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FENOMENOLOGÍA
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ARTE Y ARTEFACTO *1*

Marc Richir

En la parte final del diálogo que lleva este mismo nombre (267b), Platón
opone el sofista, a saber, ese que imita sin saber lo que imita, al filósofo,
es decir, a aquel que imita a ciencia cierta de lo que imita. En el libro X
de La República ya había opuesto de similar modo (cf. 596a y 602a), sólo
que esta vez en una triple oposición, al dios que hace el ser de la cama
frente al obrero que la fabrica con un cierto saber y, en un tercer térmi-
no, al pintor que imita tal o cual apariencia (phainomenon, phantasma)
que plausiblemente pueda tomar la antedicha cama. Como se sabe de
sobra, aquí es donde el padre de la filosofía va a proponer, asimismo, una
drástica reforma de las artes plásticas, literarias y musicales preconizan-
do la expulsión fuera de la ciudad de todas aquellas artes que solamen-
te producen ídolos (eidôla), por no hacer más que imitar las aparien-
cias sin preocuparse de saber lo que son, id est, por negarse a seguir el
orden de la verdad y del ser. Esta condena, al menos eso parece, vino a
contrariar de tal grado a algunos de nuestros contemporáneos que no

* Marc Richir, «Art et Artefact », Utopia 3, La question de l’art au 3 éme millénaire,


GERMS, París, 2002, pp. 62-75. Traducción y establecimiento al español: Alejandro
Arozamena.

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pudieron menos que criticarla y ello, a su vez, de una guisa muy sofista
—como si los sofistas y los artistas llegaran, de hecho, a poner en tela de
juicio el mismísimo proyecto filosófico, como si en lo sucesivo ya sólo
debiéramos contentarnos con el juego de las apariencias, no siendo la
“realidad” (o la estabilidad de la ousia) sino mera apariencia o “efecto de
sentido”, y todo por no darnos cuenta de que, así, lo único que hacemos
es participar del movimiento general de consunción simbólica en el que
hoy vivimos (es lo “posmoderno” donde algunos parecen regodearse,
ya que “todo está en todo y recíprocamente”), movimiento que ha sido
tomado, en una fatal ilusión, como una nueva era del pensamiento, del
arte y de la civilización. Asistimos, en efecto, en el curso de los últimos
cuarenta años, a una suerte de devaluación constante, correlativa a una
inflación galopante, de lo que da sentido a las palabras, a las cosas y a
las empresas humanas. Tal vez con los años se haya perdido el contacto
con todo aquello que le fue duramente conquistado a la tradición como
trabajo paciente de elaboración simbólica, trabajo que cada generación
se sentía llamada a retomar en el núcleo más vivo de su cuestión, en
una infidelidad a la letra o a las maneras de sus predecesores que, sin
embargo, suponía la mayor fidelidad al espíritu, al soplo que los había
inspirado.
Vale decir que, sin duda aún hoy, hay algo justo en la “conde-
na” platónica y que, probablemente, no lo hemos llegado a compren-
der por haberlo transpuesto sin crítica a nuestra situación. En primer
lugar, no deberíamos llevarnos a engaño sobre el objeto de la reproba-
ción platónica: las (bellas) artes de su tiempo, incluidas la literatura y la
música, que tenían un referente mitológico. Ahora bien, basta releer La
República con un poco, por muy poco que sea, de atención para darnos
cuenta de que, para Platón, los mythoi son relatos que ya habían perdido
buena parte de su sentido y, debido a ello, le parecen estar atiborrados
de inverosimilitudes, de crueldades e incoherencias y, por ser demasia-
do complicados, portadores de peligrosas ambigüedades, incluso de
perversiones del espíritu. Dicho de otro modo, toda consideración que
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sin duda hoy denominaríamos estética —nosotros estamos inconmen-


