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Jeffrey A. Lieberman
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4. Cómo destruir los Rembrandts, Goyas y Van Goghs: los antifreudianos salen al
rescate
Agradecimientos
Créditos
EMILY DICKINSON
Introducción
Hace unos años, un personaje muy famoso —vamos a llamarlo señor Conway—
trajo de mala gana a mi consulta a su hija de veintidós años. Elena se había tomado una
licencia en la Universidad de Yale, me explicó el señor Conway, a causa de ciertos
problemas relacionados con un misterioso descenso en sus calificaciones. El señor Conway
asintió, pensativo, y añadió que la disminución de rendimiento de Elena era el resultado de
«una falta de motivación y de confianza en sí misma».
Para afrontar los problemas detectados en su hija, los Conway habían contratado a
toda una serie de expertos en motivación, coaches personales y tutores. Pese a esta carísima
camarilla de asesores, Elena no había mejorado. De hecho, uno de los tutores había
apuntado (con ciertos titubeos, dada la celebridad del señor Conway) que «Elena tiene un
problema». Los Conway desecharon la inquietud del tutor, pensando que era una excusa
para justificar su propia incompetencia, y siguieron buscando métodos para ayudar a que
«se sacudiera de encima el bajón y se pusiera las pilas».
Recurrieron a la meditación y a los agentes neuropáticos y, cuando esto no
funcionó, gastaron todavía más dinero en sesiones de hipnosis y acupuntura. A decir
verdad, habían hecho todo lo posible para evitar acudir a un psiquiatra hasta que se produjo
«el incidente».
Mientras viajaba en metro hacia la parte alta de Nueva York para almorzar con su
madre, Elena fue abordaba por un hombre de mediana edad, parcialmente calvo y ataviado
con una mugrienta chaqueta de cuero, que la engatusó para que se bajara del vagón. Sin
informar a su madre, Elena se saltó la cita con ella y acompañó al hombre al sórdido
apartamento que tenía en unos bajos del Lower East Side. Mientras él le preparaba en la
cocina una bebida alcohólica, Elena respondió por fin a una llamada desesperada que su
madre le hizo con el móvil.
Cuando la señora Conway supo dónde estaba, llamó a la policía, que apareció
rápidamente y la llevó con sus padres. Elena no protestó por esta abrupta intervención de su
madre; de hecho, no pareció perturbada en absoluto por el incidente.
Mientras los Conway me relataban todo esto en mi despacho de Manhattan, me
pareció evidente que querían a su hija y que estaban verdaderamente preocupados por su
bienestar. Teniendo como tengo dos hijos, me resultó fácil identificarme con su angustia
ante lo que había podía haberle sucedido a su hija. Pero, a pesar de toda su preocupación,
ellos no dejaron de expresar abiertamente sus dudas sobre la necesidad de mis servicios. En
cuanto tomaron asiento, lo primero que me dijo el señor Conway fue: «Debo decírselo de
entrada, yo no creo que mi hija necesite un loquero.»
La profesión a la que he dedicado toda mi vida sigue siendo la que inspira más
desconfianza, más temor y desprecio de todas las especialidades médicas. No existe un
movimiento anticardiología que exija la desaparición de los especialistas cardiovasculares.
No existe un movimiento antioncología que impugne el tratamiento contra el cáncer. Pero sí
existe un enorme y ruidoso movimiento antipsiquiátrico que exige que se controle a los
psiquiatras, que se reduzca su número o que se eliminen por completo de la práctica
médica. Como director del departamento de Psiquiatría de la Universidad de Columbia, jefe
de Psiquiatría de hospital Presbiteriano de Nueva York y centro médico de la Universidad
de Columbia, y antiguo presidente de Asociación Americana de Psiquiatría, he recibido
todas las semanas correos electrónicos que formulaban críticas como las siguientes:
«Sus falsos diagnósticos existen únicamente para enriquecer a la Gran Industria
Farmacéutica.»
«Ustedes toman conductas perfectamente normales y las tildan de enfermedades
para justificar su existencia.»
«No hay trastornos mentales, solo mentalidades diversas.»
«Ustedes, los matasanos, no tienen ni puta idea de lo que hacen. Pero deben saber
una cosa: sus fármacos destruyen el cerebro de la gente.»
Estos escépticos no cuentan con la psiquiatría para ayudar a resolver problemas de
salud mental. Afirman, por el contrario, que el problema mental... es la psiquiatría. En todo
el mundo, la gente mira con suspicacia a los «loqueros»: el epíteto más común para
describir a los engreídos charlatanes que supuestamente integran mi profesión.
Hice caso omiso del escepticismo de los Conway y empecé a evaluar a Elena
escuchando su historia y solicitando a sus padres detalles médicos y biográficos. Elena,
según descubrí, era la mayor y las más inteligente de los cuatro hijos de los Conway, y la
que parecía presentar un potencial más evidente. Todo en su vida había ido de maravilla,
me confesaron con tristeza sus padres, hasta su segundo año en Yale.
Abierta, sociable y popular durante el primer año de universidad, Elena, en el plazo
de unos pocos meses, había dejado de comentar con sus padres y amigos su vida en la
hermandad de mujeres y sus intereses sentimentales. Adoptó una dieta estrictamente
vegetariana y se obsesionó con la Cábala, creyendo que su secreta simbología habría de
llevarla al conocimiento cósmico. Su asistencia a clase se volvió irregular y sus
calificaciones cayeron en picado.
Al principio sus padres no se preocuparon por estos cambios. «Hay que darles
margen a los chicos para que se encuentren a sí mismos», apuntó la señora Conway. «Yo,
desde luego, fui a mi propia bola cuando tenía su edad», asintió el señor Conway. Pero los
padres de Elena se preocuparon finalmente tras una llamada telefónica desde el centro de
salud estudiantil de Yale.
Elena había acusado a unas chicas de su hermandad de meterse con ella y de robarle
una pulsera de oro. Sin embargo, al ser interrogadas por las autoridades universitarias, las
compañeras de hermandad de Elena negaron cualquier tipo de acoso y aseguraron que no
habían visto ninguna pulsera de oro. Ellas habían observado, por su parte, que la conducta
de Elena se había vuelto cada vez más extraña. Uno de sus profesores había manifestado
inquietud por la respuesta que Elena dio a la pregunta de un examen. Al pedírsele que
explicara la técnica del flujo de conciencia de James Joyce, Elena escribió que el estilo
literario de Joyce era «un código cifrado con un mensaje especial para ciertos lectores
selectos, provistos de una sabiduría implantada en sus mentes por las fuerzas espirituales
del universo».
Los Conway solicitaron entonces a la universidad una licencia para su hija,
reclutaron coaches personales y aplicaron diversos remedios new age, hasta que un amigo
les recomendó una popular psicoterapeuta de Manhattan. Esta asistente social era bien
conocida por defender un modelo claramente no médico de la enfermedad mental y por
considerar los problemas psicológicos como «barreras mentales». Como tratamiento,
prefería un tipo de psicoterapia confrontacional de su invención. Le diagnosticó a Elena un
«trastorno de autoestima» y empezó una serie de carísimas sesiones de terapia —dos veces
por semana— para ayudar a eliminar sus «barreras».
Cuando el dispendio de un año entero de terapia confrontacional no produjo
ninguna mejora, los Conway recurrieron a un sanador holístico. Este prescribió un régimen
purgativo, una dieta vegetariana y ejercicios de meditación; pero, pese a sus recursos más
creativos, Elena seguía en un estado de indiferencia emocional y dispersión mental.
Entonces se produjo el incidente del abortado secuestro de Elena por parte del
sórdido individuo del metro y los Conway se vieron obligados a afrontar el hecho
desconcertante de que su hija parecía ignorar los peligros de marcharse con desconocidos
de intenciones lascivas. En este punto, el exasperado médico de la familia les suplicó: «¡Por
el amor de Dios, llevadla a un médico de verdad!», y acudieron a mí.
Una vez terminada la entrevista con los padres de Elena, pedí que me dejaran hablar
en privado con su hija. Ellos abandonaron mi despacho y yo me quedé a solas con Elena.
Era una joven alta, esbelta y pálida, con una melena rubia sucia y enmarañada. Antes,
mientras yo conversaba con sus padres, ella había mostrado una actitud distraída e
indiferente, como de gata ociosa. Ahora, al dirigirme a ella, su mirada vagaba al azar, como
si las luces del techo le parecieran más interesantes que la persona que tenía delante.
Lejos de tomármelo como un desaire, sentí verdadera preocupación. Conocía bien
esa mirada vacía y errática, que un colega llama «atención fragmentaria.» Lo cual indicaba
que Elena estaba más pendiente de los estímulos del interior de su mente que de los
procedentes de su entorno. Todavía observando su actitud distraída, le pregunté cómo se
sentía. Ella señaló la fotografía que había sobre el escritorio de mi esposa y mis hijos.
«Conozco a estas personas», respondió con una voz baja y monótona parecida al zumbido
de un ventilador. Cuando empecé a preguntarle cómo podía conocerlas, ella me
interrumpió. «Tengo que irme. Llego tarde a mi cita.»
Sonreí con expresión alentadora. «Esta es tu cita, Elena. Yo soy el doctor
Lieberman, y tus padres la han concertado para ver si puedo serte de ayuda.»
«A mí no me pasa nada —respondió, con su voz susurrada e inexpresiva—. Me
siento perfectamente; solo que mis hermanas no paran de reírse de mí y de meterse con mis
obras de arte.»
Cuando le pregunté por la universidad y por el motivo de que la hubiera dejado,
declaró bruscamente que la universidad ya no le interesaba: ella ahora estaba en una misión
para salvar el mundo descubriendo la fuente secreta del poder divino. Creía que Dios había
puesto ángeles en los cuerpos de sus padres para guiarla en esa misión sagrada.
«Su secretaria también está al corriente», añadió.
«¿Por qué lo dices?»
«Su manera de sonreírme cuando he entrado. Era un signo.»
Estos delirios, que los psiquiatras catalogan como «narcisistas» (pues relacionan los
incidentes del mundo exterior con el propio yo) y «de grandeza» (ya que atribuyen un
propósito trascendental a las actividades triviales), se conocen como síntomas
schneiderianos, por el psiquiatra alemán Kurt Schneider, que los describió por vez primera
en los años cuarenta como síntomas característicos de psicosis. Esa constelación inicial de
comportamientos e historia personal apuntaba claramente a un diagnóstico de
esquizofrenia, la más grave y peligrosa de todas las enfermedades mentales, y precisamente
aquella que llevo estudiando desde hace tres décadas.
Temía darles a los Conway esta noticia y, al mismo tiempo, me sentía consternado y
entristecido al pensar que esa joven antes alegre y vivaz podía haber estado sufriendo
durante tres años una enfermedad sumamente tratable, mientras era sometida a una serie de
remedios inútiles. Todavía peor, pues al evitar un tratamiento genuinamente psiquiátrico,
sus padres la habían expuesto a dos peligros muy serios. En primer lugar, su mermado
juicio podría haberla inducido a tomar decisiones desastrosas. Y en segundo lugar, hoy en
día sabemos que, si no se somete a tratamiento, la esquizofrenia provoca gradualmente un
daño cerebral irreversible, igual que el motor de un coche que funcione sin un cambio de
aceites.
Hice que volvieran a entrar los padres de Elena. «Bueno, ¿cuál es el veredicto?»,
preguntó la señora Conway con falsa jovialidad, tamborileando con los dedos en la silla.
Les dije que no podía estar completamente seguro hasta que hubiera practicado más
pruebas, pero que parecía probable que su hija sufriera esquizofrenia, un trastorno del
cerebro que afecta al uno por ciento de la población y que suele manifestarse entre el final
de la adolescencia y el principio de la edad adulta. La mala noticia era que se trataba de una
enfermedad grave, recurrente e incurable. La buena noticia era que con un tratamiento
adecuado y cuidados constantes había muchas posibilidades de que se recuperase y llevara
una vida relativamente normal, e incluso que pudiera volver a la universidad. Sabía que lo
que iba a decir a continuación resultaría difícil de asimilar: miré a los ojos al señor y a la
señora Conway y los conminé a internar a su hija de inmediato.
La señora Conway dio un grito de protesta e incredulidad. Su marido meneó la
cabeza, desafiante y furioso. «Ella no necesita que la encierren en un hospital, por el amor
de Dios. ¡Solo le hace falta centrarse y ponerse las pilas!» Yo insistí, explicándoles que
Elena requería una vigilancia continuada y un tratamiento inmediato para devolverle la
cordura y evitar peligros como el del incidente del metro. Al final, transigieron y accedieron
a internarla en la unidad psiquiátrica del hospital Presbiteriano de Nueva York y centro
médico de la Universidad de Columbia.
Me encargué personalmente de supervisar los cuidados y el tratamiento de Elena.
Solicité análisis de sangre, encefalogramas, resonancias magnéticas y pruebas
neuropsicológicas para descartar otras causas posibles de su trastorno, y le prescribí
risperidona, un fármaco antipsicótico muy eficaz y con un escaso potencial de efectos
secundarios. Mientras tanto, en grupos de socialización, los terapeutas la ayudaron a
desarrollar sus habilidades sociales. La terapia cognitiva reforzó su atención y
concentración. La instrucción guiada cognitivamente en las tareas básicas de la vida
cotidiana contribuyó a mejorar su higiene y apariencia. Después de tres semanas de
medicación y de cuidado intensivo, Elena fue perdiendo interés en los símbolos cósmicos y
su personalidad natural empezó a transparentarse: era una joven alegre e inteligente, con un
sentido del humor juguetón. Se mostró avergonzada por su conducta reciente y manifestó el
vehemente deseo de volver a la universidad y de ver a sus amigos de New Haven.
Su espectacular mejora constituía un testimonio de la eficacia de la psiquiatría
moderna, y yo tenía muchas ganas de que Elena se reuniera de nuevo con sus padres. Los
Conway estaban encantados de recuperar a su hija; incluso vi sonreír por primera vez al
señor Conway, una vez que percibió la transformación que Elena había experimentado.
Sin embargo, cuando nuestro equipo se reunió con los Conway para hablar del alta
de su hija y de la necesidad de una atención externa continuada, ellos seguían sin creer que
la espectacular mejora de Elena se debiera al tratamiento médico que acababa de recibir. En
efecto, unas semanas después me enteré de que Elena había dejado de presentarse en el
servicio de consultas externas. Me puse en contacto con los Conway y les rogué que
continuaran con el tratamiento médico de Elena, recalcando que, sin él, sufriría una recaída.
Aunque agradecieron mi ayuda, me dijeron que ellos sabían lo que era mejor para su hija y
que se ocuparían de organizar su tratamiento.
A decir verdad, si esto hubiera ocurrido en los años setenta, cuando yo estaba en la
Facultad de Medicina y trataba a mis primeros pacientes, la aversión a los psiquiatras de los
Conway me habría inspirado simpatía, y acaso complicidad. En aquel entonces, la mayoría
de las instituciones psiquiátricas estaban impregnadas de ideología y ciencia dudosa,
varadas en un ambiente seudomédico donde los devotos de Sigmund Freud se aferraban a
todos los puestos de poder. Pero los Conway estaban buscando tratamiento para su hija en
pleno siglo XXI.
Por primera vez en su larga e infortunada historia, la psiquiatría puede ofrecer
tratamientos científicos, humanos y efectivos a quienes padecen enfermedades mentales. Yo
me convertí en el presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría en un punto de
inflexión histórico dentro de mi profesión. Ahora, mientras escribo este libro, la psiquiatría
ha ocupado por fin su lugar legítimo en la comunidad médica, tras una larga estancia en un
desierto acientífico. Impulsada por nuevas investigaciones, nuevas tecnologías y nuevos
conocimientos, la psiquiatría no solamente tiene la capacidad de emerger de las sombras,
sino también la obligación de ponerse en pie y de mostrarle al mundo su luz revitalizadora.
Según el Instituto Nacional de Salud Mental, una de cada cuatro personas sufrirá
una enfermedad mental a lo largo de su vida; y existen más probabilidades de que ustedes,
los lectores de este libro, requieran los servicios de la psiquiatría que los de cualquier otra
especialidad médica. Y, sin embargo, hay demasiada gente —como los Conway— que
evitan de modo deliberado aquellos tratamientos que han demostrado su capacidad para
aliviar los síntomas. No quisiera que me malinterpretaran: yo soy el primero en reconocer
que la psiquiatría se ha ganado una buena parte del estigma generalizado que la acompaña.
Hay motivos para que tanta gente esté dispuesta a hacer todo lo posible para no acudir al
psiquiatra. La única manera que tenemos los psiquiatras de demostrar hasta qué punto
hemos salido de las tinieblas es reconocer primero nuestra larga historia sembrada de
tropiezos y explicar sin ahorrarnos nada cómo hemos llegado a superar nuestro turbio
pasado.
Esa es una de las razones por las que he escrito este libro: el deseo de proporcionar
una crónica sincera de la historia de la psiquiatría: con todos sus pícaros y charlantes, con
sus tratamientos aberrantes y sus absurdas teorías. Hasta hace muy poco, los verdaderos
logros científicos eran escasos y los auténticos héroes de la psiquiatría, aún más escasos. La
historia de otras especialidades hermanas, como la cardiología, la medicina de las
enfermedades infecciosas o la oncología, es en buena parte una secuencia de progresos
constantes, puntuada por algunos saltos decisivos; en cambio, la historia de la psiquiatría
consiste básicamente en una serie de comienzos fallidos, acompañada de extensos períodos
de estancamiento y de una gran propensión a dar dos pasos adelante y uno atrás.
Pero la historia completa de la psiquiatría no es únicamente una comedia de humor
negro plagada de fantasiosas meteduras de pata. Es también una historia detectivesca,
propulsada por tres profundas preguntas que han atraído y atormentado a cada generación
sucesiva de psiquiatras: ¿qué es la enfermedad mental? ¿De dónde procede? Y la más
acuciante de todas para cualquier disciplina presidida por el juramento hipocrático: ¿cómo
podemos tratar la enfermedad mental?
Desde principios del siglo XIX hasta principios del siglo XXI, cada nueva hornada
de detectives psiquiátricos ha desenterrado nuevas claves y seguido atractivas pistas falsas
para desembocar en conclusiones radicalmente distintas sobre la naturaleza básica de la
enfermedad mental. Lo cual ha empujado a la psiquiatría a oscilar de un modo incesante
entre perspectivas en apariencia antitéticas: entre la convicción de que la enfermedad
mental reside por entero en la mente y la convicción de que la enfermedad mental reside
por entero en el cerebro. Ninguna otra especialidad médica ha sufrido una inestabilidad tan
extrema en sus postulados básicos; y ha sido esa lamentable inestabilidad la que ha
contribuido a convertir la psiquiatría en la oveja negra de la comunidad médica, tan
despreciada por los demás médicos como por los pacientes. Pero, a pesar de sus
innumerables pistas falsas y sus callejones sin salida, la historia detectivesca de la
psiquiatría cuenta con un gratificante desenlace en el que sus impenetrables misterios han
empezado a ser dilucidados.
En el transcurso de este libro, conocerán a un puñado de renegados y visionarios
que desafiaron con valentía las convicciones imperantes en su época con el fin de elevar el
nivel de su discutida profesión. Esos héroes sostenían que los psiquiatras no estaban
condenados a ser simples «loqueros», sino destinados a constituir una clase única de
médicos.
