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Jorge Ortiz Sotelo.

Visiones peruanas de la guerra

VISIONES PERUANAS DE LA GUERRA


815
1
Jorge Ortiz Sotelo
Instituto Riva-Agüero
thalassajos@gmail.com

Recibido: 18/06/2013
Aprobado: 19/07/2013

Resumen
Este ensayo discute las visiones en torno a la guerra que el Perú ha tenido a través de su
historia. Se aborda la difícil tarea de definir la guerra propiamente dicha para
preguntarse sobre su papel en la historia. El ensayo se centra en las formas cómo las
experiencias bélicas han sido analizadas en nuestro país y qué lecciones se han obtenido
de ellas.

Palabras clave: Perú, Historia; Guerra en la historia; Historiografía; Carlos Dellepiane

PERUVIAN VISIONS ON WAR

Abstract
This essay discusses the visions about war that Peru has had throughout its history. It
addresses the difficult task of defining the war itself to wonder about its role in history.
The essay focuses on the ways war experiences have been analyzed in our country and
what lessons have been obtained from them.

Key words: Peru, History; War in history; Historiography; Carlos Dellepiane

1
Historiador y marino. Estudios de Historia en la Pontificia Universidad Católica del Perú, con estudios
de especialización en historia marítima e imperial británica en la Universidad de Londres (Reino Unido),
y doctor en Historia Marítima por la Universidad de Saint Andrews (Escocia, Reino Unido). Es secretario
general de la Asociación de Historia Marítima y Naval Iberoamericana, y miembro correspondiente de la
Academia Chilena de la Historia y de la Academia de Historia Naval y Marítima de Chile, entre otras
instituciones. Ha ejercido la docencia en el Perú y en la Academia Naval de los Estados Unidos. Entre sus
publicaciones se pueden mencionar De los botes y la mar en la costa peruana (2012), Diccionario
biográfico marítimo peruano, con Alicia Castañeda Martos (2007), y Perú y Gran Bretaña: política y
economía (1809-1839), a través de los informes navales británicos (2005).

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En este mismo evento, Seminario Internacional: Historia, Ejército y Sociedad, tenemos
una mesa dedicada a la visión andina de la Guerra del Pacífico, lo que implica la
existencia de otras visiones, y obviamente otras guerras, que deberíamos analizar para
comprender cómo los peruanos hemos enfrentado los diversos momentos en que
vivimos ese fenómeno.

Para ello quizá debamos tener algunas definiciones de trabajo sobre la guerra
propiamente dicha. Hecho esto, habría que preguntarse si las lecciones de estas guerras
deben limitarse al periodo republicano o deben ir más atrás. Finalmente, habría que
abordar la forma cómo esas experiencias bélicas han sido analizadas y qué lecciones
hemos obtenido de ellas.

Los actores tradicionales de las guerras son los estados, pero no son los únicos que
participan en los actos bélicos, pues también lo han hecho y siguen haciéndolo diversos
grupos organizados. Las guerras surgen cuando los intereses de dos o más de estos
actores colisionan, pudiendo estar dichos intereses vinculados a lo económico, lo
ideológico, al entorno internacional, a las presiones internas o a la propia supervivencia
de uno de ellos. Difícilmente, una de estas razones explica, por sí sola, la decisión de
recurrir a la violencia. Por lo general, tal decisión se puede comprender mejor si la
analizamos desde varias perspectivas a la vez.

Cuando los intereses que colisionan son más importantes que los que están alineados,
surge un conflicto, que si no es adecuadamente manejado puede escalar y generar una
crisis. En ese proceso, los actores emplearán diversos medios para imponer su voluntad,
y eventualmente uno de ellos puede optar por la violencia, dando inicio a la guerra.

Usualmente, la guerra concluye con la imposición de la voluntad de una parte sobre la


otra, cuando ninguna de las dos puede imponerse o cuando un tercero presiona a ambas
para detenerla; pero luego hay que encontrarle solución al conflicto para evitar que la
violencia vuelva a estallar. Para ello es necesario aplicar medidas que permitan que los
actores beligerantes logren una mejor relación que la que tuvieron antes del inicio del
conflicto, algo que se conoce como una mejor condición de paz.

