables del DSM que salieran de
su secretismo y explicaran cómo estaba gestándose exactamente la nueva generación de
diagnósticos psiquiátricos.
Pese al clamor, los directores del grupo de trabajo y los dirigentes de la APA
desecharon en principio las protestas, atribuyéndolas a las quejas y las exageraciones
habituales de los críticos antipsiquiátricos más furibundos y de los grupos de interés. A fin
de cuentas, muchas de las objeciones planteadas al proceso de revisión del DSM-5 no
diferían demasiado de las que se habían aducido durante la elaboración del DSM-III y (en
menor medida) del DSM-IV; solo que ahora se veían amplificadas por el megáfono digital
de Internet. Habiendo tantos individuos y tantas entidades con un interés directo en la
Biblia de la Psiquiatría, era inevitable que la menor revisión hiriese susceptibilidades y
suscitara protestas. La APA confiaba en capear el temporal sin demasiados contratiempos...
hasta que dos críticos totalmente inesperados del propio mundo de la psiquiatría alzaron la
voz con la fuerza de un huracán.
Esos dos psiquiatras dejaron atónitos a los responsables del DSM-5 con una serie de
virulentas cartas online que finalmente obligaron a la APA a cambiar el proceso de
elaboración del Manual. El primero era el director del DSM-IV, Allen Frances. El segundo,
el legendario creador del moderno DSM de inspiración kraepeliniana: el mismísimo Robert
Spitzer.
CRÍTICOS EMÉRITOS

En abril de 2007, un año después de que hubieran empezado oficialmente los


trabajos del DSM-5 y seis años antes de la fecha prevista de publicación, Robert Spitzer
envió un mensaje de dos líneas al subdirector del DSM-5, Darrel Regier. ¿Podría Regier
enviarle una copia de las actas de las reuniones iniciales del grupo de trabajo?
Tras completar el DSM-III, el papel de Spitzer en la elaboración del Manual había
quedado muy disminuido. Él había ejercido fuertes presiones para dirigir el DSM-IV, pero
fue relegado en favor de la candidatura de Allen Frances, entonces profesor de Psiquiatría
en la Facultad de Medicina de Cornell. Frances, no obstante, había tratado a Spitzer con
respeto, nombrándolo «asesor especial» del grupo de trabajo del DSM-IV e incluyéndolo en
todas las reuniones. Pero al iniciarse los preparativos del DSM-5, Spitzer quedó
completamente excluido del proceso (y también Allen Frances). Al parecer, tal como
Spitzer había hecho treinta años atrás, Kupfer y Regier pretendían hacer tabla rasa y crear
algo nuevo. Y para alcanzar ese ambicioso objetivo creían que debían mantener a distancia
a los responsables anteriores del DSM.
Regier le respondió a Spitzer que las actas serían accesibles al público una vez que
hubiera concluido el conflicto de intereses y que el grupo de trabajo estuviera
completamente aprobado. Spitzer volvió a escribirle al cabo de unos meses, pero no obtuvo
respuesta. En febrero de 2008, casi un año después de su petición inicial, Spitzer recibió por
fin una respuesta definitiva: debido a circunstancias «excepcionales», incluida la necesidad
de mantener «la confidencialidad en el proceso de elaboración», Regier y Kupfer habían
decidido que las actas solo estuvieran disponibles para la junta directiva de la APA y para
los propios miembros del grupo de trabajo.
Esto no solamente constituía un desaire personal al creador del moderno DSM, sino
una grave desviación de la política de transparencia de Spitzer: una política que había
mantenido incluso al enfrentarse a las enormes resistencias suscitadas por el DSM-III. Allen
Frances había continuado la política de apertura de Spitzer durante el desarrollo del DSM-
IV. Temiendo que la decisión de Regier y Kupfer de hurtar todo el proceso de trabajo a la
supervisión pública pudiera poner en peligro la calidad y la legitimidad del DSM-5, Spitzer
dio un paso que nadie esperaba: trasladó sus inquietudes a la Web.
«El número del 6 de junio de Psychiatric News publicó la noticia positiva de que el
proceso del DSM-5 sería complejo pero transparente —escribió Spitzer en una carta abierta
al director del servicio de noticias online de la APA—. Descubrí hasta qué punto iba a ser
abierto y transparente cuando Regier me informó de que no me enviaría las actas de las
reuniones del grupo de trabajo del DSM-5 porque era importante “mantener la
confidencialidad del DSM-5”.» Decidido a pasar a la acción, Spitzer inició una implacable
campaña online contra el «secretismo» del proceso del DSM-5, exigiendo una transparencia
total. «Cualquier otra cosa —escribió en 2008— constituirá para los críticos del diagnóstico
psiquiátrico una invitación a cuestionar la credibilidad científica del DSM-5.» También
criticaba los «acuerdos de confidencialidad» que todos los integrantes del grupo de trabajo
y de los subcomités de estudio habían tenido que firmar y que les prohibía hablar del DSM-
5 fuera de ese ámbito estricto.
Al parecer, Kupfer y Regier creían que podrían controlar más eficazmente la
creación de un nuevo DSM evitando someter al escrutinio público al grupo de trabajo y a
los subcomités de estudio mientras se hallaran entregados a la tarea compleja y
potencialmente polémica de mejorar los diagnósticos psiquiátricos. El propio Spitzer había
dirigido con mano de hierro el proceso del DSM-III, pero había compensado ese control
obsesivo con un funcionamiento abierto y receptivo, emitiendo un flujo continuado de
informes y actualizaciones. Incluso en las últimas fases del DSM-III, cuando se enfrentó a
un clima de abierta hostilidad, era bien sabido que respondía a todos los artículos, cartas y
llamadas telefónicas, por críticos que fuesen.
Spitzer no fue el único que se sintió irritado por el secretismo del proceso del DSM-
5. Allen Frances compartía el escepticismo de su antiguo mentor. Frances se había formado
en Columbia bajo la tutela de Spitzer y fue uno de los miembros más jóvenes del grupo de
trabajo del DSM-III antes de convertirse en director del DSM-IV. La opinión predominante
entre los profesionales de la salud mental era que Frances había llevado a cabo una labor
respetable como administrador del libro más importante de la psiquiatría. Frances se puso
en contacto con Spitzer y, en 2009, los dos eminentes psiquiatras enviaron una carta
conjunta a la junta directiva de la APA en la que advertían que el DSM-5 se exponía a
«desastrosas consecuencias» por el «rígido encastillamiento» con el que sus responsables se
habían «cerrado a todos los consejos y las críticas». En consecuencia, instaban a la APA a
revocar los acuerdos de confidencialidad, a aumentar la transparencia y a nombrar un
comité de supervisión para controlar el proceso del DSM-5.
Se desató una auténtica tormenta. Estaba en cuestión cómo se definía la enfermedad
mental en la era digital. No solo existían muchos más datos empíricos y conocimientos
clínicos que nunca, sino que había una infinidad de poderosos grupos de intereses —
instituciones comerciales, gubernamentales, médicas y educativas, así como grupos de
defensa de los pacientes— que habrían de verse seriamente afectados por cualquier cambio
introducido en el DSM. ¿Acaso el interés público quedaría mejor preservado permitiendo
que los expertos trabajaran tras un velo protector? ¿No era más recomendable que los
debates sobre los diagnósticos (que inevitablemente habrían de ser acalorados y
conflictivos) se celebraran bajo la supervisión pública... que ahora consistía en un mundo
interconectado de bloggers, tuiteros y usuarios de Facebook?
Tanto los defensores como los detractores de la APA intervinieron en el debate. El
Psychiatric Times, una revista online independiente de la APA, publicaba regularmente
réplicas y contrarréplicas. Daniel Carlat, un psiquiatra de la Facultad de Medicina de la
Universidad Tufts, describió el conflicto en su blog: «Lo que comenzó como una simple
discrepancia entre un grupo de científicos de élite dedicados a revisar la bibliografía
científica ha degenerado en una disputa que deja en ridículo los conflictos legendarios entre
los Hatfield y los McCoy.» Los medios, excitados por el espectáculo de las figuras más
ilustres de la profesión riñendo entre sí con el mismo rencor que los republicanos y los
demócratas en el Congreso, echaron más leña al fuego. Los noticieros de televisión
invitaban a expertos para discutir los méritos del DSM, y también de la psiquiatría en
general. Muchos comentaristas destacados, desde David Brooks hasta Bill O’Reilly,
debatían también con vehemencia. «El problema es que las ciencias del comportamiento
como la psiquiatría no son ciencias, en realidad; son semiciencias», escribió Brooks en un
artículo del New York Times.
Desde 2008 hasta el lanzamiento del DSM-5 en 2013, aparecieron en la prensa y en
los principales diarios online casi tres mil artículos sobre el tema. La cosa llegó hasta tal
punto que incluso los hitos menores en el desarrollo del DSM-5 eran noticia, mientras que
cualquier información relacionada con la enfermedad mental suscitaba una referencia a la
polémica sobre el Manual. En 2011, por ejemplo, hubo una explosión en la cobertura
informativa sobre el DSM-5 cuando la congresista Gabrielle Giffords fue víctima de los
disparos de un joven psicótico en un centro comercial de Arizona. En 2012, tras el horrible
tiroteo en una escuela de Newtown, Connecticut, se desató otro furor mediático en torno al
DSM-5 cuando corrió la noticia de que el autor de la matanza, Adam Lanza, padecía una
forma de autismo. Gran parte de las informaciones daban a entender que la psiquiatría no
estaba consiguiendo diagnosticar o tratar adecuadamente las enfermedades mentales.
La APA no había padecido estos niveles de presión pública desde principios de los
años setenta, cuando el estudio Rosenhan, la controversia sobre la homosexualidad y el
movimiento de la antipsiquiatría obligaron a la institución a alejarse del psicoanálisis y a
respaldar un cambio radical de paradigma para el diagnóstico psiquiátrico. Pero ¿qué haría
la APA esta vez?
LA APA REACCIONA