surablemente más alejados de los mitos— es puesta aparte por la princi-
pal preocupación platónica implicada en la inquietud por instituir la
filosofía y la ciudad filosófica.
Solo tardíamente, y ya muy transcurrido el siglo XVIII, penetra-
rá lo que, con toda propiedad, llamaremos la cuestión estética como
tema autónomo en el campo filosófico. Con este sentido estético y con
el sentido antropológico que hemos ido adquiriendo a lo largo de los
dos últimos siglos, podemos decir, precisamente, que si Platón aprehen-
dió bien la diferencia entre la buena mimesis (la que sabe lo que imita)
y la mala (la que no lo sabe), le faltó, no obstante, apercibir que tanto
las mitologías como sus re-explicitaciones y re-interpretaciones por
parte de artistas, poetas y músicos, proceden en realidad de una elabo-
ración y de una re-elaboración simbólicas extremadamente complejas
y que poseen su coherencia (o “lógica”) propia, justamente aquella que
Platón combatía con todo su oscuro saber (el de la institución simbóli-
ca de la filosofía que se tiende a asegurar a través de él), pretendiendo
su más radical ruptura. Aún en otros términos, la insatisfacción con la
que nos deja la obra platónica sin duda se sostiene en el hecho de no
haber elucidado la mimesis artística o, al menos, no lo suficiente como
para percibir que, a su aire, el cual no tiene por qué ser ciertamente
filosófico en el sentido platónico, los artistas saben demasiado bien
lo que imitan. Pero, hoy, podemos decir (incluso más claramente que
Aristóteles en su Poética) que se trata de una mimesis que contiene su
parte de “verdad” y que, en eso que a nosotros ya se nos aparece propia-
mente como “estética”, tan apta (si no más) como la filosofía para librar-
nos de lo humano como tal en una obra “civilizadora” (en el sentido
literal), librándonos por añadidura del múltiple aprisionamiento en las
inextricables marañas de los mithoi, en esas leyendas de dioses y héroes
cuya obra de fundación encalla en las orillas de la humanidad. El hecho
de que, en la plástica o la poesía, los dioses y héroes adquieran cada vez
más la forma humana, demuestra no, como ha querido verse demasia-

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do alegremente, un primitivo antropomorfismo (es ya esa, un poco, la


enseñanza de Platón, aunque con matices) sino su humanización al hilo
de la cual, progresivamente, acabarán desvaneciéndose hasta, quizás,
llegar a esfumarse para siempre. Magnificación no tanto de los perso-
najes míticos como del hombre mismo que, poco a poco, va tomando
figura —y una vez más, esta magnificación, es para nosotros estética, es
decir, que para nosotros procede del arte. Así, una vez cumplida, ya sólo
podía repetirse durante la Antigüedad en copias (y, hasta fechas muy
recientes, en nuestras “academias”).
Queda la otra arista de la crítica platónica que, de hecho, concier-
ne a lo que llamaremos en relación exclusiva al arte, tal y como hoy se
espera, el artefacto —así pues, no en el sentido general de “producto del
arte” (artis factum, que depende del arte en el sentido antiguo de tekné).
En efecto, en este caso y en esta relación, el artefacto no es nada más
que una imitación, no de la realidad (o de una realidad) sino de una
apariencia o de un simulacro de realidad y, en este sentido, produce una
imagen (eidôlon) que en sí misma tiene por efecto engendrar la ilusión
de realidad, es decir, sustituirla. La tecnología contemporánea propone
multitud de ejemplos, ya sea en el campo de lo serio o en el de lo lúdico
o, incluso, dado que aquí es el caso, en el campo de lo que aún bauti-
zamos como arte, debido a una confusión en la convención social y a
falta de criterios verdaderamente estéticos. De entre todos ellos, tan sólo
esgrimiremos tres, para intentar hacernos comprender como es debido.
El primero es el ordenador, que es una máquina (no mecánica,
puesto que ninguna de sus piezas está en movimiento, pero sí electro-
magnética) construida por nosotros para calcular, por ejemplo. Se trata,
así, de una máquina capaz de reproducir “mecánicamente” (es decir,
siguiendo los procedimientos algorítmicos que, nosotros una vez más,
le hemos programado) estos mismos procedimientos para todos los
datos que podemos “introyectar” en ella. Ahora bien, por una parte es
imposible conocer, al menos por medios estrictamente lógico-mate-
máticos, lo que quiere decir realmente calcular (es decir, lo que sucede
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exactamente en nuestra mente cuando calculamos o lo que pasa, por


ejemplo, a propósito de la institución de los números naturales enteros
y de la aritmética más elemental): sabemos calcular, lo hemos aprendido
de niños, pero no siempre sabemos lo que es un número; por otra parte,
cuando el cálculo es complicado, podemos facilitarnos la tarea fabri-
cando un algoritmo que represente, o también se puede decir que imite,
detallándolo y simplificándolo, el procedimiento mismo del cálculo.
De modo que será este algoritmo el que introduzcamos en la máqui-
na adaptándolo a sus restricciones y posibilidades propias para que,
asimismo, sea capaz de producir, mediante esta imitación de la imita-
ción y cuando nosotros queramos, el resultado del cálculo. La máquina
da, en consecuencia, la apariencia o la ilusión de efectuar, mucho mejor
y mucho más rápidamente que nosotros, una operación que nosotros
mismos ya no sabremos, jamás y finalmente, en qué consiste o qué es lo
que presupone, cuya imitación hemos construido, no obstante, y cuyos
resultados tan sólo seremos capaces de interpretar a partir del proyecto
que dio sentido a la fabricación de la máquina; pero, rápidamente, se
pasa de aquí a la ilusión de que todo sucede como si la máquina supie-
ra lo que nosotros mismos no sabemos —lo cual da lugar a todas las
monstruosidades más actuales del modelo cognitivo-computacional del
pensamiento y la conciencia. El caso es que, en este “como si”, reside
propiamente lo que nosotros llamaremos el efecto de artefacto, tan
común hoy, y que nos hace perder el sentido de la realidad. Como si
nuestra mente fuera reducible sin más a su soporte material (necesario,
pero no suficiente), el cerebro, y como si el cerebro fuera un ordena-
dor extremadamente complicado, como si, en fin, la máquina construi-
da por nosotros con vistas a obtener ciertos efectos precisos reflejara,
en su imitación, nuestra mente o nuestro espíritu sin falla y sin resto,
o encerrara al menos todos nuestros misterios y pudiera sustituirse
por nosotros mismos. Uno puede encontrar, esta vez en el campo de
la tekné, una suerte de ilustración, llevada hasta sus límites, de lo que
Platón combatía como sofista. Autómata que no tiene otro sentido sino

