Está en la página 1de 11

Acceso limitado o sociedad abierta?

Lo que nos caracteriza como sociedad es la naturaleza de nuestras relaciones sociales.


Siempre conocemos a alguien que conoce a alguien que nos puede hacer un favor,
prestarnos un servicio o apoyar a alguien recomendado. Ello influye en el funcionamiento
de gobierno, justicia, política o economía, pero nos aleja de un funcionamiento democrático,
en que los ciudadanos no solo nos percibamos como iguales, sino que nos comportamos
como tales.

Siempre buscamos que se valoricen nuestros atributos sociales y familiares, para obtener
alguna ventaja tan simple como no hacer una cola u obedecer una orden de tránsito.
Cuando no se nos reconoce nuestro estatus o jerarquía, lo usual es amenazar, con el
célebre “no sabes con quién te has metido”. El problema básico de este funcionamiento es
que las redes de influencia que tenemos no dependen de que seamos gordos o flacas,
trigueños o indígenas, altas o bajos, diestras en alguna actividad o profesión, sino del tipo
de red social de la que hacemos parte. Si estamos en una red de personas que tienen
atributos familiares, económicos, políticos o culturales valorizados socialmente, podemos
llegar con mayor facilidad a quienes toman decisiones. Si no, nuestra influencia disminuye.
El conflicto entre personas es finalmente una entre las redes de influencias que uno mueve,
respecto a las que moviliza el contrario. Cuando la asimetría es muy grande, el recurso a la
violencia, puede ser el desenlace.

Las relaciones personales, el quien es uno y a quién conozco, son la base de la


organización social y constituyen la arena de interacción entre individuos en las sociedades
que denomina de acceso limitado, el economista y premio Nobel, Douglas North. Sus
rasgos distintivos son el crecimiento económico lento y volátil, funcionamiento político con
limitado respaldo de los gobernados, desarrollo reducido de organizaciones sociales y el
sentimiento generalizado de que no todos los ciudadanos son iguales. Contrasta estas con
aquellas modernas de acceso abierto, que tienen un proceso de desarrollo económico y
político concomitante, dinámicas sociedades civiles, gobiernos grandes, pero
descentralizados y relaciones sociales impersonales y anónimas.

Estas reflexiones vienen hoy al punto, cuando el país enfrenta este doble desafío de cómo
encarar desarrollo económico y político, que se centra hoy, en el debate sobre la reforma
de la justicia. Nuevamente acudimos a los atajos, sin una visión de largo plazo. North señala
que la experiencia histórica demuestra que pasar de sociedades de acceso limitado a
sociedades abiertas toma generalmente cincuenta años. Si ello es cierto, qué lejos
estamos; ni siquiera hemos encontrado la ruta.

Aunque el modelo populista como tal tiene sus orígenes en Rusia y Estados Unidos en el siglo
XIX, es en América Latina donde el neopopulismo encuentra una permanencia más
prolongada con el binomio “populismo de la calle” pero también “populismo en el poder”.

El neopopulismo es un término empleado para designar al resurgimiento de la corriente populista en Latinoamérica, tras las
dictaduras de la década de los 80 en la región. La ciencia política lo define como "el conjunto de ideas que a veces pueden
parecer doctrina, en el cual se afirma tener como objetivo primordial la defensa del pueblo, indicando como tal a la
población menos favorecida, dentro del entramado socioeconómico y político."
El nuevo-viejo mundo
En nuestro nuevo mundo americano, los españoles, nuestros antepasados étnicos o
culturales, trajeron sus leyes, su religión, sus instituciones y su forma de entender las
relaciones económicas y políticas entre la sociedad y el Estado.

Si en la historia ha habido un enérgico cambio de régimen –como ahora se dice–, fue el


efectuado cuando Europa, inesperadamente, descubrió y colonizó unas tierras
insospechadas, orillando enérgicamente a los pueblos aborígenes.