Durante el proceso de desarrollo del DSM-5, Kupfer y Regier habían asegurado


repetidamente en sus informes a la junta de la APA que, pese al mar de fondo interno y al
alboroto exterior, todo iba viento en popa. Pero al ver, por un lado, que Spitzer y Frances se
sumaban a la campaña online, y, por otro lado, que los rumores sobre un débil liderazgo
que se filtraban desde el grupo de trabajo y los subcomités no amainaban, la junta directiva
empezó a preguntarse si no habría un verdadero incendio detrás de toda aquella humareda.
¿Existían serios problemas en el proceso del DSM-5 que Kupfer y Regier no querían
reconocer; o peor aún, de los que no eran conscientes?
Para averiguarlo, la junta directiva de la APA creó un comité de supervisión en
2009. Ese comité examinaría el proceso del DSM-5 e informaría de si existían, en efecto,
problemas que requiriesen la intervención de la junta. Carolyn Robinowitz, ex decana de la
Facultad de Medicina de la Universidad de Georgetown y ex presidenta de la APA, fue
nombrada directora del comité. También yo fui nombrado miembro del mismo.
Asistimos a las reuniones del grupo de trabajo, en las que el director y el subdirector
del DSM-5 nos pusieron al día, y luego nos reunimos separadamente con los miembros del
grupo sin la presencia de Kupfer y Regier. Enseguida resultó evidente que la situación era
tan mala como indicaban los rumores. El equipo del DSM-III había estado totalmente unido
en su visión de un nuevo Manual y tenía plena confianza en el liderazgo de Robert Spitzer.
En el caso del DSM-5, por el contrario, muchos miembros del equipo eran abiertamente
críticos tanto con el proceso seguido como con sus directores.
Regier y sus colaboradores parecían desorganizados e inseguros, mientras que
Kupfer se mostraba distante y desconectado, y delegaba todas las responsabilidades en
Regier. Este estilo de dirección difería enormemente de la implicación personal y obsesiva
de Spitzer, luego emulada por Frances. Robinowitz comunicó a la junta de la APA las
preocupantes conclusiones del comité supervisor: «Hay un grave problema de
funcionamiento en el DSM y debemos resolverlo.»
La junta directiva se tomó en serio las observaciones de Robinowitz, pero no estaba
segura de lo que debía hacer. Cambiar de caballo a medio camino, cuando el proceso se
hallaba públicamente cuestionado, no haría más que corroborar las críticas y minar la
credibilidad del DSM. La junta sorteó esta dificultad creando dos comités especiales de
revisión: uno para examinar las pruebas científicas que justificasen los cambios propuestos
y otro para estudiar las consecuencias de dichos cambios en la clínica y la sanidad pública.
Aunque sumar nuevos comités difícilmente constituye la solución ideal de un problema de
gestión, este arreglo sirvió para acallar gran parte de las críticas procedentes del propio
mundo de la psiquiatría.
En Internet, entretanto, seguían arreciando las acusaciones. Una de las principales
era la idea de que el DSM-5 estaba patologizando conductas normales. Paradójicamente, la
patologización de lo ordinario figuraba ente las críticas más punzantes que Robert Spitzer
había dirigido a los psicoanalistas, quienes hablaban abiertamente de la psicopatología de la
vida cotidiana y sostenían que todo el mundo era un poco neurótico. Una de las grandes
contribuciones de Spitzer y del DSM-III fue trazar una línea clara y definida entre los
mentalmente enfermos y los mentalmente sanos, e incluso en el caos del DSM-5 esa
división había sido mantenida.
La mayoría de las acusaciones de patologización de la conducta normal las
suscitaban diagnósticos que podían parecer triviales o sexistas a un observador superficial,
como el trastorno de acumulación, el trastorno por atracón o el trastorno disfórico
premenstrual. Sin embargo, la decisión de considerar como un trastorno estas conductas se
apoyaba en abundantes datos o en una amplia experiencia clínica. Tomemos el caso del
trastorno de acumulación, una de las nuevas entradas del DSM-5. Esta dolencia está
vinculada a la incapacidad compulsiva de tirar cosas, hasta el extremo de que los
desperdicios invaden la vivienda del paciente y reducen sensiblemente su calidad de vida.
Aunque todos conocemos a personas que guardan cachivaches y se resisten a tirar los
trastos viejos, los individuos que padecen el trastorno de acumulación guardan con
frecuencia tal cantidad de desperdicios que los montones acumulados pueden constituir un
peligro para su integridad.
Una vez traté a una mujer adinerada de mediana edad que vivía en un espacioso
apartamento del Upper East Side de Manhattan, pero que apenas podía abrir la puerta para
entrar o salir a causa de las montañas tambaleantes de periódicos y revistas de mascotas, de
paquetes sin abrir de teletienda y accesorios para sus nueve gatos. Acabaron amenazándola
con desalojarla cuando los vecinos se quejaron por el hedor repulsivo y los bichos que
salían de su apartamento. Su familia la hospitalizó y, por primera vez en su vida, fue tratada
de un trastorno de acumulación. Al cabo de tres semanas, recibió el alta y volvió al
apartamento, ahora impoluto, que su familia se había encargado de limpiar. Actualmente
toma clomipramina (un antidepresivo tricíclico usado con frecuencia para tratar el trastorno
obsesivo-compulsivo) y recibe terapia cognitivo-conductual para ayudarla a manejar sus
impulsos. Lleva una vida mucho más feliz en su apartamento limpio y despejado, ya sin
quejas de los vecinos o los familiares.
Como profesional estrechamente implicado en el desarrollo del DSM-5, puedo
asegurarles que no existe un interés gremial en ampliar la esfera de acción de la psiquiatría
inventando más trastornos o facilitando las condiciones para recibir un diagnóstico. Los
psiquiatras tenemos más pacientes de los que podemos asumir en nuestro actual sistema de
atención a la salud mental, y bastantes problemas afrontamos ya para conseguir que las
compañías de seguros nos reembolsen nuestros honorarios por tratar dolencias establecidas
desde hace décadas. Tal vez la prueba más elocuente de que la psiquiatría no está tratando
de patologizar las conductas normales puede encontrarse en el número de diagnósticos: el
DSM-IV contenía 297; el DSM-5 los redujo a 265.
Cuando yo me convertí en presidente electo de la APA, en la primavera de 2012,
heredé la responsabilidad sobre el DSM-5. El Manual habría de concluirse y publicarse
durante mi mandato, y su éxito —o su fracaso— se produciría bajo mi tutela. Me consolaba
en cierta medida la constatación de que los comités especiales instaurados por mis
predecesores hubieran resultado eficaces y mejorado sustancialmente el proceso de
elaboración del DSM. Había cesado el mar de fondo interno y se había establecido un
proceso claro y riguroso para crear o para modificar trastornos. Y lo más importante: ahora
cada conjunto provisional de criterios diagnósticos debía aportar más pruebas y someterse a
más deliberaciones que durante cualquiera de las ediciones anteriores del DSM.
En los últimos seis meses antes de que el DSM-5 fuera sometido a votación en la
asamblea de la APA, el presidente de la institución, Dilip Jest, y yo convocamos una
cumbre de alto nivel para llevar a cabo una revisión final y aprobar o rechazar cada uno de
los trastornos propuestos. La lista definitiva de diagnósticos sería presentada a toda la
asamblea de la APA, tal como se había hecho treinta años antes con el DSM-III de Spitzer.
Participaron en la cumbre representantes del grupo de trabajo, de los subcomités y de los
comités de revisión. Todos éramos conscientes de lo que estaba en juego: nada menos que
la credibilidad de la psiquiatría en el siglo XXI y el bienestar de cada uno de los pacientes
cuyas vidas se verían afectadas por las decisiones que tomáramos.
Durante esa cumbre, buscamos siempre el consenso. Si no había pruebas científicas
claras o una base clínica convincente que apoyaran la creación de un nuevo diagnóstico o la
revisión de uno ya existente, entonces se dejaba sin modificar la versión del DSM-IV. La
mayoría de los trastornos se aprobaron sin controversia, aunque hubo un acalorado debate
en torno a los trastornos de personalidad: una fuente de discusión constante entre los
psiquiatras formados de acuerdo con las teorías psicoanalíticas más tempranas de Freud.
También hubo discrepancias sobre si debía incluirse un nuevo diagnóstico infantil llamado
«trastorno de desregulación disruptiva del estado de ánimo»; sobre si podía diagnosticarse
de depresión a una persona que estaba pasando el duelo por un ser querido; y sobre si
debían modificarse los criterios de la esquizofrenia. Esos tres cambios se aprobaron
finalmente, mientras que la nueva configuración de los trastornos de personalidad se
rechazó.
Al fin llegó el 10 de noviembre de 2012, el día de la votación del DSM-5. La
asamblea de la APA se reunió en el JW Marriott de Washington D. C., exactamente a dos
manzanas de la Casa Blanca y menos de una semana después de que Barack Obama se
hubiera ganado el derecho a seguir residiendo allí otros cuatro años. Tras la tormentosa
polémica sobre el DSM-5 en la Red y los medios, y llegado el momento de someterlo a
aprobación, todo se desarrolló de un modo casi decepcionante. Hubo muy poco debate
entre los presentes en el gran salón de baile del hotel, y la votación misma fue rápida y
unánime: nada que ver con la actividad frenética y los intentos de revisión de última hora
que caracterizaron en su día la votación del DSM-III.
El DSM-5 se publicó el 19 de mayo de 2013, concluyendo así el período más largo
de elaboración de cualquier DSM (siete años) y también el más largo entre dos ediciones
del Manual (nueve años). Pero la demora no se debía tanto a la polémica y las
complicaciones del proceso, sino que más bien reflejaba la amplitud inaudita del trabajo
que había supuesto desarrollar el DSM-5. La nueva edición de la Biblia de la Psiquiatría
incorporaba más datos, pruebas y discusión que las cuatro ediciones anteriores combinadas;
163 expertos, entre psiquiatras, psicólogos, sociólogos, enfermeras y abogados defensores
del consumidor, habían dedicado más de cien mil horas de trabajo, revisado decenas de
miles de documentos y obtenido información sobre criterios diagnósticos de centenares de
clínicos en activo. Salvo el director y el subdirector, ninguno de estos colaboradores recibió
ningún pago por su trabajo.
Pese a todo el drama, los temores y la ambición desplegados durante la elaboración
del DSM-5, el producto final resultó ser en definitiva una revisión más bien modesta del
DSM-IV. Conservaba la mayoría de los elementos que Spitzer introdujo en su
revolucionaria edición, incluida la definición básica de la enfermedad mental como un
conjunto coherente y duradero de síntomas que provoca un malestar subjetivo o un
deterioro del funcionamiento normal.
Tras su lanzamiento, Jeste escribió: «La exitosa publicación del manual diagnóstico
—en un plazo ajustado y bajo un escrutinio público masivo— constituye una rotunda
victoria para la psiquiatría. En mayo de 2012 daba la impresión de que iba a ser una tarea
difícil y no cesaban de aparecer artículos en la prensa; la mayoría, críticos. Reaccionamos
ante las críticas de forma constructiva, sin arremeter contra quienes las formulaban. De no
haber salido bien, habría sido un motivo de descrédito no solo para la APA, sino para la
entera profesión de la psiquiatría. Este debe de ser el sistema diagnóstico más analizado de
la historia de la medicina. Creo que debemos enorgullecernos todos de este logro
extraordinario.»
Me cuento sin duda entre los que se enorgullecen del resultado. Para otros, sin
embargo, el producto final constituyó una gran decepción. Justo cuando se estaba lanzando
el DSM-5, el director del Instituto Nacional de Salud Mental (NIMH) publicó un blog
extremadamente crítico que provocó el mayor de los alborotos mediáticos acerca del DSM.
Aunque la condena de Tom Insel del DSM de la era digital parecía amenazar una vez más la
reputación de la psiquiatría, proporcionó al mismo tiempo una oportunidad para demostrar
la verdadera fuerza y la resistencia de la psiquiatría contemporánea.
HACIA UNA PSIQUIATRÍA PLURALISTA

En su blog del 29 de abril de 2013, el psiquiatra de máximo rango gubernamental y


