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Juicios a las brujas

La primera vez que escucharon hablar de las brujas fue tal vez en un cuento popular, como
“Hansel y Gretel”. ¿Y en qué pensaron al oírlo? En una mujer mala y peligrosa que vive sola y
desocupada en el bosque, y en cuyas manos es mejor no caer. Seguro que no se rompieron la
cabeza pensando en cuál es la relación de las bruja con el diablo o con Dios, de dónde viene, qué
hace o deja de hacer. Durante siglos, la gente pensó que de las brujas lo mismo que ustedes. Así
como los niños pequeños creen en los cuentos de hadas, así es como creían por lo general en las
brujas. Pero así también como muy pocos niños, no importa cuán pequeños sean, rigen sus vidas
según los cuentos de hadas, tampoco los hombres de aquellos siglos pensaron en trasladar la
creencia de las brujas a su vida de todos los días. Se conformaban con protegerse de ellas con
algún símbolo sencillo: una herradura sobre la puerta, la imagen de un santo o a lo sumo una
fórmula mágica que llevaban sobre el pecho, bajo la camisas.

Así era en la Antigüedad. Cuando llegó el cristianismo no hubo muchos cambios al


respecto, al menos no para peor, pues el cristianismo se oponía a la creencia en el poder del mal.
Cristo había vencido al diablo, había descendido a los infiernos y sus seguidores no tenían nada
que temer de los poderes malignos.

Ese era al menos el credo cristiano más antiguo. Claro que ya por entonces se conocían
mujeres con fama de brujas, pero estas eran sobretodo sacerdotisas, diosas paganas, y no se
creía seriamente en sus poderes de hechicería. Más bien se les tenía lástima, porque el diablo las
había engañado a tal punto que ellas mismas se atribuían poderes sobrenaturales.

Esto se fue modificando imperceptiblemente con el correr de pocas décadas, más o


menos por el año 1300 después de Cristo, aunque nadie podrá explicarles con toda seguridad
cómo ocurrió. Lo que sí constituye un hecho indudable es que luego de que la creencia en las
brujas acompañara a todas las otras supersticiones durante siglos sin provocar menos perjuicios
que otras supersticiones -pero tampoco más-, a mediados del siglo XIV se empezó a ver en
todas partes brujas y brujería, y poco después se dio inicio a la persecución.

De golpe y porrazo apareció una doctrina oficial sobre las costumbres de las brujas. De
pronto todo el mundo quería saber lo que hacían en sus reuniones, qué poderes poseían y a
quién se la tenían jurada. Cómo se llegó a eso es algo que tal vez nunca lleguemos a descubrir
del todo. Por eso lo poco que sabemos resulta mucho más sorprendente.

Para todos nosotros, la superstición es una cosa que por lo general se encuentra
difundida entre la gente simple, en quienes también está arraigda con mayor firmeza. La historia
de la creencia en las brujas nos muestra que no siempre fue así. Justamente el siglo XIV, cuando
esta creencia reveló su cara más rígida y peligrosa, fue un tiempo de un gran auge de las
ciencias. Habían empezado las cruzadas, y con ellas llegaron a Europa las teoría científicas más
novedosas, sobre todo de las ciencias naturales, en las que los países árabes estaban mucho
más adelantados que el resto. Y por muy improbable que suene, estas nuevas ciencias naturales
fomentaron poderosamente la fe en las brujas.

Eso ocurrió así: en el Medioevo, las ciencias naturales eran puros cálculos y
descripciones, lo que hoy llamamos ciencias teóricas. Todavía no se habían separado de las
ciencias aplicadas, como es el caso por ejemplo de la técnica. Esta ciencia natural práctica, por
su lado, era la misma o estaba muy emparentada con la magia. Todavía era muy poco lo que se
sabía sobre la naturaleza. La investigación y la utilización de sus fuerzas ocultas eran
consideradas hechicerías. Pero era una hechicería permitida, si no se proponía objetivos
malévolos, y para distinguirla de la magia negra se la llamaba simplemente blanca: la magia
blanca. Así, lo que se descubría en la naturaleza terminaba favoreciendo, de manera directa o con
rodeos, a las creencias mágicas, a la fe en la influencia de los astros, al arte de fabricar oro y
cosas semejantes. Con el interés por la magia blanca creció también el interés por la magia
negra.

