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Carmen: la imagen musical de la “alteridad”

Andrés Moreno Mengíbar

Desde la noche de su estreno, el 3 de marzo de 1875, la nueva ópera de Georges


Bizet provocó en público y crítica una serie de reacciones que se movieron entre la
complacencia del primer acto y la frialdad y la extrañeza de los siguientes. Gracias a un
conjunto de testimonios, conocemos bien las reacciones del público a lo largo de aquella
histórica noche. Uno de los más directos es el de uno de los libretistas, Ludovic Halévy,
quien al cumplirse los treinta años del estreno y la representación número mil en París
de Carmen, publicó en 1905 en la revista Le Théâtre sus recuerdos de la primera noche:

“Buen efecto del primer acto. Aplaudida la pieza de entrada de Galli-Marié


[primera intérprete de Carmen]…Aplaudido el dúo de Micaela y Don José. Buen fin de
acto, aplausos, llamadas a escena, mucha gente en el escenario tras este acto. Bizet, rodeado
de muchas personas y muy felicitado. El segundo acto, menos feliz. Muy brillante el inicio.
Gran efecto del fragmento de entrada del Torero. A continuación, frialdad. Bizet, a partir de
este momento, se aleja cada vez más de la forma tradicional de la opéra-comique; el
público, sorprendido, desconcertado, extraviado. Menos personas alrededor de Bizet
durante el entreacto. Las felicitaciones, menos sinceras, incómodas, forzadas. La frialdad se
acentúa en el tercer acto. El público sólo aplaudió el aria de Micaela, aria de corte antiguo,
clásica. Aún menos personas en el escenario. Y tras el cuarto acto, que resultó glacial de la
primera escena a la última, casi nadie, sólo tres o cuatro fieles y sinceros amigos de Bizet.
Todos con frases tranquilizadoras en los labios, pero con tristeza en los ojos. Carmen no
había triunfado” (Stricker, 1999: 228-229).

El propio Halévy, en su diario personal, emite algunos juicios reveladores sobre


la novedosa naturaleza de la música de Bizet. Rémy Stricker ha podido reconstruir
buena parte de una serie de pasajes fundamentales que habían sido tachados por el
propio Halévy y que hacían referencia a algunas impresiones y anotaciones de los días
previos al estreno y de los inmediatamente posteriores 1. Para un escritor como él,
especializado en el mundo de la opéra-comique, resultó en principio difícil de asimilar
la música de Carmen, que para él resultaba tourmentée, compliquée. La partitura era, en
su opinión, très curieuse et très particulière y a los músicos y cantantes les resultó
bastante extraña en los primeros momentos de los ensayos, si bien conforme éstos
fueron avanzando las opiniones se volvieron del signo opuesto. Halévy reconoce que
algo similar le ocurrió al público, que en la primera noche acogió con frialdad y
sorpresa la nueva ópera, pero que en las siguientes representaciones mostró un
desbordado entusiasmo. “Comprendo al público, pero Bizet no quiso comprenderlo”,
resume de forma lapidaria el libretista y primo político del compositor.
Aún más duros fueron algunos de los juicios publicados por la crítica en los días
siguientes al estreno. En sus recuerdos de treinta años más tarde, Halévy cita un párrafo
bien significativo de una de ellas: “Carmen presenta unos caracteres tan escabrosos y
1
Stricker, 1999: 231-237.

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unas situaciones tan peligrosas que la obra puede fácilmente ser malinterpretada”.
Henry Fouquier, de Le Petit Parisien, escribía:

“El abandono de Don José por Carmen es el resultado de un capricho brutal y


sensual que choca con nuestras ideas sobre las amantes en el teatro, que además de sinceras
son también fieles […], y en el desenlace [la obra] no consigue que sea aceptada la
brutalidad salvaje, sobre todo esta violencia de los celos por una mujer despreciable”.

Achille de Lauzières, en La Patrie, insistía también sobre la inmoralidad de la


protagonista:

“La escena está cada vez más dominada por las cortesanas. Es en esta clase donde
parece que place reclutar a las heroínas de nuestros dramas, de nuestras comedias y hasta de
nuestras óperas cómicas […]. Carmen es la pupila en el más escandaloso de los sentidos
[…], la auténtica prostituta del fango y de los caminos. Los amigos de la irrefrenable
alegría española deben estar encantados. Hay andaluzas de pecho bronceado, la clase de
mujer, prefiero pensar, que sólo se encuentran en las más bajas tabernas de Sevilla o de la
adorable Granada. ¡Una plaga de estas mujeres vomitadas por el Infierno! […] La
condición patológica de esta infortunada mujer, consagrada de forma imparable e
inmisericorde a los incendios de la carne […], resulta por fortuna un caso extraño, más
apropiado para atraer la atención de los médicos que para interesar a los decentes
espectadores que acuden a la Opéra-Comique acompañados de sus esposas e hijas”.

