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SALVADOR DALÍ

A los cinco años quería ser un gallo. Ha jugado siempre a la


extravagancia, comprendiendo que la gente quiere ser distraída,
sacudida y epatada. Le han llamado payaso, bufón, loco, mercachifle.
El mismo se ha definido en ocasiones de manera poco piadosa. Pero no
se le puede negar que es uno de los grandes artistas de este siglo. Los
dispensadores de títulos y gracias, embebidos en una pasión
antidaliniana gritan: “Bah! Sólo es un buen dibujante”. Pero el nombre
de Dalí quedará muy por encima de la anécdota múltiple y
permanente. Ha sido el surrealismo. Inauguró la pintura de la era
atómica. Se mira hoy en el espejo del Hiperrealismo metafísico. No
tiene ni un solo pelo de tonto. Sabe lo que quiere, pero sobretodo sabe
lo que le conviene. Decía Ramón Gómez de la Serna que “pinta la
anunciación de cada temporada, pone en hora su paleta con la hora
que sea en el meridiano de las novedades”.

El día que Dalí no exista, el mundo se quedará mustio, callado y


aburrido. Dalí es el gran revulsivo, el pintor de lo inaudito, el animador
de la vida de las artes, y pone en este mundo sombrío —guerras,
catástrofes, genocidios, crímenes— el fulgor de una inteligencia
siempre viva, donde hace su constante aparición lo inesperado. El mito
que siempre se renueva —Dalí lo ha dicho— es «el lujo de su vida».
Tan superfluo como cambiarse de casaca sin dejar de ser él mismo, Y
ha cambiado de casaca millares de veces. Cuando niño, se disfrazaba
de rey. Cuando adolescente, melena, patilla, chalina y una capa imper-
meable que llegaba hasta el suelo, dibujaban un ser truculento.
Cuando maduro, ha galopado locamente por los pasillos de un hotel
con un martillo en la mano para golpear las cabezas de quienes
encontraba en el camino. (Afortunadamente el martillo era de goma,
porque en Dalí habrá sorpresa, pero no maldad.) Necesitaríamos un
libro entero para contar tan sólo algunas de las ideas que ha
convertido en espectáculos escandalosos o en escándalos
espectaculares. Cuando rompió la famosa vidriera de la Quinta Avenida
escribió aquel manifiesto:
«Declaración de la independencia de la imaginación y los derechos del
hombre a la locura.»

Dalí, convertido en un fanático de Freud, busca el consciente en los


surrealistas y el inconsciente en Rafael. Su vida se divide en: antes de
Gala y después de Gala. Vive al borde de la locura hasta que aparece
Gala en Cadaqués, en el verano del 49, y logra su equilibrio, su
realización y su éxito. (“Sin Gala viviría en una barraca, lleno de
piojos, cayéndoseme los mocos, medio loco, medio iluminado.»)

Fui a Port Lligat porque Dalí estaba muy triste: se había muerto uno de
sus dos cisnes que se deslizaban por la bahía. El romance se había
quebrado. No recuerdo si lo que faltaba era un cisne macho, o si había
que sustituir a la hembra. Le ofrecí el cisne, y fui a llevárselo con los
compañeros de Radio Barcelona. Fue una verdadera fiesta. Vi a Gala y
Dalí felices con aquel cisne que restablecía el equilibrio biológico. Gala
lo tomó entre sus brazos, y lo acarició tiernamente. El pintor, con un
jazmín sobre la oreja, preparó comida para todos. Eran las nupcias de
la nueva pareja. Luego asistimos a la presentación de los
contrayentes, y a sus primeros escarceos en el agua. Me sonaban
versos rubenianos.

He entrevistado al gran artista cinco o seis veces. En los salones del


Ritz, en estudios de radio, en su casa, y creo que en algún otro lugar.
Debo decir que es ideal para el periodista. Siempre está dispuesto, su
imaginación es un manantial que no cesa, sorprende con nuevas cosas
cada día. Es asombroso que lleve tantos años inventando, y que su
talento se muestre tan fresco y fértil cada vez. Es una inteligencia
relampagueante. Todo su ropaje disparatado y enigmático no hace
más que encubrir la continuidad y la coherencia. Desvelado por todas
las llamadas de la cultura, por los descubrimientos y conquistas de
científicos y sabios, es siempre un vanguardista en las nuevas búsque-
das, un artista casi mágico que -sin embargo- renuncia a la obra
maestra: “La consecuencia de la obra maestra, sería la muerte. Es el
destino del genio. Su obra realizada, Mozart muerto. Rafael muerto.
Velázquez muerto. El gusto desmesurado que siento por la vida excluía
el sacrificio por una obra maestra.»