director del mayor fondo de investigación psiquiátrica del mundo, afirmaba: «Los pacientes
con trastornos mentales merecían algo mejor que el DSM-5. Por este motivo, el NIMH
reorientará sus investigaciones sin considerar las categorías del DSM.» La andanada de
Tom Insel se convirtió de inmediato en un fenómeno viral, y los medios presentaron su
declaración como un rechazo oficial del DSM por parte del NIMH. Insel parecía estar
proclamando ante el mundo que los diagnósticos psiquiátricos no era válidos
científicamente. En lugar del DSM-5, él abogaba por la creación de un nuevo sistema
diagnóstico basado en la genética, la neurobiología, los circuitos cerebrales y los
biomarcadores.
Insel estaba dando voz al sueño permanente de la psiquiatría biológica de establecer
definiciones neurológicas de la psicopatología, tal como lo habían formulado hacía un siglo
y medio Wilhelm Griesinger y sus seguidores alemanes. Como hemos visto al repasar los
dos siglos de historia de la psiquiatría, sin embargo, la mayoría de los intentos de
proporcionar una explicación biológica a la enfermedad mental habían tropezado con
obstáculos insalvables. El propio Griesinger no lo logró; Kraepelin, frustrado, se centró en
los síntomas y el curso de la enfermedad; Freud lo consideró un propósito inútil y
desarrolló el psicoanálisis; la teoría de fijaciones funcionales de Egas Moniz para justificar
la lobotomía fracasó; la teoría de John Cade sobre la toxina de la manía fracasó; la tesis de
las manchas malvas y rosadas de los psiquiatras que utilizaban la cromatografía también
fracasó. Las únicas explicaciones biológicas indiscutibles sobre los orígenes de una
enfermedad mental son las referidas a la parálisis general del demente (causada por la
bacteria de la sífilis), a la pelagra (un tipo de demencia provocada por un déficit de
vitamina B12) y, más recientemente, al Alzheimer y a otras formas de demencia y de
psicosis inducidas por drogas. Tenemos un conocimiento razonable sobre el desarrollo en el
cerebro de la adicción y del trastorno de estrés postraumático, pero todavía nos queda
mucho por descubrir. Aunque la psiquiatría biológica ha desvelado claves prometedoras, si
repasamos toda la historia de la psiquiatría observamos que las teorías biológicas de la
enfermedad mental no han demostrado ser mejores ni peores que las teorías
psicodinámicas; ninguna de ambas escuelas de pensamiento ha ofrecido todavía una
explicación convincente de los orígenes exactos de la esquizofrenia, de la depresión o de
los trastornos bipolar y de ansiedad. Si algo hemos aprendido de las repetidas oscilaciones
pendulares entre el cerebro y la mente es que cualquier visión limitada de la enfermedad
mental acaba siendo inadecuada para explicar las complejidades de la misma.
Paradójicamente, sesenta años antes de que el director del NIMH, Tom Insel,
escribiera sobre la necesidad de adoptar una visión estrictamente biológica de la psiquiatría,
el primer director del NIMH, Robert Felix, censuró la psiquiatría biológica y declaró que
esa institución no financiaría ninguna investigación de tipo biológico (una promesa que
lamentablemente cumplió). Por el contrario, Felix instó a los psiquiatras a centrarse en
patologías sociales como la pobreza, el racismo y los conflictos domésticos. Más tarde, a
principios de los años ochenta, cuando el péndulo de la psiquiatría empezó a desplazarse de
nuevo hacia el cerebro, impulsado por los adelantos en imagen cerebral, genética y
neurociencia, el jefe de psiquiatría de Yale, Morton Reiser, observó: «Pasamos de una
psiquiatría descerebrada a una psiquiatría absurda.»3
El genio de Robert Spitzer consistió en mantenerse agnóstico sobre cuál de ambos
campos —el biológico o el psicodinámico— tenía más que ofrecer. Él creó un marco
diagnóstico capaz de incorporar la investigación desde ambas perspectivas, o desde
cualquier otra. Si la genética, la neurobiología, los circuitos cerebrales y los biomarcadores
brillan por su ausencia en los diagnósticos del DSM-5 es porque no existían todavía pruebas
suficientes que respaldaran su inclusión: no por un descuido, ni por un sesgo teórico o un
rechazo deliberado de la psiquiatría biológica. En todo caso, esa ausencia reflejaba la visión
madura y responsable de la enfermedad mental que subyacía bajo la actitud ecuánime del
DSM respecto a las teorías psiquiátricas. Lo importante, en último término, eran los datos
empíricos, por recalcitrantes o por poco innovadores o anticuados que los datos pudieran
resultar.
Los drásticos giros conceptuales de la historia de la psiquiatría no hacen más que
realzar el valor del agnosticismo libre de prejuicios de Spitzer, pues a la psiquiatría le ha
ido siempre mejor cuando ha evitado los extremos de la neurobiología reduccionista o de la
pura psicodinámica, y seguido un camino de moderación abierto a los hallazgos de todas
las fuentes de base empírica. Aunque todavía hoy se encuentran psiquiatras adeptos a una
perspectiva exclusivamente psicodinámica, biológica o sociológica, el mundo de la
psiquiatría en conjunto ha llegado a la conclusión de que el mejor modo de comprender y
de tratar la enfermedad mental consiste en abordar al mismo tiempo la mente y el cerebro.
Actualmente, los psiquiatras están preparados para evaluar a los pacientes usando
las últimas técnicas de la neurociencia y los principios psicodinámicos más convincentes de
la mecánica mental. Emplean tecnologías de imagen cerebral y, al mismo tiempo, escuchan
atentamente el relato que hacen los pacientes de sus experiencias, emociones y deseos. Ken
Kendler, profesor de Psiquiatría y de Genética Humana en la Universidad Commonwealth
de Virginia, y uno de los investigadores psiquiátricos vivos más citado, ha llamado a este
enfoque unificado y libre de prejuicios «psiquiatría pluralista».
En un perspicaz artículo de 2014, Kendler advierte a los neurocientíficos
psiquiátricos ahora dominantes contra el «monismo intransigente» que caracterizó a los
psicoanalistas de los años cuarenta y cincuenta y a los psiquiatras sociales de los años
sesenta y setenta, que veían la enfermedad mental con una estrecha perspectiva teórica y
proclamaban que su visión era la única válida. Ese enfoque excluyente de la psiquiatría
refleja lo que Kendler llama «orgullo epistémico desmedido». El mejor antídoto contra ese
orgullo desmedido, observa Kendler, es un pluralismo basado en pruebas empíricas.

Ken Kendler (izquierda) y Oliver Sacks en una recepción en Nueva York en 2008.
(Cortesía de Eve Vagg, Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York.)
Erik Kandel es justamente famoso por haber desencadenado la revolución del
cerebro en la psiquiatría; su trayectoria profesional, no obstante, refleja una visión pluralista
de la enfermedad mental. Sus investigaciones se centraron en la neurobiología de la
memoria, pero estaban motivadas y enmarcadas por su creencia en las teorías
psicodinámicas de Freud. Kandel nunca renunció a la convicción fundamental de que la
perspectiva psicodinámica de la mente, aun cuando algunas de las ideas de Freud fueran
erróneas, era tan valiosa y necesaria como la perspectiva biológica. Este pluralismo suyo
quedó reflejado en un trabajo seminal que publicó en 1979 en el New England Journal of
Medicine titulado «Psychotherapy and the Single Synapse» [Psicoterapia y sinapsis
individual]. Kandel observaba en el artículo que los psiquiatras solían encajar en dos
categorías: los «duros», que buscaban explicaciones biológicas a los trastornos, y los
«blandos», que creían que la biología había hecho escasas aportaciones de utilidad práctica
y que el futuro de la psiquiatría radicaba en el desarrollo de nuevas psicoterapias. Él
afirmaba, por su parte, que la tensión aparente entre ambas perspectivas podría constituir de
hecho una fuente de futuros avances, pues ambos bandos estaban condenados a competir y,
en último término, a reconciliarse. Kandel mantiene todavía hoy esta visión pluralista,
como pudo apreciarse en un artículo publicado por el New York Times en 2013, en respuesta
a las críticas de David Brooks al DSM-5:
Esta nueva ciencia de la mente se basa en el principio de que nuestra mente y
nuestro cerebro son inseparables. El cerebro no solo es responsable de las simples
conductas motoras, como correr o comer, sino también de los actos complejos que
consideramos la quintaesencia de lo humano, como pensar, hablar o crear obras de arte.
Mirada desde este punto de vista, nuestra mente es un conjunto de operaciones realizadas
por nuestro cerebro. El mismo principio de unidad puede aplicarse a los trastornos
mentales.
A fin de cuentas, pues, ¿qué es la enfermedad mental? Sabemos que los trastornos
mentales muestran un conjunto coherente de síntomas. Sabemos que muchos trastornos
presentan marcas neurológicas específicas en el cerebro. Sabemos que muchos trastornos
manifiestan patrones específicos de actividad cerebral. Hemos alcanzado algunos
conocimientos sobre la base genética de los trastornos mentales. Podemos tratar a las
personas que sufren trastornos mentales empleando fármacos y terapias somáticas que
actúan exclusivamente sobre sus síntomas, pero no tienen efectos en las personas sanas.
Sabemos que ciertas formas específicas de psicoterapia aportan evidentes beneficios a los
pacientes que sufren ciertos trastornos específicos. Y sabemos que, de no tratarse, estos
trastornos causan angustia, sufrimiento, discapacidad, violencia e incluso la muerte. Así
pues, los trastornos mentales son anómalos, duraderos, dañinos y tratables; presentan un
componente biológico y pueden diagnosticarse de forma fiable. Creo que esto debería
satisfacer a cualquiera como definición de la enfermedad mental.
Al mismo tiempo, los trastornos mentales representan un tipo de enfermedad
médica distinto de cualquier otro. El cerebro es el único órgano capaz de sufrir lo que
podríamos llamar una «enfermedad existencial», en la cual sus funciones se ven alteradas
no por una lesión física, sino por una experiencia intangible. Todos los demás órganos del
cuerpo requieren un estímulo físico que genere la enfermedad —toxinas, infecciones,
contusiones traumáticas, estrangulamientos—, pero solo el cerebro puede enfermar a causa
de estímulos incorpóreos como la soledad, la humillación o el temor. Que te despidan del
trabajo o te abandone tu esposa puede provocarte una depresión. Ver cómo un coche arrolla
a tu hijo o perder los ahorros de tu jubilación en una crisis financiera puede provocarte un
TEPT. El cerebro es una interfaz entre lo etéreo y lo orgánico, donde los sentimientos y
recuerdos que componen el tejido inefable de la experiencia se transmutan en bioquímica
molecular. La enfermedad mental es una dolencia médica, pero también una dolencia
existencial. En esta peculiar dualidad radican tanto la agitación histórica como las promesas
futuras de mi profesión, así como la arrolladora fascinación que ejerce en todo el mundo la
conducta humana y la enfermedad mental.
Por más que avancen nuestros ensayos biológicos, las técnicas de imagen cerebral y
las posibilidades de la genética, dudo que lleguen a reemplazar totalmente al elemento
psicodinámico inherente a la enfermedad existencial. La interpretación del componente
extremadamente personal de la enfermedad mental por parte de un médico compasivo será
siempre una parte esencial de la psiquiatría, incluso en el caso de las dolencias de base más
biológica, como los trastornos del espectro autista y la enfermedad de Alzheimer. Al mismo
tiempo, una explicación puramente psicodinámica del trastorno de un paciente nunca
bastará para dar cuenta de las anomalías neurales y fisiológicas subyacentes que originan
los síntomas manifiestos. Solo combinando una percepción sensible de la situación
existencial del paciente con todos los datos biológicos disponibles podrán ofrecer los
psiquiatras la atención más eficaz posible.
Aunque siento una profunda simpatía por la posición de Tom Insel —también yo,
por supuesto, desearía alcanzar un mayor conocimiento biológico de las enfermedades
mentales—, creo que la psiquiatría sale beneficiada cuando nos resistimos a las tentaciones
de un orgullo epistémico desmedido y nos mantenemos abiertos a los datos e ideas
provenientes de múltiples perspectivas. El DSM-5 no es una chapucera aproximación a la
psiquiatría biológica, ni tampoco un retroceso hacia los postulados de la psicodinámica,
sino una victoria sin paliativos del pluralismo. Cuando Insel publicó sus incendiarios
comentarios, le llamé para analizar la situación y finalmente acordamos emitir un
comunicado conjunto de la APA y el NIMH para asegurar a todo el mundo —tanto a los
pacientes como a las instituciones que proporcionan y financian servicios médicos— que el
DSM-5 seguía constituyendo el sistema estándar aceptado en la atención clínica... al menos
hasta que el progreso científico justificara su actualización o sustitución.
Desde el lanzamiento del DSM-5 en mayo de 2013, ha sucedido algo asombroso: se
ha instaurado un silencio ensordecedor entre los críticos y los medios. Da la impresión de
que toda la polémica y el alboroto generados antes de la publicación obedecían al proceso
de elaboración tal como se percibía desde el exterior, y también a la voluntad de influir en
los contenidos que habrían de aparecer en la versión definitiva. Y posteriormente, aunque
muchos críticos de dentro y de fuera del mundo de la psiquiatría han manifestado una
decepción comprensible sobre «lo que podría haber sido» —si la APA hubiera nombrado a
otros directores, si el proceso se hubiera llevado de forma distinta, si se hubiera definido
con otros criterios un trastorno determinado—, ha resultado gratificante comprobar que los
consumidores y proveedores de servicios médicos han quedado satisfechos con el DSM-5.
El amplio y acalorado debate que se desató en la Red y en los medios de
comunicación, sin embargo, puso una cosa de manifiesto: la psiquiatría se ha convertido en
un elemento profundamente imbricado en nuestra cultura, que extiende sus ramificaciones a
través de nuestras principales instituciones sociales y ejerce su influencia en los ámbitos
más triviales de nuestra vida cotidiana. Para bien o para mal, el DSM no es un simple
compendio de diagnósticos médicos. Se ha convertido en un documento público que
contribuye a definir cómo nos entendemos a nosotros mismos y cómo vivimos nuestras
vidas.
3. La frase original juega con los términos brainless («descerebrado» o «estúpido»,
pero literalmente, «sin cerebro») y mindless («absurdo» o «tonto», pero de modo literal,
«sin mente»).
10