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el que nosotros le prestamos, siendo víctimas de la ilusión.


El segundo ejemplo, más próximo ya a lo que entendemos por
arte, es el de la fotografía2. Ésta produce, por mediación de un aparato,
una imagen, una instantánea que, pasando a través de la lente y fijándo-
se en la película, es manifiestamente un artefacto, una imitación de una
figura real (el “ojo” del aparato no es el ojo humano) que se da precisa-
mente cuando es mirada por nuestros ojos, y se nos da como una copia
de la realidad cuando no es más que el eidôlon (jamás veremos como el
aparato porque tenemos tiempo y movimiento, es decir, las kinestesias
de nuestro cuerpo y, en particular, de nuestros ojos). Lo que la imagen
capta mecánicamente, por decirlo de alguna manera, es la apariencia
(aquello que Platón llamaba el phainomenon o el phantasma) y somos
nosotros quienes ponemos en ella la cuasi-realidad cuando miramos la
foto. Eso no excluye, ciertamente, el arte del fotógrafo, pero este arte se
condensará en la instantánea originalidad de su mirada, en la reducción
de su cuerpo viviente-vidente a un ojo que, por su parte, estará adapta-
do al ojo artificial de su caja negra —residiendo todo el problema del
arte fotográfico en esta adaptación que requiere un largo aprendizaje
y una amplia experiencia: todo un trabajo. Pero el efecto de artefacto
se producirá cuando, en lugar de percibir la ilusión de una apariencia
(ilusión en la que, eventualmente, podemos reconocer todo el arte del
mundo), creemos percibir no una apariencia fugitiva de la realidad sino
la realidad misma sorprendida en pleno vuelo, como si el aparato perci-
biera las cosas mejor que nosotros mismos y como si pudiera sustituirse
por nosotros para zambullirse “en el corazón” de esa realidad misma
sorprendida en pleno vuelo. Por todo ello nos parece aún más claro que
el efecto de artefacto es también el efecto ilusorio de la ilusión. En efecto,
nunca sabremos de un modo demasiado preciso lo que forma parte de
la realidad y lo que es esa realidad. Tal y como lo pensaba Husserl, que

2 Cf. el notable estudio fenomenológico de E. Pontremoli, L’excès du visible, une


approche phénoménologique de la photogénie, Jérôme Millon, Coll. “Krisis”, Greno-
ble, 1996.
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meditó mucho sobre estas cuestiones, si planteamos el eidôlon como


real éste se anonada como tal y, junto a él, el objeto que miramos a su
través (la foto no es más que un ensamblaje de líneas y manchas).
El tercer ejemplo, todavía más instructivo y terriblemen-
te dominante, es el del cine (y las llamadas “artes audiovisuales”). Sin
entrar nuevamente en los detalles, puesto que sería demasiado largo, de
todo aquello que hace del producto cinematográfico un artefacto cada
vez más complicado y en el que el arte tampoco está excluido a priori,
al menos en su sentido estético (aunque muy raramente se diga, puede
verse cada vez con mayor claridad que el destino inicial del cine ha sido
reducido a la simple diversión, o sea, justamente a lo que requieren los
grandes medios financieros para las producciones de cine, investidas
por una lógica sumariamente capitalista)3, tan sólo retendremos en este
caso lo que produce el efecto de artefacto: lo que se podría nombrar
la alucinación cinematográfica que, contrariamente a la alucinación
psicopatológica donde es la “realidad” la que se vuelve alucinante, aquí
lo que alucina es la imitación de la realidad (no solamente las imáge-
nes, sino también su secuenciación, al hilo de un tiempo uniforme y de
un escenario en el que, casi siempre, es como si los personajes fueran
comprendidos en el movimiento de la vida misma). Eso autoriza a decir
que el cine, saturando al espectador sin ningún “tiempo muerto” (lo
cual se convertiría, casi inmediatamente, en aburrido), las más de las
veces es el lugar mismo de lo imaginario y a buen seguro que no se trata,
sino sólo en un segundo grado y dependiendo de la inspiración artís-
tica del realizador, del lugar de la imaginación, es decir que apenas se
trata de la “formación” (Bildung) de las “imágenes” (Bilder)4, dado que
prácticamente nunca tienen tiempo de desplegarse. La pantalla cinema-
tográfica es como una especie de perpetuo espejo de una “realidad” que

3 Cf. nuestro estudio: “Le cinéma: artefact et simulacre”, in Protée, vol. 25, nº1,
printemps 1997, Chicoutimi (Quebec), pp. 79-89.
4 Lo que retoma el término alemán de Ein-bildungs-kraft, donde, en Bildung encon-
tramos a la vez formación (Bildung) e imagen (Bild).