Las guerras son actos políticos, y en consecuencia su objetivo se ubica en ese ámbito y
ha sido definido de muchas maneras, pero para efectos prácticos denominaremos a
dicho objetivo político como el Objeto de la Guerra.

Alcanzarlo es responsabilidad del más alto liderazgo político, e implica el empleo de


todos los medios disponibles, principalmente la diplomacia, la inteligencia y la fuerza,
cuyo accionar integrado obedece a lo que denominaremos la Gran Estrategia.

Obviamente, esto implica un proceso permanente, pues, como se ha mencionado, las


guerras vienen a ser la parte violenta de un conflicto que surge de la confrontación de
intereses igualmente permanentes o de importancia vital. Esto no implica que no surjan
situaciones imprevistas, pero eso es justamente lo que se debe tratar de evitar a través de
los sistemas de inteligencia, y de las capacidades de respuesta que podamos desarrollar
en los ámbitos diplomáticos y militares.

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De la paz a la guerra, y a la paz nuevamente. Adaptado de Michael S. Lund. Early


Warning and Preventative Diplomacy, 1996, p. 386.

En resumen, la guerra es esencialmente un tema político y requiere un claro liderazgo


de ese tipo para que todos los elementos disponibles puedan unir esfuerzos para hacer
prevalecer la voluntad de un actor sobre otro. Naturalmente, al ser la guerra un acto que
necesariamente implica violencia, muchas veces se le ubica en el ámbito militar, pero
como una parte no puede definir al todo, esto no solo es incorrecto sino que además
lleva a distorsionar su comprensión y desarrollo.

Para el logro del Objeto de la Guerra se debe definir el tipo de guerra que se debe llevar
a cabo, pudiendo ser de naturaleza muy variada, como lo fueron la del Cenepa (1995) o
la del Pacífico (1879-1883), limitada la primera y cercana a lo total la última. Tanto la
diplomacia como la inteligencia y la fuerza, de manera estrechamente coordinada,
deben concebir objetivos específicos para contribuir a dicho logro, y diseñar estrategias
en sus respectivos ámbitos para alcanzarlos.

Dichas estrategias se aplican en el teatro de la guerra, que comprende el espacio donde


será necesario actuar para el logro del Objeto de la Guerra, siendo una de ellas la
estrategia militar.

Hay muchas definiciones válidas sobre la estrategia militar, pero de todas ellas prefiero
la de Sir Basil Liddell-Hart, quien señala que es “el arte de distribuir y aplicar los
medios militares de modo de cumplir con los fines de la política”2. Para ello se debe
concebir objetivos específicos, a ser logrados mediante esfuerzos estratégicos
considerables, usualmente llamados operaciones militares, las que se desarrollan en un

2
Liddell Hart. Estrategia de Aproximación Indirecta. Buenos Aires: Editorial Rioplatense, 1973, p. 343.

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espacio geográfico denominado teatro de operaciones. La estrategia operacional es la


que permite conducir una fuerza al combate de modo de lograr condiciones de 818
superioridad al momento de enfrentamiento, sea este un combate o una batalla.

A grandes rasgos, estas son algunas definiciones de trabajo sobre la guerra que nos
permitirán avanzar en este análisis.

El siguiente tema es discutir es si las visiones de la guerra deben limitarse al periodo


republicano o deben ir más atrás.

El Perú de hoy es, a no dudarlo, un país pluricultural, fruto de un largo proceso de


mestizaje, en el que la presencia del estado ha tenido muy variadas formas desde la
aparición de los señoríos y reinos regionales. En ese devenir, hemos sostenido
numerosas guerras, muchas documentadas solo por la arqueología, otras por diversos
testimonios coloniales, y finalmente las del periodo republicano, algunas de ellas con
protagonistas vivos, que han dejado una huella más profunda en el ser colectivo
nacional.