Este no es el lugar para analizar en detalle cómo fue ese universo que construyeron los
europeos, especialmente nuestros antepasados españoles, pero no es descaminado
afirmar que:

 En lo social, se trataba de una estructura estratificada en la que importaba mucho más


el origen que el mérito. El acceso a los cargos públicos, a las distinciones, a los estudios,
a las exenciones fiscales, incluso el derecho a utilizar cierto tipo de vestimentas,
dependían de la casta o la raza a la que se pertenecía.
 En lo económico, imperaba una suerte de mercantilismo proteccionista dirigido desde
la cúspide y encaminado a favorecer y enriquecer a la Corte y a los cortesanos allegados
al poder.
 En lo político y en lo jurídico, mientras tanto, se trataba de una maquinaria vertical
ordenada desde Sevilla, Valladolid o Madrid, en cuyo vértice comparecía un distante
rey español.

De alguna manera, España continuó haciendo en América lo mismo que llevó a cabo en la
propia Península durante la Reconquista contra los moros y el Islam, y en Canarias cuando
se apoderó de esas islas vecinas a África.

Vale la pena recordar estos aspectos históricos porque el neopopulismo que hoy nos
proponen como expresión de la modernidad tiene un enorme parecido con aquel antiguo
régimen colonial que fue desplazado por nuestras repúblicas.

 Hoy la jerarquía no se establece por la limpieza de sangre o la nobleza hereditaria, sino


por el partido político o la ideología que se defienden con devoción fanática.
 Hoy también se invocan las supuestas virtudes del proteccionismo, en lugar del
comercio libre, y se enriquece a los empresarios cercanos al poder, los cortesanos,
generalmente dispuestos a hacerles favores a los que mandan, repitiendo una conducta
propia del mercantilismo.
 Por otra parte, las reglas que se aplican en el espacio neopopulista, como sucedía en
la América colonial, han sido concebidas muy lejos de donde se aplican. No son hechas
libremente y a la medida para unos problemas específicos, sino pret-a-porter (listo para
llevar), de acuerdo con ideologías trasnochadas.

Hoy no hay reyes, pero hay caudillos que se creen predestinados, insustituibles y
omnisapientes, incapaces de buscar consenso y de someterse a la autoridad de las normas,
mientras acaparan las prerrogativas de los otros poderes del Estado. Es como si los
fantasmas de la época colonial hubieran encarnado de nuevo, y hubieran regresado para
gobernarnos con otro lenguaje, disfrazados de modernidad, pero con la misma mentalidad
reaccionaria que, al menos teóricamente, fue sustituida por los revolucionarios liberales del
siglo XIX, hijos todos de la previa Ilustración que liquidó al ancien régime.
Es como si estuviéramos frente a un estado zombi. Un modelo de estado muerto que ha
vuelto del más allá para imponernos ideas antiguas, supuestamente liquidadas,
desmentidas por la realidad, pero que vuelven como en una pesadilla circular.

Douglass North
Asomémonos a este fenómeno de los estados zombies desde otra perspectiva.

Veámoslo recurriendo a la mirada de uno de los gigantes del pensamiento económico del
siglo XX, el norteamericano Douglass North, que hoy tiene la friolera de 95 años, quien
obtuvo en 1993 el Premio Nobel de Economía junto a su compatriota Robert W. Fogel por
sus estudios sobre las relaciones de causalidad entre las instituciones y el desarrollo.

En el año 2009, junto a otros dos colegas, North publicó una obra importantísima en
Cambridge University Press: Violence and Social Orders: a Conceptual Framework for
Interpreting Recorded Human History. En ese ensayo, los autores establecen muy
persuasivamente la hipótesis de que, a lo largo de la evolución de la especie humana, sólo
ha habido tres etapas o tres modelos básicos de organización:
 Primero, un larguísimo periodo, acaso de millones de años, en el que nuestros
antepasados fueron cazadores y recolectores. De aquella época sólo quedan algunos
vestigios en la selva amazónica, en ciertas islas del pacífico y en algunos rincones de
África.
 Una segunda etapa, aparecida hace apenas unos diez mil años, cuando se produjeron
los asentamientos agrícolas, y cobró vida un tipo de sociedad al que ellos llaman
de acceso limitado que subsiste hasta nuestros días. La mayor parte del planeta
actual todavía vive dentro de ese esquema, que de hecho es, aunque no de derecho,
el que subsiste en América Latina.
 Y, tercero, un fenómeno relativamente reciente, surgido a partir del fines del siglo XVIII,
pero más claramente en el XIX, que son las sociedades de acceso abierto, hoy
presentes, de manera creciente, en una veintena de países, precisamente los más
desarrollados y felices del planeta.