Gracias a sus logros y sus trabajos pioneros, los psiquiatras de hoy comprenden que
el tratamiento eficaz de la enfermedad mental exige que abarquemos a la vez la mente y el
cerebro. La psiquiatría es distinta de cualquier otra especialidad médica; trasciende la mera
medicina del cuerpo para tocar cuestiones esenciales sobre nuestra identidad, nuestros
objetivos y nuestro potencial. Se basa en una relación médico-paciente realmente única: el
psiquiatra llega a conocer con frecuencia el mundo íntimo del paciente y sus pensamientos
más recónditos, sus secretos más vergonzosos y sus sueños más preciados. La
extraordinaria intimidad de esta relación otorga al psiquiatra una grave responsabilidad
sobre el bienestar del paciente: una responsabilidad a cuya altura los psiquiatras no han
sabido estar con demasiada frecuencia. Pero ya no es así. La moderna psiquiatría posee
ahora las herramientas para guiar a cualquier persona fuera del laberinto del caos mental y
conducirla a un espacio de claridad, cuidados y recuperación. El mundo necesita una
psiquiatría compasiva y científica, y yo estoy aquí para anunciarles sin la menor ostentación
que esa psiquiatría ha llegado al fin.
Permítanme que les explique detalladamente el camino que ha sido necesario
recorrer.
PRIMERA PARTE
Nombrarlo es domarlo
JEREMY SHERMAN
1
Abigail Abercrombie ya no podía negarlo más: algo extraño le pasaba, solo que no
sabía qué era. Corría el año 1946 y Abbie trabajaba como taquígrafa en el Tribunal Superior
de Portland, Maine: un trabajo que exigía una intensa concentración mental. Hasta hacía
poco, había disfrutado ese reto diario. Pero ahora, inexplicablemente, estaba siempre
distraída. Cometía frecuentes faltas de ortografía y a veces omitía frases enteras en su
transcripción de las declaraciones. Y todo porque la obsesionaba el temor a sufrir otro
«ataque».
Los ataques habían empezado dos meses atrás, después de su vigésimo sexto
cumpleaños. El primero la asaltó mientras estaba comprando en una charcutería llena de
gente. Sin previo aviso, se le dispararon todas las alarmas. Sintió como si no pudiera
respirar, y el corazón le palpitaba con tal fuerza que creía que iba a morirse. Acudió
corriendo al hospital, pero los médicos, después de examinarla, le dieron unas palmaditas
en la mano y le dijeron que estaba perfectamente.
Ella, sin embargo, sabía que algo no iba bien. Durante el mes siguiente, sufrió otros
dos ataques. En cada ocasión, durante dos o tres minutos, sus emociones parecían perder la
chaveta, su corazón se aceleraba y se sentía inundada por un pavor frenético. Entonces
empezó a preguntarse... «Si los médicos dicen que a mi cuerpo no le pasa nada, ¿será
posible que algo ande mal en mi cabeza?»
¿Cómo sabe uno realmente si un estado psíquico perturbador es una verdadera
anomalía desde el punto de vista médico y no simplemente uno de los altos y bajos
naturales de la vida? ¿Cómo podemos identificar si nosotros mismos —o una persona
allegada— padecemos un estado mental patológico, y no una fluctuación corriente de la
agudeza mental o del estado de ánimo? ¿Qué es exactamente una enfermedad mental?
Los oncólogos pueden palpar tumores, los neumólogos pueden observar al
microscopio las bacterias causantes de una neumonía, y los cardiólogos no tienen muchas
dificultades para identificar las placas amarillentas de colesterol que obturan las arterias. La
psiquiatría, por su parte, ha tenido que esforzarse mucho más que cualquier otra
especialidad médica para aportar pruebas tangibles de que las dolencias que se hallan a su
cargo existen siquiera. Por este motivo, la psiquiatría ha estado siempre expuesta a ideas
extravagantes o directamente disparatadas; cuando la gente está desesperada, es capaz de
creer cualquier explicación, de aferrarse a cualquier atisbo de esperanza. Abbey no sabía a
quién recurrir... hasta que leyó un artículo en el periódico.
El artículo publicitaba un nuevo y espectacular tratamiento para los trastornos
emocionales ofrecido por el Instituto Orgón, un centro de salud mental fundado por un
célebre psiquiatra austriaco llamado Wilhelm Reich. El doctor Reich ostentaba unas
impresionantes referencias de instituciones médicas de primera línea. Había tenido como
mentor a un premio Nobel y había sido subdirector de la Policlínica Psicoanalítica de
Viena, bajo las órdenes del más famoso de todos los psiquiatras, Sigmund Freud. Las
revistas médicas hablaban elogiosamente de su trabajo; él había publicado varios libros de
éxito, e incluso Albert Einstein avalaba sus tratamientos orgonómicos para los problemas
emocionales; o al menos, eso decía Reich.
Desde la antigüedad, los médicos han sabido que el cerebro era la sede del
pensamiento y la sensibilidad. Cualquier doctor revestido con una toga habría podido
explicarles a ustedes que si la materia rosado-grisácea contenida en el interior de sus
cráneos sufría un golpe violento, como solía ocurrir en las batallas, podían quedarse ciegos,
o alelados, o sumidos en los comatosos brazos de Morfeo. En el siglo XIX, sin embargo, la
ciencia médica en las universidades europeas empezó a combinar la atenta observación de
la conducta anómala de los pacientes con la disección minuciosa de sus cuerpos, una vez
que habían fallecido. Los médicos que observaban al microscopio las muestras de tejido
cerebral de tales pacientes descubrieron con sorpresa que los trastornos mentales parecían
repartirse entre dos categorías bien distintas.
La primera categoría abarcaba las dolencias en las que había un daño visible en el
cerebro. Al estudiar los cerebros de los sujetos que habían padecido demencia, los médicos
advirtieron que algunos parecían más pequeños y estaban salpicados de grumos oscuros de
proteínas. Otros investigadores observaron que los pacientes que habían perdido
bruscamente la movilidad de sus miembros presentaban con frecuencia coágulos abultados
o manchas rojizas en el cerebro (provocadas por un derrame); en otras ocasiones, aparecían
relucientes tumores rosados. El anatomista francés Paul Broca analizó los cerebros de dos
hombres con un vocabulario hablado de menos de siete palabras (a uno de ellos lo llamaron
«Tan», porque contaba con esa única palabra para toda su comunicación). Broca descubrió
que ambos habían sufrido un derrame exactamente en la misma zona del lóbulo frontal
izquierdo. Con el tiempo, muchas enfermedades —como el Parkinson, el Alzheimer, la
enfermedad de Pick o la de Huntington— fueron asociadas a «marcas patológicas»
fácilmente identificables.
Sin embargo, al analizar el cerebro de pacientes que habían sufrido otros tipos de
trastornos mentales, los médicos no lograron detectar ninguna irregularidad física. No había
lesiones ni anomalías neuronales: los cerebros de esos pacientes no presentaban ninguna
característica que los distinguiera de los cerebros de individuos que nunca habían mostrado
alteraciones de la conducta. Estas misteriosas dolencias constituían la segunda categoría de
los trastornos mentales: psicosis, manías, fobias, melancolía, obsesiones e histeria.
El descubrimiento de que algunos trastornos mentales tenían una base biológica
reconocible —mientras que otras, no— llevó a la creación de dos disciplinas diferenciadas.
Los médicos que se especializaban exclusivamente en los trastornos con un sello neuronal
observable fueron llamados «neurólogos». Los que se ocupaban de los trastornos no
visibles de la mente fueron llamados «psiquiatras». Así pues, la psiquiatría surgió como una
especialidad médica centrada en una serie de dolencias que, por definición, no tenían una
causa física identificable. Con toda propiedad, el término «psiquiatría», acuñado por el
médico alemán Johann Christian Reil en 1808, significa literalmente «tratamiento médico
del alma».
Teniendo una entidad metafísica como objeto y razón de ser, la psiquiatría se
convirtió rápidamente en un terreno fértil para estafadores y falsos científicos. Imagínense,
por ejemplo, que la cardiología se dividiera en dos especialidades distintas: los
«cardiólogos», que abordarían los problemas físicos del corazón, y los «espiritologistas»,
que abordarían los problemas no físicos del corazón. ¿Qué especialidad estaría más
expuesta al fraude y a las teorías fantasiosas?
Como el estrecho de Bering, la división entre el cerebro neurológico y el alma
psiquiátrica separó dos continentes dentro de la práctica médica. Una y otra vez, durante los
dos siglos siguientes, los psiquiatras proclamarían su fraternidad e igualdad con sus
homólogos neurológicos del otro lado de la frontera, para pasar a reivindicar después con
idéntica energía su libertad e independencia respecto a ellos, empeñándose en afirmar que
la mente inefable constituía el campo más verdadero.
Uno de los primeros médicos que intentó explicar y tratar los trastornos mentales
fue un alemán llamado Franz Anton Mesmer. En la década de 1770, Mesmer descartó las
visiones religiosas y morales imperantes sobre la enfermedad mental para optar por una
explicación fisiológica, lo cual lo convirtió indiscutiblemente en el primer psiquiatra de la
historia. Por desgracia, la explicación fisiológica que propuso fue que la enfermedad
mental, así como muchas dolencias médicas, radicaba en un «magnetismo animal»: una
energía invisible que circulaba por nuestro cuerpo a través de miles de canales magnéticos.
Actualmente, nuestra mente moderna podría visualizar instintivamente estos canales
magnéticos como redes de neuronas que transmiten impulsos bioeléctricos de una sinapsis a
otra; pero el descubrimiento de las neuronas, no digamos ya de las sinapsis, se hallaba
entonces aún en un futuro lejano. En la época de Mesmer, la idea de un magnetismo animal
resultaba tan incomprensible y tan futurista como si la CNN nos anunciara hoy que
podíamos viajar instantáneamente de Nueva York a Pekín con una máquina
teletransportadora.
Mesmer creía que la enfermedad mental estaba causada por obstrucciones en el
flujo de ese magnetismo animal, una teoría sorprendentemente similar a la que Wilhelm
Reich expondría un siglo y medio después. La salud se recuperaba, sostenía Mesmer,
eliminando dichas obstrucciones. Y si la naturaleza no lo lograba de forma espontánea, el
paciente podría obtener un efecto beneficioso poniéndose en contacto con un potente
conductor del magnetismo animal como... el propio Mesmer.
Tocando a los pacientes en los lugares adecuados y de la forma apropiada —un
pellizco por aquí, una caricia por allá, unos susurros al oído—, Mesmer sostenía que podía
restablecer en sus cuerpos el flujo correcto de energía magnética. Este proceso terapéutico
estaba pensado para provocar lo que Mesmer llamaba una «crisis». El término parece
apropiado. Para curar a un paciente loco, por ejemplo, era necesario inducir un ataque de-
senfrenado de locura. Para curar a un paciente deprimido, había que llevarlo primero a un
estado suicida. Aunque todo esto podía parecer contrario a la lógica para las mentes de los
no iniciados, Mesmer aseguraba que su dominio de la terapia magnética hacía que estas
crisis inducidas se desarrollaran bajo control y sin peligro alguno para el paciente.
He aquí, en un relato de 1779, el tratamiento de Mesmer a un cirujano militar
aquejado cálculos renales:
Después de dar una cuantas vueltas por la habitación, el señor Mesmer desabrochó
la camisa del paciente y, apartándose un poco, colocó el dedo sobre la parte afectada. Mi
amigo sintió un cosquilleo doloroso. El señor Mesmer movió entonces el dedo
perpendicularmente por su abdomen y su pecho, y el dolor siguió al dedo con toda
exactitud. A continuación, le pidió al paciente que extendiera el dedo índice y apuntara
hacia su propio dedo a una distancia de tres o cuatro pasos; al hacerlo, mi amigo sintió un
cosquilleo eléctrico en la punta del índice que le recorrió todo el dedo hacia la palma.
Mesmer lo sentó entonces cerca del piano y se colocó él mismo frente al teclado. Apenas
empezó a tocar, mi amigo sufrió una reacción emocional: temblaba, le faltaba el aliento,
cambió de color y sentía que se iba a desplomar. En este estado de ansiedad, el señor
Mesmer lo acomodó en un diván para evitar que acabara cayéndose, e hizo pasar a una
criada, que, según nos dijo, era antimagnética. Cuando la mano de esta se aproximó al
pecho de mi amigo, toda su reacción se interrumpió a la velocidad del rayo. Él se tocó y
examinó el estómago con estupor. El agudo dolor había cesado repentinamente. El señor
Mesmer nos dijo que un perro o un gato habrían interrumpido el dolor con la misma
eficacia que la criada.
La fama del talento de Mesmer se extendió por toda Europa después de que llevara
a cabo varias «curaciones» extraordinarias con sus poderes de magnetismo; entre ellas,
devolverle la vista a la señorita Franziska Oesterlin, amiga de la familia Mozart. Mesmer
fue invitado incluso a dar su opinión ante la Academia Bávara de Ciencias y Humanidades
sobre los exorcismos practicados por un sacerdote católico llamado Johann Joseph Gassner:
un momento verdaderamente irónico, pues un curandero convencido de su propio engaño
era llamado a descifrar la lógica de los métodos de otro. Mesmer estuvo a la altura de las
circunstancias: declaró que aunque las convicciones religiosas de Gassner eran sinceras y
sus exorcismos resultaban eficaces, la única razón de que funcionaran era que el sacerdote
poseía un alto grado de magnetismo animal.
Finalmente, Mesmer se trasladó a París, donde, con espíritu igualitario, trató tanto a
aristócratas como a plebeyos con sus supuestos poderes de magnetismo animal. Mientras su
fama seguía creciendo, el rey Luis XVI creó un comité de investigación que incluía al
científico y diplomático americano Benjamin Franklin, entonces de visita, para estudiar el
magnetismo animal. El comité acabó publicando un informe que desacreditaba los métodos
de Mesmer y sus seguidores, afirmando que no respondían más que al poder de la
imaginación. Pero Franklin observó con perspicacia: «Algunos creen que esto habrá de
poner fin a la era del mesmerismo. Pero hay una enorme credulidad en el mundo, y otros
engaños igualmente absurdos se han mantenido durante siglos.»
Hay muchas pruebas de que Mesmer creía realmente en la existencia de esos
portentosos canales magnéticos. Cuando cayó enfermo y yacía en su lecho de muerte,
despidió a los médicos e intentó repetidamente curarse a sí mismo por medio del
magnetismo animal... sin ningún éxito. Falleció en 1815.
Aunque su fantasiosa teoría no sobrevivió lo suficiente para alcanzar el siglo XX,
Mesmer fue un pionero de la psiquiatría en un sentido importante. Antes de él, la mayoría
de los médicos creían que la enfermedad mental tenía un origen moral. Según esta visión,
los perturbados habían decidido comportarse de forma indecente y bestial, o cuando menos
estaban pagando las consecuencias de un pecado anterior. Otra idea médica corriente era
que los lunáticos habían nacido locos —Dios o la naturaleza los había creado así— y que,
por tanto, no podía abrigarse la esperanza de curarlos.
En contraste con esas concepciones, la peculiar teoría de Mesmer sobre unos
procesos magnéticos invisibles resultaba, de hecho, bastante liberadora. Él rechazaba tanto
la idea determinista de que algunos individuos habían nacido con perturbaciones
incorporadas en su cerebro, como la tesis mojigata de que la enfermedad mental indicaba
alguna degeneración moral. Sostenía, por el contrario, que estos trastornos obedecían a
mecanismos fisiológicos alterados que podían tratarse médicamente. El psiquiatra e
historiador médico Henri Ellenberger considera que Mesmer es el primer psiquiatra
psicodinámico: un médico que conceptualiza la enfermedad mental como una consecuencia
de procesos psíquicos internos.
Para un psiquiatra psicodinámico, la mente es más importante que el cerebro, y la
psicología más relevante que la biología. Los enfoques psicodinámicos de la enfermedad
mental ejercerían una enorme influencia en la psiquiatría europea y, con el tiempo, llegarían
a constituir la doctrina central de la psiquiatría americana. De hecho, la psiquiatría habría
de oscilar durante los dos siglos siguientes entre las concepciones psicodinámicas de la
enfermedad mental y su contraparte intelectual: las concepciones biológicas, que sostenían
que los trastornos surgían de alteraciones del funcionamiento fisiológico del cerebro.
Después de Mesmer, la primera generación de médicos que adoptó el término
«psiquiatra» se dedicó a buscar otros procesos ocultos de la mente. Llamados a veces
«filósofos naturales», estos primeros psiquiatras tomaron las ideas del movimiento
romántico imperante en las artes y la literatura europeas, e investigaron las fuerzas ocultas e
irracionales de la naturaleza humana. Creían en el poder de un espíritu trascendente y en el
valor inherente de las emociones. Rechazaban los experimentos científicos y la experiencia
clínica directa, dando preferencia a la intuición, y no siempre trazaban una línea tajante
entre la enfermedad mental y la salud mental. Consideraban que la locura se producía
simplemente cuando una mente normal se rendía a las fuerzas apasionadas y turbulentas del
alma inmortal.
La influencia del pensamiento romántico en los inicios de la psiquiatría halló su
máxima expresión en un manual alemán de 1845, Principles of Medical Psychology
[Principios de psicología médica], escrito por un médico-poeta-filósofo llamado Ernst von
Feuchtersleben, quien creía que «todas las ramas de la investigación y el conocimiento
están entrelazadas entre sí». El libro de Feuchtersleben obtuvo tal demanda que el editor
reclamó los ejemplares de prueba regalados a los médicos y las universidades para poder
distribuirlos entre los libreros.
Como podrán imaginar, esa psiquiatría basada en la intuición y la poesía contribuyó
escasamente a aliviar el sufrimiento de los individuos acosados por voces interiores o
paralizados por la depresión. Gradualmente, los médicos reconocieron que centrarse en
procesos inobservables, ocultos en una «mente» nebulosa, no producía cambios
perdurables, o ningún cambio en absoluto, en los pacientes aquejados de graves trastornos.
Tras varias décadas empleadas en surcar los mares brumosos de la filosofía psíquica, una
nueva hornada de psiquiatras empezó a comprender que desde el punto de vista intelectual
este enfoque estaba alejándolos cada vez más del resto de la medicina. Estos médicos
contestatarios condenaban a menudo con gran dureza la psiquiatría psicodinámica de los
románticos y acusaban a los filósofos naturales de «perder totalmente el contacto con la
vida práctica» mientras se zambullían «en los reinos místico-trascendentales de la
especulación».
A mediados del siglo XIX, una nueva generación de psiquiatras trató con valentía de
tender un puente que salvara el creciente abismo entre la psiquiatría y su hermana gemela,
la neurología, cada vez más respetada. Esa fue la primera oleada de la psiquiatría biológica,
basada en la convicción de que la enfermedad mental podía atribuirse a anomalías físicas
identificables en el cerebro. Este movimiento fue encabezado por un psiquiatra alemán
llamado Wilhelm Griesinger, quien afirmaba con convicción que «todas las concepciones
poéticas e ideales de la locura tienen un ínfimo valor». Griesinger se había formado como
médico y científico bajo la tutela del reputado patólogo alemán Johann Schönlein, famoso
por haber cimentado la credibilidad científica de la medicina interna al señalar
taxativamente que los diagnósticos debían basarse en dos grupos de datos muy precisos: 1)
el examen físico y 2) los análisis de laboratorio de los tejidos y fluidos corporales.
Griesinger intentó establecer la misma base empírica para los diagnósticos
psiquiátricos. Clasificaba sistemáticamente los síntomas de los enfermos internados en los
manicomios y llevaba a cabo un análisis patológico de sus cerebros cuando habían muerto.
Empleó estas investigaciones para establecer pruebas de laboratorio que pudieran
practicarse en los pacientes vivos, y diseñó un interrogatorio estructurado y una exploración
física que, junto con las pruebas de laboratorio, permitieran diagnosticar la enfermedad
mental; o al menos eso era lo que esperaba conseguir.