Ahí está Dalí en el sillón de los personajes. Antes de comenzar me


repite que viene una nueva Edad Media, y acompasa ciertas termina-
ciones de frases con rotundos golpes de la cantera de su bastón sobre
el entarimado. En el diálogo, aunque parezca increíble, está tan fluido,
fabulador y novedoso como siempre. Dibuja su autorretrato en cada
frase, en cada definición, en cada recuerdo. Creo que puede ayudar a
la comprensión de muchas de sus claves esta letanía daliniana:

LUCHO:

Contra la Contra el Oriente


Simplicidad. Contra el Sol.
Contra la Contra la Revolución.
Uniformidad. Contra Miguel Ángel.
Contra el Contra Rembrandt.
Igualitarismo. Contra los Objetos Salvajes
Contra lo Contra el Arte moderno.
Colectivo. Contra la Filosofía.
Contra la Contra la Medicina.
Política. Contra las Montañas.
Contra la Contra los Fantasmas.
Música. Contra las Mujeres.
Contra la Contra los hombres.
Naturaleza. Contra el Tiempo.
Contra el Contra el Escepticismo.
Progreso. Por la complejidad.
Contra el Por la Diversificación.
Maquinismo. Por la Jerarquización.
Contra la Por lo individual.
Abstracción. Por la Metafísica.
Contra la Por la Arquitectura.
Juventud. Por la Estética.
Contra el Por la Perennidad.
Oportunismo. Por el Sueño.
Contra la Por lo Concreto.
Espinaca. Por la Madurez.
Contra el Cine. Por el Fanatismo Maquiavélico.
Contra Buda. Por los Caracoles.
Por el Teatro. Ultracivilizados objetos 1900.
Por el Marqués Por el Arte del Renacimiento.
de Sade. Por la Religión.
Por el Por la Magia.
Occidente. Por la Costa.
Por la Luna. Por los Espectros.
Por la Tradición. Por Gala.
Por Rafael. Por Mí.
Por Veroteer. Por los Relojes Blandos.
Por los Por la Fe.

«SI FUERA MENOS INTELIGENTE, PINTARÍA MUCHO


MEJOR»

—Este es Salvador Dalí, perverso, polimorfo, anarquista,


surrealista, excelso, divino, déspota supremo que rompe con
todo, el Dalí poseído de un delirio furiosamente dionisiaco, el Dalí
ávido de dólares.

—Y monárquico.

—Iba a decirlo. Iba a decir que ante todas las cosas, usted se
pronuncia desde siempre como monárquico.

—Pero no políticamente.

— ¿Entonces?

—Metafísicamente. Para mí la Monarquía es la prueba de la


validez del ácido desoxirribonucleico, o sea que desde la primera
célula viviente hasta la última, todo se ha ido transmitiendo
genéticamente, pero no políticamente.

—De modo que usted es apolítico.

—Total.

—¿Y si se creara un Partido Monárquico?

—Conmigo que no cuenten.

—¿Participaría usted en un Partido Daliniano?

—Tampoco. Cada día soy más antidaliniano. A medida que me


admiro más, me encuentro con que soy una real catástrofe.

—¿No exagera usted?

—Mire: si hubiera dos mil Picassos, cincuenta Einstein y treinta


Dalís, el mundo sería prácticamente inhabitable. Pero que nadie
se espante: no los hay.

—Afortunadamente

—O todo lo contrario, quién lo sabe.

—Últimamente se apostrofa usted mucho. En los viejos tiempos


tenía usted tal admiración por sí mismo que siempre hablaba de
Dalí en términos de excelsitud.

—Ahora no.

—Eso veo. Que ahora Dalí escribe a Dalí y le llama puerco.

—Exactamente

—Pero, ¿cómo es eso posible?

—Porque me llamo puerco en el buen sentido de la palabra.

—¿Y cuál es ése?

—Mire esta ilustración de mí “Carta abierta a Salvador Dalí”: es


un puerco que va hacia el Plus Ultra. Y eso es lo que hacen los
puercos. Nunca retroceden, van jesuiticamente de un lado para
otro a través de mil viscosidades innumerables, pero dando
siempre un paso adelante.

