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La fe es necesariamente “transracional”

Es cierto que la fe supera a la razón, si por tal se entiende estrictamente el poder que poseemos
de formular principios gracias a los cuales medimos las cosas y las juzgamos. Etimológicamente, además,
la palabra «razón» viene del verbo latino reri (reor, ratus), que significa «contar», «calcular», y que
encontramos más explícitamente en el sustantivo «ración», que da una idea de medida más evidente que
«razón». Está, pues, claro que las afirmaciones de la fe superan lo que nosotros podemos medir y
circunscribir por nuestra razón, incluso en su más amplio ejercicio. Así, por ejemplo, la afirmación de
que Dios es Trinidad o que la resurrección de Jesús contiene la salvación del mundo trasciende el poder
de la razón científica y filosófica. Solamente una palabra que provenga de más lejos que nuestra razón y
que sea recibida precisamente con «fe» puede desvelar el misterio íntimo de Dios o revelar el alcance
salvífico último del acontecimiento pascual.
Es preciso conceder, pues, que la fe, al superar la razón, es «transracional». Más bien hay que
alegrarse de ello, de que felizmente sea así. En efecto, copiando el célebre dicho de Pascal, «el hombre
supera infinitamente; al hombre», sólo lo que nos supera es capaz de satisfacernos, solamente lo que
supera nuestra medida es verdaderamente medida nuestra. Los griegos habían captado ya esta paradoja,
al definir al hombre como un «ser fronterizo», situado en un equilibrio inestable entre los animales y los
dioses. Los dioses son seres completos, acabados en sí mismos, en el seno de su existencia inmortal y
dichosa. A su manera, los animales también se bastan a sí mismos desde el momento en que encuentran
en sus recursos naturales y en su entorno normal el modo de dar cumplimiento a su destino. Ello no es
así para el hombre. De entrada, no está divinamente acabado en sí mismo y, por otra parte, su existencia
animal inmediata no logra satisfacerle. En tensión entre la pesantez de su animalidad y su insaciable sed
de absoluto, no le basta ser simplemente el hombre que es para ser verdaderamente humano. El hombre
sólo podrá completarse más allá de sí mismo, en una plenitud que supere el contorno natural de su
existencia. Por esto mismo, sería ilógico intimidarse por el hecho de que la fe se presente como
transracional. Más bien es ésta una condición indispensable para que la fe pueda pretender llevar al
hombre a su auténtica plenitud.
Sin embargo, no basta con que una realidad se presente como transracional para ser digna del
hombre y tener la pretensión de llevarlo a su total realización. Si no se tuviera esto en cuenta se correría
el peligro de confundir lo transracional con lo irracional. La transracionalidad es condición necesaria,
pero no suficiente, de esta auténtica desmesura que resulta ser la única medida del hombre. Por este
motivo tenemos que afirmar que, aun siendo transracional, la fe ha de ser también razonable (es decir,
digna de la razón), para ser auténticamente humana. Si no, la fe dejaría de ser apertura y superación
saludables de nuestra razón para convertirse abusivamente con la negación de la razón como tal; no
significaría ya la ampliación de la razón, sino la supresión de la misma.
Un ejemplo: la amistad
Un ejemplo tomado de la vida cotidiana nos servirá aquí de ayuda. La fe religiosa puede
compararse a la confianza humana que concedemos a otro en la experiencia de la amistad o del amor.
También el amor es transracional, afortunadamente. Sería una pobre amistad la que estuviera enteramente
controlada por la razón y se presentara como la conclusión lógica de un razonamiento apremiante o de
un cálculo riguroso: «...en consecuencia, te amo.» Es esencial al amor humano el no ser puro asunto de
lucidez, sino de inclinación, incluso de arrebato, por un movimiento que desborda el campo de sólo la
conciencia clara. Tal desbordamiento es doble en este caso. De una parte, el amor humano se alimenta
de un impulso erótico que precede a toda decisión de la conciencia e incluso se enraíza, por la libido
sexual, en los repliegues más oscuros del inconsciente. Por otra parte y en dirección inversa, el dinamismo
del amor es atraído y aspirado hacia lo alto por el misterio fascinante de la persona amada, siempre más
rico que todo querer racional. Paradoja del amor humano, que es una acción de la libertad, aunque ésta
no domina ni su origen ni su fin. Sin embargo, a pesar de ser el amor más que cuestión de clarividencia
racional, su idea no es el ser ciego o ininteligente. Desde luego, el ser amado será siempre para mí un
misterio, pero, precisamente en la medida de mi verdadero «conocimiento» del otro, descubro yo hasta
qué punto él me resulta eternamente misterioso. Al contrario, quien no conoce verdaderamente al otro
se imagina equivocadamente haberle dado la vuelta, haber penetrado en su profundidad, y a partir de ahí
manifiesta que le desconoce. El amor auténtico sólo se inclina, pues, ante el misterio impenetrable del
otro precisamente porque lo conoce de verdad. Algo similar sucede con el ignorante, que se jacta
fácilmente de saberlo todo, mientras que el sabio reconoce de buen grado su ignorancia. Ampliando esta
idea, podemos llegar a la conclusión de que el verdadero amor supera, ciertamente, el frío conocimiento
del otro, pero que, sin embargo, su verdad no se reduce por ello a un impulso disparatado. El que ama
auténticamente sabe por qué ama, aun cuando su amor supere ese saber.