En 1867, en el primer número de una nueva revista, Archives of Psychiatry and
Nervous Disease, Griesinger proclamó: «La psiquiatría ha experimentado una
transformación en su relación con el resto de la medicina. Esta transformación obedece
básicamente al hecho de haberse dado cuenta de que los pacientes de las llamadas
“enfermedades mentales” son en realidad individuos con enfermedades de los nervios y del
cerebro. La psiquiatría debe, por tanto, salir de su aislamiento actual como gremio para
pasar a ser una parte integrante de la medicina general, accesible a todos los círculos
médicos.»
Esta declaración de principios de la psiquiatría biológica inspiró a un nuevo
contingente de pioneros de la psiquiatría que creían que la clave de la enfermedad mental
no residía en un alma etérea o en imperceptibles canales magnéticos, sino en el interior de
los blandos y húmedos pliegues del tejido cerebral. Su trabajo dio lugar a un enorme
número de estudios basados en gran parte en el examen microscópico post mórtem de los
cerebros. Estos psiquiatras con formación anatómica relacionaban la patología cerebral con
los trastornos clínicos. (Alois Alzheimer, que identificó la marca distintiva —«placas
seniles y ovillos neurofibrilares»— del tipo de demencia que lleva su nombre, era
psiquiatra.) En este contexto se formularon asimismo nuevas teorías de base cerebral, como
la hipótesis de que trastornos mentales como la histeria, la manía y la psicosis se debían a
una sobreexcitación de las neuronas.
Con todos estos cambios, habría podido creerse que los psiquiatras biológicos
habían logrado situar finalmente su profesión sobre una sólida base científica. A fin de
cuentas, tiene que haber en el cerebro alguna base discernible de la enfermedad mental,
¿no? Ay, desgraciadamente las investigaciones de la primera generación de psiquiatras
biológicos se apagó como un fuego de artificio que se eleva en el cielo pero no llega a
detonar. Pese a sus importantes contribuciones a la neurología, ninguna de las teorías
biológicas formuladas durante el siglo XIX sobre la enfermedad mental logró hallar
pruebas físicas que la sustentaran (aparte de la marca patológica de la enfermedad de
Alzheimer); ninguna condujo a un avance decisivo y ninguna demostró ser correcta en
último término. Aunque los psiquiatras biológicos examinaron atentamente las fisuras,
circunvoluciones y lóbulos del cerebro; aunque escrutaron con asiduidad los cortes de
tejido neural, no lograron hallar anomalías específicas que fuesen indicativas de
enfermedad mental.
Pese a las nobles intenciones de Griesinger, un lector de sus Archives of Psychiatry
and Nervous Disease no habría obtenido una mejor comprensión de la enfermedad mental
que un lector de la «Dissertation on the Discovery of Animal Magnetism» [Disertación
sobre el descubrimiento del magnetismo animal] de Mesmer. Tanto si situabas el origen de
la enfermedad mental en los canales magnéticos como en el Alma Universal o en las
neuronas sobreexcitadas, a la altura de la década de 1880 contabas exactamente con la
misma cantidad de pruebas empíricas para sustentar tu opinión; o sea, ninguna. Aunque la
investigación cerebral durante el siglo XIX catapultó a numerosos médicos a cátedras
universitarias, lo cierto es que no aportó descubrimientos profundos ni terapias eficaces
para mitigar los estragos de la enfermedad mental.
Mientras se aproximaba a toda velocidad el año 1900, el péndulo conceptual
empezó a oscilar de nuevo. Los psiquiatras se sentían cada vez más frustrados por los
infructuosos esfuerzos de sus colegas de orientación biológica. Un médico eminente de-
sechó la psiquiatría biológica como simple «mitología cerebral», mientras que el gran
psiquiatra alemán Emil Kraepelin (de quien hablaremos después) la calificó de «anatomía
especulativa». Incapaz de hallar una base biológica para las enfermedades de su campo, la
psiquiatría quedó todavía más aislada científicamente del resto de la medicina. Y, por si
fuera poco, la psiquiatría había quedado aislada también geográficamente del resto de la
medicina.
CUIDADORES DE LOCOS
Hasta el siglo XIX, los enfermos mentales graves podían encontrarse en dos lugares,
según los medios de la familia. Si los padres o el cónyuge tenían la suerte de pertenecer a
las clases privilegiadas, el paciente podía recibir cuidados en la propia casa familiar.
Incluso podían tenerlo escondido en el desván, como ocurre con la esposa trastornada del
señor Rochester en Jane Eyre, manteniendo así el secreto frente al resto de la comunidad.
Pero si el infortunado enfermo procedía de una familia trabajadora —o bien tenía unos
parientes desalmados—, solía terminar convertido en un vagabundo o encerrado en una
residencia de naturaleza muy diferente: el manicomio.
Todos los documentos de época que reflejan las condiciones en los manicomios
antes de la Ilustración los pintan como mazmorras horribles, mugrientas y hacinadas. (Las
descripciones espantosas de los manicomios se prolongarían durante la mayor parte de los
dos siglos siguientes, constituyendo de por sí uno de los temas de controversia más
destacados de la psiquiatría y dando pábulo incesante a las denuncias periodísticas y a las
demandas de los movimientos de derechos civiles.) Los internos podían ser encadenados,
azotados, apaleados y sumergidos en agua helada, o ser encerrados simplemente en una
celda gélida y diminuta durante varias semanas. Los domingos, con frecuencia, eran
expuestos como fenómenos de feria ante un público boquiabierto y burlón.
El objetivo de las primeras instituciones mentales no era el tratamiento ni la cura de
los internos, sino su separación forzada del resto de la sociedad. Durante la mayor parte del
siglo XVIII, los trastornos mentales no se veían como enfermedades y, por tanto, no caían
dentro del ámbito de la medicina, tal como ocurría con la conducta criminal, que llevaba al
condenado a ingresar en una prisión. Los enfermos mentales eran considerados elementos
asociales o inadaptados morales que sufrían un castigo divino por alguna transgresión
imperdonable.
Un hombre fue en gran medida el responsable de transformar los manicomios de
simples cárceles en instituciones médicas terapéuticas, e indirectamente de propiciar la
aparición de una clase profesional de psiquiatras: me refiero al francés Philippe Pinel. Pinel
era, en principio, un respetado médico y escritor, conocido por sus apasionantes estudios
clínicos. En 1783, sin embargo, su vida cambió radicalmente.
Un amigo íntimo de Pinel, un estudiante de Derecho de París, sufrió una forma de
locura que hoy probablemente sería diagnosticada como un trastorno bipolar. Su amigo
podía manifestar un día la eufórica convicción de que iba a convertirse en el abogado más
brillante de Francia; y al día siguiente se hundía en el desaliento y rogaba que su vida
absurda terminara cuanto antes. Empezó a creer que los sacerdotes interpretaban sus gestos
y le leían el pensamiento. Una noche, se internó en un bosque vestido solo con una camisa
y murió de frío.
Esta tragedia dejó a Pinel destrozado y lo impulsó a dedicar el resto de su vida a la
enfermedad mental. En especial, empezó a investigar el funcionamiento de los manicomios,
que él había evitado mientras buscaba ayuda para su amigo, debido a las espantosas
condiciones por las que eran tristemente famosos. Poco después, en 1792, fue nombrado
director del manicomio parisino para hombres de Bicêtre. Enseguida utilizó su nuevo
puesto para introducir cambios fundamentales y dio el paso inaudito de suprimir los
nocivos tratamientos —las purgas, las sangrías, la producción de ampollas— que se
empleaban de forma rutinaria. Posteriormente, habría de liberar de sus cadenas a los
internos del Hospice de la Salpêtrière de París.
Pinel llegó a la convicción de que el marco institucional en sí, manejado
apropiadamente, podía ejercer efectos beneficiosos en los pacientes. El médico alemán
Johann Reil describió cómo había que proceder para crear uno de los nuevos manicomios
según el nuevo estilo de Pinel:
Uno podía empezar escogiendo un nombre inocuo y situarlo en un entorno
agradable, con lagos y arroyos, con campos y colinas, con pequeñas casas de campo
apiñadas alrededor del edificio de administración. El cuerpo del paciente, así como su
morada, debían mantenerse limpios; su dieta debía ser ligera, libre de alcohol y excesivas
especias. Y todo ello amenizado con una oportuna serie de entretenimientos que no debían
ser ni demasiado prolongados ni demasiado absorbentes.
Todo lo cual no tenía nada que ver con las lúgubres prisiones para indeseables que
venían a ser los demás manicomios. Este fue el principio de lo que llegaría a ser conocido
en Europa como el movimiento de reforma de los manicomios, que más tarde se extendería
por Estados Unidos. Pinel fue también el primero en sostener que la rutina del manicomio
debía favorecer el sentimiento de estabilidad y autodominio del paciente. Hoy día, la
mayoría de las unidades psiquiátricas de internamiento, incluidas estas del hospital
Presbiteriano de Nueva York y centro médico de la Universidad de Columbia, emplean
todavía la idea de una rutina programada de actividades que fomenta la estructuración, la
disciplina y la higiene personal.
Después de Pinel, la conversión de las instituciones mentales en lugares de reposo y
de terapia llevó al establecimiento formal de la psiquiatría como profesión claramente
diferenciada. Transformar un manicomio en una institución terapéutica humana, y no en
una prisión, exigía que los médicos se especializaran en el trabajo con los enfermos
mentales, lo cual dio lugar al primer apelativo corriente para el psiquiatra: alienista.
Los alienistas recibieron este apodo porque trabajaban en manicomios situados en
zonas rurales, muy alejadas de los hospitales más céntricos donde sus colegas médicos
trabajaban y se desenvolvían y atendían a los pacientes aquejados de dolencias físicas. Esta
separación geográfica de la psiquiatría respecto del resto de la profesión médica ha
subsistido hasta el siglo XXI en muchos aspectos; todavía hoy existen «hospitales» y
«hospitales mentales», aunque por suerte estos últimos son una especie en extinción.
Durante el siglo XIX, la gran mayoría de los psiquiatras eran alienistas. Las diversas
teorías psicodinámicas y biológicas de la enfermedad mental se postulaban y debatían en
las aulas académicas, pero tales ideas tenían muy escaso impacto en el trabajo diario de los
alienistas. Ser un alienista significaba ser un cuidador compasivo más que un verdadero
médico, pues era poco lo que podía hacerse para mitigar los tormentos psíquicos de los
pacientes a su cargo (aunque también atendían sus necesidades estrictamente médicas). El
alienista solo podía aspirar a mantener a sus pacientes protegidos, limpios y bien atendidos.
Lo cual ya era mucho más de lo que se hacía antes, sin duda. Pero aun así, seguía en pie el
hecho de que no había un solo tratamiento eficaz para la enfermedad mental.
Mientras el siglo XIX llegaba a su fin, todas las grandes especialidades médicas
estaban avanzando a pasos de gigante; todas, salvo una. Los estudios anatómicos cada vez
más minuciosos de los cadáveres aportaban nuevos datos sobre las patologías del hígado, el
pulmón y el corazón; en cambio, no había ilustraciones anatómicas de la psicosis. La
invención de la anestesia y las técnicas de esterilización permitían realizar intervenciones
quirúrgicas más complejas; pero no existía una operación indicada para la depresión. La
invención de los rayos X otorgó a los médicos el poder casi mágico de atisbar en el interior
de un cuerpo vivo; pero hasta los espectaculares rayos inventados por Roentgen eran
incapaces de iluminar el estigma oculto de la histeria.
La psiquiatría estaba agotada por los fracasos y fragmentada en un surtido de teorías
enfrentadas acerca de la verdadera naturaleza de la enfermedad mental. La mayoría de los
psiquiatras, aislados tanto de sus colegas médicos como del resto de la sociedad, se
limitaban a vigilar a unos internos con escasas esperanzas de recuperación. Las formas de
tratamiento dominantes eran la hipnosis, las purgas, las compresas frías y —lo más común
de todo— las correas y ligaduras.
Karl Jaspers, un reputado psiquiatra alemán reconvertido en filósofo existencial,
evocaba el estado de ánimo general a finales de siglo: «La constatación de que la
investigación científica y la terapia estaban estancadas se hallaba muy extendida en las
clínicas psiquiátricas. Las grandes instituciones para los enfermos mentales eran más
magníficas e higiénicas que nunca, pero, pese a su tamaño, lo máximo que podían hacer por
sus desdichados internos era organizar su vida del modo más natural posible. En cuanto al
tratamiento de la enfermedad mental, básicamente carecíamos de esperanza.»
Nadie tenía ni idea del motivo por el cual algunos pacientes creían que Dios les
hablaba, otros creían que Dios los había abandonado y otros creían ser Dios. Los
psiquiatras anhelaban que alguien los sacara de aquel estéril desierto dando respuestas
sensatas a estas preguntas esenciales: ¿cuál es la causa de la enfermedad mental? ¿Cómo
podemos tratarla?
UN «PROYECTO PARA UNA PSICOLOGÍA CIENTÍFICA»
Sigmund Freud era un novelista de formación científica. Solo que él no sabía que
era novelista. Todos esos malditos psiquiatras que vinieron después tampoco sabían que era
un novelista.
JOHN IRVING
Mientras que la psiquiatría europea del siglo XIX osciló como un metrónomo entre
las teorías psicodinámicas y las biológicas, en la psiquiatría americana hubo muy poca
cosa, antes de la llegada de Freud, que pudiera tomarse por un avance significativo. La
medicina americana se había beneficiado en grados diversos de los adelantos en cirugía,
vacunaciones, principios antisépticos, enfermería y teoría microbiana, procedentes de las
facultades médicas europeas; en cambio, el campo de la salud mental había permanecido en
hibernación.
Los orígenes de la psiquiatría americana suelen referirse tradicionalmente a
Benjamin Rush, uno de los firmantes de la Declaración de Independencia. Rush está
considerado como uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos y, entre la niebla de
color sepia de la historia, ha adquirido otro apelativo paterno: el de padre de la psiquiatría
americana. En su momento, se le consideró el Pinel del Nuevo Mundo por sostener que las
enfermedades mentales y las adicciones eran dolencias médicas, no defectos morales, y por
liberar de sus cadenas en 1780 a los internos del hospital Pensilvania.
Sin embargo, aunque fue el primero en publicar en Estados Unidos un manual sobre
la enfermedad mental —un volumen de 1812 titulado Medical Inquiries and Observations
upon the Diseases of the Mind [Indagaciones y observaciones médicas sobre las
enfermedades de la mente]—, Rush no promovió ni llevó a cabo ninguna experimentación
o recogida de datos para sustentar sus tesis, y situaba sus descripciones de la enfermedad
mental en torno a teorías que encontraba atractivas. Creía, por ejemplo, que muchas
enfermedades mentales se debían a una alteración del riego sanguíneo. (Es interesante
observar que, antes de la aparición de la neurociencia moderna, muchos psiquiatras
imaginaban la enfermedad mental como una variante de un atasco de cañerías, de forma
que los trastornos surgían por la interrupción del flujo de algún elemento biológico
esencial: los canales magnéticos de Mesmer, la energía orgónica de Reich, la circulación
sanguínea de Rush.)
Para mejorar la circulación en el cerebro mentalmente enfermo, Rush trataba a los
pacientes con un dispositivo de su propia invención: la Silla Giratoria. La base de la silla
estaba conectada a un eje de hierro que podía hacerse girar rápidamente con una manivela.
Se ataba al paciente psicótico a la silla y se le hacía dar vueltas y vueltas como en un
tiovivo hasta que sus síntomas psicóticos se veían reemplazados por el mareo, la de-
sorientación y los vómitos.
Rush creía que otra fuente de la enfermedad mental era la sobrecarga sensorial.
Demasiados estímulos visuales y auditivos, sostenía, desquiciaban la mente. Para combatir
el exceso de estímulos, inventó la Silla Tranquilizadora. Primero, se ataba al paciente a una
silla robusta. Luego, se hacía descender sobre su cabeza una caja de madera vagamente
parecida a una jaula para pájaros, privando al paciente de imágenes y sonidos (y volviendo
muy complicado un simple estornudo).
Pero el método predilecto de Rush para tratar la locura resultaba más sencillo
todavía: era la purga intestinal. Para aplicarlo, fabricó sus propias «píldoras biliosas», que
contenían «10 granos de calomelano y 15 granos de jalapa», dos poderosos laxantes
elaborados a base de mercurio, el venenoso metal empleado en los antiguos termómetros.
Los pacientes le pusieron a las píldoras un mote más pintoresco: «bombas de Rush». Al
despejar los intestinos, observaba Rush, se expulsaban todas las sustancias nocivas que
causaban la enfermedad mental, junto con el desayuno, el almuerzo y la cena del día
anterior. Lamentablemente, la medicina moderna todavía no ha encontrado ninguna prueba
de que la enfermedad mental pueda curarse mediante la defecación.
Silla Giratoria y Silla Tranquilizadora, tratamientos decimonónicos de la
enfermedad mental en Estados Unidos. (US. National Library of Medicine.)
Rush reconocía que los individuos que él consideraba más necesitados de sus
laxantes intestinales —los maníacos y los psicóticos— se resistían a menudo activamente a
ingerir las píldoras. Él, sin amilanarse, concibió una solución: «A veces resulta difícil
convencer a los pacientes aquejados de este tipo de locura para que tomen el mercurio en
cualquiera de las formas en que suele administrarse —escribió—. En estos casos, lo he
conseguido espolvoreando diariamente unos granos de calomelano sobre una rodaja de pan,
y untándola luego con una fina capa de mantequilla.» Entre las sillas giratorias que
causaban náuseas y la constante evacuación de los intestinos, no puede uno sino imaginar
que el pabellón psiquiátrico del hospital de Rush debía de ser un lugar hediondo.
Rush adquirió su fama como médico no tanto por esos tratamientos parecidos a los
inventos de tebeo como por su defensa de los enfermos mentales y por las normas que
propugnaba para atenderlos. Tras presenciar las espantosas condiciones en las que se
encontraban los pacientes mentales del hospital Pensilvania de Filadelfia, Rush encabezó en
1792 una exitosa campaña para que el estado construyera un pabellón mental separado
donde alojar a los pacientes de modo más humano. Y aunque las «bombas» y los tiovivos
de Rush puedan parecer erróneos y hasta disparatados, indudablemente eran métodos más
humanos que las palizas y las cadenas que constituían la norma en los manicomios a finales
del siglo XVIII.
Cuando Freud llegó a Nueva York en el año 1909, la psiquiatría americana estaba
firmemente establecida como profesión: una profesión ejercida por alienistas que
trabajaban fundamentalmente en sanatorios mentales. La originalidad era escasa en la
investigación psiquiátrica, que se reducía a trabajos con títulos tan poco inspiradores como:
«El idiota con instintos criminales» o «Los efectos del ejercicio en el retraso de los
síntomas de depresión». En un panorama intelectual tan reseco y estéril, cualquier chispa
podía desatar un incendio.
La primera y única visita de Freud a Estados Unidos se produjo en septiembre de
1909, poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. Freud cruzó el océano en el
trasatlántico George Washington en compañía de Carl Jung, con quien todavía mantenía
una estrecha relación. El movimiento psicoanalítico se hallaba entonces en el momento
álgido de su unidad, justo en el período anterior a las primeras escisiones, y Freud pensaba
que las nuevas ideas del psicoanálisis podían sacar a la psiquiatría americana de su letargo.
Cuando el barco atracó en Nueva York, le comentó a Jung al parecer: «No se dan cuenta de
que les traemos una plaga.» El comentario de Freud demostraría ser más profético de lo que
él mismo imaginaba.