—Es curioso que todo el mundo le conoce o usted como pintor,


pero yo creo que lo en usted manda es la literatura. ¿No habrá
más bien un escritor que un pintor en Salvador Dalí?

—Mi padre, que era notario, y tenía cierta afición a las artes, decía
que soy mucho mejor escribiendo que pintando, y seguramente es
verdad. Los pintores, en general, somos muy burros. En cambio,
los escritores son mucho más inteligentes. Sí yo fuera menos
inteligente, indiscutiblemente pintaría mucho mejor.

—¿De qué manera el padre de Dalí y Dalí han sido, al mismo


tiempo, gentes que se han amado, y que se han odiado?

—Es el mito de Guillermo Tell. Mi padre me expulsó de la familia


tras los desastres que tuve en la Escuela de San Fernando, sobre
todo a propósito de un incidente con el Consejo de Disciplina.

— ¿Qué le pasó?

—Fui a examinarme de Historia del Arte, vino aquello de las


bolitas, y me tocó Rafael. Y voy y le digo al Tribunal: “No me
puedo examinar porque yo, Dalí, sé mucho más que los tres
profesores juntos sobre Rafael.” Y me echaron de la Escuela. Y
todo eso, a mi padre le apesadumbraba muchísimo.

—Ahí empezaron las discrepancias entre padre e hijo.

—Exactamente, hasta que me expulsó de la familia, y de la casa.

—Pero hubo reconciliación, según creo.

—Sí, al final de su vida. Pero, ¿sabe usted lo que le hizo peor


efecto? Que yo no supiera escribir con ortografía. Una vez escribí
la palabra “Revolución” con cuatro faltas, y mi padre se metió en
cama y dijo: «Este chico, pase lo que pase, morirá cubierto de
piojos». ¿Qué hubiera sido de mí, de no ser porque mi esposa
Gala es rusa y tiene la fuerza de una batalla de Stalingrado? Ella
me protegió, y ella logró mi éxito universal.

—Pero usted ha venido arrastrando toda su vida un cierto


complejo de Edipo.

—No, yo he arrastrado el mito de Guillermo Tell, pues siempre he


sentido una manzana sobre mi cabeza.

—La aparición de Gala en su vida significa un elemento al mismo


tiempo liberador y catalizador.

—Y además es mi inspiración. Le voy a decir una cosa que nadie


hace: cuando me casé litúrgicamente con Gala me gustó tanto
que me quedé con unas ganas locas de volverme a casar. Al llegar
a Port Lligat, vi a un cura que se lavaba los pies en el mar. Le dije
que me gustaría volverme a casar, y me dijo: «Se puede hacer
con el rito copto, que es perfectamente compatible con el rito
cristiano». Así que ahora me voy a casar otra vez con mi mujer en
los momentos en que todo el mundo se separa y se divorcia. Yo,
otra vez como un puerco, me lanzo hacía adelante y me vuelvo a
casar con Gala.

— ¿Y ahí ya se acaba?

—Lógicamente, ya no se puede más. Pero el cura me dijo que


para nosotros no añade ni quita nada. Ergo, una cosa que no sirve
para nada, que es sagrada, eso es para Dalí.

—Hecho como a la medida.

—El Plus Ultra.

—Un Sacramento de lujo. Esa ceremonia no me la voy a perder.

—Yo tampoco

—Pintaba usted canturreando.

—Decía García Lorca que cantaba como un abejorro de oro.

— ¿Todavía se ve usted apolíneo, católico, apostólico y romano?

—Más que nunca.

— ¿Siguen todavía sus cisnes deslumbrando en la noche las aguas


de la bahía de Cadaqués?

—No. La culpa es del turismo, que lo ha llenado todo de lanchas


rápidas, y los mataría. Es muy interesante cómo ocurrió la muerte
del último cisne. Vino a verme el ex rey de Italia, Humberto de
Saboya, y mientras hablábamos llegó un turista negro con un
cisne sanguinolento, porque lo había visto volar, creyó que era un
animal fantástico y le dio un arponazo que acabó con su vida.
Desde entonces no hay cisnes en Cadaqués.

—Con lo que a usted le gustaban...