No insistiremos más en otros comentarios del mismo tipo, prácticamente todos


volcados sobre el escándalo provocado por el personaje de Carmen. Algo así había sido
ya vaticinado por el empresario del teatro cuando libretistas y músico le presentaron el
plan de la nueva ópera. En un teatro como la Opéra-Comique, el teatro de las familias y
de las celebraciones de bodas, un argumento como el de la Carmen de Mérimée no
podía sino chocar, especialmente la muerte en escena de una mujer a manos de su
amante. El empresario de teatro pidió que, al menos, el asesinato no se produjese en
escena, algo que afortunadamente no fue respetado y que hace de esta ópera el
precedente fundamental de otras muchas del género verista.
Como se puede colegir por los breves testimonios citados, Bizet violó con su
última ópera los códigos tradicionales de la opéra-comique, un género tradicionalmente
intrascendente, de finales felices, de conflictos no problemáticos y construido a base de
una serie de personajes estereotipados y canonizados por una tradición de al menos
cincuenta años cuando Carmen subió a las tablas. “Muerte a La dama blanca”, gritó en
una ocasión Bizet al referirse a la obra más arquetípica (compuesta por Boieldieu en
1825) del género, haciendo profesión de fe de la renovación de aquel tipo de teatro
musical tan típicamente francés. No obstante, Bizet y sus libretistas eran conscientes de
la necesidad de establecer un marco referencial que pudiese ser fácilmente identificado
por el público pequeñoburgués y familiar del clásico teatro parisino, de manera que las
innovaciones radicales pudiesen ser arropadas por los estilemas más reconocibles2.
Desde el punto de vista del texto, hay toda una serie de personajes que pertenecían al
universo caracteriológico de la ópera cómica francesa, como los soldados, los
contrabandistas y sus secuaces femeninas (Frasquita y Mercedes). El perfil más
tradicional es apuntalado en la ópera con la emergencia de un personaje totalmente
nuevo, no presente en la narración de Mérimée. Micaela supone un contrapeso a la
figura de Carmen. Frente a la carencia voluntaria de raíces de la gitana, Micaela le trae a
Don José el recuerdo vivo de su tierra natal, de su pueblo. Frente al amor carnal de

2
Sobre la dimensión social de los espacios musicales del París del siglo XIX resulta imprescindible el
estudio de Johnson, 1995.