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nosotros, los espectadores, no tenemos, puesto que aquello que vemos


ante nuestras narices no es más que el ojo artificial de la cámara que
reanimamos mediante la intencionalidad de nuestra mirada y puesto
que no podemos estar, ni siquiera imaginarnos estar, detrás de todo
ello, es decir, allí donde supuestamente se nos va a aparecer la “reali-
dad” como si ya estuviera de antemano puesta en imágenes, saturada
por lo visual, sin que encontremos en ella horizontes de indetermina-
ciones o determinaciones solamente potenciales (Husserl) invitándonos
a actualizarlas. El efecto de simulacro, el efecto ilusorio de la ilusión
o el fascinante poder del cine reside pues, al tiempo mismo en que se
hace pasar a toda nuestra mente y, sobre todo, a nuestra imaginación
a su afuera, en el desarrollo de la proyección del film, en la ilusión que
esta temible imitación de la realidad hace confundirse con la realidad
misma. Extraña especie de sueño despierto pero “racional” que, por una
parte, se aproxima al sueño por lo mismo que el cuerpo viviente del
espectador, con sus kinestesias, se haya prácticamente reducido (efecto
de artefacto) a una mirada fija y sin cuerpo sensible y visible; y que, por
otra parte, es un sueño enteramente fijo, dispuesto de antemano y absor-
bido por la cuasi-realidad del desarrollo ininterrumpido de las imágenes
y el sonido. En este sentido, quizás no se haya señalado suficientemente,
el cine es, mediante su ordenada puesta en escena, el terreno de elección
de los fantasmas (en el sentido psicoanalítico del término), ya sea indivi-
duales y/o colectivos. Verdadera dis-tracción del espíritu, la mente y la
imaginación, estando siempre ya hecho el trabajo por el director de
escena y, como tal, teniendo que ser tomado o dejado por el espectador,
aislado dentro de su sí mismo en la sala oscura. Encadenamiento de
éste o, más bien, sujeción y servidumbre al producto, mucho peor que
la que fuera criticada en el teatro. Si un cineasta quiere ser artista y se
siente inspirado, debe arreglárselas con todo eso, jugar con las fisuras
que hay tanto en el artefacto cinematográfico que parece el más masivo,
como en todos los demás. Entre todas las producciones artísticas que
hoy en día se reclaman como arte, el cine es sin duda la que merece-
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ría la mayor de nuestras críticas platónicas. Da buena prueba, por lo


demás, de la pérdida del sentido de la realidad que afecta hoy a la socie-
dad entera, literalmente atiborrada de productos audiovisuales y más
o menos reducida a los estándares de esta industria de lo imaginario.
Y es que, tomando prestado a lo visual y a lo auditivo, sin saber nada
acerca de lo que son efectivamente, es decir, tal y como son vividos en
la corporeidad viviente (Leiblichkeit), por tanto en la afectividad e inter-
subjetividad concretas, el arte cinematográfico imita las apariencias de
una vida de la que, en sí mismo y por sí mismo, no sabe absolutamente
nada. Pero, disimulando tanto o más eficazmente que el teatro lo que
tiene de artificial, tendiendo por ello a borrar la distancia que siempre
existe en éste, puede producir, mediante el artificio ¡claro!, los mayores
efectos no estéticos sino imaginarios y afectivos en un primer grado, e
incluso aspirar y dar rienda suelta a tales efectos si no está controlado,
refrenado por una conciencia de artista.
De una manera más general, pues, definiremos el artefacto en
relación al arte como aquello que, inseparablemente dotado de medios
técnicos y tecnológicos que no aparecen hasta el siglo XX, puede, con
todos esos medios pero siempre mediante una ilusión que imita de un
modo u otro a la apariencia, producir como efecto: emociones, afectos
y, en general, estados de conciencia (por ejemplo, paz o serenidad, agita-
ción o febrilidad, identificaciones psicológicas, placeres o displaceres,
todos ellos resultados de los pathé, por tanto “patológicos” en el sentido
kantiano) en un primer grado. Así, dado que nuestra cultura es furiosa-
mente individualista, al menos en el simulacro de democracia en el que
vivimos, y es una cultura donde el individuo, sea quien sea, es el único
juez y como, además, el sentimiento estético es referido, a partir del siglo
XVIII, a la subjetividad, rápidamente van a ser confundidos el individuo
y la subjetividad, el placer de primer grado como efecto “patológico”
con el placer estético, el artefacto justamente criticado por Platón con el
arte. Víctimas de todo ello son generalmente (afortunadamente todavía
quedan algunas excepciones) no sólo la sociedad entera —y su ideología