—Si, a eso de las siete de la tarde, cuando empezaba a anochecer


llamaba a mi criado Arturo y le decía: “Arturo, vaya a encender
los cisnes.” Y es que les ponía unas coronas con lucecitas
eléctricas a pilas, y era precioso ver a los cisnes iluminados
deslizándose por la bahía.

—Con ritmo de vals.

—Exactamente.

—Como una fantasmagoría. Bueno, hablemos de Gala. ¿Fue


súbita su pasión por ella?

—Instantánea, y hasta hoy —déjeme que toque madera— he


tenido mucha suerte. Miré, abrí la puerta de mi casa y encontré a
Gala desnuda en la playa, y desde entonces sentí un amor
completo, intenso y tan duradero que lo vamos a consagrar de
nuevo.

—Y en el aspecto de la pura creación artística, ¿qué ha sido Gala?


Musa e inspiradora, claro.

—Y modelo. Todos los cuadros, o por lo menos los de tipo más o


menos religioso, tienen a Gala como protagonista.

—De aquel Dalí surrealista al Dalí de hoy, ¿hay un abismo, o


estamos ante la misma persona?

—Estamos ante la misma persona, pero con un tremendo avance


ideológico. En aquel momento mi pintura se calificaba como
surrealista. Pero hoy, ¡eureka!, mi pintura ha encontrado su
camino: el hiperrealismo metafísico. Esos son los cuadros que
pinto para donar al Museo Dalí de Figueras.

— ¿Qué o quién alimenta esta nueva corriente daliniana?

—Tengo un cierto instinto profético. En pleno arte abstracto,


pronostiqué que volveríamos a hacer figuración. Y ahora, la nueva
vanguardia son los hiperrealistas americanos, que copian sus
obras literalmente de fotografías, pero naturalmente las cosas que
vemos están en nuestra alma y no en las cosas. Por ejemplo, si
Velázquez copia una fotografía lo mejor que sabe y puede, le sale
un Velázquez. Si un tonto copia una foto le sale una tontería. Si
Dalí copia fielmente una foto le sale un Dalí.

—O sea que no hay que preocuparse.

—La personalidad es absolutamente imposible de quitar.

—Y además cada uno copia de una manera. No todo el mundo


puede copiar igual.

—Es matemáticamente imposible. Hay unas palabrotas que se


han dicho mucho: que la fotografía seria la muerte de la pintura,
y está resultando exactamente al revés. Gracias a la fotografía se
está resucitando el Arte.

—Paradójico.
—En la TV de Nueva York me preguntaron que si hay una buena
foto de un personaje, y Velázquez la copia fielmente, cuál es la
diferencia. Y yo dije: seis millones de dólares. Porque la foto no
vale nada, y el cuadro se vende en ese precio.

LA MÍSTICA DEL DINERO

— ¿Siguen siendo los dólares lo más importante para usted?

—Los dólares, y todo el dinero en general.

—Pero ¡hombre!

—Para mí, el dinero es la mística.

—Ya, va.

—Y además lo devuelvo todo al pueblo español.

— ¿De veras?

—Sí, a través del Museo-Teatro Dalí de Figueras. Todo lo que Gala


y yo poseemos, se lo regalamos al pueblo español, sin discrimi-
nación alguna.

—Muchas gracias, don Salvador.

—Mire, yo no sé lo que tengo, ni los bancos en que está, ni nada


de todo eso. Pero en la Edad Media, todos los místicos, incluso
nuestro sublime Raimundo Lulio, querían siempre transmutar en
oro la materia vil: o sea, que la única manera de espiritualizar la
materia vil es aurificándola, transformándola en una cosa
preciosa.

—Buena teoría, la mística del oro.

—¿Verdad?

—Que ha llegado a transformarse en algo más sublime que la


pura pasión de atesorar, ¿no?
—Exacto. Mire, yo jamás llevo dinero. Una vez, en Nueva York,
me encontré con que tuve que compartir el mismo taxi con
Onassis, y en el momento de pagar, ni él ni yo teníamos un
centavo. Hubo que volver al hotel para que nos pagaran el coche.
Y es que para mi el dinero tiene un valor puramente mágico y
simbólico.

—En los años de su juventud, usted decía: “Hay que mover y


agitar el árbol del dinero para que eyacule su lluvia de oro.”

—Buena memoria, si señor.

—¿Y el anagrama de Breton avidadollars?...

—Sí, lo hizo peyorativamente, pero se equivocó. Porque cuando


en América se habla de dólares, les encanta, les fascina, les gusta
muchísimo.
—También les encanta que alguien rompa los escaparates de la
Fifth Avenue.

