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Diagnóstico Psicoanalitico de personalidad

La concepción clásica psicoanalítica aborda el estudio del carácter o personalidad de dos maneras muy
diferentes, cada una de ellas derivadas del modelo teórico temprano del desarrollo de los individuos.
En la época de la teoría de la pulsión original de Freud, se hizo un intento de comprender la
personalidad con base en la fijación (¿en cuál fase del desarrollo temprano se encuentra atorada esta
persona?). Más tarde con el desarrollo de la psicología del yo, la concepción de la personalidad incluía
la idea de que ésta expresaba la operación de estilos de defensa específicos (¿cuáles son las maneras
típicas de esta persona de evitar la ansiedad?). Esta segunda manera de entender la personalidad no se
contraponía a la primera; proporcionó otro conjunto de ideas y metáforas para comprender qué
significaba un tipo de personalidad, y añadió conceptos de la teoría de la pulsión determinados
supuestos acerca de cómo cada uno de nosotros desarrollamos nuestros patrones de adaptación y
defensa característicos.
La apreciación de estos dos enfoques tiene en el centro mi propia visión de las posibilidades de
la personalidad. También intento mostrar cómo los desarrollos más recientes en la teoría inglesa de las
relaciones objetales (y su primo estadounidense, el psicoanálisis interpersonal) y el movimiento de
auto-psicología pueden arrojar luz sobre aspectos de la organización de la personalidad. Además, mi
propia comprensión de la personalidad y del diagnóstico ha resultado enriquecido por formulaciones
psicodinámicas que no han sido tan influyentes en la clínica, tales como la “personología “ de Henry
Murray (p.e., 1938), la “teoría de los guiones” de Silvan Tomkin (1992), y las ideas desarrolladas por
Weiss y Sampson y el Grupo de Investigación Psicoterapéutica Monte Sion (Mount Zion
Psychotherapy Research Group) (p.e., 1986), las cuales a veces se denominan la teoría de “control y
dominación”.
El lector perceptivo quizá notará que estoy aplicando al proyecto diagnóstico varios modelos y
teorías diferentes que forman parte del psicoanálisis y que son, al parecer de algunos estudiosos,
incompatibles o están básicamente enfrentados. Debido a que este libro está dirigido a terapeutas, y
porque por temperamento tiendo más a sintetizar que criticar o establecer diferencias, no he tratado la
cuestión de cuál modelo analítico resulta más defendible en términos científicos, heurísticos o
metapsicológicos. Al posicionarme así adquiero una gran deuda intelectual con Fred Pine (1985, 1990),
cuyos esfuerzos por integrar las teorías de la pulsión, del yo, del objeto y del sí mismo han sido de un
valor clínico incalculable. No estoy minimizando la importancia de evaluar críticamente las teorías que
se encuentran en competencia. Mi decisión de no hacerlo deriva del objetivo específicamente clínico de
este libro y de mi observación de que la mayoría de los terapeutas buscan una diversidad de modelos y
metáforas similares, sean o no controvertidos o problemáticos a nivel conceptual de una manera u otra.
Cada desarrollo nuevo en la teoría psicoanalítica ofrece a los terapeutas una manera novedosa de tratar
de comunicar a las personas perturbadas su deseo de entenderlos y ayudarlos. A menudo me parece que
los terapeutas psicodinámicos eficaces—y estoy suponiendo que los terapeutas eficaces y los teóricos
brillantes constituyen conjuntos sobrepuestos mas no idénticos—retoman ideas de muchas fuentes
psicoanalíticas de manera más libre que aquéllos que se casan ideológicamente con una o dos teorías
preferidas. Desconfien de las personas cuya identidad profesional se centra en la defensa de una sola
manera de pensar y trabajar. Algunos analistas suscriben una dogma, pero esta tendencia no ha
enriquecido nuestra teoría clínica, ni ha contribuido al reconocimiento de nuestro campo de parte de
quienes valorizan la humildad acerca de los alcances de la comprensión actual y aprecian la
ambigüedad y la complejidad de las cosas (véase Goldberg, 1990b).
Diferentes clientes tienen su manera de volver relevantes las teorías o modelos diferentes: Una
persona puede provocar en el terapeuta pensamientos acerca de los conceptos promovidos por
Kernberg, mientras otra puede aparentar ser una persona del tipo descrito por Horney, o puede tener
una vida fantasiosa inconsciente tan clásicamente freudiana que el terapeuta empieza a preguntarse si el
paciente estudió la teoría de la pulsión temprana antes de iniciar el tratamiento. Stolorow y Atwood
(1979) han arrojado bastante luz sobre los procesos emocionales que contribuyen al desarrollo de una
teoría de la personalidad, y han presentado un argumento convincente de que los temas principales de
personalidad en la vida de un teórico aparecen como los problemas que el teórico enfatiza en sus
teorías de psicología general, de la formación de la personalidad, de psicopatología y de psicoterapia.
En tanto, no es sorprendente que tengamos tantas concepciones alternativas. E incluso si algunos de
ellos se contraponen de manera lógica, yo sostendría que no lo hacen de manera fenomenológica, y
que aplican de manera diferente a diferentes tipos de persona.
Ya que he enunciado mis propios prejuicios y preferencias, entonces ofrezco un resumen breve
y necesariamente demasiado simplificado acerca de los modelos de la tradición psicoanalítica que son
relevantes para el diagnóstico. Los trato en una orden que permitirá que el estudiante con pocos
conocimientos de la teoría psicoanalítica podrá comprender las categorías que se han vuelto casi
instintivas para terapeutas con formación analítica. También especificaré algunos de los supuestos
subyacentes en estos modelos antes de aplicarlos de manera más o menos acrítica a varias
constelaciones de personalidades.

La teoría de la pulsión clásica de Freud

La teoría original del desarrollo de la personalidad de Freud era un modelo de origen biológico que
enfatizó la centralidad de procesos instintivos e incluía en su concepción de los seres humanos la idea
que éstos transitan por una serie ordenada de preocupaciones corporales, desde enfocarse en lo oral
hasta hacerlo en lo anal, hasta lo fálico y lo genital. Se teorizó que en la infancia y temprano en la niñez
las disposiciones naturales del individuo se relacionan con cuestiones básicas de supervivencia, las
cuales se experimentan primero de una manera profundamente sensual con la alimentación a través del
pecho y las demás actividades de la madre con el cuerpo del infante, y más tarde en la vida fantasiosa
del niño acerca del nacimiento, la muerte y los vínculos sexuales entre sus padres.
