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Marc Richir
En la parte final del diálogo que lleva este mismo nombre (267b), Platón
opone el sofista, a saber, ese que imita sin saber lo que imita, al filósofo,
es decir, a aquel que imita a ciencia cierta de lo que imita. En el libro X
de La República ya había opuesto de similar modo (cf. 596a y 602a), sólo
que esta vez en una triple oposición, al dios que hace el ser de la cama
frente al obrero que la fabrica con un cierto saber y, en un tercer térmi-
no, al pintor que imita tal o cual apariencia (phainomenon, phantasma)
que plausiblemente pueda tomar la antedicha cama. Como se sabe de
sobra, aquí es donde el padre de la filosofía va a proponer, asimismo, una
drástica reforma de las artes plásticas, literarias y musicales preconizan-
do la expulsión fuera de la ciudad de todas aquellas artes que solamen-
te producen ídolos (eidôla), por no hacer más que imitar las aparien-
cias sin preocuparse de saber lo que son, id est, por negarse a seguir el
orden de la verdad y del ser. Esta condena, al menos eso parece, vino a
contrariar de tal grado a algunos de nuestros contemporáneos que no
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pudieron menos que criticarla y ello, a su vez, de una guisa muy sofista
—como si los sofistas y los artistas llegaran, de hecho, a poner en tela de
juicio el mismísimo proyecto filosófico, como si en lo sucesivo ya sólo
debiéramos contentarnos con el juego de las apariencias, no siendo la
“realidad” (o la estabilidad de la ousia) sino mera apariencia o “efecto de
sentido”, y todo por no darnos cuenta de que, así, lo único que hacemos
es participar del movimiento general de consunción simbólica en el que
hoy vivimos (es lo “posmoderno” donde algunos parecen regodearse,
ya que “todo está en todo y recíprocamente”), movimiento que ha sido
tomado, en una fatal ilusión, como una nueva era del pensamiento, del
arte y de la civilización. Asistimos, en efecto, en el curso de los últimos
cuarenta años, a una suerte de devaluación constante, correlativa a una
inflación galopante, de lo que da sentido a las palabras, a las cosas y a
las empresas humanas. Tal vez con los años se haya perdido el contacto
con todo aquello que le fue duramente conquistado a la tradición como
trabajo paciente de elaboración simbólica, trabajo que cada generación
se sentía llamada a retomar en el núcleo más vivo de su cuestión, en
una infidelidad a la letra o a las maneras de sus predecesores que, sin
embargo, suponía la mayor fidelidad al espíritu, al soplo que los había
inspirado.
Vale decir que, sin duda aún hoy, hay algo justo en la “conde-
na” platónica y que, probablemente, no lo hemos llegado a compren-
der por haberlo transpuesto sin crítica a nuestra situación. En primer
lugar, no deberíamos llevarnos a engaño sobre el objeto de la reproba-
ción platónica: las (bellas) artes de su tiempo, incluidas la literatura y la
música, que tenían un referente mitológico. Ahora bien, basta releer La
República con un poco, por muy poco que sea, de atención para darnos
cuenta de que, para Platón, los mythoi son relatos que ya habían perdido
buena parte de su sentido y, debido a ello, le parecen estar atiborrados
de inverosimilitudes, de crueldades e incoherencias y, por ser demasia-
do complicados, portadores de peligrosas ambigüedades, incluso de
perversiones del espíritu. Dicho de otro modo, toda consideración que
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3 Cf. nuestro estudio: “Le cinéma: artefact et simulacre”, in Protée, vol. 25, nº1,
printemps 1997, Chicoutimi (Quebec), pp. 79-89.
4 Lo que retoma el término alemán de Ein-bildungs-kraft, donde, en Bildung encon-
tramos a la vez formación (Bildung) e imagen (Bild).