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Carmen, el amor materno y la castidad cándida de la doncella. La inocencia contra la
seducción. Los valores del terruño frente a la movilidad permanente de la gitana
delincuente. La promesa del amor familiar y estable frente a la concepción dinámica y
cambiante de pasión de Carmen. Desde la perspectiva musical, el personaje de Micaela
responde en su integridad a los convencionalismos de la ópera cómica, con su
melodismo de suave sentimentalidad, sus armonías a base de concordancias perfectas,
exentas de cromatismos y bien rematadas por acordes perfectos. En sus dos
intervenciones –el dúo con Don José en el primer acto y su aria en el tercero-, expone
ante los oyentes parisinos aquellos códigos expresivos inmediatamente reconocibles.
Junto a las intervenciones de Micaela, los fragmentos más aplaudidos en la
noche del estreno se correspondían con aquellos momentos más atados a la tradición del
género. Así, por ejemplo, todo el acto primero, estructurado a base de escenas de
conjunto (los sevillanos que pasean por las calles, los niños, los soldados, los
admiradores de las cigarreras, las propias trabajadoras de la Fábrica de Tabacos).
Incluso la irrupción en escena de Carmen se produce sobre un marco melódico y
armónico previsible, con un cambio de ritmo que no altera el clima displicente de la
escena. La primera intervención de la cigarrera fue objeto de transformaciones a lo largo
del proceso de composición y de ensayos de la ópera. Célestine Galli-Marié, que tanto
aportó por sí misma en la caracterización del personaje de Carmen, no se mostró
contenta con el fragmento de presentación escrito por Bizet inicialmente, una pieza un
tanto convencional sobre un texto anodino. Bajo su inspiración, Bizet se inspiraría en el
mundo de los cabarets parisinos del momento, en el que tanto furor causaban los ritmos
españoles y criollos, especialmente los boleros, seguidillas y habaneras. Como han
sostenido Celsa Alonso y Francisco Giménez3, la moda por el españolismo musical
francés se inicia a partir de la llegada a París del cantante y compositor sevillano
Manuel García, que en 1809 obtiene un estrepitoso éxito con su “unipersonal” El poeta
calculista, que incluye el famoso polo “Yo que soy contrabandista”. Las noticias sobre
el comportamiento de los españoles durante la Guerra de la Independencia, llevadas a
Francia por militares franceses, así como la presencia en la misma Francia de exiliados
españoles acusados de “afrancesados” (también liberales a partir de la Revolución de
1830), colaboraron en la creación de la imagen romántica, salvaje y exótica de los
españoles. En el terreno musical, compositores como el citado García, Fernando Sor,
Melchor Gomis, Trinidad Huertas, José León o Sebastián Iradier encontraron en Francia
un terreno abonado, de 1815 en adelante, para ganarse la vida a base de la publicación
de tiranas, polos, seguidillas, boleros y demás “aires españoles”. La presencia en París
de Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia desde 1853, favoreció la moda del
españolismo musical, haciendo que sonasen en todos los cafés cantantes de la capital
gala los aires hispánicos, tangos y habaneras con mayor profusión desde 1860 en
adelante.
A la hora de definir desde el punto de vista sonoro al personaje de Carmen, Bizet
recurre a la altura de 1874 a su amiga y amante Celeste Mogador, una conocida ex-
prostituta, cortesana de altos vuelos y bailarina de cabaret que había hecho de las
canciones y danzas españolas su tarjeta de visita más conocida y de la que se ha
sugerido que bien pudiera haber sido el modelo inspirador del personaje de Carmen tal y
como es definido por Bizet en su ópera. Celeste, a buen seguro, fue quien dio a conocer
a Bizet la recopilación de habaneras de Sebastián Iradier (1809-1865) y la colección de
canciones de Manuel García publicada por su hija Pauline Viardot 4 o por Paccini unos

3
Alonso, 1998: 157-192 y Giménez, 2006: 159-174. Vid. también Giménez, 2005: 1365-1380.
4
Chansons espagnoles par Manuel García pére, (1875), París, E. Gerard.

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años antes5. No se debe descartar tampoco un contacto directo de Bizet con la cantante y
compositora Pauline Viardot, hija del sevillano García, casada con el hispanista Louis
Viardot y residente en Francia, pues el maestro y protector de Bizet, Charles Gounod,
fue buen amigo de Pauline y conoció a través de ella la música más casticista de Manuel
García. No ha sido apenas explorada por los especialistas en Bizet esta vía de
acercamiento del compositor francés a la música española a través de Viardot, pues el
entorno musical de Bizet se componía de personalidades (Berlioz, por ejemplo) que
mantenían un asiduo contacto con aquella artista. Sea como fuere, la realidad es que
Bizet recurre, para la segunda y definitiva versión de la habanera del primer acto de
Carmen a una adaptación de una habanera de Sebastián Iradier titulada El arreglito.
Hace ya tiempo que Tiersot6 sostuvo también que en el preludio del último acto Bizet
utilizó el polo “Cuerpo bueno, alma divina”, extraído de la opereta El criado fingido de
Manuel García, si bien en este caso la cita no es tan literal como en el caso de la
habanera y se reduce a servir de fuente para el ritmo ternario sincopado que sirve de
acompañamiento a la melodía entonada por el oboe. El mismo Tiersot arriesgó también
la hipótesis de que la melodía del fragmento “Coupe-moi, brûle-moi” que canta Carmen
durante la escena del interrogatorio del primer acto podía proceder de una canción
popular de Ciudad Real, aunque esta línea no ha sido confirmada por los especialistas
en la música de Bizet.
Lo que hace más interesante, desde el punto de vista del hispanismo musical, a
la partitura de Carmen es la magistral creación de un “hispanismo imaginario”. Más allá
del recurso a algunas melodías preexistentes, Bizet crea su propia música de aire
español, diseña un exotismo sonoro y unos perfiles armónicos y melódicos que servirán
de identificación de lo español para las siguientes generaciones de compositores, como
Chabrier, Debussy o Ravel. Ello se ve a la perfección en la seguidilla del primer acto,
con su aire evocadoramente orientalista en la melodía cromática desplegada por la flauta
y continuada por la voz de Carmen, una seguidilla que es una completa invención de
Bizet, como lo es también toda la ambientación tipista del inicio del último acto, con el
desfile de las cuadrillas de toreros, el público en la calle, los vendedores, los pilluelos.
Hay un aire que identificamos claramente como españolista, pero sin que podamos
establecer el paralelismo con ninguna melodía conocida. Es lo que años más tarde
denominará Manuel de Falla el “folclore imaginario”.
Bizet ya tenía experiencia en materia de recrear ambientaciones sonoras de
perfiles exóticos y orientalistas. De hecho, casi todas sus óperas anteriores, siguiendo la
moda en la Francia del momento, se habían ambientado en escenarios lejanos y en
culturas diferentes a la europea. Así, por ejemplo, Los pescadores de perlas (1863), que
discurrían en Ceilán; La jolie fille de Perth (1866) narraba las peripecias de una gitana
en la Escocia del siglo XIV; y Djamileh (1871) se recrea en el Egipto islámico. Y para
otros proyectos que no llegaron a ser finalizados Bizet buscó inspiración en la Rusia de
Iván el Terrible (Ivan IV), en la España medieval (Don Rodrigue) o en la India (Rama).
No es un caso aislado el de Bizet, pues en la Francia del Tercer Imperio, inmersa en
pleno proceso colonialista, se pusieron furiosamente de moda las óperas y operetas
centradas en los más exóticos ambientes. Siguiendo lo sugerido por Pistone 7, se puede
establecer una clara yuxtaposición entre los intereses coloniales franceses y las
ambientaciones más habituales del teatro musical francés, de manera que ambas
geografías vienen a superponerse: el Norte de África y, en general, el mundo islámico y