Los bebés, y por lo tanto el aspecto infantil del sí mismo que perdura en los adultos, eran vistos
como buscadores desinhibidos de la gratificación instintiva, y con algunas diferencias individuales
entre las fuerzas de las pulsiones. El cuidado apropiado era visto como una alternancia sensible entre,
por un lado, la gratificación suficiente para crear una seguridad emocional y placer y, por otro lado, la
frustración apropiada para el nivel de desarrollo, de modo que el niño aprenda, con aplicaciones
medidas, cómo reemplazar el principio del placer (“¡Quiero todas mis gratificaciones, incluyendo los
que son incompatibles entre sí, en este momento!”) con el principio de la realidad (“Algunas
gratificaciones son problemáticas, y vale la pena esperar para obtener las mejoras de ellas”). Freud
habló poco acerca de los impactos específicos de los padres de sus pacientes en su psicopatología. Pero
cuando lo hizo, entendió los fracasos de los padres como relacionados o bien con el exceso en la
gratificación de las pulsiones—de modo que no hubo nada que obligara al niño a avanzar en su
desarrollo—o con el exceso de privación de las gratificaciones—provocando que la capacidad del niño
por absorber realidades frustrantes se sobrecargara. El ser padre era entonces una búsqueda del
equilibrio entre la indulgencia y la inhibición—modelo que concuerda con las intuiciones de las madres
y los padres, sin duda.
La teoría de las pulsiones postulaba que si el niño fue sobrefrustrado o sobregratificado durante
una etapa psicosexual temprana (marcada por la interacción entre sus cualidades constituyentes
recibidas y la capacidad de respuesta de los padres), se volvería “fijado” en las cuestiones de esa etapa.
La personalidad era vista como una expresión de los impactos a largo plazo de esta fijación: Si un
adulto varón tuviera una personalidad depresiva, se teorizó que había sido descuidado o sobresatisfecho
durante el primer año y medio de su vida, aproximadamente (la etapa oral de su desarrollo); si era
obsesivo, se infería que hubo problemas más o menos entre un año y medio y tres años de edad (la
etapa anal); si era histérico, entonces se había topado con el rechazo o con actitudes seductivas
sobreestimulantes, o ambas cosas, entre las edades de tres y seis años, cuando el interés del niño se ha
volcado hacia los genitales y la sexualidad (la etapa “fálica” según el lenguaje de Freud centrado en los
varones, la ultima parte de la cual se conoció como la etapa “edípica” porque las cuestiones de
competencia sexual y las fantasías relacionadas que son típicas de niños de esa etapa reproducen los
temas del antiguo cuento griego acerca de Edipo). No era raro en el período temprano del movimiento
psicoanalítico oír que alguien tenía una personalidad oral, anal o fálica, dependiendo de cuáles
cuestiones parecían más centrales para la persona. Más tarde, cuando la teoría se volvió más
sofisticada, los analistas especificaban si era oral-dependiente u oral-agresivo (si dominaban los
aspectos de la oralidad vinculados con succionar o morder, respectivamente), anal-retentivo o anal-
expulsivo, temprano o tardío con relación a lo oral, anal o fálico, y así sucesivamente.
Para evitar que esta explicación excesivamente simplificada suene fantasiosa, debo enfatizar
que la teoría no brotó en todo color de la imaginación febril de Sigmund Freud; hubo una acumulación
de datos que la influyó y la sustentó, recopilados no sólo por Freud sino por sus colegas, también. En
Análisis de Carácter (Character Analysis) de Wilhelm Reich (1933), el enfoque al diagnóstico del
carácter basado en la teoría de la pulsión alcanzó su apogeo. Si bien el lenguaje de ese libro suena
arcaico para la mayoría de estudiantes contemporáneos, la obra está llena de reflexiones perspicaces
acerca de los tipos de personalidad, y los lectores con una disposición favorable a menudo todavía le
encuentran sentido a sus observaciones. Después de todo, el esfuerzo de entender la personalidad
únicamente con base en la fijación instintiva resultó decepcionante. Karl Abraham, un colega de Freud,
dedicó su intelecto formidable a la tarea de correlacionar los fenómenos psicológicos con etapas y sub-
etapas específicas, pero no logró finalmente establecer un conjunto de conclusiones aceptables acerca
de tales relaciones. Si bien el modelo de fijación basado en la pulsión nunca ha sido rechazado como
completamente equivocado por la mayoría de los psiconanalistas, ha sido complementado por otras
maneras de entender la personalidad cuya capacidad explicativa es mayor.
Una de las maneras en que el modelo original de la teoría de la pulsión persiste o es de alguna
manera repetido es a través de la tendencia de los terapeutas psicodinámicos de seguir pensando en
etapas de maduración y de entender la psicopatología en términos de la obstrucción del desarrollo o
conflicto en una etapa determinada. No obstante que pocos analistas hoy reducen todos los fenómenos
a las categorías clásicas de la pulsión, la mayoría de ellos suponen una teoría básica de desarrollo en
etapas. Los esfuerzos como los de Daniel Stern (1985) por repensar de manera integral el concepto de
fases de desarrollo predecibles han tenido como reacción el interés respetuoso, pero estas nuevas
maneras de pensar al parecer no han persuadido a los terapeutas a dejar de entender los problemas de
sus pacientes en términos de una tarea de desarrollo no terminada, cuyo origen normal es visto como
una determinada fase temprana de la niñez.
En los años 1950 y 1960, recibió mucha atención la reformulación de Erik Erikson de las etapas
psicosexuales con base en tareas interpresonales e interpsíquicas. Si bien el trabajo de Erikson (p.e.,
1950) típicamente es visto como prototípico de la tradición de la psicología del yo, su teoría de las
etapas hace eco de muchos supuestos en el modelo de Freud de desarrollo con base en la pulsión. Una
de las cosas más interesantes que Erikson añadió a la teoría de Freud (Erikson vio su concepción como
complementaria a la de Freud, no como sustituto de ella) fue su renombramiento de las etapas
tempranas, propuesto en aras de modificar el biologismo de Freud.
La etapa oral se entendió con relación a su condición de dependencia total, en la cual el
establecimiento de una confianza básica (o la ausencia de ésta) era el resultado específico de la
gratificación o frustración de la pulsión oral. Según la concepción de la etapa anal, ésta involucraba el
alcanzar la autonomía (o, si se recorre mal, la pena y la duda). La lucha prototípica de esta etapa podría
ser la maestría de las funciones del baño, como enfatizó Freud, pero también involucraba un rango
enorme de cuestiones que eran relevantes para que el niño aprenda el auto-control y se reconcilie con
las expectativas de la familia y de la sociedad más amplia. La etapa edípica era vista como un momento
crítico para el desarrollo de un sentido básico de eficacia (“iniciativa versus culpa”) y un sentido de
placer por la identificación con los objetos amorosos. Erikson amplió la idea de fases de desarrollo y
tareas a través de toda la vida. También dividió las fases más tempranas en unidades más pequeñas
(oral-incorporativa, oral-explulsiva, anal-incorporativa, anal-expulsiva).* En los años 1950, Harry Stack
Sullivan (p.e., 1953) ofreció otra teoría de etapas que subrayó los logros comunicativos como el habla y
el juego en lugar de la satisfacción de las pulsiones. Al igual que Erikson, Stack creyó que la
personalidad continúa desarrollándose y cambiando mucho más allá del período de 6 años
aproximadamente que fue enfatizado por Freud como el cimiento de la personalidad adulta.