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que periódicamente autoproclama alto y claro “la muerte del arte”—,


sino también gran número de aquellos que se piensan y autodesignan
como “artistas”. Podemos ver que, en esta furiosa búsqueda del efecto
inmediato y supuestamente original y entre otras muchas búsquedas
del mismo género en otros campos culturales (por ejemplo en la así
llamada “filosofía”), se trata más bien de una impostura que hace pensar
irresistiblemente en lo que Platón denunciaba como sofisma tanto en el
arte como en la filosofía, aunque, ciertamente, un poco demasiado a la
ligera. La cuestión, que para nosotros sigue no teniendo respuesta, es
saber si, en virtud de una profunda y quizás irremediable herida, ya no
queda nadie en nuestra sociedad y en nuestra historia para denunciar
esta impostura —como si estuviéramos congelados por la impotencia—
o si estas imposturas, hoy felizmente olvidadas, han existido siempre en
el “juego social” de las épocas pasadas (para terminar volveremos breve-
mente sobre ello). Puesto que llevamos la crítica tan lejos, nos corres-
ponde ahora intentar demostrar qué es el arte y la conciencia estética
—precisamente eso que parece haberle faltado a Platón al dejarse arras-
trar por su ímpetu. En la medida en que la tradición filosófica nos ayude
en ello, partiremos de la conciencia estética de aquel que recibe no el
producto (resultado de una poiesis), sino la obra (ergon) de arte, para
pasar enseguida al artista, que no es un “obrero” (demiurgos) dado preci-
samente que no hay modelo (de apariencia) a imitar, porque su mimesis
es otro orden.
Se desprende de los análisis de Kant en la Crítica del juicio y de
ciertos textos de Husserl5, que la conciencia estética no es solamente
conciencia de las apariciones de lo aparecido (es decir, en términos
platónicos de los phainomena de las cosas), con las tomas de posición
que las acompañan o las invisten —y que junto a las apariciones consti-

5 E. Husserl, Phantasia, Bildbewusstsein, Erinnerung, hrsg. von E. Marbach, Hus-


serliana, Bd. XXIII, Martinus Nijhoff, La Haye, 1980. Próximamente debe aparecer
una traducción francesa en Jérôme Millon. Hemos dado un anticipo traduciendo y
comentando un extracto de esta obra, dedicada a la conciencia estética, en la Revue
d’esthétique, nº 36, J.M Place, 199, pp. 9-23.
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tuyen las maneras de aparecer que, por ejemplo, pueden ser maneras
de aparecer como imagen, con un sentimiento de “cuasi-realidad” y
de encanto—, sino que consiste esencialmente en la reflexión de las
maneras de aparecer en el aparecer mismo, aun cuando las primeras
están reflejadas en el segundo y el segundo en las primeras y ello, como
Kant demostró magistralmente, sin concepto (idea preconcebida de la
obra y su función) dado de antemano. En la conciencia estética tenemos,
pues, las emociones, los afectos y en general los estados de conciencia
primarios, sólo que estarían “sobrealzados”, “transfigurados” o trans-
puestos en tanto que forman parte integrante de lo que ya no serán,
por esta reflexión sin concepto que transpone, los modos de aparecer
de un aparecer. Por consiguiente, estos no constituyen, al menos no en
tanto que efectos “patológicos”, los elementos esenciales de la concien-
cia estética. Lo que cuenta, pues, en el libre juego recíproco que vivifica
los modos de aparecer y el aparecer, es su encadenamiento armónico,
que los transfigura no en vistas de una suerte de aparecer absoluto o
infinito, ni tampoco en vistas del aparecer de tal o cual cosa o situa-
ción, sino más bien en virtud de la fenomenalización estética específica,
indiferente a la realidad o a lo imaginario de los estados de conciencia,
puesto que tiende exclusivamente hacia sí misma. Así pues, todo aquello
que depende de lo “patológico” solamente se pondrá en juego en tanto
que apertura, en esta tensión, hacia otra cosa que el “sí mismo”, en un
irreductible exceso de sentido que remite, en abismo, al propio enigma
de nuestra existencia. Y a la inversa, por el hecho de que hace rebotar las
maneras de aparecer en maneras de aparecer transpuestas como en un
especie de instancia armónica que se complejifica y se refuerza a cada
paso, este exceso de sentido, es el fenómeno mismo de la obra en el seno
de la cual actúan conjuntamente, unas en otras y de unas a otras, las
maneras de ser transpuestas. Por tanto, sólo hay obra de arte si el efecto
de artefacto, el efecto ilusorio de la ilusión, es neutralizado o anulado,
mediante la elaboración simbólica (hecha por el artista) del material de
las maneras de aparecer. Así, el sentimiento o la conciencia estética sólo

