1. Introducción
En este trabajo presento un análisis en torno a las imágenes de Nación, Familia y Clases que se desprenden
de una lectura crítica de La Casa de los Espíritus [1], primera novela de la escritora chilena Isabel Allende. Si
bien en general, las novelas, cuentos y relatos de la autora han recibido bastantes críticas respecto a su calidad
literaria -sobre todo en su país de origen- [2], especialmente por los tintes (a veces escenas completas) de
“realismo mágico” que se filtraron en las páginas de sus primeros trabajos con mucha intensidad, Isabel
Allende es leída por un público masivo. Y junto a otras autoras/es [3], se ha convertido en una suerte de
referente de cierto tipo de literatura que tendería a ser calificada en función de su éxito editorial como
bestseller (y con ello “pseudoliteratura”), poco compleja, o incluso “light”, pero cuya presencia e importancia
es innegable.
Bajo esta aparente liviandad, se reconoce el impacto que La Casa de los Espíritus [4] produjo en la escena
internacional, en la medida que sus páginas hicieron emerger una imagen de Chile contraria a aquella
difundida por la dictadura militar durante sus primeros años de gobierno. Y además, por abrir el espacio
editorial (en términos de mercado) a la narrativa escrita por mujeres, se ha convertido junto con la autora y el
conjunto de sus producciones (tal vez una primera fase) en una suerte de referente ‘cultural’ (en el sentido más
lato y ambiguo del término) [5], constituyendo un fenómeno digno también de ser estudiado [6], aunque en
estas páginas sólo puedo hacer mención de este hecho, porque me centraré en la novela. Y en los elementos
que considero más relevantes, al menos para un análisis de carácter exploratorio sobre el tema.
La historia que se narra es la de la familia Trueba-del Valle. Tres generaciones de un mismo linaje, cuyas
experiencias se conectan con sucesos de carácter social y político. Vemos como se desarrolla la denominada
“cuestión social”, la lucha de las mujeres por obtener derechos políticos, el movimiento obrero, la Reforma
Agraria, la llegada al poder de un gobierno popular y su caída a raíz de un golpe de Estado. Todo ello
complementado por la presencia de diversos personajes que van estableciendo una suerte de contrapunto,
desde su papel de artistas, poetas, estudiosos de las ciencias ocultas, etc.
Variados personajes pueblan la novela. Entre las figuras masculinas, encontramos a Esteban Trueba, el
patriarca, el único varón de una familia de la oligarquía, empobrecida por el despilfarro del padre alcohólico;
se ve obligado a trabajar desde la adolescencia y consigue recuperar su fortuna explotando un yacimiento
minero en el norte del país. Esa fortuna le permitirá recuperar también la antigua hacienda de la familia -las
Tres Marías- donde se desarrolla gran parte de la historia. Esteban contrae matrimonio con Clara del Valle, la
hermana de Rosa, su primera novia, y con ella tiene tres hijos: Blanca, la mayor, Jaime y Nicolás. A ellos se
agregará después Alba, la hija de Blanca con Pedro Tercer García, el hijo del capataz de la hacienda.
La Casa de los Espíritus constituye un trabajo de considerables proporciones, no por su número de páginas
precisamente, sino por la manera en que la autora aborda más de medio siglo de la historia Chile -si bien
nunca se lo menciona directamente, las referencias a determinados hitos de nuestra historia colectiva son
evidentes- articulándolo con lo que constituye el eje del relato, la historia los Trueba-del Valle. Una historia
que de acuerdo a la autora, es la de “una típica familia latinoamericana de clase media acomodada”, y
mediante la cual pretendía “hacer una especie de fresco donde estuvieran retratadas todas las clases sociales y
la ciudad, el campo, la geografía, el clima, la historia, la parte mágica y la real de la vida de América Latina.
Elevar el tono a un plano continental en que todo el hombre y la realidad americana pudieran plasmarse. Era
un proyecto ambicioso y no sé si cumplí con él. “Pero también es una historia de amor, odio, sangre,
violencia, ternura. También, un poco, una historia fatalista, son tan poderosas las fuerzas ajenas al hombre que
se mueven en este continente. El final es un huracán en el que hasta los que lo provocaron caen envueltos”
[7].
Literatura y nación
La Casa de los Espíritus nos permite ingresar en el terreno del imaginario nacional y abordar las relaciones
sociales, vinculando clase y género, categorías culturales que al mismo tiempo van dotando de sentido a la
nación que se configura en la obra, y posibilitan algo más importante aún: su reconocimiento [8]. En la
medida que remite “indirecta o metafóricamente, al mundo real, lo que también es o tiene que ser cierto
porque de otra manera el texto literario se aleja parcial o absolutamente del horizonte de nuestra comprensión,
esto es, nos resulta paulatinamente ininteligible” (Rojo, 2006:203).
