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Fragmentos de Frantz Fanon (I): Sobre el intelectual colonizado y los saberes que

nacen de la lucha

Lo que sigue a continuación es una selección de fragmentos de Frantz Fanon de


su obra culmen Los condenados de la tierra. La obra fue editada en castellano por
el Fondo de Cultura Económica de México por primera vez en el año 1962, una
año después de su muerte. Frantz Fanon fue un pensador, psiquiatra y militante
socialista caribeño, nacido en la isla de Martinica, bajo administración colonial
francesa.

Nacido en la isla de Martinica, bajo administración colonial francesa. Frantz Fanon


viajó intensamente, fue un escritor prolífico y un pensador visionario. Trató de
plasmar su visión sobre los procesos de descolonización, las luchas de liberación
y los nacionalismos africanos en la obra que escribiría ya enfermo de cáncer a
finales de los años cincuenta, Los condenados de la tierra, es una obra escrita con
la angustia que trata de reflejar todos los debates, discusiones políticas y
reflexiones en torno a la cuestión de la descolonización y los procesos políticos
emancipadores en África pero en una mirada anti-colonial global en perspectiva
con America Latina y Asia.

Fue combatiente de la II Guerra Mundial contra el nazismo junto al ejército


francés, del que más tarde sería degradado por ser un ciudadano de las
coloniales. Tras la II Guerra mundial permaneció unos años en la Francia
metropolitana, para estudiar medicina y psiquiatría, donde conocería a
personalidades como Maurice Merleau-Ponty o Jean Paul Sartre con quien tendrá
una importante y sincera amistad. En el año 1953 se traslada a Argelia para
ejercer como psiquiatra en la ciudad de Bilda. Al año siguiente,en 1954, comienza
la Guerra de liberación de Argelia y Fanon se une de forma clandestina al Frente
de Liberación de Argelia, en el que ocupará altos cargos, además ser uno de sus
intelectuales orgánicos más importantes. Fanon sería nombrado Embajador de la
República Provisional de Argelia, en Ghana, país gobernado por el primer
presidente anti-colonial y panafricano del continente Kwame Nkruma quien entre el
1957 y el 1961 había proclamado la independencia y estaban en procesos de
constituir la República de Ghana. Frantz Fanon viajó intensamente, fue un escritor
prolífico y un pensador visionario. Trató de plasmar su visión sobre los procesos
de descolonización, las luchas de liberación y los nacionalismos africanos en la
obra que escribiría ya enfermo de cáncer a finales de los años cincuenta, Los
condenados de la tierra, es una obra escrita con la angustia que trata de reflejar
todos los debates, discusiones políticas y reflexiones en torno a la cuestión de la
descolonización y los procesos políticos emancipadores en África pero en una
mirada anti-colonial global en perspectiva con America Latina y Asia. Los
fragmentos que aquí recogemos son tres extractos de su obra Los condenados de
la tierra, que hacen referencia al papel de los intelectuales, de los cuadros
teóricos, escritores y sectores de la cultura en los procesos de de descolonización
y en las luchas de liberación nacional. Los fragmentos han sido seleccionados
todos de la misma obra y no han sido modificados en su estructura ni en su
redacción, respetando la traducción al castellano de la tercera edición de la obra
editada por el FCE de México, del año 1983.

El contexto colonial, hemos dicho, se caracteriza por la dicotomía que inflige al


mundo. La descolonización unifica ese mundo, quitándole por una decisión radical
su heterogeneidad, unificándolo sobre la base de la nación, a veces de la raza.
Conocemos esa frase feroz de los patriotas senegaleses, al evocar las maniobras
de su presidente Senghor: "Hemos pedido la africanización de los cuadros, y
resulta que Senghor africaniza a los europeos." Lo que quiere decir que el
colonizado tiene la posibilidad de percibir en una inmediatez absoluta si la
descolonización tiene lugar o no: el mínimo exigido es que los últimos sean los
primeros. Pero el intelectual colonizado aporta variantes a esta demanda y, en
realidad, las motivaciones no parecen faltarle: cuadros administrativos, cuadros
técnicos, especialistas. Pero el colonizado interpreta esos salvoconductos ilegales
como otras tantas .maniobras de sabotaje y no es raro oír a un colonizado declarar
aquí y allá: "No valía la pena, entonces, ser independientes...".