Definamos para entendernos:

Las sociedades de acceso limitado son aquellas gobernadas por unas élites que, en gran
medida, controlan la autoridad y se reparten las rentas, se asignan privilegios y dirigen a
las personas. En ellas, el poder y las clases dominantes se refuerzan mutuamente.
Las sociedades de acceso abierto, por el contrario, están gobernadas por la
competencia, reguladas por el peso y funcionamiento de instituciones imparciales, y en ellas
prima el ideal de la meritocracia.
En las sociedades de acceso abierto, la competencia opera no sólo en el terreno
económico, guiada por el mercado, sino también en el político, pues son esencialmente
democráticas y las élites de poder circulan, cambian y se reemplazan periódicamente de
acuerdo con unas reglas que no suelen sufrir variaciones con frecuencia.
Curiosamente, las sociedades de acceso abierto, que encarnan en el ideal republicano, no
surgieron por diseño de sus iniciadores, los norteamericanos, sino como una consecuencia
imprevista de la revolución independentista que estalló en 1776 contra Inglaterra.

El objetivo de aquel movimiento político, que germinó en Estados Unidos, la primera


república moderna, era terminar con los lazos que unían a las trece colonias con la corona
británica, debido a los múltiples agravios infligidos a "los americanos", especialmente en el
terreno de las imposiciones fiscales.

Ciudadanos
Al romper con la metrópolis, las trece colonias se quedaron, súbitamente, sin soberano,
pero les dieron vida a quienes lo sustituirían: los ciudadanos.
Por definición, ese sujeto histórico, el ciudadano, debía proclamar, y así lo hizo, que todas
las criaturas eran iguales ante la ley. Ello significaba que se rechazaba el régimen de
privilegios hasta entonces utilizado.

La única jerarquía posible era la que emanara de los méritos personales. Se afianzaba la
meritocracia, al menos como ideal.

Democracia representativa
Los ciudadanos, además, podían y debían tomar decisiones colectivas para ejercer la
soberanía. La revolución americana había desplazado el eje del poder, arrebatándoselo al
monarca y a la Corte. ¿Cómo lo harían?

Lo harían mediante la democracia, un método concebido para tomar decisiones colectivas


basado en la aritmética, pero siempre que esas decisiones se ajustaran a la Constitución y
a los derechos individuales.

Lo harían mediante la regla de la mayoría, es decir, por procedimientos democráticos, pero


delegando en representantes escogidos para esa labor, porque desconfiaban de la
tumultuosa democracia asamblearia. Ésa era la esencia de la democracia representativa.

Es verdad que, en el principio, sólo votaban los varones blancos, mayores de edad,
educados y propietarios, pero ese universo restringido de electores se fue ampliando
paulatinamente.

Primero se sumaron los otros varones blancos adultos, fueran o no propietarios y educados.
Luego de una guerra feroz, le llegó su turno a la población negra. Por último, tras las
campañas de las sufragistas, y por la influencia del mundo anglosajón, comenzaron a poder
votar todas las mujeres adultas.

Las primeras que lo hicieron fue en Nueva Zelanda, en 1893, entonces una dependencia
colonial de Londres. Finalmente, Estados Unidos aprobó el voto femenino en 1920.

Constitucionalismo
Naturalmente, en las repúblicas latinoamericanas, todas influidas por el modelo de Estados
Unidos, las decisiones que tomaban, supuestamente, estaban limitadas por una
Constitución.

La Constitución se dedicaba a establecer límites para que los gobernantes no pudieran


atropellar los derechos individuales. Era un muro para contener el poder. Ése era su primer
objetivo: impedir los abusos de la autoridad.