El trabajo de Margaret Mahler (p.e., Mahler, 1968, 1972a, 1972b; Mahler, Pine y Bergman,
1975) sobre las fases y sub-fases del proceso de separación-individuación—una tarea que obtiene su
resolución inicial aproximadamente a los tres años de edad—fue un paso adicional en la
conceptualización de procesos que son relevantes para la estructura final de la personaldiad. Su teoría
por lo regular se ubica en el área de las relaciones objetuales, pero sus supuestos implícitos de fijación
constituyen una deuda con el modelo de desarrollo de Freud. Del mismo modo en que Erikson dividió
la etapa oral, Mahler seccionó lo que eran para Freud las primeras dos etapas, la oral y la anal, y
consideró los movimientos del infante desde un estado de desconocimiento relativo (la fase autista, con
duración de aproximadamente seis semanas) hasta un estado de relaciones y simbiosis (cubriendo más
o menos los siguientes dos años—este período en sí se divide en las sub-fases de “salida del cascarón
del huevo”, “ensayo”, “acercamiento”, y “encaminado hacia la constancia del objeto”), seguido por una
condición caracterizada por la separación y la individuación relativas en términos psicológicos.
Estas contribuciones fueron recibidos con entusiasmo por los terapuetas. Con los avances pos-
freudianos en las teorías de las etapas, tenían maneras novedosas de comprender cómo sus pacientes se
habían quedado “atorados”. Ahora podían también ofrecer interpretaciones e hipótesis a sus clientes
auto-críticos, más allá de las especulaciones acerca del destete temprano o tardío, el aprendizaje del
control de esfínteres demasiado duro o laxo, o la seducción o el rechazo durante la etapa edípica. Más
bien a los pacientes se podía decir que sus situaciones difíciles reflejaban procesos familiares que
habían obstaculizado que ellos sintieran seguridad, o autonomía, o placer por sus identificaciones
(Eriksion), o que la suerte les había propinado una infancia desprovisto de un “amigo” de gran
importancia durante la preadolecencia (Sullivan), o que la internación de su madre en el hospital
cuando tenían 2 años había abrumado el proceso de acercamiento que es normal para esa edad y que es
requerido para la separación óptima (Mahler). Para los terapeutas, tales modelos alternos no sólo eran
interesantes intelectualmente, sino además proporcionaban maneras de ayudar a que la gente entendiera
y tuviera consideración por sí mismo—a diferencia y en oposición a las explicaciones internas que los
seres humanos típicamente generan acerca de sus cualidades menos comprensibles (tales como “Soy
malo”, “Soy feo”, “Soy perezoso y no tengo disciplina”, “Simplemente soy rechazable por naturaleza”,
“Soy peligroso”, etcétera).
Muchos comentaristas actuales han dicho en algún momento que nuestra tendencia de entender
los problemas en términos de desarrollo tiene visos de reduccionismo y es cuestionable la evidencia
clínica y empírica que la sostiene (p.e., Kernberg, 1984). Otros han señalado las diferencias en los
patrones y etapas del desarrollo psicológico en culturas no occidentales (p.e., Roland, 1988). No
obstante, persiste la tendencia de los terapeutas de ver los fenómenos psicológicos como residuos de los
problemas de una fase específica de maduración. Quizá esta persistencia refleja el hecho de que el
*
Por alguna razón, que probablemente incluye restringir el énfasis de Freud sobre nuestra naturaleza animal, la teoría de
Erikson fue incluida en los planes de estudio de la academia, a diferencia de otros trabajos analíticos de una calidad
comparable. El aislamiento de los analistas en institutos formativos independientes ha resultado conveniente para ellos
de algunas maneras, pero en general el distanciamiento entre el psicoanálisis y la psicología académica ha sido muy
desafortunado. La mayoría de los psicólogos basados en las universidades, quienes incluso enseñan las obras de Freud,
Jung, Adler y Erikson, no están familiarizados con los últimos 40 años de teoría psicoanalítica. Y los analistas han sido
privados de la estimulación y disciplina derivadas de trabajar en compañía de diversos colegas escépticos, muchos de los
cuales se interesan en cuestiones que tienen algún grado de relevancia para la teoría analítica.
modelo de desarrollo general es de una simplicidad elegante y consta integralmente de una cualidad
humana, y que por lo tanto resulta atractivo para la comunidad de salud mental. Implica una
generosidad de espíritu, un sentimiento del estilo “Me evité esa desgracia sólo por los azares del
destino”, el creer que existe un patrón de desarrollo arquetípico, progresivo y universal, y que, en el
caso de circunstancias desafortunadas, cualquiera de nosotros podría haber quedado obstruido en
cualquiera de sus fases. Quizá no sea una explicación suficiente de los tipos de personalidad o de la
psicopatología, pero para la mayor parte de los terapeutas se siente como un componente necesario de
la explicación. Como verán los lectores en los capítulos 3 y 4, uno de los ejes sobre los cuales he
alineado los datos diagnósticos contiene esta inclinación hacia la explicación en términos del
desarrollo, en la forma de niveles de psicopatología y de organización de la personalidad simbióticos
(psicóticos), relacionados con la separación-individuación (limítrofes) y edípicos (neuróticos).

La psicología del yo

Con la publicación de El yo y el ello (1923), Freud introdujo su modelo estructural, y empezó una
nueva época teórica. Los investigadores analíticos desplazaron su interés de los contenidos del
inconsciente hacia los procesos mediante los cuales estos contenidos no se admitían al inconsciente.
Arlow y Brenner (1964) han sostenido de manera convincente que la teoría estructural tiene mayor
capacidad explicativa, en tanto enfatiza la comprensión de los procesos del yo, pero también hubo
razones prácticos clínicos por las cuales los terapeutas acogieron los cambios de de enfoque de las
operaciones del ello a las del yo y de los deseos materiales profundamente inconscientes a los deseos,
meidos y fantasías que se encontraban más cercanos a la consciencia y que podían accesarse si uno
trabajaba con las funciones defensivas del yo del paciente. En las siguientes páginas ofrezco un curso
intensivo sobre el modelo estructural y los supuestos relacionados con él; pido disculpas a los lectores
sofisticados por lo breve que es el tratamiento de conceptos complejos.