—Ah, eso vale la pena de que se lo cuente.

—Pero esa historia se ha contado ya de muchas maneras.

—Yo le voy a dar la versión auténtica.

—Adelante con el jumping.

—En aquel momento el surrealismo estaba de gran moda en


Nueva York, y la tienda más lujosa de la Quinta Avenida me pidió
que les hiciera dos escaparates surrealistas. Me pasé toda la
noche trabajando. El uno se llamaba El Día, y el otro La Noche.
Había en ellos cosas verdaderamente horrendas: teléfonos en
forma de langosta, una bañera peluda de astracán, un traje
afrodisíaco lleno de pipermín y moscas…, en fin: algo
indescriptible. Al día siguiente verdaderamente contento y
satisfecho de mi mismo, me levanto, me voy a ver los
escaparates. ¡Lo habían cambiado todo! Pregunté qué había
pasado y dicen que había tanta aglomeración de gente que lo
miraba que habían tenido que cambiarlo.

—EI éxito, excesivo, como siempre!

—Como siempre en mí, así es. Yo dije que tenían que volver a
ponerlos. Ellos que no. Yo que si. Ellos decían que ya me habían
pagado el cheque, y que no tenían nada que cambiar. Y entonces
se me ocurrió una cosa: entré en los escaparates y a patadas
rompí todos los maniquíes, y entonces cogí la bañera peluda y la
quise volcar para dejar inutilizable el escaparate con el agua que
corría, pero la bañera resbaló, se deslizó, rompió el enorme cristal
y salió a navegar por la Quinta Avenida.

—Y usted tras ella…

—Claro, pero la policía me cogió en seguida. Me dijeron que


aquello era muy, muy peligroso, porque sí se cae el cristal me
hubiera podido guillotinar fácilmente. Gala estaba desesperada, y
mí abogado me dijo que conocía al juez que iba a juzgar los
delitos de ese día, y que era muy buena persona. Me metieron en
una especie de celda ignominiosa toda llena de borrachos y de
gentes que me querían pegar. Y de pronto salió a defenderme un
señor pequeñito, con las manos llenas de sortijas, que debía ser
de Puerto Rico y que me dijo: “Yo soy un gángster muy famoso.
¿Y usted? ¿Qué es lo que ha hecho?” Le digo: “Romper una vitrina
en la Quinta Avenida” y él: “¡Pues usted es mi protegido!” Y a
cualquiera que se acercaba a mi lo echaba a patadas. Me defendía
como un león aquel gángster que pensó que yo era otro gángster
sublime...

— ¿Y qué pasó con el juez?

—Escuchó atentamente, y al final me dijo que había cometido un


acto muy violento, que el cristal valía 60 dólares, y los tenía que
pagar, pero que todo artista tiene derecho a defender la
integridad de su obra, y en consecuencia se me dejaba en
libertad. Al día siguiente, estaba en todas las primeras planas de
los periódicos, y
hasta me ofrecieron hacer una película... Me volví un héroe
inmediatamente

—Ya es suerte encontrar a un juez así.

—Más suerte todavía es que no se causó daño a nadie... Sí llega a


haber un solo herido, me expulsan de los Estados Unidos.

— ¿Ha sido su aventura más violenta?

—Violenta y clásica, porque yo siempre soy excéntrico y


concéntrico. La más clásica fue un día que fuimos a ver el Museo
del Prado con Jean Cocteau, que tenía el espíritu francés más
refinado, y al salir había una rueda de prensa, y un periodista
salió con la vieja pregunta: ”¿Sí se hubiera quemado el Prado qué
se hubiera llevado usted?” Yo imaginé lo que iba a decir, que era
un plagio griego. Dijo: “Me hubiera llevado el fuego.” Entonces los
periodistas se dirigieron a mí: “¿Y usted, qué se hubiera llevado?”.
Me puse teatral, hice como que reflexionaba, y dije: “Dalí se
llevaría el aire, nada menos, que el aire, y específicamente el aire
contenido en Las Meninas de Velázquez, que es el aire de mejor
calidad que existe.” Y naturalmente, como el fuego no es un
elemento pintable, y el aire es el protagonista de la pintura, el
propio Cocteau cogió dos pajas de cóctel, y se las puso en forma
de bigote, inclinando la cabeza ante el divino Dalí.