Freud viajó a Estados Unidos a instancias de G. Stanley Hall, el primer americano
en recibir un doctorado en Psicología y el fundador de la Asociación Psicológica
Americana. Hall había invitado a Freud para recibir el doctorado honoris causa por la
Universidad Clark, en Worcester, Massachusetts, de la cual era rector, y para dictar una
serie de conferencias. Estas conferencias constituyeron el primer reconocimiento público
del trabajo de Freud en Estados Unidos.
Es interesante observar que quienes mostraron interés y tomaron la iniciativa de
invitarle para que expusiera sus ideas eran psicólogos. La psicología («estudio del alma»)
era una joven disciplina cuya fundación se atribuye al médico alemán Wilhelm Wundt en
1879. Wundt se había formado en anatomía y fisiología, pero al ver que el estudio
anatómico de las funciones mentales llevaba a un callejón sin salida, se centró en las
manifestaciones del cerebro reflejadas en la conducta humana y abrió un laboratorio
experimental dedicado al estudio del comportamiento en la Universidad de Leipzig.
William James, médico también y casi contemporáneo, se convirtió en el principal
experto y defensor de la psicología en Estados Unidos. Como Wundt, James era un
empirista convencido y creía en el valor de las pruebas y la experimentación. Es llamativo
que la falta de un camino dentro de los paradigmas de la investigación médica entonces
vigentes impulsara a algunos médicos de orientación psiquiátrica a adoptar la psicología
como disciplina científica. De ahí la invitación a Freud.
Vale la pena observar que la psicología como disciplina proviene de médicos cuyos
esfuerzos (a finales del siglo XIX y principios del XX) por comprender las funciones
mentales con los métodos de la investigación médica se habían visto frustrados, razón por
la cual tuvieron que seguir su objetivo por medios no convencionales. Y es interesante
observar asimismo que los primeros pioneros de la psicología (Wundt, James, Hermann
von Ebbinghaus y, posteriormente, Ivan Pavlov y B. F. Skinner) eran fervientes empiristas
entregados a la investigación. En cambio, aunque Freud se vio igualmente obligado, a causa
de los mismos obstáculos, a desarrollar constructos psicológicos para explicar las funciones
y dolencias mentales, él renunció a la investigación sistemática y a cualquier tipo de
validación empírica de su teoría.
En la época de su visita, Freud era prácticamente un desconocido en América. Ni
siquiera figuraba como orador principal en las invitaciones a su conferencia que envió la
Universidad Clark. La prensa no cubrió la llegada a Nueva York de Freud antes de su
charla; y casi tampoco después de la misma, aparte del reportaje publicado en The Nation:
«Entre los ilustres sabios extranjeros que asistieron, uno de los más atractivos era Sigmund
Freud, de Viena. Muy poco se conoce en América del personaje y de su obra. Sus puntos de
vista empiezan a considerarse en Alemania la psicología del futuro, del mismo modo que la
música de Wagner fue considerada en su momento la música del futuro.»
Freud era un orador elocuente y persuasivo que la mayoría de las veces dejaba
impresionado al público instruido. Algunos de los mayores científicos y eminencias
médicas de la época, tanto en Europa como en América, tuvieron la ocasión de conocerlo y
casi todos quedaron convencidos de sus teorías. Entre los asistentes a las charlas de la
Universidad Clark figuraba el propio William James, quien quedó tan impresionado que le
dijo a Freud: «El futuro de la psicología pertenece a su obra.»
Otra asistente, la anarquista Emma Goldman, conocida por haber fundado la revista
Mother Earth, así como por distribuir anticonceptivos e intentar asesinar al presidente de la
compañía Carnegie Steel, se quedó también entusiasmada. «Solo la gente de mente
depravada —diría más tarde— podría impugnar los móviles de Freud o juzgar “impura”
una personalidad tan grande y magnífica como la suya.» Esa personalidad tan grande y
magnífica recibió la invitación de James Jackson Putnam, el influyente profesor de
enfermedades del sistema nervioso de Harvard, para que fuera a verlo a su refugio en el
campo. Tras cuatro días de discusión intensiva, Putnam abrazó la teoría de Freud y respaldó
públicamente su trabajo. No mucho después, Putnam contribuyó a organizar el primer
encuentro de la Asociación Psicoanalítica Americana (APsaA), que habría de convertirse
rápidamente en la organización psicoanalítica más influyente de Estados Unidos (aunque
tampoco es que hubiera mucha competencia).
Pese a la cálida acogida y la profusión de parabienes, inicialmente el impacto de
Freud en la psiquiatría americana fue modesto. Dos décadas después, la Asociación
Psicoanalítica Americana solo había logrado atraer a noventa y dos miembros en todo el
país. Aunque el psicoanálisis había empezado a ponerse de moda entre los pacientes cultos
y adinerados de Nueva York aquejados de trastornos leves —reproduciendo el éxito inicial
de Freud en la cosmopolita ciudad de Viena—, no penetró en las universidades y facultades
de Medicina, ni hizo tampoco mella alguna en la psiquiatría manicomial, que seguía
constituyendo la fuerza hegemónica en el campo de la salud mental en América.
Si en 1930 le hubieras dicho a un psiquiatra que el psicoanálisis freudiano pronto
iba a dominar la psiquiatría americana, lo hubiera considerado totalmente absurdo. No
había motivo para creer que el psicoanálisis pudiera extenderse más allá de unas pocas
ciudades de la costa Este. Entonces, sin embargo, el ascenso al poder y la agresiva política
de Hitler pusieron a Europa al borde de la guerra, desestabilizando gobiernos y alterando
fronteras. Y tuvo un efecto similar en la situación y las fronteras de la psiquiatría. Mientras
que en Europa el fascismo representó el fin del psicoanálisis, en América provocó un
inesperado auge del imperio psicoanalítico.
A finales del siglo XIX y principios del XX, el antisemitismo en Europa era un
fenómeno tan común como inquietante. Freud, ateo declarado pero étnicamente judío,
temía que si el psicoanálisis quedaba asociado con el judaísmo ante la opinión pública,
estaría perdido. Desde el principio, pues, se esforzó en minimizar cualquier conexión entre
las ideas psicoanalíticas y el mundo judío. Esta fue una de las razones —probablemente la
principal— de que Freud empujara a Carl Jung a convertirse en el primer presidente de la
Asociación Psicoanalítica Internacional. Jung, de nacionalidad suiza, no era vienés ni judío,
y su presidencia constituiría una clara señal ante la opinión pública de que el psicoanálisis
no era una camarilla de judíos. No obstante, el apoyo de Freud a Jung provocó las irritadas
protestas de Adler y Stekel. Los seguidores más antiguos de Freud sentían que el puesto
debía corresponder a un miembro del grupo vienés original. Cuando Adler y Stekel
abordaron el asunto con Freud, este declaró que necesitaba el apoyo de otro país, es decir,
de Suiza, para contrarrestar la manifiesta hostilidad antisemita que los rodeaba en Viena. Y
despojándose teatralmente de su abrigo, gritó: «¡Mis enemigos querrían verme muerto de
hambre! ¡Me arrancarían hasta el abrigo sin piedad!»
A pesar de todos los esfuerzos de Freud, sin embargo, el psicoanálisis quedó
inextricablemente vinculado a la cultura judía. El círculo íntimo de Freud era casi
enteramente judío, como lo era la gran mayoría de la primera generación de psicoanalistas,
los cuales tendían a creer que el hecho de ser judío ayudaba a apreciar la sabiduría de
Freud. Muchos de los primeros pacientes psicoanalíticos procedían de adineradas
comunidades judías. En el momento álgido de la Sociedad Psicológica de los Miércoles, el
único miembro no judío era Ernest Jones, un neurólogo inglés nacido en Londres. Sándor
Ferenczi, confidente de Freud y uno de los primeros presidentes de la Asociación
Psicoanalítica Internacional, observó acerca de la solitaria presencia de Jones en el grupo:
«Nunca he apreciado con tanta claridad como ahora la ventaja psicológica que implica
haber nacido judío.» Según el historiador Edward Shorter, el mensaje implícito de buena
parte del movimiento psicoanalítico inicial era: «Nosotros, los judíos, tenemos un don
precioso que ofrecer a la civilización moderna.»
Cuando el nazismo reforzó su dominio en Europa central —y especialmente en
Austria, la capital del psicoanálisis—, muchos psicoanalistas huyeron a otros países más
seguros. Poco después del ascenso de Hitler al poder, hubo en el centro de Berlín una
quema de libros de psicoanálisis, incluidos todos los de Freud. El doctor M. H. Göring
(primo de Hermann Göring, el lugarteniente de Hitler) se puso al frente de la Sociedad
Alemana de Psicoterapia, la principal organización psiquiátrica de Alemania, y la purgó de
judíos y de elementos psicoanalíticos, reconvirtiéndola en el Instituto del Reich de
Investigación Psicológica y Psicoterapia.
Freud permaneció en Viena todo el tiempo que pudo, incluso soportando la
presencia de una esvástica colgada sobre la entrada de su edificio. Hasta que un día, en la
primavera de 1938, un grupo de soldados nazis irrumpió en su apartamento, situado en la
segunda planta. Su esposa, Martha, les pidió que dejaran los rifles en el pasillo. El
comandante se dirigió fríamente al dueño de la casa como «Herr Professor» y ordenó a sus
hombres que registraran el apartamento para buscar contrabando. Cuando los soldados se
fueron al fin, Martha le dijo a su marido que se habían incautado de unos 840 dólares en
chelines austriacos. «Vaya —comentó Freud, que tenía entonces ochenta y dos años—.
Nunca he cobrado tanto por una sola visita.»
En realidad, Freud acabaría pagando mucho más a los nazis por el visado de salida
que le permitió marcharse a Inglaterra con su familia y sus posesiones: unos 200.000
dólares de la época. El dinero de este «impuesto de salida» se obtuvo con la venta de
manuscritos y objetos personales de Freud, y con la generosa contribución de una
admiradora llamada Marie Bonaparte. Toda la operación de salida fue facilitada
subrepticiamente por el comisario nazi que había dirigido la redada en casa de los Freud.
(Otro refugiado judío que huyó de Viena con su familia por la misma época, aunque con
mucha menos notoriedad, fue Eric Kandel, entonces un niño de nueve años, quien se
convertiría en psiquiatra inspirado por el ejemplo de Freud y llegaría a recibir el Premio
Nobel por sus investigaciones sobre el cerebro.) De este modo, prácticamente de la noche a
la mañana, el movimiento psicoanalítico se desvaneció en Europa.
Aunque el propio Freud se exilió en Londres, la mayoría de los psicoanalistas
emigrados buscaron refugio en América, sobre todo en las grandes ciudades y
especialmente en Nueva York. Para los integrantes del movimiento, vino a ser como si el
Vaticano y sus cardenales hubieran trasladado la Santa Sede de Roma a Manhattan.
Habiéndose formado o analizado directamente con el maestro, todos estos emigrados
fueron recibidos como una auténtica aristocracia por el incipiente movimiento
psicoanalítico americano. Obtuvieron puestos docentes en las principales universidades,
escribieron libros de éxito y crearon institutos psicoanalíticos.
Esos psiquiatras refugiados introducirían enseguida un cambio esencial en la
atención a la salud mental, aunque no necesariamente para bien. Traían consigo el enfoque
dogmático basado en la fe que Freud había adoptado, un enfoque de la psiquiatría que
coartaba la investigación y la experimentación. Y al final, tal como Freud había predicho, el
psicoanálisis se convertiría en una plaga para la medicina americana, infectando todas las
instituciones psiquiátricas con su actitud dogmática y anticientífica. Pero esta resistencia a
la investigación y a la verificación empírica era solo una parte del problema.
Todos los ilustres psicoanalistas emigrados eran judíos que habían huido de la
persecución. Habían sido formados por judíos, tenían en gran parte pacientes judíos y
habían sufrido experiencias espeluznantes como refugiados de un régimen brutalmente
antisemita. Hacia 1940, el psicoanálisis americano se había convertido en un caso único en
los anales de la medicina: una teoría sin base científica, adaptada a las necesidades
psíquicas de un grupo étnico minoritario. Resultaría difícil imaginar una terapia menos
adecuada para el tratamiento de personas con enfermedades mentales graves.
EL AUGE DEL «LOQUERO»
Las estadísticas sobre salud mental dicen que uno de cada cuatro americanos sufre
algún tipo de enfermedad mental. Piensa en tus tres mejores amigos. Si ellos están bien,
entonces eres tú.
RITA MAE BROWN
Emil Kraepelin nació en Alemania en 1856: el mismo año que Freud, y solo a unos
cientos de kilómetros de su ciudad natal. (Eran tantas las figuras fundamentales de la
psiquiatría procedentes de países de lengua alemana —Franz Mesmer, Wilhelm Griesinger,
Sigmund Freud, Emil Kraepelin, Julius Wagner-Jauregg, Manfred Sakel, Eric Kandel— que
la psiquiatría pudo llamarse con toda razón «la disciplina alemana».) Kraepelin se formó
como médico con Paul Fleischig, un afamado neuropatólogo, y con Wilhelm Wundt, el
fundador de la psicología experimental. Bajo la tutela de estos dos empiristas, Kraepelin
habría de adquirir un respeto permanente al valor de la investigación y de las pruebas
experimentales.
Cómo destruir los Rembrandts, Goyas y Van Goghs: los antifreudianos salen al
rescate
Los médicos creen que hacen una gran cosa por el paciente cuando le dan nombre a
su enfermedad.
IMMANUEL KANT
Por desgracia para todos nosotros, el DSM-III en su actual versión parece reunir
todas las características para provocar una convulsión en la psiquiatría americana que no
amainará en mucho tiempo.
BOYD L. BURRIS, presidente de la Sociedad
Baltimore Washington de Psicoanálisis, 1979
UN HÉROE IMPROBABLE
Poco hacía pensar en los inicios de la vida de Robert Leopold Spitzer que llegaría a
ser un revolucionario de la psiquiatría, aunque no resultaba difícil detectar en él indicios de
un enfoque metódico del comportamiento humano: «Cuando tenía doce años fui durante
dos meses a un campamento de verano y desarrollé un interés considerable por algunas de
las campistas femeninas —me explicó Spitzer—. Así que dibujé en la pared un gráfico de
mis sentimientos hacia cinco o seis chicas y fui trazando los altibajos de esos sentimientos
durante el transcurso del campamento. Recuerdo también que me preocupaba el hecho de
sentirme atraído por chicas que realmente no me gustaban demasiado, así que tal vez mi
gráfico me ayudó a aclarar mis sentimientos.»
A los quince años, Spitzer pidió permiso a sus padres para iniciar una terapia con un
acólito de Wilhelm Reich. Pensaba que tal vez le ayudaría a entender mejor a las chicas.
Sus padres se negaron. Creían, con buena intuición, que la orgonomía de Reich era una
patraña. Sin amilanarse, Spitzer empezó a salir a hurtadillas para asistir en secreto a las
sesiones con un terapeuta reichiano del centro de Manhattan, al que le pagaba cinco dólares
a la semana. El terapeuta, un hombre joven, seguía la práctica de Reich de manipular
físicamente el cuerpo de los pacientes y se pasaba las sesiones palpando los miembros de
Spitzer sin hablar apenas. Él recuerda aun así algo que le dijo el terapeuta: «Me dijo que si
me liberaba de mis inhibiciones paralizantes, experimentaría un corriente física, una
conciencia agudizada de mi propio cuerpo.»
Buscando esa «corriente física», Spitzer convenció a un analista reichiano que tenía
un acumulador de orgón para que le dejara utilizar el dispositivo. Pasó muchas horas
sentado entre las estrechas paredes de madera del cubículo, absorbiendo la invisible energía
orgónica que, esperaba, habría de hacerlo más feliz, más fuerte y más inteligente. Tras un
año de sesiones y tratamientos reichianos, sin embargo, empezó a sentirse desilusionado
con la orgonomía. Y como tantos fanáticos que han perdido su fe, tomó la determinación de
desenmascarar y poner en evidencia a su antigua ortodoxia.
En 1953, durante su último año en la Universidad de Cornell, Spitzer concibió ocho
experimentos para poner a prueba las afirmaciones de Reich sobre la existencia de la
energía orgónica. Para algunas pruebas, reclutó a estudiantes. Para otras, se colocó él
mismo como objeto de estudio. Al terminar los ocho experimentos, Spitzer concluyó que
«un examen atento de los datos no demuestra en modo alguno ni ofrece siquiera el menor
indicio de la existencia de la energía orgónica».
La mayoría de las investigaciones de los universitarios no suele alcanzar otra
audiencia que la del propio tutor, y el estudio de Spitzer no fue una excepción. Cuando
presentó al American Journal of Psychiatry su artículo desacreditando la orgonomía, los
editores se apresuraron a rechazarlo. Unos meses más tarde, sin embargo, recibió una visita
inesperada en la habitación de su residencia: un funcionario de la Agencia de Alimentos y
Medicamentos (FDA). El hombre le explicó que estaban investigando las afirmaciones de
Reich de que podía curar el cáncer. Necesitaban a un experto que pudiera testificar sobre la
eficacia —o ineficacia— de los acumuladores de orgón, y la Asociación de Psiquiatría
Americana, editora del American Journal of Psychiatry, les había facilitado su nombre.
¿Estaba interesado? No dejaba de ser una reacción gratificante para un joven aspirante a
científico, aunque al final el testimonio de Spitzer no fue necesario. El incidente, en todo
caso, demostraba que Spitzer ya estaba preparado para desafiar a la autoridad psiquiátrica
mediante la razón y la experimentación.
Tras licenciarse en 1957 en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva
York, Spitzer empezó a estudiar psiquiatría en la Universidad de Columbia y psicoanálisis
en su Centro de Formación e Investigación Psicoanalítica, que era el instituto de
psicoanálisis más influyente de Norteamérica. En cuanto empezó a tratar a sus propios
pacientes mediante el psicoanálisis, sin embargo, se sintió desilusionado una vez más. Pese
a sus fervientes esfuerzos para aplicar adecuadamente la teoría psicoanalítica con todos sus
entresijos y matices, los pacientes raramente parecían mejorar. Spitzer comenta al respecto:
«A medida que pasaba el tiempo, me fui dando cuenta de que no sabía realmente si solo
estaba diciéndoles lo que yo quería creer. Yo trataba de convencerlos de que podían
cambiar, pero no estaba seguro de que fuera cierto.»
Robert Spitzer, el arquitecto del DSM-III. (Por cortesía de Eve Vagg, Instituto
Psiquiátrico del Estado de Nueva York.)
Spitzer siguió trabajando como joven clínico de la Universidad de Columbia, con la
esperanza de encontrar alguna oportunidad de cambiar el curso de su carrera. Esa
oportunidad se le presentó en 1966 en la cafetería de la universidad. Spitzer compartió
mesa durante el almuerzo con Ernest Gruenberg, un miembro veterano de la facultad de
Columbia y director del grupo de trabajo del DSM-II, que se hallaba entonces en plena
elaboración. Gruenberg había visto a Spitzer por el departamento y siempre había sentido
simpatía por él, y los dos entablaron una animada y distendida conversación. Al terminar
sus sándwiches, Gruenberg le hizo una oferta: «Ya casi hemos terminado el DSM-II, pero
todavía necesito a alguien que tome notas y revise un poco el texto. ¿Te interesaría?»
Spitzer preguntó si cobraría. Gruenberg sonrió, meneando la cabeza. «No»,
respondió. Spitzer se encogió de hombros y dijo: «Acepto el trabajo.»