El fin del estigma: el futuro de la psiquiatría

Necesitamos que nuestros familiares y amigos entiendan que los cien millones de
americanos que sufren enfermedades mentales no son almas o causas perdidas. Somos
capaces de mejorar, de ser felices y de construir relaciones gratificantes.
PATRICK J. KENNEDY, congresista, acerca de su diagnóstico de trastorno bipolar

¿Cómo es que puedes enfermar de cualquier órgano e inspirar compasión, salvo


cuando se trata del cerebro?
RUBY WAX

OCULTA EN EL DESVÁN

He tenido la suerte de vivir el cambio más radical y positivo de la historia de mi


especialidad, en un proceso de maduración que la llevó de ser una secta psicoanalítica de
«loqueros» a una medicina científica del cerebro.
Hace cuatro décadas, cuando mi prima Catherine necesitó tratamiento para su
dolencia mental, yo decidí apartarla de las instituciones psiquiátricas más respetadas y
distinguidas de la época, temiendo que no harían más que empeorar las cosas. Hoy en día,
no vacilaría en enviarla al departamento de Psiquiatría de cualquier centro médico
importante. Habiendo trabajado en las trincheras de primera línea de la atención sanitaria y
en los ámbitos punteros de la investigación psiquiátrica, he presenciado los progresos
radicales que han transformado la psiquiatría... aunque, por desgracia, no todo el mundo ha
podido beneficiarse de esos progresos.
Poco después de convertirme en jefe de Psiquiatría en la Universidad de Columbia,
me consultaron acerca de una mujer de sesenta y seis años. La señora Kim había sido
ingresada en nuestro hospital con una grave infección de la piel que parecía haber cursado
sin tratamiento durante largo tiempo. Lo cual resultaba desconcertante, porque la señora
Kim era una mujer instruida y rica. Se había licenciado en la Facultad de Medicina y, como
esposa de un destacado industrial asiático, podía acceder a la atención médica más
sofisticada.
Al hablar con la señora Kim, comprendí de inmediato por qué habían pedido que un
psiquiatra viera a una paciente con una infección de la piel. Cuando le pregunté cómo se
sentía, ella se puso a gritar de forma incoherente y a hacer gestos extraños y airados. Al
quedarme en silencio, observándola discretamente, la mujer empezó a hablar sola; o para
ser más exactos, con personas inexistentes. Como no podía entablar conversación con ella,
decidí hacerlo con la familia. Al día siguiente, el marido, así como un hijo y una hija
adultos, vinieron a regañadientes a mi despacho. Tras muchos rodeos, me revelaron que
poco después de licenciarse en la Facultad de Medicina, la señora Kim había desarrollado
síntomas de esquizofrenia.
La familia se sintió avergonzada de su dolencia. Pese a su riqueza y sus recursos, ni
los padres ni el marido de la señora Kim buscaron ningún tratamiento. Lo que decidieron,
en cambio, fue hacer todo lo posible para que nadie descubriera que padecía un trastorno
tan ignominioso. Separaron para ella un ala de su espaciosa residencia, y la mantenían
aislada siempre que tenían visitas. Pese a haber obtenido un título médico, estaba
completamente descartado que pudiera practicar la medicina. La señora Kim rara vez
abandonaba la propiedad familiar, y nunca durante un período prolongado... hasta que
desarrolló la erupción cutánea. Primero la familia intentó todo tipo de remedios accesibles
sin receta, esperando resolver el problema por su cuenta. Pero cuando la erupción se infectó
y empezó a extenderse rápidamente, se asustaron y llamaron al médico de la familia. Este,
viendo que tenía el torso cubierto de abscesos purulentos, les rogó que la llevaran al
hospital, donde se le diagnosticó una grave infección estafilocócica.
Atónito, les repetí punto por punto lo que acababan de contarme: que durante los
últimos treinta y tantos años se habían confabulado para mantener a su madre y esposa
aislada del mundo exterior y evitarse la vergüenza pública. Ellos asintieron al unísono,
impertérritos. Yo me sentía totalmente incrédulo. Aquello parecía un episodio de una novela
de Charlotte Brontë, no un hecho ocurrido en la Nueva York del siglo XXI. Les dije sin
tapujos que su decisión de no someterla a tratamiento era tan cruel como inmoral —aunque,
por desgracia, no ilegal— y los insté a permitir que la trasladaran a la unidad psiquiátrica
del hospital para que fuese tratada debidamente. Tras una discusión llena de escepticismo,
se negaron.
Me dijeron que aun cuando pudiera ser tratada con éxito, los cambios resultantes
serían a aquellas alturas demasiado perturbadores para sus vidas y para su posición en la
comunidad. Habrían de explicar a los amigos y conocidos la razón por la que la señora Kim
empezaba de repente a aparecer en público tras una ausencia tan larga. Además, ¿quién
sabía lo que la propia señora Kim podría decir o cómo habría de comportarse en tales
circunstancias? El estigma de la enfermedad mental les resultaba tan abrumador que
preferían dejar que aquella mujer —en su día inteligente y, por lo demás, físicamente sana
— siguiera psicótica e incapacitada, y condenada a un proceso irreversible de deterioro
cerebral, antes que afrontar las consecuencias sociales de reconocer su enfermedad mental.
Hace solo unas generaciones, los grandes obstáculos para el tratamiento de los
trastornos mentales eran la falta de tratamientos eficaces, la escasa fiabilidad de los criterios
diagnósticos y la anquilosada concepción de la naturaleza de la enfermedad. Hoy en día, el
único gran obstáculo para el tratamiento no proviene de las lagunas en el conocimiento
científico o de las limitaciones de la medicina, sino únicamente del estigma social. Ese
estigma, por desgracia, se ha sustentado en buena medida en el legado de fracasos
históricos de la psiquiatría y en su persistente reputación —ahora ya no justificada— de
oveja negra de la medicina.
Aunque vivimos en una época de tolerancia sin precedentes frente a las razas, las
religiones y las orientaciones sexuales distintas, la enfermedad mental —una dolencia
médica involuntaria que afecta a una de cada cuatro personas— se considera todavía una
mancha vergonzosa: como llevar estampada en la frente una «L» de «loco», una «P» de
«psicótico» y una «C» de «chiflado». Imagínense que estuvieran invitados a la boda de un
amigo e inesperadamente se pusieran enfermos. ¿Qué preferirían decir: que no pudieron
asistir por una piedra en el riñón... o por un episodio maníaco? ¿Qué preferirían alegar
como excusa: que sufrieron una contractura en la espalda... o un ataque de pánico?, ¿que
estaban bajo los efectos de una migraña... o de una resaca brutal tras una tremenda
borrachera?
Casi todos los días me tropiezo con esa susceptibilidad y esa vergüenza. Muchos de
los pacientes que visitan nuestros facultativos prefieren pagar en metálico, en vez de usar su
seguro médico, por temor a que su tratamiento psiquiátrico pueda trascender. Otros
pacientes no recurren a nuestros médicos de la Clínica Psiquiátrica de Columbia, ni vienen
a verme al Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York; prefieren acudir a una consulta
privada en la que no haya ningún signo exterior que indique la especialidad que se ejerce
allí. Los pacientes a menudo vienen a consultarnos a Nueva York desde Sudamérica,
Oriente Próximo o Asia para asegurarse de que nadie se entera en su país de que van a ver a
un psiquiatra.
Hace unos años, di una charla sobre la enfermedad mental en un almuerzo celebrado
en el centro de Manhattan para recaudar fondos para la investigación. Al terminar,
deambulé entre la concurrencia: gente inteligente, exitosa y sociable que había sido invitada
personalmente por Sarah Foster, una destacada dama de la alta sociedad cuyo hijo
esquizofrénico se había suicidado unos años atrás, cuando estaba en el último curso de
secundaria. Mientras tomaban Chablis y salmón escalfado, todos elogiaban sin reservas los
desinteresados esfuerzos de Sarah por concienciar a la sociedad sobre la enfermedad
mental. Pero ninguno de los presentes reconocía una experiencia directa y personal en este
terreno. La enfermedad mental era abordada como el genocidio en Sudán o el tsunami en
Indonesia: un asunto que merecía sin duda la atención pública, pero del todo ajeno a la vida
de sus benefactores.
Unos días después, recibí una llamada en mi despacho. Una de las asistentes, editora
de una empresa editorial, me preguntó si podía ayudarla. Al parecer, había perdido el
interés en su trabajo, tenía problemas para dormir y se alteraba con frecuencia, incluso
hasta las lágrimas. ¿Estaba sufriendo la crisis de los cuarenta? Accedí a verla y, finalmente,
le diagnostiqué una depresión. Pero antes de concertar la cita, ella insistió en que lo
mantuviera totalmente en secreto. Y añadió: «¡Por favor, no le diga nada a Sarah!»
Al día siguiente, recibí la llamada de otra asistente al almuerzo. Esa mujer trabajaba
en una firma de capital privado y estaba preocupada porque su hijo de veintitantos años
había dejado la universidad para crear su propia empresa. Aunque ella admiraba su espíritu
emprendedor, la idea grandiosa que animaba el proyecto —una nueva aplicación de
software que acabaría con la pobreza en el mundo— había sido concebida durante un
período de comportamiento errático e insomne. Tras evaluar a su hijo, mis sospechas
iniciales quedaron confirmadas: estaba en las primeras fases de un episodio maníaco.
Durante las siguientes semanas, recibí todavía más llamadas de los invitados de
Sarah, que buscaban ayuda para esposas con adicciones, hermanos con ansiedad, padres
con demencia, niños con problemas de atención e hijos adultos que seguían viviendo en
casa. Con el tiempo, al menos la mitad de las personas que asistieron al almuerzo de Sarah
se pusieron en contacto conmigo: incluido el dueño del restaurante donde se había
celebrado.
Todos ellos eran personas cultas y refinadas que tenían acceso a la atención sanitaria
más cara y sofisticada posible. Si hubieran sufrido un problema respiratorio o una fiebre
prolongada, habrían recurrido a sus médicos personales, o pedido que los remitieran al
mejor especialista. Sin embargo, debido al estigma de la enfermedad mental, habían evitado
buscar ayuda médica para sus problemas hasta que se tropezaron por casualidad con un
psiquiatra en una colecta de fondos. E increíblemente, aunque habían sido invitados por una
amiga dedicada a concienciar a la sociedad sobre la enfermedad mental desde la trágica
muerte de su hijo, ninguno de ellos quería que Sarah se enterase de su problema.
Ya va siendo hora de acabar con este estigma. Y ahora hay motivos para pensar que
podemos lograrlo.
CERRAR LA BRECHA
Recibir un diagnóstico de enfermedad mental puede dañar la imagen que tienes de ti
mismo, igual que si el médico te hubiera grabado en la frente una marca ignominiosa que
todo el mundo pudiera ver: una marca tan siniestra como los estigmas históricamente
asociados a otras dolencias consideradas aborrecibles, como la epilepsia, la lepra, la viruela,
el cáncer y el sida (y más recientemente, el Ébola). En épocas pasadas, las víctimas de estas
enfermedades eran rechazadas como parias. En cada caso, sin embargo, los avances
científicos acabaron revelando la verdadera naturaleza de esas enfermedades, y la sociedad
llegó a comprender que no indicaban una debilidad moral o un castigo divino. Una vez que
la ciencia médica descubrió las causas y empezó a proporcionar tratamientos eficaces para
estas dolencias, el estigma se fue disipando. Todo esto ha cambiado enormemente hoy en
día: los jugadores de la Liga Nacional de Fútbol se visten de rosa en los partidos para
manifestar su apoyo a las víctimas del cáncer de mama; las grandes ciudades organizan
marchas para recoger fondos para la investigación del sida; incluso tenemos un día nacional
de concienciación del autismo. Este cambio radical de actitud de la sociedad se produjo
cuando la gente empezó a hablar abiertamente de sus dolencias estigmatizadas; y quizá, lo
que es aún más importante, cuando la gente empezó a tener fe en la capacidad de la
medicina para entenderlas y tratarlas.
Nuestra primera oportunidad real para suprimir el estigma que rodea a la
enfermedad mental ha llegado finalmente, porque la mayoría de las enfermedades mentales
pueden diagnosticarse y tratarse con gran eficacia. Sin embargo, el estigma ha persistido
porque la gente no se ha percatado de los avances de la psiquiatría con la misma rapidez
con la que se percató en su día de los avances en las dolencias cardíacas, el cáncer o el sida.
O tal vez, para ser más exactos, porque la gente aún no cree que la psiquiatría haya
avanzado de verdad.
Actualmente los psiquiatras están integrados en el mundo de la medicina y abordan
la enfermedad mental como cualquier otro trastorno médico. Pueden recetar una
medicación o aplicar terapia electroconvulsiva para tratar el trastorno y, al mismo tiempo,
proporcionar formas de psicoterapia de eficacia probada. Pueden recomendar cambios en la
dieta, el sueño, el ejercicio o el estilo de vida para reducir el riesgo de desarrollar una
enfermedad o para reducir sus efectos. Entran en contacto regularmente con otros
especialistas y pueden delegar algunas partes del tratamiento del paciente en profesionales
afines de la salud mental, como psicólogos, asistentes sociales, enfermeras psiquiátricas y
terapeutas de rehabilitación. Se relacionan con los pacientes de un modo directo y
empático. Y obtienen buenos resultados.
Los psiquiatras contemporáneos tienen una visión pluralista de la enfermedad
mental que abarca la neurociencia, la psicofarmacología y la genética, pero que maneja
también la psicoterapia y las técnicas psicosociales con el fin de comprender las historias
siempre singulares de los pacientes y poder tratar sus dolencias de forma individualizada.
En el pasado, era una idea ampliamente extendida que los estudiantes que elegían
psiquiatría lo hacían para resolver sus propios problemas: una convicción aceptada incluso
dentro de la profesión médica. Y es verdad que la psiquiatría a veces terminaba siendo una
salida para los estudiantes de medicina que carecían de capacidad suficiente para competir
en otras especialidades... como aún sigue ocurriendo en algunos países de Asia y Oriente
Próximo. Pero los tiempos han cambiado.
La psiquiatría ahora compite con las demás especialidades médicas para captar a los
estudiantes de élite. En 2010, estábamos intentando reclutar a un doctor en Medicina y
Filosofía muy dotado, llamado Mohsin Ahmed, que había empezado a considerar la
posibilidad de inscribirse en el programa de Psiquiatría de Columbia. Ahmed había hecho
su doctorado en Neurobiología bajo la tutela de un famoso neurocientífico que aseguraba
que él era el licenciado con más talento que había tenido nunca. Era, pues, un candidato
muy preciado y habría podido escoger la especialidad que hubiera querido en cualquier
universidad del país. Aunque había expresado su interés por la psiquiatría, era evidente que
albergaba ciertas reservas.
Yo me aseguré de hablar con Ahmed en varias ocasiones, durante sus entrevistas
preliminares, e hice cuanto pude para transmitirle el entusiasmo por mi especialidad,
explicándole cómo se estaba transformando gracias a la neurociencia, aunque sin perder la
posibilidad de mantener una relación personal con los pacientes. Cuando salieron los
resultados del proceso anual que empareja los centros de formación con los licenciados en
Medicina, me llevé una alegría al ver que Ahmed al final había escogido Psiquiatría y
vendría a Columbia. Más tarde, sin embargo, a mediados del primer año, le entraron dudas
sobre su elección y le comunicó a nuestro director de formación que quería cambiarse a
Neurología.
Me apresuré a reunirme con él. Me explicó que se sentía fascinado por la
abrumadora complejidad de las enfermedades mentales, pero decepcionado por la práctica
clínica de la psiquiatría. «Todavía basamos los diagnósticos en los síntomas y evaluamos la
eficacia de los tratamientos observando al paciente, no empleando mediciones de
laboratorio —se lamentó Ahmed—. Yo quiero sentir que entiendo realmente por qué mis
pacientes están enfermos y qué efectos están produciendo en sus cerebros los tratamientos
para ayudarles.»
¿Cómo podía discutir con él? Las inquietudes de Ahmed eran un estribillo conocido
—repetido por todos, desde Wilhelm Griesinger hasta Tom Insel— y resultaban totalmente
válidas. Aun así, le expliqué que si bien estábamos todavía cerrando la brecha entre los
constructos psicológicos y los mecanismos neurobiológicos, era perfectamente posible
adoptar ambas perspectivas, tal como habían hecho Eric Kandel, Ken Kendler y muchos
otros investigadores psiquiátricos de primera línea. La investigación psiquiátrica más
apasionante en el siglo XXI está ligada a la neurociencia, y todas las grandes figuras de
nuestra profesión tienen alguna formación biológica o neurobiológica. Al mismo tiempo,
aún se producen progresos constantes en el campo de la psicoterapia. La terapia cognitivo-
conductual, una de las formas más eficaces de psicoterapia para la depresión, ha sido
adaptada recientemente por el pionero de la psicodinámica Aaron Beck para tratar los
síntomas negativos de los pacientes esquizofrénicos: un logro extraordinario a cualquier
edad, pero realmente asombroso en el caso de este investigador infatigable que anda ya por
los noventa.
Le dije a Ahmed que su generación sería la que cerraría definitivamente la brecha
entre los constructos psicodinámicos y los mecanismos biológicos y que, dada su capacidad
y su pasión, él podría marcar la pauta en ese proceso. Ahmed es ahora uno de nuestros
mejores estudiantes de Psiquiatría y está realizando un innovador proyecto sobre la
patofisiología de los trastornos psicóticos. Curiosamente, pese a estar centrado en la
investigación neurocientífica, ha demostrado ser un psicoterapeuta hábil y empático, con un
don especial para conectar con los pacientes. A mi juicio, él encarna al psiquiatra del siglo
XXI. Lejos de ser un alienista, un loquero, un distribuidor de fármacos o un neurocientífico
reduccionista, Moshin Ahmed se ha convertido en un médico psiquiátrico compasivo y
pluralista.
DE PSICOSIS A EL LADO BUENO DE LAS COSAS