«CASI NADIE ENTIENDE A DALÍ»

—Así hemos llegado a su famoso bigote, antenas que atraen


efluvios casi mágicos...

—Eso es lo que decía un catalán del Medioevo, contemporáneo de


Leonardo, Juan Bautista Laporte, quien creía que las cejas que
como a Platón le cubrían casi los ojos, y los muy largos bigotes,
eran elementos indispensables para la creación artística: se
conducían como antenas. Y hay que ver la serie de comparaciones
que hacia con las mariposas, estudiando y deduciendo que las
mariposas que llevan antenas extraordinarias tienen un instinto
superior a las otras mariposas y demás insectos que no las llevan.

—¿Nota usted diferencias cuando las puntas de su bigote no están


todo, lo suficientemente enhiestas?

—No, señor.

—¿Sigue usted utilizando azúcar de dátil?

—Eso fue al principio, en aquellos tiempos era un gran apasionado


de las moscas, las moscas limpias y no las moscas que se pasean
por las calvas de los burócratas, que son repugnantes. Las moscas
limpias de Port Lligat que se pasean por detrás de las hojas de los
olivos, van vestidas como por Balenciaga, son bellísimas y
maravillosas... Cuando pintaba, me ponía dátil en los bigotes para
ponerlos bien erectos, y un poco más del mismo azúcar de dátil en
la comisura de los labios. Y entonces esperaba el momento de
satisfacción. Cuando pinto, “babo” de satisfacción, y espero el
gran momento de que llegue la mosca y se pose, y luego se
introduzca en mi boca, y cuando ya está muy dentro cierro la boca
y la mosca hace Brrrrrrrr y es algo verdaderamente sibarítico de la
pintura. Y al rato, otra mosca y lo mismo... Y todo eso mientras
toda Francia va en bicicleta, el Tour de France en la TV con todos
los ciclistas subiendo la cuesta y sudando, la radio hablando de los
héroes del Tour, y yo con mí mosca... ¿se imagina?

—Delicioso.

—Y además, cuando uno se “baba” y no se enjuga, se crea una


cosa blanca, una especie de costra que se irrita y después se
vuelve a formar... Y al cabo de una hora se puede estar preparado
para recibir a otra mosca.

—Y así continuar con los placeres artificiales.

—Exactamente.

—A lo largo de su vida y en las veces que nos hemos visto, usted


utiliza mucho la palabra sublime y el verbo sublimar. ¿Cree usted
en la sublimación permanente?

—Si, y yo soy existencialista en ese sentido: en el de que todo lo


vil se tiene que sublimar. Por eso estoy furiosamente en contra de
la pena de muerte. Y es que todo ser humano, aunque sea el más
abyecto, el peor criminal del mundo, tiene algo de angélico. Uno
tiene una nariz deforme o torcida, pero sus pies son maravillosos.
Otro tiene una boca espantosa, pero en el fondo de sus ojos hay
como pepitas de oro. El espíritu de todo hombre está por fuerza
dividido. Eso lo han dicho siempre los anarquistas.

—Los románticos del anarquismo.

—Los de los principios.

— ¿Ha habido en Dalí una época de anarquismo?

—Cuando era pequeño, hacia todo lo posible por molestar. No


podía soportar a los niños satisfechos de si mismos, y aunque era
muy cobarde, cometí algunas acciones inexplicables. Había un
chico de esos comiéndose su pan y chocolate entusiasmado como
un tonto, cuando me acerco, le doy una bofetada terrible, y le
hago caer al suelo el chocolate y el pan. Empieza a correr detrás
de mi, y cuando ya me alcanzaba me puse de rodillas a pedirle
perdón y le largué veinticinco pesetas.

—¿Y las aceptó?

—Me siguió pegando a pesar de eso: me pateó violentamente.

—Qué falta de sentido del pacto. Con lo clara que era su


propuesta: yo te pego, pero te pago.

—Lo mismo me sucedió en Paris. Un lío horrible. Delante del Café


de la Ópera me derribó un taxi y me revolcó por el suelo. Me
levanté y le di al taxista 300 francos. Un policía que se acercó no
lo entendía. Y yo diciendo: “Si es muy fácil... Podía haberme
hecho daño o matarme, y estoy muy bien. De manera que estoy
contentísimo Y el guardia: “Aquí hay misterio, de modo que todos
al cuartelillo.” No podía comprender que un señor derribado por
un taxi le dé una propina al taxista.