Pero, finalmente, la guerra es fruto del quehacer humano, y si bien implica violencia,
también requiere creatividad. La materia prima de la guerra sigue siendo el individuo,
cuya imaginación y comportamiento no son siempre predecibles, aun cuando utilice
métodos y medios científicos con carácter instrumental. En consecuencia, aún cuando
pueda resultar chocante, la guerra es un acto cultural en tanto y en cuanto es la creación
de un conjunto social.

En tal sentido, desde mi punto de vista, la experiencia peruana en el ámbito de la guerra


debe abarcar nuestro proceso histórico como un todo, dividido quizá por los distintos
sistemas de gobierno que hemos tenido. Y su adecuado estudio y análisis nos debe
brindar algunas lecciones de largo aliento.

Claro que para estos análisis se requiere información, la que puede ser escasa en
determinados casos, que no son solo los más antiguos, pero es muy importante tener una
visión de conjunto que permita encontrar aquellos elementos que pueden llegar a
constituir las grandes tendencias peruanas en la forma de pensar y hacer la guerra.

Dicho esto, cabe señalar que resulta difícil precisar cuántas guerras hemos sostenido.

La arqueología brinda numerosas evidencias sobre el uso de la violencia por parte de los
pequeños señoríos, reinos o imperios en el gran espacio andino. Obviamente, la
información es menor mientras más atrás vamos, pero se va tornando más densa en la
medida en que nos acercamos al proceso de expansión inca. Pese a ello, podemos
extraer algunas lecciones. Por ejemplo, este último proceso permite analizar la forma
como se complementaron la acción diplomática y militar, alcanzando un adecuado
balance entre las estrategias de la acción y de la disuasión, y la imbricación entre las
estrategias ofensiva y defensiva llevadas a cabo en el sur de Chile.

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Guerreros Moche.

La irrupción europea en el mundo andino confrontó dos tradiciones políticas y militares,


de las que surgió un sistema defensivo que debía atender tanto las amenazas externas
como las internas.

Las primeras tuvieron carácter esporádico y actuaron esencialmente sobre el comercio y


algunos puertos americanos. La respuesta a ello fue la fortificación de algunos de estos
últimos y la creación de dos instituciones militares peruanas: la Armada de la Mar del
Sur, que con algunas interrupciones funcionó desde 1579 hasta 1746; y el presidio del
Callao, formado por cinco compañías de infantería que debían defender ese puerto y
dotar las naves, creadas antes de 1590 y extinguidas definitivas en 17863. Ambos
mecanismos, apoyados por naves mercantes armadas y por milicias embarcadas,

3
Jorge Ortiz Sotelo. Acción y valor (Historia de la Infantería de Marina del Perú). Lima: Forza-
Securitas, Asociación de Oficiales Infantes de Marina, 2010, pp. 23-33.

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lograron conjurar las amenazas representadas por los corsarios isabelinos (1579-1594),
las incursiones neerlandesas en el marco de la Guerra de los Ochenta Años (1599-1643), 820
la de los franceses en el contexto de la Guerra de Sucesión Española (1700-1725) y la
presencia naval británica durante la Guerra de Sucesión Austriaca (1740-1748).
Asimismo, en el último cuarto del siglo XVII debió conjurar la amenaza de los piratas4.

Tras la desaparición de la Armada de la Mar del Sur, la defensa marítima del Pacífico
Sur estuvo a cargo de la Real Armada basada en el Callao. Apoyada y a veces sustituida
en parte por las naves de los comerciantes limeños, esta fuerza debió enfrentar las
secuencias locales de la guerra de los Siete Años (1756-1763), la de la Francia
Revolucionaria (1793-1795) y las tres sostenidas con Gran Bretaña (1779-1783, 1796-
1802 y 1804-1808); así como luchar contra el contrabando a partir de 17905.