El ello es el término que usó Freud para aquélla parte de lamente que contiene las pulsiones
primitivas, los impulsos, los anhelos pre-racionales, las combinaciones de deseos y meidos, y las
fantasías. Busca únicamente la gratificación inmediata y es totalmente “egoista” en el sentido
cotidiano, ya que opera según el principio del placer. En términos cognitivos es pre-verbal y se exprime
mediante imágenes y símbolos. También es pre-lógico, en tanto no tiene concepto del tiempo, de la
moralidad, de los límites, o de la imposibilidad de la coexistencia de opuestos. Este tipo de cognición
primitiva, que sobrevive en el lenguaje de los sueños, las bromas y las alucinaciones, fue denominado
por Freud pensamiento de proceso primario.
El ello es completamente inconsciente. Su existencia y poder pueden, sin embargo, inferirse a
partir de derivados, tales como los pensamientos, los actos y las emociones. En el tiempo de Freud una
noción cultural común era que los seres humanos modernos y “civilizados” actuaban con base en
motivaciones racionales y que habían rebasado las sensibilidades de los animales “inferiores” y de los
“salvajes” no occidentales. (El énfasis que puso Freud sobre nuestra animalidad, incluyendo el
predominio del sexo como motivación, fue una de las razones por las cuales sus ideas provocaron tanta
indignación en las épocas victoriana y pos-victoriana.)
El yo era el nombre que Freud le dio a un conjunto de funciones de adaptación a las necesidades
de la vida, que buscan tratar los anhelos del ello de manera aceptable para la familia. Se desarrolla
continuamente en el transcurso de toda la vida pero el paso de su desarrollo es más rápido durante la
niñez, empezando muy temprano en la infancia (véase Hartmann, 1958). El yo opera de acuerdo con el
principio de realidad y constituye el fondo del pensamiento de proceso secundario (tipos de cognición
secuenciales, lógicos y orientados hacia la realidad). Entonces es el intermediario entre las demandas
del ello y los límites impuestos por la realidad y la ética. Tiene aspectos conscientes e inconscientes.
Los aspectos conscientes son aquéllos que se parecen a lo que la mayoría de nosotros queremos decir
cuando usamos el término “sí mismo” o “yo”, mientras los aspectos inconscientes incluyen procesos
defensivos como la represión, el desplazamiento, la racionalización y la sublimación. Con la teoría
estructural, los terapeutas analíticos contaban con un nuevo lenguaje para darle sentido a algunos tipos
de patología de personalidad; específicamente, que cada quien desarrolla defensas del yo que son
adaptativas en el marco de la situación vivida en la infancia pero que pueden resultar ser inadaptativas
más tarde en el mundo de los adultos más allá de la familia.
Un aspecto importante de este modelo, tanto para el diagnóstico como para la terapia, es una
descripción del yo que dota a éste de un rango de operaciones, desde las operaciones profundamente
inconscientes (p.e., reacciones ante los eventos que se sienten primitivas, que son contrarrestadas por
una defensa poderosa como la negación) hasta las plenamente conscientes. Se percibió que durante el
proceso de tratamiento psicoanalítico el “yo observador”, la parte del sí mismo que es consciente y
racional y puede comentar la experiencia emocional, establece una alianza con el practicante para
juntos entender el sí mismo total, mientras el “yo que experimenta” encierra un sentido más visceral de
lo que sucede en la relación terapéutica. Esta “división terapéutica en el yo” (Sterba, 1934) fue visto
como una condición necesaria de la terapia analítica eficaz. Si el paciente no podía hablar desde una
posición de observador acerca de las reacciones emocionales menos racionales, más viscerales,
entonces la primera tarea del terapeuta era ayudar a que el paciente desarrollara esta capacidad. La
presencia o ausencia de un yo observador se volvió de importancia primordial para el diagnóstico, ya
que se encontró que una síntoma o problema que era distónico (extraño) para el ego observador podía
tratarse mucho más rápidamente que un problema de apariencia similar que el paciente jamás hubiera
visto como digno de atención. Esta reflexión persiste entre los diagnosticadores analíticos en el
lenguaje que usan para designar un problema o una personalidad como “yo-extraño” o “yo-sintónico”.
El papel básico del Yo en la percepción o adaptación a la realidad es la fuente de la utilidad
psicoanalítica de la frase “fuerza del yo”, que significa la capacidad de la persona de reconocer la
realidad, aún cuando ésta resulta extremadamente desagradable, sin recurrir a defensas primitivas como
la negación. En el transcurso de los años del desarrollo de la teoría psicoanalítica clínica, ha emergido
una distinción entre las defensas más arcaicas y aquéllas que son más maduras; las primeras se
caracterizan por la evitación psicológica o la distorsión radical de los hechos perturbadores de la vida, y
las segundas involucran un ajuste mayor a la realidad.
Otro supuesto clínico importante que derivó del movimiento de la psicología del yo fue la
creencia de que la salud psicológica involucraba no sólo la posesión de defensas maduras sino además
la capacidad de usar una variedad de procesos defensivos (véase Shapiro, 1965). En otras palabras, fue
reconocido que una persona que habitualmente reacciona a todas las presiones mediante, digamos, la
proyección, o la racionalización, no se encuentra tan bien psicológicamente como una persona que
emplea diferentes maneras de salir adelante, dependiendo de las circunstancias. Los conceptos como
“rigidez” de la personalidad y “blindaje de personalidad” (W. Reich, 1933) expresan esta idea de que la
salud mental tiene algo que ver con la flexibilidad emocional.
Freud acuñó el término superyó para referir la parte del sí mismo que supervisa las cosas,
especialmente desde un punto de vista moral.* Sinónimo aproximado de “consciencia”, el superyó es la
parte del sí mismo que nos felicita por hacer nuestro mejor esfuerzo y nos critica cuando no
alcanzamos nuestras propias normas. Es una parte del yo, pero se experimenta como distinto del yo.
Freud creyó que el superyó se formaba principalmente durante el período edípica, a través de la
identificación con los valores de los padres, pero la mayor parte de los analistas actuales consideran
que se origina mucho antes en las nociones infantiles del bien y del mal.