Dicho en pocas palabras, el corazón tiene razones que la razón no conoce, pero, precisamente,
estas razones del corazón que trascienden el orden puramente racional de la razón son también... razones.
El mismo razonamiento vale analógicamente en lo que se refiere a la fe religiosa: para ser digna del
hombre y de su autonomía racional, ha de poseer unas razones para afirmar lo que trasciende el poder de
la simple razón y de abrirse así a la ley de una revelación o de cualquier otra forma de autoridad intelectual.
La comunicación interpersonal
Hemos tomado el ejemplo de la amistad o del amor para sugerir que, en toda relación humana
auténtica, hay, como en la fe religiosa, una mezcla de confianza transracional y de clarividencia razonable.
Pero es posible y deseable ampliar la argumentación y hacerla más universal recurriendo a un ejemplo
más trivial, a una experiencia más cotidiana: la de la comunicación ordinaria entre personas. Son
numerosos los medios que nos permiten saber lo que pasa en el otro. El más elemental y seguro consiste
en las reacciones físicas espontáneas del otro ante un estímulo externo. Si una abeja pica a nuestro vecino,
su repentino grito y su sobresalto violento resultan elocuentes e ilustrativos: siente un dolor. Este medio
de información no engaña, porque la expresión (el grito, el gesto) está automáticamente ligada a la
experiencia vivida (el dolor) que expresa. Es imposible, pues, mentir a este nivel. Pero, por otra parte, se
trata de un modo de comunicación muy limitado, en el sentido de revelarme poca cosa respecto a la
experiencia ajena profunda. Los gestos voluntarios del otro resultan más reveladores; a través de ellos
entrevemos más el universo interior de la persona. Aunque este lenguaje gestual (ojeadas, sonrisas, roces)
sea aún muy natural, la espontaneidad que lo caracteriza está sin embargo parcialmente controlada por la
libertad. Por ello, tales gestos, más elocuentes que los puros reflejos, pueden a veces ser engañosos, pues
la relación entre lo expresado (sentimientos internos) y su expresión (mímica y actitudes) está sometido
al control de la voluntad.
Sin embargo, la comunicación interpersonal se quedaría muy pobre si se limitara a este tipo de
lenguaje gestual. Para los seres humanos, la forma de comunicación más eficaz y sutil es el lenguaje
hablado, la palabra propiamente dicha. Ahora bien, resulta fácil notar que aquí la vinculación entre el
contenido expresado y la forma que lo expresa es totalmente arbitraria y queda por ello enteramente a
merced del poder de la libertad. Si hacemos excepción de las onomatopeyas (glu-glú, toc-toc, etc.), que
por otra parte pertenecen al registro más tosco del lenguaje, las palabras significantes carecen de relación
natural con las realidades significadas: nada en la realidad de un árbol exige, por vínculo espontáneo, que
sea llamado “árbol”, o “baum”, o “tree”. Al respecto, a diferencia de lo que pasaba en el plano de los
gestos o de los reflejos, el vínculo entre el pensamiento expuesto y su expresión verbal se instaura de
forma completamente arbitraria por el lenguaje humano, lo que tiene como consecuencia que el individuo
que habla puede ser enteramente dueño de su libre comunicación de sí en la palabra. Debido a su ligereza
infinitamente sutil, el lenguaje hablado hace posible los intercambios de experiencias y de ideas que
ningún otro medio de expresión podría traducir, pero por otra parte le permite también las peores
mentiras, puesto que nuestro interlocutor no puede comprobar desde el exterior la trabazón que instaura
el hablante entre el pensamiento íntimo y las palabras proferidas externamente. Por esto, en el hombre -
aquí viene la idea que queríamos expresar- el lenguaje más revelador, el de la palabra, adquiere siempre la
forma de un testimonio, es decir, de una afirmación que, por no poder ser inmediatamente comprobada
desde el exterior, solicita de parte del oyente una cierta actitud de confianza o fe. Si me acerco a uno de
mis alumnos por detrás y le pincho con una aguja en el brazo, su brusca reacción no puede engañarme y
me informa automáticamente de su dolor, sin exigir de mi parte el mínimo acto de fe, ni ninguna
comprobación. Si, al contrario, a ese mismo alumno le pregunto qué opina de mis clases y me contesta:
«Señor profesor, usted es el más genial de los maestros», la duda se insinúa en seguida en mi espíritu: lo
que acaba de decirme, ¿corresponde verdaderamente a su pensamiento íntimo? A menos de creer a este
alumno sólo por la palabra, me veré obligado a proceder a una comprobación. ¿Y qué decir en el caso de
que alguien empiece a hacernos confidencias totalmente personales de su vida íntima? En lo esencial, no
podemos más que «creer» en su «testimonio», en la «revelación» que nos está haciendo de sí mismo y que
somos incapaces de controlar perfectamente desde el exterior.