—Es que hay gente que no entiende nada.

—Y a Dalí casi nadie.

—Pero usted sí entiende a Dalí.

—No. Hace cuarenta años que investigo y escribo para ver si se quién SOY, y aún
no lo he logrado. A ver sí usted me ayuda a conseguirlo en este programa.

—En eso andamos. ¿Por que daba usted conferencias con una barra de pan en la
cabeza?

—Algo entre evangélico y anarquista. De esas cosas, he hecho muchas.

—Y luego está la vieja historia de sus discrepancias con Picasso.

—Absolutamente falsas. Los periodistas y críticos se han equivocado porque


nuestras pinturas son completamente distintas. Picasso es un ser muy generoso. El
único que me prestó dinero para irme a América. Y ahora se ha encontrado un
documento sensacional, en el que hay una colaboración Picasso-Dalí en grabado,
que no ha hecho jamás con otro artista. Era como un diálogo: él me daba la
plancha, por ejemplo, con una silla un poco antropomórfica, y al día siguiente yo le
añadía dos huevos fritos. Entonces él sobre los huevos fritos pinta una espiga de
maíz. Es una obra hecha en verdadera colaboración.

—Podemos decir que eran ustedes buenos amigos.

—Muy buenos. Y cuando se abrió el Museo Picasso yo regalé cincuenta grabados y


Gala un collage. ¿Recuerda cuando volví a España que dije que Picasso formaba
parte de nuestro patrimonio, que no nos importaba un pito si era comunista, y que
debía regresar también a España?

—Sí, me acuerdo. Y también de su famosa frase: “Picasso es comunista yo


tampoco”.

— Era mucho más larga.

—Sí.

—“Picasso es un genio. Yo también. Picasso es comunista. Yo tampoco.”

—¿Es usted hombre de pocos o muchos amigos?

—De ninguno.

—¿Por qué? ¿No les deja usted llegar, o no hay nadie capaz de intentarlo?

—Toda mi pasión está en el amor que tengo por Gala, y no me queda sitio para
más.

—¿No será usted un gran egoísta?


—No, porque Gala sustituye todas las pasiones. Al contrario. Yo digo ahora que soy
un pintor detestable... pero es una comedia porque cuando digo que pinto tan mal,
la gente dice: “¡Hombre, tampoco es tan malo, no hay que exagerar!”

—¿Su pintura sigue dentro de la fidelidad a lo clásico? —Cada vez más, y cada vez
más Velázquez.

—¿Y su vieja predilección por Rafael?

—Menos. Mucho menos. Y mucho más. Vermeer, Rafael y Velázquez. Velázquez es


el genio supremo

—¿Trabaja usted mucho?

—Me recomendó el doctor Puigvert que trabaje poco, y en vista de


eso pinto la Capilla Sixtina de Miguel Ángel en mi Museo. O sea
que trabajo más que nunca.

—Volvamos a su anhelo de perfección técnica.

—La perfección no se obtiene nunca.

—Aparte de todos esos happenings que ha protagonizado usted


en París y tantas otras capitales del mundo en las que a veces ha
hecho demostraciones de gran velocidad pictórica, la verdad es
que usted es un pintor lento y meticuloso.

—Si, señor. Como una pequeña cocinera. Cuando era pequeño,


antes de querer ser Napoleón, quería ser cocinera.

—¿Y ahora?

—Sigo queriendo ser Dalí, pero no lo soy. Lo que soy es una


buena cocinera de la pintura al óleo.

«EL PARAÍSO PERDIDO: MI VIDA INTRAUTERINA»

—¿Cuáles son sus más antiguos recuerdos?

—Los que datan de cuando Dalí vivía en las entrañas de su madre.

—La vida intrauterina.

—Tengo grandes recuerdos de mi vida intrauterina. Casanova


también los tuvo. Y Freud, cuando le vi en Londres, me lo
confirmó. Yo veía —y veo— unos maravillosos huevos fritos,
¿sabe?, unos huevos al plato sin el plato, con los bordes
fosforescentes que se agrandan y que se encogen... verdaderas
imágenes del paraíso perdido, que es el paraíso de antes de
nacer.

—Llegar al mundo es decir adiós al paraíso.

—Sobre todo, si hay trauma, o asfixia, o alguna otra dificultad.