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nace en un segundo grado, en la reflexión armónica de todo aquello que


en el seno del fenómeno estético no se reduce, pues, ni a un aparecer
absoluto puesto que infinito, ni a un aparecer de cosa (en el primer caso
la obra sería puro acontecimiento-advenimiento, en el segundo no sería
más que anécdota). Y, si bien hace falta alguien para sentir el fenómeno,
ello no quiere decir que éste sea simplemente subjetivo, o al menos no
en el sentido en que generalmente se entiende esta palabra, ni tampo-
co que, si tiene que producirse en alguna parte, sea “en el ser” sin que
nosotros no seamos, a cada instante, partícipes. En términos kantianos,
lo que yo encuentro “bello” no es necesariamente, lejos está de serlo,
“lo bello”. Sostendremos, en consecuencia, que la obra no se me apare-
ce sino como “ficción” (mythos) de un acontecimiento-advenimiento
absoluto o como composición anecdótica de maneras de aparecer, y que
se fenomenaliza como fenómeno cuando pierde su estatuto de manera
de aparecer para aparecer (más acá o más allá del ser y del no ser) como
concretudes del fenómeno y nada más que fenómeno.
En toda conciencia estética, por tanto, existe una reflexión
armónica, sin pre-concepción de los modos de aparecer, que los trans-
pone en un fenómeno realmente precario y fugitivo, en el seno de lo
que llamamos parpadeo fenomenológico de la fenomenalización: ese
fenómeno inestable y parpadeante entre el surgimiento como relámpa-
go y el desvanecimiento en las tinieblas es, propiamente, la obra de arte.
A partir de ahora podemos percibir que las remisiones y los rebotes
armónicos de uno a otro de los modos de aparecer transpuestos en
concretudes de fenómeno no pueden ser ni saturados ni saturantes, que,
al contrario, dejan “días”, “vacíos” o “blancos”, discontinuidades median-
te las cuales la conciencia estética puede (sin verse jamás obligada a ello)
ponerse al trabajo, es decir, poner en obra su poder de imaginación
(Einbildungskraft) que, según Kant, es su poder de esquematización sin
concepto de las maneras de aparecer que transpone como concretudes
en el fenómeno de la obra de arte, ni ente ni no-ente. Ahí es donde se
efectúa ese extraño tipo de mimesis que hay en el arte: extraño porque,
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propiamente hablando, no hay nada (ni cosa, ni apariencia, ni estado


de conciencia ligado a una manera de aparecer) que “imitar”, o porque
esta mimesis no tiene modelo (y si lo tiene el arte se vuelve académico,
un poco más adelante volveremos sobre ello). Por lo tanto se trata, por
así decir, de una mimesis esquemática o del esquema de formación de la
obra que es activamente “re-esquematizado” desde dentro, entendién-
dose el esquema como aquello que, a través o detrás de las figuracio-
nes (como concretudes fenomenológicas) de la obra, es precisamente
lo infigurable, eso mismo que, en su dinamismo extraordinariamente
móvil y huidizo, da vida y cuerpo viviente (Leiblichkeit) a la obra. Por
ello mismo no hay obra de arte sin horizontes de indeterminación, y no
hay obra sin que, precipitándose hacia ellos, el cuerpo vivo (el Leib) del
“receptor” aporte sus kinestesias, no sus kinestesias reales que acompa-
ñan los movimientos del cuerpo real (Körper), sino sus kinestesias
como phantasia que dependen del cuerpo vivo como phantasia, de un
Phantasieleib6, no “orientado”, como si dijéramos, hacia el cuerpo real, y
constituyente de lo que tenemos por costumbre llamar “el espacio” (y “el
tiempo”) psíquicos, concretos si se quiere pero inmateriales.
¿En qué consiste, entonces, el “genio” del artista (el término es
de Kant)? Jamás podremos penetrar en esta extraordinaria alquimia
de la creación pero, al menos, podemos comprender su principio. Esta
alquimia, propiamente indescriptible (también para el propio artista),
consiste en un arduo y lento trabajo de transposición de todo lo que
produce la experiencia humana, tanto en sus peripecias como en sus
profundidades, en el registro de lo que, finalmente, se constituye como
enigma —entendiendo que el enigma puede “traducirse” en diferentes
campos, por ejemplo en lo visible, lo audible o en aquello que conforma

6 En consecuencia, hay que distinguir la phantasia, en sí misma nebulosa, oscura,


proteiforme, intermitente, discontinua, surgiendo en relámpagos (cf. Husserl, op.
cit.), de la imaginación que la transpone como imagen de algo, pero también de la
Einbildungskraft que es poder de esquematización. Para más precisiones, cf. nues-
tro obraje Phénoménologie en esquisses, Nouvelles fondations, Jérôme Millon, Coll.
“Krisis”, Grenoble, 2000.