Aun cuando parte importante de la novela se desarrolla en la ciudad, es la hacienda como espacio
simbólico la que domina el texto. La “casa de los espíritus” es en propiedad, la casa que la familia posee en la
ciudad, la casa en la que Clara Trueba recibe a quienes practican el espiritismo y otras artes esótericas, poetas
y artistas, “aquel inmenso carromato lleno de alucinados”, pero también a los ‘desposeídos’. ¿Por qué
entonces pareciera que todo empieza y termina en las Tres Marías, la hacienda que los Trueba poseen en el sur
de ese país latinoamericano cualquiera en que Allende sitúa a sus personajes? Precisamente, porque los
referentes de ese país se encuentran más en el campo que en la ciudad, en la tradición que en la modernidad,
en la violencia que en la razón, y en la circularidad del mito. Como en otros lugares, lo que se nos ofrece aquí
es una versión de la identidad latinoamericana que releva el mito de la violencia originaria ya no ejercida por
el conquistador extranjero, sino que reproducida por el señor de la hacienda sobre su familia y sus inquilinos.
El sociólogo Pedro Morandé (1987), realiza una crítica de la modernidad ilustrada y el desarrollismo como
horizonte intelectual aparentemente único para comprender la identidad cultural latinoamericana, en un
intento por comprender las respuestas a la crisis de la república oligárquica de las primeras décadas del siglo
XX, fundamentalmente por qué las propuestas modernizadoras no habrían conseguido generar una nueva
síntesis cultural que incluyera a todos los grupos sociales. Morandé plantea que la existencia de una fuerte
religiosidad popular en la región es expresión de la “síntesis cultural fundante de América Latina, producida
en los siglos XVI y XVII”, sobre la base de dos culturas -hispana e indígena- que comparten el rito sacrificial.
Síntesis que cubre todas las épocas y dimensiones de la vida social y cultural, generando una cultura particular
con sus propias tradiciones, que la lógica modernizadora en una función de un principio de universalidad no
admite, y transforma en una especificidad que no alcanza el carácter de identidad cultural.
Carlos Cousiño presenta otra variante de esta versión enfocándose en la identidad chilena. Una identidad en
la que la hacienda aparece como la estructura básica de la sociedad chilena, desde fines del siglo XVI y hasta
mediados del siglo XX, no sólo como forma de propiedad de la tierra, sino como institución que moldeó un
“tipo humano”. La hacienda no corresponde al modo de producción capitalista, se distinguiría por su carácter
doméstico que no contrapone a patrón y trabajador, ya que funda sus relaciones en la lealtad y la tradición. La
cercanía con el patrón se traduce en un trabajo permanente, que demanda laboriosidad, disciplina y decencia,
en un mundo que además se distingue por su sobriedad y modestia. Rasgos que también marcarán el carácter
chileno.
Por otra parte, la hacienda “no permitió la gestación del tipo del trabajador libre norteamericano, amante de
su independencia y libertad, sino que produjo más bien el tipo del inquilino, que se sentía cómodo en la
situación de dependencia y protección que le ofrecía el señorío doméstico. El carácter del chileno no se
encuentra, pues, marcado por aquellas grandes instituciones que históricamente han ido modelando el carácter
de los pueblos europeos o de América del Norte” (Cousiño, 2004). “Chile fue pura hacienda”, dice el autor al
compararlo con las otras naciones latinoamericanas que no colonizaron los territorios en toda su extensión.
Pero ese mundo cerrado y autárquico generó también una fuerte desconfianza hacia lo exterior, que aparece
como una amenaza. La confianza en el patrón se vuelve fundamental ante la posible peligrosidad de los
afuerinos.
A propósito de la publicación de la novela Cuando éramos inmortales de Arturo Fontaine (1998) -novela
que narra precisamente la caída del orden hacendal desde los ojos de un niño perteneciente a una familia de la
oligarquía-, Cousiño comentaba que el proceso de expropiación iniciado con la Reforma Agraria “no sólo
representó una transformación política y económica, sino fundamentalmente una alteración radical de la vida
familiar, de una forma de religiosidad y de una sociabilidad que la institución de la hacienda venía modelando
desde mucho antes, incluso, que la formación del Estado nacional (Cousiño, 1999:13). Las transformaciones
que se aceleran a partir de la década de los sesenta, si bien significan el término del orden hacendal, no se
traducen en Chile en liderazgos populistas que reemplazan al patrón, como en otros países, sino que el orden
se mantiene en el plano doméstico, pero ahora sostenido por la mujer. La mujer prolonga el principio
doméstico básicamente como madre. Es ella la que debe asumir la responsabilidad de criar a los hijos y de
protegerlos en un ambiente social hostil y donde la figura paterna brilla por su ausencia (Cousiño, 2004).