Toda comunicación auténticamente humana viene a ser en definitiva transracional; es decir,
escapa a una comprobación exterior exhaustiva. Tengo que «creer» en el «testimonio» del otro. Y en
general ello tiene que alegrarnos. Nuestro conocimiento de los otros y del mundo sería en verdad raquítico
si tuviéramos que limitarnos a sólo los datos conocidos en virtud de poderlos circunscribir en función de
los recursos propios a cada uno de nosotros. Sin embargo, la confianza que otorgamos a los demás no
ha de ser una confianza ciega y, si tengo razones para pensar que el otro puede engañarse o engañarme,
es preciso hacer alguna comprobación, en lo que me sea posible desde el exterior, procediendo, por
ejemplo, a comparar la información con otras fuentes. Así, toda «revelación» interpersonal pide una
actitud de «fe» transracional en un «testimonio», pero, al propio tiempo, para ser digna de nuestra razón
tanto como de la libertad del otro, tal «confianza» ha de ser iluminada y, con el apoyo en unas «razones
para creer», resultar por ello razonable.
Palabra de Dios, revelación y fe
¿Por qué no sucedería lo mismo, analógicamente, en el plano de la fe religiosa? Algunos espíritus
se admiran de que se requiera un acto de fe en una materia que afecta de modo vital al destino del hombre
y del mundo. Ahora bien, en último término sólo lo que es existencialmente insignificante resulta
perfectamente comprobable por la razón (como un contacto físico elemental o una proposición
matemática). A partir del momento en que entramos en el campo altamente significante de la
comunicación existencial entre las personas, una cierta confianza en la palabra reveladora del otro ha de
entrar en juego, si quiero acceder a este tipo de información. ¿Qué decir entonces si es Dios quien hablara?
Si la palabra que da testimonio de él en la historia no es sólo palabra de hombre, sino la palabra de la
persona absoluta, infinitamente más misteriosa e insondable que una persona humana, ¿cómo asombrarse
de que sea preciso «creer» para recibir este «testimonio» incomparable y enriquecer la propia inteligencia
con esta «verdad revelada»? Si la religión tiene sentido, no puede más que apoyarse sobre una fe
transracional, porque este carácter transracional no es precisamente indicio de su indigencia, sino más
bien de su verdad. Sin embargo, la fe en una revelación religiosa debe al propio tiempo estar iluminada y
ser razonable, al igual que debemos contar con razones para confiar en alguien y juzgamos a veces
preferible comprobar sus manifestaciones, hasta el punto en que nos sea posible. Ciertamente, si Dios
existe y si nos «habla» en la historia, no podría ni engañarse ni engañarnos, si no no sería verdaderamente
Dios. Pero sucede que Dios no nos «habla» inmediatamente y que su misma existencia no nos resulta
evidente. Como veremos, son unos signos complejos los que nos demuestran su existencia, y unos
testimonios humanos, a veces muy elaborados, los que pretenden que Él nos habla en la historia. Para
ser digno de la inteligencia humana, todo esto pide comprobaciones, siempre que las mismas sean
posibles. No puedo, desde luego, controlar desde el interior la palabra de Dios que se abre a mí
libremente, pero tengo que contar con razones para pensar que en tal acontecimiento Dios me ha
comunicado el misterio impenetrable de su vida más íntima.
André Leonard

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