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La idolatría es adorar, no a Cristo Jesús, sino a otros dioses creados por nosotros y
por el mundo. Si no creemos en Jesús, habremos de creer en los horóscopos o en
las religiones orientales o en las sectas o en los varios mesías falsos que se pondrán
en nuestro camino. Y sobre todo, elevaremos un altar a nuestro propio yo: el
egoísmo es la idolatría más generalizada.
Los discípulos del Bautista sienten celos porque Jesús también está bautizando.
Pero Juan muestra la grandeza de su corazón y la coherencia con su postura de
precursor. Vuelve a recordar: «yo no soy el Mesías», y se compara con el amigo
del esposo, que acompaña a éste a la boda. Él no es el esposo, sino el compañero,
que se alegra por la alegría del esposo. Juan dice claramente: «él tiene que crecer
y yo tengo que menguar».
La Navidad, que ha sido experiencia del amor que Dios nos tiene, y convicción de
que como nacidos de Dios somos sus hijos, hermanos de Cristo Jesús y hermanos
los unos de los otros, debe dejarnos como consecuencia una actitud más positiva y
una opción más clara por estos valores cristianos, empeñándonos más
decididamente en la lucha contra el mal en nuestra vida. Mientras a la vez
trabajamos y rezamos para que los demás también venzan al mal en sus vidas.
Terminada la Navidad, con la fiesta del Bautismo del Señor, no puede seguir como
antes nuestra vida. Tiene que notarse más esperanza en nuestra vida. Más alegría.
Más confianza en Dios. Más amor al hermano.