Este principio de organización alcanza a los campesinos que migran a la ciudad y buscan una figura de
autoridad que los proteja, pero caen a menudo “en la anomia y en la disipación (…) El migrante no es ni un
bolchevique ni un sans coulotte, jamás recurre a la violencia política, la que queda siempre como vía
exclusiva para los estudiantes provenientes de la burguesía o de la oligarquía. Por ende, ni la política, ni la
sociedad, ni el mercado le ofrecen un nuevo principio de orden a este ser recién llegado a la ciudad en
números impresionantes. Y es por ello que el orden vuelve a radicarse en el espacio doméstico. (…) La
madre, como figura dominante, es protectora, celosa, desconfiada. Frente al marido o pareja, cuando lo tiene,
se constituye en un principio de orden y disciplina. (…) Frente a los hijos, la madre se levanta como principio
de protección. La madre da, acoge y exculpa, creando un hijo sobreprotegido con los rasgos propios de un
machismo irresponsable” (Ibídem).
José Bengoa, por su parte, si bien plantea la importancia fundamental que adquiere la hacienda a partir de
la colonia, como una de las instituciones de más larga duración del país, junto con la Iglesia, releva, al
contrario de Cousiño, el poder y la violencia que produce. La hacienda, señala el autor, “constituyó un espacio
privilegiado de reproducción cultural: allí se fusionaron las tradiciones indianas e hispánicas. La hacienda fue
estableciendo un complejo sistema de dominio, subordinación y exclusión en el terreno social y sexual. No es
por casualidad que la imagen de “familia” la recorriera por siglos y siglos” (Bengoa, 1996:85). Para Bengoa,
la dominación social y sexual que surge del patronazgo, se encuentran estrechamente asociadas, son parte de
un mismo proceso. “El patrón posee y es padre. Establece su señorío en el campo, manda con voz fuerte, usa
la fusta con energía y sale de parrandas y amoríos, “el rajadiablo”. El poseer tiene, en el lenguaje cotidiano, la
doble connotación de ser dueño como propietario y sexualmente poseedor. Esta última expresa, al nivel
material y simbólico, el vasallaje, la subordinación de la persona inferior socialmente” (Idem: 86).
No obstante, Bengoa advierte que el período hacendal no debe ser leído como una suerte de ‘paraíso
perdido’, en el que predominaba la exuberancia de la naturaleza y una irracionalidad sensual. Al contrario,
una lectura como esa encubriría las relaciones de explotación y la cultura de subordinación que les daba su
legitimidad. Y agrega un elemento que resulta sugerente para nuestra lectura de la novela de Allende, al
referirse a los ‘huachos’, los hijos que nacen fuera del matrimonio como resultado del ‘intercambio sexual’
entre patrones y sirvientes. Son las mismas mujeres, según Bengoa, las que “les enseñaron a sus hijos a amar
y a odiar. Amar al patrón y odiar al padre violador. De lo contrario, no sería explicable en Chile la cultura de
las izquierdas, la ira atávica convertida en conciencia de clase, de la que participaron los campesinos
transformados en mineros, salitreros, ferrocarrileros, obreros y proletarios. Al salirse del marco de legitimidad
cultural de las haciendas, se potenció la ira. Se olvidaban de los dioses de los patrones, de sus amores, y
brotaba fértil el recuerdo de los atropellos. El rencor también había nacido en las haciendas” (Idem: 88).
En otro lugar aparece el tema del huacho, como un elemento que se agrega al nudo argumental del relato
sobre nuestro origen simbólico como sociedad. Es la lectura de la antropóloga Sonia Montecino en el ensayo
Madres y Huachos, quien nos dice que: “La unión entre el español y la mujer india terminó muy pocas veces
en la institución del matrimonio. Normalmente, la madre permanecía junto a su hijo, a su huacho, abandonada
y buscando estrategias para su sustento. El padre español se transformó así en un ausente. La progenitora,
presente y singular era quien entregaba una parte del origen: el padre era plural, podía ser éste o aquel
español, un padre genérico” (Montecino, 1996:43). La ilegitimidad del huacho/a “originario/a” atravesaría la
sociedad hasta el presente, convirtiéndose en un estigma del sujeto en la historia nacional especialmente de las
capas medias de la sociedad- y que el código civil preservó bajo la categoría de “hijo natural” por lo menos
hasta su modificación casi a fines del siglo XX [10].