En las regiones colonizadas donde se ha llevado a cabo una verdadera lucha de


liberación, donde la sangre del pueblo ha corrido y donde la duración de la fase
armada ha favorecido el reflujo de los intelectuales sobre bases populares, se
asiste a una verdadera erradicación de la superestructura bebida por esos
intelectuales en los medios burgueses colonialistas. En su monólogo narcisista, la
burguesía colonialista, a través de sus universitarios, había arraigado
profundamente, en efecto, en el espíritu del colonizado que las esencias son
eternas a pesar de todos los errores imputables a los hombres. Las esencias
occidentales, por supuesto. El colonizado aceptaba lo bien fundado de estas ideas
y en un repliegue de su cerebro podía descubrirse un centinela vigilante
encargado de defender el pedestal grecolatino. Pero, durante la lucha de
liberación, cuando el colonizado vuelve a establecer contacto con su pueblo, ese
centinela ficticio se pulveriza. Todos los valores mediterráneos, triunfo de la
persona humana, de la claridad y de la Belleza, se convierten en adornos sin vida
y sin color. Todos esos argumentos parecen ensambles de palabras muertas.
Esos valores que parecían ennoblecer el alma se revelan inutilizables porque no
se refieren al combate concreto que ha emprendido el pueblo.

Y, en primer lugar, el individualismo. El intelectual colonizado había aprendido de


sus maestros que el individuo debe afirmarse. La burguesía colonialista había
introducido a martillazos, en el espíritu del colonizado, la idea de una sociedad de
individuos donde cada cual se encierra en su subjetividad, donde la riqueza es la
del pensamiento. Pero el colonizado qué tenga la oportunidad de sumergirse en el
pueblo durante la lucha de liberación va a descubrir la falsedad de esa teoría. Las
formas de organización de la lucha van a proponerle ya un vocabulario inhabitual.
El hermano, la hermana, el camarada son palabras proscritas por la burguesía
colonialista porque, para ella, mi hermana es mi cartera, mi camarada mi
compinche en la maniobra turbia. El intelectual colonizado asiste, en una especie
de auto de fe, a la des-trucción de todos sus ídolos: el egoísmo, la recriminación
orgullosa, la imbecilidad infantil del que siempre quiere decir la última palabra. Ese
intelectual colonizado, atonizado por la cultura colonialista, descubrirá igualmente
la consistencia de las asambleas de las aldeas, la densidad de las comisiones del
pueblo, la extraordinaria fecundidad de las reuniones de barrio y de célula. Los
asuntos de cada uno ya no dejarán jamás de ser asuntos de todos porque,
concretamente, todos serán descubiertos por los legionarios y asesinados, o todos
se salvarán. La indiferencia hacia los demás, esa forma atea de la salvación, está
prohibida en este contexto.

Se habla mucho desde hace tiempo de la autocrítica: ¿se sabe acaso que fue
primero una institución africana? Ya sea en los djemaas de África del Norte o en
las reuniones de África Occidental, la tradición quiere que los conflictos que
estallan en una aldea sean debatidos en público. Autocrítica en común, sin duda,
con una nota de humor, sin embargo, porque todo el mundo se siente sin
presiones, porque en última instancia todos queremos las mismas cosas. El
cálculo, los silencios insólitos, las reservas, el espíritu subterráneo, el secreto, todo
eso lo abandona el intelectual a medida que se sumerge en el pueblo. Y es verdad
que entonces puede decirse que la comunidad triunfa ya en ese nivel, que
segrega su propia luz, su propia razón.