En Estados Unidos, a lo largo de casi dos siglos y medio, desde su fundación, la República
sólo ha tenido una Constitución a la que se le han hecho 27 enmiendas, diez de ellas en
1789, dos años después de haberse redactado.

Existe el consenso de que la Constitución es el pacto que realmente une a los ciudadanos,
incluso en mayor medida que la historia y la lengua, por lo que se habla de "patriotismo
constitucional", lo que explica que los norteamericanos no encuentren conveniente
sustituir la ley de leyes, o retocarla excesivamente, ante cada conmoción social acaecida
en el país.

No hay duda: cambiar de Constitución con frecuencia, como solemos hacer en América
Latina, es una prueba de inestabilidad que sólo genera desconfianza.

Al fin y al cabo, la vigencia de una Constitución, como la de cualquier contrato, está en


relación directa con la voluntad de acatarla que tenga la mayoría de la sociedad.

La República, en fin, era un tipo de gobierno limitado por las leyes, que creaba instituciones
capaces de transmitir la autoridad pacífica y ordenadamente mediante elecciones
periódicas.

Ni el método democrático, ni las instituciones generadas, aseguraban que serían


seleccionados los mejores, porque esa calificación siempre era arbitraria y subjetiva, pero
sí que la participación era abierta, los resultados serían respetados, y siempre habría una
próxima oportunidad de corregir los resultados.

De ahí que en la Constitución se establecieran los conocidos check and balances, que
incluía una separación entre los poderes que ejercían los gobernantes.
Fundamentalmente, los parlamentarios hacían las reglas, el presidente las ejecutaba, y los
jueces solucionaban los inevitables conflictos que surgieran en el curso de estas acciones.
Era el triunfo de la receta del barón de Montesquieu, concebida tras las cavilaciones y
recomendaciones hechas por John Locke un siglo antes.

Era, además, muy importante que esos tres poderes fueran ejercidos por personas
diferentes. ¿Por qué? Dejemos que lo responda James Madison, el padre de la Constitución
de Estados Unidos y quien con mayor intensidad meditara sobre el tema.

Dice Madison: La acumulación de todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, en las mismas
manos, sean de una persona, de unas pocas o de muchas, y sea de modo hereditario, autoproclamado
o electivo, puede presentarse con toda justicia como la propia definición de la tiranía.
Las sociedades de acceso abierto
¿Qué sucedió en Estados Unidos a partir de 1776, o mejor, a partir de 1787, cuando se
dicta la Constitución?

Sucedió que fue surgiendo una nación racionalmente gobernada, muy hospitalaria con la
iniciativa privada y con los emprendedores, en la que a los inmigrantes les resultaba posible
incorporarse, luchar y alcanzar un modo de vida mucho mejor que el que habían dejado
atrás en la vieja Europa de la que procedían casi todos los extranjeros que se asentaron en
Estados Unidos hasta el siglo XIX.

Con el tiempo, esa experiencia comenzó a fructificar por el simple expediente de la


imitación.

En el primer cuarto del siglo XIX surgieron casi todas las repúblicas americanas, espoleadas
por el ejemplo de Estados Unidos, pero copiamos la forma y no el espíritu de lo que
acontecía en ese país.

Creímos que el secreto estaba en proclamar Constituciones parecidas a la americana,


ignorando que, sin la voluntad de respetarlas, sin la aceptación de la competencia en todos
los órdenes, sin la aparición del ciudadano y del servidor público, sin la subordinación a las
instituciones, y sin el ánimo del llamado fairplay (respeto por las reglas del juego), nuestras
nuevas naciones serían devoradas por la violencia y el caudillismo.
Pensábamos que el secreto del desarrollo y la convivencia armónica estaban en el modelo
republicano estadounidense, lo cual era cierto, pero la clave profunda estaba en pasar
de una sociedad de privilegios, como las de acceso limitado, a una sociedad de
competencia, de acceso abierto, como había desarrollado, sin proponérselo, Estados
Unidos.