5
Regalo lírico. Colección de Boleras, Seguidillas, Tiranas y demás canciones españolas de los mejores
autores de esta nación, (1831), París, Paccini.
6
Tiersot, 1927: 556-581.
7
Pistone, 1981: 11-22.

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el Lejano Oriente. Estamos ante un clarísimo caso de instrumentalización política de la
ópera mediante una estrategia de acercar al público de todo tipo (el de la gran ópera, el
de la ópera cómica, el de la opereta y el del cabaret) los objetivos de la política exterior
de Napoleón III, consiguiendo así el apoyo popular para los intereses económicos de la
élite capitalista del país. Con la bandera del espíritu nacional por delante y con la
invención de la “misión civilizadora” de Francia entre los pueblos subdesarrollados, en
el fondo lo que se escondía era una táctica de distracción de la opinión pública respecto
al recorte de libertades que el golpe de estado de Louis Napoleón en 1851 había
supuesto para la vida política francesa tras haber conseguido un marco democrático a
consecuencia de la revolución de 1848. Para ello, como ha demostrado Edward Said 8, el
europocentrismo somete al conocimiento de las culturas extraeuropeas a un proceso de
simplificación y de reducción que prescinde de aquellos rasgos más idiosincráticos de
las culturas ajenas y que se recrea en aquellos otros más asumibles para un europeo
medio. Es decir, se recurre a la europeización de Oriente mediante el juego de la ficción,
de la recreación poética o de los sonidos.
En el aspecto musical, el orientalismo francés, en general, y el de Bizet antes de
Carmen en particular, se limita a una serie de recursos formularios: escalas
pentatónicas, armonías modales, cromatismos, el uso de intervalos de cuarta aumentada,
de sexta y de séptima, notas pedales, ostinatos, uso de instrumentos de percusión como
el triángulo, los crótalos o los tambores9. En realidad estamos ante un tópico, ante un
conjunto de características sonoras canonizadas, que igual sirven para Andalucía,
Egipto, Bagdad o la India. Se conforma, pues, un código socio-musical, un lenguaje
aceptado y compartido por compositores, intérpretes y oyentes que concuerdan en un
determinado modo de identificar mediante los sonidos los paisajes exóticos y la galería
de personajes reconocibles por todo el mundo. Situarse dentro de los límites de estos
códigos era condición indispensable para cualquier compositor si pretendía conseguir la
aceptación de los asistentes a los teatros populares parisinos. Y la Opéra-Comique,
donde se estrenó Carmen, era uno de los más afamados coliseos de la mesocracia de la
capital.
Recordemos las impresiones recogidas por el libretista Halévy tras el estreno de
Carmen que recogíamos en las primeras líneas de este artículo. Los asistentes de aquella
histórica velada del 3 de marzo de 1875 recibieron con complacencia y júbilo la nueva
ópera justo hasta el momento en que Bizet abandona el lenguaje convencional de aquel
género y se lanza por nuevas rutas expresivas. Es decir: el público se identificó con todo
el primer acto (escenas de masas, la cándida Micaela, el tierno dueto entre ésta y Don
José, la identificable habanera, la gitana descarada pero aún no sexualmente liberada, la
huída de Carmen y al complicidad de Don José) y con parte del segundo (escena de
taberna inicial, baile de las gitanas, chanson bohemiène, aparición del torero Escamillo,
aria de la flor), justo hasta el momento en que Carmen, con un frase cortante como una
navaja, le espeta a Don José “Non! Tu ne m’aimes pas!”. Cuando el público podía
esperar una feliz reunión de los amantes y seguir ante una Carmen más o menos
simpática en su domesticado exotismo españolista, la mujer se rebela, le exige al
hombre total entrega, le echa en cara su cobardía y se puede ya entrever la imposibilidad
de reconducir el argumento hacia un desarrollo estereotipado y hacia un final feliz, tal y
como era usual en la ópera cómica francesa. La inflexión dramática se corresponde a la
perfección (y ello es, para nosotros, uno de los grandes méritos de Bizet) con el giro que
se opera en el clima musical. Con algún que otro breve destello de retorno a los
convencionalismos del exotismo musical (preludio del cuarto acto, escena de las cartas
8
Said, 2003.
9
Dahlhaus, 1989.