La gran mayoría de los psiquiatras todavía consideraba inútil el DSM. A nadie le
parecía que una clasificación burocrática de diagnósticos pudiera ser un trampolín para el
progreso de la profesión. Pero Spitzer pensó que disfrutaría más con el puzle intelectual de
deslindar las enfermedades mentales unas de otras que con el proceso vago e incierto del
psicoanálisis. Su entusiasmo y su diligencia como amanuense del DSM-II fueron premiados
con un rápido ascenso que habría de convertirlo a sus treinta y cuatro años en miembro de
pleno derecho del grupo de trabajo: el miembro más joven del equipo del DSM-II.
Cuando estuvo terminada la nueva edición del Manual, Spitzer siguió formando
parte del grupo de la APA bautizado con el soporífico nombre de «Comité de Nomenclatura
y Estadística». En otras circunstancias se habría tratado de un puesto rutinario y poco
prometedor, y el propio Spitzer no tenía expectativas de que pudiera llevarle a ninguna
parte... hasta que estalló la polémica que lo situó bruscamente en el candelero: la batalla en
torno al diagnóstico de la homosexualidad en el DSM.
CATALOGAR LA HOMOSEXUALIDAD
John Fryer, disfrazado como «Dr. H. Anónimo», con Barbara Gittings y Frank
Kameny, en la conferencia de 1972 de la APA sobre homosexualidad y enfermedad mental,
titulada: «La psiquiatría, ¿amiga o enemiga de los homosexuales? Un diálogo.» (Kay
Tobin/ © División de archivos y manuscritos, Biblioteca Pública de Nueva York.)
Los homosexuales veían su condición de una forma muy distinta que los
psiquiatras. A finales de los sesenta, muchos hombres gais se sintieron fortalecidos por el
formidable activismo social que veían a su alrededor: concentraciones por la paz, marchas
por los derechos civiles, protestas contra la ley del aborto, sentadas feministas. Así pues,
empezaron a formar sus propios grupos activistas (como el Frente de Liberación Gay) y a
organizar sus propias manifestaciones (como las protestas del Orgullo Gay contra las leyes
de la sodomía que criminalizaban el sexo gay) para desafiar la estrechez de miras de la
sociedad acerca de la homosexualidad. No es sorprendente que uno de los objetivos más
visibles y urgentes del primer movimiento de los derechos gais fuese la psiquiatría.
Los gais empezaron a explicar en público las dolorosas experiencias que habían
sufrido en las terapias, y especialmente en el psicoanálisis. Animados por las halagüeñas
promesas de los psiquiatras de llegar a sentirse «mejor que bien», habían buscado su ayuda
profesional para sentirse mejor consigo mismos, pero habían terminado sintiéndose todavía
más indignos y rechazados. Particularmente angustiosas eran las historias demasiado
corrientes de psiquiatras que intentaban reformar la identidad sexual de los gais mediante
hipnosis, terapia confrontacional e incluso utilizando terapias aversivas en las que se
administraban al paciente dolorosas descargas eléctricas: a veces directamente a los
genitales.
En 1970, los grupos de derechos gais se manifestaron por primera vez en la
convención anual de la APA, celebrada en San Francisco, uniendo fuerzas con el
movimiento antipsiquiátrico, que se hallaba en plena expansión. Los activistas gais
formaron una cadena humana en torno al centro de convenciones e impidieron a los
psiquiatras la entrada en el recinto. En 1972, la Alianza Gay de Nueva York decidió
reventar una reunión de terapeutas de la conducta, empleando una forma rudimentaria de
«acto relámpago» para exigir el fin de las técnicas aversivas. También en 1972, un
psiquiatra y activista de los derechos gais llamado John Fryer pronunció un discurso en la
convención anual de la APA bajo el nombre de «Dr. H. Anónimo». Fryer llevaba esmoquin,
peluca y una máscara de terror que le tapaba la cara mientras hablaba a través de un
micrófono especial que le distorsionaba la voz. Su célebre discurso empezaba con estas
palabras: «Soy homosexual. Soy psiquiatra.» Luego describía la vida opresiva de los
psiquiatras gais, que se veían obligados a ocultar su orientación sexual ante sus colegas por
temor a la discriminación y, al mismo tiempo, debían ocultar su profesión a los gais a causa
del desdén que la psiquiatría inspiraba dentro de la comunidad gay.
Robert Spitzer se quedó impresionado por la energía y la sinceridad de los
activistas. Él no tenía amigos ni colegas gais antes de que le encargaran la misión de
ocuparse de la controversia, y más bien sospechaba que la homosexualidad merecía ser
catalogada como un trastorno mental. Pero la pasión de los activistas lo convenció de que el
asunto debía discutirse abiertamente y decidirse con datos y un debate serio.
Así pues, organizó en la siguiente convención de la APA, en Honolulu, un comité
sobre la cuestión de si la homosexualidad debía figurar como un diagnóstico del DSM. El
comité ofreció un debate entre psiquiatras que estaban convencidos de que la
homosexualidad procedía de una educación defectuosa y psiquiatras que creían que no
había pruebas significativas que indicaran que se trataba de una enfermedad mental. Por
invitación de Spitzer, Ronald Gold, miembro de la Gay Alliance e influyente activista del
movimiento gay, tuvo la oportunidad de expresar sus puntos de vista sobre la validez de
catalogar la homosexualidad como un diagnóstico psiquiátrico. El debate atrajo a una
audiencia de más de un millar de profesionales de la salud mental y de hombres y mujeres
gais, y fue cubierto ampliamente por la prensa. Al final, todo el mundo coincidió en que los
adversarios de la tesis de la enfermedad mental habían salido victoriosos.
Unos meses después, Gold llevó a Spitzer a una reunión secreta de psiquiatras gais.
Spitzer se quedó atónito al descubrir que varios de los asistentes eran catedráticos de
destacados departamentos de Psiquiatría y que otro era ex presidente de la APA: todos —
naturalmente— llevando una doble vida. Al detectar la presencia inesperada de Spitzer,
ellos reaccionaron con sorpresa e indignación, pues lo veían como un miembro de la cúpula
dirigente de la APA, que probablemente habría de revelar su condición, arruinando su
carrera y su vida familiar. Gold les aseguró que Spitzer era de fiar y que encarnaba todas
sus esperanzas de que se revisara de forma justa y rigurosa si la homosexualidad debía
continuar figurando en el DSM.
Tras hablar con los asistentes, Spitzer se convenció de que no había datos plausibles
que indicaran que ser homosexual fuera consecuencia de un proceso patológico o de un
funcionamiento mental deteriorado. «Todos esos activistas gais eran buenos tipos, gente
amigable, atenta y compasiva. Para mí quedó claro que ser homosexual no afectaba a la
propia capacidad para funcionar en sociedad al máximo nivel», explica. Al finalizar el
encuentro, tenía la convicción de que el diagnóstico 302.0, la homosexualidad, debía
eliminarse del DSM-II.
Pero Spitzer se hallaba ahora ante un inquietante dilema intelectual. Por un lado, el
movimiento de la antipsiquiatría sostenía con gran estridencia que todas las enfermedades
mentales eran construcciones sociales artificiosas perpetuadas por unos psiquiatras ávidos
de poder. Como todo el mundo en la APA, Spitzer era consciente de que esos argumentos
estaban repercutiendo negativamente en la credibilidad de su profesión. Él creía que las
enfermedades mentales eran auténticos trastornos médicos, y no constructos sociales. Pero
ahora estaba a punto de declarar que la homosexualidad era justamente uno de tales
constructos. Si la excluía como ente patológico, podía abrir la puerta a que los
antipsiquiátricos sostuvieran que también debían excluirse otros trastornos como la
esquizofrenia o la depresión. Y lo que aún era más preocupante: tal vez las compañías de
seguros aprovecharan la decisión de anular la diagnosis de la homosexualidad como
pretexto para dejar de costear cualquier tratamiento psiquiátrico.
Por otro lado, si Spitzer mantenía que la homosexualidad era un trastorno médico
con el fin de preservar la credibilidad de la psiquiatría, causaría un daño enorme —ahora se
daba cuenta— a hombres y mujeres sanos que simplemente se sentían atraídos por
miembros de su propio sexo. El psicoanálisis no ofrecía una salida a este dilema, pues la
posición inflexible de sus practicantes era que la homosexualidad obedecía a conflictos
traumáticos infantiles. Spitzer resolvió finalmente el problema inventando un nuevo
concepto psiquiátrico, un concepto que demostraría ser decisivo muy pronto, en la siguiente
y revolucionaria edición del DSM: la «angustia subjetiva».
Spitzer empezó por argumentar que si no había pruebas claras de que la dolencia de
un paciente le provocaba angustia o mermaba su capacidad para funcionar, y el paciente
insistía en que estaba bien, entonces no se le debía imponer una etiqueta. Si una persona
decía estar contenta, satisfecha y funcionando adecuadamente, ¿quién era el psiquiatra para
decir lo contrario? (Según el razonamiento de Spitzer, incluso si un esquizofrénico afirmaba
que se encontraba bien, el hecho de que fuese incapaz de relacionarse o tener un trabajo
justificaría que su estado se etiquetara como una enfermedad.) Al respaldar el principio de
angustia subjetiva, Spitzer dejó claro que la homosexualidad no era un trastorno mental y
que, por sí misma, no justificaba ningún tipo de intervención psiquiátrica.
Esta visión permitía que una persona gay pidiera expresamente ayuda si sufría
angustia o depresión por el hecho de ser gay. Entonces la psiquiatría sí podía intervenir.
Spitzer sugería que esos casos debían encuadrarse dentro de un nuevo diagnóstico de
«trastorno por la orientación sexual», un enfoque que dejaba abierta la posibilidad de que
los psiquiatras trataran de cambiar la orientación de alguien que así lo solicitaba. (Spitzer
finalmente se arrepintió de haber respaldado cualquier tipo de reconversión de la
orientación sexual.)
Cuando la propuesta de Spitzer llegó al consejo de investigación de la APA del cual
dependía el Comité de Nomenclatura y Evaluación, sus miembros votaron por unanimidad
que se suprimiera del DSM-II el diagnóstico del trastorno de homosexualidad y se
reemplazara por el más restrictivo de trastorno por orientación sexual. El 15 de diciembre
de 1973, la junta directiva de la APA aceptó la recomendación del consejo y el cambio se
introdujo oficialmente como una revisión del DSM-II.
Spitzer temía que esta decisión provocara un escándalo en el seno de la psiquiatría,
pero sus colegas, por el contrario, lo elogiaron por forjar una solución de compromiso
creativa que a la vez era práctica y humana: una solución que se anticipaba a la reacción de
los antipsiquiátricos y, al mismo tiempo, proclamaba ante el mundo entero que la
homosexualidad no era una enfermedad. «Lo irónico —recuerda Spitzer— es que las
críticas más severas que recibí a fin de cuentas fueron las de mi propia institución, el
Centro Psicoanalítico de Columbia.»
En 1987, el trastorno por orientación sexual también fue eliminado como
diagnóstico del DSM. En 2003, la APA creó el premio John E. Fryer en honor al discurso
que Fryer pronunció enmascarado como Dr. Anónimo. El premio se otorga anualmente a
una figura pública que haya realizado importantes contribuciones en el campo de la salud
mental de lesbianas, gais, bisexuales y personas de transgénero (LGBT). Más tarde, en
2013, el doctor Saul Levin se convirtió en el primer dirigente abiertamente gay de la
Asociación Psiquiátrica Americana, al ser nombrado director general y director médico.
Aunque la psiquiatría americana ha tardado de un modo vergonzoso en excluir la
homosexualidad de entre las enfermedades mentales, el resto del mundo ha tardado todavía
más. La Clasificación Internacional de Enfermedades publicada por la Organización
Mundial de la Salud no suprimió el «trastorno de homosexualidad» hasta 1990, y todavía
hoy incluye el «trastorno por orientación sexual» entre sus dolencias catalogadas. Ese
nocivo diagnóstico es citado con frecuencia por los países que aprueban leyes contra la
homosexualidad como Rusia o Nigeria.
En Estados Unidos, sin embargo, los medios de comunicación no trataron la
eliminación del trastorno de homosexualidad de la Biblia de la Psiquiatría como una
victoria progresista de la psiquiatría. Los periódicos y los activistas antipsiquiatría, por el
contrario, se mofaron de la APA por «decidir sobre la enfermedad mental por votación
democrática». Una enfermedad mental o era una dolencia médica o no lo era, decían estos
críticos con tono burlón: nunca verías a los neurólogos decidiendo por votación si un vaso
sanguíneo obturado en el cerebro constituía una apoplejía, ¿no? Así pues, en vez de darle a
la imagen de la psiquiatría un empujón del que andaba muy necesitada, el episodio acabó
constituyendo otra ocasión embarazosa para una profesión asediada en todos los frentes.
Pero aunque el resto del mundo no lo viera así, Spitzer había logrado llevar a cabo
una impresionante hazaña de diplomacia diagnóstica. Había introducido una forma nueva e
influyente de concebir la enfermedad mental mediante la noción de «angustia subjetiva»;
había conseguido contentar a los activistas gais y había eludido eficazmente las críticas de
los antipsiquiátricos. Estos logros no habrían de pasar inadvertidos entre los dirigentes de la
Asociación Psiquiátrica Americana.
En la reunión de urgencia celebrada en el momento álgido de la crisis de la
antipsiquiatría, en febrero de 1973, la junta directiva de la APA comprendió que el mejor
sistema para detener la oleada de críticas contra la profesión era presentar un cambio
fundamental en el modo de conceptualizar y diagnosticar la enfermedad mental: un cambio
basado en la ciencia empírica y no en los dogmas freudianos. Todos coincidieron en que lo
más convincente para demostrar este cambio era reformar el compendio oficial de la APA
sobre enfermedad mental.
Al terminar la reunión de emergencia, los directivos habían autorizado la creación
de la tercera edición del Diagnostic and Statistical Manual y encargado al próximo grupo
de trabajo del DSM que «defina la enfermedad mental y defina lo que es un psiquiatra».
Pero si la APA quería ir más allá de la teoría freudiana —una teoría que aún determinaba el
modo de diagnosticar a los pacientes de la gran mayoría de los psiquiatras—, ¿cómo
demonios había que definir la enfermedad mental?
Un psiquiatra tenía la respuesta: «En cuanto la reunión urgente de la junta directiva
decidió autorizar un nuevo DSM, tuve claro que yo quería dirigir el proceso —recuerda
Spitzer—. Hablé con el director médico de la APA y le dije que me encantaría asumir el
puesto.» La junta de la APA, consciente de que la nueva edición del DSM requeriría
cambios radicales, y a la vista de la destreza con la que Spitzer había manejado el
conflictivo dilema sobre la homosexualidad, lo nombró director del grupo de trabajo del
DSM-III.
Spitzer no ignoraba que, si quería cambiar el criterio de la psiquiatría para
diagnosticar a los pacientes, necesitaría un sistema completamente nuevo para definir la
enfermedad mental: un sistema basado en la observación y los datos empíricos, no en la
tradición y el dogma. Pero en 1973 solo había un lugar en todo Estados Unidos donde se
hubiera desarrollado un sistema semejante.
EL CRITERIO FEIGHNER
HAN NOLAN
5
Medidas desesperadas:
curas de fiebre, terapia de coma y lobotomías
NIDO DE VÍBORAS
En las primeras décadas del siglo XX, los manicomios estaban llenos de pacientes
aquejados de un tipo de psicosis llamado «parálisis general del demente» (GPI), provocado
por la sífilis avanzada. Sin el tratamiento adecuado, el microorganismo con forma de
espiral (espiroqueta) de esta enfermedad venérea se asentaba en el cerebro y generaba unos
síntomas a menudo indistinguibles de la esquizofrenia o el trastorno bipolar. Puesto que la
sífilis seguía siendo incurable a principios del siglo XX, los psiquiatras buscaron con
desesperación algún modo de mitigar los síntomas padecidos por una auténtica avalancha
de pacientes con demencia GPI, entre los que figuraban el gánster Al Capone y el
compositor Robert Schumann.
En 1917, mientras Freud publicaba sus Conferencias de introducción al
psicoanálisis, otro médico vienés estaba a punto de realizar un descubrimiento igualmente
asombroso. Julius Wagner-Jauregg, vástago de una familia noble austriaca, estudió
Patología en la Facultad de Medicina y luego empezó a trabajar en una clínica psiquiátrica
con pacientes psicóticos. Un día, observó algo sorprendente en una paciente GPI llamada
Hilda.
Hilda llevaba más de un año perdida en la turbulenta locura de la enfermedad
cuando sufrió una fiebre no relacionada con la sífilis, sino con una infección respiratoria. Al
remitir la fiebre, Hilda despertó con la mente despejada y lúcida. Su psicosis se había
desvanecido.
Como los síntomas GPI evolucionaban por lo general solo en una dirección —o sea,
a peor—, la remisión de los síntomas psicóticos de Hilda suscitó el interés de Wagner-
Jauregg. ¿Qué había ocurrido? Puesto que había recuperado la cordura inmediatamente
después de bajar la fiebre, conjeturó que la causa debía estar relacionada con la fiebre
misma. ¿Acaso la elevada temperatura corporal había aturdido o matado a las espiroquetas
de la sífilis que tenía en el cerebro?
Actualmente sabemos que la fiebre es uno de los mecanismos más primitivos del
cuerpo para combatir la infección: una parte de lo que se conoce como «sistema inmune
innato». El calor de la fiebre daña tanto al huésped como al invasor, pero suele ser más
dañino para el invasor, pues muchos agentes patógenos son sensibles a las temperaturas
elevadas. (Nuestro «sistema inmune adaptativo», más reciente evolutivamente, produce los
conocidos anticuerpos, que atacan de forma específica a los invasores.) A falta de un
verdadero conocimiento de la mecánica de la fiebre, Wagner-Jauregg concibió un osado
experimento para estudiar los efectos de la temperatura elevada en la psicosis. ¿Cómo?
Infectando a pacientes GPI con enfermedades que provocaban fiebre.
Empezó sirviendo a sus pacientes psicóticos agua que contenía bacterias
estreptocócicas (las causantes de las anginas). Luego probó con la tuberculina, un extracto
de la bacteria de la tuberculosis; y finalmente con la malaria, tal vez porque había una
provisión disponible de sangre infectada por esta enfermedad procedente de los soldados
que regresaban de la Primera Guerra Mundial. Los pacientes, después de que Wagner-
Jauregg les inyectara el parásito plasmodium, sucumbían a la fiebre típica de la malaria... y
poco después mostraban una mejora espectacular de su estado mental.
Enfermos que antes actuaban de forma estrafalaria y soltaban incoherencias ahora
estaban serenos y charlaban con toda normalidad con el doctor Wagner-Jauregg. Algunos
incluso parecían totalmente curados de su sífilis. En el siglo XXI quizá pueda parecer un
mal negocio cambiar una enfermedad espantosa por otra, pero al menos la malaria podía
tratarse con quinina, un extracto barato y abundante de corteza de árbol.
El nuevo método de Wagner-Jauregg, llamado piroterapia, se convirtió rápidamente
en el tratamiento estándar de la GPI. Aunque la idea de infectar a propósito a pacientes
mentales con parásitos de la malaria nos pone los pelos de punta —y en efecto, un quince
por ciento de los pacientes tratados con la cura de fiebre de Wagner-Jauregg pereció a causa
del procedimiento mismo—, la piroterapia constituyó el primer tratamiento efectivo de
varias dolencias mentales. Piénsenlo por un momento. Ningún procedimiento médico había
logrado en toda la historia aliviar los síntomas de la psicosis, la más grave y despiadada de
las enfermedades mentales. La GPI había constituido siempre un viaje sin retorno a la
reclusión permanente o a la muerte. Ahora, los afectados por esta dolencia tan destructiva
para la mente tenían una posibilidad razonable de recuperar la cordura y volver a casa. Por
este logro impresionante, Wagner-Jauregg obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1927, el
primero que se otorgaba en el campo de la psiquiatría.