La defensa en tierra contó con dos fuerzas permanentes, la primera estaba formada por
las reducidas compañías de alabarderos, arcabuceros y piqueros, que en esencia
formaban la guardia del virrey6; mientras que la segunda era el llamado ejército de
Chile, cuya función específica era controlar la frontera mapuche. El grueso de la
defensa descansó en las milicias ciudadanas, de pobre rendimiento en el caso de las
amenazas externas, pero de mejor comportamiento para atender las internas.

Las más importantes de este segundo tipo de amenazas fueron la de Juan Santos
Atahualpa (1740-1750) y la iniciada por José Gabriel Condorcanqui en 1780. La
extensión de esta última motivo la reforma del sistema militar peruano, reforzado
inicialmente por unidades peninsulares, que pasó a estar integrado por unas pocas
unidades permanentes, basadas esencialmente en Lima pero con presencia también en
Chiloé.

Este fue el esquema general con el que el virreinato peruano debió enfrentar las guerras
de independencia americana. En el marco de las cuales los regimientos locales se vieron
envueltos en diversas acciones a partir de 1809, actuando en los actuales territorios de
Ecuador, Bolivia, Argentina y Chile. Solo a partir del segundo semestre de 1814, una
vez expulsados los franceses de España, comenzaron a llegar refuerzos peninsulares,
pero en la medida en que pasaron los años dichas fuerzas se fueron haciendo cada vez
más criollas y mestizas7.

Algo parecido sucedió con la oficialidad realista, formada en un considerable porcentaje


por criollos. De esa manera, la independencia americana debe ser entendida más como
una gran guerra civil, y su análisis tiene que tomar en cuenta estos factores.

4
Pablo Emilio Pérez-Mallaína Bueno y Bibiano Torres Ramírez. La Armada de la Mar del Sur. Sevilla:
Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1987. Peter T. Bradley. Spain and the Defence of Peru 1579-
1700 (Raleigh, NC, lulu.com, 2009).
5
Jorge Ortiz Sotelo. La Real Armada en el Pacífico Sur (1746-1824). México: Universidad Nacional
Autónoma de México, en prensa).
6
Guillermo Lohmann Villena. Las Compañías de Gentileshombres Lanzas y Arcabuces de la guarda del
Virreinato del Perú. Sevilla: Escuela de Estudios Hispano-Americanos, separata del t. XIII del Anuario
de Estudios Americanos.
7
Julio Albi de la Cuesta. Banderas olvidadas: el ejército realista en América. Madrid: Ediciones de
Cultura Hispánica, 1990.

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Las lecciones que nos dejan esos tres siglos de gobierno virreinal son varias. La primera
y más obvia es que los medios militares disponibles resultaron insuficientes para 821
defender el amplio espacio del virreinato ante ataques de fuerzas extranjeras. Pero la
tarea primaria que eventualmente se asignó a dichos medios fue la protección de las
remisiones de caudales o situados, inicialmente en la ruta que unía Arica, Callao y
Panamá, y luego hacia las plazas con guarniciones militares. En tal sentido, podemos
señalar que la estrategia defensiva fue la prevaleciente, en concordancia con los medios
disponibles. Eventualmente se optó por una estrategia ofensiva, lográndose algunos
éxitos, como la captura de Hawkins en 15948, o de más de una docena de balleneros
británicos en 1797; pero no faltaron los desastres, como la derrota sufrida en Cerro Azul
en 1615 ante la flota de Spilbergen9.

Las lecciones de los conflictos internos pueden ser más interesantes aún. En primer
lugar, la clara división que existió entre el poder político y el poder militar, algo que se
quebró con el motín de Aznapuquio (1821) y se tornó más difuso durante la república,
permitió que se actuara con relativa eficacia para enfrentar ese tipo de situaciones.

El empleo de fuerzas y mandos locales (milicias) facilitó la respuesta ante emergencias


puntuales, dándole tiempo al aparato estatal español para reaccionar y reforzarlas con
tropas peninsulares cuando estas crisis internas alcanzaron mayor envergadura, como
fue el caso de la rebelión iniciada por José Gabriel Condorcanqui.