Si primero fuimos nosotros los que imitamos el ejemplo de Estados Unidos, aunque lo
hiciéramos mal, poco después, en la primera mitad del siglo XIX, el país ya era un modelo
social que comenzaba a estudiarse con interés en Europa.

Eso se refleja claramente en la entusiasta obra del diplomático y aristócrata francés Alexis
de Tocqueville, De la democracia en América, publicada en París en 1835 tras un extenso
viaje por Estados Unidos. Europa, ya no podía dudarse, comenzaba a contemplar con
creciente curiosidad los resultados del experimento político y social estadounidense.
Por supuesto, había razones para ello. A fines del siglo XIX, aquellas trece colonias que un
siglo antes se independizaron de Inglaterra en condiciones poco prometedoras,
insignificantes entonces frente a Gran Bretaña, Francia, Prusia, Rusia y hasta la propia y
disminuida España, poco a poco se habían convertido en uno de los países mayores del
mundo, y en la primera economía del planeta en el terreno económico, industrial e, incluso,
militar.

Fue entonces, sin que nadie las convocara a ello, que algunas naciones europeas
decidieron imitar el modus operandi estadounidense.
Daba igual que fueran repúblicas o monarquías parlamentarias, porque lo fundamental no
era quién estaba a la cabeza del Estado sino once rasgos distintivos de las sociedades de
acceso abierto:

1. El imperio de la ley.
2. La existencia de libertades individuales.
3. El funcionamiento de las instituciones.
4. La protección de la propiedad privada.
5. La justicia independiente, cayera quien cayera.
6. El mercado abierto.
7. La democracia política.
8. La meritocracia.
9. El surgimiento de una burocracia política compuesta por servidores públicos.
10. La rendición periódica de cuentas.
11. Y la creación de un espacio social hospitalario con las iniciativas de los emprendedores.

Cuando todo eso sucedía, las sociedades prosperaban en su conjunto, y muchos


ciudadanos de cualquier origen, incluso de cuna pobre, si tenían talento y trabajaban duro
lograban acumular una notable cantidad de riquezas.

Esa atmósfera, lograda por una sociedad de acceso abierto, que hizo posible el sueño
americano, paulatinamente, por imitación, se convirtió en el sueño escandinavo, francés,
inglés, y así hasta llegar a las 20 naciones más prósperas del mundo, pero en un proceso
que, afortunadamente, no ha terminado todavía, dado que el éxito de ese modelo de
relación entre la sociedad y el Estado continúa influyendo.

El error de permanecer como sociedades de acceso limitado

En efecto, los 20 países más prósperos y felices del planeta, de acuerdo con el nada
sospechoso Índice de Desarrollo Humano que publica anualmente la ONU, son sociedades
de acceso abierto que exhiben esos once rasgos previamente mencionados.
No es una casualidad que esas sociedades, además, sean las que mejor puntuación
obtienen en Transparencia Internacional, la institución que mide el nivel de corrupción que
existe en el país.

Tampoco es fortuito que esos 20 países sean aquellos en los que resulta más fácil hacer
negocios, y en los que el Estado de Derecho funciona más adecuadamente.

Pero ¿qué sucede en esa enorme zona del planeta que todavía permanece anclada en
el modus operandi tradicional de las sociedades de acceso limitado?
En primer término, en lugar de confiar en el desenvolvimiento de las instituciones, continúan
atadas al caudillismo.

Ése es un gravísimo error.

Siguen esperando que la felicidad llegue de las manos y las decisiones de un jefe enérgico
que sabe lo que hay que hacer y cómo y cuándo debe hacerse.
Quienes siguen ciegamente a ese jefe, abdican de la función de pensar con cabeza propia
y le asignan esa responsabilidad a un líder que, generalmente, es una persona egocéntrica
afectada por el más evidente narcisismo, decidida a permanecer en el poder
indefinidamente porque está convencida de que sólo él puede y sabe gobernar.

Esos seguidores, convertidos en fanáticos, sin darse cuenta, han dejado de ser ciudadanos,
retomando el triste papel de súbditos. Han renunciado a su condición de soberanos para
retornar al viejo rol de cortesanos.