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entre Frasquita y Mercedes, duelo a navaja entre Don José y Escamillo), el resto de la
música de Carmen se desliza más allá de los límites de los códigos musicales del
género, con un lenguaje mucho más dramático, más libre y desgarrado, culminando en
la asombrosa escena final.
Ya desde su primera aparición en escena, Carmen es retratada musicalmente
mediante un intervalo descendente de segunda aumentada que representa el motivo de la
fatalidad. Se trata de un intervalo tradicionalmente considerado por los tratadistas
musicales como imperfecto y disonante, que debía ser evitado a toda costa. Ese motivo
recorre los momentos cruciales del argumento, como recordatorios del negro desenlace
que se avecina. Lo escuchamos en la primera aparición en escena de la cigarrera, o
cuando Carmen, en el segundo acto, se desencanta irremisiblemente de la cobardía de
Don José (“Non! Tu ne m’aimes pas!”). O cuando una y otra vez las cartas le anuncian
la inminencia de la muerte, abriendo paso a la más extraordinaria de las intervenciones
musicales de Carmen, un soliloquio sobre el inevitable destino que se mueve en una
lúgubre línea melódica de carácter fúnebre, una línea libre, no atada a estructuras
tradicionales, como un declamado melódico que era algo totalmente nuevo en el
universo formal de la ópera cómica. O, finalmente, cuando en el dueto final firma su
sentencia de muerte al decirle a Don José que ya no lo ama (“Non, je ne t’aime plus”) y
que ama a Escamillo. Era lógico que el público reaccionase inicialmente con extrañeza
y frialdad ante este lenguaje musical extraño, sombrío, estructurado a base de una
armazón armónica inusual, mediante saltos interválicos extraños nunca escuchados en el
universo alegre y desenfadado de la ópera cómica.
Carmen es, en definitiva, definida por Bizet como un ser musicalmente ajeno al
mundo pequeñoburgués, como un personaje ajeno a la sociedad francesa del momento.
El ejercicio de definición de la alteridad de Carmen desde la dimensión sonora no es, en
este sentido, más que un correlato musical del perfil con que en el libreto de la ópera se
delinea al personaje de la cigarrera sevillana. Es bien sabido que por indicación del
empresario del Teatro de la Opéra-Comique y por la propia convicción estético-moral
de los libretistas, en el trasvase de la novela de Mérimée a la ópera de Bizet se operó
una simplificación del personaje central y una poda de los perfiles caracteriológicos más
problemáticos. En la ópera desaparece, así, la Carmen que vende su cuerpo por dinero,
la hechicera, la adúltera, la instigadora del asesinato de su marido, la ladrona. El
personaje queda reducido a su mera dimensión carnal y sexual, lo que bien mirado
desde la perspectiva de la moral burguesa del momento, era aún más escandaloso. En
efecto, la Carmen de Bizet es una mujer cuyas únicas transgresiones son el contrabando
(un tópico del momento ya establecido por el mencionado polo de Manuel García) y el
libre uso de su cuerpo y de sus pasiones con aquellos hombres que en cada momento
más le atraigan. No es de extrañar la reacción de algunos de los críticos de primera hora,
espantados por la aparición en la modosa escena parisina de una fuerza sexual de tal
calibre. A crear tal impresión colaboró activamente la primera intérprete del personaje,
Célestine Galli-Marié. Su grado de implicación dramática con la personalidad de
Carmen fue tal que provocó una verdadera conmoción entre los asistentes. Era, al decir
de los testimonios contemporáneos, una verdadera fuerza de inusitada carga sensual,
algo a lo que no se estaba acostumbrado a ver sobre las tablas francesas. Hasta el punto
de que Leon Carvalho, empresario de la Opéra-Comique, prefirió prescindir de ella en
una segunda serie de representaciones. “Ha representado el papel con demasiado
realismo. Habrá que encontrar otra Carmen, una que sea más tranquila”, fue la respuesta
del empresario al libretista Halévy10.