Tras la reforma militar que siguió a esa rebelión, el mando militar estuvo usualmente en
manos de peninsulares, pero los criollos mantuvieron una presencia mayoritaria e
incluso llegaron a ejercerlo, como fue el caso del arequipeño brigadier José Manuel de
Goyeneche, al frente de las fuerzas que combatieron en el Alto Perú entre 1809 y 1813.
También hubo presencia indígena en los mandos militares, siendo uno de los casos más
conocidos el del cacique y coronel de infantería española Mateo Pumacahua.

8
Juan Gargurevich Regal. ¡Capturamos a Hawkins! Lima: La Voz, 2010.
9
Jorge Ortiz Sotelo. Nuevos detalles sobre la expedición de Spilbergen a la Mar del Sur. Derroteros de la
Mar del Sur n° 18-19 (2010-2011), pp. 97-119.

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Brigadier Mateo Pumacahua (Museo Inka, Cusco). 823

El tema de la cohesión interna de las fuerzas coloniales también deja algunas lecciones
de interés. No hubo mayores problemas hasta la época de la emancipación, pese a la
amenaza que representó la Gran Rebelión Andina. La cohesión comenzó a
resquebrajarse a raíz de la implosión del estado español, siendo quizá el elemento de
mayor importancia el liberalismo representado por la Constitución de 1812 y su
abolición por parte de Fernando VII al ser restaurado dos años después. Pero esta
situación se presentó esencialmente entre la oficialidad, tanto peninsular como criolla,
haya sido esta profesional o miliciana. Para el grueso de las tropas coloniales la
fidelidad a sus jefes continuó hasta el final, salvo casos puntuales como el del batallón
neogranadino Numancia, que se pasó a las fuerzas independentistas en diciembre de
1820. Cabe recordar que en la batalla de Ayacucho menos del 10% del ejército realista
era peninsular, y que no faltaron peninsulares en las fuerzas independentistas.

Las motivaciones para la fidelidad de la tropa americana a la causa realista son diversas.
La oficialidad tuvo un papel preponderante, los terribles castigos por deserción también
jugaron su rol, pero quizá podamos encontrar respuestas más complejas si nos
acercamos a este tema desde disciplinas como la sociología militar. El sentido de nación
era aún endeble, o al menos transitaba entre la idea de la nación española y la emergente
nación peruana/americana. No era pues un tema ideológico, sino quizá algunas
motivaciones más primarias, como la lealtad a un individuo determinado o la cohesión
del grupo primario, que se volverían a presentar una y otra vez durante el periodo
republicano.

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Coronela del regimiento de Abancay, tomada en la batalla de Salta, Salta 20 de febrero


de 1813 (Museo de Historia, Buenos Aires).

Los complejos años iniciales de la república generaron una terrible distorsión en el


campo de la guerra, pues en la figura del caudillo quedó refundido el mando político y
militar. En cierta medida, esto era un retroceso a las formas medioevales de hacer la
guerra, dando como resultado una generalizada confusión entre los objetivos políticos y
militares. Obviamente, si no está claro lo que debe orientar uno de los más altos
desafíos para una sociedad políticamente organizada, difícilmente se podrá concebir una
gran estrategia que permita alcanzarlo.

Esto se hizo evidente tanto en el caso de conflictos internos como externos, resultando
tristemente aleccionadoras las actuaciones de Andrés de Santa Cruz al frente de la

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Confederación Perú-Boliviana, y la de Nicolás de Piérola durante la Guerra del Pacífico.


En mayor o menor grado cayeron en el mismo error los presidentes José de La Mar, 825
Agustín Gamarra y Mariano Ignacio Prado, basados en buena medida en el temor a
perder el poder político ante un jefe militar exitoso.

Esta actitud marcó la forma de relacionarse entre ambos poderes, en una etapa en que la
oficialidad militar no había logrado constituirse aún en un cuerpo profesional. El
surgimiento de un nuevo militarismo, luego de la Guerra del Pacífico, no hizo sino
ahondar la desconfianza entre la elite política y el creciente corporativismo militar,
fortalecido por la profesionalización del ejército facilitada por la misión militar
francesa. Esta situación se tornó más compleja con el surgimiento de los partidos
políticos populares, que fueron sumando a ese entorno de desconfianzas a significativos
sectores de las elites intelectuales y económicas.