Tampoco se trata, todo hay que admitirlo, de un fenómeno único de América Latina. En la
propia nación americana, el primer presidente, George Washington, a quien hasta le
ofrecieron la Corona del nuevo país –que rechazó cortés y firmemente–, aunque pudo
elegirse para un tercer mandato, se negó a ello, inaugurando la costumbre de limitar a dos
periodos el ejercicio de la presidencia.

Pensaba Washington, y con razón, que presidir el gobierno debía ser una función temporal,
puesto que siempre se comienza a mitad de camino y se deja a mitad de camino, porque
no hay un punto de llegada. Lo esencial es la travesía.

Lo importante es el funcionamiento de las instituciones, la transmisión pacífica de la


autoridad, generar confianza en el país, no en quien accidentalmente se encuentra
colocado en la cabecera.

Si hoy, pese a todos los problemas que confronta la nación norteamericana, el 75% de las
transacciones internacionales se realizan en dólares estadounidenses, y hacia ese país
fluyen la mayor parte de las inversiones, incluida la compra masiva de bonos e instrumentos
financieros oficiales, es por la confianza que genera una maquinaria política y social
predecible, que funciona con arreglo a la ley desde hace casi dos siglos y medio.

Esa certeza hubiera sido destruida si el gobierno de leyes hubiese sido sustituido por un
gobierno de hombres iluminados.

Incluso, cuando hubo uno, Franklin Delano Roosevelt, el trigésimo segundo presidente que
pasaba por la Casa Blanca, que rompió la costumbre inaugurada por George Washington
y se hizo elegir cuatro veces, en vez de dos, otro de los poderes, el legislativo, propuso en
1947 la enmienda vigésimo segunda que limitaba a dos periodos el tiempo de servicio
público de los presidentes, medida finalmente refrendada en 1951 como parte de la
Constitución americana.

A mi juicio, y comprendo que es una opinión debatible, lo ideal es un solo periodo


presidencial, irrepetible, de 5 o 6 años, de manera que quien ocupa la jefatura del Estado
sepa que ésa es su única oportunidad de pasar a la historia como un buen gobernante, lo
que, de paso, hace menos atractiva la creación de costosas redes clientelares e impide o
limita el surgimiento de esas sanguijuelas que se enquistan en torno al palacio de gobierno
para medrar al amparo de la autoridad.
Casi nadie es capaz de medir las relaciones entre caudillismo y corrupción, pero los vínculos
son fortísimos y devastadores. Señalemos sólo cinco de una lista mucho más extensa:

 Primero. La corrupción, especialmente cuando ocurre sin el examen y castigo de


los tribunales, pudre el sistema de gobierno y transmite el mensaje de que la
democracia es una mascarada donde todo vale.
 Segundo. Encarece las actividades del sector público, lo que se traduce en un nivel más
alto de impuestos y un precio mayor para los bienes y servicios.
 Tercero. Distorsiona el sistema de competencia, debilita los fundamentos del mercado
y reduce la productividad general de una sociedad que va transformando a sus agentes
económicos en cazadores de rentas.
 Cuarto. Enseña a la sociedad que el éxito económico no es el producto del trabajo y la
perseverancia, sino de las conexiones. ¿Para qué esforzarse duramente en el estudio
y el trabajo honrado, si unas relaciones deshonestas logran beneficiar mucho más a
quienes las cultivan?
 Quinto. Es el inicio de un progresivo desmantelamiento de todo el Estado de Derecho.
Un gobernante no puede elegir cuáles leyes cumple o cuáles ignora. Quien asalta,
trafica en drogas o secuestra a mano armada, no tiene por qué sentir que es peor que
el político que se apodera de los dineros públicos, del empresario que paga una coima
(La noción de coima, en los países latinoamericanos, se emplea como sinónimo de soborno: la dádiva que se
otorga con el objetivo de obtener un favor de un funcionario o de una autoridad. Una coima, por lo tanto, es una
suma de dinero o algún objeto de valor que se entrega de modo ilegal para acceder a algún tipo de beneficio) o
del funcionario que la recibe.

