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Estimados hermanos y hermanas, el apóstol Juan distingue los pecados que son de

muerte y los que no llevan a la muerte. La meta del cristiano es la comunión de


vida con Dios, todo aquello que impida esta meta es pecado que lleva a la muerte.
Por tanto, el pecado que consiste en no estar en comunión con Dios, o en no creer
en Jesús, que es el que nos da la vida, es un pecado de muerte. El que odia a su
hermano es un homicida, o sea que el odio es un pecado que lleva a la muerte,
porque equivale a la apostasía, al no guardar el mandamiento fundamental del
cristiano.

La idolatría es adorar, no a Cristo Jesús, sino a otros dioses creados por nosotros y
por el mundo. Si no creemos en Jesús, habremos de creer en los horóscopos o en
las religiones orientales o en las sectas o en los varios mesías falsos que se pondrán
en nuestro camino. Y sobre todo, elevaremos un altar a nuestro propio yo: el
egoísmo es la idolatría más generalizada.

Los discípulos del Bautista sienten celos porque Jesús también está bautizando.
Pero Juan muestra la grandeza de su corazón y la coherencia con su postura de
precursor. Vuelve a recordar: «yo no soy el Mesías», y se compara con el amigo
del esposo, que acompaña a éste a la boda. Él no es el esposo, sino el compañero,
que se alegra por la alegría del esposo. Juan dice claramente: «él tiene que crecer
y yo tengo que menguar».

En el mundo de hoy ha decrecido mucho la conciencia de pecado. Si antes algunos


se quejaban -en parte con razón- de que a todo le llamábamos pecado, ahora es al
revés: nada parece pecado, todo es indiferente.

Juan nos ha puesto en guardia ante la posibilidad de negar la luz, de vivir en el


odio, de no creer en verdad en Cristo Jesús sino en los ídolos. Es bueno que todos,
ya desde pequeños, tengamos conciencia de que existe el mal, que somos débiles,
que podemos fácilmente fallar al amor de Dios y al amor al prójimo, y que por
tanto no estamos viviendo en plena vida, sino en la penumbra o en la debilidad y
la muerte.

La Navidad, que ha sido experiencia del amor que Dios nos tiene, y convicción de
que como nacidos de Dios somos sus hijos, hermanos de Cristo Jesús y hermanos
los unos de los otros, debe dejarnos como consecuencia una actitud más positiva y
una opción más clara por estos valores cristianos, empeñándonos más
decididamente en la lucha contra el mal en nuestra vida. Mientras a la vez
trabajamos y rezamos para que los demás también venzan al mal en sus vidas.
Terminada la Navidad, con la fiesta del Bautismo del Señor, no puede seguir como
antes nuestra vida. Tiene que notarse más esperanza en nuestra vida. Más alegría.
Más confianza en Dios. Más amor al hermano.

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