El resultado de ese proceso fue una confusa dirección de las guerras recientes, en las
que nuevamente el objetivo político muchas veces cedía paso al objetivo militar.
Ejemplo de ello fueron las guerras con Ecuador de 1941 y 1981, la lucha contra las
guerrillas y la lucha contra el terrorismo, fortaleciendo la percepción de que la guerra
más que un tema político era un problema militar.

Distinto fue el caso del conflicto del Cenepa, pues se definió desde un primer momento
el Objeto de la Guerra, y aunque dicho Objeto impuso severas limitaciones al uso de la
fuerza, finalmente se logró hacer prevalecer nuestros intereses gracias a un adecuado
uso de otros medios.

Otro elemento sustantivo en el análisis de la guerra durante el periodo republicano es la


estructura de las fuerzas militares, fundamentalmente el ejército. Hasta la reforma
llevada a cabo por Piérola, a fines del siglo XIX, su oficialidad no contó con un centro
de formación. Salvo esporádicos esfuerzos llevados a cabo desde 1823, dicha formación
se llevaba a cabo en las unidades, lo que daba resultados dispares y no contribuía a
forjar el necesario espíritu de cuerpo que se requiere en toda institución militar. La
preparación táctica podía ser satisfecha en esa instancia, pero no había un mecanismo
que brindara preparación estratégica a quienes debían eventualmente constituir sus altos
mandos. Si bien algunos líderes político/militares llegaron a concebir estrategias
adecuadas, como en los casos de Santa Cruz en la campaña contra la primera expedición
restauradora o de Prado en la campaña naval y en la de Tarapacá de la Guerra del
Pacífico; hubo también concepciones desastrosas, como la de Piérola para la defensa de
Lima en 1881.

La conformación de las fuerzas militares durante los primeros cincuenta años de vida
republicana siguió, en esencia, las estructuras adoptadas durante la guerra de la
independencia, reflejando en alguna media las lecciones de las guerras napoleónicas.
Las unidades proliferaron en función de las urgencias políticas, y obviamente sus
integrantes se vieron fuertemente influenciados por los caudillos a los que servían
durante las numerosas guerras internas que se vivieron. El punto culminante de ese
proceso de deformación militar fue la revolución de los hermanos Gutiérrez (1872), que
llevó a que el presidente Pardo redujera el ejército de línea de manera sustantiva, a la
vez que tratara de introducir algunos elementos modernos en su equipamiento y
preparación.

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La crisis económica, y luego la Guerra del Pacífico, interrumpieron ese proceso, que 826
solo fue retomado luego de la guerra civil de 1895, cuando la misión militar francesa
inició una profunda reforma que tuvo su piedra angular en la formación de la
oficialidad10. Estos cambios tuvieron varios efectos, entre ellos la aparición de una
mentalidad militar enfocada en la construcción de la nación, el paulatino surgimiento de
un espíritu de cuerpo, la aparición de revistas profesionales y la mejora en la
preparación de los mandos militares en temas estratégicos.

Es en este último campo donde se deben analizar las experiencias bélicas peruanas y las
lecciones que de ellas podemos extraer.

Los grandes pensadores sobre temas estratégicos han realizado procesos similares,
analizando tanto los conflictos en los que su propio país ha participado como los de
otros países, determinando de ese modo las grandes tendencias que rigen tanto la guerra
como la forma de enfrentarla para prevalecer. La construcción de modelos teóricos
puede remontarse varios miles de años si partimos de Sun Tsu, pero en tiempos
modernos los que más han influido en ese tipo de estudios son Karl von Clausewitz,
Antoine-Henri Jomini, Julian Stafford Corbett, Basil Liddell-Hart y André Beaufre.