Pero puede suceder que la descolonización se produzca en regiones que no han


sido suficientemente sacudidas por la lucha de liberación y allí se encuentran esos
mismos intelectuales hábiles, maliciosos, astutos. En ellos se encuentran intactas
las formas de conducta y de pensamiento recogidas en el curso de su trato con la
burguesía colonialista. Ayer niños mimados del colonialismo, hoy de la autoridad
nacional, organizan el pillaje de los recursos nacionales. Despiadados, suben por
combinaciones o por robos legales: importación-exportación, sociedades
anónimas, juegos de bolsa, privilegios ilegales, sobre esa miseria actualmente
nacional. Demandan con insistencia la nacionalización de las empresas
comerciales, es decir, la reserva de los mercados y las buenas ocasiones sólo
para los nacionales.

Doctrinalmente, proclaman la necesidad imperiosa de nacionalizar el robo de la


nación. En esa aridez del periodo nacional, en, la fase llamada de austeridad, el
éxito de sus rapiñas provoca rápidamente la cólera la violencia del pueblo. Ese
pueblo miserable e independiente, en el contexto africano e internacional actual,
adquiere la conciencia social a un ritmo acelerado. Las pequeñas individualidades
no tardarán en comprenderlo. Para asimilar la cultura del opresor y aventurarse en
ella, el colonizado ha tenido que dar garantías. Entre otras, ha tenido que hacer
suyas las formas de pensamiento de la burguesía colonial. Esto se comprueba en
la ineptitud del intelectual colonizado para dialogar. Porque no sabe hacerse
inesencial frente al objeto o la idea. Por el contrario, cuando milita en el seno del
pueblo se maravilla continuamente. Se ve literalmente desarmado por la buena fe
y la honestidad del pueblo. El riesgo permanente que lo acecha entonces es hacer
populismo. Se transforma en una especie de bendito-sí-sí, que asiente ante cada
frase del pueblo, convertida por él en sentencia. Pero el fellah, el desempleado, el
hambriento no pretende la verdad. No dice que él es la verdad, puesto que lo es
en su ser mismo.

El intelectual se comporta objetivamente, en esta etapa, como un vulgar


oportunista. Sus maniobras, en realidad, no han cesado. El pueblo no piensa en
rechazarlo ni en acorralarlo. Lo que el pueblo exige es que todo se ponga en
común. La inserción del intelectual colonizado en la marea popular va a demorarse
por la existencia en él de un curioso culto por el detalle. No es que el pueblo sea
rebelde, si se le analiza. Le gusta que le expliquen, le gusta comprender las
articulaciones de un razonamiento, le gusta ver hacia dónde va. Pero el intelectual
colonizado, al principio de su cohabitación con el pueblo, da mayor importancia al
detalle y llega a olvidar la derrota del colonialismo, el objeto mismo de la lucha.
Arrastrado en el movimiento multiforme de la lucha, tiene tendencia a fijarse en
tareas locales, realizadas con ardor, pero casi siempre demasiado solemnizadas.
No ve siempre la totalidad. Introduce la noción de disciplinas, especialidades,
campos, en esa terrible máquina de mezclar y triturar que es una revolución
popular. Dedicado a puntos precisos del frente, suele perder de vista la unidad del
movimiento y, en caso de fracaso local, se deja llevar por la duda, la decepción. El
pueblo, al contrario, adopta desde el principio posiciones globales. La tierra y el
pan: ¿qué hacer para obtener la tierra y el pan? Y ese aspecto preciso,
aparentemente limitado, restringido del pueblo es, en definitiva, el modelo
operatorio más enriquecedor y más eficaz.