La ciencia natural no era la única ciencia que estaba trabajando para fomentar la horrible
creencia en las brujas. Para los filósofos de aquel entonces (todos clérigos), la fe en la magia
negra y el hecho de ocuparse de ella planteaban una serie de preguntas que hoy nos cuesta
entender y que, cuando al fin las comprendemos, nos ponen los pelos de punta. Ante todo, lo
que se quería aclarar de manera inequívoca era en qué de distinguía la hechicería que
practicaban las brujas de otras artes mágicas malignas. Hacía tiempo que se sabía que los
hechiceros malvados eran todos, sin distinciones, herejes, es decir que no creían en Dios o no lo
hacían de la manera correcta. Los Papas lo habían predicado con frecuencia. Pero ahora de
quería distinguir a las brujas y a los hechiceros de otros nigromantes.

Todos los eruditos se pusieron a hacer elucubraciones con este objetivo. Esto hubiera
sido absurdo y curioso, en lugar de horripilante, si un siglo más tarde, cuando los juicios a las
brujas alcanzaron su apogeo, no hubieran aparecido dos hombres que se tomaron esta sarta de
delirios con toda seriedad. Los compilaron, los compararon entre sí, sacaron conclusiones y los
usaron como un instructivo para averiguar minuciosamente la verdad sobre aquellos que serían
acusados de brujería.

Este libro se llama El martillo de las brujas. Probablemente no exista nada impreso que
haya traído mayor desdicha a los hombres que estos tres gruesos volúmenes. Pero veamos cómo
definían estos eruditos a las brujas. Ante todo, decían que tenían sellado un pacto expreso con el
diablo. Habían renegado de Dios y jurado cumplir todas las órdenes del diablo. A cambio, el
diablo les había prometido todos los bienes posible (de la vida terrenal, por supuesto). Pero como
se trataba de un embustero, casi nunca había cumplido y tampoco lo haría en el futuro.

Había una infinita numeración de todo lo que las brujas obraban con el poder del diablo,
cómo lo lograban y cuáles eran las prácticas que estaban obligadas a sostener. Pero no quiero
contar ahora sobre la montaña de Brocken, donde se supone que las brujas se reunían todos los
primeros de mayo, ni de sus cabalgatas sobre los palos de escoba, con los que volaban hacia las
chimeneas. Quiero contar un par de cosas más extrañas aún, que acaso no haya leído ustedes en
los libros de sagas.

O sea: extrañas para nosotros. Porque hace algunos siglos, a la gente le parecía de lo
más obvio que una bruja, cuando salía al campo y alzaba la mano hacia el cielo, pudiera hacer
descender un temporal de granizo sobre los granos. O que pudiera embrujar las vacas con la
mirada, de forma que de sus ubres saliera sangre en lugar de leche. O perforar los sauces de tal
modo que de la corteza manara leche o vino. O que pudiera transformarse en gato, lobo o
cuervo.

En aquel tiempo, si se creía que alguno practicaba la brujería, no había nada que no
reforzara esa sospecha, más allá de lo que hiciera o dejara de hacer. Del mismo modo, no había
por aquélla época nada, ni en la casa ni en el campo, ni en las conservaciones ni en los hechos,
ni en los servicios religiosos ni en los juegos, que no pudiera ser relacionado con las brujería por
parte de gente maligna, tonta o loca. Todavía hoy existen términos alemanes que atestiguan
cómo las cosas más inocentes son relacionadas con esta creencia, como por ejemplo
“mantequilla de brujas” (para las huevas de rana), “corro de brujas” (para los círculos de hongos),
“esponja de brujas” (para un tipo de hongo) y “harina de brujas” (para ciertos polvos vegetales).

Pero si lo que ustedes quieren es un breve resumen, una especie de guía a través de de la
vida de las brujas, entonces tienen que procurarse la obra de Macbeth de William Shakespeare.
Ahí verán también que al diablo se lo concebía como un amo severo al que cada bruja debía
responder por los truco malignos o los crímenes atroces que habían hecho en su honor. Todo lo
que figura en Macbeth es lo que por aquel entonces sabía cualquier persona normal sobre brujas.