En el caso peruano, el análisis histórico de nuestras guerras ha sido usualmente poco


crítico, y en muchos casos ha lindado e incluso sobrepasado lo laudatorio, resaltando
actos ciertamente heroicos sin señalar que estos se han producido en el contexto de
operaciones pobremente concebidas o mal ejecutadas, o con medios inadecuadamente
alistados para cumplir su cometido primario. De alguna manera hemos creado una
mitología heroica de manera inversamente proporcional a la cantidad de éxitos
obtenidos en el campo de batalla.

Por ejemplo, la campaña de Tarapacá, en noviembre de 1879, fue concebida de manera


de que dos fuerzas se concentraran y expulsaran a la fuerza expedicionaria chilena
desembarcada en Pisagua. No había muchas más opciones estratégicas, y en
consecuencia la idea era buena, pero lamentablemente su ejecución fue desastrosa. Una
de las fuerzas simplemente no continuó su aproximación, y la otra fue empeñada en un
enfrentamiento sin la decisión necesaria para obtener una ventaja sustantiva. Si bien las
fuerzas nacionales sobrevivientes a la batalla de San Francisco lograron una notable
victoria en la de Tarapacá, esta no tuvo incidencia en la campaña, pues su aislamiento
del otro núcleo de fuerzas propias hacía imposible que se volviera a obtener la
superioridad suficiente para expulsar a las contrarias.

La historiografía rescata los hechos heroicos de los soldados peruanos tanto en Pisagua
como en San Francisco y en Tarapacá, pero el heroísmo no gana las guerras. Esto solo
se logra con una adecuada combinación de concepción estratégica y conducción
operacional.

El primero, y hasta ahora el único en intentar un análisis crítico de nuestras guerras fue
el general Carlos Dellepiane. Su Historia Militar del Perú se inicia con una sugerente

10
Efraín Cobas. Fuerza armada: Misiones militares y dependencia en el Perú. Lima: Editorial Horizonte,
1982.

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introducción teórica sobre la historia militar y el arte de la guerra, pasando luego a


estudiar las guerras exteriores peruanas en tres grandes bloques: la revolución 827
americana, la consolidación de la república y la Guerra del Pacífico. En cada caso,
Dellepiane da sus puntos de vista sobre las causas, las fuerzas en disputa y las
operaciones que se llevaron a cabo. Cierra cada bloque con lo que denomina
consideraciones generales, concepto bajo el cual desarrolla algunas ideas sobre las
características de las guerras analizadas, los mandos militares, los objetivos militares,
teatros de operación y la conducción de las operaciones.

General Carlos Dellepiane, autor de Historia militar del Perú, el principal trabajo sobre
nuestras guerras del siglo XIX.

Aparecida por primera vez en 1931, la Historia Militar de Dellepiane es un aporte


valioso que lamentablemente no ha tenido continuidad. Si bien usa a Clausewitz y
Jomini para su análisis, parece concentrarse más en este último, dándole a la guerra una
connotación casi exclusivamente militar.

Hubo sí, esfuerzos valiosos para el estudio de determinados conflictos, siendo el


recientemente desaparecido general Edgardo Mercado Jarrín quien quizá se acerca al
fenómeno de la guerra de manera más integral, cercana quizá a las grandes líneas de

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pensamiento planteadas por Clausewitz.11 También merece destacarse el trabajo del


entonces teniente primero Fernando Romero Pintado, Las fuerzas de la marina en el 828
nor-oriente y la guerra fluvial, en el que analiza el conflicto con Colombia de 1932-
1933.

Luego, tenemos unos pocos, en realidad poquísimos, trabajos sobre estrategia, como el
del contralmirante Julio de los Ríos Rozas (La Estrategia), pero dichos trabajos
adolecen de una gran carencia, pues no surgen del análisis de nuestras propias
experiencias, sino de la cuidadosa lectura de los teóricos de la guerra. Algo válido, pero
insuficiente.