El problema de la verdad debe solicitar igualmente nuestra atención. En el seno


del pueblo, desde siempre, la verdad sólo corresponde a los nacionales. Ninguna
verdad absoluta, ningún argumento sobre la transparencia del alma puede destruir
esa posición. A la mentira de la situación colonial, el colonizado responde con una
mentira semejante. La conducta con los nacionales es abierta; crispada e ilegible
con los colonos. La verdad es lo que precipita la dislocación del régimen colonial y
pierde a los extranjeros. En el contexto colonial no existe una conducta regida por
la verdad. Y el bien es simplemente lo que les hace mal a los otros.
Se advierte entonces que el maniqueísmo primario que regía la sociedad colonial
se conserva intacto en el periodo de descolonización. Es que el colono no deja de
ser nunca el enemigo, el antagonista, precisamente el hombre que hay que
eliminar. El opresor, en su zona, hace existir el movimiento, movimiento de
dominio, de explotación, de pillaje. En la otra zona, la cosa colonizada, arrollada,
expoliada, alimenta como puede ese movimiento, que va sin cesar desde las
márgenes del territorio a los palacios y los muelles de la "metrópoli". En esa zona
fija, la superficie está quieta, la palmera se balancea frente a las nubes, las olas
del mar rebotan sobre los guijarros, las materias primas van y vienen, legitimando
la presencia del colono mientras que agachado, más muerto que vivo, el
colonizado se eterniza en un sueño siempre igual. El colono hace la historia. Su
vida es una epopeya, una odisea. Es el comienzo absoluto: "Esta tierra, nosotros
la hemos hecho." Es la causa permanente: "Si nos vamos, todo está perdido, esta
tierra volverá a la Edad Media." Frente a él, seres embotados, roídos desde dentro
por las fiebres y las costumbres ancestrales, constituyen un marco casi mineral del
dinamismo innovador del mercantilismo colonial.

El colono hace la historia y sabe que la hace. Y como se refiere constantemente a


la historia de la metrópoli, indica claramente que está aquí como prolongación de
esa metrópoli. La historia que escribe no es, pues, la historia del país al que
despoja, sino la historia de su nación en tanto que ésta piratea, viola y hambrea.
La inmovilidad a que está condenado el colonizado no puede ser impugnada sino
cuando el colonizado decide poner término a la historia de la colonización, a la
historia del pillaje, para hacer existir la historia de la nación, la historia de la
descolonización (1).

Si quisiéramos encontrar a través de las obras de los escritores colonizados las


diferentes fases que caracterizan esa evolución, veríamos perfilarse ante nuestros
ojos un panorama en tres tiempos. En una primera fase, el intelectual colonizado
prueba que ha asimilado la cultura del ocupante. Sus obras corresponden punto
por punto a las de sus homólogos metropolitanos. La inspiración es europea y
fácilmente pueden ligarse esas obras a una corriente bien definida de la literatura
metropolitana. Es el periodo asimilacionista integral. Se encontrarán en esta
literatura del colonizado parnasianos simbolistas y surrealistas.

En un segundo momento, el colonizado se estremece y decide recordar. Este


periodo de creación corresponde aproximadamente a la re-inmersión que
acabamos de describir. Pero como el colonizado no está inserto en su pueblo,
como mantiene relaciones de exterioridad con su pueblo, se contenta con
recordar. Viejos episodios de la infancia serán recogidos del fondo de la memoria;
viejas leyendas serán reinterpretadas en función de una estética prestada y de
una concepción del mundo descubierta bajo otros cielos. Algunas veces esa
literatura previa al combate estará dominada por el buen humor y la alegoría.
Periodo de angustia, de malestar, experiencia de la muerte, experiencia de la
náusea. Se vomita, pero ya, por debajo, se prepara la risa.