El superyó es, al igual que el yo del cual forma parte, parcialmente consciente y parcialmente
*
Nótese que Freud usaba un lenguaje sencillo, sin jerga; las traducciones de ello, yo y superyó son “ello” [N. de la T.: en
el original, “it”, en realidad “él” o “ella” con referencia a cosas y no personas], “mí mismo” [“me”] y “arriba de mí”
[“above me”]. Con tristeza menciono que pocos teóricos psicoanalíticas actuales escriben con una gracia o sencillez de
estilo comparables.
inconsciente. Nuevamente, al final se entendió que tiene implicaciones importantes para el pronóstico
la valoración de si un superyó que castiga de manera inapropiada es experimentado por el paciente
como yo-extraño o yo-sintónico. El cliente que anuncia que es malvada porque ha tenido pensamientos
malos con relación a su padre es un tipo de persona muy diferente a la que informa que una parte de sí
misma parece sentir que es malvada cuando tiene tales pensamientos. Ambas pueden ser depresivas y
auto-desctructivas, pero la magnitud del problema de la primera es mucho mayor que la del problema
de la segunda, al grado que amerita un nivel de clasificación diferente.
De nuevo, el desarrollo del concepto del superyó derivó en muchos beneficios clínicos. La
terapia fue mucho más allá el intento de simplemente volver consciente lo insconsciente del paciente;
el terapeuta podía ver la tarea terapéutica como relacionada con la modificación del superyó del cliente.
Un objetivo terapeutica común, especialmente en toda la primera mitad del siglo XX, cuando los
adultos de las clases media y media-superior por lo general fueron criados de maneras que generaron
superyós inapropiadamente severos, era ayudar a que el paciente revalorara sus estándares morales
demasiado exigentes (p.e., rigideces antisexuales o castigos internos por pensamientos, sentimientos y
fantasías que eran universales). Como movimiento el psicoanálisis—y específicamente Freud—fue
enfáticamente no hedonista, pero la modificación de los superegos de una severidad inhumana era una
de sus metas comunes. En la práctica, esto a menudo fomentó en los pacientes comportamientos más
éticos en lugar de comportamientos menos éticos, ya que en su comportamiento las personas con
superegos que censuran fuertemente a menudo los desafían, especialmente cuando se encuentran en
estados de embriaguez o en situaciones en las cuales el paso al acto puede justificarse. Los esfuerzos
por revelar las operaciones del ello, exponer la vida inconsciente de la persona a la luz del día, tuvieron
pocos beneficios terapéuticos si el paciente reaccionaba a tales revelaciones como descubrimientos de
evidencia de su depravación.
El logro de la psicología del yo en la descripción de los procesos que ahora se incluyen bajo el
rubro general de “defensa” tiene una relevancia central para el diagnóstico del carácter. De la misma
manera en que podemos tratar de entender a las personas en términos de la fase de desarrollo que
ejemplifica su lucha actual, podemos también organizarlos según sus maneras características de tratar
con la ansiedad. La idea de que una función primaria del yo era defender el sí mismo contra la ansiedad
derivada o bien de anhelos instintivos poderosos (el ello), experiencias inquietantes con la realidad (el
yo) o sentimientos de culpa y fantasías relacionadas (el superyó) fue desarrollada de la manera más
elegante por Anna Freud (1936) en El yo y los mecanismos de defnsa (The Ego and the Mechanisms of
Defense).
Las ideas originales de Sigmund Freud habían incluido la noción de que reacciones de ansiedad
fueron causadas por las defensas, entre las cuales se destacaba la represión (el olvido motivado). Los
sentimiento encerrados eran vistos como causantes de una tensión interna que presionaba por su
liberación, lo cual se experimentaba como la ansiedad. Cuando Freud mismo cambió su perspectiva
hacia la teoría estructural revirtió su opinión y decidió que la represión era una respuesta a la ansiedad,
y que ésta era sólo una de varias maneras en que los seres humanos tratan de evitar una sensación
insoportable de miedo irracional. Empezó a construir la psicopatología como un estado en el cual un
esfuerzo defensivo no había funcionado, y la ansiedad se experimentaba a pesar del accionamiento de
uno de los medios habituales del individuo para tratar con ella, o un estado donde el comportamiento
que cubría la ansiedad era auto-destructivo.
En los capítulos 5 y 6 trataré las defensas, tanto las que identificaron Sigmund y Anna Freud
como aquéllas señaladas por otras personas, incluyendo algunos procesos verbales y arcaicos que
originalmente reveló Melanie Klein. Este resumen aportará suficiente información de fondo para la
subsiguiente descripción de los diferentes tipos de personalidad.

La tradición de las relaciones objetuales


Mientras los psicólogos del Yo estaban trazando una comprensión teórica de los pacientes cuyos
procesos psicológicos podían explicarse a partir del modelo estructural, algunos teóricos europeos,
especialmente en Inglaterra, estaban contemplando diferentes tipos de procesos inconscientes y las
manifestaciones de éstos. Algunos teóricos, como Klein (p.e., 1932, 1957), trabajaron como niños y
con pacientes que según Freud serían tan perturbados como para no ser aptos para el análisis.* Estos
integrantes de la “Escuela Inglesa” de psicoanálisis consideraban que necesitaban otro lenguaje para
describir los procesos observados. Su trabajo fue controvertido durante muchos años, debido en parte a
las personalidades, lealtades y convicciones de las personas involucradas, y también porque es difícil
escribir de manera convincente acerca de los fenómenos primitivos inferidos. Los teóricos de las
relaciones objetuales lucharon por describir los procesos pre-verbales y pre-racionales mediante
palabras regidas por la razón. Si bien su respeto por el poder de las dinámicas inconscientes los
volvieron claramente analíticos, discrepaban con Freud sobre cuestiones centrales.
Por ejemplo W. R. D. Fairbairn (p.e., 1954) rechazaba abiertamente el biologismo de Freud y
propuso que las personas no buscan la satisfacción de sus pulsiones tanto como buscan las relaciones.
En otras palabras, un bebé no se enfoca tanto en obtener la leche de su madre como en tener la
experiencia de ser amamantado, con la sensación de calidez y apego que forma parte de esa
experiencia. Los psicoanalistas influenciados por Sandor Ferenczi (como Michal y Alice Balint, a veces
referidos como parte de la “Escuela Húngara” del psicoanálisis) estudiaron las experiencias primarias
del amor, soledad, creatividad e integridad del sí mismo, las cuales no caben fácilmente dentro de los
límites de la teoría estructural. Las personas con esta orientación no se centraban tanto en cuál pulsión
fue manejada erróneamente durante la niñez de una persona, ni cuál fase de desarrollo se navegó de
manera deficiente, ni cuáles defensas del yo habían dominado. Más bien enfatizaban cómo habían sido
los objetos principales** en el mundo del niño y cómo se habían experimentado,*** cómo estos objetos y
los aspectos experimentados de ellos se habían internalizado, y cómo sus imágenes y representaciones
internas siguieron vigentes en la vida inconsciente de los adultos. En la tradición de las relaciones
objetuales, las cuestiones edípicas tienen menos presencia que los temas de separación e individuación.