La cura de fiebre de Wagner-Jauregg infundió la esperanza de que hubiera otros
métodos prácticos de tratar la enfermedad mental. De modo retrospectivo, podríamos
señalar que la GPI, comparada con otras dolencias mentales, constituía un caso muy
inusual, pues era causada por un patógeno externo que infectaba el cerebro. Difícilmente
podríamos esperar que un método germicida tuviera ningún efecto en otras enfermedades
mentales, cuando sabemos que infinidad de psiquiatras biológicos no han detectado la
presencia de agentes externos en el cerebro de los pacientes. Durante los años veinte, sin
embargo, muchos psiquiatras, espoleados por el éxito de Wagner-Jauregg, intentaron aplicar
la piroterapia a otros trastornos.
En los manicomios de todo el país, los pacientes con esquizofrenia, depresión,
manía e histeria empezaron a ser infectados con una amplia variedad de enfermedades que
cursaban con fiebre. Algunos alienistas llegaron al extremo de inyectar sangre infectada con
malaria directamente en el cerebro del paciente a través del cráneo. Pero, ay, la piroterapia
no resultó ser la panacea que muchos habían esperado. Aunque la cura de fiebre mitigaba
los síntomas psicóticos de la GPI, demostró ser inútil contra todos los demás tipos de
enfermedad mental. Como los otros trastornos no estaban causados por agentes patógenos,
no había nada que la fiebre pudiese matar... salvo, en ocasiones, al propio paciente.
Aun así, la inaudita eficacia de la piroterapia en el tratamiento de la GPI arrojó el
primer destello de luz en las tinieblas que habían dominado la psiquiatría manicomial
durante más de un siglo. Espoleado por el éxito de Wagner-Jauregg, otro psiquiatra
austriaco, Manfred Sakel, experimentó con una técnica fisiológica todavía más inquietante
que la fiebre de la malaria. Sakel había estado tratando a drogadictos con dosis bajas de
insulina, como medio para combatir la adicción a los opiáceos. Con frecuencia, los
consumidores de morfina y opio mostraban conductas extremas similares a las de la
enfermedad mental, como deambular incesante, movimiento frenético y pensamiento
incoherente. Sakel observó que cuando un adicto recibía accidentalmente una elevada
cantidad de insulina, su nivel de azúcar caía en picado, induciendo un coma hipoglucémico
que podía prolongarse durante horas. Al despertar, sin embargo, el paciente estaba mucho
más calmado y su conducta extrema había remitido. Sakel se preguntó si el coma podría
aliviar quizá los síntomas de la enfermedad mental.
Así pues, empezó a experimentar con comas artificialmente inducidos.
Administraba a pacientes esquizofrénicos dosis elevadas de insulina, que habían empezado
a ser utilizadas como tratamiento para la diabetes. La sobredosis de insulina los sumía en un
coma que Sakel interrumpía administrando glucosa por vía intravenosa. Cuando los
pacientes recuperaban el conocimiento, esperaba un poco y repetía la operación. En
ocasiones inducía un coma en el paciente seis veces seguidas. Para su gran satisfacción, los
síntomas psicóticos disminuían y aparecían signos de mejora.
Como podrán imaginar, la técnica de Sakel entrañaba serios riesgos. Un efecto
secundario era que los pacientes se volvían tremendamente obesos, pues la insulina empuja
la glucosa hacia el interior de las células. Un efecto mucho más grave era que un pequeño
número de pacientes no despertaba del coma y moría en el acto. El mayor peligro era que se
produjera un daño cerebral permanente. El cerebro consume un porcentaje
desproporcionado de la glucosa total presente en el cuerpo (setenta por ciento), pese a que
solo representa el dos por ciento del peso corporal. Por lo tanto, es un órgano
extremadamente sensible a las fluctuaciones del nivel de glucosa en sangre y puede sufrir
daños si esos niveles son demasiado bajos incluso durante un breve período de tiempo.
En vez de considerar un inconveniente el daño cerebral, los defensores del método
de Sakel alegaban que era un beneficio: el daño cerebral, en caso de producirse, causaba
una deseable «disminución de tensión y hostilidad»; o al menos eso aducían en su defensa.
Tal como la terapia de fiebre, la terapia de coma inducido fue ampliamente adoptada
por los alienistas americanos y europeos. Se empleó en casi todos los hospitales mentales
importantes durante los años cuarenta y cincuenta, y cada institución desarrolló su propio
protocolo para la inducción del coma. Algunos pacientes llegaron a ser sometidos a un
coma sesenta o setenta veces en el curso del tratamiento. Pese a los riesgos evidentes, los
psiquiatras se sentían maravillados por el hecho de que por fin —¡por fin!— hubiera algo
capaz de aliviar el sufrimiento de sus pacientes, aunque fuese de modo temporal.
NADA QUE NO PUEDA ARREGLAR UN PICAHIELOS EN EL OJO
Desde que los primeros psiquiatras empezaron a concebir los trastornos de conducta
como enfermedades, acariciaron la esperanza de que algún día la manipulación directa del
cerebro resultara curativa. En los años treinta, se desarrollaron dos tratamientos que
prometían cumplir este sueño. Uno de ellos sobrevivió a unos difíciles comienzos y a una
pésima reputación para convertirse en un pilar de la atención mental contemporánea. El
otro siguió el camino opuesto: empezó su andadura como un método prometedor
rápidamente adoptado en todo el mundo y acabó convertido en el tratamiento más infame
de la historia de la psiquiatría.
Desde la técnica prehistórica de la trepanación, la práctica de orificios en el cráneo
para llegar al cerebro, que ya se empleaba en algunos casos hace miles de años, los médicos
han intentado recurrir a la cirugía cerebral para tratar el caos emocional de los trastornos
mentales, aunque siempre sin éxito. En 1933, un médico portugués decidió desafiar este
largo historial de fracasos: António Egas Moniz, un neurólogo de la Universidad de Lisboa,
pensaba, como los psiquiatras biológicos, que la enfermedad mental era una dolencia
neurológica y que, por lo tanto, debía ser tratable mediante una intervención directa en el
cerebro. Como neurólogo, sabía por experiencia que los derrames, tumores y heridas
cerebrales alteraban la conducta y las emociones al dañar una zona determinada del
cerebro. Él conjeturó que también lo contrario debía ser cierto, es decir, que dañando la
parte apropiada del cerebro, podían rectificarse las conductas y emociones alteradas. La
única cuestión era: ¿qué parte del cerebro había que operar?
Moniz estudió atentamente las diversas regiones del cerebro humano para
determinar qué estructuras neurológicas podían ser más prometedoras como candidatas a la
cirugía. Esperaba encontrar sobre todo las zonas del cerebro que regían los sentimientos,
pues creía que para tratar la enfermedad mental era esencial calmar las turbulentas
emociones del paciente. En 1935, durante una convención médica celebrada en Londres,
Moniz asistió a una conferencia en la que un neurólogo e investigador de Yale formuló una
observación interesante: cuando un paciente sufría heridas en el lóbulo frontal, sus
emociones quedaban atenuadas, pero —curiosamente— su capacidad intelectual parecía
intacta. Ese era el hallazgo que Moniz había estado buscando: un modo de calmar las
tormentosas emociones de la enfermedad mental, pero preservando la capacidad cognitiva
normal.
Al volver a Lisboa, Moniz acometió con entusiasmo su primer experimento de
psicocirugía. Su objetivo: los lóbulos frontales. Como Moniz carecía de formación en
neurocirugía, reclutó a un joven neurocirujano, Pedro Almeida Lima, para llevar a cabo la
intervención. El plan de Moniz era producir lesiones —o dicho más crudamente, infligir un
daño cerebral permanente— en los lóbulos frontales de pacientes con trastornos mentales
graves: un procedimiento que llamó «leucotomía».
Moniz realizó la primera de una serie de veinte leucotomías el 12 de noviembre de
1935 en el hospital de Santa Marta de Lisboa. Cada paciente era sometido a anestesia
general. Lima practicaba dos orificios en la parte frontal del cráneo, justo por encima de
cada ojo. A continuación realizaba la parte esencial de la intervención: insertaba a través del
orificio la aguja de un instrumento de su invención con forma de jeringa —un leucotomo—
y presionaba el émbolo de la jeringa, que introducía un lazo de alambre en el cerebro;
después hacía rotar el leucotomo, extrayendo una pequeña esfera de tejido cerebral, tal
como quien saca el corazón de una manzana.
¿Cómo decidieron Moniz y Lima dónde cortar, teniendo en cuenta que el escáner
cerebral y la cirugía estereotáctica quedaban aún muy lejos en el futuro y que apenas se
sabía nada sobre la anatomía funcional de los lóbulos frontales? Para asegurar el tiro, los
dos médicos portugueses extrajeron seis esferas de tejido cerebral de cada lóbulo frontal. Si
quedaban insatisfechos con el resultado —si el paciente seguía agitado, por ejemplo—,
entonces Lima volvía a intervenirlo y le extraía todavía más tejido.
En 1936, Moniz y Lima publicaron los resultados de sus primeras veinte
leucotomías. Antes de la intervención, nueve pacientes sufrían depresión; siete,
esquizofrenia; dos, trastorno de ansiedad, y dos eran maníaco-depresivos. Moniz afirmaba
que siete pacientes habían mejorado de forma considerable, otros siete habían mejorado
algo y los seis restantes no habían experimentado cambios. Ninguno, según los autores de
la investigación, había quedado peor tras la intervención.
Cuando Moniz presentó los resultados en una convención en París, el psiquiatra más
destacado de Portugal, José de Matos Sobral Cid, criticó la nueva técnica. Cid era el jefe de
Psiquiatría del hospital de Moniz y había visto personalmente a los pacientes
leucotomizados. Según él, estos mostraban una disminución de capacidades y un «deterioro
de la personalidad»; y su aparente mejora no era más que una conmoción como la que
sufría un soldado tras una grave herida en la cabeza.
Moniz, sin dejarse desanimar, formuló una teoría para explicar por qué funcionaban
las leucotomías: una teoría basada en la psiquiatría biológica. La enfermedad mental, según
sostuvo, era la consecuencia de «fijaciones funcionales» en el cerebro, que se producían
cuando el cerebro no podía dejar de ejecutar la misma acción una y otra vez. Moniz
aseguraba que la leucotomía curaba a los pacientes eliminando estas fijaciones funcionales.
Cid criticó esa teoría elaborada a posteriori, tildándola de «pura mitología cerebral».
Pese a tales críticas, el tratamiento de Moniz, la leucotomía frontal transcraneal, fue
acogida como una cura milagrosa; y el motivo —si no del todo perdonable— es
comprensible. Uno de los problemas más comunes de los psiquiatras de los manicomios era
cómo manejar a los pacientes turbulentos. El manicomio, al fin y al cabo, estaba pensado
para cuidar de los individuos demasiado escandalosos para vivir en sociedad. Pero aparte de
la inmovilización, ¿cómo puedes controlar a una persona que está constantemente excitada,
soliviantada y violenta? Para los alienistas, el efecto calmante de la leucotomía de Moniz
parecía la respuesta a sus plegarias. Tras una intervención relativamente sencilla, aquellos
pacientes que constituían una molestia permanente se volvían dóciles y obedientes.
Las leucotomías se propagaron como un incendio desbocado por los manicomios de
Europa y América (en Estados Unidos, se volvieron conocidas popularmente como
«lobotomías»). La adopción de la técnica quirúrgica de Moniz transformó las instituciones
mentales de un modo inmediatamente perceptible para el observador más distraído. Durante
siglos, la banda sonora habitual en un manicomio consistía en un estrépito y un alboroto
incesante. Ahora, ese bullicio escandaloso había sido reemplazado por un silencio más
agradable. Aunque la mayoría de defensores de la psicocirugía eran conscientes del cambio
radical que se observaba en la personalidad de los sujetos, argumentaban que la «cura» de
Moniz resultaba al menos más humana que inmovilizar a los pacientes con camisas de
fuerza o encerrarlos en celdas acolchadas durante semanas; y desde luego resultaba más
cómoda para el personal del hospital. Pacientes que antes se golpeaban contra las paredes,
arrojaban la comida y gritaban a espectros invisibles, permanecían ahora plácidamente
sentados sin molestar a nadie. Entre las personas más destacadas sometidas a este espantoso
tratamiento figuran la hermana de Tennessee Williams, Rose, y la hermana del presidente
John F. Kennedy, Rosemary Kennedy.
Con demasiada rapidez, la lobotomía americana dejó de ser un modo de amansar a
los pacientes más alborotadores para convertirse en una terapia general para todo tipo de
trastornos mentales. Esta moda no hacía más que seguir la trayectoria de otros muchos
movimientos psiquiátricos —desde el mesmerismo hasta el psicoanálisis y la orgonomía—
cuyos seguidores tendían a convertir un método de aplicación restringida en una panacea
universal. Si la única herramienta que posees es un martillo, el mundo entero se parece a un
clavo.
En 1946, un americano llamado Walter Freeman introdujo un método nuevo y
radical de psicocirugía. Freeman era un neurólogo ambicioso y de amplia formación que
admiraba el «genio» de Moniz. Estaba convencido de que la enfermedad mental obedecía a
emociones hiperactivas que podían aplacarse lesionando quirúrgicamente los centros
emocionales del cerebro. Freeman creía que serían muchos más los pacientes que podrían
beneficiarse de esta técnica si fuera posible volverla más práctica y barata, pues el método
Moniz requería un experto cirujano, un anestesista y el quirófano siempre oneroso de un
hospital. Tras experimentar con un picahielos y un pomelo, Freeman adaptó
ingeniosamente la técnica de Moniz para que pudiera llevarse a cabo en clínicas, en
consultas privadas e incluso en la habitación de un hotel.
El 17 de enero de 1946, en su consulta de Washington D. C, Walter Freeman le
practicó la primera «lobotomía transorbital» de la historia a una mujer de veintisiete años
llamada Sallie Ellen Ionesco. La técnica consistía en alzar el párpado superior del paciente
y meter, por debajo del mismo y resiguiendo el borde superior de la órbita, la punta de un
delgado instrumento quirúrgico semejante a un picahielos. Luego se empleaba un mazo
para atravesar la fina capa ósea de la pared de la órbita e introducir la punta en el cerebro.
Entonces, como en la técnica de leucotomía de Moniz, se hacía rotar la punta del picahielos
para producir una lesión en el lóbulo frontal. Cuando murió en 1972, Freeman había
practicado no menos de 2.500 lobotomías con picahielos en pacientes de veintitrés estados.
Walter Freeman, ejecutando una lobotomía. (© Bettmann/ CORBIS.)
Las lobotomías transorbitales seguían practicándose cuando yo entré en la Facultad
de Medicina. Mi único encuentro con un paciente lobotomizado constituyó una experiencia
bastante lúgubre. Se trataba de un hombre viejo y flaco, internado en el hospital St.
Elizabeths de Washington D. C, que permanecía sentado con la mirada perdida, como una
estatua de piedra. Si le hacías una pregunta, respondía con voz apagada y robótica. Si le
pedías que hiciera algo, lo hacía obedientemente, como un zombi. Lo más desconcertante
eran sus ojos, inexpresivos y sin vida. Me explicaron que en su día había sido un paciente
incansablemente agresivo y rebelde. Ahora, era el paciente «perfecto»: obedecía dócilmente
y daba poco trabajo.
Por asombroso que parezca, Moniz recibió el Premio Nobel en 1949 «por su
descubrimiento del valor terapéutico de la leucotomía en ciertas psicosis», lo que constituía
el segundo Nobel otorgado al tratamiento de la enfermedad mental. El hecho de que el
comité sueco galardonara la terapia por malaria y las lobotomías pone de manifiesto la
desesperación con que se buscaba cualquier tipo de tratamiento psiquiátrico.
Por suerte, la psiquiatría contemporánea ha desechado hace mucho los peligrosos y
desesperados métodos de la terapia de fiebre, la terapia de coma y las lobotomías
transorbitales, sobre todo a partir de la revolución en los tratamientos iniciada en los años
cincuenta y sesenta. Pero hay una terapia de la era manicomial que sí ha sobrevivido y ha
llegado a convertirse en el tratamiento somático más corriente y efectivo de la psiquiatría
actual.
CEREBROS ELECTRIFICADOS
El renacimiento de la psiquiatría
EDWARD SHORTER
7
Aquí tenemos esta masa gelatinosa de apenas kilo y medio que puedes sostener en
la palma de la mano y que es capaz de contemplar la inmensidad del espacio interestelar.
Puede contemplar el sentido del infinito y puede contemplarse a sí misma contemplando el
sentido del infinito.
VILAYANUR RAMACHANDRAN
¡Cada criatura pusilánime que se arrastra por la tierra o se escabulle a través de los
mares viscosos tiene un cerebro!
El mago de Oz
Imagen ponderada por difusión del cerebro, presentada en un plano sagital (mirando
de lado la cabeza, con la frente a la derecha de la imagen y la nuca a la izquierda). Las
fibras de materia blanca que conectan en circuitos las neuronas del cerebro aparecen
aisladamente, sin la matriz de materia gris, fluido cerebroespinal y vasos sanguíneos.
(Shenton y otros, en Brain Imaging and Behavior, 6 (2) 2012; imagen de Inga Koerte y
Marc Muehlmann.)
Gracias a estas nuevas y magníficas tecnologías, a finales del siglo XX los
psiquiatras pudieron al fin examinar el cerebro de una persona viva en todo su esplendor.
Ahora podían observar las estructuras cerebrales con una resolución espacial de menos de
un milímetro, seguir la actividad cerebral con una resolución temporal de menos de un
milisegundo e incluso identificar la composición química de las estructuras cerebrales:
todo, sin el menor peligro o incomodidad para el paciente.
El sueño venerable de la psiquiatría biológica empieza a hacerse realidad. En efecto,
tras estudiar a cientos de miles de personas con casi todos los trastornos mentales reflejados
en el DSM, los investigadores han empezado a identificar una serie de anomalías cerebrales
asociadas a la enfermedad mental. En el caso del cerebro de los pacientes esquizofrénicos,
por ejemplo, los estudios estructurales con IRM han revelado que el hipocampo es más
pequeño que en los cerebros sanos; y los estudios funcionales IRM han mostrado un
metabolismo disminuido en los circuitos del córtex frontal durante las tareas de resolución
de problemas. Además, los estudios TEP han mostrado que un circuito neural implicado en
la focalización de la atención (el circuito mesolímbico) libera una cantidad excesiva de
dopamina en los cerebros esquizofrénicos, distorsionando la percepción que tiene el
paciente de su entorno. También hemos descubierto que los cerebros esquizofrénicos
presentan una disminución progresiva de la cantidad de materia gris en el córtex cerebral
durante el curso de la enfermedad, lo que refleja una reducción del número de sinapsis
neuronales. (La materia gris es el tejido cerebral que contiene el cuerpo de las neuronas y
sus sinapsis. La materia blanca, por su parte, está compuesta por los axones, los cables que
conectan las neuronas entre sí.) En otras palabras, si los esquizofrénicos no se tratan, sus
cerebros se vuelven cada vez más pequeños.