Claro que los filósofos sabían mucho más. Ellos podían dar pruebas sobre la existencia de
las brujas, tan carentes de lógica que hoy no se las aprobarían a ningún alumno en un ensayo
escolar. Uno de ellos escribió en 1660: “El que niega la existencia de las brujas también niega la
existencia de los espíritus, pues las brujas son espíritus. Ahora bien, el que niega la existencia de
espíritus también niega la existencia de Dios, pues Dios es un espíritu. De modo que quien niega
a las brujas también niega a Dios”.

El error y el sinsentido son males suficientes. Pero solo se vuelven muy peligrosos cuando
se pretende imponerles orden y lógica. Eso es lo que ocurrió con la creencia en las brujas y por
eso es que la tozudez de los eruditos produjo un desastre mucho más grande que la superstición.

Ya hemos hablado de los que practicaban las ciencias naturales y de los filósofos. Pero
ahora vienen los peores: los juristas. Y con ello llegamos a los juicios a las brujas, la plaga más
espantosa de aquella época, junto con la peste. También estos juicios se propagaban como una
epidemia, saltando de país en país, y alcanzaban su apogeo para luego declinar
momentáneamente. No se detenían ni ante los niños ni ante los ancianos, ricos o pobres, juristas
o alcaldes, médicos o científicos. Los canónigos, ministros y clérigos debían subir a la hoguera
tanto como los encantadores de serpientes o los actores de feria, por no hablar del número
infinitamente más elevado de mujeres de todas las edades y clases sociales. Hoy nos resulta
imposible determinar en cifras exactas cuánta personas perecieron en Europa por ser
consideradas brujas o hechiceros, pero seguro fueron por lo menos cien mil, tal vez varias veced
ese número.

Ya les mencioné ese libro horrible, El martillo de las brujas, que apareció en 1487 y se
reimprimió muchísimas veces. Estaba escrito en latín y era un manual para inquisidores.
“Inquisidor”, o sea “interrogador”, se llamaba a los monjes que el Papa había dotado de poderes
especiales para combatir la herejía. Como las brujas siempre eran consideradas también herejes,
a los inquisidores les tocaba también ocuparse de ellas. Una tarea que no por espantosa dejaba
de despertar envidia. Había otras jurisdicciones que se morían por poder ocuparse de la lucha
contra las brujas: los tribunales clericales de los sacerdotes y los tribunales de los jueces
seculares. De estas dos jurisdicciones regulares, la segunda era la peor.

El antiguo derecho eclesiástico no hablaba de quemar a las brujas. Por esto durante
mucho tiempo los castigos para las brujas solo eran la excomunión y la reclusión. Hasta que en el
año 1532, Carlos V puso en práctica su nuevo código de leyes, el así llamado Carolina o
Procedimiento para los juicios de crímenes capitales. En este códgio, la hechicería se pagaba con
la hoguera. Al menos contaba con la restricción de que debía haber ocurrido un daño verdadero.
Para algunos juristas y príncipes, la ley era demasiado clemente, y muchos prefirieron regirse por
la ley sajona, según la cual los magos y las brujas podían ser quemados aun cuando no hubiesen
causado ningún perjuicio.

Todas estas jurisdicciones dieron como resultado una confusión tan tremenda que ya no
era posible hablar de ley y orden. A esto se agregó que se tenía a las brujas por personas
poseídas por el diablo. Como se creía entonces estar frente a la supremacía del Mal, se
consideraba que todo estaba permitido para combatirla. Nada podía ser tan terrible o absurdo
para que los especialistas en derecho de aquel entonces no le encontraran una definición, por
supuesto en latín. De ahí que denominaran a la brujería un “crimen exceptum”, es decir un crimen
extraordinario, en el que el acusado casi no podía defenderse. Por ejemplo, se lo delcabar
culpable ya desde el principio. Cuando tenía un defensor, tampoco podía hacer mucho. Por
principio, un defensor demasiado vehemente de aquellos que estaban acusados de brujería se
volvía él mismo sospechoso de ser un hechicero.