Ahora que el campo de la psiquiatría ha adquirido el conocimiento científico y la


capacidad clínica para manejar la enfermedad mental con eficacia, y ahora que ha
empezado a atraer a algunos de los estudiantes de mayor talento a la profesión, cambiar la
cultura popular y la actitud de la sociedad hacia la psiquiatría y la enfermedad mental se ha
convertido en la tarea definitiva y acaso más estimulante de todas.
El estereotipo de Hollywood del homicida maníaco quedó indeleblemente grabado
en la imaginación del público con Psicosis, la película de Alfred Hitchcok de 1960. El
protagonista, Norman Bates, es un propietario de motel que se hace pasar por su madre
muerta antes de asesinar a sus huéspedes brutalmente. Sobra decir que ese morboso retrato
ficticio exagera enormemente la realidad clínica. Pero desde el gran éxito de Psicosis, ha
habido en el cine un auténtico desfile de asesinos psicóticos: desde el Michael Myers de
Halloween hasta el Freddy Krueger de Pesadilla en Elm Street o el Jigsaw de Saw.
También constituye una larga tradición en el mundo del cine presentar a los
psiquiatras y demás trabajadores de la salud mental como personas raras, ignorantes o
crueles, empezando por películas como El susto (1946) y Nido de víboras (1948), que
reflejan los horrores de los manicomios, y continuando con Alguien voló sobre el nido del
cuco, El silencio de los corderos (con un director de institución mental arrogante y
manipulador), Inocencia interrumpida (con un pabellón mental para chicas jóvenes donde
el personal se desentiende de los verdaderos problemas de las pacientes), Gótica (con una
clínica mental espeluznante cuyo director es un sádico y un asesino), Shutter Island (con
una institución mental escalofriante y un personal arrogante y violento), Efectos
secundarios (con psiquiatras manipuladores y codiciosas compañías farmacéuticas) e
incluso Terminator 2 (donde el personal de un hospital mental es frío y estúpido, no
compasivo y competente).
En los últimos años, sin embargo, Hollywood ha empezado a presentar otra cara de
la enfermedad mental. La película de Ron Howard Una mente maravillosa cuenta la
historia conmovedora del economista John Nash, que sufría esquizofrenia y, no obstante,
llegó a ganar el Premio Nobel. Otro ejemplo es la exitosa serie de televisión Homeland,
donde aparece una brillante analista de la CIA (interpretada por Claire Danes) que sufre un
trastorno bipolar y recibe el apoyo de su hermana, una psiquiatra inteligente y bondadosa.
Aparte del interés de la trama y de las excelentes interpretaciones, la serie resulta notable
por su retrato auténtico y exacto de los efectos del trastorno y de su tratamiento en la
protagonista, y, al mismo tiempo, muestra que la enfermedad mental no tiene por qué
impedir que una persona alcance un alto nivel profesional.
El lado bueno de las cosas, que fue nominada a la Mejor Película, ofrecía por su
parte un retrato realista de unos personajes atractivos con enfermedades mentales. Esos
personajes llevan una vida activa en la que sus dolencias, lejos de definirlas, solo forman
parte del tejido de su cotidianeidad. Cuando Jennifer Lawrence recogió el Óscar a la Mejor
Actriz por su papel en esta película, proclamó: «Si tienes asma tomas una medicina para el
asma. Si tienes diabetes tomas una medicina para la diabetes. Pero en cuanto tienes que
tomar una medicina para tu cerebro, quedas automáticamente estigmatizado.»
El coprotagonista de Jennifer Lawrence, Bradley Cooper, que interpretaba a un
joven que está recuperándose tras un ataque de trastorno bipolar, se convirtió en un
defensor de la enfermedad mental tras interpretar el papel. Nunca olvidaré lo que Cooper
me dijo en la conferencia celebrada en la Casa Blanca en 2013 sobre Salud Mental, cuando
le pregunté cuál era el motivo de su apoyo a esta causa: «Al trabajar en esta película me
acordé de un viejo amigo al que conocí en secundaria y que sufría una enfermedad mental.
Entonces comprendí a lo que se había enfrentado y me avergonzó no haberle ofrecido
apoyo o comprensión, sino solo ignorancia e indiferencia. Trabajar en la película me llevó a
preguntarme cuántas personas no tienen conciencia del problema como yo no la tenía
entonces, y me hizo pensar que podía contribuir a despertar en ellos esa conciencia tal
como la película la despertó en mí.»
La actriz Glenn Close encarna la mejora que se ha producido en la actitud de
Hollywood respecto a la enfermedad mental. Hace veinticinco años ofreció en Atracción
fatal una interpretación fascinante de un personaje sádico y homicida con un trastorno
límite de la personalidad. Actualmente, Close se ha erigido en la portavoz más visible de
los enfermos mentales en la industria del entretenimiento. Ella fundó la asociación sin
ánimo de lucro Bring Change 2 Mind cuyo objetivo es «acabar con el estigma y la
discriminación que rodea a la enfermedad mental». Close viaja por todo el país instruyendo
a la gente sobre la investigación psiquiátrica y los tratamientos de la enfermedad mental. El
motivo de este activismo es su familia: su hermana Jessie sufre un trastorno bipolar y su
sobrino Calen tiene un trastorno esquizoafectivo.
Muchas celebridades han estado dispuestas a hablar abiertamente de su propia
experiencia de la enfermedad mental. La autora superventas Danielle Steel creó una
fundación en memoria de su hijo, Nick Traina, que se suicidó tras combatir sin éxito con un
trastorno bipolar. El presentador de televisión Dick Cavett y el locutor de 60 Minutes Mike
Wallace han hablado con valentía de su lucha contra la depresión. Catherine Zeta-Jones
reveló que había sido hospitalizada por un trastorno bipolar. Kitty Dukakis, esposa del
candidato a la presidencia Michael Dukakis, escribió un libro sobre el papel vital que había
tenido la terapia electroconvulsiva para controlar su depresión.
Yo he tenido la suerte de llegar a conocer personalmente a Jane Pauley a raíz de su
propia experiencia y de su apoyo público a la enfermedad mental. La ex presentadora del
programa Today explica el papel que ha jugado en su vida el trastorno bipolar en sus libros
Skywriting [Rótulos en el cielo] y Your Life Calling [La vocación de tu vida]. En la pequeña
población de Indiana donde se crio nadie sabía nada de enfermedades mentales, y menos
aún hablaba del tema. Por eso, ella nunca dio excesiva importancia a sus frecuentes
cambios de humor... hasta que, a los cincuenta y un años, fue ingresada en una unidad
psiquiátrica tras un tratamiento con un esteroide —la prednisona— que le causó un grave
episodio maníaco. Esa inesperada hospitalización la impulsó a enfrentarse al fin a la
reprimida historia de cambios de humor que podía observarse en su familia y al hecho de
que ella había sufrido durante años sin saberlo los síntomas de un trastorno bipolar. Jane
habría podido mantener en secreto su dolencia, pero tomó la valiente decisión de hablar
abiertamente del tema.
Otros personajes famosos han propiciado un debate público sobre el estigma de la
enfermedad mental únicamente al conocerse que habían sucumbido a sus efectos. A los
sesenta y tres años, Robin Williams, uno de los cómicos más dotados de su generación —
célebre por su vigoroso y frenético humor— intentó cortarse las muñecas y acabó
colgándose de un cinturón en su dormitorio. Sus admiradores quedaron conmocionados al
saber que un hombre que había compartido tanta alegría y pasión con todo el mundo había
luchado al parecer con una grave depresión durante la mayor parte de su vida. Si bien su
trágico suicidio representó una pérdida inestimable, fue reconfortante al menos observar
que la mayoría de los medios invitaron a profesionales de la salud mental para abordar la
aparente paradoja de un hombre que parecía tan querido y que, sin embargo, sentía que no
tenía motivos para seguir viviendo.
En lo que constituye otro indicio de cómo está cambiando la actitud social en este
terreno, un vástago de la familia política más famosa de Norteamérica se ha erigido en un
apasionado portavoz en defensa de la enfermedad mental. Patrick Joseph Kennedy es el
hijo menor del senador de Massachusetts Edward Kennedy y sobrino del presidente John F.
Kennedy. En 1988, cuando con veintiún años fue elegido miembro de la Casa de
Representantes de Rhode Island, se convirtió en el miembro del clan que ocupaba un cargo
siendo más joven. En 1994 fue elegido miembro del Congreso.
Yo conocí a Patrick en 2006, en una colecta de fondos celebrada en casa de un
amigo. Aunque todavía estaba en el Congreso, su admirable historial legislativo había
quedado ensombrecido por diversas historias de intoxicación etílica e inestabilidad
emocional. En el mes de mayo anterior había estrellado su coche contra una barrera en
Capitol Hill. Poco después, ingresó en la clínica Mayo para desintoxicarse y someterse a
rehabilitación. Cuando yo lo conocí, pese a su imagen dicharachera y encantadora, parecía
un poco frágil e incoherente: síntomas de su trastorno bipolar, supuse.
Cinco años después, volví a encontrarme a Patrick en una convención sobre
atención a la salud mental celebrada en Washington D. C. y me impresionó lo mucho que
había cambiado. Se le veía tranquilo, centrado y receptivo. Cuando le pregunté sobre su
aparente cambio, me explicó que había recibido un tratamiento eficaz para su trastorno
bipolar y su abuso de sustancias tóxicas; que llevaba una vida sana y que se sentía de
maravilla. Al cabo de un año, asistí a su fiesta de compromiso en Nueva York. Después de
los brindis y las felicitaciones, Patrick me llevó aparte y me dijo que había decidido dedicar
la siguiente fase de su carrera a la lucha en defensa de las enfermedades mentales y las
adicciones.