Lo mismo podemos decir de lo que se publicó en las revistas institucionales. La que


más continuidad ha tenido es la Revista de Marina, aparecida en 1907. Entre 1930 y
mediados de los 90 publicó 88 trabajos de corte estratégico. La gran mayoría de ellos
analiza campañas externas pero no plantea conclusiones ajustadas a las posibilidades
previsibles del país, otros 4 abordan casos peruanos, pero no logran superar el ámbito de
la descripción histórica; 5 se centran en Mahan, Corbett y Clausewitz, y algunos pocos
hacen propuestas originales pero no las sustentan en el análisis de campañas
precedentes.

Asimismo, al analizar esos 60 años de la revista se ha podido detectar que muy pocos de
los que han escrito sobre temas estratégicos han perseverado, lo que atenta contra la
construcción de una escuela de pensamiento estratégico propia. Cabe precisar que si
bien la estrategia tiene conceptos más o menos permanentes y universales, su
planteamiento y concepción requiere de un sustrato nacional, tal como se puede percibir
en los trabajos de Clausewitz, Jomini, Corbett, Liddel Hart y otros.

Por otro lado, la producción de pensamiento estratégico en el Centro de Altos Estudios


Militares, hoy CAEN, se ha ido apartando del indispensable debate académico. Si
buscamos bibliografía sobre el tema, encontramos que sus principales productos
intelectuales se fueron centrando en los temas del desarrollo nacional, indispensable sí
para el bien común e intrínseco a la seguridad, pero lejano de las tareas específicas que
los elementos de seguridad de un país deben llevar a cabo para asegurar lo primero.
Como señala Daniel Masterson12, la mentalidad de la misión militar francesa, que en
esencia era la del ejército colonial francés, se había trasladado al CAEM a través del
ejército como la misión de construcción de la nación. Ello, como sabemos,
eventualmente alentó la aparición de un nuevo militarismo en 1968.

La guerra, en síntesis, requiere ser estudiada como fenómeno global, pero a la vez con
las peculiaridades que, en cada caso, le imprime el ser colectivo nacional. Para
comprenderla cabalmente debemos estudiar su comportamiento a lo largo del tiempo,
tanto en el ámbito las élites (política, militar, académica, económica, etc.) como en el de
la población en general. No hacerlo puede llevarnos a perder perspectiva y a ser menos

11
Política y estrategia en la guerra de Chile; La política y la estrategia militar en la guerra contra
subversiva en América Latina; Relaciones entre la política y la estrategia militar; Seguridad, política y
estrategia; Geopolítica; La geopolítica en el tercer milenio.
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Fuerza Armada y Sociedad en el Perú Moderno: un estudio sobre relaciones civiles militares 1930-
2000. Lima: Instituto de Estudios Políticos y Estratégicos, 2001.

Nueva corónica 2 (Julio, 2013) ISSN 2306-1715, pp. 815-829.


Escuela de Historia. UNMSM
Jorge Ortiz Sotelo. Visiones peruanas de la guerra

eficientes al momento de enfrentar una crisis y/o eventualmente recurrir a la violencia


para prevalecer. 829

Como señaló el político francés George Clemenceau, la guerra es algo demasiado serio
para dejarla en manos de los militares. En tal sentido, su estudio no es privativo de las
escuelas militares, sino que debe ser realizado en unas pocas instituciones universitarias,
que es donde al finalmente se deben forjar a los líderes que han de decidir sobre estos
temas.

Lamentablemente, los esfuerzos que al respecto se han llevado a cabo son limitados, y
no necesariamente enfocados a los temas de la seguridad nacional, que incluyen lo
referido a la posibilidad de decidir sobre la gran estrategia ante una guerra. En ello, la
Historia tiene un papel sustantivo, y le cabe llevar a cabo lo que se ha hecho en otros
lugares, analizar críticamente el pasado para sacar de él las lecciones que eventualmente
nos permitan enfrentar con éxito situaciones de conflicto.

Nueva corónica 2 (Julio, 2013) ISSN 2306-1715, pp. 815-829.


Escuela de Historia. UNMSM

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