La autora agrega que en el siglo XIX, aunque se impone discursivamente el modelo familiar cristiano-
occidental, monógamo y patriarcal en las capas altas de la sociedad, las capas medias y populares continuaron
reproduciendo un modelo de familia centrado en la madre y con la ausencia del padre. Pero aún así, a
comienzos del siglo XX, en la clase dominante se mantenían uniones ilegítimas y el nacimiento de huachos.
“La institución de la empleada doméstica en la ciudad, de la china (india) que sustituía a la madre en la
crianza de los hijos- y la estructura hacendal en el campo, dan cuenta de la presencia de estas relaciones.
La china, la mestiza, la pobre, continuó siendo ese “obscuro objeto del deseo” de los hombres; era ella
quien iniciaba a los hijos de la familia en la vida sexual; pero también era la suplantadora de la madre, en su
calidad de “nana” (niñera) (…) En el mundo inquilino, la imagen del hacendado como el “perverso
trascendental” (Morandé, 1980), es decir como el fundador del orden, lo hacía poseer el derecho de procrear
huachos en la hijas, hermanas y mujeres de los campesinos adscritos a su tierra. Así, numerosos vástagos
huérfanos poblaron el campo con una identidad confusa” (Montecino, 1996:52).
El análisis que Roberto Schwarz realiza sobre Memórias Póstumas de Brás Cubas del escritor brasileño
Machado de Asís, nos ayuda a iluminar en parte la problemática que queremos desarrollar, cuando señala que
es en la formalización estética y no el contenido de la novela donde se expresa el conflicto estructural de la
sociedad brasileña del siglo XIX, al darle una forma literaria a un principio abstracto a partir del cual se
organiza la realidad. Machado logra desarrollar una fórmula narrativa que consiste en la alternancia de
perspectivas, y que corresponde al funcionamiento del país, de manera tal que el dispositivo literario capta y
dramatiza la estructura social transformándola en regla de escritura (Schwarz, 1991:11).
En el caso de la novela de Allende, siguiendo muy superficialmente los planteamientos de Schwarz, lo que
resulta interesante no es tanto lo representado -la hacienda, la familia patriarcal y las relaciones de inquilinaje
[11]- , sino cómo es representado, especialmente porque la tensión que recorre la novela entera no es otra que
el conflicto de clases, un conflicto producto de un orden social aparentemente inmutable - a pesar de las
transformaciones históricas- y que comienza a desmoronarse paulatinamente, a medida que los trabajadores
del campo y la ciudad van haciéndose conscientes de sus derechos. No obstante, el conflicto no parece tener
resolución alguna sino es en el plano mítico, donde es transmutado en una suerte de destino fatal -y
peligrosamente naturalizado- que recae sobre el cuerpo de las mujeres: la violación por los hombres de otra
clase social, con los cuales mantienen vínculos de parentesco. Vínculos que son determinados por una
voluntad masculina, y reproducidos a través del cuerpo de las mujeres.
“Su sentido práctico le indicó que tenía que buscarse una mujer y, una vez tomada la decisión,
la ansiedad que lo consumía se calmó y su rabia pareció aquietarse. (…) La acometió con fiereza
incrustándose en ella sin preámbulos, con una brutalidad inútil (…) Pancha García no se defendió,
no se quejó, no cerró los ojos. Se quedó de espaldas, mirando el cielo con expresión despavorida,
hasta que sintió que el hombre se desplomaba con un gemido a su lado. Antes que ella su madre, y
antes que su madre su abuela, habían sufrido el mismo destino de perra. (La Casa de los Espíritus.
Pp. 67-68)
“Sospecho que todo lo ocurrido no es fortuito, sino que corresponde a un destino dibujado antes
de mi nacimiento y Esteban García es parte de ese dibujo. Es un trazo tosco y torcido, pero
ninguna pincelada es inútil. El día en que mi abuelo volteó entre los matorrales del río a su abuela,
Pancha García, agregó otro eslabón más a la cadena de hechos que debían cumplirse. Después el
nieto de la mujer violada repite el gesto con la nieta del violador y dentro de cuarenta años, tal vez,
mi nieto tumbe entre las matas del río a la suya y así, por los siglos venideros, en una historia
inacabable de dolor, de sangre y de amor”. (La Casa de los Espíritus p.452)
Los párrafos citados corresponden a dos momentos distintos del relato. Más específicamente: al comienzo
y el fin de la historia, si bien esto es relativo, porque el ‘gesto’ de la violación parece ser interminable. El
primer párrafo corresponde a la voz de Esteban Trueba y el segundo a la de Alba, su nieta. Aquel viola a la
‘primera mujer’ producto de una ‘naturaleza fornida y sensual’ que lo desborda, mientras Alba se convierte en
el instrumento de la venganza de Esteban García, el nieto de Pancha García, nieto a su vez de Esteban Trueba.