10
Stricker, 1999: 225.

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Con todo, la reducción del personaje central de esta ópera a su dimensión de
libre usuaria de cuerpo y de sus sentimientos tampoco era algo tan crudamente nuevo en
el imaginario exotista y orientalizante de la cultura francesa del momento. Más bien, por
el contrario, no suponía sino la repetición de uno de los tópicos más reiterados por la
literatura de viajes por España desde principios del siglo XIX. En la Sevilla de los
tiempos de la Guerra de la Independencia, Lady Holland remarcaba la diferencia entre
los códigos sociales de relación entre sexos en Inglaterra, muy mediatizados por el
principio del decoro, con los habituales entre las jóvenes sevillanas 11. Es la misma
impresión que dejó para la posteridad Lord Byron tras su breve estancia sevillana y la
que dejarían tantos otros viajeros románticos 12, tan alejados de la realidad histórica
como nostálgicos de unas formas de sociabilidad (no por ello menos codificadas)
propias del Antiguo Régimen y de las sociedades rurales y que en los países de
procedencia de aquellos “curiosos impertinentes” se hallaban en claro proceso de
retroceso y de sustitución por otros códigos más urbanos y que perseguían ocultar los
cuerpos y sus pulsiones bajo una avalancha de discursos normativos y restrictivos. La
seducción (no contradictoria con el escándalo) operada desde el primer día por la
Carmen de Bizet tiene, entonces, mucho que ver con esa nostalgia imaginaria (puesto
que nacida de una construcción ficticia y no de una realidad histórica) de un pasado de
libre uso de las pasiones y de desenfrenado campo de aplicación del deseo más allá de
las ataduras de las normas sociales y de las coerciones morales. Es quizá la clave de
porqué Carmen sigue estando entre las dos o tres óperas preferidas por todos los
públicos. Porque es una llamada agónica a nuestro subconsciente irreprimible, una
llamada emitida con algunos de los sonidos y de las armonías más perturbadoras de la
tradición occidental, un retrato sonoro de esa “alteridad” que anida en todos nosotros.

Bibliografía
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canciones españolas de los mejores autores de esta nación, París, Paccini.
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DAHLHAUS, Carl (1989): Nineteenth-Century Music, Berkeley.
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españolada”, en Revista de Musicología, nº 28, pp. 1365-1380.
GIMÉNEZ, Francisco (2006): “Manuel García: El Contrabandista y la imagen exótica
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MENGÍBAR, Andrés (Eds.).
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University of California Press.
MORENO ALONSO, Manuel (2007): Las “cosas de España” en Inglaterra. Un país
ante la mirada de otro, Sevilla, Alfar.
PISTONE, Danièle (1981): “Les conditions historiques de l’exotisme musical français”,
en Revue Internationale de la Musique Française, nº 6.
ROMERO FERRER, Alberto; MORENO MENGÍBAR, Andrés (Eds.) (2006): Manuel
García: de la tonadilla escénica a la ópera española (1775-1832), Universidad
de Cádiz.
SAID, Edward W. (2003): Orientalismo, Barcelona, Nuevas Ediciones de Bolsillo.

11
Moreno, 2007: 83-102.
12
Una buena antología de este tipo de testimonios se puede encontrar en Solé, 2007: 151-216.

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SOLÉ, José María (2007): La tierra del breve pie. Los viajeros contemplan a la mujer
española, Madrid, Veintisieteletras.
STRICKER, Rémy (1999): Georges Bizet, Gallimard.
TIERSOT, Julien (1927): “Bizet and the Spanish Music”, en Musical Quaterly, nº 13.

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