El ex congresista Patrick Kennedy (derecha) con el vicepresidente Joseph Biden y el


autor del libro en el 50 aniversario de la Ley de Centros de Salud Mental Comunitarios,
celebrado el 25 de octubre de 2013 en la Biblioteca Presidencial JKF de Boston.
(Fotografía de Ellen Dallager, Asociación de Psiquiatría Americana, 2014.)
Inspirado por su decisión, al día siguiente decidí por mi parte presentarme a la
presidencia de la APA. Si tenía la suerte de ganar, pensé, Patrick sería el cómplice ideal en
la misión que me había propuesto de eliminar el estigma de la enfermedad mental e
informar a la gente sobre la psiquiatría. Desde entonces, Patrick y yo hemos trabajado
juntos en muchas iniciativas legislativas relacionadas con la psiquiatría, incluidas la Ley de
Paridad de Salud Mental, la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de la Salud Asequible
y la Ley de Ayuda a las Familias en Crisis de Salud Mental. También hemos unido fuerzas
para comunicar al público el verdadero estado de cosas sobre la salud mental, la adicción y
la atención psiquiátrica. Patrick se ha convertido tal vez en el portavoz más visible,
elocuente y eficaz sobre la enfermedad mental en Estados Unidos; y en el primer político
que asume públicamente una enfermedad mental grave de un modo tan positivo.
Los ejemplos de Patrick Kennedy, así como de Bradley Cooper, Glenn Close y Jane
Pauley, han sido seguidos por muchos otros famosos —como Alan Alda, Goldie Hawn y
Arianna Huffington— que están empezando a utilizar su visibilidad e influencia para
concienciar a la opinión pública sobre la enfermedad mental. No deja de ser un buen
comienzo, aunque la verdad es que solo superaremos el estigma de las enfermedades
mentales cuando la gente se convenza del todo de que la ciencia médica entiende sus
mecanismos y puede proporcionar un tratamiento efectivo. Por fortuna, hay algunos
avances todavía más impresionantes a la vuelta de la esquina.
UN LUMINOSO FUTURO

Durante los últimos doscientos años, la historia de la psiquiatría se ha caracterizado