Por último, en un tercer periodo, llamado de lucha, el colonizado —tras haber


intentado perderse en el pueblo, perderse con el pueblo— va por el contrario a
sacudir al pueblo. En vez de favorecer el letargo del pueblo se transforma en el
que despierta al pueblo. Literatura de combate, literatura revolucionaria, literatura
nacional. En el curso de esta fase un gran número de hombres y mujeres que
antes no habían pensado jamás en hacer una obra literaria, ahora que se
encuentran en situaciones excepcionales, en prisión, en la guerrilla o en víspera
de ser ejecutados sienten la necesidad de expresar su nación, de componer la
frase que exprese al pueblo, de convertirse en portavoces de una nueva realidad
en acción. El intelectual colonizado se dará cuenta, sin embargo, más tarde o más
temprano, de que no se prueba la nación con la cultura, sino que se manifiesta en
la lucha que realiza el pueblo contra las fuerzas de ocupación. Ningún
colonialismo recibe su legitimidad de la inexistencia cultural de los territorios que
domina. Jamás se avergonzará al colonialismo desplegando ante su mirada
tesoros culturales desconocidos. El intelectual colonizado, en el momento mismo
en que se inquieta por hacer una obra cultural no se da cuenta de que utiliza
técnicas y una lengua tomadas al ocupante. Se contenta con revestir esos
instrumentos de un tono que pretende ser nacional, pero que recuerda
extrañamente al exotismo. El intelectual colonizado que vuelve a su pueblo a
través de las obras culturales se comporta de hecho como un extranjero. Algunas
veces no vacilará en utilizar los dialectos para manifestar su voluntad de estar lo
más cerca posible del pueblo, pero las ideas que expresa, las preocupaciones que
lo invaden no tienen nada en común con la situación concreta que conocen los
hombres y mujeres de su país. La cultura hacia la cual se inclina el intelectual no
es con frecuencia sino un acervo de particularismos. Queriendo apegarse al
pueblo, se apega al revestimiento visible. Pero ese revestimiento no es sino el
reflejo de una vida subterránea, densa, en perpetua renovación. Esa objetividad,
que salta a la vista y que parece caracterizar al pueblo no es, en realidad, sino el
resultado inerte y ya negado de adaptaciones múltiples y no siempre coherentes
de una sustancia más fundamental que está en plena renovación. El hombre de
cultura, en vez de ir en busca de esa sustancia, va a dejarse hipnotizar por esos
jirones momificados que, estabilizados, significan por el contrario la negación, la
superación, la invención. La cultura no tiene jamás la traslucidez de la costumbre.
La cultura evade eminentemente toda simplificación. En su esencia, se opone al
hábito que es siempre un deterioro de la costumbre. Querer apegarse a la
tradición o reactualizar las tradiciones abandonadas es no sólo ir contra la historia
sino contra su pueblo. Cuando un pueblo sostiene una lucha armada o aun política
contra un colonialismo implacable, la tradición cambia de significado. Lo que era
técnica de resistencia pasiva puede ser radicalmente condenado en este periodo.
En un país subdesarrollado en fase de lucha las tradiciones son
fundamentalmente inestables y surcadas de corrientes centrifugas. Por eso el
intelectual corre el riesgo, frecuentemente, de ir a contracorriente. Los pueblos que
han luchado son cada vez más impermeable a la demagogia y si se trata de
seguirlos demasiado se muestra uno como vulgar oportunista, como retardatario
(2).

El hombre colonizado que escribe para su pueblo, cuando utiliza el pasado debe
hacerlo con la intención de abrir el futuro, de invitar a la acción, de fundar la
esperanza. Pero para asegurar la esperanza, para darle densidad, hay que
participar en la acción, comprometerse en cuerpo y alma en la lucha nacional.
Puede hablarse de todo, pero cuando se decide hablar de esa cosa única en la
vida de un hombre que representa el hecho de abrir el horizonte, de llevar la luz a
la propia tierra, de levantarse a sí mismo y a su pueblo, entonces hay que
colaborar muscularmente (3).

No hay un combate cultural que se desarrolle paralelamente a la lucha popular. No


hay que contentarse, pues, con rastrear en el pasado del pueblo para encontrar
allí elementos de coherencia que enfrentar a las empresas falsificadoras y
peyorativas del colonialismo. Hay que trabajar, luchar con el mismo ritmo que el
pueblo para precisar el futuro, preparar el terreno donde ya crecen retoños
vigorosos. La cultura nacional no es el folklore donde un populismo abstracto ha
creído descubrir la verdad del pueblo. No es esa masa sedimentada de gestos
puros, es decir, cada vez menos atribuibles a la realidad presente del pueblo. La
cultura nacional es el conjunto de esfuerzos hechos por un pueblo en el plano del
pensamiento para describir, justificar y cantar la acción a través de la cual el
pueblo se ha constituido y mantenido. La cultura nacional, en los países
subdesarrollados, debe situarse, pues, en el centro mismo de la lucha de
liberación que realizan esos países (4).
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Notas
(1)FANON, Frantz. Los condenados de la tierra, Fonde de Cultura Económica,
1983, p. 22- 25.
(2)Ibíd, p. 110-111.
(3)Ibíd, p. 116.

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