El linaje de los huachos saldaría cuentas en el cuerpo de las mujeres de los ricos. Pero entonces, tanto las
mujeres ‘condenadas al destino de perra’, como las otras, son sólo el objeto de un conflicto entre furiosos
varones de una misma estirpe.
Alba y Pancha García parecen estar condenadas a someterse a este destino ‘inexorable’ de la venganza, y
no ofrecer resistencia, cuando la primera dice:
“Quiero pensar que mi oficio es la vida y que mi misión no es prolongar el odio, sino sólo llenar
estas páginas mientras espero el regreso de Miguel, mientras entierro a mi abuelo que ahora
descansa a mi lado en este cuarto, mientras aguardo que lleguen tiempos mejores, gestando la
criatura que tengo en el vientre, hija de tantas violaciones, o tal vez hija de Miguel pero sobre todo
hija mía”. (La Casa de los Espíritus, p.453)
Pero Alba no estaba condenada al destino de perra, sino que ha ocupado ese lugar como víctima de una
venganza. Una vez que se produce el golpe de Estado narrado en la novela, el personaje es apresado, torturado
y violado por Esteban García, un oscuro coronel que encuentra el momento preciso para ejecutar el ritual de la
violencia.
“Un día el coronel García se sorprendió acariciando a Alba como un enamorado y hablándole
de su infancia en el campo, cuando la veía pasar a lo lejos, de la mano de su abuelo, con sus
delantales almidonados y el halo verde de sus trenzas, mientras él, descalzo en el barro, se juraba
que algún día le haría pagar cara su arrogancia y se vengaría de su maldito destino de bastardo
(…) Ordenó que pusieran a Alba en la perrera y se dispuso, furioso, a olvidarla”. (La Casa de los
Espíritus, p.433)
Alba llega a esa posición porque ha salvado la vida otros perseguidos políticos, porque se ha hecho parte de
una lucha que no le corresponde, y sobre la cual el mismo personaje tiene dudas en un principio. Dudas que se
resuelven a través del amor que siente por Miguel, el estudiante de Filosofía, que luego se convertirá en el jefe
de la guerrilla que lucha en la clandestinidad.
“Miguel hablaba de la revolución. Decía que a la violencia del sistema había que oponer la
violencia de la revolución. Alba, sin embargo, no tenía ningún interés en la política y sólo quería
hablar de amor. Estaba harta de oír los discursos de su abuelo, de asistir a sus peleas con su tío
Jaime, de vivir las campañas electorales. La única participación política de su vida había sido salir
con otros escolares a tirar piedras a la Embajada de los Estados Unidos sin tener motivos muy
claros para ello (…) Pero en la universidad la política era ineludible”. (La Casa de los Espíritus,
p.336)
“Se avecinan tiempos muy malos, mi amor -explicó-. No puedo tenerte conmigo, porque
cuando sea necesario entraré en la guerrilla.
-A eso no se va por amor, sino por convicción política y tú no la tienes -replicó Miguel-.No
podemos darnos el lujo de aceptar aficionados.
A Alba aquello le pareció brutal y tuvieron que pasar algunos años para que pudiera
comprenderlo en toda su magnitud”. (La Casa de los Espíritus, p.349)
Alba llega por una mezcla de amor y rebeldía a hacerse parte de la lucha del Pueblo, pero no por un
convencimiento profundo de lo que está haciendo, y a pesar de todo logra sobrevivir al ‘espanto’. Pero hay
otra mujer que tiene peor destino. Me refiero al personaje de Amanda. Ella aparece en la mitad del relato,
emerge del mundo de las artes esotéricas, del mundo femenino de Clara, y al cual pertenece uno de sus hijos:
Nicolás, quien seducirá a todas las mujeres de la hacienda, pero sin la violencia del padre, sino con la
suavidad de la madre, “con artes de galantería que jamás se habían visto en la zona”.
Amanda, un poco mayor que él, “lo inició en la meditación yoga y en la acupuntura”; luego se inicia en la
filosofía existencialista, se viste de negro y experimenta con drogas. Parece ser una mujer completamente
independiente y autónoma que despierta el interés de los dos hermanos Trueba -Jaime y Nicolás- pero que
esconde un secreto: la pobreza de su condición de clase media, de vida en pensión y a cargo de un hermano
pequeño.