Por supuesto que esos comportamientos, aunque con menos frecuencia, se dan en
cualquier sociedad, incluida la norteamericana, pero donde mejor se combaten es en las
naciones que cuentan con un poder judicial independiente, con leyes justas y códigos
penales bien pensados, con jueces bien formados y probos que no responden a otra voz
que a la de la ley, con fiscales que persiguen los delitos, caiga quien caiga, con agentes de
la ley que no se venden a los delincuentes y con sistemas penitenciarios capaces de realizar
su trabajo de castigo y rehabilitación de una manera adecuada.

Naturalmente, para que ese poder judicial independiente tenga la calidad requerida, es
indispensable contar con buenos abogados educados en excelentes facultades de
Derecho, muy bien remunerados y admirados, formados en la ley y en la ética, conscientes
de la inmensa responsabilidad que les cabe, porque sobre sus hombros descansa la salud
de la República.

No hay duda de que los tres poderes son importantísimos y totalmente interdependientes,
pero sin un poder judicial competente y universalmente respetado, el Estado de Derecho
no es capaz de resistir las tendencias destructivas presentes en toda sociedad.

Una simple anécdota puede aclarar mi afirmación.

En el año 2000 se pudo ver en Estados Unidos lo que significa tener un poder judicial
respetado e independiente. Ese fue el año en que el republicano George W. Bush derrotó
al demócrata Al Gore por 271 votos electorales frente a 266.
Al Gore había ganado en el voto general por más de medio millón de sufragios, pero la ley
norteamericana le concede la presidencia a quien obtenga más votos electorales de
acuerdo a los asignados a cada estado, y ese cómputo, aunque es raro, no siempre coincide
con la votación general del país.

En esa oportunidad, el estado de la Florida fue el decisivo y allí estaban prácticamente


empatados. Si Florida se decantaba por Bush, éste ganaba, y en el conteo de votos sólo
había obtenido 573 sufragios más que su contrincante.

La ciudadanía estaba profundamente dividida y la discusión era muy amarga. Los


demócratas, tremendamente frustrados, pidieron un recuento manual de los votos
floridanos, pero inmediatamente los republicanos interpusieron el mismo recurso en varios
estados donde habían perdido por un estrecho margen.

Estaba en juego la santidad del proceso democrático y la sociedad debatía acremente.

Los republicanos apelaron a la Corte Suprema y ésta dictaminó que se había acabado el
recuento de los votos y declaró vencedor a George W. Bush.

Lo que entonces sucedió fue tremendo: desde Al Gore hasta el último norteamericano
acataron la decisión del Tribunal Supremo y se acabó la discusión instantáneamente.
Habían hablado los jueces.

Eso pudo suceder porque el sistema judicial norteamericano, con todos sus defectos, y los
tiene, goza de la confianza general de la sociedad, lo que le confiere una inmensa fortaleza
a ese sistema de acceso abierto que hemos mencionado a lo largo de esta charla.

Quiero, para terminar, reforzar exactamente ese concepto.

El éxito de una sociedad depende, en gran medida, de la confianza que generan las
instituciones de derecho en la que los ciudadanos conviven; en su sistema económico y en
la moneda en la que realiza sus transacciones.

Cuando surge una etapa de inseguridad en el mundo, si pueden, las personas y sus ahorros
acumulados marchan inmediatamente a protegerse a países como Estados Unidos,
Inglaterra o Suiza. ¿Por qué? Porque tienen confianza en sus leyes y en sus instituciones,
seguros todos de que no habrá una acción arbitraria que los prive de sus bienes o de su
vida.

No es en el impetuoso acto revolucionario o en la acción de los caudillos sabelotodo donde


radica el triunfo de las sociedades. Es en el trabajo fecundo de las personas dentro de las
instituciones, por un tiempo muy prolongado y sin sobresaltos ni cambios de las reglas de
juego. Eso es lo que sucede en las sociedades de acceso abierto. Por eso tienen éxito.

También podría gustarte