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las intrigas simbólicas que se anudan entre los hombres, etc. Sin embar-
go, esta transposición siempre se hace con lo que la cultura (es decir, lo
que nosotros llamamos la institución simbólica7) siempre ya ha codifica-
do de estos campos —el arte nunca nace “de la nada”. Pero lo que confor-
ma la inventividad (y de ahí, la originalidad) del artista es precisamente
el hecho de que estos códigos, en aquello que tienen de determinante,
ceden bajo la presión del enigma, cuya consecución es, para el artista, su
pasión. Y, justamente por ello, se revelan por todas partes como aguje-
ros, blancos, horizontes de indeterminación, cuestiones sin respuesta
posible, silencios, insatisfacciones. Así, el proceso de creación es doble:
por una parte el artista no puede hacer nada, de un modo u otro y ello,
incluso, aunque sólo sea para sí mismo, sino “utilizando” estos códigos y
re-elaborándolos simbólicamente en vista del sentido que presiente en sí
mismo y que tiene que decir. Por otra parte, esta re-elaboración simbó-
lica sólo puede tocar su “objeto”, el enigma mismo, si en su novedad
llega a librar armónicamente el paso, en un segundo grado, a lo que se
nos va a aparecer como un decir del enigma respondiendo a su cuestión
allí donde la tradición (la institución simbólica sedimentada a lo largo
de la Historia) parecería desesperadamente silenciosa, no teniendo ya
para esta cuestión sino “expresiones” cuya vivacidad se nos ha perdido
o escamoteado para siempre. Por tanto, lo que el artista tiene que decir,
con su formación (Bildung) siempre fatalmente incumplida puesto que
se trata de una Bildung sin concepto, nunca jamás lo dirá directamente:
en su obra, el artista, no expresa ni su afectividad, ni sus afectos, ni sus
estados “subjetivos” de conciencia, sino que precisamente los transfigu-
ra en el seno de la esquematización difícilmente accesible que, con gran
trabajo, realiza la obra.
Así pues, por decirlo de alguna manera, la obra no existe más que
en su trabajo, es decir, en esta transposición alquímica. Y esta vez no

7 Para saber más precisamente qué entendemos por esto cf. por ejemplo el “Li-
minare” de nuestro obraje L’experience du penser, Jérôme Millon, Coll. “Krisis”, Gre-
noble, 1996, pp. 7-21.
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BLOQUE 2.
FENOMENOLOGÍA
AMPLIADA

se puede decir, como Platón, que el artista imita lo que no sabe: pues
el artista sabe del enigma, con su eventual singularidad, en las profun-
didades de su sensibilidad y de su conciencia propias, incluso si no lo
sabe con un saber científico o filosófico. Asimismo, de este enigma el
artista, por medio de las actividades de su Einbildungskraft (de su poder
de formación en tal o cual obra cada vez única), tan sólo llega a esque-
matizar una mimesis no especular (sin modelo), activa y sobre todo del
adentro, lo cual implica, obviamente, el abandono de todo subjetivismo
de lo que gusta o disgusta “patológicamente”. Tal y como dice el dicho:
el genio hace lo que puede y no lo que quiere (hacer lo que se quiere
depende simplemente del talento). Haciendo esto, en fin, el artista pasa
por su cuerpo real (poniéndolo en acción), pero tan sólo, justamen-
te, lo que es preciso para que venga a actuar el cuerpo de phantasia, el
Phantasieleib de la puesta en juego, extremadamente huidiza y móvil, y a
través de las indeterminaciones de su infigurabilidad, de las esquemati-
zaciones sin concepto y de las kinestesias como phantasia de este cuerpo
como phantasia en donde todo actúa, pudiendo ser sentidas pero no
figuradas, en hueco o a distancia de las figuraciones. Y este cuerpo como
phantasia es el que, radicalmente irreprensentable e infigurable, va a
venir a figurarse de una cierta manera, totalmente indirecta a pesar de
todo, pero como la pulsación misma de la vida en la obra de arte como
fenómeno —sucediendo muy a menudo que se confunde esta suerte
de figuraciones (que pueden atañer perfectamente al arte no figurati-
vo), olvidando los esquemas de fenomenalización donde actúan junto
a, precisamente, las maneras de aparecer, es decir junto a los “estados de
conciencia” psicológicos. Ningún artista digno de ese nombre expone a
la mirada de un prójimo sus estados de alma, tan poco interesantes desde
el punto de vista estético como los de cualquier otro —si lo hace cae en
ese género de impostura que es el narcisismo—, sino que todo verda-
dero artista expone al prójimo, en una especie de abandono absoluto e
inmediatamente vulnerable, algo de su Leiblichkeit que es, sin embar-
go, en sí mismo infigurable. Por eso, en principio, estas “exposiciones”,