“Amanda le contó de su pasado, de su familia, de un padre alcohólico que era profesor en una
provincia del Norte, de una madre agobiada y triste que trabajaba para mantener a seis hijos y de
cómo ella, apenas pudo valerse por sí misma, se fue de la casa. Había llegado a la capital de
quince años, a casa de una madrina bondadosa que la ayudó por un tiempo. Después, cuando su
madre murió, fue a enterrarla y a buscar a Miguel, que era todavía una criatura en pañales. Desde
entonces le había servido de madre. Del padre y del resto de sus hermanos no había vuelto a
saber”. (La Casa de los Espíritus, p.249)
“Para reconocer a Amanda, sin embargo, se necesitaba haberla amado mucho (…) Jaime la
observó con tristeza, comprendiendo en ese instante el abandono, los años de miseria, los amores
frustrados y el terrible camino que esa mujer había recorrido hasta llegar al punto de desesperanza
donde se encontraba. La recordó como era en su juventud, cuando lo deslumbraba con el revoloteo
de su pelo, la sonajera de sus abalorios, su risa de campana y su candor para abrazar ideas
disparatadas y perseguir ilusiones. Se maldijo por haberla dejado ir y por todo ese tiempo perdido
para ambos”. (La Casa de los Espíritus, p.355)
No se nos dice cuál fue exactamente el camino que recorrió Amanda, pero al parecer experimentó
demasiado. A pesar de que se recobra de la adicción a las drogas, un renovado amor por Jaime -el hermano
Trueba ‘correcto’- le entregará una felicidad ilusoria, y finalmente morirá en medio de las torturas a las que
las someten los militares para que delate a su hermano. Cumpliendo su destino: dar la vida por Miguel,
simulando ser su madre, simulando estar en el mundo. Simulando, como su clase.
Cabe señalar brevemente, que la figura de los hermanos Trueba, los varones, es bastante particular. Jaime y
Nicolás son más bien hijos de la madre que del padre. Son educados en un colegio inglés, lejos de la hacienda,
lejos de la religión católica, lejos de una serie de costumbres que reproducen el orden hacendal. Y
efectivamente ambos pertenecen más al mundo de la ciudad que del campo, a las amistades y conocimientos
de la madre. Y es en este contexto urbano donde se relacionan con Amanda, la otra mujer. Pero sus destinos
también son trágicos, al menos el de Jaime, médico que cumple una suerte de apostolado en los sectores
populares de la ciudad, cercano al Presidente, no comparte la idea de la violencia, pero es víctima de ella.
Mientras, Nicolás desaparece de la historia expulsado por el padre, que no soporta su conducta.
De estos destinos ya marcados, la única figura femenina que consigue salir indemne, y al contrario, obtiene
una cuota de poder real en el mundo, es Tránsito Soto: la prostituta emprendedora y comprensiva (un viejo
estereotipo), que gracias a un préstamo que le hace Esteban Trueba, cuando trabajaba en el prostíbulo del
pueblo cercano a las Tres Marías, pone un negocio propio y llega a hacerse famosa en el círculo de los
poderosos. Tránsito, sobrevive a los cambios políticos y económicos, pero menos a los sociales, la ‘liberación
femenina’ parece no convenirle:
“(…) porque por culpa de la libertad de las costumbres, el amor libre, la píldora y otras
innovaciones, ya nadie necesitaba prostitutas, excepto los marineros y los viejos. Las niñas
decentes se acuestan gratis, imagínese la competencia, dijo ella”. (La Casa de los Espíritus, p.437)
Tránsito maneja un conocimiento oculto a los ojos de las mujeres comunes y corrientes, las mujeres
‘decentes’, como supone el personaje de Esteban Trueba al saber que ha cumplido el favor que le pidió:
liberar a Alba de los militares.
“Supongo que usó el conocimiento del lado más secreto de los hombres que están en el poder,
para devolverme los cincuenta pesos que una vez le presté. Dos días después me llamó.
-Soy Tránsito Soto, patrón. Cumplí su encargo -dijo. (La Casa de los Espíritus, p.355)
Pero tal vez lo que permite a Tránsito Soto sobrevivir, es el reconocimiento de la autoridad. Tránsito ha
migrado del campo a la ciudad, y se ha integrado a ella materialmente, pero se mantiene en los márgenes de lo
que representa. A pesar del éxito económico obtenido, de la red de influencias que maneja, décadas después
de su primer intercambio con Trueba, éste seguirá siendo su patrón, no se encuentran en un plano de igualdad.