Es interesante que el trabajo de Otto Rank (p.e., 1929, 1945) presagió una parte importante del trabajo
posterior sobre las relaciones objetuales. No obstante, debido a que Rank abandonó la tendencia
dominante de la tradición analítica después de su ruptura dolorosa con Freud, muchos de sus
observaciones importantes tuvieron que ser redescubiertos.

*
En cuanto a su punto de vista sobre la potencia de la terapia analítica para efectuar cambios sustanciales, Freud era más
conservador que muchos de sus sucesores, sobre todo en su valoración de las capacidades de la terapia con personas que
sufrían enfermedades psicóticas.
*
* El término “relaciones objetales” es desaforunado, ya que el “objeto” en el lenguaje psicoanalítico por lo regular
significa “persona”. Deriva de la explicación temprana de Freud acerca de los instintos, a los cuales adscribió una fuente
(algún tipo de tensión corporal), una meta (algún tipo de satisfacción biológica) y un objeto (típicamente una persona, ya
que las pulsiones que Freud veía como centrales en la psicología de la persona eran sexuales y agresivas). Se sigue
usando esta frase a pesar de sus connotaciones mecanicistas poco atractivas, debido a este origen y también porque
existen instancias en las cuales un “objeto” de importancia para alguien es un apego a algo distinto a un ser humano
(p.e., la bandera estadounidense para un patriota; el calzado para alguien con un fetiche de pies) o que es parte de un ser
humano (el seno materno, la sonrisa del padre, la voz de la hermana, etcétera).
*
** La razón por la cual los analistas distinguen entre los objetos verdaderos y la experiencia del niño con ellos es que
los niños, especialmente infantes, pueden equivocarse en su percepción de las figuras familiares importantes de las
motivaciones de éstas, y pueden mantener una internalización de esta percepción. Por ejemplo, una niña cuyo padre se
va a la guerra cuando ella tiene 2 años de edad forzosamente lo experimentarán como habiéndola rechazado y
abandonado, y más tarde puede aferrarse internamente a la creencia de que ella no le importaba mucho. Por otra parte,
un niño puede ver a su abuela como un santo porque ella le brindó calidez, sin embargo desde una perspectiva más
realista la misma abuela puede ser una persona destructiva que actuó para hacerle competencia a su hija de una manera
que saboteó a la madre y frustró los intentos de ésta de establecer un apego afectivo con su hijo. Los objetos internos de
una persona con esta experiencia incluirán una abuela amorosa y una madre fría que lo rechaza.
El mismo trabajo de Freud no era adverso al desarrollo y elaboración de la teoría de las
relaciones objetuales. Su aprecio por la importancia de los objetos infantiles reales y experimentados se
vislumbra en su concepto de “romance familiar”, y en su reconocimiento de la diversidad que podía
haber en las etapas edípicas, dependiendo de la personalidad de los padres. También se percibe en su
énfasis creciente sobre los factores relacionales en el tratameinto. Richard Sterba, uno de los últimos
analistas que conoció bien a Freud, ha comentado (1982) sobre el grado en que la teoría de las
relaciones objetuales ha enriquecido las observaciones originales de Freud; con ello sostiene
implícitamente que esta dirección en el psicoanálisis hubiera sido bien recibido por Freud.
A mediados del siglo XX, las formulaciones de las relaciones objetuales por las escuelas inglesa
y húngaras tienen paralelos llamativos en los desarrollos de terapeutas en los Estados Unidos, quienes
se identificaban como “psicoanalistas interpersonales”. Este grupo de teóricos incluía Harry Stack
Sullivan, Erich Fromm, Karen Horney, Clara Thompson, Otto Will, Frieda Fromm-Reichmann, entre
otros. Al igual que sus colegas europeos, trataban de trabajar a partir de la psicodinámica con pacientes
con perturbaciones más severas. Sus diferencias con los analistas de las relaciones objetuales del otro
lado del Atlántico se relacionaban sobre todo con el grado en que enfatizaban la naturaleza
internalizada de las relaciones objetuales tempranas: los terapuetas estadounidense tendían a acentuar
menos las imágenes inconscientes tercamente persistentes y las facetas de éstas.
Freud se había movido hacia una teoría de tratamiento interpersonal cuando dejó de entender las
transferencias de sus pacientes como distorsiones que se podían suprimir mediante explicaciones y
empezó a considerar que aportaban el contexto emocional necesario para el sanación. “Es imposible
destruir a alguien in absentia o in effigie” (1912, p. 108). Los terapeutas actuales que se identifican
como de orientación relacional generalmente tienen la convicción de que la conexión emocional entre
el terapeuta y el cliente constituye el factor curativo más valioso. Esta convicción también es soportada
por un cuerpo considerable de trabajo empírica sobre los resultados de la psicoterapia (Strupp, 1989).
Los conceptos relacionales permiten a los terapeutas ampliar su empatía hacia el área sutil de
cómo sus clientes experimentaron las conexiones interpersonales. Los clientes pueden encontrarse en
un estado de fusión psicológica con otra persona, en el cual el sí mismo y el objeto resultan imposibles
de distinguir en términos emocionales. Pueden estar en un espacio diádico en el cual el objeto fue
sentido como a favor o en contra de ellos. O pueden ver a los demás como completamente
independientes de ellos. Los movimientos del niño del simbiosis experimentado (infancia temprana),
hacia las luchas de yo-contra-ti (2 años de edad, más o menos), y luego hacia identificaciones más
complejas (3 años y más) se volvió más importante en esta teoría que las preocupaciones orales, anales
y edípicas de estas etapas. La etapa edípica era vista como un hito del desarrollo cognitivo, no sólo del
desarrollo psicosexual, en tanto constituye un paso sustancial—una victoria sobre el egoísmo infantil—
el poder comprender que dos personas (los padres, en el paradigma clásico) pueden estarse
relacionando entre sí de una manera que tiene poco que ver con el sí mismo.
En los estados unidos, la aparición de conceptos de los teóricos europeos de las relaciones
objetales y de los interpersonalistas anunció avances sustanciales en el tratamiento porque las
psicologías de muchos clientes, especialmente aquéllos que sufren de tipos de patologías más
debilitantes, no pueden entenderse fácilmente en términos del ello, yo y superyó. En lugar de contar
con un yo integrado con una función auto-observadora, tales personas parecen tener diferentes “estados
del yo”, estados de mente en los cuales se sienten y se comportan de una manera determinada que
frecuentemente es distinta a la manera en que se sienten y se comportan en otros momentos. Cuando se
encuentran dominados por estos estados, al parecer carecen de la capacidad de pensar de manera
objetiva acerca de lo que está pasando en su interior, y pueden insistir que su experiencia emocional
actual es natural e inevitable dadas las circunstancias.