Los juristas veían las cuestion de las brujas como un asunto estrictamente jurídico que
sólo ellos podría juzgar. Su máxima más peligrosa era la siguiente: en crímenes de brujería, basta
con la confesión del autor del delito, aun cuando no se encuentren otras pruebas del mismo. En
aquel tiempo, la tortura estaba a la orden del día en los procesos contra las brujas, de modo que
cualquiera puede imaginarse lo que significaba entonces una confesión de este tipo. Una de las
cosas más asombrosas que nos encontramos en la historia de la humanidad es que hayan tenido
que pasar más de doscientos años antes de que los juristas se les ocurriese que las confesiones
bajo tortura no tienen ningún valor. Tal vez se deba a que sus libros estaban tan llenos de
sutilezas más inverosímiles y espantosas que no podían concebir los pensamientos más simples.

De ahí también que creyeran haberle descubierto el juego al diablo. Si por ejemplo una
acusada se obstinaba en guardar silencio, porque sabía que cada palabra, aún la más inocente,
sólo la arrastraría a una desgracia más profunda aún, eso se llamaba entre los juristas un “trismo
diabólico”, con lo que querían decir que el espíritu maligno tenía embrujada a la culpable para
que no pudiera hablar. Para lo mismo servían las así llamadas “pruebas de brujería”, con las que
a veces se intentaban acortar los procedimientos. Estaba por ejemplo la prueba de las lágrimas.
Cuando alguien no lloraba de dolor durante la tortura, se consideraba probado que el diablo
estaba a su lado. Tuvieron que transcurrir de nuevo doscientos años hasta que los médicos
hicieran la simple observación, o se animaran a expresarla, de que una persona sometida a
dolores muy fuertes no llora.

La lucha contra los juicios a las brujas es una de las mayores luchas de liberación de la
humanidad. Arrancó en 1600 y necesitó cien años para triunfar, en algunos países incluso más.
Empezó como empiezan con mucha frecuencia esas cosas, no por drse uno cuenta, sino por
necesidad. Algunos príncipes habían notado que en el curso de pocos años sus países se habían
despoblado, pues bajo tortura cada uno siempre acusaba a otro. A un juicio le podían seguir
cientos, que se iban sucediendo durante años. Ahí es cuando algunos príncipes empezaron a
prohibir estos juicios.

Poco a poco, la gente se animó entonces a reflexionar. Los clérigos y los filósofos
descubrieron que la creencia en las brujas no había existido en la antigua Iglesia y que Dios
nunca podría haberle concedido al diablo un poder tan grande sobre los hombres. Los juristas
cayeron en la cuenta de que no se podía seguir confiando, como hasta ahora, en difamaciones y
confesiones conseguidas por la fuerza mediante torturas. Los médicos informaron que había
enfermedades por las cuales las personas podían creerse hechiceras o brujas, sin por eso serlo.
Y por último apareció el sentid común y señaló las innumerables contradicciones en cada acta de
los juicios a las brujas y en la propia creencia en las brujas.

De todos los libros que se escribieron por aquel tiempo en contra de los juicios a las
brujas solo uno se hizo famoso. Es el del jesuita Friefrich von Spee. Este hombre había sido en
sus años mozos confesor de las brujas condenadas a muerte. Un día un amigo le preguntó por
qué le habían salido canas tan temprano, a lo que el jesuita le contestó: “Por la cantidad de
inocentes que tuve que acompañar a la hoguera”. Su libro Advertencia sobre los juicios a las
brujas no es especialmente revolucionario. Friedrich von Spee cree incluso que las brujas existen.
Pero en lo que no cree de ningún modo es en los delirios espantosamente eruditos y rebuscados
por los cuales cualquier persona pudo ser presentada como bruja o hechicero durante siglos. Al
horrendo galimatías latino-alemán de miles y decenas de miles de actas le contrapone una obra
atravesada por el enojo y la emoción. Con esta obra y su efecto demostró cuán necesario es
poner el humanismo por sobre de la erudición y la perspicacia.

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