Imágenes de escáner TEP (fila superior) e imágenes IRM (fila inferior) del cerebro
presentadas en tres planos distintos. La columna izquierda corresponde al plano axial
(mirando el cerebro desde lo alto de la cabeza); la columna central, al plano coronal
(mirando el cerebro a través de la cara), y la columna derecha, al plano sagital (mirando el
cerebro a través de un lado de la cabeza). Las imágenes TEP están realizadas con un
trazador radiactivo (colorante biológico) que se fija en los receptores de dopamina
concentrados en las estructuras brillantes (ganglios basales) del interior del cerebro y, más
difusamente, en el córtex cerebral circundante. La IRM que muestra la estructura del
cerebro —resaltando la materia blanca y gris, así como los ventrículos y el espacio
subaracnoideo que contienen fluido cerebroespinal (espacios en negro)— se emplea junto
con los escáneres TEP para determinar los lugares en los que el trazador radiactivo se ha
fijado. (Abi-Dargham A. y otros, en Journal of Cerebral Blood Flow and Metabolism, 20
(2000) 225-43. Reproducido con permiso.)
Ha habido hallazgos parecidos en el caso de otros trastornos mentales. En 1997,
Helen Mayberg, una neuróloga de la Universidad Emory, utilizó imágenes TEP para
examinar el cerebro de pacientes deprimidos y realizó un descubrimiento asombroso: el
giro cingulado subgenual, una pequeña estructura situada en el interior de la región frontal,
estaba hiperactivo. Y no solo eso: cuando esos pacientes eran tratados con medicación
antidepresiva, la excesiva actividad en su giro cingulado se reducía hasta el nivel de los
sujetos sanos. El hallazgo de Mayberg condujo a un nuevo tipo de tratamiento para los
individuos aquejados de depresión muy grave que no respondían a la medicación: la
estimulación cerebral profunda. En la ECP se implantan directamente unos electrodos en el
cerebro del paciente, en la región del giro cingulado subgenual, para reducir la activación
de las neuronas que producen la hiperactividad.
Los estudios con imágenes cerebrales han desvelado también algunos detalles de
gran interés sobre el suicidio. La gran mayoría de las personas que se suicidan sufren una
enfermedad mental, siendo la depresión la más común. Sin embargo, no todo el mundo que
sufre depresión se vuelve suicida. Este hecho impulsó a los investigadores a preguntarse si
habría alguna diferencia en los cerebros de los sujetos deprimidos que deciden quitarse la
vida. Los estudios subsiguientes han mostrado que sus cerebros presentan un aumento de
un tipo especial de receptor de serotonina (5-HT1A) en una parte del tronco cerebral
llamada rafe dorsal. El aumento de receptores de serotonina en el rafe dorsal se detectó
primero en cerebros post mórtem de individuos que se habían suicidado, y luego se
confirmó con imágenes TEP en pacientes vivos.
Los estudios con TEP e IRMf han mostrado, asimismo, que los pacientes con
trastornos de ansiedad tienen una amígdala cerebral hiperactiva. La amígdala es una
pequeña estructura con forma de almendra situada en la superficie interior del lóbulo
temporal que juega un papel crucial en nuestras reacciones emocionales. La investigación
ha mostrado que cuando se presentan imágenes que provocan reacciones emocionales a
individuos con trastorno de ansiedad, su amígdala tiende a producir una reacción exagerada
en comparación con los cerebros de los sujetos sanos. (En el próximo capítulo estudiaremos
más a fondo el papel crucial de la amígdala en la enfermedad mental.)
Los cerebros de los niños que padecen autismo presentan marcas estructurales
distintivas que aparecen durante los veinticuatro primeros meses de vida, cuando la
enfermedad empieza a establecerse. La materia blanca se desarrolla de modo distinto en los
cerebros autistas, una anomalía detectable a la temprana edad de seis meses, lo cual parece
significar que las conexiones entre ciertas células cerebrales no se instauran adecuadamente
en los niños autistas. Además, el córtex cerebral de estos niños se expande excesivamente
en el segundo año de vida, posiblemente debido a un fallo en el mecanismo que regula la
proliferación de las conexiones sinápticas.
Para comprender el cerebro, de todos modos, no siempre basta con mirar imágenes;
a veces hace falta llevar a cabo auténticos experimentos en la realidad de los circuitos
neurales, de las células y las moléculas. Desde principios del siglo XX hasta la década de
1970, fueron muy pocos los psiquiatras que dedicaron el menor esfuerzo a tratar de
entender las operaciones fisiológicas del cerebro, ya directamente en humanos, ya
experimentando con animales, tal como se hacía en otras especialidades médicas. A fin de
cuentas, la mayoría de los psiquiatras, durante esa larga época de estancamiento, creían que
la enfermedad mental era en último término un problema psicodinámico o social. Sin
embargo, un solitario psicoanalista americano decidió que el camino para comprender la
mente pasaba ineludiblemente por las fisuras del cerebro.
EL OTRO PSIQUIATRA DE VIENA
Eric Kandel nació en Viena, Austria, en 1929, no lejos de la casa de Sigmund Freud,
quien contaba entonces setenta y tres años. En 1939, a causa de la anexión nazi, la familia
de Kandel huyó a Brooklyn, Nueva York, del mismo modo que la familia de Freud huyó a
Londres. Kandel quedó profundamente afectado por su experiencia infantil: una
experiencia que le había permitido presenciar la transformación de una comunidad de
vecinos amigables en una horda de racistas llenos de odio. Así pues, cuando entró en la
Universidad de Harvard su intención era estudiar Historia y Literatura Europea para poder
comprender las fuerzas sociales que habían causado aquella malvada transformación de sus
compatriotas.
Mientras estaba en Harvard, Kandel empezó a salir con una joven llamada Anna
Kris. Un día, ella lo presentó a sus padres, Ernst y Marianne Kris, eminentes psicoanalistas
que habían formado parte del círculo íntimo de Freud en Viena, antes de emigrar a Estados
Unidos. Cuando Ernst interrogó al joven estudiante sobre sus objetivos académicos, él
respondió que estaba estudiando Historia para intentar comprender el antisemitismo. Ernst
meneó la cabeza y le dijo a Kandel que si deseaba entender la naturaleza humana, no debía
estudiar Historia: debía estudiar Psicoanálisis.
Por recomendación del padre de su amiga, Kandel leyó por primera vez a Freud.
Fue una auténtica revelación. Aunque al final perdió el contacto con Anna, la influencia de
su padre persistió durante mucho tiempo. Unos cuarenta años más tarde, en su discurso de
aceptación del Premio Nobel, Kandel recordaba: «Me adherí a la idea de que el
psicoanálisis ofrecía un enfoque nuevo y fascinante —quizás el único posible— para
comprender la mente, incluida la naturaleza irracional de la motivación y la memoria
consciente e inconsciente.»
Tras graduarse en Harvard en 1952, Kandel entró en la Facultad de Medicina de la
Universidad de Nueva York con la intención de convertirse en psicoanalista. Pero en su
último año tomó una decisión que lo distinguió claramente de la mayoría de aspirantes a
«loquero»: decidió, en efecto, que para comprender la teoría freudiana debía estudiar el
cerebro. Por desgracia, no había nadie en la Universidad de Nueva York dedicado a este
tipo de investigación. Así que durante un período optativo de seis meses, mientras la
mayoría de los estudiantes de Medicina rotaban por los distintos servicios clínicos, Kandel
se desplazó diariamente a las afueras de la ciudad para dirigirse al laboratorio de Harry
Grundfest, un experto neurobiólogo de la Universidad de Columbia.
Kandel le había pedido a Grundfest que le dejara trabajar como ayudante en su
laboratorio. Grundfest le preguntó qué le interesaba estudiar. Él respondió: «Quiero
averiguar dónde se hallan el yo, el ello y el superyó.» Grundfest apenas pudo contener la
risa en el primer momento, pero luego le dio a aquel joven y ambicioso estudiante un serio
consejo: «Si quiere entender el cerebro, tendrá que estudiarlo neurona a neurona.»
Kandel se pasó los siguientes seis meses en el laboratorio de Grundfest aprendiendo
a registrar la actividad eléctrica de neuronas individuales. Para un aspirante a psiquiatra, se
trataba de una actividad más bien peculiar y discutible: como si un alumno de Economía
pretendiera estudiar la teoría económica aprendiendo cómo imprimía los billetes el Banco
de Inglaterra. Pero a medida que fue dominando el uso de los microelectrodos y los
osciloscopios, Kandel llegó a comprender que Grundfest tenía razón: estudiar las células
nerviosas era la vía regia para entender la conducta humana.
Para cuando dejó el laboratorio de Columbia, Kandel había llegado a la convicción
de que los secretos de la enfermedad mental se hallaban ocultos en los circuitos neurales.
Aun así, seguía manteniendo la creencia de que el psicoanálisis ofrecía el mejor marco
intelectual para comprender esos secretos. En 1960, empezó su residencia psiquiátrica en el
Centro de Salud Mental Massachusetts, de filiación freudiana, donde se sometió a su propio
psicoanálisis. En 1965, Kandel se había convertido a decir verdad en una rara avis: un
psiquiatra psicoanalítico plenamente acreditado que poseía a la vez una buena formación en
las técnicas de investigación neurológica, es decir, un psiquiatra psicodinámico y un
psiquiatra biológico a la vez. ¿Qué tipo de carrera profesional habría de seguir un joven
médico con unos intereses tan paradójicos en apariencia?
Kandel decidió estudiar la memoria, puesto que los conflictos neuróticos, tan
primordiales en la teoría freudiana de la enfermedad mental, se basaban en recuerdos de
experiencias emocionalmente cargadas. Si lograba entender cómo funcionaban los
recuerdos, pensaba, podría entender el mecanismo fundamental que había detrás de la
formación de los conflictos neuróticos que constituían la base de la enfermedad mental.
Pero en lugar de sondear los recuerdos de los pacientes mediante la asociación libre, el
análisis de los sueños y la psicoterapia, Kandel se propuso como objetivo algo que ningún
psiquiatra había intentado nunca: aclarar la base biológica de la memoria.
Sus perspectivas distaban de ser alentadoras. A mediados de los años sesenta, no se
conocía prácticamente nada acerca de los mecanismos celulares implicados en la memoria.
El campo naciente de la neurociencia difícilmente podía servir de orientación, pues aún no
se había integrado en una disciplina coherente. Ninguna facultad médica se jactaba de
poseer un departamento de esta materia, y la Sociedad de Neurociencia, la primera
organización profesional en este campo, no se fundó hasta 1969. Si Kandel quería
desentrañar los misterios neurológicos de la memoria, habría de hacerlo por su propia
cuenta.
Kandel suponía que la formación de los recuerdos debía radicar en ciertas
modificaciones de las conexiones sinápticas entre neuronas, pero no existía aún ningún
modo conocido de estudiar la actividad sináptica en los humanos. Consideró la posibilidad
de estudiar las sinapsis de las ratas, un animal de laboratorio que solía utilizarse en los
estudios de la conducta durante los años sesenta; pero incluso el cerebro de la rata era
demasiado sofisticado como punto de partida. Kandel comprendió que necesitaba un
organismo mucho más simple: una criatura cuyo cerebro fuese menos complicado que el de
la rata, pero lo bastante grande todavía como para que él pudiera analizar los procesos
celulares y moleculares de sus neuronas. Tras una larga búsqueda, finalmente dio con el
animal perfecto: la babosa marina de California, Aplysia californica.
Este molusco posee un sistema nervioso extremadamente simple compuesto por
solo 20.000 neuronas (una cantidad ínfima si se compara con los cien mil millones del
cerebro humano). Al mismo tiempo, el cuerpo celular de las neuronas de la babosa marina
es fácilmente visible y muy grande para los estándares anatómicos: alrededor de un
milímetro de diámetro, frente a la décima de milímetro de las neuronas humanas. Si bien
los recuerdos de la babosa marina son obviamente muy diferentes de los humanos, Kandel
esperaba que estudiando a este pequeño invertebrado tal vez pudiera descubrir los
mecanismos fisiológicos mediante los cuales se forman los recuerdos de cualquier animal.
Su razonamiento se basaba en la teoría de la conservación evolutiva. Puesto que la memoria
era un proceso biológicamente complejo y esencial para la vida, los mecanismos celulares
básicos de la memoria desarrollados en alguna especie arcaica debieron conservarse con
toda probabilidad en las neuronas de sus diversos descendientes. Dicho de otro modo,
Kandel conjeturó que los procesos celulares de codificación de recuerdos eran los mismos
para las babosas marinas, las lagartijas, las ratas... y los humanos.
Kandel trabajó en su laboratorio de la Universidad de Nueva York, sometiendo
laboriosamente a las babosas marinas a una serie de experimentos de aprendizaje
condicionado del mismo género que los realizados en su día por Ivan Pavlov para provocar
la salivación en un perro. Kandel se centró en reflejos simples, como el repliegue
automático de la agalla de la babosa cuando algo entraba en contacto con su sifón, y
descubrió que estos reflejos podían ser modificados por la experiencia. Por ejemplo,
después de tocar suavemente el sifón de la babosa, le aplicaba una descarga eléctrica en la
cola, lo cual hacía que replegara la agalla con mucha mayor intensidad. Al final, la babosa
replegaba con intensidad la agalla con solo tocar su sifón suavemente, lo cual demostraba
que la criatura sabía que ese contacto anunciaba una descarga inminente; es decir, la babosa
recordaba las descargas anteriores.
Una vez que la viscosa criatura demostraba haber adquirido un nuevo recuerdo,
Kandel la diseccionaba y examinaba concienzudamente sus neuronas para encontrar algún
cambio estructural o químico que constituyera la marca biológica de la memoria de la
babosa. Probablemente era la primera vez que un psiquiatra utilizaba a una criatura no
humana para estudiar funciones cerebrales emparentadas con actividades mentales
humanas, un método de investigación experimental que los científicos llaman «modelo
animal». Aunque los modelos animales eran corrientes desde hacía mucho en otros campos
de la medicina, los psiquiatras habían dado por supuesto que no era posible remedar los
estados mentales en apariencia exclusivamente humanos en un animal; y menos todavía en
un invertebrado primitivo.
La mayoría de psiquiatras prestaba escasa atención a la investigación de Kandel, y
aquellos que sí lo hacían la consideraban interesante, pero intrascendente para la práctica
clínica. ¿Qué podían tener que ver las babosas marinas con la fijación oral de un sujeto de
personalidad pasivo-dependiente, o con la rigidez superyoica de un paciente obsesivo-
compulsivo? ¿Cómo iba a contribuir la identificación de los recuerdos de una babosa a
resolver los conflictos inconscientes o a comprender mejor la transferencia del paciente
hacia su terapeuta?
Pero Kandel perseveró. Tras años investigando las neuronas gigantes de la Aplysia
californica, hizo un profundo descubrimiento. Como Kandel me explicó, «empecé a ver lo
que sucede cuando produces un recuerdo a corto plazo y, lo que es aún más interesante,
cuando conviertes un recuerdo a corto plazo en un recuerdo a largo plazo. La memoria a
corto plazo implica cambios transitorios en la activación de las conexiones entre las células
nerviosas. No hay cambios anatómicos. La memoria a largo plazo, por el contrario, implica
cambios estructurales duraderos debidos al crecimiento de nuevas conexiones sinápticas. Al
fin empezaba a comprender cómo cambia el cerebro a causa de la experiencia». El
descubrimiento de Kandel de los mecanismos de la memoria a corto y largo plazo sigue
siendo uno de los pilares fundacionales de la neurociencia moderna.
Además de su trabajo revolucionario sobre la memoria, Kandel realizó una
impresionante serie de descubrimientos que ampliaron nuestro conocimiento de los
trastornos de ansiedad, la esquizofrenia, la adicción y el envejecimiento. Por ejemplo, el
laboratorio de Kandel aisló un gen llamado RbAp48 que produce una proteína implicada en
la formación de recuerdos en el hipocampo. Kandel descubrió que este gen se expresa cada
vez menos a medida que envejecemos, lo que indicaba que los tratamientos que mantienen
o aumentan la actividad del gen podían tal vez reducir la pérdida de memoria relacionada
con la edad. Dado que nuestra esperanza de vida continúa aumentando, el RbAp48 podría
encerrar la clave para preservar nuestra memoria en la época dorada y cada vez más
prolongada de nuestra vejez.
La mayor contribución a la psiquiatría de Kandel, sin embargo, tal vez no haya sido
un descubrimiento neurobiológico en concreto, sino la influencia acumulativa que su
trabajo ha ejercido en la dirección de la psiquiatría. Cuando los psiquiatras de la generación
de los años setenta observaron los efectos terapéuticos de los psicofármacos y conocieron
las nuevas técnicas de imagen cerebral, empezaron a sospechar que la enfermedad mental
no se reducía a la simple psicodinámica. El cerebro se aparecía como el cofre todavía
cerrado de un tesoro repleto de revelaciones y nuevas terapias. Pero ¿cómo acceder a los
secretos de este órgano misterioso? Había muy poca investigación psiquiátrica sobre el
cerebro propiamente dicho, y menos aún sobre los mecanismos celulares y moleculares del
cerebro. Los escasos investigadores dedicados al cerebro tendían a centrarse en funciones
relativamente manejables como la visión, la sensación y el movimiento. Muy pocos tenían
la audacia (o la insensatez) de abordar las funciones mentales superiores que sustentan la
conducta humana... y Eric Kandel fue el primero de esos pocos.
Antes de Kandel, eran contados los investigadores psiquiátricos que empleaban
metodologías utilizadas habitualmente en otras áreas de la investigación biomédica, y
aquellos que lo hacían debían formarse en los laboratorios de científicos no psiquiátricos,
como hizo Eric Kandel. Él mostró cómo podían estudiarse las funciones cerebrales a nivel
celular y molecular de un modo que sirviera para ampliar nuestra comprensión de los
mecanismos de la mente. A finales de los años setenta, Kandel se había erigido en el
modelo icónico del neurocientífico psiquiátrico, induciendo a una nueva generación de
jóvenes investigadores a incorporar la ciencia cerebral a su propia actividad profesional.
Los psiquiatras Steven Hyman (ex director del Instituto Nacional de Salud Mental y
rector de Harvard) y Eric Nestler (jefe de Neurociencia en la Facultad de Medicina Mount
Sinai) pertenecen a la progenie intelectual de Kandel. En 1993 publicaron un fecundo
volumen titulado The Molecular Foundations of Psychiatry [Los fundamentos moleculares
de la Psiquiatría] que transformó la visión que los psiquiatras tenían de su propia disciplina.
Inspirados por las tres décadas de investigación pionera de Kandel, Hyman y Nestler
describían cómo podían aplicarse los métodos básicos de la neurociencia al estudio de la
enfermedad mental.
Ken Davis (consejero delegado y decano del centro médico Mount Sinai) fue otro
de los primeros neurocientíficos psiquiátricos influenciado por Kandel. Davis desarrolló
tratamientos basados en la teoría colinérgica de la enfermedad de Alzheimer, que condujo
directamente al descubrimiento de los fármacos más conocidos contra esta dolencia,
incluidos el Aricept y el Reminyl. Tom Insel (actual director del Instituto Nacional de Salud
Mental) decidió cambiar sobre la marcha su trayectoria como investigador y pasar de la
psiquiatría clínica a la neurociencia —un paso muy valiente, en esa época— a causa de la
influencia de las investigaciones visionarias de Kandel.
La generación siguiente de neurocientíficos abrió nuevas vías de acceso a los
misteriosos mecanismos cerebrales. Karl Deisseroth, un psiquiatra de Stanford formado en
biología molecular y biofísica, diseñó técnicas tremendamente innovadoras (la optogenética
y el método «clarity») para elucidar la estructura y función del cerebro, que le han
granjeado elogios unánimes. Deisseroth es, en todos los sentidos, un heredero del legado de
Kandel: un psiquiatra clínico que sigue viendo pacientes, un neurocientífico de talla
mundial y el principal candidato a convertirse en el siguiente psiquiatra que gana el Premio
Nobel.