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tuyen las maneras de aparecer que, por ejemplo, pueden ser maneras
de aparecer como imagen, con un sentimiento de “cuasi-realidad” y
de encanto—, sino que consiste esencialmente en la reflexión de las
maneras de aparecer en el aparecer mismo, aun cuando las primeras
están reflejadas en el segundo y el segundo en las primeras y ello, como
Kant demostró magistralmente, sin concepto (idea preconcebida de la
obra y su función) dado de antemano. En la conciencia estética tenemos,
pues, las emociones, los afectos y en general los estados de conciencia
primarios, sólo que estarían “sobrealzados”, “transfigurados” o trans-
puestos en tanto que forman parte integrante de lo que ya no serán,
por esta reflexión sin concepto que transpone, los modos de aparecer
de un aparecer. Por consiguiente, estos no constituyen, al menos no en
tanto que efectos “patológicos”, los elementos esenciales de la concien-
cia estética. Lo que cuenta, pues, en el libre juego recíproco que vivifica
los modos de aparecer y el aparecer, es su encadenamiento armónico,
que los transfigura no en vistas de una suerte de aparecer absoluto o
infinito, ni tampoco en vistas del aparecer de tal o cual cosa o situa-
ción, sino más bien en virtud de la fenomenalización estética específica,
indiferente a la realidad o a lo imaginario de los estados de conciencia,
puesto que tiende exclusivamente hacia sí misma. Así pues, todo aquello
que depende de lo “patológico” solamente se pondrá en juego en tanto
que apertura, en esta tensión, hacia otra cosa que el “sí mismo”, en un
irreductible exceso de sentido que remite, en abismo, al propio enigma
de nuestra existencia. Y a la inversa, por el hecho de que hace rebotar las
maneras de aparecer en maneras de aparecer transpuestas como en un
especie de instancia armónica que se complejifica y se refuerza a cada
paso, este exceso de sentido, es el fenómeno mismo de la obra en el seno
de la cual actúan conjuntamente, unas en otras y de unas a otras, las
maneras de ser transpuestas. Por tanto, sólo hay obra de arte si el efecto
de artefacto, el efecto ilusorio de la ilusión, es neutralizado o anulado,
mediante la elaboración simbólica (hecha por el artista) del material de
las maneras de aparecer. Así, el sentimiento o la conciencia estética sólo
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las intrigas simbólicas que se anudan entre los hombres, etc. Sin embar-
go, esta transposición siempre se hace con lo que la cultura (es decir, lo
que nosotros llamamos la institución simbólica7) siempre ya ha codifica-
do de estos campos —el arte nunca nace “de la nada”. Pero lo que confor-
ma la inventividad (y de ahí, la originalidad) del artista es precisamente
el hecho de que estos códigos, en aquello que tienen de determinante,
ceden bajo la presión del enigma, cuya consecución es, para el artista, su
pasión. Y, justamente por ello, se revelan por todas partes como aguje-
ros, blancos, horizontes de indeterminación, cuestiones sin respuesta
posible, silencios, insatisfacciones. Así, el proceso de creación es doble:
por una parte el artista no puede hacer nada, de un modo u otro y ello,
incluso, aunque sólo sea para sí mismo, sino “utilizando” estos códigos y
re-elaborándolos simbólicamente en vista del sentido que presiente en sí
mismo y que tiene que decir. Por otra parte, esta re-elaboración simbó-
lica sólo puede tocar su “objeto”, el enigma mismo, si en su novedad
llega a librar armónicamente el paso, en un segundo grado, a lo que se
nos va a aparecer como un decir del enigma respondiendo a su cuestión
allí donde la tradición (la institución simbólica sedimentada a lo largo
de la Historia) parecería desesperadamente silenciosa, no teniendo ya
para esta cuestión sino “expresiones” cuya vivacidad se nos ha perdido
o escamoteado para siempre. Por tanto, lo que el artista tiene que decir,
con su formación (Bildung) siempre fatalmente incumplida puesto que
se trata de una Bildung sin concepto, nunca jamás lo dirá directamente:
en su obra, el artista, no expresa ni su afectividad, ni sus afectos, ni sus
estados “subjetivos” de conciencia, sino que precisamente los transfigu-
ra en el seno de la esquematización difícilmente accesible que, con gran
trabajo, realiza la obra.
Así pues, por decirlo de alguna manera, la obra no existe más que
en su trabajo, es decir, en esta transposición alquímica. Y esta vez no
7 Para saber más precisamente qué entendemos por esto cf. por ejemplo el “Li-
minare” de nuestro obraje L’experience du penser, Jérôme Millon, Coll. “Krisis”, Gre-
noble, 1996, pp. 7-21.