Al reconocerlo como tal, reconoce su propio lugar en el orden social, porque su poder emerge precisamente
de aquello que se oculta: la sexualidad. Y en el imaginario tradicional de los géneros, la prostituta es la única
que puede acceder al conocimiento de la sexualidad, o al menos admitir que abiertamente su sexualidad sin
sublimarla. Tránsito Soto y Esteban Trueba han resuelto la dominación sexual, mediante el intercambio
económico, han establecido una alianza, pero nunca podrán hacer otra cosa. Es lo uno o es lo otro.
En la novela de Allende, las mujeres y hombres cobran sentido a partir del orden familiar, y desde allí sus
figuras son proyectadas hacia el mundo exterior. La familia Trueba-del Valle es la que articula el orden,
incluyendo y excluyendo; los únicos que se mantienen fuera, pero no logran constituir una familia son los
hermanos Trueba (el lado masculino, el hermano de Clara y los hermanos, son libres pero solitarios) las
mujeres se relacionan con los hombres del pueblo, con los otros hombres, en una suerte de mestizaje
invertido.
No mencioné a Clara del Valle, la madre, porque ella de alguna manera está presente en toda la narración.
Son sus diarios de vida -los ‘cuadernos de anotar la vida’- los que articulan el relato. Hacia el final sabemos
que una de las voces que narran la historia de los Trueba es la de Alba, que ha rescatado la memoria de su
familia a través de los diarios de su abuela. Y a través de ellos ha conseguido sobrevivir al ‘espanto’, de
alguna forma ha recuperado su identidad, diremos nosotros. Hay otra voz, que corresponde a la de Esteban
Trueba, quien de alguna manera al ir narrando la otra parte de la historia, va justificando sus acciones. Pero
sospecho que ambas voces son expresión de una misma conciencia, que parece desdoblarse en una voz
femenina y otra masculina, pero que hablan desde la misma clase. Las mujeres del campo sometidas a la
violencia sexual del patrón, son ‘habladas’ por las otras mujeres, homologando sus experiencias pero
eludiendo el significado de esa violencia desde su propia experiencia más allá de ocupar el lugar que antes
tuvieron sus madres y abuelas. Son representadas como parte de lo mismo. Efectivamente lo son, al
convertirse en madres de los hijos no reconocidos, se hacen parte de un mismo linaje, y es ahí donde además
parece estar la fuente del conflicto.
Decía en un comienzo que pretendía analizar las imágenes de Familia, Nación y Clases, que se desprenden
de la lectura de La Casa de los Espíritus. Me parece lo que opera es la metáfora de la familia como nación. La
historia de Chile es la historia de los Trueba, la alianza matrimonial, los vínculos de parentesco existentes
entre la oligarquía y la alta burguesía, entre los conservadores y los liberales, entre el laicismo y la religión,
etc. Vínculos que hacen del castigo a los iguales, algo intolerable. La identidad cultural emerge de la
homogeneización: somos todos iguales porque tenemos un origen y un destino común. El conflicto surge
entonces entre los Trueba legítimos y los bastardos, los que son reconocidos como iguales y los no
reconocidos, los excluidos. Por lo tanto, el quiebre que se produce al final de la historia es un quiebre entre
parientes que han sido negados. El rencor y el resentimiento de personajes oscuros y planos como el de
Esteban García, sólo encuentra en la coyuntura histórica la oportunidad de desatar la violencia como parte de
su búsqueda de reconocimiento. Pero si la violencia ya está escrita en el libro de los Trueba, no deja de ser
una metáfora inquietante sobre el destino de nuestra sociedad.-
Notas
[1] Ver octava edición, correspondiente a Nuevas Ediciones de Bolsillo, Buenos Aires, 2007.
[2] Desde su primera edición en el año 1982, ha sido traducida a 25 idiomas, adaptada al cine y al teatro.
Información disponible en página web oficial de la autora: http://www.clubcultura.com (en inglés
http://www.isabelallende.com) Sobre el tema Allende ha señalado: "Siempre se piensa que todo lo
comercial es malo, lo cual implica una subestimación del lector. Es partir de la base de que los
lectores son tontos y que sólo leen lo que no tiene calidad. A veces me dicen ¿por qué copias a García
Márquez? Si llevo 20 años escribiendo, ¿crees que la gente no se daría cuenta de que copio?". Ver:
"Siempre se piensa que todo lo comercial es malo", en El Mercurio de Valparaíso, 25 de octubre de
2000, Cuerpo C, p.10.