Los terapeutas que tratan de ayudar a estos pacientes difíciles aprenden que el tratamiento sale
mejor si uno puede descifrar cuál de los padres internos u otro objeto importante está siendo activado
en un momento determinado, en lugar de tratar de relacionarse con ellos como si hubiera un “sí mismo”
consistente con defensas maduras que pueden movilizarse. Entonces, la llegada del punto de vista de
las relaciones objetuales tuvo implicaciones significativas para la ampliación del alcance y la
diversidad de los tratamientos (L. Stone, 1954). Los terapuetas ahora podían estar al pendiente de las
actitudes de “introjectos”, aquéllos otros internalizados que habían influenciado al niño y persistieron
en el adulto, y de los cuales el cliente aún no había logrado una separación psicológica satisfactoria.
Dentro de esta formulación, la personalidad podía verse como patrones de conducta
razonablemente predecibles en los cuales se comporta como, o inconscientemente se conduce a otros a
comportarse como, los objetos experimentados temprano en la infancia. La “estabilidad estable” de la
personalidad limítrofe (Kernberg, 1975) se había vuelto más comprensible teóricamente y por lo tanto
era más factible tratarlo clínicamente. Con las metáforas y modelos de la teoría de las relaciones
objetuales, filtrados a través de las imágenes internas del terapeuta y sus reacciones emocionales ante
las comunicaciones del paciente, un terapeuta ahora tenía medios adicionales para entender qué sucedía
en una terapia, especialmente cuando el yo observador no era accesible. Por ejemplo, cuando un
paciente perturbado lanzaba una diatriba paranoica, el terapeuta podía darle sentido como una reacción
al hecho de que el paciente se sintió criticado injusta e incesantemente cuando era niño.
Una nueva apreciación de la contratransferencia se desarrolló en la comunidad psicoanalítica
como reflejo del conocimiento clínico acumulado de los terapeutas y su contacto con los trabajos de
teóricos relacionales en los cuales relatan sus respuestas internas a los pacientes. En los Estados
Unidos, Harold Serales se distinguió por sus representaciones honestas de las tempestades de
contratransferencia normales, como en su artículo de 1959 sobre los esfuerzos de las personas
psicóticas por enloquecer a sus terapeutas. En Gran Bretaña, D. W. Winnicott fue uno de los confesados
más valientes, como muestra su artículo de 1949, titulado “El odio en la contratransferencia”,
merecidamente famoso. Freud había considerado que las reacciones emocionales fuertes ante los
pacientes constituían evidencia de la incompletud del auto-conocimiento del analista y su incapacidad
de mantener una actitud afectivamente positiva propia de un médico ante la otra persona presente en la
estancia. En contraste gradual con esta posición atractivamente racional, los analistas que trabajaban
con clientes psicóticos y con aquéllos que hoy veríamos como limítrofe estaban descubriendo que uno
de los mejore vehículos para entender estas personas agobiadas, desorganizadas, desesperadas y
torturadas era su propia respuesta intensa por contratransferencia.
En esta línea, Heinrich Racker (1968), un analista suramericano influenciado por Klein, ofreció
las siguientes categorías, de gran valor clínico: contratransferencias concordantes y complementarias.
El primer término refiere a que el terapeuta siente (empáticamente) lo que el paciente como niño había
sentido con relación a un objeto temprano; el segundo término remite a que el terapeuta siente (no
empáticamente, desde el punto de vista del cliente) lo que el objeto había sentido hacia el niño.
Por ejemplo, una vez parecía que uno de mis pacientes no iba a ningún lado durante varias
sesiones. Noté que cada vez que mencionaba alguien, agregaba una suerte de “nota al pie” verbal a su
comentario, por ejemplo, “Marge es la secretaria del tercer piso que me acompaña a comer cada
martes”—aún si ya había hablado frecuentemente de Marge. Mencioné este hábito suyo, preguntando si
alguien en su familia no le había escuchado con mucha atención: él suponía que no me acordaba de
ninguna de las figuras importantes de su vida actual.
Enojado, se quejó. Sus padres estuvieron muy interesados en él—especialmente su madre,
ofreció. Después inició una larga defensa de su madre, durante la cual, sin darme cuenta realmente,
empecé a sentirme sumamente aburrida. De repente, me di cuenta de que no había oída una sola
palabra suya durante varios minutos. Yo estaba soñando despierta acerca de cómo presentaría ante
algunos colegas ilustres mi trabajo con este paciente como estudio de caso, y cómo mi crónica acerca
del tratamiento les iba a dar una muy buena impresión de mis habilidades. Cuando me saqué a mí
misma de esta fantasía narcista y empecé a escuchar nuevamente, me resultó fascinante oír al paciente
defender a su madre contra la acusación de no prestarle atención, mediante anécdotas acerca de cómo,
cada vez que él participaba en una obra de teatro de la primaria, el disfraz que le hacía era más
elaborado que todos los demás que hicieron las otras madres del salón, que ella ensayaba con él una y
otra vez cada palabra que tenía que decir su personaje, y que el día de la función ella se sentaba en
primera fila, desbordándose de orgullo.
En mi fantasía, me había vuelto sorprendentemente como la madre de su niñez, quien se
interesó en él principalmente para mejorar su propia reputación. Racker llamaría esto una
contratransferencia complementaria, dado que mi estado fue análogo a un estado que tuvo uno de los
objetos infantiles del paciente. Si en cambio me hubiera sentido—supuestamente como se sintió el
paciente cuando era niño—que el paciente realmente no me hacía caso pero me valoraba sobre todo por
las maneras en que yo aumentaba su autoestima (un resultado igualmente posible del ambiente
emocional que había entre nosotros) entonces mi contratransferencia hubiera sido concordante.