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se puede decir, como Platón, que el artista imita lo que no sabe: pues
el artista sabe del enigma, con su eventual singularidad, en las profun-
didades de su sensibilidad y de su conciencia propias, incluso si no lo
sabe con un saber científico o filosófico. Asimismo, de este enigma el
artista, por medio de las actividades de su Einbildungskraft (de su poder
de formación en tal o cual obra cada vez única), tan sólo llega a esque-
matizar una mimesis no especular (sin modelo), activa y sobre todo del
adentro, lo cual implica, obviamente, el abandono de todo subjetivismo
de lo que gusta o disgusta “patológicamente”. Tal y como dice el dicho:
el genio hace lo que puede y no lo que quiere (hacer lo que se quiere
depende simplemente del talento). Haciendo esto, en fin, el artista pasa
por su cuerpo real (poniéndolo en acción), pero tan sólo, justamen-
te, lo que es preciso para que venga a actuar el cuerpo de phantasia, el
Phantasieleib de la puesta en juego, extremadamente huidiza y móvil, y a
través de las indeterminaciones de su infigurabilidad, de las esquemati-
zaciones sin concepto y de las kinestesias como phantasia de este cuerpo
como phantasia en donde todo actúa, pudiendo ser sentidas pero no
figuradas, en hueco o a distancia de las figuraciones. Y este cuerpo como
phantasia es el que, radicalmente irreprensentable e infigurable, va a
venir a figurarse de una cierta manera, totalmente indirecta a pesar de
todo, pero como la pulsación misma de la vida en la obra de arte como
fenómeno —sucediendo muy a menudo que se confunde esta suerte
de figuraciones (que pueden atañer perfectamente al arte no figurati-
vo), olvidando los esquemas de fenomenalización donde actúan junto
a, precisamente, las maneras de aparecer, es decir junto a los “estados de
conciencia” psicológicos. Ningún artista digno de ese nombre expone a
la mirada de un prójimo sus estados de alma, tan poco interesantes desde
el punto de vista estético como los de cualquier otro —si lo hace cae en
ese género de impostura que es el narcisismo—, sino que todo verda-
dero artista expone al prójimo, en una especie de abandono absoluto e
inmediatamente vulnerable, algo de su Leiblichkeit que es, sin embar-
go, en sí mismo infigurable. Por eso, en principio, estas “exposiciones”,
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sino que ha sido desde siempre lo que amenaza la vida del arte desde
su interior —por no hablar de quienes, no siendo artistas, o envidiosos
de los artistas, siempre han tendido y en nuestros días mucho más que
en cualquier otro tiempo, a reducir el arte a su retórica, su sentido a
sus “efectos de sentido”. Y ello, incluso, ahora cuando la cuestión “¿por
qué sólo algunos de entre nosotros son verdaderamente artistas (y no
imitadores de mayor o menor talento jugando a la impostura o, mejor,
siendo ella quien se la juega), y no cada uno de nosotros?” sigue estando
sin responder y seguirá siendo, es preciso reconocerlo, definitivamente
incontestada. De ahí también que vaya a seguir siendo definitivamente
enigmática la diferencia que, paralelamente, hay que admitir entre el
“psitacismo inteligente” (fórmula que le debo a Patrice Loraux) y la vida
de la creación.
Rebatir esta cuestión y esta diferencia denegándolas o denuncian-
do en ellas algo así como una propensión al “aristocratismo”, en virtud de
no se sabe qué “política” o “democracia”, depende del sofisma o, mejor,
de la retórica que simplemente pretende un efecto demagógico. Pero
cuántas montañas no sería preciso levantar para demostrarlo exhaus-
tivamente, cuando, en un solo movimiento, la ideología nos conduce
tan fácilmente a la fetichización del arte y del artista. Como si, precisa-
mente, éste último fuera ¡el ultimo demiurgo que nos queda! ¡Pero qué
confusión! Nosotros, al menos, habremos intentado aquí mantener la
cabeza fría y bien sobrios los sentidos para, simplemente, mostrar (sin
hacernos por ello abogados de ningún diablo o causa). El filósofo y, más
aún, si ello fuera posible, el fenomenólogo, nada tiene que ver ni hacer
con un “pleiteador”. Tal vez sea eso lo que, un poco como el artista pero
de un modo totalmente distinto, le hace en general tan intempestivo a
ojos de los otros.
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