Los suicidas son casi siempre gente que nació de manera
imperfecta, y que quiere volver al paraíso perdido, que era el
coloidal total de los jugos maternos.

—¿Fue traumático su nacimiento?

—No, muy feliz.

—¿Hubo confianza y proximidad entre el niño Dalí y sus padres?

—Mi padre era ateo y muy exaltado. Empecé a creer que la


religión era cosa de las mujeres: mi madre, mi tía y mi hermana
iban a misa. Ahora es al contrarío. Cada día soy un poco más
Buñuel. Cada día me acerco más a la fe, que es una gracia de
Dios.

—Usted protagonizó con Buñuel una etapa histórica en el cine: El


perro andaluz y La edad de oro.

—Fue una colaboración absolutamente fraternal.

—¿Es verdad que su padre ha representado para usted una


mezcla de Moisés y Júpiter?

—Sí, sí, el poder absoluto. Y era bueno, pero cuando se enfadaba,


sus gritos pavorosos se oían en todo Figueras.

—Es inevitable que hablemos de un hermano anterior a usted,


que murió.

—Sí, de meningitis. Parece que dio muestras de gran inteligencia,


y así nació un mito. Mi familia me puso el mismo nombre que al
hermano muerto, Salvador, y yo, que tenía el terror de ese
hermano muerto, tenía que cometer toda clase de excentricidades
para afirmar constantemente que yo no era el hermano muerto,
sino que yo era Dalí, el Dalí vivo.

—El nombre de Salvador, independientemente de su hermano,


¿tiene una significación más profunda para usted?

—Lo dijo Francesc Pujols: que Salvador, como su nombre indica,


está llamado a salvar a la pintura moderna de la confusión y del
caos.

—¿Sigue usted obsesionado con la idea de la muerte?

—Cada vez menos, porque creo que llegaré a tener la fe católica.


Al creer en la inmortalidad del alma, el miedo cesa automática-
mente.

—El primer Dalí que se recuerda es un autorretrato pintado en


1914, que se llama Niño enfermo.

—Yo siempre estaba enfermo, y me gustaba mucho. Para mí, 38,5


era la temperatura ideal, lo que me permitía no ir al colegio y ser
mimado. Y mucho, porque mis padres, como había muerto el otro
Salvador Dalí, volcaban toda su ternura sobre el nuevo.

—¿Le impresionó la Oda a Salvador Dalí de Federico García Lorca?


—Es uno de los mejores poemas de Federico que, como usted
sabe, estaba enamorado de mí.

—¿Siguen en vigor los relojes blandos?

—Desde luego, pero no sabe qué mal efecto me produjo cuando


vinieron tres jesuitas franceses a visitarme: «¿Por qué hace
relojes blandos?» y repuse: «Porque es la carne de Cristo, porque
es como queso, el camembert, la angustia del camembert del
espacio... » Se fueron muy preocupados, y al cabo de una semana
me mandaron una carta demostrando que fray Luis de León, al
enumerar los nombres de Cristo, lo compara al queso, a las
virtudes de coagulación del queso. Entonces subí en gran prestigio
ante los jesuitas.

—¿Sigue usted haciendo joyas?

—Si, hago ceras para fundir en oro. He hecho un Perseo, he hecho


un Cristo, y una santa Teresa de Jesús...

—Había usted diseñado gran cantidad de joyas.

—Su poseedora acaba de morir en los Estados Unidos y como es


una Fundación, no hay indiscreción en decir que hay posibilidades
de que esas joyas vuelvan a integrarse en el patrimonio artístico
español.

—¿Incluso en el Museo Dalí?

—En un anexo, porque el Museo Dalí ya está casi repleto.

—Otro de los grandes nombres de la pintura en este siglo es el de


Joan Miró. ¿Cómo son sus relaciones con él?

—Hace tiempo que no le veo, pero le admiro mucho. Los


periodistas han querido decir que no, porque hacemos cosas muy
distintas, pero le admiro grandemente. Tàpies es otro pintor
excepcional, y fue una pena que muriera Manolo Millares, que ha
dejado dos o tres obras extraordinarias.

—¿No se arrepiente de nada?

—No.

—¿Ni siquiera de haberle robado su mujer a Paul Étuard?

—No. Ella era para mí la Indispensable.

—En el fondo, ¿no habría usted querido ser más Picasso que Dalí?

—El arte somos Picasso y yo. ±

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