[3] Como Marcela Serrano y Alberto Fuguet. Sobre Allende y Serrano ver: “¿Por qué los escritores
chilenos no las quieren?” Andrés Gómez, en La Tercera, 13 de mayo 2001, p.52. Sobre Alberto
Fuguet, “Amor sobre Ruedas”, Susana Munich.
[4]La novela habría circulado clandestinamente en Chile, prohibida por el gobierno de los militares. Ver
entrevista realizada a la autora: “Quise retratar a América Latina”, La Bicicleta Nº44, Santiago, marzo
1984. Pp.30-40
[5] En un artículo sobre la autora, el entrevistador señalaba: “Para bien o para mal, la imagen de Chile en
el mundo la está forjando Isabel Allende”. Hasta la fecha del artículo, La Casa de los Espíritus, había
vendido más de 10 millos de copias. Ver: “Isabel de América” de Jorge Heine. Capital, Santiago, 19
de julio al 1 de agosto de 2002. Pp. 114-120.
[6]En el artículo recién citado, se recogen diversas opiniones sobre la escritora. Hay una que me parece
particularmente sugerente: “El escritor chileno Luis Sepúlveda destacó de su compatriota algo que él
mismo ha conseguido "Cuando Isabel puso el punto final de Eva Luna, logró tatuarse un símbolo que
honra su epidermis: dejó de ser chilena, peruana o venezolana, y pasó a ser intensamente
latinoamericana". Yo agregaría que pasó a ser intensamente norteamericana. En efecto, lo que la ha
alejado de toda posibilidad de ingresar al panorama literario hispanoamericano es que, rápidamente,
pasó de ser una autora chilena a una 1atinoamericana. Antes que alguien pudiera entender el cambio,
Allende dio otra vuelta de carnero y se transformó lisa y llanamente en la primera autora
norteamericana que escribe en español. Alberto Fuguet. Revista Nexos”. (El subrayado es mío)
[8] El antropólogo mexicano Roger Bartra señala que la legitimidad del Estado moderno radica en lo que
él denomina como las “redes imaginarias del poder político”, en las que los mitos y la cultura nacional
constituyen sus elementos principales. Esta red está compuesta por instituciones, relaciones sociales e
ideas que tienen en común su carácter de mediación entre el individuo y el Estado moderno. “Cada
uno de los elementos de que se compone esta estructura de mediación tiene sin duda diversas
funciones, sean económicas, sociales, políticas, ideológicas, etcétera. Sin embargo, en su conjunto
estos elementos tiene la particularidad de ser una transposición de los conflictos y contradicciones de
clase a una red imaginaria que proporciona coherencia, unidad y estabilidad a la sociedad”. Esta red
imaginaria resolvería el conflicto de clase, mediante la delimitación de los lugares que a cada sujeto
social le correspondería, y para ello se hace necesario un relato mítico que genere un escenario
compartido otorgándole sentido a los sucesos históricos (1981:12).
[9]Huacho, palabra de origen quechua, refiere al niño huérfano o abandonado por sus padres, en el caso
de la sociedad chilena se aplica específicamente al abandono paterno.
[10] Categoría que fue eliminada con la Ley Nº19585 de 1998, que modifica el código civil y otros
cuerpos legales en materia de filiación, igualando a los hijos ante la ley. Fuente: Biblioteca del
Congreso Nacional. http://www.bcn.cl
[11] Porque es una temática que ha estado presente en otros textos literarios (no me refiero al realismo
mágico), con los cuales la conexión es evidente, por ejemplo, en la novela de Eduardo Barrios, Gran
Señor y Rajadiablos, el personaje principal, también un patrón de fundo, reflexiona sobre su
relaciones con las mujeres campesinas: “A ellas pertenecen esos amoríos o dominaciones de macho en
las chicas de la peonada. Son ellas también sexo predominante. El amor actúa en ella a dictados del
celo (…) Que le guardaran reconocimiento y respeto (…) Además, él las quiere: después de poseerlas,
viéndolas humildes y felices, le nace una gran ternura. Suelen acometerle remordimientos de pecador,
y al sentirse dueño de sus esclavas, obligase de todo corazón a protegerlas (…) Las que le han parido
un hijo, en particular, adquieren continente de sometidas al caballero feudal. Este fenómeno le mueve
a pensar ¿De dónde les vendrá esta condición? De España, muy probable; acaso de moros y
araucanos. Pero tal es el hecho. Y ésa la costumbre de nuestros campos, hasta que… ¡Dios dirá hasta
cuándo lo tiene así permitido! (Pp.147-148)
Bibliografía
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Páginas web visitadas
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