Eric Kandel, con sus nietas, en la ceremonia del Nobel en Estocolmo, Suecia, el 10
de diciembre de 2000. (Fotografía de Thomas Hökfelt, de la colección personal de Eric
Kandel.)
El largo y solitario camino de Kandel en busca de los mecanismos de la memoria le
reportó finalmente un reconocimiento universal. En 1983, recibió el premio Lasker de
Ciencia Básica. En 1988, la Medalla Nacional de la Ciencia. Y en 2000 obtuvo el máximo
galardón para cualquier investigador: el Premio Nobel de Fisiología y Medicina. Hoy en
día, los jóvenes psiquiatras dan por supuesta la investigación cerebral. Los doctores en
Medicina y Filosofía, formados a la vez como médicos y científicos, son ahora tan comunes
en psiquiatría como en cualquier otra disciplina médica. Y si Kandel fue solo el segundo
psiquiatra en recibir el Nobel (Julius Wagner-Jauregg recibió el primero por su terapia de
fiebre por malaria, y Moniz era neurólogo), después de su carrera pionera no creo que
tengamos que esperar mucho para el tercero.
LA REFORMA DE LA PSICOTERAPIA
Cuando visité a Jenn por primera vez en 2005, los médicos no lograban comprender
qué le ocurría exactamente. Jenn, una joven de veintiséis años, era de una familia adinerada
y había disfrutado de una educación privilegiada. Había estudiado en una escuela privada
de Manhattan y luego en una universidad de Humanidades de Massachusetts, que fue donde
su comportamiento empezó a volverse problemático.
Durante su penúltimo año, Jenn se volvió suspicaz y recelosa, y dejó de relacionarse
con sus amigos. Empezó a mostrar cambios de humor extremos. Podía ser amigable y
simpática un día, e irascible y desagradable al siguiente y, a la menor provocación, soltaba
insultos sarcásticos. Al final, su hostilidad e irascibilidad se volvieron tan conflictivas que
la universidad rogó a sus padres que la enviaran a un psiquiatra. Ellos obedecieron y la
llevaron a un destacado centro psiquiátrico del noreste, donde la ingresaron de inmediato.
Pero, cuando le dieron el alta, Jenn no se presentó a las citas de seguimiento estipuladas ni
tomó la medicación prescrita. Recayó repetidas veces, lo que provocó múltiples
hospitalizaciones; y a cada recaída, empeoraba. Lo que volvía todavía más desesperante su
situación era que, cada vez que la ingresaban, los médicos parecían atribuirle un
diagnóstico distinto; entre otros, esquizofrenia, trastorno esquizoafectivo y trastorno
bipolar.
A mí me consultaron sobre su caso cuando la trajeron al hospital Presbiteriano de
Nueva York y centro médico de la Universidad de Columbia, tras un violento incidente con
su madre, provocado por la creencia de Jenn de que esta quería impedirle que se viera con
su novio. Cuando yo la evalué, su aspecto era desaliñado, y su pensamiento, incoherente.
Había dejado la universidad hacía cinco años, no tenía trabajo y vivía en la casa de sus
padres. Manifestó repetidamente su convencimiento de que una amiga quería robarle el
novio, y me explicó que si ella y su novio querían seguir juntos debían huir de inmediato a
Nuevo México.
Tras hablar con la familia de Jenn, me enteré de que en realidad el objeto de su
amor no tenía ningún interés por ella. El joven, de hecho, había llamado a la madre de Jenn
para quejarse de que estaba acosándolo y amenazando a su novia real. Cuando la madre
trató de explicarle esto a su hija, ella se enfureció y la derribó de un golpe, lo que motivó su
hospitalización.
Durante nuestra conversación, Jenn parecía ausente y distraída, una actitud que
suele asociarse con la esquizofrenia, pero también con otras dolencias. Sus falsas creencias
no eran delirios sistemáticos; solo reflejaban apreciaciones poco realistas de sus relaciones
con los demás. Exhibía una amplia variedad de emociones, y sus sentimientos eran a
menudo extremados y erráticos, mientras que lo característico en los esquizofrénicos es
mostrar emociones limitadas y apagadas.
Aunque el diagnóstico que le asignaron en su ingreso era de esquizofrenia, mi
intuición clínica me decía que allí había algo más. La intuición, no obstante, debe apoyarse
en pruebas, así que empecé a reunir más datos. Cuando interrogué a los padres de Jenn
sobre su historial médico, no apareció gran cosa, salvo un hecho. Su madre me contó que
Jenn había nacido prematuramente y con un parto de nalgas. Eso solo no habría justificado
su extraño comportamiento, pero el parto de nalgas y otros tipos de trauma durante el
embarazo y el parto se relacionan con una incidencia más alta de problemas de desarrollo
neuronal. Un parto traumático puede producir complicaciones en el cerebro del bebé, como
falta de oxígeno, compresión o hemorragia. Además, a causa de una incompatibilidad de
tipos de Rh sanguíneo entre ella y su madre, Jenn nació con anemia y requirió una
transfusión inmediata. Como consecuencia, presentó unos bajos resultados en el test de
Apgar (las calificaciones que los pediatras dan a los recién nacidos para resumir su estado
físico general), lo que indicaba algún tipo de sufrimiento fetal, y la mantuvieron una
semana en una unidad neonatal de cuidados intensivos antes enviarla a casa.
Le hice algunas preguntas adicionales a Jenn sobre su vida y sus actividades. Ella
respondía de un modo mecánico, con respuestas breves, y parecía confusa ante las
preguntas. Presentaba también una concentración limitada y una memoria escasa. Estos
marcados deterioros cognitivos no encajaban con los que suelen darse en los pacientes
esquizofrénicos, que no parecen tanto confusos y olvidadizos como ensimismados y
distraídos, u obsesionados con estímulos imaginarios. Empecé a preguntarme si la
irritabilidad y la rara conducta de Jenn habrían sido provocadas por su entorno más que por
sus genes.
Le pregunté si bebía y consumía drogas. Al fin, ella reconoció que había consumido
marihuana desde los catorce y cocaína desde los dieciséis, y que en la universidad fumaba
porros y esnifaba coca casi todos los días. En mi mente empezó a perfilarse una hipótesis.
Sospechaba que Jenn había sufrido un leve daño cerebral por el trauma del parto que le
había causado un déficit neurocognitivo; y que ese déficit se había visto exacerbado durante
la adolescencia por el consumo abusivo de drogas, generando aquellas conductas casi
psicóticas. Una prueba que apoyaba esta hipótesis era el hecho de que los fármacos
antipsicóticos que le habían recetado previamente no habían tenido mucho efecto en su
estado.
Solicité varios análisis que habrían de contribuir a evaluar mi hipótesis. Los
resultados de las pruebas neuropsicológicas revelaron una discrepancia significativa entre
su capacidad verbal y sus funciones ejecutivas. En la esquizofrenia los resultados verbales y
ejecutivos tienden a ser similares, aunque resulten inferiores a la media de la población. Los
resultados de las funciones ejecutivas se consideran más sensibles a la disfunción cerebral
que los verbales, y el hecho de que los resultados ejecutivos de Jenn fueran
considerablemente inferiores que los verbales indicaba que sufría algún tipo de deterioro
cognitivo adquirido. La IRM mostró un agrandamiento marcadamente asimétrico de los
ventrículos laterales y del espacio subaracnoideo, una asimetría asociada con más
frecuencia a un traumatismo o un accidente vascular (como un derrame) que a una
enfermedad mental (en la esquizofrenia el agrandamiento ventricular es más simétrico). La
asistente social que me ayudaba elaboró un exhaustivo árbol genealógico con la
información aportada por los padres, que mostraba una ausencia total de antecedentes de
enfermedad mental en la familia. El único problema afín observado entre los parientes
biológicos directos era el consumo de drogas en algunos hermanos y primos.
Ahora sí me sentí seguro de que su patología se debía a una lesión del desarrollo
neurológico y a la toxicidad de las drogas. Sus anteriores diagnósticos de esquizofrenia,
trastorno psicoafectivo y trastorno bipolar habían constituido hipótesis razonables, pues en
realidad Jenn sufría una «fenocopia» de enfermedad mental, es decir, presentaba síntomas
que remedaban un trastorno definido por el DSM sin sufrir el trastorno en sí.
Si Jenn hubiera sido ingresada en un pabellón psiquiátrico hace treinta años, cuando
yo empecé a formarme, habría permanecido largo tiempo en una institución mental y casi
con toda seguridad habría recibido una medicación antipsicótica muy fuerte que la habría
dejado prácticamente incapacitada. O habría sido sometida a meses o años de terapia
psicoanalítica para explorar su infancia y su tensa relación con su madre.
Pero en el mundo de la psiquiatría actual Jenn fue dada de alta del hospital
rápidamente y recibió un tratamiento intensivo de drogodependencia, así como terapia de
rehabilitación social y cognitiva y una pequeña dosis de medicación para estabilizarla
durante el curso del tratamiento. Su calidad de vida mejoró gradualmente y, hoy en día, está
centrada y ocupada, y expresa su gratitud por la ayuda que recibió para darle un vuelco
radical a su vida. Y aunque no viva por su cuenta, ni goce de éxito profesional, ni se haya
casado y tenido hijos, trabaja a tiempo parcial, vive tranquilamente con su madre y ha
desarrollado relaciones sociales estables.
La modesta recuperación de Jenny —un simple ejemplo entre un número creciente
de historias exitosas— ilustra cómo ha cambiado la psiquiatría clínica gracias a la
revolución del cerebro y a la infinidad de avances científicos de las últimas décadas. Sin
embargo, hubo un último adelanto trascendental en los anales de la psiquiatría que
contribuyó a darle su rostro actual a nuestra profesión: un adelanto que tal vez sea el
descubrimiento menos valorado y más subestimado de todos.
1. Principio inspirado en el cuento infantil Los tres ositos, que postula el término
medio como punto ideal y que se emplea en diferentes disciplinas científicas.
8
Ken Kendler (izquierda) y Oliver Sacks en una recepción en Nueva York en 2008.
(Cortesía de Eve Vagg, Instituto Psiquiátrico del Estado de Nueva York.)
Erik Kandel es justamente famoso por haber desencadenado la revolución del
cerebro en la psiquiatría; su trayectoria profesional, no obstante, refleja una visión pluralista
de la enfermedad mental. Sus investigaciones se centraron en la neurobiología de la
memoria, pero estaban motivadas y enmarcadas por su creencia en las teorías
psicodinámicas de Freud. Kandel nunca renunció a la convicción fundamental de que la
perspectiva psicodinámica de la mente, aun cuando algunas de las ideas de Freud fueran
erróneas, era tan valiosa y necesaria como la perspectiva biológica. Este pluralismo suyo
quedó reflejado en un trabajo seminal que publicó en 1979 en el New England Journal of
Medicine titulado «Psychotherapy and the Single Synapse» [Psicoterapia y sinapsis
individual]. Kandel observaba en el artículo que los psiquiatras solían encajar en dos
categorías: los «duros», que buscaban explicaciones biológicas a los trastornos, y los
«blandos», que creían que la biología había hecho escasas aportaciones de utilidad práctica
y que el futuro de la psiquiatría radicaba en el desarrollo de nuevas psicoterapias. Él
afirmaba, por su parte, que la tensión aparente entre ambas perspectivas podría constituir de
hecho una fuente de futuros avances, pues ambos bandos estaban condenados a competir y,
en último término, a reconciliarse. Kandel mantiene todavía hoy esta visión pluralista,
como pudo apreciarse en un artículo publicado por el New York Times en 2013, en respuesta
a las críticas de David Brooks al DSM-5:
Esta nueva ciencia de la mente se basa en el principio de que nuestra mente y
nuestro cerebro son inseparables. El cerebro no solo es responsable de las simples
conductas motoras, como correr o comer, sino también de los actos complejos que
consideramos la quintaesencia de lo humano, como pensar, hablar o crear obras de arte.
Mirada desde este punto de vista, nuestra mente es un conjunto de operaciones realizadas
por nuestro cerebro. El mismo principio de unidad puede aplicarse a los trastornos
mentales.
A fin de cuentas, pues, ¿qué es la enfermedad mental? Sabemos que los trastornos
mentales muestran un conjunto coherente de síntomas. Sabemos que muchos trastornos
presentan marcas neurológicas específicas en el cerebro. Sabemos que muchos trastornos
manifiestan patrones específicos de actividad cerebral. Hemos alcanzado algunos
conocimientos sobre la base genética de los trastornos mentales. Podemos tratar a las
personas que sufren trastornos mentales empleando fármacos y terapias somáticas que
actúan exclusivamente sobre sus síntomas, pero no tienen efectos en las personas sanas.
Sabemos que ciertas formas específicas de psicoterapia aportan evidentes beneficios a los
pacientes que sufren ciertos trastornos específicos. Y sabemos que, de no tratarse, estos
trastornos causan angustia, sufrimiento, discapacidad, violencia e incluso la muerte. Así
pues, los trastornos mentales son anómalos, duraderos, dañinos y tratables; presentan un
componente biológico y pueden diagnosticarse de forma fiable. Creo que esto debería
satisfacer a cualquiera como definición de la enfermedad mental.
Al mismo tiempo, los trastornos mentales representan un tipo de enfermedad
médica distinto de cualquier otro. El cerebro es el único órgano capaz de sufrir lo que
podríamos llamar una «enfermedad existencial», en la cual sus funciones se ven alteradas
no por una lesión física, sino por una experiencia intangible. Todos los demás órganos del
cuerpo requieren un estímulo físico que genere la enfermedad —toxinas, infecciones,
contusiones traumáticas, estrangulamientos—, pero solo el cerebro puede enfermar a causa
de estímulos incorpóreos como la soledad, la humillación o el temor. Que te despidan del
trabajo o te abandone tu esposa puede provocarte una depresión. Ver cómo un coche arrolla
a tu hijo o perder los ahorros de tu jubilación en una crisis financiera puede provocarte un
TEPT. El cerebro es una interfaz entre lo etéreo y lo orgánico, donde los sentimientos y
recuerdos que componen el tejido inefable de la experiencia se transmutan en bioquímica
molecular. La enfermedad mental es una dolencia médica, pero también una dolencia
existencial. En esta peculiar dualidad radican tanto la agitación histórica como las promesas
futuras de mi profesión, así como la arrolladora fascinación que ejerce en todo el mundo la
conducta humana y la enfermedad mental.
Por más que avancen nuestros ensayos biológicos, las técnicas de imagen cerebral y
las posibilidades de la genética, dudo que lleguen a reemplazar totalmente al elemento
psicodinámico inherente a la enfermedad existencial. La interpretación del componente
extremadamente personal de la enfermedad mental por parte de un médico compasivo será
siempre una parte esencial de la psiquiatría, incluso en el caso de las dolencias de base más
biológica, como los trastornos del espectro autista y la enfermedad de Alzheimer. Al mismo
tiempo, una explicación puramente psicodinámica del trastorno de un paciente nunca
bastará para dar cuenta de las anomalías neurales y fisiológicas subyacentes que originan
los síntomas manifiestos. Solo combinando una percepción sensible de la situación
existencial del paciente con todos los datos biológicos disponibles podrán ofrecer los
psiquiatras la atención más eficaz posible.
Aunque siento una profunda simpatía por la posición de Tom Insel —también yo,
por supuesto, desearía alcanzar un mayor conocimiento biológico de las enfermedades
mentales—, creo que la psiquiatría sale beneficiada cuando nos resistimos a las tentaciones
de un orgullo epistémico desmedido y nos mantenemos abiertos a los datos e ideas
provenientes de múltiples perspectivas. El DSM-5 no es una chapucera aproximación a la
psiquiatría biológica, ni tampoco un retroceso hacia los postulados de la psicodinámica,
sino una victoria sin paliativos del pluralismo. Cuando Insel publicó sus incendiarios
comentarios, le llamé para analizar la situación y finalmente acordamos emitir un
comunicado conjunto de la APA y el NIMH para asegurar a todo el mundo —tanto a los
pacientes como a las instituciones que proporcionan y financian servicios médicos— que el
DSM-5 seguía constituyendo el sistema estándar aceptado en la atención clínica... al menos
hasta que el progreso científico justificara su actualización o sustitución.
Desde el lanzamiento del DSM-5 en mayo de 2013, ha sucedido algo asombroso: se
ha instaurado un silencio ensordecedor entre los críticos y los medios. Da la impresión de
que toda la polémica y el alboroto generados antes de la publicación obedecían al proceso
de elaboración tal como se percibía desde el exterior, y también a la voluntad de influir en
los contenidos que habrían de aparecer en la versión definitiva. Y posteriormente, aunque
muchos críticos de dentro y de fuera del mundo de la psiquiatría han manifestado una
decepción comprensible sobre «lo que podría haber sido» —si la APA hubiera nombrado a
otros directores, si el proceso se hubiera llevado de forma distinta, si se hubiera definido
con otros criterios un trastorno determinado—, ha resultado gratificante comprobar que los
consumidores y proveedores de servicios médicos han quedado satisfechos con el DSM-5.
El amplio y acalorado debate que se desató en la Red y en los medios de
comunicación, sin embargo, puso una cosa de manifiesto: la psiquiatría se ha convertido en
un elemento profundamente imbricado en nuestra cultura, que extiende sus ramificaciones a
través de nuestras principales instituciones sociales y ejerce su influencia en los ámbitos
más triviales de nuestra vida cotidiana. Para bien o para mal, el DSM no es un simple
compendio de diagnósticos médicos. Se ha convertido en un documento público que
contribuye a definir cómo nos entendemos a nosotros mismos y cómo vivimos nuestras
vidas.
3. La frase original juega con los términos brainless («descerebrado» o «estúpido»,
pero literalmente, «sin cerebro») y mindless («absurdo» o «tonto», pero de modo literal,
«sin mente»).
10
Necesitamos que nuestros familiares y amigos entiendan que los cien millones de
americanos que sufren enfermedades mentales no son almas o causas perdidas. Somos
capaces de mejorar, de ser felices y de construir relaciones gratificantes.
PATRICK J. KENNEDY, congresista, acerca de su diagnóstico de trastorno bipolar
OCULTA EN EL DESVÁN
«El cerebro es más ancho que el cielo», reproducido con el permiso de los editores y
de la junta directiva del Amherst College, de The Poems of Emily Dickinson, editado por
Thomas H. Johnson, Cambridge, Mass.; The Belknap Press of Harvard University Press,
Copypright © 1951, 1955 por el presidente y los directivos del Harvard College. Copyright
© renovado 1979, 1983 por el presidente y los directivos del Harvard College. Copyright
© 1914, 1918, 1919, 1924, 1929, 1930, 1932, 1935, 1937, 1942, por Martha Dickinson
Bianchi. Copyright © 1952, 1957, 1958, 1963, 1965, por Mary L. Hampson; «Gee, Officer
Krupke» (de West Side Story) por Leonard Bernstein y Stephen Sondheim. © 1956, 1957,
1958, 1959, por Amberson Holdings LLC y Stephen Sondheim. Copyright renovado.
Leonard Bernstein Music Publishing Company LLC, publisher. Boosey & Hawkes, agent
for rental. International copyright garantizado. Reimpreso con permiso; extracto de los
Notebooks de Tennessee Williams reproducido con el permiso de Georges Borchardt, Inc.
por la University of the South. Copyright © 2006 por la University of the South; «Mother’s
Little Helper», escrita por Mick Jagger y Keith Richards. Publicada por ABKCO Music,
Inc. Utilizada con permiso. Todo los derechos reservados; diálogo Terapia Cognitivo
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