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EL ARTE LA POLÍTICA DESPERTAR BRUMARIA
/
NO ES NO ES DE LA (Ed.)
LA POLÍTICA EL ARTE HISTORIA

siempre precarias y a retomar, están siempre buscando un cumplimien-


to imposible. El verdadero artista no muere ahogado en su éxito públi-
co (si lo hace, cosa que a veces sucede, es porque ya no hace más que
imitarse o caricaturizarse a sí mismo), pues conoce perfectamente esta
precariedad: sólo puede morir con “el arma en mano”.
Incluso comprendido de este modo, el arte no está, sin embar-
go, a salvo de lo que hemos llamado “efecto de artefacto”: se produce
cuando, yendo a parar su re-elabroración simbólica a la repetición y la
imitación de elaboraciones anteriores ya dadas, el arte se vuelve acadé-
mico. Ahora bien, la imitación de elaboraciones simbólicas ya dadas,
puesto que generalmente el “tema” o “sujeto” tratado es siempre más
o menos diferente, sólo puede serlo en sus formas que, a partir del
momento en que son liberadas por las sedimentaciones históricas,
pueden a su vez ser llamadas formas retóricas. En el arte no hay menos
retórica que en cualquier otra parte, y su característica es precisamente
pretender el efecto, que es ante todo y exclusivamente efecto inmediato,
es decir “patológico”. Si se somete a reglas retóricas ya dadas, o más bien
instituidas a través de tal o cual género artístico según tal o cual artista
verdaderamente creador, en el que la forma era todavía inseparable del
contenido, puesto que animada desde el interior mediante el trabajo de
la esquematización en vistas de ninguna otra cosa sino del fenómeno
del enigma (que es el fenómeno de la obra), el artista que se pone así a
imitar, en efecto, imita lo que no sabe y, lo que es más, cae en la exage-
ración o en la sensiblería, en lo grandilocuente o en lo banal, lo espec-
tacular o insignificante, etc., de manera tal que la retórica aparece como
uno de los primeros artefactos (en el sentido en que nosotros lo enten-
demos) que los hombres hayan fabricado. De ello da prueba el hecho
de que la retórica de las artes se difunda en la sociedad como retórica
de la afectividad, de los afectos y de los estados de conciencia: todos y
cada uno de nosotros somos conducidos, como se dice corrientemente,
a hacernos y hacer “cine”, a referir nuestra vida misma en esta retórica.
Y se habrá comprendido que esta degeneración del arte no data de ayer,
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FENOMENOLOGÍA
AMPLIADA

sino que ha sido desde siempre lo que amenaza la vida del arte desde
su interior —por no hablar de quienes, no siendo artistas, o envidiosos
de los artistas, siempre han tendido y en nuestros días mucho más que
en cualquier otro tiempo, a reducir el arte a su retórica, su sentido a
sus “efectos de sentido”. Y ello, incluso, ahora cuando la cuestión “¿por
qué sólo algunos de entre nosotros son verdaderamente artistas (y no
imitadores de mayor o menor talento jugando a la impostura o, mejor,
siendo ella quien se la juega), y no cada uno de nosotros?” sigue estando
sin responder y seguirá siendo, es preciso reconocerlo, definitivamente
incontestada. De ahí también que vaya a seguir siendo definitivamente
enigmática la diferencia que, paralelamente, hay que admitir entre el
“psitacismo inteligente” (fórmula que le debo a Patrice Loraux) y la vida
de la creación.
Rebatir esta cuestión y esta diferencia denegándolas o denuncian-
do en ellas algo así como una propensión al “aristocratismo”, en virtud de
no se sabe qué “política” o “democracia”, depende del sofisma o, mejor,
de la retórica que simplemente pretende un efecto demagógico. Pero
cuántas montañas no sería preciso levantar para demostrarlo exhaus-
tivamente, cuando, en un solo movimiento, la ideología nos conduce
tan fácilmente a la fetichización del arte y del artista. Como si, precisa-
mente, éste último fuera ¡el ultimo demiurgo que nos queda! ¡Pero qué
confusión! Nosotros, al menos, habremos intentado aquí mantener la
cabeza fría y bien sobrios los sentidos para, simplemente, mostrar (sin
hacernos por ello abogados de ningún diablo o causa). El filósofo y, más
aún, si ello fuera posible, el fenomenólogo, nada tiene que ver ni hacer
con un “pleiteador”. Tal vez sea eso lo que, un poco como el artista pero
de un modo totalmente distinto, le hace en general tan intempestivo a
ojos de los otros.

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