por largos períodos de estancamiento salpicados de cambios tan repentinos como radicales;
muchos de los cuales, por desgracia, no resultaron positivos. Pero ahora hemos entrado en
un período de progresos científicos que habrá de traer innovaciones más deslumbrantes que
cualquiera de las precedentes.
Una de las áreas de investigación más prometedoras es la genética. Es
prácticamente seguro que ningún gen aislado es el responsable de una enfermedad mental
en concreto, pero actualmente, mediante técnicas cada vez más potentes, estamos
empezando a comprender cómo ciertos patrones o conjuntos de genes aumentan los niveles
de riesgo. Estas marcas genéticas nos llevarán a un diagnóstico más preciso de los
pacientes. También nos permitirán una identificación precoz de las personas vulnerables a
las enfermedades mentales graves, lo que posibilitará intervenciones preventivas.
La familia de Glenn Close proporcionó uno de los primeros ejemplos de aplicación
de la genética a la psiquiatría. En 2011, su hermana Jessie y su sobrino Calen se ofrecieron
como voluntarios para un estudio del hospital McLean de Massachusetts, dirigido por la
doctora Deborah Levy, una psicóloga de Harvard. Un análisis genético del ADN de Jessie y
Calen (empleando métodos del tipo ROMA) reveló que tenían en común una variante
genética rara. Esa variante generaba un exceso de copias del gen que produce el enzima
encargado de metabolizar la glicina, un aminoácido que ha sido relacionado con los
trastornos psicóticos (pues contribuye a modular la actividad del neurotransmisor excitador
glutamato). El exceso de copias de ese gen implicaba que Jessie y Calen tuvieran un déficit
de glicina, ya que su cuerpo producía demasiada cantidad del enzima encargado de
metabolizarla. Cuando la doctora Levy les administraba un suplemento de glicina, los
síntomas psiquiátricos de Jessie y Calen mejoraban notablemente. Era como mirar cómo le
baja la fiebre a un paciente después de darle una aspirina. Cuando dejaban de tomar el
suplemento de glicina, sus síntomas empeoraban.
El uso de una prueba genética en el caso de la hermana y el sobrino de Glenn Close
para identificar un fármaco capaz de mejorar sus dolencias mentales fue una de las primeras
aplicaciones a la psiquiatría de la medicina personalizada. Y encierra sin duda la promesa
de revolucionar el diagnóstico y el tratamiento de la enfermedad mental.
Estoy convencido de que pronto dispondremos de pruebas diagnósticas útiles para
la enfermedad mental. Además de estos progresos para la obtención de pruebas genéticas,
hay otras tecnologías prometedoras que podrían proporcionar pruebas útiles en el
diagnóstico y la elección del tratamiento, como la electrofisiología (que permitiría realizar
un test de la actividad cerebral semejante al electrocardiograma), la serología (que
posibilitaría un análisis de sangre semejante a las pruebas para determinar el colesterol o el
antígeno prostático específico) y las imágenes cerebrales IRM y TEP (con las que podrían
detectarse marcas distintivas en las estructuras y las actividades cerebrales). La Agencia de
Alimentos y Medicamentos aprobó recientemente el uso de la tomografía TEP para la
enfermedad de Alzheimer, y estamos muy cerca de poder emplear las imágenes cerebrales
para diagnosticar el autismo. Cuando llegue ese momento, en vez de los falsos diagnósticos
de Daniel Amen con tomografía SPECT, dispondremos de métodos de diagnóstico
científicamente probados mediante las técnicas de imagen cerebral.
También en otros frentes se están produciendo avances en el tratamiento
psiquiátrico. Se encuentran en fase de desarrollo nuevos fármacos más precisos en cuanto a
sus mecanismos y a sus zonas de actuación en el cerebro. La terapia de estimulación
cerebral (una modalidad de tratamiento iniciada con la terapia electroconvulsiva) está
experimentando progresos notables. Los investigadores han ideado dos nuevos tipos de
estimulación cerebral mucho menos invasivos que la TEC: la estimulación magnética
transcraneal (EMT) y la estimulación transcraneal de corriente directa (TDCS). Estas
terapias emplean campos magnéticos y pequeñas corrientes eléctricas para estimular o
aplacar la actividad cerebral en regiones específicas, sin provocar un acceso de
convulsiones; y no son invasivas ni requieren anestesia. Pueden emplearse para actuar
sobre determinadas zonas del cerebro que se consideran la fuente de los síntomas de
psicosis, depresión y ansiedad.
Para las dolencias mentales más graves que no responden a la medicación ni a otras
terapias de estimulación cerebral, la estimulación cerebral profunda (ECP) ofrece nuevas
esperanzas. En este caso, hay que proceder a implantar quirúrgicamente un electrodo en una
estructura neural fijada con precisión. Aunque el procedimiento es altamente invasivo y
requiere neurocirugía, ha sido empleado con éxito como último recurso para tratar casos
extremos de depresión y trastorno obsesivo-compulsivo, y también trastornos neurológicos
como la enfermedad de Parkinson y la distonía de torsión.
En la investigación psicoterapéutica está surgiendo una vía prometedora a partir de
la neurociencia cognitiva, una disciplina que estudia el software del cerebro. Estas
investigaciones han empezado a aclarar las bases neurológicas de las funciones mentales
que pueden modificarse mediante psicoterapia; y también de aquellas que no pueden
corregirse con psicoterapia. Ahora empezamos a comprender que hay procesos
neurobiológicos específicos que se encuentran activos durante la psicoterapia, y podemos
utilizar esta información para refinar las técnicas psicoterapéuticas y aplicarlas solo a las
dolencias en las que tengan más probabilidades de resultar útiles.
Otros investigadores utilizan ciertos fármacos para reforzar la eficacia de la
psicoterapia. Los antidepresivos, los antipsicóticos y los ansiolíticos se emplean con gran
frecuencia con el fin de reducir los síntomas que interfieren en la capacidad del paciente
para beneficiarse de la psicoterapia. Resulta difícil comunicarse de una forma coherente
cuando tienes pensamientos psicóticos o escuchas gritos en tu cabeza, o cuando estás
gravemente deprimido o paralizado por la ansiedad. Los fármacos que refuerzan el
aprendizaje y la neuroplasticidad pueden aumentar la eficacia de la psicoterapia y reducir el
número de sesiones necesarias para producir un cambio.
Un ejemplo de estos efectos sinérgicos es la combinación de la terapia cognitivo-
conductual con la D-cicloserina, un fármaco aprobado inicialmente para el tratamiento de la
tuberculosis. Los científicos han descubierto que la D-cicloserina refuerza el aprendizaje al
actuar sobre los receptores de glutamato del cerebro. Cuando la D-cicloserina se emplea
junto con la terapia cognitivo-conductual parece realzar sus efectos. Tratamientos similares
con fármacos y psicoterapia se han aplicado con éxito en pacientes con trastorno obsesivo-
compulsivo, trastornos de ansiedad y TEPT.
Otro ejemplo reciente procede del laboratorio de mi colega Scott Small, neurólogo
de la Universidad de Columbia. Small descubrió que un extracto de flavanoles del cacao
mejoraba espectacularmente la memoria de las personas con un deterioro de la misma
asociado a la edad, al estimular la actividad neuronal en el hipocampo. Estos compuestos
nutracéuticos pueden aportar un nuevo enfoque a la rehabilitación cognitiva.
Estamos asistiendo también a los inicios de una oleada de aplicaciones de Internet
para dispositivos móviles que ayudan a los pacientes a seguir puntualmente el tratamiento,
que les proporcionan apoyo terapéutico adicional y les permiten mantenerse en contacto
virtual con los profesionales que les atienden. David Kimhy, director del Laboratorio de
Psicopatología Experimental de la Universidad de Columbia, desarrolló una aplicación para
dispositivos móviles que los pacientes esquizofrénicos pueden utilizar cuando están
angustiados. Si sus alucinaciones auditivas se intensifican, pueden activar un guion
cognitivo-conductual en su smartphone que les da instrucciones para enfrentarse con los
síntomas.
Pantalla 1: ¿Oye voces ahora mismo? [Sí/No]
Pantalla 2: ¿Qué fuerza tiene la voz? [Escala 1-100]
Pantalla 3: ¿Qué le gustaría hacer?
Ejercicio de relajación
Actividades placenteras
Explorar causas
Nada
Pantalla 4.1: Ejercicio de relajación: [Ejercicio de respiración guiado a través de la
pantalla durante 45 segundos]
Richard Sloan, director de Medicina Conductual del departamento de Psiquiatría de
Columbia, monitoriza las bioseñales (el ritmo cardíaco, la presión sanguínea, la respiración,
la temperatura, la tensión muscular) de los pacientes mediante accesorios diversos, desde
muñequeras hasta chalecos con sensores incorporados, que transmiten en tiempo real la
información y proporcionan un registro virtual de su estado emocional.
La psiquiatría ha recorrido un largo camino desde los tiempos en los que
encadenaban a los lunáticos en frías celdas de piedra y los exhibían como fenómenos de
feria ante un público boquiabierto. Tras un recorrido difícil y a veces poco glorioso, mi
profesión ejerce ahora una fundamentada y eficaz medicina de la salud mental; una
medicina que proporciona la mayor satisfacción de la carrera de un psiquiatra: la de poder
presenciar auténticas victorias clínicas. A menudo, estas victorias no solo implican un alivio
de los síntomas de un paciente, sino la transformación completa de la vida de una persona.
Hace unos años, tuve una paciente parecida a Abigail Abercrombie, que sufría
ataques de pánico y había estado confinada en casa durante dos décadas. Al principio, debía
visitarla a domicilio, porque ella se negaba a abandonar la lúgubre seguridad de su estrecho
apartamento de Manhattan. Cuando finalmente fue capaz de venir a mi despacho, se
sentaba cerca de la puerta abierta y dejaba la bicicleta apoyada junto al umbral para poder
emprender la huida en cualquier momento. Ahora, sale de excursión con su marido, se
relaciona con sus amistades, lleva a sus hijos al colegio, y me dice: «Me siento como si mi
mundo se hubiera vuelto cien veces más grande.»
Traté a un hombre de cincuenta años que llevaba prácticamente toda su vida
padeciendo una depresión y había intentado suicidarse dos veces. Había dejado numerosos
empleos y era incapaz de mantener una relación sentimental. Después de dos meses de
tratamiento con antidepresivos y psicoterapia, sintió que se había alzado un velo de
oscuridad y me preguntó: «¿Es así como se siente la mayoría de la gente? ¿Es así como
vive la mayoría de la gente?»
Mi amigo Andrew Solomon también sufrió una depresión suicida durante años,
antes de recibir un tratamiento eficaz. Escribió con gran elocuencia sobre su enfermedad en
El demonio de la depresión, que fue finalista del Premio Pulitzer y ganador del National
Book Award. Hoy en día, está felizmente casado y disfruta de una exitosa carrera de
escritor, activista y cotizado orador. «Sin la moderna psiquiatría —me asegura Solomon—,
creo de verdad que ya podría estar muerto.»
No hace tanto tiempo, las personas que padecían un trastorno bipolar como Patrick
Kennedy tenían motivos sobrados para pensar que sus vidas habrían de conducirles
inexorablemente a la ruina financiera, la humillación pública y el fracaso en sus relaciones.
Kay Jamison, otra querida amiga, vivía zarandeada entre vertiginosos arrebatos de manía y
abrumadoras crisis de depresión cuando estaba en el penúltimo año de Psicología en la
UCLA. Sus perspectivas parecían muy sombrías. Hoy en día es profesora de psiquiatría en
la Universidad Johns Hopkins y fue calificada como «Héroe de la Medicina» y como una
de las «Mejores doctoras de Estados Unidos» por la revista Time. Su obra, que incluye
cinco libros, ha sido tremendamente elogiada y le valió un doctorado honoris causa por la
Universidad St. Andrews. Asegura que la psiquiatría le ha «devuelto la vida».
¿Y qué hay de la más grave y aterradora de las enfermedades de la psiquiatría, del
azote supremo de la mente: de la esquizofrenia? Actualmente, si una persona con
esquizofrenia, la forma más virulenta de psicosis, acude a un departamento de Psiquiatría
de un centro médico importante y se somete plenamente a un tratamiento de calidad —y lo
sigue una vez que le dan el alta—, el resultado más probable es que se recupere y que
pueda llevar una vida independiente y proseguir sus estudios o su carrera. Vean el caso de
mi amiga Elyn Saks.
Elyn se crio en una familia de clase media alta de Miami y disfrutó del amor de sus
padres y de las rutilantes comodidades de una infancia ideal, como pintada por Norman
Rockwell. Aunque de modo retrospectivo pueda decirse tal vez que hubo ya entonces
algunos indicios de la dolencia que sufriría (cuando tenía ocho años, Elyn no se iba a la
cama hasta que todos sus zapatos y sus libros estaban ordenados según un orden estricto e
invariable; y con frecuencia se tapaba la cabeza con la colcha porque había alguna sombra
amenazadora acechando junto a la ventana), cualquier visitante casual al hogar de los Saks
la habría considerado una niña alegre, inteligente y normal. No fue sino al entrar en la
universidad, la Vanderbilt, en Nashville, cuando su conducta empezó a cambiar.
Por de pronto, se deterioró su higiene. Elyn dejó de ducharse regularmente y con
frecuencia llevaba la misma ropa durante días, hasta que sus amistades le decían que se
cambiara. Después, su conducta se volvió realmente preocupante. En una ocasión salió
corriendo de la habitación de su residencia sin motivo aparente, abandonando a una amiga
que había ido a verla desde Miami, y empezó a dar vueltas por el patio a pesar del frío
terrible, agitando una manta por encima de la cabeza y proclamando a gritos que podía
volar. Sin embargo, estos signos premonitorios no hicieron que fuese sometida a
tratamiento ni impidieron que se graduara como primera de su promoción y que ganara una
beca Marshall para estudiar en la Universidad de Oxford, en Inglaterra.
Fue allí donde experimentó su primera crisis psicótica. Ella describe este episodio
en su laureado libro The Center Cannot Hold: My Journey Through Madness [El centro se
desmorona: mi viaje a través de la locura]: «Era incapaz de dormir; un mantra resonaba en
mi cabeza: soy una mierda y merezco morir. Soy una mierda y merezco morir. Soy una
mierda y merezco morir. El tiempo se detuvo. En mitad de la noche, estaba convencida de
que el día no llegaría jamás. Me acosaban por todas partes pensamientos de muerte.»
Elyn fue hospitalizada con un diagnóstico de esquizofrenia; y, no obstante —era en
1983—, la trataron básicamente con psicoterapia. No le prescribieron ninguna medicación.
Cuando le dieron el alta, se las arregló para terminar sus estudios en Oxford e
incluso consiguió entrar en la Facultad de Derecho de Yale. Pero su dolencia empeoró. En
New Haven, empezó a creer que la gente le leía el pensamiento e intentaba controlar sus
movimientos y su conducta. Además, sus pensamientos eran inconexos y estrafalarios y,
cuando hablaba, apenas lograba hacerlo con coherencia. Una tarde fue a la oficina de su
profesora de Contratos, una mujer inteligente y divertida que Elyn tenía idealizada porque
«ella es Dios y yo me calentaré en su resplandor divino». La profesora, al ver que tenía un
aspecto y un comportamiento tan extraños, le dijo que estaba preocupada por ella y le
propuso acompañarla a casa en cuanto hubiera terminado una tarea en su oficina.
Entusiasmada, Elyn se levantó de un salto y se subió al alféizar de la ventana.
Balanceándose y moviendo los pies, empezó a cantar a pleno pulmón la Oda a la alegría de
Beethoven. La volvieron a hospitalizar, esta vez contra su voluntad, inmovilizándola y
medicándola a la fuerza.
Elyn me explicó que la peor experiencia de su vida se produjo entonces, cuando se
dio cuenta de que estaba mentalmente enferma, de que sufría una esquizofrenia incurable y
perpetua que deformaba su mente. Estaba convencida de que jamás tendría una vida
normal. «Pensaba que habría de reducir drásticamente el alcance de mis sueños —me dijo
—. A veces lo único que deseaba era morir.» Pero en New Haven se tropezó con un
psiquiatra pluralista —el «doctor White», en sus memorias—: un psicoanalista freudiano
que admitía el poder terapéutico de los psicofármacos. El doctor White le aportó estabilidad
y esperanza hablando día tras día con ella mientras aguardaba a que la medicación le
hiciera efecto, y siguió tratándola a partir de entonces. Finalmente, Elyn fue sometida a un
tratamiento con clozapina, un nuevo antipsicótico con poderes terapéuticos superiores, cuyo
uso se aprobó en 1989 en Estados Unidos.
Animada por el doctor White, Elyn decidió que no iba permitir que la enfermedad
determinara su destino. Empezó a leer todo lo que pudo sobre la esquizofrenia y a participar
voluntariosamente en todos sus tratamientos. Poco después, estaba funcionando otra vez
con normalidad y volvía a llevar una vida lúcida. Ella está convencida de que el amor
inquebrantable de su familia y luego de su esposo fueron esenciales para su recuperación; y
yo que los he conocido, coincido plenamente con ella.
Con el apoyo de sus allegados y de una psiquiatría pluralista, Elyn ha llegado a
disfrutar de una trayectoria profesional extraordinaria como académica jurídica, defensora
de la enfermedad mental y autora de varios libros de éxito. Actualmente es vicedecana y
profesora de Derecho, Psicología, Psiquiatría y Ciencias de la Conducta en la Universidad
Southern California. Ha obtenido, entre otros, el premio MacArthur «Genius» y
recientemente pronunció una conferencia TED instando a tratar con compasión a los
enfermos mentales y reconociendo la importancia de la empatía en su propia recuperación.
Elyn Saks, Kay Jamison y Andrew Solomon no solo lograron que se mitigaran sus
síntomas. Con la ayuda de un tratamiento científicamente probado y eficaz, y de una
atención compasiva y afectuosa, llegaron a descubrir una identidad completamente nueva
dentro de sí mismos. Esto era un sueño imposible hace un siglo y no era en modo alguno la
norma hace solo treinta años, cuando yo inicié mi carrera médica. Hoy en día, la
recuperación no solo es posible, sino esperable. Todas las personas con una enfermedad
mental pueden fijarse como objetivo una vida satisfactoria y libremente escogida.
Sin embargo, pese a estos progresos y a los cambios positivos en la actitud de la
sociedad hacia la enfermedad mental y la psiquiatría, no me dejo llevar por la ilusión de
que los espectros del pasado se hayan desvanecido para siempre o de que mi profesión se
haya librado de las suspicacias y el desprecio. Más bien pienso que, tras un largo y
tumultuoso camino, la psiquiatría ha llegado a un momento especialmente propicio de su
evolución: un momento que vale la pena festejar, pero que constituye también una
oportunidad para reflexionar en el trabajo que aún tenemos por delante. En este sentido,
acude a mi memoria la famosa declaración de Winston Churchill tras el triunfo británico
largamente esperado en la Batalla de El Alamein en 1942. Esa fue la primera victoria de los
Aliados en la Segunda Guerra Mundial, después de una larga serie de desmoralizantes
derrotas. Aprovechando la ocasión, Churchill anunció al mundo: «Esto no es el final. Ni
siquiera es el principio del final. Pero es, tal vez, el final del principio.»
Agradecimientos