Este proceso de inducción inconsciente de las actitudes comparables con aquéllas que se
asimilaron temprano en la infancia puede sonar un poco místico. Pero hay maneras de ver tales
fenómenos que puede volverlos más comprensibles. Considera que durante el primer año o los
primeros dos años de la vida, la mayor parte de la comunicación entre el infante y los demás no es
verbal. Las personas que se relacionan con los bebés descifran lo que ellos necesitan sobre todo con
base en las reacciones emocionales e intuitivas. La comunicación no verbal puede ser
sorprendentemente poderosa, como puede constar cualquier persona que ha cuidado a un recién nacido,
o que ha llorado al oír una melodía, o que se ha enamorado inexplicablemente. La teoría analítica
supone que aprovechamos nuestro conocimiento de la infancia temprana en todos los ámbitos del
contacto que antecedan y trasciendan las interacciones formales, lógicas y fáciles de formular medinate
palabras. El fenómeno de proceso paralelo (Ekstein y Wallerstein, 1958) que utiliza las mismas fuentes
emocionales y pre-verbales, ha sido ampliamente documentado en la literatura clínica sobre la
supervisión.
Esta transformación de la contratransferencia de obstáculo en recurso es uno de las
contribuciones más significativos de la teoría de las relaciones objetuales (véase Ehrenberg, 1992). Con
el tiempo se ha reconocido cada vez más que la información derivada de las contratransferencias es
vital para la valoración precisa de la estructura de la personalidad. Los libros de texto sobre el
diagnóstico no han enfatizado el aprovechamiento de las respuestas emocionales del entrevistador ante
el cliente (con la excepción pionera de MacKinnon y Michels, 1971); aún hay una reticencia en el
campo para aceptar el grado en que la sensibilidad ante las reacciones de contratransferencia
“irracionales” debe influir en el diagnóstico. Es una faceta de la valoración al que he tratado de prestar
la atención merecida en estas páginas.

Auto-psicología

La teoría no sólo influye en la práctica, sino la practica influye en ella. Cuando un número suficiente de
terapeutas se enfrentan con aspectos de la psicología que parecen no ser considerados adecuadamente
por los modelos predominantes, es un buen momento para un cambio de paradigma (Kuhn, 1970;
Spence, 1987). En los años 1960, los terapeutas estaban reportando que los problemas de sus pacientes
no siempre se podían describir adecuadamente con el lenguaje de los modelos analíticos actuales en ses
entonces; esto es, las quejas principales de muchas personas que buscaban el tratamiento no podían
reducirse a un problema de gestión de los impulso instintivos y sus inhibidores (teoría de la pulsión), ni
a la operación inflexible de defensas específicas contra la ansiedad (psicología del yo), ni a la
activación de objetos internos de los cuales el paciente no se había diferenciado adecuadamente (teoría
de las relaciones objetuales). Tales procesos quizá eran inferibles, pero no constituían explicaciones
concisas ni tenían la amplitud de poder explicativa que uno esperaría de una buena teoría.
En lugar de parecer lleno de introjectos tormentosos y primitivos, como bien describe la teoría
de las relaciones objetuales, estas personas informaban que se sentían vacías—desprovistas de objetos
internos en lugar de ser agobiados por ellos. Les hacía falta una sensación de rumbo interior y valores
confiables y orientadores, y acudían a la terapia en busca de algún sentido de la vida. Superficialmente
podían parecer muy seguros de sí mismos, pero internamente realizaban una búsqueda constante de
consuelos en el sentido de que eran personas aceptables, admirables o valiosas. Incluso entre los
clientes que decían que sus problemas tenían otra fuente, se podía percibir una sensación de confusión
interior acerca del autoestima y los valores básicos.
Con su necesidad crónica de verse reflejados desde fuentes externos, estos pacientes eran vistos
por las personas de orientación analítica como esencialmente narcisos, aún cuando no cumplían con el
estereotipo de personalidad narcisa “fálica” (arrogante, vanidoso, encantador) elaborado por Reich.
Provocaban una contratransferencia que destacaba no por su intensidad, sino por el aburrimiento, la
impaciencia y la sensación imprecisa de molestia e inutilidad que surgían en el entrevistador. Las
personas que trataban a tales clientes informaban que se sentían insignificantes, invisibles, y
devaluados o sobrevaluados por éstos. No podían sentirse apreciadas como personas reales que trataban
de ayudar, sino al parecer eran vistos como fuentes reemplazables de la inflación o deflación emocional
de sus clientes.
Los trastornos de tales personas parecían centrarse en su sentimiento de quiénes era, cuáles eran
sus valores, y qué sostenía sus autoestima. A menudo decían que no sabían quiénes eran o qué
realmente les importaba, más allá de ser consolados de que ellos realmente importaban. A menudo no
parecían palpablemente “enfermos” desde un punto de vista tradicional (tenían control de sus impulsos,
fuerza del yo, estabilidad interpersonal, etcétera), pero no obstante obtenía poco placer de sus vidas y
de ser quiénes eran. Algunos terapeutas analíticos consideraban que no eran tratables, ya que ayudar a
que alguien desarrolle un sí mismo es una tarea mucho mayor que ayudar a que alguien componga o re-
oriente un sí mismo ya existente. Otros trabajaron en la búsqueda de nuevos constructos a través de los
cuales se podría concebir más eficazmente el sufrimiento de estos pacientes y entonces tratarlos con
mayor sensibilidad. Algunos trataron de hacerlo al interior de los modelos piscodinámicos existentes
(p.e., Erikson y Rollo May en la psicología del yo, Kernberg y Msterson en las relaciones objetuales);
otros se fueran hacia otra parte. Carl Rogers (1951, 1961) se salió por completo de la tradición
psicoanalítica y desarrolló una teoría y una terapia cuyo sello distintivo era la afirmación del desarrollo
del sí mismo y autoestima del cliente.
Al interior del psicoanálisis, Heinz Kohut formuló una nueva teoría del sí mismo: su desarrollo,
su posible distorsión, y su tratamiento. Enfatizó procesos como la necesidad normal de idealizar y las
implicaciones para la psicopatología adulta de crecer sin objetos que pueden ser idealizados
inicialmente, para luego ser de-idealizados de manera paulatina y no traumatizante. Las contribuciones
de Kohut (p.e., 1971, 1977, 1984) resultaron ser valiosas no sólo para quienes estaban buscando nuevas
maneras de comprender y ayudar a los clientes con problemas narcisos; además promovieron una
reorientación general hacia ver las personas en términos de auto-estructuras, auto-representaciones,
auto-imágenes, y los modos en que se establece una dependencia sobre los procesos internos de
autoestima. Una apreciación del vació y dolor de las personas que carecen de un superyó confiable
empezó a coexistir con la compasión que los analistas ya sentían por las personas cuyos superyós eran
excesivamente severos.
Fueron importantes las implicaciones diagnósticas del trabajo de Kohut, su influencia sobre
otros escritores (p.e., Alice Miller, Robert Stolorow, George Atwood, Arnold Goldberg, Sheldon Bach,
Paul y Anna Ornstien, Ernest Wolf), y el tono general que estableció para repensar cuestiones
psicológicas

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