Tengo la suerte de haber recibido muchos apoyos y consejos en el curso de mi vida


y de mi carrera. Y la redacción de este libro no ha sido una excepción. Por encima de todo,
estoy en deuda con mis padres, Howard y Ruth, cuyo amor e influencia formaron mis
valores, mi posición moral y mi visión del mundo; con mi esposa, Rosemarie, y con mis
hijos, Jonathan y Jeremy, que han enriquecido inmensamente mi vida, apoyado mis
esfuerzos y soportado gentilmente mis muchas ausencias de su lado y de la vida familiar,
ocasionadas por una crónica y excesiva dedicación a mis actividades profesionales
(también conocida como «adicción al trabajo»).
Cuando consideré por primera vez seriamente la idea de escribir este libro, Jim
Shinn, un querido amigo y profesor de Economía Política y Relaciones Internacionales de
Princeton, me ayudó a deslindar el meollo de la historia a partir de un amasijo informe de
ideas. También me aconsejó que hablara con el oncólogo y compañero de facultad en
Columbia Siddhartha Mukherjee, quien tuvo la amabilidad de dedicarme una hora
tremendamente iluminadora. Su libro El emperador de todos los males, ganador del Premio
Pulitzer, ha sido para mí un modelo y una fuente de inspiración.
Ya con un plan en la cabeza, pedí el consejo de algunos amigos que además son
brillantes escritores. Kay Jamison, Oliver Sacks y Andrew Solomon me animaron,
orientaron mis ideas iniciales y me ayudaron a navegar por el mundo editorial y el proceso
de edición. Peter Kramer, como psiquiatra habituado a escribir para el público general, me
dio útiles consejos.
Debo dar las gracias a mi amiga y vecina Jennifer Weis, editora de St. Martin’s
Press, que me presentó a mi agente, Gail Ross, de la agencia Ross-Yoon. Gail tomó la idea
que le lancé, la transformó con destreza en algo más accesible y me puso en contacto con
Ogi Ogas, neurocientífico y consumado escritor. Ogi y yo congeniamos y, durante los
dieciocho meses siguientes, mientras desarrollábamos el proyecto y creábamos el
manuscrito, nos convertimos prácticamente en gemelos siameses. Sus aportaciones
inestimables y su inquebrantable dedicación resultaron siempre evidentes, pero nunca de
forma tan espectacular como cuando convenció a su prometida para que postergaran la luna
de miel y él pudiera terminar conmigo el libro a tiempo.
Numerosos colegas me brindaron generosamente su tiempo y me proporcionaron
valiosa información durante el proceso de investigación: Nancy Andreasen, la eminente
investigadora y profesora de Psiquiatría de la Universidad de Iowa; Aaron Beck, creador de
la terapia cognitivo-conductual y profesor emérito de Psiquiatría de la Universidad de
Pensilvania; Bob Spitzer, director del DSM-III y profesor emérito de Psiquiatría de la
Universidad de Columbia, que me habló, junto con Janet Williams, su esposa y miembro
del grupo de trabajo del DSM-III, de su experiencia con el Manual y de la evolución de la
psiquiatría; Jean Endicott y Michael First, facultativos de la Universidad de Columbia que
trabajaron con Spitzer y en varias ediciones del DSM; Robert Innis, eminente científico y
jefe de Imagen Molecular del Instituto Nacional de Salud Mental, que me asesoró sobre el
impacto del escáner en psiquiatría; Robert Lifton, psiquiatra, activista y autor, así como
miembro de la Facultad de Medicina de la Universidad de Columbia, que me describió su
experiencia en la época de la guerra del Vietnam y su colaboración con Chaim Shatan; Bob
Michels, antiguo decano de la Facultad de Medicina de Cornell, eminente psiquiatra e
investigador psicoanalítico, que, con gran erudición, me expuso la trayectoria del
psicoanálisis en la psiquiatría americana; Roger Peele, el iconoclasta ex jefe de Psiquiatría
del hospital St. Elizabeths de Washington D. C., y durante largos años presidente de la
Asociación Psiquiátrica Americana, que me relató su experiencia directa del proceso del
DSM-III; Harold Pincus, ex director de investigación de la APA y subdirector del DSM-IV,
que me proporcionó una informativa perspectiva de la APA y el DSM; Myrna Weissman, la
eminente epidemióloga psiquiátrica y profesora de Psiquiatría de la Universidad de
Columbia, que me describió cómo creó junto con su difunto marido, Gerry Klerman, la
psicoterapia interpersonal. Tim Walsh y Paul Appelbaum, eminentes psiquiatras y
profesores de Columbia, me dieron su opinión sobre determinados pasajes del manuscrito.
Glenn Martin ejerció de enlace de la asamblea de la APA con el grupo de trabajo del DSM-
5 y me ayudó a recordar la cronología de los hechos en el proceso de elaboración. Brigitt
Rok, amiga y psicóloga clínica, me dio su opinión sobre algunos pasajes del manuscrito
desde el punto de vista del personal sanitario. Mi amigo y colega Wolfgang Fleischhacker,
jefe de Psiquiatría Biológica de la Universidad de Innsbruck, me ilustró sobre la evolución
histórica de la psiquiatría alemana y austriaca, y tradujo algunos documentos clave del
alemán al inglés.
La obra erudita de Hannah Decker The Making of DSM-III: A Diagnostic Manual’s
Conquest of American Psychiatry [La elaboración del DSM-III: cómo conquistó un manual
diagnóstico la psiquiatría americana] constituyó para mí una fuente inestimable de
información.
Cuatro eminencias se tomaron generosamente la molestia de revisar extensas
secciones del manuscrito en varios borradores sucesivos e hicieron detallados comentarios.
Andrew Solomon nos dio, al examinar una versión inicial, sabios pero estimulantes
consejos que nos situaron en el camino correcto. Eric Kandel, el célebre científico, autor y
premio Nobel, que es también profesor de la Universidad de Columbia, mantuvo conmigo
varias conversaciones sobre la psiquiatría pasada y presente, y me proporcionó materiales
importantes y valiosos comentarios sobre algunas secciones del manuscrito. Fuller Torrey,
el investigador, autor y comentarista, y defensor de los enfermos mentales, y Ken Kendler,
el reputado genetista, académico y profesor de Psiquiatría de la Universidad Virginia
Commonwealth, pasaron largos períodos revisando borradores casi completos del
manuscrito y dando detalladas opiniones.
Quiero expresar también mi reconocimiento a Peter Zheutlin, un escritor de temas
científicos que me ayudó en un proyecto anterior que sentó la base de este libro, y al
periodista Stephen Fried, miembro de la Facultad de Periodismo de Columbia, que me dio
sabios consejos sobre el modo de escribir eficazmente para audiencias no profesionales.
Gracias a Michael Avedon, Annette Swanstrom y Eve Vagg por tomar y buscar
fotografías para el libro. Yvonne Cole y Jordan DeVylder ayudaron en la investigación, e
Yvonne y Monica Gallegos se encargaron de obtener permisos para las fotos y las citas
empleadas en el libro. Y lo que es quizá más importante, Susan Palma y Monica Gallegos
manejaron activamente mi agenda para dejarme tiempo libre para escribir el libro.
Cuando mi agente y yo contactamos con varios posibles editores, Tracy Behar,
ahora mi editora, reaccionó con abierto entusiasmo (junto con la editora Reagan Arthur) y
nos ofreció un precontrato con Little, Brown. Durante la elaboración del libro, Tracy, junto
con su asistente Jean Garnett, nos guio con habilidad y experiencia. Sus incisivos
comentarios y oportunas sugerencias contribuyeron a darle al libro su forma y su extensión
definitivas.
Finalmente, quiero expresar mi gratitud a mis profesores, tutores, colegas
psiquiátricos y científicos, así como a los profesionales de la salud mental, por todo lo que
me han enseñado, por las experiencias que me han brindado y por sus esfuerzos para
mejorar nuestro conocimiento de —y nuestra atención a— los enfermos mentales. Como
todo lo que hacemos juntos, este libro está animado por el deseo de mejorar las vidas de las
personas con dolencias mentales. Me siento agradecido a mis pacientes por las lecciones
que me han impartido, y por haberle dado un propósito a mi vida.
Créditos

«El cerebro es más ancho que el cielo», reproducido con el permiso de los editores y
de la junta directiva del Amherst College, de The Poems of Emily Dickinson, editado por
Thomas H. Johnson, Cambridge, Mass.; The Belknap Press of Harvard University Press,
Copypright © 1951, 1955 por el presidente y los directivos del Harvard College. Copyright
© renovado 1979, 1983 por el presidente y los directivos del Harvard College. Copyright
© 1914, 1918, 1919, 1924, 1929, 1930, 1932, 1935, 1937, 1942, por Martha Dickinson
Bianchi. Copyright © 1952, 1957, 1958, 1963, 1965, por Mary L. Hampson; «Gee, Officer
Krupke» (de West Side Story) por Leonard Bernstein y Stephen Sondheim. © 1956, 1957,
1958, 1959, por Amberson Holdings LLC y Stephen Sondheim. Copyright renovado.
Leonard Bernstein Music Publishing Company LLC, publisher. Boosey & Hawkes, agent
for rental. International copyright garantizado. Reimpreso con permiso; extracto de los
Notebooks de Tennessee Williams reproducido con el permiso de Georges Borchardt, Inc.
por la University of the South. Copyright © 2006 por la University of the South; «Mother’s
Little Helper», escrita por Mick Jagger y Keith Richards. Publicada por ABKCO Music,
Inc. Utilizada con permiso. Todo los derechos reservados; diálogo Terapia Cognitivo
Conductual publicado con permiso de Taylor y Francis Group LLC Books, de Cognitive
Behavioral Therapy for Adult ADHD: An Integrative Psychosocial and Medical Approach,
J. Russell Ramsay y Anthony L. Rostain, 2007; permiso otorgado a través de Copyright
Clearance Center, Inc.
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Acerca del autor

Jeffrey A. Lieberman, doctor en Medicina, ha dedicado su carrera de más de treinta


años a atender a sus pacientes y a estudiar la naturaleza y el tratamiento de la enfermedad
mental. El doctor Lieberman es titular de la cátedra Lawrence C. Kolb y director de
Psiquiatría en la facultad de Medicina y Cirugía de la Universidad de Columbia y director
del Instituto Psiquiátrico del estado de Nueva York. Asimismo, es director Lieber de
Investigación sobre la Esquizofrenia en el departamento de Psiquiatría de Columbia y
ejerce como psiquiatra jefe en el hospital Presbiteriano de Nueva York y Centro Médico de
la Universidad de Columbia. Su trabajo ha ampliado nuestro conocimiento de la historia y
el tratamiento de los trastornos psicóticos y ha contribuido de un modo fundamental a
alcanzar los niveles actuales de atención sanitaria, así como a desarrollar nuevas
medicaciones terapéuticas y estrategias decisivas para la detección precoz y la prevención
de la esquizofrenia.
El doctor Lieberman es autor de más de quinientos artículos publicados en revistas
científicas y ha editado y coeditado doce libros sobre la enfermedad mental y la psiquiatría.
Ha recibido numerosos premios y distinciones, incluyendo el premio Lieber de
Investigación sobre la Esquizofrenia, otorgado por la Brain and Behavior Research
Association, el premio Adolph Meyer de la Asociación Psiquiátrica Americana, el premio
Stanley R. Dean de Investigación sobre la Esquizofrenia otorgado por el American College
of Psychiatry, el premio de Investigación de la National Alliance on Mental Illness, y el
premio de Neurociencia del International College of Neuropshychopharmacology. Ex
presidente de la Asociación Psiquiátrica Americana, forma parte de numerosas
organizaciones científicas y en 2000 fue elegido miembro del National Academy of
Sciences Institute of Medicine.
Vive con su esposa en Nueva York.

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